Si piensas construir un establo para brontosaurios —le dije a Brenda—, conviene que el techo tenga por lo menos veinte metros de altura.
—¿Y a qué se debe, Señor Huesos?
Yo ignoraba dónde Brenda había aprendido algo sobre esos viejos programas cómicos donde aparecían personajes pomposos con esos nombres, pero hacía rato que me llamaba «Señor Huesos» cada vez que yo me ponía a perorar… lo cual, considerando el tamaño de su ignorancia, era casi siempre. Decidí no permitir que me molestara.
Estaba mirando el techo, que estaba a veinticinco metros de altura. Por mi parte, últimamente no miraba mucho hacia arriba. Hacía varios días que sufría un dolor persistente y punzante en el cuello cada vez que movía la cabeza. Tenía la intención de visitar al médico para curarlo, pero experimentaba remisión espontánea de varias horas y me olvidaba de concertar la cita. Luego el dolor aparecía para mortificarme cuando menos me lo esperaba.
—Los brontosaurios no son muy listos. Cuando se alarman, yerguen la cabeza y se alzan sobre las patas traseras para echar un vistazo. Si el techo es bajo, se golpean la pequeña cabeza y quedan aturdidos.
—¿Tienes experiencia con dinosaurios?
—Me crié en un criadero de dinosaurios.
Le cogí el brazo y la aparté del camino de un cargaestiércol. Miramos mientras paleaba una pila de boñigas del tamaño de sandías.
—Qué tufo.
No dije nada. El olor tenía asociaciones ambiguas para mí. Me evocaba mi infancia, pues una de mis tareas era operar el cargaestiércol.
A nuestras espaldas, las enormes puertas del pantano se abrieron con un murmullo, dejando entrar una ráfaga de aire aún más caliente y húmedo que el del cobertizo. Pronto asomó un largo cuello coronado por una cabeza diminuta y grotesca. El largo cuello siguió entrando mucho tiempo antes que apareciera el macizo corpachón. Para entonces ya habían aparecido otra cabeza y otro cuello.
—Quitémonos del paso —le sugerí a Brenda—. No te pisan si te ven, pero se olvidan de tu posición en cuanto dejan de mirar.
—¿A dónde van?
Señalé la puerta abierta. El letrero decía «Corral de apareamiento número uno».
—La temporada de apareamiento está por terminar. Espera a que Callie los encierre y echaremos un vistazo. Es bastante interesante.
Un brontosaurio lanzó un trompetazo melancólico y avanzó más deprisa. Sin embargo, con un sexto de g hasta un lagarto del trueno podía ser ágil. Dudo que hayan establecido récords de velocidad en Vieja Tierra. De hecho, me llamaba la atención que lograran erguirse fuera del agua.
Pronto comprendí a qué venía esa súbita aceleración. Callie entró en el cobertizo montada en un tiranosaurio. El gran depredador respondía instantáneamente a cada tirón de las riendas, apresurándose a cerrar el paso en cuanto el macho intentó escabullirse, corcoveando y desnudando los dientes en cuanto la hembra quiso desafiarlo. Los grandes herbívoros se metieron deprisa en el corral. Las puertas se cerraron automáticamente.
Los antiguos paleontólogos nunca habían acertado con el color de los dinosaurios. Cualquiera diría que el ejemplo de muchos reptiles modernos les habría dado una pista. Pero si miramos las antiguas ilustraciones de dinosaurios, los colores predominantes eran un pardo lodoso y un verde caqui. La realidad era muy distinta.
Hay varias subrazas de brontosaurio, pero el tipo preferido de Callie se llama «Cal Tech vientre amarillo», pues se produjeron por primera vez en el Tecnológico de California. Además del vientre color canario, presentan el clásico pardo lodoso en el lomo hasta un verde oscuro, esmeralda o amarillento en los flancos y el pescuezo. Tienen estrías violáceas en torno de los ojos, y manchas blancas debajo de la garganta.
En los tiranosaurios predomina el rojo. Tienen enormes verrugas colgantes debajo del cuello, como las iguanas, que se pueden hinchar para realizar una to-nante llamada de apareamiento. Las verrugas suelen ser azules, aunque también las hay rojas y negras.
Un tiranosaurio no se puede montar como un caballo, pues el lomo es demasiado empinado. Hay diversos métodos, pero Callie prefería una especie de plataforma angosta donde podía ir sentada o de pie, según la faena. La sujetaba sobre los hombros de la bestia. Teniendo en cuenta que desde ese punto el lagarto aún tenía una altura respetable, Callie iba casi siempre de pie, pues apenas podía mirar por encima de la cabeza.
