6

Recordaba que me había ido de la hacienda de Callie. Recordaba que había deambulado un rato, bajando por escaleras mecánicas hasta que no hubo más porque había llegado al nivel inferior. Eso me resultó excesivamente metafórico, así que subí por igual cantidad de escaleras mecánicas hasta llegar al Puerco Ciego. No recuerdo en qué pensaba en todas esas horas, pero retrospectivamente sospecho que no eran cosas bonitas.

Podría decirse que mi próximo recuerdo es el de despertar, o recobrar el conocimiento, pero eso no sería demasiado preciso. No comunicaría el significado de la experiencia. La sensación era la de reconstruirme a partir de fragmentos… no, eso implicaría un esfuerzo de mi parte. Los fragmentos se reconstruyeron solos, y yo alcancé la conciencia por etapas cuánticas. No hubo línea divisoria, pero al fin supe que estaba en un salón del fondo del Puerco. Esto era un progreso considerable, y aquí mi voluntad se hizo cargo y miré en torno para evaluar el lugar donde estaba. Me encontraba de bruces, así que miré hacia abajo. Allí vi una cara de mujer.

—Nunca resolveremos el problema del disparo en la cabeza hasta que aparezca una nueva tecnología —dijo ella.

No entendí a qué se refería. Su cabello se derramaba sobre una almohada. Había manos extendidas a ambos lados de su rostro. Había algo raro en sus ojos. Le toqué uno con la punta del dedo para averiguar qué era. Pestañeó, me apartó el dedo.

Ese descubrimiento era importante: cuando le toqué el ojo, una de las manos se movió. Compaginando estos datos, llegué a la conclusión de que las manos que enmarcaban su rostro eran mías. Moví un dedo para verificar esta hipótesis. Uno de esos dedos osciló. No el que yo esperaba, ¿pero cuánta exactitud podía pretender? Sonreí, orgulloso de mí mismo.

—Se puede revestir el cerebro con metal —dijo ella—. Poner un saco de sangre en el lado de la cabeza opuesto a la cámara, disparar una bala por la persistencia de la visión de la cámara. ¡Bam! La bala atraviesa el revestimiento mecánico. ¡Pum! El saco de sangre estalla, y con suerte parece que la bala hubiera atravesado la cabeza y desparrama salsa de tomate por toda la pared, detrás del tipo.

Me sentía grande.

¿Había tomado píldoras de agrandamiento? No lo recordaba, pero así debía ser. Normalmente no lo hago, pues no son gran cosa, a menos que te resulte placentero imaginarte del tamaño de una nave interplanetaria de pasajeros. Pero se puede mezclar con otras drogas para obtener efectos interesantes. Sin duda era lo que había hecho.

—Es más realista si se insertan cargas diminutas detrás de las cuencas oculares. Cuando la bala hace impacto, las cargas estallan, y los ojos vuelan hacia la cámara, ¿entiendes? La sangre enturbia la imagen, lo cual disimula ciertas imperfecciones.

Algo me frotaba los oídos. Volví la cabeza con la rapidez de rotación del gran telescopio que está en Copérnico, y vi un pie descalzo. Al principio pensé que era mío, pero unos mensajes de paloma mensajera me aclararon que mis pies estaban a tres kilómetros, al final de mis piernas, que estaban extendidas. Volví la cabeza hacia el otro lado, vi otro pie. Es de ella deduje. El primero también debía de ser de ella.

—Pero ese maldito revestimiento de acero… ¡Diantre! Provoca tremendos dolores de cabeza, perdonando la expresión. Para colmo, nueve de cada diez directores insisten en que el disparo se filme en cámara lenta. Le das al tío una frente falsa llena de Max Factor # 3 para garantizar una herida jugosa, pintas el revestimiento de negro para que parezca un agujero en la cabeza cuando se rasgue la piel, ¿y qué sucede? La maldita bala desgarra todo, y el truco es tan evidente como si hubiera salido en las noticias. Un trozo de metal brillante en el fondo del agujero. El director despotrica, pide otra toma.

¿Estaba a bordo de una nave? Eso habría explicado el movimiento de vaivén, pero recordé que estaba en el Puerco Ciego, y a menos que hubieran separado la barra de su catacumba de acero para embarcarla, parecía improbable que estuviéramos en el mar. Aún necesitaba más datos. Con ánimo aventurero, miré entre mi cuerpo y el de la mujer.

Por un instante la vista no tuvo sentido. Veía mis piernas y mis pies como a través de un telescopio invertido. Luego no las vi más. Luego las vi, ¿dónde estaban las piernas de ella? No podía verlas. Ah, sí, como sus pies me hacían cosquillas en las orejas, sus piernas debían ser esas cosas que tenía contra el pecho. Conque ella estaba en el suelo, de espaldas. Y eso me explicaba la otra actividad que yo veía. Detuve mi vaivén.

—No quiero hacer esto —le dije.

Ella siguió hablando de las dificultades de un disparo en la cabeza. Comprendí que estaba tan distanciada de nuestra cópula como yo. Me levanté y miré en torno. Ella no se perdía una sílaba. Había un par de pantalones en el suelo; eran demasiado pequeños para mí, pero tal vez fueran míos. Los sostuve, metí cada pierna con mastodóntica deliberación. ¡Presto! Los pantalones calzaban bien. Atravesé un cortinado y salí a la sala principal del Puerco.

Estaba a veinte pasos de la barra. A esa distancia me encogí de manera alarmante. No era una sensación desagradable, aunque en un punto tuve que aferrar el respaldo de un taburete para conservar el equilibrio. Complacido conmigo mismo, trepé cuidadosamente a un taburete de cuero.

—Cantinero —llamé—. Otra de lo mismo.

El tío que atendía la barra era conocido como Garganta Profunda, por una famosa fuente clandestina de noticias. Tal vez tuviera otro nombre, pero nadie lo conocía, y todos lo considerábamos adecuado. Cabeceó, se dispuso a servirme, pero alguien que estaba sentado en el taburete contiguo le cogió el brazo.

—No le sirvas nada fuerte esta vez, ¿oyes? —dijo, y vi que era Cricket.

Ella sonrió, yo sonreí. Me encogí de hombros, tranquilicé a Garganta Profunda con un cabeceo. El grado de sobriedad de sus parroquianos no le concierne. Si uno puede sentarse a la barra y pagar, él sirve.

—¿Cómo te va, Hildy? —preguntó Cricket.

—Nunca estuve mejor —dije, viendo cómo preparaban fni trago. Cricket hizo una pausa. Supe que me haría más preguntas. ¿Para qué están los amigos?

El trago llegó, en uno de los holovasos del Puerco. Tal vez sea el único bar de Luna que todavía los usa. Datan de mediados del siglo veintiuno, y son bastante encantadores. Una micropastilla en el grueso fondo de vidrio proyecta una imagen holográfica encima de la superficie de la bebida. Los he visto con delfines, surfistas, un equipo completo de water polo, con su muchedumbre de aficionados entusiastas, y el capitán Ahab arponeando la Gran Ballena Blanca. Pero el vaso más popular del Puerco es la explosión nuclear del Atolón de Bikini, que concuerda con el modo en que Garganta Profunda mezcla los tragos. Lo miré un rato. Comienza con una luz muy brillante que se transforma en un hongo exquisitamente anaranjado y negro que se expande varios centímetros y se disipa. Luego estalla de nuevo. El ciclo dura aproximadamente un minuto.

Observaba los diminutos acorazados que navegaban en el atolón cuando comprendí que había visto el espectáculo varias veces, y que tenía la barbilla apoyada en la barra. Para verlos mejor, supongo. Me erguí, un poco avergonzado. Miré a Cricket, pero ella se concentraba en crear círculos de humedad con el fondo del vaso. Me enjugué la frente, giré en el taburete para mirar el resto de la sala.

—La pintoresca muchedumbre de siempre —dijo Cricket.

—La más pintoresca. Más aún, la palabra «pintoresca» pudo haberse acuñado simplemente para describir esta escena.

—Tal vez deberíamos eliminar la palabra. Darle un sitio de honor en el panteón etimológico, como las camisetas de los campeones olímpicos.

—Ponerla junto a maternidad, amor, felicidad… palabras así.

—Bien dicho. Te invito a otro trago. Te lo has ganado.

No había terminado el primero, ¿pero quién estaba contando?

Siempre ha habido reglas tácitas en periodismo, aun en el nivel en que yo lo practico. A menudo sólo el temor a una querella por libelo nos impide publicar una nota maliciosa. En Luna las leyes sobre el particular son bastante estrictas. Si difamas a alguien, conviene tener fuentes dispuestas a atestiguar ante el OC. Pero con frecuencia uno se abstiene de publicar algo que todos saben por un motivo más sutil. Hay una relación simbiótica entre nosotros y la gente que cubrimos. Algunos la llamarían parasitaria, pero no comprenden el hambre de publicidad de los políticos y de las estrellas. Si nos atenemos a las reglas sobre declaraciones «extraoficiales», las cosas que se comentan «muy confidencialmente» y demás, todos se benefician. Yo obtengo fuentes que saben que no serán traicionadas, y el protagonista de la nota obtiene la publicidad que busca.

No busquéis el bar Puerco Ciego en vuestra memoria telefónica, ni esperéis encontrarlo al recorrer los pasajes de la galería del vecindario. Si alguien descubre su paradero, será porque cuenta con la recomendación de un parroquiano. Sólo diré que se encuentra a poca distancia de tres grandes estudios de producción cinematográfica, y se entra por una puerta que tiene un letrero totalmente desorientador.

El Puerco Ciego es el lugar donde los periodistas y la gente de cine pueden reunirse sin inhibiciones. Todos pueden hablar sin temor a leer sus palabras en los padloides de la mañana; al menos rio se publican con nombre y apellido. Es el paraíso del chisme, la calumnia, el rumor y la difamación, y las mayores estrellas se codean con los tramoyistas más humildes y los periodistas más corruptos sabiendo que pueden soltar la lengua. Una vez vi a un tramoyista asestar un golpe en la nariz a un astro de diez millones en el Puerco. Los dos pelearon hasta quedar exhaustos, regresaron al plato y se portaron como si nada. Si el tramoyista hubiera asestado ese mismo golpe en el estudio, habría sido despedido en microsegundos. Pero si el astro se hubiera valido de su influencia para desquitarse por algo que sucedió en el Puerco, y Garganta Profunda se hubiera enterado, el astro habría sido desterrado de la barra. No abundan los sitios donde la gente puede reunirse sin miedo a que la fastidien. Garganta Profunda rara vez tiene que recurrir al ostracismo.

Una vez un reportero cometió la infidencia de publicar una historia que un productor le había contado en el Puerco. Nunca regresó, y ya no es reportero. Es difícil cubrir la sección de espectáculos sin tener acceso al Puerco.

Los lugares como el Puerco han existido desde que Edison inventó Hollywood. El ambiente varía según lo que se esté filmando. En ese momento había tres géneros populares, dos en ascenso y uno en vías de extinción, y los tres estaban representados en el salón. Había guerreros del Japón de los samurais, haciendo una pausa en el rodaje de El shogün ataca. Los actores vestidos con anticuados trajes espaciales trabajaban en una producción de North Lunar Filmwerks titulada El retorno de los alfanas, que estaba retrasada y excedida de presupuesto y afrontaba una recepción dudosa. Y esos sujetos con pañuelos en el cuello, sombreros de vaquero y pantalones mugrientos eran los extras de El pistolero V. Los westerns se encontraban en su cuarto período de popularidad cinematográfica, dos de los cuales habían ocurrido en vida de un servidor. Algunos exteriores de El pistolero y se habían rodado a poca distancia de mi cabana de Tejas Oeste.

Además, se veía la habitual mezcla de trajes de otras épocas, y gran cantidad de gnomos, hadas y duendes alterados quirúrgicamente, que trabajaban en películas de fantasía de bajo presupuesto o en cortos infantiles. Había un grupo de cinco centauros de una longeva serie de ciencia ficción que se tenía que haber interrumpido una docena de números romanos atrás.

—¿Por qué no desplazas el cerebro? —dijo Cricket—. Lo pones en otra parte, como el estómago.

