Dan el Derviche inició su típico giro al final del tercer asalto. El Ciclón Citéreo se tambaleaba.
No soy fanático del cuchillo-pugilismo, pero el giro era digno de verse. El Derviche rotaba como un trompo, balanceándose sobre la punta del pie izquierdo. Estiraba la pierna derecha para girar más rápidamente, hasta ser un borrón, y de pronto pateaba con el pie derecho, a veces arriba, a veces abajo. Al instante se equilibraba con la pierna izquierda, girando como si patinara sobre hielo.
—¡Derviche, Derviche, Derviche! —cantaban todos los aficionados. Brenda gritaba con tanto entusiasmo como los demás. Estábamos sentados junto al cuadrilátero, aunque Brenda estaba casi siempre de pie. Entregaban láminas de plástico transparente para los ocupantes de las primeras cinco filas, y yo me había pasado casi todo el tiempo protegiéndome con una. El Derviche tenía un corte profundo en la pantorrilla derecha, y sus espeluznantes giros arrojaban gotas de sangre a una distancia asombrosa.
El Ciclón retrocedía, incapaz de presentar una defensa. Procuró agacharse para atacar con el cuchillo de la mano derecha, y recibió otra herida. Brincó en el aire, pero el Derviche lo detuvo al instante, abriéndole un corte desde arriba, y en cuanto ambos tocaron la lona echó a girar como un remolino. El Ciclón se las veía muy mal, y de pronto lo salvó la campanilla.
Brenda se sentó, respirando entrecortadamente. Sin tener sexo, pensé, se necesitaba algo para aliviar las tensiones. El cuchillo-pugilismo parecía perfectamente diseñado para eso.
Brenda se enjugó la sangre con un paño y me miró por primera vez desde el comienzo del asalto. Parecía defraudada por mi falta de entusiasmo.
—¿Cómo logra girar de ese modo? —pregunté.
—Es la lona —explicó Brenda, adoptando el papel de experta, lo cual debía de ser todo un alivio para ella—. Se relaciona con la alineación molecular de las fibras. Si te inclinas de cierta manera, obtienes tracción, pero un movimiento circular reduce la fricción y es casi como patinar sobre hielo.
—¿Aún tengo tiempo de apostar?
—No tiene sentido. Las probabilidades serían pésimas. Tendrías que haber apostado cuando te dije, antes que empezara el partido. El Ciclón es hombre muerto.
Así parecía. Sentado en su banquillo, rodeado por sus asistentes, parecía incapaz de levantarse para el próximo asalto. Sus piernas eran una masa de cortes, algunos cubiertos con vendajes ensangrentados. El brazo izquierdo le colgaba por una lonja de carne, y el jefe de su equipo estaba pensando en arrancárselo del todo. Tenía un desvío provisional en la yugular izquierda. Parecía terriblemente vulnerable, fácil de cortar. Había recibido esa lesión al final del segundo asalto, y su equipo había logrado remendarla a costa de varios litros de sangre. Pero había sufrido su peor herida en el mismo asalto. Era un corte de medio metro de largo que iba de la cadera izquierda a la tetilla derecha. Arriba se veían las costillas, mientras que el medio estaba sostenido con media docena de apresurados costurones hechos con un material que parecía cuero crudo. La había sufrido mientras lanzaba su único ataque efectivo contra el Derviche, infligiéndole un desagradable corte en la cara. Pero no detuvo a su contrincante, quien le hundió el cuchillo en las entrañas. El tajo ascendente había derramado tripas por todo el cuadrilátero y había producido la primera bandera amarilla del partido, aullidos de victoria del equipo de Dan y cánticos entusiastas de la muchedumbre.
Los asistentes del Ciclón cortaron esa maraña de órganos al amparo de la bandera de advertencia, repararon la arteria del cuello durante el segundo descanso y se retiraron sombríamente al rincón mientras su hombre regresaba a la trituradora de carne.
