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EL ARCHIDRUIDA

El capataz de Callie me informó que mi madre estaba negociando con el representante del Soviet de Dinosaurios del Gremio de Cordados, Local 15. Escuché las instrucciones, cogí una lámpara y me interné en la noche de esa región ganadera. Tenía que hablar con alguien sobre mis experiencias recientes, y había llegado a la conclusión de que Callie, a pesar de sus limitaciones como madre, era la más indicada para ofrecer buenos consejos. Hacía un siglo que nada la sorprendía demasiado, y se podía confiar en su discreción.

Y tal vez, en lo más hondo de mí, necesitara una charla con mami.

Habían pasado cuarenta y ocho horas desde mi regreso a una dudosa realidad. Las había pasado recluido en mi cabaña de Tejas Oeste. Logré avanzar en su construcción más que en los cuatro o cinco meses previos, y el trabajo era de mejor calidad. Las aptitudes que «recordaba» haber adquirido en Scarpa eran reales. ¿Y por qué no? El OC buscaba verosimilitud, y lo había conseguido. Si escogía convertirme en ermitaño en mi disneylandia favorita, sabría apañármelas.

Mi regreso a la vida real se gestionó con habilidad.

El almirante se despidió después de lanzarme esa bomba, negándose a contestar mis angustiadas preguntas. Abordó el bote en silencio y bogó hasta el horizonte. Y por un tiempo eso fue todo. El viento seguía soplando, las olas seguían rodando sobre la playa. Yo, sin embriagarme, bebía whisky de una botella interminable, y pensaba en lo que él había dicho.

Noté un cambio cuando cesaron las olas. Quedaron petrificadas en medio de su movimiento. Caminé por el agua, que estaba tibia y dura como hormigón, y examiné una ola. Creo que no habría podido arrancarle una astilla, ni siquiera con martillo y cincel.

En pocos minutos hubo una evolución. Sucedían cosas a mis espaldas, nunca ante mi vista. Cuando regresé a mi casa de la playa, la máquina con la pantalla de osciloscopio estaba junto a mi silla. Era un flagrante anacronismo, totalmente desconcertante. Lo alumbraba el sol, y una gaviota se posó encima. El ave echó a volar cuando me acerqué. La máquina estaba montada sobre ruedecillas que se hundieron en la arena blanda. Miré el punto móvil de la pantalla y nada pasó. Cuando me enderecé y me di la vuelta vi una hilera de sillas veinte metros playa abajo, y en ellas estaban sentados extras heridos de la enfermería de la película, aguardando su turno para la mesa. El problema era que no se veía ninguna mesa. Eso no parecía molestarles.

Una vez que comprendí el truco, giré lentamente en círculos. Cosas nuevas aparecían con cada giro, hasta que estuve de vuelta en la enfermería, rodeado de objetos y personas, entre ellas Brenda y Gales, que me miraban con cierta preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó Brenda—. El médico dijo que te portarías extrañamente durante unos minutos.

—¿Acaso giraba en círculos?

—No, te quedaste de pie, mirando el vacío.

—Era una interfaz —dije, y ella cabeceó como si eso lo explicara todo. Y supongo que así era. Aunque Brenda nunca había estado en la isla de Scarpa ni en un lugar tan completamente real, comprendía la interfaz mucho mejor que yo, pues la había practicado toda la vida. Preferí no preguntarle si sentía la arena donde parecía apoyar los pies, y no creo que viera las gaviotas que revoloteaban cerca del cielo raso.

Sentí una agobiante necesidad de largarme de allí. Deshaciéndome de Gales, que me pidió disculpas y me ofreció un trago, me dirigí a la puerta del estudio. La arena no terminó hasta que llegué a los corredores públicos, donde al fin pisé los familiares mosaicos, blandos y mullidos bajo mis pies descalzos. De nuevo era varón, y esta vez lo noté de inmediato. Cuando di media vuelta, no había más arena a mis espaldas.

Pero camino a Tejas vi muchas plantas tropicales que brotaban de suelos de hormigón, y viajé en un tubo festoneado de lianas y cubierto de cangrejos. Habitualmente hay que ingerir una buena dosis de químicos para ver semejantes escenas, reflexioné mientras los cangrejos correteaban a mis pies. No ansiaba hacerlo de nuevo.

Y el cocotero que daba sombra a mi inconclusa cabaña tardó un día entero en desaparecer.

El farol que yo llevaba no arrojaba mucha lumbre. Una luz brillante en la oscuridad podía espantar el ganado, así que Callie entregaba a sus peones unos chismes antiguos que quemaban un humoso aceite de grasa de reptil. Era suficiente para impedirme tropezar con las raíces de los árboles, pero no para ver a gran distancia. Y si miraba la luz perdía la visión nocturna. Yo procuraba no mirar, pero si ese objeto rezongón chisporroteaba, yo miraba de reojo y me paraba en seco, encandilado. Así que cuando me tropecé con ese tronco tardé en comprender qué era. Lo toqué y sentí su tibieza, y supe que había dado con la pata trasera de un brontosaurio. Retrocedí deprisa. Estas bestias torpes son propensas a las estampidas. Y si habéis recibido esa desagradable sorpresa que os arrojó una paloma en el parque de la ciudad, no querréis averiguar lo que puede caer en las inmediaciones de la pata trasera de un brontosaurio. Yo lo sé por amarga experiencia.

Avancé en medio de un bosque de troncos similares hasta avistar una pequeña fogata en una hondonada. Tres figuras estaban sentadas en torno del fuego, y otra —Callie— frente a ellas. En la penumbra veía la mole sombría de una docena de brontosaurios que se perfilaban contra la noche, rumiando plácidamente y pedorreando como sirenas de barco. Me acerqué despacio a la fogata, para no sobresaltar a nadie, pero logré sorprender a Callie, quien alzó la vista alarmada y luego palmeó el suelo para invitarme. Se llevó un dedo a los labios y continuó estudiando a sus adversarios, pintados de naranja por las inquietas llamas.