—Parece inestable —dijo Brenda—. ¿Y si se cae?
—No es aconsejable. Te dan un tarascón si te cruzas de repente. Pero no te preocupes, éste lleva bozal.
Un asistente subió de un brinco a la silla de Callie. Cogió las riendas y ella saltó al suelo. Mientras se llevaban al tiranosaurio del cobertizo, Callie nos miró, titubeó y saludó con el brazo. Le devolví el saludo, y nos pidió que nos acercáramos. Sin esperar, echó a andar hacia el corral.
Algo asomó por la baranda de metal que teníamos detrás. Brenda se sobresaltó, pero se calmó al ver que era un cachorro de brontosaurio buscando un obsequio. Mirando el penumbroso corral, vi varias docenas de esos cachorros con tamaño de elefante, la mayoría acurrucados en el lodo, los otros reunidos en torno del comedero.
Me di vuelta los bolsillos para mostrarle a la bestia que no tenía nada encima. Siempre llevaba trozos de caña de azúcar, que les encanta.
Brenda no tenía bolsillos, pues no usaba pantalones. Su atuendo del día consistía en botas de cuero blando de caña alta, y un pequeño top negro. Esto estaba destinado a mostrarme su nueva adquisición: características sexuales primarias y secundarias. Sin duda esperaba que yo le sugiriese que les diéramos uso uno de esos días. Se había enamorado de mí cuando supo que Hildy Johnson no era mi nombre original, sino que yo lo había tomado del famoso reportero ficticio de una obra llamada Primera plana. Pronto ella fue «Brenda Starr».
Debo confesar que ahora lucía más aceptable. La gente asexuada me ponía nervioso. No había exagerado con el busto. El vello púbico era natural, no como el de esas modas más atrevidas y pasajeras.
Pero yo no estaba de ánimos para probarlo. Que se buscara un chico de su edad.
Nos reunimos con Callie en el corral, trepamos a la puerta de diez metros y nos quedamos con ella, mirando a los nerviosos y enormes monstruos.
—Brenda —dije—, te presento a Calamari Cabrini, la dueña de esta hacienda. Callie, te presento a Brenda, mi… asistente…
Las dos mujeres se dieron la mano, y Brenda casi perdió el equilibrio en los resbalosos barrotes de acero. Los tres estábamos empapados. No sólo estaba caluroso y húmedo, sino que los rociadores del techo mojaban el lugar cada diez minutos porque era bueno para la piel del ganado. Callie era la única que parecía cómoda, porque no llevaba ropa. Lamenté no haber recordado su ejemplo; hasta Brenda estaba mejor que yo.
La desnudez no era cosa pasajera para Callie. Yo la conocía desde siempre y jamás le había visto usar ni siquiera un anillo. No era un nudismo filosófico. Callie iba en cueros simplemente porque le gustaba y detestaba escoger ropa por la mañana.
Se la veía bastante bien, pensé, teniendo en cuenta que entre mis conocidos, con excepción de Walter, era la persona que menos atención prestaba a las necesidades de su cuerpo. Nunca hacía mantenimiento preventivo, nunca alteraba su apariencia. Cuando algo se rompía, lo hacía reparar o reemplazar. Sus cuentas médicas debían de ser las más pequeñas de Luna. Juraba que una vez había usado un corazón durante ciento veinte años.
—Cuando al fin cedió —me había contado—, el médico dijo que las válvulas parecían de un cuarentón.
Si uno se la encontraba en la calle, sabía de inmediato que había nacido en la Tierra. Durante su infancia, los humanos se separaban en muchas «razas» basadas en el color de piel, los rasgos faciales y el tipo de cabello. La eugenesia post-Invasión había logrado fusionarlas de tal modo que las distinciones raciales eran muy raras. Callie había pertenecido a la raza blanca o caucásica, que dominó gran parte de la historia humana desde los días de la colonización y la industrialización. El término caucásico era bastante amplio. La imperiosa nariz de Callie habría lucido bien en una antigua moneda romana. Un «ario» de Hitler se habría mofado de ella. Entonces el concepto racial importante era «blanco», que significaba no ser negro ni moreno.
Lo cual era risible, porque Callie tenía la piel tostada de pies a cabeza, y lucía tan correosa como sus reptiles. Al tocarla uno se sorprendía de descubrir que era muy suave y mullida.