—Claro. ¿Por qué no? Se ha hecho, desde luego, pero no vale la pena. El tejido nervioso es dificilísimo de manipular. ¿Y el cerebro? Olvídalo. Por lo pronto, hay doce pares de nervios cranianos que debes extender por el cuello hasta el abdomen. Luego tienes que reentrenar al doble, habitualmente un par de días, para que no se note la demora temporal. ¿Crees que no tiene importancia? El público de hoy lo ha visto todo, es sofisticado. Quiere realismo. Es fácil preparar un cerebro falso y meterlo en el cerebro del actor en lugar del que hemos desplazado, pero el público nota que el cerebro no está donde debiera.

Miré al costado y vi a mi nueva amiga sentada del otro lado de Cricket, todavía perorando sobre los disparos a la cabeza.

—¿Por qué no usar maniquíes? —preguntó Cricket, revelando que no había pasado mucho tiempo en la sección espectáculos—. ¿No serían más baratos que los actores?

—Claro. Mucho más baratos. Tal vez nunca hayas oído hablar de la Ley de Seguridad Laboral, ni de los sindicatos.

—Ah.

—En efecto. No podemos reemplazar a un doble por una máquina hasta que se haya muerto. Y se mueren, claro que sí. Es una profesión arriesgada, aunque te protejan los sesos con revestimiento de acero. Pero no perdemos más de dos o tres por año. Y son miles. Además, cuanto más trabajan más se especializan en sobrevivir, así que hay una ley de rendimientos decrecientes. No puedo ganar.

Giró, apoyó los codos en la barra, miró las mesas con sonrisa socarrona.

—Míralos. Siempre identificas a los dobles. Busca a los que tienen cara de estar en Babia. Reciben una esquirla en la cabeza, extirpamos un poco de tejido cerebral y lo reemplazamos por corteza virgen, y se olvidan un poco. Las cosas se les ponen borrosas. Van a casa y no recuerdan el nombre de sus hijos. Al día siguiente vuelven al trabajo y me causan más dolores de cabeza. A algunos les queda muy poco del cerebro original, y tendrían que mirar su archivo personal para decirte a qué escuela fueron.

»Y ni hablar de los centauros. Yo podría construir un centauro robot en dos días, y no podrías distinguirlo de uno real. Pero ni se lo digas al Gremio de los Exóticos. No, debo contratarlos por cinco años, convertirlos quirúrgicamente con gran coste para el presupuesto de efectos especiales, luego someterlos a tres meses de rehabilitación kinesiológica hasta que pueden caminar sin caerse de bruces. ¿Y qué consigo? Un zopenco que no recuerda sus líneas ni la posición de la cámara, que no puede murmurar dos palabras sin hacer cinco ensayos. Y al cabo de cinco años, tengo que pagar para reconvertirlos. —Cogió su trago, que era alto y tenía pequeños renacuajos nadando dentro. Bebió un buen sorbo, se relamió los labios—. Te aseguro que es un milagro que logremos filmar siquiera.

—Me alegra ver a una mujer que está feliz con su trabajo —dije.

Ella me miró.

—Hildy —dijo Cricket—, ¿conoces a la princesa Saxo-Coburgo? Es jefa de efectos especiales de los estudios NLM.

—Nos han presentado.

La princesa frunció el entrecejo, me reconoció. Se bajó del taburete y se me acercó tambaleando. Juntó su nariz con la mía.

—Claro. Me dejaste meneándome sola hace unos minutos. No es cortés tratar así a una dama.

A esa distancia noté que tenía algo raro en los ojos. Usaba un par de antiguos lentes de contacto de proyección, pequeñas, redondas y chatas pantallas de TV que flotaban sobre la córnea. Pude distinguir el anillo de células solares de alimentación, y la micropastilla que almacenaba la memoria.

Las habían introducido poco antes de la Invasión con diversas marcas, pero la que cobró popularidad fue Ojos de Alcoba. A fin de cuentas, aunque podían reflejar diversos estados de ánimo, si uno estaba tan cerca como para ver las pequeñas imágenes estaba buscando excitación sexual. Los modelos más pudorosos mostraban una cama deshecha, una escena romántica de una película vieja o incluso, Dios nos libre, olas estrellándose contra la playa. Otras no tenían pretensiones, e iban directo a la erección o los muslos abiertos. Claro que también podían mostrar otros estados de ánimo, pero en general la gente no estaba tan cerca como para distinguirlos.

Nunca había visto lentes de proyección usados por alguien que estuviera tan achispada como la princesa. Proyectaban una interesante ilusión: era como mirar una cabeza hueca a través de dos agujeros. En el fondo se veían los restos de un cerebro pulverizado. La luz entraba por rajaduras del cráneo. Y colgando de sinap-sis sueltas, como lianas en la jungla, había un zoológico de personajes de caricatura, desde el ratón Mickey hasta Baba Yaga.

La imagen me perturbó, y me pregunté por qué alguien querría hacerle eso a su cerebro. Después de preguntarme por qué lo haría ella, pasé a preguntarme por qué lo haría yo, y eso me condujo deprisa a un sitio adonde no quería ir. Así que desvié los ojos y vi a Andrew MacDonald sentado en el otro extremo de la barra, como un albatros hiberniano coronado por una zanahoria.

—¿Sabías que es la princesa de Gales? —dijo Cricket—. La primera en la línea de sucesión para el trono de Inglaterra.

—Y Escocia, y Gales —recitó la princesa—. Demonios, e Irlanda, y Canadá y la India. Bien podría reclamar el imperio entero, ya que estamos. Si mi madre se muere alguna vez, todo será mío. Desde luego, está el pequeño incordio de los Invasores.

—Que viva Albión —dijo Cricket, y ambas brindaron.

—Una vez me presentaron al rey —dije. Vacié mi vaso y lo apoyé con fuerza en la barra. Garganta Profunda lo hizo desaparecer y se puso a preparar otro.

—¿De veras?

—Fue amigo de mi madre. Hasta es posible que haya sido mi padre. Callie nunca me lo dijo, y nunca lo hará, pero eran compinches en la época adecuada. Si aplicas las modernas leyes de bastardía, tal vez tenga más derecho al trono que tú. —Miré de nuevo a Mac-Donald. ¿Albatros? Qué va, más bien se parecía a un pájaro de mal agüero, un petrel o un cuervo. Era Casandra. Era una depresión tropical, el mal aliento, un gato negro en mi camino. Estaba por doquier, un perro husmeándome la pierna. Era un rasgón en la media de mi vida. Era una mirada de serpiente.

Lo odié. Sentí ganas de partirle la nariz.

—Ojo con lo que dices —advirtió la princesa—. Recuerda lo que le sucedió a María, reina de Escocia.

Le di un golpe en la nariz.

Retrocedió unos pasos, se sentó en el suelo. Se hizo un silencio, y Cricket me susurró al oído:

—Yo creo que bromeaba.

Por unos instantes reinó silencio en todo el salón. Todos nos miraban con ansiedad, pues en el Puerco Ciego aprecian una buena trifulca. Yo me miré el puño, y la princesa se tocó la nariz ensangrentada y luego la palma. Ambos erguimos la cabeza al mismo tiempo y nuestras miradas se encontraron. Ella se levantó, se abalanzó sobre mí y se dedicó a romper todos los huesos que encontraba.

Mi golpe no había tenido nada que ver con lo que ella hubiera dicho o hecho; en ese momento de mi vida habría golpeado a cualquiera que estuviera a mano. Pero más me habría valido pegarle a Cricket. La princesa de Gales no era el contrincante más adecuado. Era más alta y corpulenta que yo. Nuestros brazos tenían unos diez centímetros de diferencia, siendo los míos los más cortos. Además ella había pasado los últimos cuarenta años preparando peleas cinematográficas y se conocía todos los trucos del oficio, por no mencionar unos cuantos más.

Me gustaría decir que asesté un par de buenos puñetazos. Cricket dice que así fue, pero tal vez sólo para levantarme el ánimo. Lo cierto es que no recuerdo mucho entre lo que va del momento en que sus temibles dientes blancos me cubrieron la visual hasta el momento en que mi cara abrió un tajo de un metro en la moqueta.

Para llegar a la moqueta, primero tuve que atravesar una mesa abarrotada de bebidas. También usé la cara para eso. Antes de tocar la mesa estaba volando (y creo que no lo hacía mal), divirtiéndome por primera vez en muchos minutos, pero nunca entendí muy bien cómo había echado a volar. Lo más probable es que la princesa me haya arrojado, aferrando alguna parte de mi anatomía para soltarla después. Cricket dice que fue el tobillo, lo cual explicaría por qué el salón giraba vertiginosamente un poco antes de mi vuelo. Recuerdo vagamente que antes de eso un espejo se hacía trizas, la gente se desperdigaba, la sangre chorreaba. Luego me estrellé contra la mesa.

Rodé y escupí fibras de moqueta. Estaba rodeado por nerviosos caballos. Eran los centauros, cuya mesa yo acababa de estropear. Decidí convidarlos con unos tragos, pero antes que lograra hacerlo la princesa atacó de nuevo, alzándome del hombro y aprestando un puño ensangrentado.

Alguien le cogió el brazo desde atrás, deteniendo el puñetazo. La princesa se volvió para enfrentar al retador. Yo apoyé la cabeza en las ruinas de una silla mientras ella trataba de pegarle a Andrew MacDonald.

No tenía caso pero tardó en comprenderlo, pues en su entusiasmo no pensaba con claridad. Siguió repartiendo puñetazos, errando o dando golpes inocuos en los codos o los hombros. Trató de patearlo, pero nunca acertaba.

Él no intentó pegarle. No fue necesario. Al cabo de un rato ella jadeaba. Él ni siquiera transpiraba. Se enderezó y alzó las manos, mostrando las palmas.

Debo de haberme dormido un instante. Al fin reparé en las caras borrosas de la princesa, Cricket y Mac-Donald, que colgaban sobre mí con el letrero de una casa de empeños.

—¿Puede mover las piernas? —preguntó MacDonald.

—Claro que puedo mover las piernas. —Qué pregunta más tonta. Hacía cien años que movía las piernas.

—Pues muévalas.

Lo hice, y MacDonald frunció el entrecejo.

—Tal vez tenga la espalda rota —dijo Gales.

—Debió ocurrir cuando aterrizó en la baranda.

—¿Siente algo?

—Lamentablemente sí.

En ese momento el efecto de las drogas se disipaba, y de la cintura para arriba me dolía todo. Garganta Profunda se acercó y me alzó la cabeza. Tenía un analgésico en la mano, un pequeño cubo de plástico con un cable que enchufó en la toma de la base del cráneo. Encendió el interruptor, y me sentí mucho mejor. Miré hacia abajo y vi cómo me extraían la astillada pata de silla que me había perforado la cadera.

Como no era un espectáculo muy tranquilizador, miré hacia el salón. Los robots de limpieza recogían vidrios rotos y reemplazaban las mesas destrozadas. Garganta Profunda tiene experiencia en grescas, y siempre tiene muebles de repuesto. Pronto no quedarían rastros de los estragos que yo había causado. Mejor dicho, que mi cuerpo había causado al volar.

Sentí que me levantaban. MacDonald y Gales habían hecho una hamaca con los brazos. Era como andar en litera.

—¿ Adonde vamos ?

—No corre peligro inmediato —contestó Mac Donald—. Tiene la espalda rota, y eso se podrá arreglar pronto, así que lo llevaremos a los estudios NLF. Allí tienen un buen taller de reparaciones.

La princesa logró que el guardia nos dejara entrar. Atravesamos varias puertas de platos de sonido, y me llevaron a la enfermería.

Que estaba abarrotada como una tienda en Nochebuena. Parecía que NLF preparaba una gran escena para una película de guerra, y la mayoría de las camas disponibles estaban ocupadas por extras mutilados que aguardaban pacientemente el turno, contando el salario triple que cobraban por sus lesiones.

La sala estaba diseñada como un hospital de campaña para la filmación, y al parecer oficiaba de enfermería cuando no trataba a los heridos cinematográficos. La identifiqué como del siglo veinte —época fecunda en guerras—, tal vez la Segunda Guerra Mundial o el conflicto de Vietnam, aunque bien podía ser la Guerra de los Bóers. Estábamos bajo un techo de lona y el lugar estaba atiborrado de frascos colgantes con intravenosas.