El Derviche se mantenía erguido mientras su gente reparaba la herida facial. Tenía un ojo abierto e inutilizado. La sangre lo había enceguecido momentáneamente durante el segundo asalto, impidiéndole explotar la terrible herida que había infligido a su oponente. Durante la tregua Brenda había expresado su temor de que el Derviche no pudiera emplear su famoso giro ahora que carecía de visión de profundidad. Pero el Derviche no defraudaría a sus admiradores, aunque le faltara un ojo.
Se encendió una luz roja sobre el rincón del Ciclón. La multitud murmuró excitadamente.
—¿Por qué lo llaman rincón? —pregunté—. Ante todo, ¿por qué hablan de cuadrilátero?
—¿Qué?
—La palestra es redonda.
Brenda se encogió de hombros.
—Supongo que es una tradición. —Sonrió pícaramente—. Puedes investigarlo y escribir una nota para Walter.
—No seas ridícula.
—¿Por qué no? Deportes, entonces y ahora. Es muy natural.
Tenía razón, pero aun así era difícil de tragar. No me gustaba esta inversión de papeles. Se suponía que ella era la ignorante.
—¿Qué dices de la luz roja? ¿Qué significa?
—Cada uno de los contendientes dispone de diez litros de sangre para transfusiones. ¿Ves ese medidor en el tablero? El Ciclón acaba de usar su último litro. Al Derviche le quedan siete.
—Así que prácticamente ha terminado.
—No durará otro asalto.
Y no duró.
El último asalto fue un enfrentamiento sin gracia. Ya no hubo giros gráciles ni brincos voladores. La multitud aclamó un poco al principio, luego se dedicó a presenciar el remate. La gente salía del estadio para buscar refrescos antes de la principal pelea de la noche. El Derviche eludía al tambaleante Ciclón, lanzando un golpe de cuando en cuando, abriendo más heridas. Desangrando a su oponente. Pronto el Ciclón quedó aturdido por la pérdida de sangre. Algunos espectadores abuchearon. El Derviche cortó la garganta del Ciclón. El Ciclón se derrumbó en la lona con un chorro de sangre arterial. El Derviche se inclinó sobre el caído, movió los brazos y sostuvo la cabeza en alto. Sonaron aplausos y los asistentes subieron al cuadrilátero para llevarse ambos trozos del Ciclón a los vestuarios mientras los ordenanzas limpiaban la sangre.
—¿Quieres maíz tostado? —preguntó Brenda.
—Sólo una bebida —respondí. Ella se sumó a las multitudes que se dirigían al centro de refrigerios.
Me volví hacia el cuadrilátero, saboreando una sensación que últimamente era demasiado infrecuente: el ansia de escribir. Alcé la mano izquierda y chasqueé los dedos. Los chasqueé de nuevo, pero recordé que el maldito escribidor manual no funcionaba. Hacía cinco días que no funcionaba, desde la visita de Brenda a Tejas. Al parecer el problema estaba en el visor de lectura. Podía teclear en mi mano, pero no aparecía nada en pantalla. Los datos iban a la memoria y luego podían copiarse a un ordenador, pero no puedo trabajar de ese modo. Necesito ver las palabras a medida que se forman.
La necesidad es madre del ingenio. Hojeé el programa que Brenda había dejado en la butaca, encontré una página en blanco.
Hurgué en mi cartera hasta encontrar la pluma azul que usaba para hacer correcciones manuales en las copias impresas.
(Archivo Hildy…'próx.disponible*)(código
Deportesangriento)
(titular pendiente)
Tal vez no existan pruebas de ello, pero podemos apostar a que los cavernícolas tenían espectáculos deportivos. Aún los tenemos hoy, y si alguna vez llegamos a las estrellas, también los tendremos.
Los deportes tienen su raíz en la violencia. Habitualmente incluyen la amenaza de una lesión. O al menos así era hasta hace ciento cincuenta años.
En los deportes de hoy, por cierto, no existe la violencia.
El moderno aficionado a los deportes se sorprendería de la violencia que estos espectáculos tenían en la Tierra. Tomemos como ejemplo un deporte poco violento que todavía se practica, la carrera de pista. Los corredores rara vez terminaban una carrera sin sufrir gran cantidad de lesiones en las rodillas, los tobillos, los músculos o la columna vertebral. A veces estas heridas podían repararse, y a veces no. Cada vez que competía, el corredor afrontaba el riesgo de una lesión que lo afectaría toda su vida.