No sé si David Tierra espantaba más en esa penumbra o a plena luz del día. Pues era él en persona, sentado en posición del loto, pregón ambulante de remedios contra la fiebre del heno. Callie era alérgica a ese hombre, o a su biosfera, y aunque curarse habría sido sencillo y barato, ella cuidaba esa alergia, la atesoraba, sufría dichosamente cada moqueo y estornudo como una razón más para detestar al causante. Lo odiaba desde que yo había nacido, y sus visitas quinquenales le causaban la misma impresión que debían de causar las extracciones dentales antes de la anestesia.

David Tierra me saludó con un cabeceo y yo respondí con un cabeceo. Entre nosotros eso era toda una conversación. Callie y yo disentíamos en muchas cosas, pero compartíamos la misma opinión sobre David Tierra y los terristas.

Era un hombre fornido, casi tan alto como Brenda y mucho más imponente. Tenía cabello largo, verde y desaliñado, y por una excelente razón: no era cabello, sino una hierba creada por bioingeniería que era parasitaria de la piel humana. Ignoro los detalles del cultivo. Habría tenido más interés en las costumbres amatorias de los sapos. Se engrosaba el cuero cabelludo…y se usaba tierra. Cuando el hombre se rascaba la cabeza, llovían terrones. Pero ignoro cómo se adhería esa tierra a la piel, si formaba bolsones o capas, y no sé nada sobre el sistema que comunicaba la sangre con las raíces, y preferiría no saberlo. Recuerdo que cuando niño me preguntaba, cuando él se levantaba por la mañana, si tendría que echarse abono sobre ese esplendor agrícola que le cubría la mollera.

Tenía dos pechos enormes —típicos de todos los terristas, hombres y mujeres— en cuyos declives crecían más plantas. La mayoría exhibía flores o frutas diminutas. Me pregunté si tendría que practicar la siembra de contorno para impedir la erosión de esas fértiles laderas. Él notó que lo miraba, arrancó una manzana del tamaño de una uva de esa masa enmarañada y se la metió en la boca.

¿Qué se puede decir del resto de su persona? Tenía la espalda, los brazos y las piernas cubiertos de vello. No era vello humano, sino una pelambre que presentaba una descabellada combinación de piel de jaguar, tigre, bisonte, cebra y oso polar. La reestructuración genética requerida para soportar todo eso debía de ser un collage inimaginable. Era irónico, pensé, que los orígenes de los terristas se remontaran a los activistas que protestaban contra el uso de pieles, aunque por cierto no se había dañado a ningún animal para generar esa pelambre. Sólo fragmentos genéticos extraídos y adaptados. En los dedos lucía zarpas osunas, y en vez de pies tenía pezuñas de alce, como un fauno tamaño familiar. Todos los terristas tenían atributos animales, eran su placa de identificación. Pero el fundador había llegado más lejos que todos sus adeptos. Lo cual, sospecho, es lo que define a líderes y seguidores.

Pero, por increíble que parezca después de enumerar tantos agravios visuales, lo primero que se notaba al tener la desgracia de toparse con David Tierra era su olor.

Sin duda se bañaba. Tal vez era mejor decir que se regaba regularmente. David Tierra durante una sequía habría sido un incendio potencial ambulante. Pero no usaba jabón (subproducto animal) ni otro producto de limpieza (polución química de la Davidósfera). Lo cual producía un tufo a sudor acre, desagradable pero soportable. Sus pasajeros, sin embargo, elevaban ese inequívoco y objetable aroma a las alturas de lo mconce-bible.

Es un axioma que los grandes animales peludos tienen gran cantidad de pulgas. Las pulgas eran sólo el comienzo de los «queridos huéspedes» de David Tierra, como él los había llamado una vez. Yo los había definido como parásitos, y él había sonreído con tolerancia. Sus sonrisas siempre eran tolerantes; uno sentía ganas de arrancarles ese benévolo semblante para alimentar a sus queridos huéspedes. David era de esos tíos que tenía todas las respuestas morales y nunca vacilaba en señalar los errores del prójimo. Afectuosamente, desde luego. Sentía afecto por todas las criaturas de la naturaleza, aun por las que ocupaban los peldaños inferiores del proceso evolutivo. La mayoría de sus congéneres, por ejemplo.

¿Para qué huéspedes tendía David su roñoso felpudo de bienvenida? Pues bien, ¿qué animalejos viven en los pastizales? Nunca vi un perro de las praderas asomando del peinado de David, pero no me hubiera sorprendido. Albergaba un hervidero de ratones, un coro de musarañas, una bandada de pinzones y un circo de pulgas. Un biólogo experto habría contado fácilmente una docena de especies de insectos, sin siquiera aproximarse a la cifra real. Todas estas criaturas nacían, crecían, cortejaban, copulaban, anidaban, comían, defecaban, orinaban, desovaban, luchaban, cazaban, soñaban y morían en los diversos biomas que formaban parte de David. A veces los cadáveres se desprendían y caían; de lo contrario, fertilizaban el terreno para la próxima generación.

Todos los terristas apestan; es un gaje del oficio. Continuamente comparecen en los tribunales por infringir las leyes sobre olores corporales, cuando el sufrido ocupante de un atestado elevador se harta y los manda arrestar. David Tierra era el único hombre de Luna que estaba exiliado para siempre de los pasajes públicos. Se desplazaba desde la hacienda al disneylandia y la granja hidropónica por conductos y cloacas.

—Alarmas a nuestros afiliados con semejante oferta —declaró el acompañante de David, un sujeto más menudo y menos imponente cuyos únicos atributos animales visibles era un modesto par de astas y una cola de león—. Cien asesinatos es sólo una matanza antojadiza, y la rechazamos por completo. Pero tras una cuidadosa consulta, estamos dispuestos a ofrecer ochenta. Con la mayor renuencia.