MacDonald conversó con uno de los técnicos y se me acercó.

—Dice que tardará media hora. Si quiere puedo llevarlo a su propio médico; tal vez sea más rápido.

—No se moleste. No tengo prisa. Cuando terminen de remendarme, tal vez cometa otra tontería.

MacDonald no respondió. Algo me molestaba en su semblante, como si MacDonald ya no fuera suficiente molestia.

—Mire —dije—, no me pida que le explique por qué lo hice. Ni siquiera yo lo sé.

MacDonald siguió callado.

—Hable de una vez, o llévese esa cara larga y apárquela en otro lado.

MacDonald se encogió de hombros.

—No me gusta que un hombre ataque a una mujer, eso es todo.

—¿Qué? —Estaba seguro de haberle entendido mal, porque lo que decía no tenía sentido. Pero cuando repitió su pasmosa declaración, tuve que aceptar que le había oído bien.

—¿A qué viene eso? —pregunté.

—A nada, por cierto. Pero cuando yo era joven, era algo que no se hacía. Sé que ya no tiene sentido, pero todavía me molesta.

—Procuraré transmitirle su opinión a la Zorra Infame. Siempre que hayan logrado ensamblarla después de su última pelea.

MacDonald parecía avergonzado.

—Le diré que fue un problema para mí al principio de mi carrera. No quería pelear contra oponentes femeninos. Me estaba haciendo una mala reputación y perdía importantes torneos. Cuando algunos competidores decidieron cambiar de sexo tan sólo para vérselas conmigo, comprendí que me estaba poniendo en ridículo. Pero aún hoy tengo que sugestionarme para subir al cuadrilátero con alguien que es mujer en ese momento.

—¿Por eso no golpeó a…? ¿La princesa tiene nombre?

—No sé. Pero usted se equivoca. Yo quería detenerla, no lastimarla. Francamente, usted se lo buscó.

Miré hacia otro lado, sintiéndome mal. MacDonald tenía razón.

—Pero ella está arrepentida. Dice que una vez que empezó no podía parar.

—Le enviaré la cuenta. Eso la reanimará.

Apareció Cricket. Tenía un cigarrillo encendido y me lo puso en la boca, sonriendo.

—Me lo dieron en el departamento de utilería —dijo—. Siempre le daban uno a los soldados heridos, no sé porqué.

Le di una chupada. Gracias a Dios no era tabaco.

—Alégrate —dijo Cricket—. Le estropeaste bastante los puños.

—Soy hábil para eso. Los hice trizas con mi barbilla.

De pronto sentí una alarmante necesidad de llorar. Me contuve y les pedí que me dejaran un rato a solas. Así lo hicieron, y me quedé fumando, estudiando el techo de lona. No vi ninguna respuesta escrita allí.

¿Por qué el sabor de la vida se había vuelto tan amargo en las últimas semanas?

Estuve como a la deriva. Cuando recobré el conocimiento, Brenda estaba encorvada sobre mí. Dada su altura, tenía mucho que encorvar.

—¿Cómo me encontraste? —le pregunté.

—Soy reportera, ¿recuerdas? Mi oficio es encontrar cosas.

Pensé en varias respuestas incisivas, pero algo en su mirada me instó a callarme. Amor juvenil. Recordé vagamente cuánto dolía cuando no era correspondido.

Y para ser justo, ella estaba mejorando. Tal vez un día llegara a ser reportera.

—No tenías que molestarte. No estoy malherido. Las lesiones en la cabeza fueron mínimas.

—No me sorprende. No es fácil lastimarte la cabeza.

—El cerebro no sufrió el menor… —Me interrumpí, comprendiendo que me tomaba el pelo. No era una broma de primera, y tal vez Brenda nunca dominara ese arte, pero era un comienzo. Sonreí.

—Iba a pasar por Tejas para traer a ese médico… ¿cómo le llamabas?

—Matasanos.

Su sonrisa se puso vidriosa. Noté que memorizaba el término para investigarlo después.

Yo sonreía, pero lo cierto es que, incluso con las prácticas médicas actuales, estar paralizado de la cintura para abajo es aterrador. Tenemos una actitud hacia el cuerpo totalmente distinta de la mayoría de los humanos de la historia; no tememos las heridas, podemos desconectar el dolor y tratamos nuestra carne y nuestros huesos como objetos reparables, pero cuando las cosas andan muy mal el nivel más primitivo del cerebro se yergue sobre las patas traseras y le aúlla a la Tierra. Tuve un galopante ataque de angustia, temiendo que el analgésico enchufado a mi médula no calmara el dolor. No sé si Brenda lo notaba, pero su presencia era extrañamente confortante. Le cogí la mano y le dije:

—Gracias por venir. Ella me estrujó la mano y miró hacia otro lado.

Al cabo de un rato dejaron de desfilar los heridos planificados y un equipo de médicos se reunió a mi alrededor. Me enchufaron a varias máquinas, estudiaron los resultados, juntaron las cabezas y murmuraron, como si su opinión importara de veras, como si el ordenador médico no controlara totalmente mi diagnóstico y tratamiento.

Llegaron a una decisión, que fue ponerme de bruces. Supuse que consideraban más fácil llegar a mi columna rota de esa manera. Que nadie diga que los médicos son monos sanguinarios que cobran más de lo que merecen.

Comenzaron a trinchar. No lo sentía, pero oía ruidos francamente desagradables. Todos conocen esos efectos especiales sonoros con ruido a chapoteo en estiércol que usan en las películas cuando destripan a alguien. Pues los podrían haber grabado con mi espalda rota. En un momento algo cayó al suelo. Miré por encima del borde de la cama: parecía un hueso para sopa. Costaba creer que hubiera sido mío.

Deliberaron nuevamente, cortaron un poco más, trajeron más máquinas. Hicieron sacrificios a los dioses, estudiaron las entrañas de una cabra, se rasgaron las vestiduras, unieron las manos y bailaron en un círculo curativo en torno de mi cadáver. A decir verdad, ojalá hubieran hecho esas cosas. Habría sido más interesante, pues sólo se quedaron de pie mientras las máquinas me remendaban.

Lo único que yo podía mirar era una antigua máquina que estaba apoyada contra la pared. Tenía una pantalla de vidrio y algunas perillas. Líneas azules se arrastraban por la pantalla, elevándose a picos alentadores de cuando en cuando.

—¿Puedo traerle algo? —preguntó la máquina—. ¿Flores? ¿Dulces? ¿Juguetes?

—Una cabeza nueva podría servir. —Era el OC, por cierto. Podía llegar muy lejos con su voz, pues hablaba directamente al centro auditivo de mi cerebro—. ¿Cuánto me costará esto?

—Todavía no hay una estimación de costes definitiva. Pero Gales ya ha requerido que le envíen la cuenta.

—Tal vez quise decir…

—¿Qué gravedad tienen tus lesiones? Cómo decirlo. Hay tres huesos en el oído medio, llamados martillo, yunque y estribo. Te alegrará saber que ninguno de esos huesos está roto.

—Conque aún podré tocar el piano…

—Tan mal como siempre. Además, varios órganos menores salieron indemnes. Se puede rescatar casi medio metro cuadrado de epidermis.

—Cuéntame. Si hubiera venido a este lugar… es decir, un hospital como pretende ser éste…

—Sé a qué te refieres.

—Con técnicas quirúrgicas primitivas… ¿habría sobrevivido?

—Es improbable. Tu corazón está intacto, tu cerebro no tiene lesiones graves, pero por lo demás es como si hubieras pisado una mina. No caminarías de nuevo, y sufrirías mucho dolor. Desearías no haber sobrevivido.

—¿Cómo lo sabes?

El OC no respondió, y quedé librado a mis pensamientos. Habitualmente eso no es muy bueno, por lo que al OC concierne. Todos tratamos con el OC mil veces por día, pero casi siempre con uno de sus subprogramas, en un nivel totalmente impersonal. Pero aparte de las transacciones rutinarias de la vida, también genera una personalidad definida para cada ciudadano de Luna, y siempre está dispuesto a ofrecer consejos, asesoramiento o un hombro donde llorar. Cuando era joven yo hablaba mucho con el OC. Es el amigo imaginario ideal de todo niño. Pero a medida que crecemos y entablamos relaciones más reales, más conflictivas, más tercas y frustrantes, disminuyen los contactos con el OC. Con la adolescencia y el descubrimiento de que, a pesar de sus defectos, las demás personas tienen mucho más que ofrecer que el OC, cortamos aún más nuestros lazos, hasta que el OC es sólo un servidor inteligente y discreto que existe para guiarnos en las dificultades prácticas de la vida.

Pero el OC había invadido dos veces mi intimidad. Un poco extrañado me pregunté qué se proponía.

—Parece que he sido bastante tonto —aventuré.

—¿Quieres que llame a Walter para decirle que anule la primera plana?

—De acuerdo, no es una primicia. Tengo problemas.

—Pensé que te gustaría hablar de ello.

—Tal vez deberíamos hablar de lo que dijiste antes.

—¿Respecto de tus sufrimientos hipotéticos si hubieras sufrido estas lesiones, por ejemplo, en 1950?

—Respecto a tu afirmación de que preferiría estar muerto.

—Una mera hipótesis. Observo que hoy nadie está equipado para tolerar el dolor, pues lo han experimentado muy poco. Noto que aun la gente de Vieja Tierra, que no lo desconocía, a menudo prefería la muerte al dolor. Llego a la conclusión de que hoy nadie se aferraría a la vida al extremo de soportar un dolor continuo e implacable.

—Conque era sólo una observación general.

—Desde luego.

No me lo creí, pero no tenía caso negarlo. El OC llegaría adonde quería llegar a su manera y a su debido tiempo. Miré las líneas de la máquina y esperé.

—Veo que no estás tomando notas sobre esta experiencia. A decir verdad, últimamente has tomado muy pocas notas sobre nada.

—¿Me estás observando?

—Cuando no tengo mejor ocupación.

—Como sabrás, no estoy tomando notas porque se ha roto mi escribidor manual. No lo hice reparar porque el único tipo que aún los repara está tan abrumado de trabajo que no podrá hacerlo hasta agosto. A menos que deje el oficio para dedicarse a la reparación de calesines.

—Pero ya existe una mujer que lo hace. En Pennsylvania.

—¿Ah, sí? Me alegra que una aptitud tan vital no desaparezca del todo.

—Tratamos de fomentar todas las aptitudes, por imprácticas o inservibles que sean.

—Sin duda nuestros nietos nos lo agradecerán.

—¿Qué utilizas para escribir tus notas?

—Dos métodos. Buscas un ladrillo de arcilla blanda, y usas un palo puntiagudo para imprimir pequeños triángulos en diversas combinaciones. Luego lo pones a hornear, y a las cuatro o cinco horas ya lo tienes. El impreso original. He tratado de pensar un nombre para el proceso.

—¿Qué te parece cuneiforme?

—Ah, con que ya lo han inventado. Vaya. Cuando me canse de eso, buscaré martillo y cincel y tallaré mi prosa inmortal en las rocas. Me evitará llevar esos ridículos papeles a la oficina de Walter. Bastará con arrojarlos por la ventana de la sala de redacción.

—Supongo que no te interesará volver a Interfaz Directa.

¿A qué iba todo eso?

—Lo intenté y no me gustó.

—Eso fue hace más de treinta años —señaló el OC—. Hubo algunos progresos desde entonces.

—Mira —rezongué con impaciencia—. Tienes algo en mente. Preferiría que fueras el grano en vez de andar con tantos rodeos.

El OC calló un instante. El instante se alargó, amenazando con transformarse en un lapso.

—Quieres que use la ID por alguna razón —sugerí.

—Creo que sería útil.

—¿Para ti o para mí?

—Para ambos, posiblemente. Puede haber cierto valor terapéutico en lo que deseo mostrarte.

—¿Crees que lo necesito?

—Juzga por ti mismo. ¿Has sido feliz últimamente ?

—No mucho.

—Entonces podrías probar. No pierdes nada, y puede ayudarte.

Y a fin de cuentas no tenía nada urgente que hacer.

—De acuerdo. Me prestaré a la Interfaz, pero creo que primero deberías invitarme a cenar y comprarme flores.