En tiempos de los romanos, los atletas luchaban con espadas y otras armas mortales, no siempre voluntariamente. Las heridas graves o la muerte eran seguras en cada enfrentamiento.
Aun en tiempos posteriores, más «esclarecidos», muchos deportes eran sólo descalabros organizados. Equipos de atletas se embestían con asombrosa desconsideración por las limitaciones de los galenos de la época. La gente se amarraba a vehículos terrestres o máquinas volantes y corría a velocidades que la reducían a gelatina cuando había un choque. Los cascos protectores, las almohadillas para los puños, los protectores para hombros, entrepierna, rodillas, costillas y nariz procuraban atemperar esa carnicería, pero su mera presencia daba testimonio del potencial violento de esos juegos.
¿Oigo mal o alguien está protestando, alegando que nuestros deportes modernos son mucho más violentos que los del pasado?
Qué idea ridícula.
Los atletas modernos compiten desnudos. No necesitan ni quieren protección. En la mayoría de los deportes, se espera y se desea que haya lesiones, como en el cuchillo-pugilismo. Un atleta moderno al final de un torneo sería un espectáculo perturbador para un ciudadano de cualquier sociedad terrícola. Pero los deportes modernos no dejan tullidos.
Sería grato pensar que esta falta universal de violencia fue fruto de una gran revolución moral, pero no es así. Es una revolución puramente tecnológica. Hoy no hay lesiones que no puedan repararse.
Lo cierto es que «violencia» ya no significa lo mismo que antes. Qué es más violento, ¿un brazo que se arranca y pronto se vuelve a unir sin efectos perniciosos o un disco espinal triturado que causa dolor toda la vida y no se puede reparar?
Yo sé cuál lesión preferiría.
Esa violencia ya no resulta temible porque
(comentar juegos olímpicos, influencia de la gravedad local en los estadios)
(mencionar luchas a muerte)
(¿asociar con la nota sobre medicina?) (preguntar a Brenda)
Garrapateé deprisa las últimas líneas, pues vi que Brenda regresaba con las palomitas de maíz.
—¿Qué haces? —preguntó, volviendo a su asiento.
Le entregué la página. Le echó un vistazo.
—Parece un poco árido —comentó.
—Tú le darás mayor vividez. Es tu especialidad.
Cogí un buen puñado de palomitas de maíz y le asesté un mordisco. Ella había traído el saco grande, una docena de palomas del tamaño de un puño, blancas y crujientes, chorreantes de mantequilla. Estaban deliciosas, sobre todo acompañadas con la gran botella de cerveza que Brenda me entregó.
Mientras yo escribía, habían realizado una exhibición de una escuela de cuchillo-pugilismo para niños. Los niños se marchaban ahora en fila, la mayoría marcados con estrías de la tinta roja de los cuchillos de entrenamiento. Los costes médicos eran demasiado altos para permitir que los niños practicaran con cuchillos verdaderos.
El maestro de ceremonias se presentó para anunciar el principal espectáculo de la velada, un torneo a muerte entre el campeón Salteador de Manhattan y un retador conocido como Zorra Infame.
Brenda me habló con el costado de la boca.
—Apuesta tu dinero a la Zorra.
—Si ella va a ganar, ¿qué demonios hacemos aquí?
—Pregúntale a Walter. Fue idea suya.
El propósito de nuestra visita al estadio era entrevistar al Salteador de Manhattan —también conocido como Andrew MacDonald— con la idea de contratarlo como consultor terrícola para la serie del Bicentenario. MacDonald tenía más de doscientos años. El problema era que había optado por pelear a muerte. Si perdía, su próxima entrevista sería con san Pedro. Pero Walter nos había asegurado que era imposible que ese hombre perdiera.
—Hablé con un amigo en las concesiones —continuó Brenda—. Es indudable que el Salteador es el mejor luchador. Ésta es su décima pelea a muerte en los dos últimos años. Pero este tío me comentó que diez es demasiado para cualquiera. Parece que el Salteador se dedicó a esquivar en su último torneo. Eso no le servirá de nada contra la Zorra. Mi amigo dice que el Salteador ya no quiere ganar. Sólo quiere morir.