—Una cosecha de ochenta —dijo Callie, enfatizan-do la palabra como de costumbre—. Ochenta es una ridiculez. Con un cupo de ochenta iré directamente a la quiebra. Venga, vayamos a mi oficina, os mostraré los libros. Hay un pedido de setenta reses tan sólo de McDonald's.

—Es problema tuyo. Nunca debiste haber firmado ese contrato hasta que hubieran concluido estas negociaciones.

—Si no firmo el contrato, pierdo el cliente. Qué queréis, ¿arruinarme? Noventa y nueve, es mi oferta definitiva, y no se hable más. Creo que ni siquiera con cien puedo obtener ganancias. Más aún, ofrezco noventa y ocho, para terminar con esta historia. Eso representa doce menos de lo que ofrecisteis a Reilly, camino abajo, hace tres días, y su rebaño es menor que el mío.

—No estamos aquí para hablar de Reilly, sino de tu contrato y tu rebaño. Y tu rebaño no está feliz, pues sólo me ha presentado quejas. No puedo permitir un asesinato más que… —Miró de soslayo a David, quien meneó la cabeza, apenas, haciendo ondear sus pastizales—. Ochenta —concluyó Astas.

Callie masticó su furia en silencio. Sería imposible hablarle por el momento, mientras los sindicalistas no hubieran consultado con sus afiliados, así que me alejé de la fogata. En esa negociación noté algo que me parecía relacionado con mi situación.

—OC —susurré—, ¿estás ahí?

—¿Dónde más podría estar? —murmuró el OC—. Y sólo necesitas subvocalizar. Comprenderé fácilmente tus palabras.

—¿Cómo he de saber dónde te encuentras? Cuando te llamé después que te alejaste en el bote, no respondiste. Pensé que estarías enfurruñado.

—Pensé que era gratuito hablar sobre mi revelación sin darte tiempo para reflexionar.

—He reflexionado, pero tengo algunas preguntas.

—Haré lo posible para responderlas.

—Estos sindicalistas. ¿De veras hablan en nombre de los dinosaurios?

Hubo una breve pausa. Supongo que la pregunta parecía ajena a nuestros problemas. Pero el OC se abstuvo de hacer comentarios.

—Tú te criaste en esta hacienda. Pensé que tendrías la respuesta.

—No, en verdad nunca he pensado en ello. Tú sabes lo que piensa Callie de los derechos de los animales. Siempre dijo que los terristas eran una pandilla de místicos que tenían suficiente influencia política para lograr que sus descabelladas ideas cobraran fuerza de ley. Afirmaba que nunca había creído que ellos se comunicaran con los animales. Yo la creía, y no he pensado en ello durante ochenta años. Pero después de las que he pasado, tengo mis dudas.

—En general se equivoca —dijo el OC—. Es fácil demostrar que los animales sienten, aun en el nivel de los protozoos, aunque es opinable que tengan pensamientos reconocibles. Pero como soy parte interesada en estas negociaciones (más aún, una parte indispensable), puedo decirte que sí, estas criaturas son capaces de expresar deseos y responder a proposiciones, siempre que se expresen en términos que ellas comprendan.

—¿Cómo?

—Bien… El contrato que resultará de esta negociación es un instrumento puramente humano. Estas bestias nunca se enterarán de su existencia. Como su «lenguaje» está limitado a una serie de bramidos, supera totalmente su capacidad. Pero en cuanto a las estipulaciones del contrato, se llegará mediante un proceso de toma y daca que no difiere de la negociación colectiva humana. Callie ha inyectado en su ganado una solución de agua y algunos billones de mecanismos biotrópicos de nanoingeniería autorreplicantes que…

—Nanobots…

—Sí, es el término popular.

—¿Tienes algo contra los términos populares?

—Sólo su imprecisión. El término «nanobot» sugiere una máquina diminuta, programada y autónoma, y eso incluye muchos otros dispositivos intracelulares además de los que estamos comentando. Los que están en tu corriente sanguínea y dentro de tus células son muy diferentes…

—De acuerdo, entiendo adonde vas. Pero es el mismo principio, ¿de acuerdo? Estos robots, más pequeños que glóbulos rojos…

—Algunos son aún más pequeños. Se desplazan a sitios específicos del organismo y allí se ponen a trabajar. Algunos llevan materia prima, algunos llevan planos, algunos son obreros constructores. Trabajando a velocidades moleculares, construyen varias máquinas más grandes (con lo cual quiero decir microscópicas, en la mayoría de los casos), en los intersticios que separan las células corporales, o dentro de las paredes mismas de las células.

—Que se usan para…

—Creo entender adonde vas con esto. Cumplen muchas funciones. Algunas son tareas domésticas para las cuales tu cuerpo no sirve o ha dejado de servir. Otros son dispositivos de control que alertan a un sistema externo más amplio que algo anda mal. En el rebaño de Callie, se trata de un ordenador muy básico, un Mark III Criador, que ha sufrido pocas modificaciones de diseño en más de un siglo.

—Y que forma parte de ti, naturalmente.

—Todos los ordenadores de Luna, excepto los ábacos y tus dedos, forman parte de mí. Y en un aprieto, yo podría usar tus dedos.

—Como acabas de mostrarme.

—Sí. La máquina (es decir yo mismo, en cierto modo) escucha continuamente a través de una red de receptores situados en toda la hacienda, tal como yo escucho continuamente tus llamadas, no importa en qué parte de Luna estés. Todo esto sucede en lo que podrías considerar mi nivel subconsciente. Nunca soy consciente del funcionamiento de tu cuerpo a menos que una alarma me alerte, o que me llames en línea.

—Así como hay una red de máquinas en mi cuerpo, hay una similar en cada brontosaurio de Callie.

—Hay cierta similitud, sí. Las estructuras neurales son muchísimo menos evolucionadas que las de tu cerebro, así como tu cerebro orgánico es operativamente muy superior al del dinosaurio. No ejecuto programas parasitarios en el cerebro del dinosaurio, si a eso te refieres.