Era alta —no como Brenda, aunque sin duda alta para su edad— y cimbreante, con una ensortijada melena de cabello negro estriado de blanco. Su rasgo más sorprendente eran los ojos azules y claros, un regalo de su padre nórdico.
Soltó la mano de Brenda y me dio un afectuoso empellón.
—Mario, nunca vienes a visitarme —me reprendió.
—Ahora me llamo Hildy. Hace treinta años.
—Con lo cual me das la razón. Supongo que todavía estás trabajando para ese revestimiento de jaulas.
Me encogí de hombros, y noté que Brenda no comprendía.
—Los padloides se editaban en papel, y luego se vendía el papel —expliqué—. Cuando la gente terminaba de leerlos, los usaba para revestir el suelo de las jaulas de sus aves. Callie nunca renuncia a un cliché, por anticuado que sea.
—¿Y por qué habría de hacerlo? Los clichés han sufrido una tremenda decadencia después de la Invasión. Necesitamos nuevos y mejores clichés, pero nadie los escribe. Mejorando lo presente, desde luego.
—Viniendo de Callie, eso es casi un cumplido —le dije a Brenda—: Y nadie revestiría una jaula con El Pezón, Callie. Las notas le quitarían el hambre a los pájaros.
—No lo creo, Mario. Si tuviéramos pájaros electrónicos, tu padloide sería el revestimiento perfecto.
—Tal vez. A mí me sirve para envolver mis pescados electrónicos.
Habíamos entablado esta conversación con Bren-da en el medio. Pero ella jamás se dejaba amilanar por su ignorancia.
—¿Para recoger los excrementos? —preguntó.
Ambos la miramos inquisitivamente.
—En el fondo de la jaula —explicó.
—Creo que ella me gusta —dijo Callie.
—Claro que sí. Es un recipiente vacío, ansioso de ser llenado con tus exageradas anécdotas de los viejos tiempos.
—Ése es un motivo. Tú la has usado como revestimiento para tu propia jaula. Necesita mi ayuda.
—No parece importarle.
—Pero me importa —dijo inesperadamente Brenda.
Callie y yo la miramos de nuevo.
—Sé que no sé mucho sobre historia antigua. —Se interrumpió al ver la expresión de Callie—. Lo lamento, ¿pero cuánto esperáis que sepa sobre cosas que ocurrieron hace siglos? ¿Y por qué habrían de importarme?
—Está bien —dijo Callie—. Tal ve/ yo no hubiera usado la palabra «antigua», pues cada vez que la oigo pienso en el Imperio romano, pero entiendo que para ti sean antiguallas. Yo les decía lo mismo a mis padres cuando hablaban de cosas que habían sucedido antes que yo naciera. La diferencia es que cuando yo era joven los viejos al fin tenían la gentileza de morirse. Una nueva generación se hacía cargo. Tu generación afronta una situación distinta. Hildy te parece viejo, pero yo tengo el doble de su edad, y no pienso morirme todavía. Tal vez no sea justo para tu generación, pero es una realidad.
—El evangelio según Calamari —comencé.
—Cállate, Mario. Brenda, este mundo nunca será tuyo. Tu generación no podrá reemplazarnos. Tampoco es mío, pues estáis vosotros. Todos, en ambos extremos generacionales, tenemos que dirigir este mundo juntos, lo cual significa que debemos hacer el esfuerzo de comprender nuestras diferentes perspectivas. Es difícil para mí, y sé que es difícil para ti. Es como si yo tuviera que vivir con los bisabuelos de mis bisabuelos, que crecieron durante la revolución industrial y eran gobernados por reyes. Ni siquiera tenemos una lengua común.
—Pues yo no me opongo —dijo Brenda—. Yo hago el esfuerzo. ¿Por qué no lo hace él?
—No te preocupes por él. Siempre ha sido así.
—A veces me saca de quicio.
—Es su modo de ser.
—Hola, muchachas. Estoy aquí.
—Cállate, Mario. Lo tengo bien calado, y me doy cuenta de que le simpatizas. Pero cuanto más le gustas, peor te trata. Es su modo de cobrar distancia ante su afecto, pues no está seguro de que le correspondan.
Noté que los engranajes de la cabeza de Brenda giraban a toda velocidad. Como no era estúpida, sólo ignorante, llevó esa afirmación a la conclusión lógica que derivaba de esa premisa, es decir, que yo estaba loco de amor por ella, ya que la trataba tan mal. Miré ostentosamente las paredes del corral.