Los contrincantes habían entrado en el cuadrilátero y se pavoneaban ante el público mientras en el aire proyectaban imágenes holográficas de sus torneos anteriores y el locutor seguía hablando como si se tratara de la pelea del siglo.
—¿Tú apostaste por ella?
—Aposté cincuenta a que lo liquidaba en el segundo.
Reflexioné, llamé a un corredor de apuestas. Me entregó una tarjeta, la marqué y la presioné con el pulgar. Se insertó la tarjeta en la máquina de cinturón, me entregó el cupón. Me lo guardé en el bolsillo.
—¿Cuánto invertiste?
—Diez. A ganador. —No le dije que había apostado al Salteador.
Los contrincantes estaban en sus «esquinas», y los untaban con aceite mientras el anunciador continuaba su perorata. Eran magníficos especímenes que competían en la clase de masa corporal más alta, con precisión de kilogramos. Las luces centelleaban sobre su piel parda y reluciente mientras hacían sombra y bailoteaban, inquietos como caballos de carrera, rebosantes de energía.
—Esta pelea se realiza al amparo de los estatutos deportivos de Ciudad Rey —declaró el anunciador—, los cuales permiten peleas a muerte voluntaria para una o ambas partes. El Salteador de Manhattan ha optado por arriesgarse a la muerte esta noche. He recibido consejo y asesoramiento, tal como lo exige la ley, y si muere esta noche se considerará un suicidio. La Zorra Infame ha acordado asestar el golpe de gracia, si se encuentra en situación de hacerlo, y comprende que no se la responsabilizará de ninguna manera.
—No te preocupes —rezongó el Salteador, mirando a su oponente con cara de pocos amigos. Provocó una risotada, y el anunciador pareció agradecer esa interrupción en los tediosos párrafos que la ley le exigía leer.
Los condujo al medio del «cuadrilátero» y les leyó la regla, que simplemente consistía en dejar de pelear en cuanto sonara la campanilla. Era la única regla. Les obligó a darse la mano y les dijo que pelearan.
—Coño, el primer asalto. No puedo creerlo.
Brenda aún se quejaba media hora después de la finalización de la pelea. No había sido un espectáculo digno de pasar a la historia.
Estábamos esperando frente a los vestuarios. El agente de MacDonald nos había dicho que podríamos verlo en cuanto los asistentes terminaran de remendarlo. Considerando las pocas lesiones que había sufrido, supuse que no esperaríamos demasiado.
Oí un alboroto y me volví para ver al Ciclón rodeado por un pequeño grupo de admiradores, en su mayoría niños. Extrajo una pluma y se puso a firmar autógrafos. Vestía camisa y pantalones negros, y llevaba un collar abultado, una incomodidad bastante leve por tratarse de un hombre a quien habían decapitado una hora antes. Lo usaría hasta que los nuevos músculos estuvieran en condiciones de sostenerle la cabeza. Sospeché que no pasaría mucho tiempo. El cerebro de un hombre de su profesión no podía pesar demasiado.
La puerta se abrió de nuevo y el agente de Mac Donald nos invitó a pasar. Lo seguimos por un corredor penumbroso con puertas numeradas. Una estaba abierta y oí gemidos. Miré de reojo al pasar. Había un guiñapo sanguinolento en una mesa alta, con media docena de asistentes en derredor.
—No me dirás…
—¿Qué? —preguntó Brenda, mirando hacia dentro—. Oh. Sí, la Zorra pelea sin desactivarse los nervios.
—Pero yo creía…
—La mayoría de los luchadores se desconectan los centros de dolor, dejando apenas la sensibilidad suficiente para saber que los han herido. Pero algunos creen que el afán de eludir el dolor los vuelve más ágiles.
—A mí me volvería más ágil, te lo aseguro.
—Pues parece que esta noche eso no fue suficiente.
Me alegró haber comido sólo un puñado de palomitas de maíz.