No me refería precisamente a eso, o tal vez sí, pues no sabía muy bien por qué había hecho la pregunta. Pero no se lo dije al OC. Lo dejé continuar.

—Es lo más que podemos acercarnos a la telepatía mental. Los representantes sindicales están conectados conmigo, y yo estoy conectado con los dinosaurios. El mediador plantea una pregunta: «¿Cómo os sentís cuando ciento veinte congéneres vuestros son cosechados/asesinados este año?» Yo planteo la pregunta aludiendo a depredadores. Una imagen de un tiranosaurio que se aproxima. Obtengo una respuesta de temor: «Lo lamento, por ahora no, gracias.» Retransmito a los sindicalistas, quienes indican a Callie que la cifra no es aceptable. El sindicalista propone otra cifra, en el caso de esta noche, sesenta. Callie no puede aceptar, pues se iría a la bancarrota, y no quedaría nadie para alimentar el ganado. Transmito esta idea a los dinosaurios, con sensaciones de hambre, sed, enfermedad. Tampoco les gusta esto. Callie propone que se tomen ciento diez criaturas. Les muestro un tiranosaurio más pequeño que se aproxima, y algunos integrantes del rebaño escapan. No responden tan enfáticamente con su reflejo de temor y huida, lo cual traduzco: «Por el bien del rebaño, podríamos aceptar la pérdida de setenta para que los demás puedan engordar.» Le comunico la propuesta a Callie, quien afirma que los terristas la están desangrando, y así sucesivamente.

—Me parece totalmente inútil —le respondí, sin prestar demasiada atención a lo que decía el OC. Estaba viendo una imagen de mí mismo viviendo dentro de la máquina planetaria en que se había convertido el OC, y de él viviendo dentro de mi cuerpo. Lo curioso era que nada de lo que había aprendido desde mi llegada a la isla de Scarpa me había resultado exactamente nuevo. Había aptitudes nuevas, inauditas, pero al analizarlas comprendía que eran inherentes a la tecnología. Había tenido los datos, aunque en forma insuficiente. No había dedicado tiempo a pensar en ellos, así como no pensaba en mi respiración, y menos aún a meditar sobre las implicaciones, que en general me desagradaban. Noté que el OC hablaba de nuevo.

—No entiendo por qué lo dices. Excepto que conozco tu posición moral en lo concerniente a la crianza de animales, y tienes derecho a ello.

—No, aparte de eso, yo podría haberte predicho el resultado de todo esto, dada la oferta inicial. David propuso sesenta, ¿correcto?

—Después de su declaración inicial sobre el asesinato de estas criaturas, y de su exigencia formal de que…

—«Todas las criaturas deben vivir libres de la depredación del hombre, el depredador más voraz y despiadado.» De acuerdo, ya me conozco el discurso, y tanto David como Callie saben que es una mera formalidad, como cantar el himno planetario. Callie replicó con ciento veinte porque sabía que este año debía sacrificar noventa para obtener ganancias razonables, y cuando David oyó eso supo que al fin convendrían en noventa. Entonces dime: ¿Por qué molestarse en consultar a los dinosaurios? ¿A quién le importa lo que piensen?

El OC guardó silencio, y yo me eché a reír.

—Dime la verdad. Tú inventas la imagen de los devoradores de carne y la sensación de hambre. Supongo que cuando ambos miedos se equilibran, cuando las pobres bestias quedan igualmente atemorizadas por alternativas desastrosas (a tu juicio, recuérdalo), entonces tenemos contacto, ¿verdad? ¿Dónde crees pues que se encontrará ese punto intermedio?

—Noventa víctimas —dijo el OC.

—No más preguntas, señoría.

—Tienes algo de razón. Pero de hecho transmito las sensaciones de los animales a los representantes humanos. Ellos sienten el miedo, y pueden juzgar tan bien como yo cuando se alcanza un equilibrio.

—Di lo que quieras. Yo estoy convencido de que ese zopenco con astas bien pudo quedarse en la cama, firmar un contrato por noventa muertes y ahorrarse mucho esfuerzo. Entonces podría buscar un trabajo útil. Tal vez como jardinero en el peinado de David.

El OC guardó un largo silencio. Cuando habló de nuevo, no utilizaba su tono discursivo habitual.

—El hombre de los cuernos —dijo en voz baja— tiene taras mentales que no he podido tratar. No sabe leer ni escribir, ni es apto para muchas tareas. Hildy, todos necesitamos hacer algo en este mundo. La vida puede parecer vacía sin una tarea gratificante.

Callé un instante, pues conocía muy bien esa sensación de vacuidad.

—Y ama de veras a los animales —añadió el OC—. Le duele pensar en que los maten. No debería contarte nada de esto, pues se me prohibe comentar las cualidades, buenas o malas, de los ciudadanos humanos. Pero en vista de nuestra nueva relación, pensé…

Ya era suficiente.

—¿Qué hay de la muerte? —pregunté—. Mencionaste el hambre y la imagen de un depredador. Obtendrías una reacción más fuerte si les metieras la idea de la muerte en la cabeza.

—Una reacción más fuerte de la conveniente. Los depredadores y el hambre implican la muerte, pero inspiran menos temor que el hecho en sí. Estas negociaciones son muy delicadas. Muchas veces intenté persuadir a Callie de realizarlas dentro. Pero ella alega que si «cabeza de ensalada» no teme deliberar en medio del rebaño, ella tampoco. No, la imagen de la muerte es el arma nuclear de las relaciones entre depredador y presa. Ha-bitualmente es un preludio a una medida de fuerza o un boicot.

—¿O algo aún más grave?

—Eso infiero. Claro que no tengo pruebas.