—Debe estar colgado en tu oficina —dije.
—¿De qué hablas?
—De tu diploma de psicóloga. Ni siquiera sabía que habías vuelto a estudiar.
—Me he pasado la vida estudiando, zopenco. Y por cierto no necesito un diploma para entenderte. Me pasé treinta años aprendiendo a hacerlo. —Añadió que yo no podía haber cambiado tanto por el solo hecho de haber cumplido cien años. Pero lo dijo en italiano, así que sólo entendí las generalidades.
Callie recibe un modesto estipendio anual de la Junta de Preservación de Antigüedades para mantener su dominio del italiano, algo que hubiera hecho de un modo u otro, pues era su lengua natal y tenía ideas firmes sobre la extinción del conocimiento humano. Había intentado enseñármelo, pero yo no tenía capacidad al margen de algunas palabras culinarias. ¿Y de qué servía? El Ordenador Central tenía almacenados cientos de idiomas que nadie hablaba, desde el cheyenne hasta el tasmanio, incluidos todos los idiomas que habían sufrido una drástica caída de popularidad porque no eran corrientes en Luna antes de la Invasión. Yo hablaba inglés y alemán, como casi todos los demás, mechados con un poco de japonés. Había grupos numerosos de hablantes de chino, swahili y ruso. Aparte de eso, las lenguas se preservaban gracias a grupos de estudio integrados por unos cientos de fanáticos como Callie.
Dudo que Brenda siquiera estuviera enterada de la existencia del italiano, así que escuchó la perorata de Callie con cierta fatiga. Sí, el italiano es ideal para las peroratas.
—Supongo que ambos os conocéis hace tiempo —me dijo Brenda.
—Años.
Brenda cabeceó, un poco molesta. Callie dio un grito, saltó al corral y caminó hacia sus ayudantes, que estaban acomodando a las dos bestias en la posición de apareamiento.
—Todavía no, papanatas —gritó—. Dadles tiempo.
Reunió a la gente y se puso a ladrar órdenes. Callie nunca había podido encontrar buenos ayudantes. Yo había sido uno de ellos durante muchos años, así que sé de qué hablo. Tardé mucho en comprender que nadie sería suficientemente bueno para ella; era una de esas personas que no creían que nadie pudiera realizar una labor tan bien como ella misma. Lo más exasperante es que a menudo tenía razón.
—Retroceded, todavía no están preparados. No los apresuréis. Ellos sabrán cuándo es el momento. Nuestra tarea es facilitar, no iniciar.
—Si poseo alguna habilidad como amante —le dije a Brenda—, se lo debo a eso.
—¿A ella?
—«Dadles tiempo. Aquí no cumplimos un horario. Demostrad un poco de delicadeza.» Lo oí tantas veces que al final lo asimilé.
Me puse nostálgico al ver a Callie trabajando con su ganado. De todos los criadores de brontosaurios de Luna, era la única que no usaba inseminación artificial. «Si pensáis que ayudar a una pareja a copular es difícil —decía siempre—, tratad de obtener una muestra de semen de un semental de brontosaurio.»
Y había una especie de poesía en bruto en la cópula de los dinosaurios, sobre todo los brontosaurios.
Los tiranosaurios lo hacían como cabía esperar, llenos de ruido y furia. Dos machos se daban cabezazos compitiendo por la hembra hasta que uno de ellos se alejaba a tumbos. El vencedor no quedaba mucho mejor, salvo por la oportunidad de coger la diminuta garra de su bella dama.
Los brontosaurios eran más delicados. El macho pasaba tres o cuatro días ejecutando su danza, cuando se acordaba. Estas criaturas tenían un margen de atención breve, aun cuando estaban en celo. El macho se erguía sobre las patas traseras y ejecutaba una cómica samba en torno de la hembra. Ella demostraba un interés mínimo en los dos primeros días. Luego la seducción pasaba a la etapa de las dentelladas cariñosas, y él le mordisqueaba la cola mientras ella rumiaba plácidamente. Cuando ella también se erguía sobre las patas traseras, era hora de llevarlos al corral para organizar un cortejo en serio.
Eso sucedía ahora. Los dos se enfrentaban, apoyados sobre las patas traseras, moviendo el pescuezo y las patas delanteras. Tardarían una hora más en estar listos, un estado que se revelaba con el surgimiento de uno de los dos hemipenes del macho.