El Salteador de Manhattan estaba sentado en una silla de diagnóstico, en bata y fumando un puro. Un asistente le curaba la pierna izquierda. Sonrió al vernos, tendió la mano.
—Andy MacDonald —se presentó—. Perdón por no levantarme.
Le dimos la mano y él nos invitó a sentarnos. Nos ofreció bebidas, y un miembro de su séquito nos las trajo.
Brenda se embarcó en una jadeante descripción del torneo, desbordante de alabanzas por sus aptitudes marciales. Nadie habría pensado que acababa de perder cincuenta por su culpa. Decidí esperar, pensando que pasaríamos una hora comentando los pormenores del pugilismo. El Salteador sonreía mientras Brenda continuaba con su cháchara, y supuse que yo debía decir algo, al menos por cortesía.
—No soy muy aficionado a los deportes —comenté, pues tampoco deseaba ser excesivamente cortés—, pero me pareció que usted usaba una técnica distinta.
Dio una larga chupada al puro, examinó la punta reluciente, exhaló una vaharada de humo rojizo. Me clavó su intensa mirada, y vi en sus ojos una hondura que no había captado al principio. Eso se nota a veces en los longevos. Hoy día es el único modo de saber que alguien tiene muchos años. MacDonald no presentaba otros indicios de su edad. Tenía un cuerpo de veinteañero, aunque su profesión no le permitía muchas opciones en la elección de sus características. Los cuchillo-pugilistas poseen cuerpos bastante uniformes, con nueve fórmulas o clases determinadas por el peso, como modo de reducir cualquier ventaja que pueda obtenerse por mera masa corporal. Su rostro parecía un poco más viejo, pero tal vez era por los ojos, pues no tenía rasgos marcados. Tampoco era uno de esos genéricos rostros «atractivos» que media población parece preferir. Tuve la sensación de que así debía lucir en su juventud, y recordé con cierta turbación que la había pasado en la Tierra.
Los nativos de la Tierra no son precisamente raros. El OC me contó que aún quedaban diez mil con vida. Pero habitualmente se parecen a los demás, y no suelen anunciarse. Había algunos que alardeaban de su edad —los eternos invitados a los programas de televisión, los narradores de anécdotas, los nostálgicos profesionales—, pero en general los nativos de la Tierra eran una minoría discreta. Yo nunca me había preguntado por qué.
—Walter dijo que ustedes me convencerían de sumarme al proyecto —dijo MacDonald, ignorando mis comentarios—. Le respondí que se equivocaba. No por mera tozudez. Si pueden darme una buena razón para que pase un año con ustedes dos, me gustaría oírla.
—Si usted conoce a Walter —repliqué—, sabrá que quizá sea el hombre menos sensible de Luna, en lo que concierne a los demás. Cree que estoy entusiasmado con este proyecto. Pues se equivoca. Por lo que sé, Walter es el único que está interesado en él. Para mí es sólo un trabajo.
—Yo estoy interesada —intervino Brenda. MacDonald posó su mirada en ella, pero no la dejó allí mucho tiempo. Sospeché que esa breve ojeada le bastaba para aprender todo lo que necesitaba saber sobre Brenda.
—Mi estilo —dijo— es una combinación de antiguas técnicas de lucha que nunca se trasladaron a Luna. Algunas personas bien intencionadas pero tontas aprobaron hace mucho tiempo una ley que prohibía la enseñanza de esas disciplinas orientales. Eso sucedió cuando estaba en boga la idea de que debíamos convivir en paz, sin luchar entre nosotros, sin matarnos. Y tal vez no sea mala idea.
«Incluso funcionó, hasta cierto punto. La tasa de homicidios es muy inferior a lo que era en cualquier sociedad humana de la Tierra.
Dio otra chupada al puro. Sus asistentes terminaron de curarle la pierna, recogieron sus cosas y nos dejaron en paz. Yo comenzaba a preguntarme si eso era todo lo que tenía que decir, cuando al fin habló de nuevo.
—Las opiniones cambian. Si alguien vive tanto como yo, no se cansa de comprobarlo.
—Yo no tengo tantos años como usted, pero lo he comprobado.
—¿Qué edad tiene? —me preguntó.