Me pregunté sobre ello. Tal vez el OC era sincero cuando decía que sólo observaba sitios privados —o mentes, llegado el caso— en circunstancias tan inusitadas como la mía. Sin duda comprendía fácilmente actividades ilegales tales como el sabotaje o el uso de matones contratados, los recursos extremos tradicionales de obreros y patrones, y muy en boga entre grupos radicales como los terristas, que después de todo no podían pedir a sus «afiliados» que fueran a la huelga. ¿Qué haría un brontosaurio? ¿Dejar de comer? El OC por cierto examinaría los sitios donde se ensamblaban las bombas, o en todo caso podía comprender las intenciones de los tirabombas mediante lecturas de sus ubicuas máquinas intercelulares. Cada año los amantes de la ley y el orden presentaban mociones para otorgarle estos poderes. A fin de cuentas, el OC era un guardián benévolo. Nadie saldría perjudicado salvo quienes lo merecieran. Podíamos eliminar el delito de la noche a la mañana si tan sólo le quitábamos las cadenas al OC.

Yo mismo había sostenido esa opinión, a pesar de las objeciones de los libertarios. Después de mi estancia en la isla de Scarpa, simpatizaba fervientemente con el bando opuesto. Supongo que era simplemente un ejemplo de esa vieja definición del liberal: un conservador a quien acaban de arrestar. Un conservador, por cierto, es un liberal a quien acaban de atracar.

—Encaras este asunto con cinismo —dijo el OC— porque sólo lo has visto desde la faz comercial, y entre humanos y criaturas con una estructura cerebral muy rudimentaria. Es mucho más interesante cuando las negociaciones se celebran entre mamíferos superiores. Hay algunos desarrollos interesantes en Kenia, donde el arbitraje entre leones y antílopes ya tiene cinco décadas. Los leones se han vuelto muy diestros en ello. A estas alturas ya saben escoger al representante más habilidoso, una suerte de delegado sindical, usando el mismo instinto que los impulsa a las batallas por el predominio. Creo que han captado el concepto de que deben existir períodos de caza, que si mataran a todos los antílopes sólo conseguirían comida comercial para felinos… la cual les gusta, pero no sustituye la caza. Hay un veterano hirsuto y desdentado que, año tras año, negocia con los antílopes con tanto empeño como cuando los cazaba en la sabana en su juventud. Es un Samuel Gompers de la…

Me salvé de oír las hazañas de este Lenin leonino porque David Tierra se movió en ese momento. Se puso de pie, y Astas lo imitó prontamente, destruyendo el cortés mito de que influía en las decisiones. David rara vez asistía a las negociaciones con los criadores, pues estaba demasiado ocupado con las presentaciones que promovían su filosofía terrista ante los votantes. En televisión, desde luego; la presencia de David era el modo más rápido de dispersar una reunión política.

—Creo que tenemos un problema —dijo con su voz tonante—. Las inocentes criaturas que representamos han sufrido bastante bajo vuestro yugo. Sus quejas son muchas y… bien quejosas. Era la debilidad de David. No era el orador más elocuente del mundo. Empeoraba año a año, a medida que el lenguaje se convertía en un lastre filosófico para él. Uno de sus planteamientos era abolir el lenguaje cuando se alcanzara el milenio. Quería que todos cantáramos como avecillas.

»Por nombrar sólo una —continuó—, tú eres una de las tres asesinas de dinosaurios…

—Criadores —dijo Callie.

—… que insisten en usar el enemigo natural del brontosaurio como medio para inculcar terror en…

—Arrear —gruñó Callie—. Y mis tiranosaurios jamás han arañado siquiera a un apestoso brontosaurio.

—Si insistes en interrumpirme, no llegaremos a ninguna parte —dijo David, con su sonrisa bonachona.

—Nadie me llama asesina en mis propias tierras. Hay tribunales para el libelo, y estás a punto de asistir a uno.

Se estudiaron a través de las llamas, sabiendo que el noventa y nueve por ciento de las amenazas y acusaciones eran pura cháchara destinada a doblegar o desconcertar al oponente, y odiándose con una vehemencia que infundía relieve a sus amenazas. El rostro de Callie reflejaba sus opiniones. David simplemente sonreía, dando a entender que amaba entrañablemente a Callie. Pero yo sabía que no era así. La odiaba tanto que la castigaba con su presencia cada cinco años, y no se me ocurre una crueldad mayor.

—Debemos celebrar una comunión más íntima con nuestros amigos —declaró David abruptamente. Dio media vuelta y se alejó de la fogata, seguido sumisamente por su adepto.

Callie suspiró, se levantó, resopló, dio puñetazos en el aire. Las negociaciones son agotadoras para la mente y el cuerpo, pero es fundamental contar con posaderas resistentes. Callie se masajeó las suyas, sacó un par de cervezas de la nevera portátil, me arrojó una y se sentó en la nevera.

—Me alegra verte —dijo—. No tuvimos oportunidad de hablar ¡a última vez que viniste. —Frunció el entrecejo al recordarlo—. Pensándolo bien, te largaste sin avisar. Cuando fuimos a mi oficina, te habías ido. ¿Qué pasó?

—Muchas cosas, Callie. Por eso vine aquí… Quiero hablar contigo, si es posible. Tal vez puedas ofrecerme algún consejo.

Callie me miró con recelo. Era natural que sintiera recelo después de negociar con ese sindicato intransigente. Pero había algo más profundo. Nunca habíamos logrado comunicarnos. Me deprimió comprender una vez más que ella era la primera persona en quien pensaba cuando debía discutir algo importante. Pensé en levantarme y largarme de allí, pero vacilé, y Callie hizo lo que .siempre hacía cuando yo intentaba hablar con ella: cambió de tema.

—Esa Brenda es mucho más agradable de lo que parece. Tuvimos una larga charla cuando descubrimos que te habías ido. ¿Tienes idea de cuánto te admira?

—Sí, Callie, yo…

—Está siguiendo un curso de historia que te dejaría sin aliento, para comprender tus referencias a la «historia antigua». Creo que no tiene sentido. Ciertas cosas sólo se entienden cuando se han vivido. Yo conozco el siglo veintiuno porque estuve allí. El veinte y el diecinueve nunca me parecerán igualmente reales, aunque he leído mucho sobre ellos.