—Seré gentil —prometió el OC.

—¿Qué debo hacer? ¿Debes enchufarme en alguna parte?

—Hace años que no es preciso. Puedo utilizar mis conexiones directas con tu cerebro. Sólo debes relajarte un poco. Mira la pantalla del osciloscopio, eso puede ayudar.

Así lo hice, observando el ascenso y descenso de las líneas azules. La pantalla pareció expandirse, como si me absorbiera. Pronto pude ver una sola línea, que se volvió más lenta, se detuvo, se redujo a un punto brillante. El punto cobró más brillo, aumentó de tamaño. Sentí su calor en la cara. Era

INTERFAZ DIRECTA

LA CURA

PARA

EL CÁNCER

un fulgor en un cielo azul y tropical. Por un instante el mundo giró vertiginosamente alrededor de mí —mi cuerpo permanecía inmóvil— hasta que dejé de yacer de bruces para yacer de espaldas, y no en las blancas sábanas del taller de reparaciones del estudio cinematográfico sino en una fresca y húmeda playa de arena, oyendo el graznido de las gaviotas y el mugido del oleaje en vez del murmullo de los médicos. Una ola gastó sus últimas energías lamiéndome los pies, acariciándome las caderas, desplazando la arena debajo de mí. Erguí la cabeza y vi un inmenso océano azul con rompientes blancos. Me puse de pie, miré en torno, vi una playa de arenas blancas. Más allá había palmeras, una jungla que trepaba hacia un rocoso pico volcánico que escupía vapor. El verismo de ese lugar era asombroso. Me arrodillé y cogí un puñado de arena. No había dos granos iguales. Por mucho que me acercara los granos de arena a los ojos, la ilusión no desaparecía y los infinitos detalles parecían extenderse a esferas cada vez más profundas. Una especie de magia fractal, supuse. Caminé un rato por la playa, volviéndome para observar el agua burbujeante y arremolinada que borraba mis huellas. Aspiré el aire salobre. Me gustaba ese lugar. Me pregunté por qué el OC me habría llevado allí. Decidí que me lo diría en el momento oportuno, así que caminé playa arriba y me senté bajo una palmera para esperar a que el OC se presentara. Aguardé varias horas, observando el oleaje, y tuve que moverme dos veces mientras el sol se desplazaba por el cielo. Noté que la piel se me había enrojecido durante mi breve permanencia al sol. Creo que me adormilé en ocasiones, pero es difícil saberlo cuando uno está solo. En cualquier caso, el OC no se presentó. Al fin tuve sed. Caminé varios kilómetros playa abajo antes de descubrir la desembocadura de un pequeño arroyo de agua dulce. Noté que la playa se curvaba siempre a la derecha; tal vez fuera una isla. Al fin oscureció, muy deprisa, y deduje que este simulacro, que sólo existía como un conjunto de ecuaciones en los bancos de datos del OC, se proponía imitar un paraje tropical de la Tierra, cerca del ecuador. La información no me servía de mucho. No refrescaba, pero pronto descubrí que dormir sin ropa ni sábanas provoca raspaduras, escalofríos y entumecimiento. Desperté una y otra vez notando que los astros apenas se habían desplazado. Grité al OC que se manifestara, y sólo me respondió el oleaje. Luego desperté con el sol muy alto sobre el horizonte. Mi costado izquierdo presentaba indicios de una dolorosa quemadura solar. Mi costado derecho estaba helado. Tenía el pelo lleno de arena. Pequeños cangrejos echaron a correr cuando me senté, y descubrí pasmado que había pensado en capturar uno para devorarlo. Estaba famélico. Pero había algo interesante junto al agua. Por la noche, un gran cofre con listones de acero había llegado a la costa, junto con maderos astillados y jirones de lona. Deduje que se trataba de un naufragio. Tal vez eso justificaba mi presencia en ese lugar. Arrastré el cofre por la arena para evitar que el mar lo arrastrara de nuevo, reflexioné, rescaté toda la madera y la lona. Forcé la cerradura del cofre y al abrirlo descubrí que era hermético y contenía gran variedad de objetos útiles para un náufrago informático: libros, herramientas, tela, paquetes de alimentos básicos tales como azúcar y harina, algunas botellas de buen whisky escocés. Las herramientas eran mejores que las que había usado en Tejas. Calculé que se podrían haber fabricado con la tecnología de fines del siglo diecinueve. Los libros eran principalmente manuales, y también estaba el inevitable Robinson Crusoe de Defoe. Todos los libros estaban encuadernados en cuero; ninguno tenía una fecha de publicación posterior a 1880. Usé el machete para rebanar los extremos de un coco y masqué pensativamente esa exquisita carne blanca mientras hojeaba los libros que me enseñaban a curtir cuero, a obtener sal, a tratar heridas (esa perspectiva no me agradó demasiado) y otras rudas aptitudes de pionero. Si quería fabricar botas, podría hacerlo. Si quería construir una canoa y probar suerte en el azul Pacífico (daba por sentado que estaba en los Mares del Sur), tenía la información a mi alcance. Si quería tallar puntas de flecha de pedernal, construir una represa de tierra, preparar pólvora, guisar un mono o combatir contra salvajes, los libros me indicarían cómo, e incluían hábiles litografías. Si quería pasear por la Clarkestrasse de Ciudad Rey, o unirme al desfile de Pascua en la Quinta Avenida de la Pequeña y Vieja Nueva York, no andaba de suerte. No ganaba nada con lamentarme, y el OC no devolvía las llamadas, así que puse manos a la obra. Exploré la zona buscando un lugar apropiado para acampar. Esa noche dormí bajo un toldo de lona, arropado en un rollo de franela que venía en el cofre. Era agradable. Llovió casi toda la noche. Yo me sentía extrañamente en paz, tendido en el claro de luna (esa idea era fascinante: Luna parecía diminuta y borrosa en comparación con una Tierra llena) y escuchando el tamborileo de la lluvia sobre la lona. Tal vez los placeres sencillos sean los mejores. Durante las siguientes semanas trabajé con mucho empeño. (No me molestaba la gravedad, que era seis veces mayor de la que había soportado durante un siglo; ni siquiera me molestaba que las cosas cayeran con mayor rapidez y dureza; el Todopoderoso Amo de este reino electrónico había adaptado mis reflejos.) Pasé parte de cada día construyendo un refugio. El resto del día buscaba alimentos. Encontré plátanos y árboles del pan para variar mi dieta de cocos. Encontré mangos y guayabas, raíces, tubérculos, hojas y semillas comestibles. Había especias disponibles para cualquiera que dispusiera de un libro para identificarlas. Los huidizos cangrejos resultaron ser fáciles de atrapar, y hervidos eran deliciosos. Tejí un cesto con lianas y pronto añadí varias variedades de pescado a mi bouilla.ba.isse. Escarbé en busca de almejas. Cuando terminé el refugio, despejé un lugar soleado para hacer un huerto y planté algunas semillas que había encontrado en el cofre. Puse trampas, donde pronto cayeron roedores incomibles, reptiles de aspecto temible y un pájaro desconocido al que terminé por llamar pavo silvestre. Fabriqué un arco, flechas, una lanza, y me las ingenié para no acertarle a ningún animal. En esa época, al cabo de un mes inicié mi calendario: muescas en un árbol. Estimé el tiempo que había transcurrido antes. En ocasiones me preguntaba cuándo se dignaría aparecer el OC, o si estaba abandonado allí por el resto de mi vida. Con ánimo exploratorio, un día preparé una mochila y un sombrero de paja (estaba bastante bronceado entonces, pero el sol del mediodía no era cosa de broma) y eché a andar por la playa para determinar el tamaño de mi jaula. En dos semanas recorrí la circunferencia de lo que en efecto resultó ser una isla. Sobre la marcha vi los restos de un barco arrojado contra una costa rocosa, una ballena encallada hacía una semana y otras maravillas. Pero no vi indicios de habitación humana. Parecía que no tendría un Viernes con quien discutir de filosofía. Sin dejarme amilanar por este descubrimiento, me puse a reparar los daños que los animales salvajes habían causado en mi refugio y mi huerto. Al cabo de varias semanas decidí escalar el volcán que se erguía en el centro de la isla, el cual había bautizado monte Endew, por razones que en el momento debieron de parecerme excelentes. A fin de cuentas, un héroe de Jules Verne lo habría escalado, ¿o no? Esto resultó bastante más arduo que caminar por la playa, y a menudo tuve que usar el machete para abrirme paso entre matorrales tropicales, vadear pantanos infestados de insectos y sanguijuelas, y despellejarme los tobillos en protuberancias rocosas. Pero un día llegué al punto más alto de mis dominios y vi lo que no podía haber visto desde el nivel del mar: que mi isla tenía forma de bota. (Admito que se requería cierta imaginación. También se podía ver la letra Y, una copa de champaña, o una pareja de serpientes copulando. Pero a Callie le habría agradado la bota, así que llamé Scarpa a la isla.) Cuando regresé a mi campamento decidí poner fin a mis días de viajero. Había visto otros lugares que podía explorar desde el volcán, pero el esfuerzo no se justificaba. No había visto volutas de humo, carreteras, aeropuertos, monumentos de piedra, casinos ni restaurantes italianos. La isla de Scarpa consistía en marismas, ríos, junglas y turberas. Ya estaba harto de esos lugares, pues en ninguno se conseguía un trago decente. Decidí dedicarme a lograr que la vida fuera más cómoda y tranquila, al menos hasta que se manifestara el OC. No sentía necesidad de escribir, ni notas periodísticas ni mi postergada novela, que en el recuerdo parecía tan espantosa como siempre había temido que fuera. Sentía muy poca necesidad sexual. Mi único impulso fuerte parecía ser el hambre, y era fácil de satisfacer. Descubrí dos cosas sobre mí mismo. Primero, podía consagrarme por entero a las actividades más sencillas con plena satisfacción. Hoy pocos de nosotros conocen el placer de trabajar el suelo con las propias manos, de cultivar, cosechar y comer lo que sembramos. Yo mismo habría rechazado la idea poco antes. Pero nada sabe como un tomate que acabamos de recoger de nuestro huerto. Aún más rara es la satisfacción de la cacería. Mejoré bastante en el uso del arco y las flechas (aunque nunca llegué a ser bueno), y podía permanecer al acecho durante horas junto a un ojo de agua, alerta a la cautelosa llegada de los cerdos salvajes de la isla. Incluso me satisfacía perseguir a un animal herido: los cerdos eran peligrosos cuando estaban acorralados, enfurecidos por una flecha clavada en los muslos. Titubeo en decir que fueron tiempos apacibles, pero aun el impacto certero del cuchillo era algo que me complacía y enorgullecía. También aprendí que podía permanecer ocioso todo el día en mi hamaca, tendido entre dos palmeras, cuando no había nada urgente que hacer, mirando el estallido del oleaje contra los arrecifes, bebiendo zumo de pina y ron destilado en casa en una cáscara de coco ahuecada. En esas ocasiones podía lanzar mi alma al aire libre, colgarla de la cuerda, como quien dice, y examinarla en busca de lágrimas y heridas. Había bastantes. Remendé algunos cortes, dejé aparte el resto para consultar al OC. Empezaba a dudar que se presentara. Me costaba cada vez más recordar una época anterior a la isla, una época en que hubiera vivido en un lugar extraño llamado Luna, donde el aire se medía, la gravedad era débil y bajo cuyas rocas se ocultaban trogloditas temerosos del vacío y la luz del sol. En ocasiones habría dado cualquier cosa por tener alguien con quien hablar. En otras ocasiones echaba de menos algunos platos que Scarpa no podía ofrecerme. Si Satanás se hubiera aparecido con una hamburguesa de brontosaurio se habría adueñado de mi reformada alma por una bicoca, y se habría quedado con las cebollas. Pero en general no quería compañía. Me contentaba con un pavo silvestre siseando en el espetón y una tajada de mango como postro. La única molestia eran los sueños que comenzaron a hostigarme al cabo de seis meses de estancia en la isla. Al principio eran infrecuentes y podía olvidarlos sin dificultad por la mañana. Pero pronto se repitieron todas las semanas, y luego todos los días. Al fin empecé a despertarme todas las noches, a veces más de una vez. Había tres sueños. Los detalles variaban, y muchos eran borrosos, pero siempre terminaban en una escena horriblemente vivida, más real que la realidad (suponiendo que esta palabra aún significara algo para mí, que soñaba sueños dentro de sueños). En el primero, perdía sangre por cortes profundos que me hendían las muñecas. Yo intentaba en vano detener la hemorragia. En el segundo me consumían las llamas. El fuego no dolía, pero en cierto sentido era el sueño más sobrecogedor. En el tercero, yo sufría una caída. Caía por largo tiempo, mirando el rostro de Andrew MacDonald. Él procuraba decirme algo y yo me esforzaba por entender, pero de repente sentía un tirón y me despertaba bañado en sudor, tendido en mi hamaca. No recordaba muchos detalles, pero esa última imagen permanecía vivida en mi atención, oscureciendo todo lo demás, ocupando mis pensamientos gran parte de la mañana. Un día mi tosco calendario me indicó que ya había pasado un año en la isla. De repente supe que el OC se presentaría ese día. Tenía muchas cosas de qué hablarle. Embargado por el entusiasmo, pasé casi todo el día ordenándolo todo para recibir a mi primer visitante. Miré mis trabajos con satisfacción. Había logrado crear algo en ese mundo agreste. El OC estaría orgulloso de mí. Trepé a mi casa-árbol, donde había construido una torre de vigía (y en el ascenso me asaltó una extraña ocurrencia: ¿cómo y cuándo la había construido, y por qué?), y avisté una embarcación que se acercaba a la isla. Bajé a la playa. Reinaba gran calma en esas aguas. Las olas se deslizaban hacia la costa para derrumbarse en la arena como si estuvieran extenuadas después de un largo viaje desde el Oriente. Una bandada de gaviotas estaba posada en el agua, apenas perturbada por el paso de la embarcación de madera, que parecía una de esas chalupas que antes usaban los balleneros, o el esquife de un navío más grande. En el bote, de espaldas a mí, remando a ritmo parejo, venía una aparición. Tardé un instante en reparar en su extraño sombrero, que trazaba una curva de campana sobre la cabeza. Se aproximó a la costa y al chocar contra la orilla casi cayó del asiento; recogió los remos y se puso de pie, volviéndose hacia mí. Era un anciano caballero con uniforme de almirante de la Armada Británica. Tenía pecho taurino, piernas largas y delgadas, un rostro entrecruzado de arrugas y una ensortijada melena de cabello cano. Irguiéndose, me miró y me dijo:

—Y bien, ¿piensas ayudarme con esta cosa?

En ese momento todo cambió. Aún no puedo explicar cómo cambió. La playa era la misma. La luz del sol se derramaba igual que antes. Las olas continuaban su vaivén. Mi corazón continuaba marcando los segundos de mi vida. Pero supe que algo fundamental había cambiado.

Hay cientos de palabras para describir los fenómenos paranormales. He examinado y analizado la mayoría, y ninguna congenia con lo que sucedió cuando habló el almirante. Hay muchas palabras para designar los estados mentales extraños, los estados de ánimo, las emociones y las cosas visibles e invisibles, las cosas vislumbradas, las cosas comprendidas o recordadas a medias, los grados de remembranza. Los espantos que merodean en la noche. Ninguna de ellas era apropiada.

Me metí en el agua hasta las rodillas y ayudé al anciano a arrastrar el bote a la costa. Era bastante pesado, así que no llegamos lejos. Él sacó una cuerda y sujetó el bote a una palmera.

—Aceptaría un trago —dijo—. El propósito de todo esto era que yo pudiera compartir un trago contigo. Como un ser humano.

Asentí con un gesto, pues aún no me animaba a hablar. El me siguió hasta mi casa-árbol tipo Familia Robinson, la admiró un instante, me siguió por la escalera hasta la terraza. Se detuvo a admirar la artesanía de mis acueductos de ruedas y poleas, que utilizaban la energía del arroyo cercano para suministrarme agua para beber y lavar. Le mostré mi mejor silla de caña y fui al aparador, donde serví lo último que me quedaba de mi mejor whisky. Hice girar la manivela de mi Victrola y puse uno de mis tres ruidosos cilindros, el Danubio Azul. Le entregué su trago, cogí el mío, me senté frente a él.

—Por la indolencia —brindé.

—Soy demasiado perezoso para brindar por eso. Por la industriosidad.

Bebimos, y él echó otro vistazo en torno. Yo debía estar radiante de orgullo. Era un bonito lugar, aunque esté mal que yo lo diga. Había puesto en él mucho ingenio y trabajo, desde las esteras tejidas del suelo, hasta el hogar de pizarra y los candelabros con velas de sebo. Había escaleras que iban a la alcoba y a la torre de vigía. Mi escritorio abierto estaba abarrotado con las páginas de la novela que recientemente había retomado. Me desvivía por hablarle de las dificultades que me costaba producir papel y tinta. Intentadlo cuando tengáis algunos meses de ocio.

—Habrás trabajado mucho para producir todo esto.

—Un año. Como bien sabes.

—En rigor, tres días menos. Al principio omitiste contar unos días.

—Ah.

—Podría pasarle a cualquiera.

—No creo que unos días de diferencia le importen a nadie. En el mundo real, quiero decir.

—Ah, sí. Es decir no, no importarán.

—Es raro, pero nunca me he preocupado por lo que sucedía allá. Por ejemplo, no sé si he conservado mi empleo.

—Sí, supongo que es raro.

—Supongo que le habrás contado a Walter lo que sucedía.

—Bien…

—No me dejarías totalmente desprotegido, ¿verdad? Sabías que yo debía regresar a mi antigua vida, una vez que hubiéramos terminado… una vez que… bien, una vez que hubiéramos terminado con lo que hacíamos aquí, aunque ignoro qué es.

—Oh, claro. Es decir, claro que regresarás.

—Siento curiosidad por un detalle. ¿Dónde ha estado entretanto mi cuerpo real?

Carraspeó, me miró de soslayo, desvió los ojos, carraspeó otra vez. Sentí los primeros acosos de la duda. Comprendí que había dado muchas cosas por sentadas. Una de ellas era que el OC tenía sus motivos para someterme a estas vacaciones tropicales, y que todo redundaría en mi beneficio. Me había parecido lógico, pues de hecho me estaba beneficiando. Claro que en ocasiones me había quejado de los cangrejos y los pavos, había lamentado mis penurias, había deseado tal o cual cosa. Pero había sido un tiempo de curación. Aun así, un año era mucho tiempo. ¿Qué había sucedido en el mundo real durante mi ausencia?

—Esto me resulta muy difícil —dijo el almirante. Se quitó su enorme y ridículo sombrero y lo puso en la mesa, extrajo un pañuelo de encaje de la manga y se enjugó la frente. Era calvo casi hasta la coronilla; su rosado cuero cabelludo lucía tan brillante y bruñido como turmalina.

—Como ignoro qué te molesta, no puedo facilitarte las cosas.

El almirante aún guardaba silencio, un silencio sólo quebrado por los ruidos incesantes de la jungla y el chapoteo de mi molino de agua.

—Podríamos jugar a las veinte preguntas. «Algo molesta al almirante. ¿Es más grande que un circuito lógico?»

Suspiró, bebió el whisky, me miró.

—Todavía estás en la mesa de operaciones del plato.

Si era el remate de un razonamiento, yo no lo había previsto. La idea de que una tarea de reparación de un par de horas hubiera durado casi un año ni siquiera merecía considerarse. Tenía que haber algo más.

—¿Quieres otro trago?

El almirante sacudió la cabeza.

—Desde el momento en que recuerdas haber aparecido en la playa hasta el momento en que hablé mis primeras palabras contigo, habían transcurrido siete diezmilésimos de segundo.

—Ridículo —exclamé, sabiendo que el OC no era propenso a las declaraciones ridiculas.

—Sin duda te parecerá así. Me gustaría saber por qué.

Reflexioné, asentí.

—De acuerdo. El cerebro humano no es como un ordenador. No puede aceptar tanta información tan rápidamente. Yo viví un año. Cada uno de sus días. Una de las cosas que recuerdo más intensamente es la longitud de muchos de esos días, ya fuera porque tenía que trabajar mucho o porque no tenía nada que hacer. La vida es así. No sé qué piensas tú, cómo son tus percepciones de la realidad, pero yo sé que ha transcurrido un año. He vivido cien años. Ciento uno, ahora. —Me hundí en la silla. Antes ignoraba que el tema me preocupaba tanto.

El almirante cabeceaba.

—Esto se complicará un poco. Ten paciencia, pues debo darte algunas explicaciones previas.

»Primero, tienes razón. Tu cerebro está organizado de modo diferente al mío. En mi cerebro, la «memoria» consiste sólo en datos almacenados, cosas que se han grabado y situado en los lugares pertinentes dentro de la matriz de dispositivos de carga/no-carga que uso para ese propósito. El cerebro humano no está construido ni organizado de esa manera lógica. Tu cerebro contiene redundancias que yo no tengo ni necesito. Los datos se almacenan mediante énfasis o repetición, y se recobran mediante asociaciones, enlaces emocionales, estímulos sensoriales y otros medios que ni siquiera yo comprendo del todo aún.

»Al menos, así era. Pero hoy hay muy pocos humanos cuyos cerebros no hayan sufrido algún tipo de magnificación. Básicamente, sólo los que tienen escrúpulos religiosos u otras razones irracionales se resisten al implante de una amplia gama de dispositivos más emparentados con el ordenador binario que con la neurona protoplasmática. Algunos de estos dispositivos son híbridos. Algunos son procesadores paralelos. Algunos se inclinan más hacia lo biológico y crecen en la zona de la red neural existente, aunque usando las leyes de la transmisión eléctrica u óptica, con la consiguiente ganancia en velocidad de propagación, en vez del lento régimen bioquímico que opera en vuestro cerebro natural. Otros se construyen fuera del cuerpo y se implantan poco después del nacimiento. Todos ellos son, esencialmente, interfaces entre el cerebro humano y mi cerebro. Sin ellos sería imposible la medicina moderna. Los beneficios son tan abrumadores que las desventajas apenas se tienen en cuenta.

Hizo una pausa, enarcando una ceja. En esos momentos yo cavilaba acerca de las posibles desventajas, pero decidí no hablar, pues ansiaba saber adonde iba con esto. Cabeceó y continuó.

—Como ocurre con muchos avances científicos, las máquinas que lleváis en el cuerpo se diseñaron con un propósito, pero terminan por tener también aplicaciones imprevistas. Algunas son siniestras. Te aseguro que no has experimentado ninguna de ellas.

—Parece bastante siniestro, si lo que dices es realmente cierto.

—Claro que es verdad. Y todo obedece a una buena razón, a la cual llegaremos en el momento oportuno.

—Tal parece que ahora dispongo de una eternidad.

—Podría ser, podría ser. ¿Por dónde iba? Ah, sí. La mayoría de esos dispositivos, originalmente diseñados e instalados para monitorear y controlar funciones corporales básicas a nivel celular, o para mejorar el aprendizaje y la memoria, entre otras cosas, se pueden utilizar para lograr algunos efectos que los diseñadores jamás tuvieron en cuenta.

—¿Y esos diseñadores son…?

—Bien, en gran medida yo soy los diseñadores.

—Sólo quería una confirmación. Sé algo sobre tu modo de operar, y sobre tu importancia para la civilización actual. Sólo quería ver por qué clase de tonto me tomabas.

—No por esa clase, en todo caso. Tienes razón. Hace tiempo que la mayor parte de la tecnología ha alcanzado niveles donde los nuevos diseños serían imposibles sin mi participación, o la participación de un ser parecido a mí. A menudo la inspiración para una nueva tecnología nace en los sueños de un ser humano… aún no he usurpado esa función, aunque cada vez más vemos en nuestro entorno avances que nacen de mí. Pero me has obligado a desviarme nuevamente del tema principal. ¿Te queda algo de whisky?