Nadie me explicó jamás por qué un reptil necesita dos penes. Pensándolo bien, nunca lo pregunté. La curiosidad tiene sus límites.
—¿Cuánto duró tu relación con Callie?
—¿Qué dices? —Brenda, como de costumbre, me había arrancado de mi ensoñación.
—Ella dijo treinta años. Es un largo tiempo. Debiste de tomarla muy en serio.
De acuerdo, soy obtuso. Pero al final entendía. Miré esa escena primal: dos monstruos del Mesozoico, aquí presentes merced a la genética moderna, y una mujer tostada y delgada, ídem.
—No es mi amante. Es mi madre. ¿Por qué no bajas a acompañarla? Ella verá que no te lastimen, y sin duda se alegrará de contarte más de lo que siempre quisiste saber sobre los brontosaurios. Yo me tomaré un descanso.
Mientras bajábamos del portón, uno de cada lado, noté que Brenda parecía más radiante.
Supongo que el apareamiento no presentó problemas. Nunca los hay cuando Callie está a cargo. Me imagino que el apareamiento que me engendró fue igualmente bien planeado y ejecutado. El sexo nunca tuvo gran importancia para Callie. Tenerme a mí fue su aceptación del sentido del deber. Pero no tengo hermanos, aunque en esa época existía una fuerte presión social para tener familias numerosas. Al parecer le bastó con un hijo.
Paradójicamente, sé que no pasé mucho tiempo en un platillo de Petri, aunque el proceso habría sido más fácil para ella si hubiera recurrido a los progresos médicos que en la actualidad hacían de la procreación, la gestación y el parto un proceso tan emocionante como un número telefónico equivocado. Callie me había concebido a la vieja usanza: un espermatozoide fortuito dando en el blanco en la época apropiada del mes. Me había llevado en el vientre nueve meses, y me había parido con dolor, tal como Dios le prometió a Eva. Y había odiado cada minuto de ello. ¿Cómo lo sé? Porque no se cansaba de contármelo. Me lo contó tres veces por día durante mi infancia.
No le molestaba tanto el dolor. Por tratarse de una mujer capaz de cargar con un órgano reproductor tan grande como ella misma para insertarlo en una cloaca increíblemente fétida mientras estaba arrodillada en medio de excrementos de dinosaurio, Callie era bastante quisquillosa. Había odiado la sanguinolenta rudeza del parto, los olores y sensaciones.
La oficina de Callie estaba fresca. En eso había pensado cuando fui allí, sólo en refrescarme. Pero no daba resultado. Sólo conseguí que el sudor de mi cuerpo se pusiera pegajoso. Me costaba respirar, y me temblaban las manos. Me sentía al borde de un ataque de angustia, y no sabía por qué. Para colmo me volvía a doler el pescuezo.
¿Y por qué no había mencionado el propósito de nuestra visita? Porque ella estaba ocupada, me dije. Pero había tenido tiempo de sobra cuando estábamos en el portón. En cambio, la dejé parlotear sobre los viejos tiempos. Habría sido una oportunidad perfecta para convencerla de aceptar un trabajo como terrícola nativa en nuestro pequeño equipo de viajeros del tiempo. Después de esa perorata sobre la brecha generacional, habría quedado como una tonta si no aceptaba. Y yo conocía a Callie. Le gustaría el trabajo, aunque jamás lo admitiera, y sólo lo aceptaría si lográbamos dar la impresión de que la idea era suya, como un favor para Brenda y para mí.
Me levanté y fui hasta la ventana. Eso no me ayudó, así que fui a la pared opuesta. No hubo mejoras. Cuando lo repetí tres o cuatro veces, me di cuenta de que me paseaba como un animal enjaulado. Me froté la nuca, fui de nuevo a las ventanas, miré hacia abajo.
Las ventanas de la oficina de Callie dan sobre el interior del cobertizo desde abajo del techo. Una escalera conduce a una terraza «externa», que en realidad está dentro del pequeño disneylandia que es su hacienda. Miraba los corrales de apareamiento de donde acababa de irme. Allí estaba Callie, señalándole algo a Brenda, quien presenciaba el espectáculo de la cópula de dos brontosaurios. Detrás había una figura que me resultaba conocida. Entorné los ojos, pero no sirvió de nada, así que cogí los binoculares que colgaban de un gancho al lado de la ventana.
Enfoqué la figura alta y pelirroja de Andrew Mac-Donald.