—A veces creo que para Brenda ni siquiera el mes pasado es real.

—Pues te equivocas. Conoce la historia reciente mejor de lo que crees, y te hablo de cosas que sucedieron cincuenta o cien años antes de su nacimiento. Nos sentamos a charlar… bien, en general le conté anécdotas, supongo. Parecía fascinada. —Sonrió ante ese recuerdo. No me sorprendía que Brenda le hubiera caído bien. Hay pocas cualidades que mi madre valore más en un ser humano que un oído atento.

—No tengo mucho contacto con los jóvenes. Como le decía, nos movemos en esferas sociales diferentes. Yo no soporto su música y ellos piensan que soy un fósil ambulante. Pero al cabo de unas horas Brenda me hizo algunas confidencias. Fue casi como tener… una hija.

Me miró de soslayo, bebió un sorbo de cerveza. Comprendió que había ido demasiado lejos.

Normalmente un comentario de ese tenor habría desencadenado la trillonésima repetición de nuestra discusión favorita. Esa noche prefería pasarla por alto. Tenía en mente cosas más importantes. Mi falta de reacción debió indicarle que yo estaba preocupado de veras, porque me miró de hito en hito.

—Cuéntame —me dijo, y le conté.

Pero no todo. Le referí mi pelea en el Puerco Ciego, y la conversación con el OC que había conducido a esas seudoexperiencias que aún estaban tan frescas en mi memoria. Le dije que el OC lo había explicado como una cura para la depresión, en lo cual había algo de cierto. Pero me resultó imposible confesarle que había intentado suicidarme. ¿Existe una confesión más embarazosa? Tal vez algunos no le darían importancia, exhibirían con orgullo lo que los expertos denominan signos de vacilación: cicatrices en la muñeca, balazos en el techo. Yo había leído algo sobre el tema mientras estaba recluido en Tejas. Si el suicidio era una petición de auxilio, era razonable confesar francamente que uno lo había intentado, para obtener comprensión, consejos, conmiseración o tal vez un mero abrazo.

O piedad.

¿Acaso soy demasiado orgulloso? No creo. Examiné mis motivos hasta donde era capaz, y no descubrí ninguna necesidad de piedad, que sin duda era lo que me ofrecería Callie. Tal vez eso significaba que mis intentos eran motivados por la depresión, por el simple deseo de no vivir más. Y ese pensamiento era muy deprimente.

Al fin terminé mi relato, y sin duda Callie detectó de inmediato mis omisiones, pero guardó silencio. La situación la incomodaba tanto como a mí, pues la calidez no era rasgo de familia. Hacía años que no me sentía tan bien con ella, por el solo hecho de que me hubiera escuchado tanto tiempo.

Callie metió una mano detrás de la nevera, sacó una lata y vertió el contenido en la fogata, provocando una llamarada. Sonrió con picardía.

—Grasa de brontosaurio procesada —explicó—. Es magnífica para barbacoas, enciende el fuego con rapidez. Hace ochenta años que lo uso en las fogatas para estas reuniones. Un día de éstos, cuando me provoque más de la cuenta, se lo revelaré a David. Estoy segura de que le gustará a pesar de todo. ¿Quieres arrojar más leños al fuego? Tienes una pila a tus espaldas.

Arrojé los leños, y los miramos arder.

—Estás omitiendo algo —dijo al fin—. Si no quieres contármelo, es cosa tuya. Pero eras tú quien quería hablar.

—Lo sé, lo sé. Pero se me hace muy difícil. Han sucedido muchas cosas, he sabido muchas cosas.

—Desconocía esa técnica de implantación de recuerdos —dijo Callie—. No pensé que el OC pudiera hacerlo sin permiso. —No parecía alarmada. Como casi todos los lunarianos, consideraba que el OC era un esclavo útil y muy inteligente. Concedía, como todos los demás, que era un ser consagrado a ayudarla. Pero a partir de allí difería con sus conciudadanos, que también consideraban que el OC era la forma de gobierno menos invasora y más benévola jamás inventada.

El OC no lo había mencionado, pero sus medios de acceso a la hacienda Doble C Barra eran limitados. No era coincidencia. Callie había configurado sus sistemas electrónicos de tal manera que le permitieran funcionar independientemente del OC si era necesario. Todas las comunicaciones debían llegar por un cable a su Mark III Criador, que operaba en la hacienda. El enlace se purificaba mediante una serie de ingenios suministrados por amigos igualmente paranoicos, diseñados para filtrar el virus subversivo, la bomba de tiempo y el Bombero Chino, formas de brujería informática sobre las cuales yo no sabía nada salvo los nombres.

Era bastante ineficaz, y tal vez fútil. A fin de cuentas el OC estaba allí, hablando conmigo. Había burlado las vallas, el puente levadizo electrónico que Callie podía alzar y bajar a voluntad, el foso fotograbado que esperaba llenar con cocodrilos cibernéticos y las hirvientes disfunciones que se proponía arrojar contra los programas invasores. Afirmaba que podía aislar su castillo activando un interruptor. Un manotazo y la hacienda CC cortaría amarras, alejándose de la red de datos conocida como Ordenador Central.

Una tontería, ¿verdad? También yo creía lo mismo, hasta que el OC se adueñó de mi mente. Callie siempre había pensado así, y aunque estaba en minoría no era la única. Walter estaba de acuerdo con ella, y también algunos disconformes crónicos como los hem-leinianos.

Estaba por continuar con mi historia de lamentaciones, pero Callie se apoyó un dedo en los labios.

—Tendrás que aguardar un poco —dijo—. El Kaiser de los Cordados viene de regreso.

Callie tuvo un ataque de estornudos. La expresión bonachona de David rezumaba tanta dulzura que rayaba en lo ridículo. Era evidente que lo estaba disfrutando. Se sentó y aguardó mientras Callie buscaba un rociador nasal en la cartera. Cuando ella se administró una dosis y se sonó la nariz, David sonrió afablemente.