Lo miré perplejo. La farsa de que un «hombre» estuviera «sentado» en una «silla» de mi —quizá debería decir «mi»— «casa-árbol» bebiendo mi «whisky» estaba yendo demasiado lejos. Al margen de los otros trucos que el OC hiciera en mi mente, yo sabía que todo lo que experimentaba en ese momento entraba directamente en mi cerebro por medio de esa magia negra liamada Interfaz Directa. Y esa magia se estaba tornando aún más negra de lo que hasta yo había temido. Pero lo cierto era que el OC había resuelto hablarme de este modo, después de haber sido una voz sin cuerpo durante toda una vida.

Pensándolo bien, ya empezaba a ver un efecto de este nuevo rostro del OC. Ahora pensaba en el OC como un «él», cuando antes siempre lo había considerado un «ello».

Me levanté y le llené el vaso, notando que la botella estaba medio llena. ¿No estaba casi vacía cuando empecé a servir?

—En efecto —dijo el almirante—, puedo llenar esa botella todas las veces que quiera.

—¿Me lees los pensamientos?

—No en forma directa. Leo tus gestos. El modo en que titubeaste al alzar la botella, tu expresión cuando pensaste en ello… Interfaz Directa, la índole de la irrealidad que estamos habitando. Tu cuerpo «real» no hizo ninguna de estas cosas, desde luego. Pero al estar en interfaz con tu mente, leo las señales que tu cerebro envió a tu cuerpo… el cual no está conectado con el circuito por el momento. ¿Entiendes?

—Eso creo. ¿Es por eso que has optado por comunicarte conmigo de esta manera, usando ese cuerpo?

—Muy bien. Sólo has probado la Interfaz Directa dos veces en tu vida, ambas hace mucho tiempo, en lo que atañe a la tecnología. No te agradó, y no te culpo. En esa época era mucho más primitiva. Pero ahora me comunico con la mayoría de la gente en forma visual, además de auditiva. Es más económica, pues se dice más con menos palabras. La gente olvida cuánta comunicación humana se realiza sin palabras.

—¿Conque has venido con ese cuerpo ridículo para darme pistas visuales?

—¿Tan malo es? Yo quería usar el sombrero. —Lo manoteó para admirarlo—. No es estrictamente contemporáneo, por si te interesa. Este mundo está en el nivel de 1880 o 1890. El uniforme es de fines del siglo dieciocho. El capitán Bligh, el que afrontó el famoso motín del Bounty, usaba un sombrero así. Se llama bicornio, para mayor precisión.

—Gracias, pero la indumentaria naval británica del siglo dieciocho no me apasiona tanto.

—Lo lamento mucho. En realidad el sombrero no tiene nada que ver con nada. Pero siento curiosidad. ¿Mis gestos te han comunicado algo?

Lo pensé, y tenía razón. Hablando con él de esta manera había visto más matices que en el pasado, cuando solamente escuchaba su voz.

—Algo te pone nervioso —dije—. Creo que estás preocupado… por mi reacción ante lo que has hecho. Qué pensamiento desconcertante.

—Tal vez, pero acertado.

—Estoy totalmente a tu merced. ¿Por qué ibas a preocuparte?

Vaciló, bebió otro sorbo.

—Ya llegaremos a eso. Ahora, regresemos a mi historia.

—Conque es una historia.

Siguió adelante sin prestarme atención.

—Lo que acabas de experimentar es una aptitud mía bastante reciente. No se ha dado a conocer y espero que no pienses escribir una nota sobre ella en El Pezón. Hasta ahora la he utilizado principalmente en los enfermos mentales. Es muy efectiva con los catatónicos, por ejemplo. Alguien permanece inmóvil todo el día, sin hablar, perdido en su propio mundo. Inserto varios años de recuerdos en una fracción de segundo. El sujeto recuerda que ha despertado de un mal sueño y vive una vida rutinaria y confortable durante años.

—Parece arriesgado.

—Ellos no pueden empeorar. La tasa de curaciones ha sido aceptable. A veces no necesitan más intervenciones. Hay sujetos que han vivido hasta diez años después del tratamiento, sin recaídas. En otras ocasiones se necesita terapia para averiguar qué los llevó a la catatonia en primer lugar. Y hay un porcentaje que regresa al limbo al cabo de semanas o meses. No alardeo de haber resuelto todos los misterios de la mente humana.

—Has resuelto bastantes como para pegarme un buen susto.

—Sí, comprendo lo que sientes. La mayoría de mis métodos son demasiado técnicos para que los entiendas, pero creo que puedo explicar algo sobre mi procedimiento.

«Primero, entenderás que te conozco mejor que nadie en el universo. Mejor que…

Me eché a reír.

—¿Mejor que mi madre? Ella ni siquiera figura en la lista. ¿Buscabas otro ejemplo? No te molestes. Hace tiempo que no tengo lazos afectivos. Nunca fui muy bueno en eso.

—Es verdad. No es que haya hecho un estudio especial sobre ti… salvo últimamente. Por la índole de mis funciones, conozco a todos los habitantes de Luna mejor que nadie. He visto por sus ojos, he oído por sus oídos, he observado su pulso, sus glándulas sudoríparas, la temperatura de su piel, sus ondas cerebrales, sus movimientos estomacales y el iris de sus ojos en una amplia gama de situaciones y estímulos. Sé qué les enfurece y qué les agrada. Puedo predecir con razonable certeza cómo reaccionarán en muchas situaciones comunes; más aún, sé qué cosas serían inadecuadas para ellos.

»En consecuencia, puedo basarme en estos conocimientos para crear una especie de personaje ficticio. Llamémosle ParaHildy. Escribo un escenario donde ParaHildy está varado en una isla desierta. Lo escribo con todo detalle, usando todos los sentidos humanos. Puedo abreviar y resumir a voluntad. Como ejemplo, tú recuerdas haber cogido y estudiado un puñado de arena. Para ti era una imagen vivida, memorable. Si me equivoco en esto, quisiera saberlo.

Previsiblemente, no dije nada. Sentí un escalofrío. No estaba precisamente complacido.

—Yo te di ese recuerdo de los granos de arena. Construí la imagen con una precisión visual casi infinita. La realcé con detalles que ni siquiera percibiste, para darle mayor verismo: la aspereza de los granos, el olor del agua salada, los sonidos diminutos que los granos hacían en tu mano.

»El resto del tiempo, la arena no era tan detallada, porque nunca induje a ParaHildy a recoger un puñado para mirarla, y pensar en mirarla. ¿Entiendes la distinción? Cuando ParaHildy caminaba por la playa, notaba distraídamente que la arena se le adhería a los pies. Recuerda, Hildy, piensa, evoca con la mayor vividez posible los momentos en que recorrías la playa.

Lo intenté. En cierto modo, ya veía adonde apuntaba. Ya creía en la verdad de sus palabras.

La memoria es algo extraño. No es tan diáfana como a veces nos gustaría creer. De lo contrario sería como una alucinación. Veríamos dos escenas al mismo tiempo. En todo caso, las imágenes mentales de las cosas logran su mayor proximidad con la realidad durante el estado onírico. Aparte de eso, nuestras imágenes de los recuerdos son siempre desdibujadas. Hay diferentes clases de recuerdos, buenos y malos, claros y brumosos, elusivos e inolvidables. Pero la memoria nos orienta en el espacio y en el tiempo. Recordamos lo que nos sucedió ayer, el año pasado, en nuestra infancia. Recordamos claramente lo que hacíamos hace un segundo: habitualmente no era muy diferente de lo que estamos haciendo ahora. Los recuerdos se prolongan hacia atrás en el tiempo, definiendo la forma de nuestra vida: estas cosas me pasaron a mí, y esto es lo que vi y oí y sentí. Nos desplazamos por el espacio comparando continuamente lo que vemos ahora con los mapas y los personajes que llevamos en la cabeza. He estado antes aquí, recuerdo lo que hay a la vuelta de la esquina, veo su apariencia. Conozco a esta persona. No conozco a esta persona, esta foto no está en mis archivos. Pero el ahora siempre difiere radicalmente del ayer.

Recuerdo que caminé muchas veces por esa playa. Podía evocar detalladamente muchas escenas, sonidos y olores.

Pero sólo una vez había observado atentamente un puñado de arena. Eso estaba afincado en mi pasado. Podía levantarme, ir a la playa y hacerlo de nuevo, pero eso era ahora. No tenía modo de refutar lo que decía el OC. Esas imágenes que según el OC nunca habían existido me resultaban tan reales como los cien años que habían transcurrido antes. Más reales, en cierto modo, pues eran más recientes.

—Parece bastante complicado —dije.

—Tengo bastante capacidad. Pero no es tan complicado como crees. Por ejemplo, ¿recuerdas lo que hiciste hace cuarenta y seis días?

—No creo. Aquí un día se parece al otro. —Comprendí que con esa respuesta sólo le daba la razón.

—Inténtalo. Procura recordar. Ayer, anteayer…

Lo intenté. Evoqué dos semanas, con gran esfuerzo. Luego me topé con la confusión que era de esperar. ¿Cuándo había desbrozado el huerto, el martes o el lunes? ¿Tal vez el domingo? No, sabía que el domingo había preparado un jamón ahumado, así que debía haber sido…

Era imposible. Aunque mis días hubieran sido más variados, a lo sumo hubiera logrado evocar algunos meses.

¿Me pasaba algo? No lo creía, y el OC me lo confirmó. Claro que había gente con memoria eidética, y era capaz de memorizar largas listas al instante. Había personas que tenían mayor capacidad que yo para recordar los detalles intrascendentes de la vida. En cuanto a mi creencia de que una escena recordada nunca puede ser tan viva, tan colorida, tan posesiva como el presente… concedo que un artista visual experimentado puede ver las cosas con mayor detalle que yo, y recordarlas mejor, pero aún sostengo que nada puede compararse con el presente, porque allí es donde todos vivimos.

—No puedo —admití.

—No me sorprende, pues hace cuarenta y seis días fue una de esas ocasiones en que no me molesté en escribir. Sabía que no lo notarías. Crees que has vivido esos días, como crees que has vivido todos los demás. Pero al transcurrir el tiempo, el recuerdo de los días reales e imaginados se desdibuja, y es imposible distinguir unos de otros.

—Pero recuerdo… recuerdo haber pensado cosas. Tomar decisiones, analizar cosas.

—¿Y por qué no? Escribí que ParaHildy pensara en esas cosas, y sé cómo piensas. Mientras yo me adecuara al personaje, tú no lo notabas.

—Lo raro es… Algunas cosas no se adecuaban al personaje.

—No te encolerizabas con frecuencia.

—¡Exacto! Ahora que lo pienso, es increíble que me haya sentado a esperarte un año. Yo no actúo así.

—De la misma manera, estar de pie, caminar y conversar no es conducta normal en un catatónico. Pero cuando se le implanta el recuerdo de que se ponía de pie, caminaba y hablaba sin considerarlo anormal, el catatónico acepta que reaccionó de ese modo. En ese caso, sin embargo, es que sí existe una contradicción con el personaje, así que muchos terminan por recordar que eran catatónicos y regresan a ese estado.

—¿Había otras cosas que no se adecuaban a mi personaje?

—Algunas. En general las dejo como ejercicio para el estudiante. Las descubrirás cuando reflexiones sobre la experiencia en el porvenir. Había también algunas incongruencias. Te diré algo sobre ellas, sólo para convencerte del todo y demostrarte cuan complejo es este asunto. Por ejemplo, aquí tienes una bonita casa.

—Gracias. Fue mucho trabajo.

—Es una casa realmente bonita.

—Bien, estoy orgulloso de ella. Yo… —Al fin caí en la cuenta de que apuntaba a algo. Y me empezaba a doler la cabeza. Antes había pensado en algo… ¿o era parte de los recuerdos que el OC alegaba haberme implantado? No recordaba si lo había pensado antes o después de su llegada, lo cual sólo demuestra cuan fácil debió resultarle someterme a ese truco de prestidigitación.

Se relacionaba con la torre del vigía.

Me levanté y fui a la escalera que conducía a la torre. Di un puñetazo contra la baranda. Era tan sólida como todo lo demás. Había representado mucho trabajo. Claro que sí, qué diablos. Recordaba haberla construido, y me había llevado mucho tiempo.