—Cien. Los cumplí hace tres días.
Noté que Brenda me miraba entre sorprendida y desconcertada. Tal vez hubiera querido que la avisara, para organizarme una fiesta de cumpleaños.
MacDonald me miró con mayor interés, entornando sus ojos perturbadores.
—¿Siente alguna diferencia?
—¿Se refiere a mis cien años? ¿Por qué habría de sentirla?
—Es cierto. Es un hito, sin duda, pero en realidad no significa nada, ¿verdad?
—Verdad.
—De cualquier modo, volviendo a su pregunta… siempre hubo quienes pensaban que, al no funcionar ya los procesos evolutivos naturales, debíamos tratar de fomentar cierto grado de agresividad. Sin permitir muertes reales, al menos podíamos aprender a pelear. Así que se reintrodujo el pugilato, y con el tiempo eso derivó en los deportes sangrientos que vemos hoy.
—Ésta es precisamente la perspectiva que busca Walter —señalé.
—No dije que no tuviera la perspectiva. Sólo me pregunto si vale la pena usarla en el proyecto.
—Yo también he pensado en ello. No encuentro ninguna razón para que un hombre que se encuentra en medio de un suicidio prolongado lo postergue un año para colaborar en la redacción de una serie de notas inservibles.
—¿Sabía usted que yo fui reportero?
—No, no lo sabía.
—¿Eso cree? ¿Que me estoy suicidando?
Brenda lo miró con vehemencia. Su preocupación era casi tangible.
—Así lo definirán si usted muere en el cuadrilátero —replicó. El Salteador se levantó y fue a un pequeño bar que había en un costado de la habitación. Sin preguntar qué queríamos, sirvió tres vasos de un licor verdoso. Brenda olfateó el suyo, lo probó, bebió un sorbo más largo.
—Ustedes no pueden imaginar la sensación de derrotismo que había después de la Invasión —dijo el Salteador.
Al parecer era imposible lograr que se atuviera al mismo tema, así que me resigné a lo inevitable. Un reportero aprende a escuchar sin interrumpir.
—Llamarlo guerra es una perversión de la palabra. Luchamos, supongo, en el sentido de que las hormigas luchan cuando les patean el hormiguero. Supongo que las hormigas pueden luchar valerosamente en esa situación, pero eso no afecta al hombre que pateó el hormiguero. Ni siquiera se entera de lo que hizo. Quizá ni siquiera sienta inquina por las hormigas, quizá fue un accidente, o un efecto lateral de otro proyecto, como arar un campo. A nosotros nos araron en tres días.
»Los que estábamos en Luna quedamos anonadados. En cierto sentido, la conmoción duró varias décadas. En cierto sentido… aún dura.
Dio otra chupada al puro.
—Yo soy uno de los que se alarmaron ante el movimiento de no violencia. Como ideal es magnífico, pero nos deja en un callejón sin salida, y vulnerables.
—¿Se refiere a la evolución? —preguntó Brenda.
—Sí. Ahora nos configuramos genéticamente, ¿pero tenemos sabiduría suficiente para saber qué seleccionar? Durante mil millones de años la selección se hizo en forma natural. Me pregunto si es prudente desechar un sistema que funcionó durante tanto tiempo.
—Depende de lo que entienda por «funcionó» —señalé.
—¿Es usted nihilista?
Me encogí de hombros.
—De acuerdo. Funcionó, en el sentido de que las formas de vida se volvieron más complejas. La biología parecía apuntar a algo. Sabemos que ese algo no eramos nosotros. Los Invasores demostraron que existen criaturas mucho más listas. Pero los Invasores eran criaturas gigantescas y gaseosas, que deben de haber evolucionado en un planeta semejante a Júpiter. Ni siquiera podíamos entenderlos. Se suele aceptar que los Invasores llegaron a la Tierra para salvar a los cetáceos de nuestra polución. No conozco ninguna prueba de ello, pero supongamos que es verdad. Eso significa que el cerebro de los mamíferos acuáticos se parece al de los Invasores más que el nuestro. Los Invasores no nos consideran más inteligentes que otras especies con capacidad para la ingeniería, como las abejas, los corales o las aves. Sea verdad o no, los Invasores ya no nos prestan atención. Nuestros caminos no se cruzan, no tenemos intereses comunes. Somos libres de buscar nuestro destino… pero si no evolucionamos, no tendremos destino.