—Me temo que tu oferta de noventa y ocho asesinatos es… —Alzó la mano para silenciar las protestas de Callie—. De acuerdo, la muerte de noventa y ocho criaturas es simplemente inaceptable. Tras nuevas consultas, y tras haber oído quejas que me han dejado pasmado… y bien sabes que tengo experiencia en este asunto…

—Noventa y siete —dijo Callie.

—Sesenta —replicó David.

Calüe pareció dudar que hubiera oído bien. La palabra quedó colgando en el aire, con un potencial tan incendiario como el del fuego.

—Comenzaste en sesenta —murmuró Callie.

—Y he regresado allí.

—¿Qué está pasando? Esto no se hace así, y lo sabes. No fingiré que existe afecto entre nosotros, pero siempre he podido negociar contigo. Hay ciertas prácticas aceptadas, ciertas premisas que cuentan con el aval de la costumbre aunque no tengan fuerza legal. Todos las respetan. Eso se llama «buena fe», y no creo que esta noche la estés poniendo en práctica.

—No habrá más negociaciones como las de costumbre —salmodió David—. Has preguntado qué está pasando, y te lo diré. Mi partido se ha fortalecido a lo largo de esta década. Mañana pronunciaré un gran discurso donde propondré nuevos cupos que, en un período de veinte años, eliminarán por completo el consumo de carne animal. En estos tiempos es descabellado continuar con una práctica primitiva e insalubre que nos rebaja a todos. Matar y comer a criaturas que son nuestros semejantes es simple canibalismo. Ya no podemos permitirlo y considerarnos civilizados.

Quedé impresionado. David no había tropezado con una sola palabra, lo cual debía significar que las había escrito y memorizado. Veíamos el preestreno del gran espectáculo del día siguiente.

—Cállate —dijo Callie.

—Muchos estudios científicos demuestran que el consumo de carne…

—Cállate —repitió Callie con tono enérgico, aunque sin levantar la voz—. Estás en mis tierras, y vas a callarte, o te meteré a patadas en una cámara de presión y te quitaré el aire.

—No tienes derecho a…

Callie le arrojó la cerveza en la cara, tiró la lata a la oscuridad. David se quedó atónito, tan petrificado que me dio escalofríos. Luego se relajó, adoptó su actitud de costumbre, la del viejo sabio que contempla con benevolencia los altibajos de un mundo imperfecto con el paternalismo afectuoso de una deidad.

Un ratón asomó entre las malezas de su barba para averiguar a qué venía tanto alboroto. Probó una gota de cerveza, le agradó, y se puso a lamer el resto con un afán que tal vez lamentara por la mañana.

—Me he pasado más de treinta horas acuclillada ante esta maldita fogata —dijo Callie—. No me quejo por eso. Es un precio que se paga por hacer negocios, y estoy habituada. Pero soy una mujer ocupada. Si me lo hubieras dicho en cuanto nos sentamos, si hubieras tenido esa gentileza, habría echado arena al fuego y te habría respondido que nos veríamos en el tribunal. Porque allí iremos, y te haré enviar una citación judicial antes que esa cerveza se haya secado. La Junta de Relaciones Laborales también tendrá algo que decir. —Extendió las manos en un elocuente gesto itálico—. Creo que ya no tenemos nada de que hablar.

—Está mal —insistió David—. Además es insalubre, y…

Mientras buscaba una palabra para describir tamaño horror, Callie replicó:

—Nunca entendí lo de insalubre. La carne de brontosaurio es el producto alimenticio más saludable que se ha desarrollado. Yo lo sé bien, pues ayudé a construir los genes cuando ambos éramos jóvenes. Tiene bajo colesterol, gran contenido de vitaminas y minerales… —Se interrumpió, miró a David con curiosidad—. ¿De qué vale? No puedo entenderlo. Me has disgustado desde que nos conocimos. Creo que eres loco, egoísta y deshonesto. ¡Todas esas pamplinas sobre el «amor»! Creo que vives en un mundo de fantasía donde nadie debe ser lastimado. Pero nunca te he acusado de estupidez, y ahora estás haciendo algo estúpido y crees que puedes salirte con la tuya. ¿No comprendes que no dará resultado?

Lo miró con preocupación. Casi como si deseara ayudarlo.

Era el mejor modo de enfervorizar a David, pero no creo que Callie deseara provocarlo. A su juicio, él se suicidaría políticamente si intentaba privar a los luna-rianos de la carne de brontosaurio, por no mencionar otros tipos de carne. Y nunca entendió la necedad en otros seres humanos.

David se inclinó hacia delante, abrió la boca para iniciar otro discurso, pero no tuvo la oportunidad. Como consta en las grabaciones, algunos troncos nuevos se movieron. Uno de ellos cayó en la grasa de brontosaurio que Callie había derramado, un charco que ardía en la superficie. El añadido de brasas calientes hizo chisporrotear la grasa. Estalló una lluvia de chispas que nos roció con gotas de grasa ardiente que se adhería como napalm. Como eran muy pequeñas, yo sólo sentí unos pinchazos en los brazos y en la cara, y pronto las apagué. Callie y Astas también se palmeaban.

David tenía un problema más serio.

—¡Se está incendiando! —gritó Astas.

Y era verdad. La hierba de su cabeza ardía alegremente. David mismo no lo había notado aún, y miró en torno confundido, con una expresión de sorpresa que yo habría recordado siempre aunque no la hubieran pasado cien veces por las noticias.

—Necesito agua —dijo, rozando las llamas y apartando la mano. Parecía bastante calmo.

—Aguarda un minuto —dijo Callie, volviéndose hacia la nevera. Creo que se proponía rociarlo con más cerveza, y me pareció irónico que la primera cerveza quizá lo hubiera salvado de tener que comprarse una cara nueva porque le había empapado la hierba de la barba—. Mario, arrójalo al suelo, trata de sofocar las llamas.