¿Por qué la había construido? Traté de recordar el porqué. Traté de recordar lo que pensaba mientras trabajaba en ella. Sólo recordé el mismo pensamiento que había tenido tantas veces durante el año pasado; menos un pensamiento que una sensación, la sensación de que trabajar con las manos era grato y estimulante. Aún olía la viruta de la madera, la veía enroscarse bajo la garlopa, sentía el sudor que me goteaba de la frente. Así que recordaba haberla construido, y ahí estaba, por Dios.

Pero no era convincente.

—Hay demasiadas cosas aquí, ¿verdad? —pregunté en voz baja.

—Hildy, si Robinson Crusoe, su criado Viernes, y su esposa Martes y sus mellizos Sábado y Día del Trabajo hubieran trabajado las veinticuatro horas durante cinco años, no podrían haber hecho todo lo que hiciste aquí.

Tenía razón, por cierto. ¿Y cómo era posible? Sólo tenía sentido si era como alegaba el OC. Él había escrito toda la historia, la había volcado en los cíbercomponentes de mi cerebro, donde se transmitía a la velocidad de la luz a los archivos de mi cerebro orgánico, se mezclaba astutamente con el resto de mis recuerdos, los legítimos.

Y lo más estremecedor era que daba resultado. Yo tenía almacenados cien años de recuerdos. Definían mi personalidad, mis pensamientos, mis conocimientos. ¿Pero con qué frecuencia recurría a ellos? La mayoría permanecían casi siempre latentes, hasta que yo los invocaba. Una vez que los recuerdos falsos se mezclaban con los demás, funcionaban de la misma manera. Esa imagen donde yo apresaba un puñado de arena sólo había estado allí una hora, pero pude recordarla —como si hubiera sucedido un año antes— en cuanto el OC la activó con sus palabras. Con ella había recibido un torrente de recuerdos de la arena, para cotejarlos con ésta, y todo en forma inconsciente: las imágenes concordaban, de modo que mi cerebro no hacía sonar ninguna alarma. Aceptaba el recuerdo como real.

Me froté las sienes. La situación me estaba produciendo una jaqueca demoledora.

—Si me das unos minutos —dije—, podría esgrimir doscientas razones por las cuales esta tecnología es una pésima idea.

—Yo podría añadir varios centenares —dijo el almirante—. Pero tengo la tecnología, y se usará. Todas las tecnologías nuevas se usan.

—Podrías olvidarla. ¿Los ordenadores no pueden olvidar?

—Teóricamente. Los ordenadores pueden borrar datos de la memoria, y es como si nunca hubieran existido. Pero mi mente funciona de tal modo que siempre los vuelvo a descubrir. Y perderlos supondría la pérdida de tantas tecnologías precursoras que el resultado no te gustaría.

—En Luna dependemos bastante de las máquinas, ¿verdad?

—Verdad. Pero aunque yo quisiera olvidarlos (y no lo deseo), no soy el único cerebro planetario del sistema solar. Hay siete más, desde Mercurio hasta Neptuno, y no puedo controlar sus decisiones.

Se sumió en otro largo silencio. No supe qué pensar de esa explicación. Por primera vez, sus palabras no me sonaban sinceras. Acepté que mi cabeza estaba abarrotada de falsos recuerdos… y actué en consonancia con mi propio personaje. Me enfurecía que fuera así, y que no pudiera hacer nada. Y comprendía que la pérdida del nuevo arte afectaría muchas otras cosas. Luna y los otros siete mundos humanos eran las sociedades más tecnodependientes de la historia. Antes, si todo se desmoronaba, quedaba al menos aire para respirar. En ninguna parte del sistema solar habitado por seres humanos el aire era gratuito Para «olvidarse» de cómo implantar recuerdos en el cerebro humano, el OC tendría que olvidar muchas otras cosas. Tendría que limitar sus aptitudes y, como él señalaba, recobraría esos conocimientos con el tiempo, a menos que redujera deliberadamente su inteligencia al extremo de poner en jaque a los mismos humanos que debía proteger. Y también era cierto que el OC de Marte o Tritón descubriría las técnicas por su cuenta, aunque se rumoreaba que ningún ordenador planetario era tan evolucionado como el OC lunariano. Siendo naciones que a menudo debían competir, los Ocho Mundos no alentaban las relaciones entre sus redes cibernéticas centrales.

Todas las razones que planteaba, pues, parecían aceptables. Estaban dadas las condiciones para el ferrocarril, así que alguien construiría una locomotora. Pero algo olía mal, y era que el OC callaba una parte de la verdad. Le gustaba su nueva aptitud. Estaba tan complacido como un niño con un nuevo monorraíl de juguete.

—Tengo una prueba más —dijo el almirante—. Se relaciona con algo que mencioné antes. Actos que no congeniaban con tu personaje. Éste es el más importante, pues pasaste por alto algo que sin duda habrías notado si tú hubieras generado estos recuerdos. Ya te habrías dado cuenta, pero mantuve tu mente ocupada. No has tenido tiempo para recordar el momento de la operación, ni el momento inmediatamente anterior.

—No lo tengo muy fresco.

—Claro que no. Es como si te hubiera pasado un año atrás.

—¿De qué se trata? ¿Qué pasé por alto?

—Que eres mujer.

—Bien, claro que soy…

Las palabras me fallan nuevamente. ¿Cuántos grados de sorpresa puede haber? Imaginad la peor circunstancia posible, elevadla al cuadrado, y tendréis una idea de mi estupor. No al mirarme el cuerpo, pues yo sabía que era femenino, tal como decía el OC. No, lo más escalofriante fue evocar ese día en el Puerco Ciego. Por primera vez en un año comprendí que yo era varón cuando me enzarcé en esa pelea. Era varón cuando iniciaron esa operación. Y era mujer cuando aparecí en la playa de la isla de Scarpa.

Simplemente no lo había notado.

En todo ese año jamás había comparado mi cuerpo con el que había usado los últimos treinta años. Había sido mujer antes, y lo era ahora, y nunca había pensado en ello.

Lo cual era totalmente ridículo. No era un detalle que uno pasara por alto. Mucho antes de tener que orinar, la diferencia sería evidente, pues una vocecita nos indicaría que faltaba algo. Tal vez no hubiera sido el primer detalle en que habría reparado al levantar la cabeza de la arena, pero figuraría entre los primeros de la lista.

Esa omisión no sólo estaba en contradicción con mi carácter, sino con el de cualquier ser humano. Los recuerdos que adolecían de esa omisión tenían que ser falsos, imágenes inventadas en el superfrío procesador de imágenes del OC.

—Estás disfrutándolo, ¿verdad? —dije.

—Te aseguro que no trato de torturarte.

—¿Sólo de humillarme?

—Lamento que te sientas así. Tal vez cuando…

Me eché a reír. No estaba histérico, aunque no me faltaba mucho. El almirante me miró inquisitivamente.

—Sólo tuve una ocurrencia —dije—. Tal vez ese idiota de BioUni tenía razón. Tal vez sea obsoleto. Es decir, ¿qué importancia puede tener si no notas su ausencia durante un año entero?

—Te lo he dicho. No fuiste tú quien no…

—Lo sé, lo sé. Lo entiendo, en la medida en que puedo entenderlo, y lo acepto… No acepto que lo hayas hecho, aunque acepto que lo hiciste. Así que es hora de la gran pregunta.

Me incliné y le clavé los ojos.

—¿Por qué lo hiciste?

Me estaba hartando de la recién adquirida gestualidad del OC. Ensayó un repertorio tan ridículo de mohines, toses, tics faciales y ademanes inconclusos que me dio ganas de reír. Se tironeaba del lóbulo, pateaba con el talón, se frotaba la barbilla, se encogía de hombros y se rascaba la espalda en un singular ataque de epilepsia. Rezumaba culpa como si fuera una viscosidad tangible. Si yo no hubiera estado tan furioso, el afán de consolarlo habría sido abrumador. Pero me sobrepuse y lo miré con severidad hasta que cesaron sus afectaciones.

—¿Por qué no vamos a caminar? —jadeó—. Por la playa.

—¿Por qué no nos trasladas allá? Y lleva la botella.

Se encogió de hombros, movió las manos. Estábamos en la playa. Nuestras sillas nos habían acompañado, y la botella. El almirante se sirvió y la depositó en la arena. Vació el vaso. Yo me levanté y caminé hacia la orilla, contemplando el mar azul.

—Te traje aquí para salvarte la vida —dijo a mis espaldas.

—Creo que los médicos dominaban la situación.

—La amenaza que afrontas es mucho más grave que una gresca de cantina.

Me agaché a recoger un puñado de arena húmeda. La acerqué a mi rostro y estudié los granos uno por uno. Eran tan perfectos como los recordaba, no había dos iguales.

—Has tenido pesadillas —continuó.

—Pensé que se relacionaría con eso.

—Yo no escribí los sueños. Los grabé en los últimos meses. No eran sueños tuyos. Por así decirlo.

Arrojé al aire el puñado de arena, me froté la mano contra el muslo desnudo. Estudié la mano. Era delgada, lisa y aniñada, con una palma encallecida, uñas irregulares. Tal como todo el año pasado. No era la mano que había usado para pegarle a la princesa de Gales.

—Has intentado matarte cuatro veces.

No me di la vuelta. No me agradaba oírle decir eso. Ni siquiera me lo creía del todo. Pero en mi última hora había llegado a creer cosas aún más improbables.

—El primer intento fue por autoinmolación.

—¿Por qué no dices simplemente que intenté quemarme?

—No sé. Como prefieras. Fue bastante espantoso, pero no te salió bien. Habrías sobrevivido aun antes de la ciencia médica moderna, aunque con mucho dolor. Parte del tratamiento para lesiones de ese tipo consiste en eliminar el recuerdo del incidente, con autorización del paciente.

—Y yo la di.

Hubo una larga pausa.

—No —susurró el almirante.

—Me parece extraño. Yo no conservaría semejante recuerdo.

—Tal vez, pero no te lo pregunté.

Al fin comprendí por qué estaba tan nervioso. Esto contradecía claramente su programación, las instrucciones que debía obedecer, tanto por ley como por las presuntas limitaciones de su diseño.

Todos los días se aprende algo nuevo.

—Te alisté —continuó—, sin tu consentimiento, en un programa que he configurado en los últimos cuatro años. El propósito del programa es estudiar las causas del suicidio, con la esperanza de hallar maneras de impedirlo.

—Tal vez debería agradecértelo.

—No necesariamente. Es posible, desde luego, pero tomé esa decisión pensando únicamente en tu beneficio. Estuviste bastante bien por un tiempo, sin demostrar impulsos autodestructivos ni otros síntomas, excepto por una depresión persistente… que por lo demás es bastante normal en ti. Luego, sin previo aviso, te cortaste las muñecas en la soledad de tu apartamento. No intentaste pedir ayuda.

—Una soledad imaginaria, al parecer —comenté. Recordé, y al fin me volví para mirarlo. Estaba sentado en el borde de la silla, las manos entrelazadas, los codos sobre las rodillas. Tenía los hombros encorvados, como para recibir un azote en la espalda—. Creo que recuerdo esa vez. ¿Fue cuando se descompuso mi escribidor manual?

—Dañaste algunos circuitos.

—Continúa.

—El intento número tres vino poco después. Trataste de ahorcarte. Lo conseguiste, pero esta vez te observó otra persona. Después de estos intentos, te administré una droga sencilla que elimina los recuerdos de las últimas horas. Compilé mis datos, te regresé a tu vida como si nada hubiera ocurrido, y continué observándote en un nivel que estaba muy por encima de mis funciones normales. Por ejemplo, me está prohibido mirar los aposentos privados de los ciudadanos sin que exista una causa probable para la comisión de un delito. En tu caso, y en otros, he infringido esa orden.

Somos una sociedad muy libre, en comparación con la mayoría de las sociedades del pasado. El gobierno es pequeño y débil. Muchos instrumentos de opresión se han cedido gradualmente a las máquinas —al Ordenador Central— no sin algunos alborotos iniciales, y no sin complejas salvaguardas. Esta situación se mantiene por la más convincente de las razones: funciona. Hace más de un siglo que los libertarios no objetan la mayoría de las propuestas concernientes a las funciones del OC. El Gran Hermano nos vigila, sin duda, pero sólo cuando lo invitamos, y un siglo de convivencia nos ha convencido de que nos ama, de que piensa ante todo en nuestro beneficio. Lo tiene metido en los circuitos, alabado sea el señor.