No hice comentarios sobre el uso de mi viejo nombre. No parecía el momento indicado. Me acerqué a David y él me apartó a manotazos en una reacción de pánico. Creo que empezaba a dolerle.

—¡Agua! ¿Dónde está el agua?

—Vi un arroyo por allá —dijo Astas.

David miraba en torno con ojos desorbitados. Se había convertido en una nave que se iba a pique. Tres ratones, tres culebras y un par de pinzones abandonaron sus escondrijos; los insectos en fuga eran demasiados para contarlos. Algunos volaron directamente a la fogata. David no se comportó mejor. Echó a correr hacia donde señalaba su asistente, cuando su instructor de incendios le habría dicho que era lo peor que podía hacer. O bien no había prestado atención en la escuela o bien había perdido toda racionalidad. Viendo su resplandor en la noche, supuse que era lo segundo.

—¡No! ¡David, regresa! —Callie acababa de arrancar la tapa de una lata de cerveza—. ¡Allá no hay agua! —Le arrojó la cerveza, pero se quedó corta. David marcaba récords olímpicos en su carrera hacia un arroyo inexistente—. ¡Mario! ¡Alcánzalo!

No creí que pudiera, pero tenía que intentarlo. Sería fácil de seguir, a menos que se incinerase. Eché a correr, agradeciendo a las generaciones de brontosaurios que habían apisonado el terreno. David se internó en un bosquecillo de cicadáceas, y yo estaba llegando al linde cuando oí otro grito de Callie.

—¡Regresa! ¡Pronto, Mario, regresa!

Me detuve y tuve una sensación perturbadora. El suelo temblaba. Miré hacia la fogata. Callie estaba de pie, escudriñando la oscuridad. Había encendido una potente linterna y barría el terreno con los haces. Alumbró a un brontosaurio en plena embestida. El animal se detuvo, encandilado y confundido, escogió otra dirección y continuó su marcha.

Una sombra de ochenta toneladas pasó a mi lado, a menos de tres metros. Eché a andar hacia la fogata, escrutando la oscuridad, sabiendo que no tendría mucho tiempo de advertencia. Otra bestia se lanzó hacia la fogata. Pisó el fuego, algo que no le agradó. Chilló, giró, y se lanzó en mi dirección. Supuse que no cambiaría de rumbo a menos que lo detuviera una cordillera, así que giré a la izquierda. La bestia continuó su galope y se perdió en la noche.

Conocía bastante a los brontosaurios y sabía que no reaccionarían con sensatez. Ya estaban bastante alterados por las negociaciones. Las imágenes de los tira-nosaurios y la sensación del hambre debían de haberles afectado el minúsculo cerebro. Se habría necesitado menos estímulo que un aullante y ardiente David Tierra para provocar una estampida. Él debió causar el impacto de un cartucho de dinamita. Y cuando los brontosaurios sienten pánico, pierden el poco seso que tienen. Echaron a correr hacia todas partes. Un instinto tiende a unirlos en un grupo atronador, así que al fin enfilaron en la misma dirección, pero de noche no ven bien, así que no les resultaba fácil encontrarse. El resultado consistía en setenta u ochenta montañas ambulantes corriendo hacia todas partes. Pocos obstáculos podrían detenerlos.

Yo no sería uno de ellos. Regresé deprisa a la fogata. Callie hablaba por un transmisor de bolsillo, pidiendo un flotador mientras apuntaba la linterna aquí y allá para desviar a las bestias. Cuando la luz no las ahuyentaba, teníamos que dar pasos muy pintorescos.

Pronto Callie localizó una hembra mediana que se dirigía hacia nosotros, y apartó la linterna. Me puso un garfio para saurios en la mano, y aguardamos.

¿Cuál es el sitio más seguro durante una estampida de dinosaurios? El lomo de un dinosaurio. En realidad, el mejor lugar habría sido ese flotador cuyas luces se acercaban, pero uno coge lo que puede. Aguardamos a que las patas traseras hubieran pasado, hundimos los garfios en la cola y trepamos. A un dinosaurio no le agradan los garfios, pero la percepción del dolor en ese extremo de su cuerpo es vaga y difusa, y esta criatura tenía otras cosas en su diminuta mente. Trepamos por la cola hasta que pudimos coger los pliegues carnosos del lomo.

No es un ejercicio aconsejable para inexpertos. Callie era toda una veterana, y yo conservaba la habilidad aunque no lo había hecho en setenta años. Sólo vacilé un instante, y Callie estaba allí para ayudarme.

Así que cabalgamos, y esperamos. Con el tiempo la hembra se fatigó, se detuvo y se puso a comer hojas de una cicadácea, tal vez preguntándose a qué había venido tanto alboroto, si acaso lo recordaba. Descendimos, salimos al encuentro de un flotador y lo abordamos.

Callie hizo encender el «sol» para facilitar la búsqueda. Pronto encontramos a Astas. Estaba arrodillado en un lodazal, temblando histéricamente. Sólo la suerte le había permitido sobrevivir. Me pregunté si amaría a los animales con la misma intensidad, o de la misma manera, después de esa noche.

Dígase lo que se diga de Callie, estaba francamente preocupada por el muchacho, y aun él, en su aturdimiento, notó que ella se alegraba francamente de encontrarlo vivo e ileso. Callie no le habría deseado la muerte ni siquiera a David Tierra, aunque él la llamara asesina a sangre fría.

Simplemente medía la vida humana y la vida animal con diferentes pautas, algo que David no podía hacer.

—Saquémoslo de aquí y encontremos a David —dijo, cogiendo al joven del brazo—. Necesitará mucha atención médica, si logró sobrevivir.

Astas se resistió, zafándose, permaneciendo de rodillas. Señaló el lodo. Yo miré, aparté los ojos.

—David ha regresado a la cadena alimenticia —comentó, y se desmayó.