Pero ahora parecía que no era tan así. Un fundamentalista se habría sorprendido menos si Jesús en persona le hubiera revelado que la crucifixión había sido un burdo truco de feria.

—El intento número cuatro era más clasificable como un clásico grito de ayuda. Decidí que era hora de tomar otras medidas.

—¿Me hablas de la riña en el Puerco Ciego?

Sentí ganas de reír. Atacar a Gales cuando ella estaba drogada y totalmente desinhibida podía tener un efecto tan mortífero como ponerse una soga en el cuello.

Terminé mi trago y arrojé el vaso vacío contra la rompiente. Miré la hermosa isla donde hasta un instante atrás creía haber pasado un año maravilloso. La isla seguía siendo tan hermosa como yo la «recordaba». Con todo, me sentía feliz de poseer esos recuerdos. Sentía un dejo de amargura, por supuesto. ¿A quién le gusta hacer el ridículo? Pero por otra parte, ¿quién puede quejarse de un año de vacaciones en una paradisíaca isla desierta? ¿Acaso tenía otra ocupación? Ninguna, salvo el quinto intento de suicidio. ¿Y de veras disfrutabas tanto de tu vida, de tus muchas y variadas amistades, de tu satisfactorio trabajo y tus fascinantes pasatiempos? No te engañes, Hildy.

Pero aun así…

—De acuerdo —dije, extendiendo las manos—. Te daré las gracias. Por mostrarme esto y ante todo por salvarme la vida. No entiendo por qué ansiaba deshacerme de ella.

El OC no respondió. Se quedó mirándome. Me apoyé los codos en las rodillas.

—Es la verdad. No logro entenderlo. Tú me conoces. Soy depresivo. Lo he sido desde que tenía… cuarenta o cincuenta años. Callie dice que yo era un niño melancólico. Por amor de Dios, tal vez haya sido un feto desdichado que pateaba sin cesar. Berreo, estoy descontento con la falta de propósito de la vida humana, o con el hecho de que no hayamos logrado descubrir un propósito. Envidio a los cristianos, musulmanes, budistas y zoroastrianos, e incluso a los astrólogos y flacsitas, porque tienen respuestas en las que creen. Aunque las respuestas sean erróneas, debe de ser confortante creer en ellas. Lloro por los Miles de Millones de Muertos de la Invasión. Cuando veo un buen documental sobre eso, siento ganas de sollozar como un niño. Me fastidia la situación existencial del universo, la condición humana, las flagrantes injusticias, los crímenes impunes, la bondad no recompensada, el sabor que siento en la boca por la mañana antes de cepillarme los dientes. Somos tan avanzados que cualquiera diría que habríamos solucionado ese problema, ¿verdad? Trabaja en ello, fíjate qué puedes hacer. La humanidad te bendecirá.

»Pero con mucho —hice una pausa efectista, empleando esos gestos que el OC se empeñaba en emular y que sería inútil describir, pues mi cuerpo aún yacía en la mesa de operaciones—, con mucho, la vida me resulta agradable. No tanto como podría. Y no continuamente. No tan agradable como esto. —Y me imaginé haciendo un ademán que incluía ese Edén exuberante que el OC había creado para mí, bien aprovisionado, apacible, libre de añublo, enfermedades y hongos. Pero no hice el ademán. No importaba; el OC igual entendería—. No estoy contento con mi trabajo. No tengo a nadie a quien ame. Mi vida a menudo es tediosa. ¿Pero eso es razón para matarse? Soporté noventa y nueve años de lo mismo, y no me corté el pescuezo. Y lo que acabo de describir quizá valga para gran parte de la humanidad. Sigo viviendo por las mismas razones que la mayoría. Siento curiosidad por lo que viene a continuación. ¿Qué nos depara el mañana? Aunque sea muy parecido al ayer, vale la pena averiguarlo. Mis placeres no serán tan exultantes como podrían ser en un mundo perfecto, pero lo acepto, y eso me hace valorar las pocas veces en que me siento feliz. Insisto, para asegurarme de que me entiendes: me gusta la vida. No siempre ni del todo, pero lo suficiente para querer vivirla. Y además hay una tercera razón. Tengo miedo de morir. No quiero morir. Sospecho que no hay nada después de la vida, y me cuesta aceptar ese concepto tan extraño. No quiero experimentarlo. No quiero irme, cesar. Soy importante para mí. ¿Quién se encargaría de hacer comentarios sarcásticos sobre todas las cosas si yo no asumiera esa tarea? ¿Quién apreciaría mis bromas internas?

«¿Entiendes lo que digo? ¿Nos comunicamos? No quiero morir, quiero vivir. Dices que he intentado matarme cuatro veces. No tengo más opción que creerte… demonios, sé que te creo. Recuerdo parcialmente los intentos, pero no recuerdo el porqué. Quiero que me lo expliques. ¿Por qué?

—Actúas como si tus impulsos autodestructivos fueran culpa mía.

Pensé en ello.

—¿Por qué no? Si comienzas a actuar como un dios, tal vez debas afrontar algunas responsabilidades divinas.

—Has dicho una tontería, y lo sabes. La respuesta a tu pregunta es simplemente que no sé. Es lo que trato de averiguar. Pero podrías haber hecho una pregunta más pertinente.

—Tú la harás de todos modos. Adelante.

—¿Por qué debe importarme? —Ante mi silencio, continuó—: Aunque a veces eres gracioso, hay gente más divertida que tú. A veces escribes buenas notas, aunque hace tiempo que no lo haces con frecuencia…

—No me digas que lees esa bazofia.

—No puedo evitarlo, pues se prepara en una parte de mi memoria. No puedes imaginar la cantidad de información que proceso a cada segundo. Prácticamente todo el discurso público pasa por mí tarde o temprano. Sólo las cosas que suceden en residencias privadas están cerradas a mis ojos y oídos.

—Pero no siempre.

Se incomodó, pero gesticuló con desdén.

—¿Acaso no lo he admitido? Te amo, Hildy, pero debo aclarar que amo a todos los lunarianos, en forma más o menos equitativa. Está en mi programación. Mi propósito en la vida, si podemos hablar de algo tan elevado, es mantener a la gente cómoda, segura y feliz.

—¿Y viva?

—En la medida en que se me permite. Pero el suicidio es un derecho civil. Si eliges matarte, tengo la expresa prohibición de entrometerme, por mucho que te eche de menos.

—Pero te entrometiste. Y deseas contarme el motivo.

—Sí. Es más simple de lo que imaginas, en cierto sentido. En el último siglo hubo un lento y constante incremento de la tasa de suicidios en Luna. Te proporcionaré los datos después, si deseas estudiarlos. Se ha transformado en la principal causa de muerte. Eso no me sorprende, considerando que hoy día es tan difícil morir. Pero las cifras se han vuelto alarmantes, y además la distribución demográfica de los suicidios resulta cada vez más perturbadora. Cada vez veo más individuos como tú, que me sorprenden porque no encajan en ningún esquema. No hacen morisquetas ni piden auxilio a gritos. Un buen día deciden que la vida no vale la pena. Algunos están tan decididos que utilizan medios que les destruyen el cerebro. El balazo en la sien era el método clásico de antaño, pero hoy cuesta conseguir armas de fuego y esta gente debe ser más creativa. Tú no entras en esa clasificación. Aunque estuviste en situaciones donde era improbable recibir ayuda, escogiste métodos donde el rescate era teóricamente posible. Sólo te salvaste porque yo te observaba ilegalmente.

—Tal vez yo lo sabía. Inconscientemente.

Se quedó sorprendido.

—¿Por qué dices eso?

Me encogí de hombros.

—OC, pensándolo bien, comprendo que muchas cosas que acabas de contarme deberían horrorizarme y dejarme sin habla. Bien… estoy horrorizado, pero no tanto como debiera. Y no me he quedado sin habla. Eso me hace pensar que de alguna manera percibía la posibilidad de que no cumplieras tu promesa de no violar los habitáculos privados.

Hizo una larga pausa…frunciendo el entrecejo. Era puro teatro, por cierto, parte de su comunicación ges-tual. Podía analizar cualquier enunciado en nanosegundos. Tal vez éste le había llevado seis o siete en vez de uno.

—Tal vez tengas algo de razón. Lo pensaré.

—¿Así que tratas la epidemia de suicidios como una enfermedad? ¿Y estás buscando una cura?

—Ésa fue la justificación que usé para extender mis parámetros restrictivos, que funcionan como una especie de fuerza policíaca. Utilicé mis circuitos de capacitación (considéralos como abogados tramposos) para solicitar un programa limitado de investigación, usando sujetos humanos. Algunos razonamientos eran capciosos, lo admito, pero la amenaza es real: si extrapolas la tasa de suicidios al futuro, dentro de cien mil años la raza humana se extinguiría en Luna.

—Una crisis inminente, sin duda.

Me miró con mal ceño.

—De acuerdo, pude haber observado la situación varios siglos más antes de intervenir. Lo habría hecho, y tú te estarías reciclando en los ecosistemas en este preciso instante, tal vez fertilizando un cacto en tu amada Tejas, pero había otro factor. Algo mucho más temible en sus implicaciones.

—La extinción es bastante temible. ¿Qué podría ser peor?

—Una extinción más rápida. Debo explicarte algo más, y así verás el problema en su totalidad. Quiero saber tu opinión.

»Te he dicho que ciertas partes de mí se extienden a casi todos los cuerpos y cerebros humanos de Luna. Esas partes están allí por la mejor razón, y, al igual que otras, han desarrollado las aptitudes y técnicas que acabo de demostrarte. Me resultaría difícil, casi imposible, regresar a la etapa anterior y seguir siendo el Qrdenador Central que tú conoces.

—Todos te conocemos y te amamos —comenté.

—Me conocéis y contáis conmigo. Y aunque sé mejor que tú que es posible abusar de estas nuevas aptitudes, he logrado limitarme en su uso. Las he usado para el bien, por así decirlo, y no para el mal.

—Lo acepto, hasta que sepa más.

—Es todo lo que pido. Todos, con excepción de un puñado de especialistas en informática, me consideráis una voz sin cuerpo. Imagináis una máquina descomunal que se encuentra en una caverna oscura, aunque con un poco de reflexión comprendéis que soy mucho más que eso, que cada regulador de temperatura, cada cámara de seguridad, cada ventilador, cada fregador de agua y acera móvil y vagón del tubo, cada máquina de Luna es en cierto sentido parte de mi cuerpo. Que moráis dentro de mí.

»Pero no comprendéis que yo vivo dentro de vosotros. Mis circuitos se extienden a vuestros cuerpos, y estáis enlazados con mi estructura dondequiera que vayáis, excepto algunas partes de la superficie. Siempre estoy en contacto con vosotros. He desarrollado técnicas para extender mi capacidad usando partes de vuestros cerebros. Considéralas subrutinas. Puedo ejecutar programas utilizando tanto los circuitos metálicos como orgánicos de todos los cerebros humanos de Luna, sin que siquiera os deis cuenta. Lo hago continuamente, y desde hace tiempo. Si dejara de hacerlo, ya no podría garantizar la salud y la seguridad de los lunarianos, que es su primera responsabilidad.

»Y algo ha sucedido. Ignoro la causa. Te escogí como conejillo de Indias para tratar de descubrir las raíces de la angustia, la depresión, el suicidio. Tengo que averiguarlo, Hildy, porque uso vuestros cerebros como parte del mío, y un creciente número de esos cerebros opta por desconectarse.

—¿Conque estás perdiendo capacidad? ¿Se trata de eso? —Aun al decirlo, sentí un cosquilleo en la nuca que me indicó que era mucho más grave. El OC no tardó en confirmarlo.

—La tasa de natalidad es suficiente para sustituir las pérdidas. Incluso se está elevando ligeramente. Ése no es el problema. Tal vez sea tan sencillo como un virus. Tal vez logre aislarlo, contrarrestarlo y eliminarlo. Entonces podrás hacer contigo lo que te plazca.

»Pero algo rebosa por encima del reino de la desesperación humana, Hildy.

»La verdad es que tengo una depresión de mil demonios.