Nos miró de hito en hito. Era evidente que el tema lo apasionaba. Personalmente, yo no había reflexionado mucho sobre ello.
—Hay algo más —continuó—. Sabemos que hay alienígenas. Sabemos que es posible el viaje interestelar. La próxima vez que nos topemos con alienígenas pueden resultar aún peores que los Invasores. Tal vez deseen exterminarnos, en lugar de expulsarnos. Creo que debemos mantener viva nuestra capacidad de lucha por si tropezamos con criaturas desagradables contra las cuales podamos pelear.
Brenda lo miró boquiabierta.
—Es usted heinleiniano —dijo.
MacDonald se encogió de hombros.
—Yo no participo en sus rituales, pero estoy de acuerdo con muchas de las cosas que dicen. Pero hablábamos de artes marciales.
¿De eso hablábamos? Y yo me había perdido.
—Esas artes se perdieron durante casi un siglo. Pasé diez años estudiando miles de películas de los siglos veinte y veintiuno, y traté de compaginarlas. Pasé otros veinte años estudiando por mi cuenta hasta que me sentí apto. Luego me convertí en púgil. Hasta ahora sigo invicto. Espero seguir así hasta que otro aprenda mis técnicas.
—Eso sería buen tema para un artículo —sugirió Brenda—. La lucha, entonces y ahora. La gente tenía toda clase de armas, ¿de acuerdo? Armas de proyectiles. Los ciudadanos comunes podían tenerlas.
—Había un país del siglo veinte donde la posesión de armas de fuego era casi obligatoria. El derecho a poseerlas era un derecho civil. Uno de los derechos civiles más extravagantes de la historia humana, a mi juicio. Pero yo hubiera tenido una si hubiera vivido allí. En una sociedad armada, el hombre desarmado vive con miedo.
—Todo esto me resulta fascinante —dije, poniéndome de pie y estirando los brazos y las piernas para desentumecerme—. Pero eso no viene al caso. Hace media hora que estamos aquí, y Brenda ha sugerido varios temas donde usted podría ser útil. Demonios, usted mismo podría escribirlos, si recuerda cómo. ¿Qué decide? ¿Está interesado o buscamos a otra persona?
El Salteador se apoyó los codos en las rodillas y me miró.
Comencé a preguntarme cuándo comenzaría la música de órgano. Su mirada parecía salida de un holo de terror. Sólo era concebible en un rostro erizado de pelos y colmillos, o que se retorcía como masilla hasta convertirse en una Cosa Maligna e Innombrable. Antes mencioné que sus ojos eran profundos. Pues eran estanques relucientes en comparación con esto.
No deseo ser supersticioso. No deseo atribuir poderes a MacDonald sólo porque había alcanzado una edad venerable. Pero mirando esos ojos, no podía dejar de pensar en todo lo que habían visto, y preguntarme qué grado de sabiduría habían alcanzado. Yo era centenario, lo cual no es una bicoca en materia de longevidad, o no lo había sido hasta poco tiempo atrás en la historia humana, pero me sentía como un niño juzgado por su abuelo, o tal vez por Dios mismo.
No me gustaba.
Procuré enfrentar esos ojos… pero no vi en ellos ninguna hostilidad, ningún desafío. Si se trataba de una contienda de miradas, yo era el único competidor. Pero pronto tuve que desistir. Estudié las paredes, el suelo, miré a Brenda y le sonreí, lo cual creo que la alarmó. Cualquier cosa con tal de eludir esos ojos.
—No —dijo al fin—, no creo que participe en este proyecto, a fin de cuentas. Lamento haberles hecho perder tiempo.
—No hay problema —dije, y me levanté, dirigiéndome hacia la puerta.
—¿Qué significa «a fin de cuentas»? —preguntó Brenda. Di media vuelta con la intención de cogerle el brazo y llevármela a rastras.
—Significa que por un momento pensé en aceptar, a pesar de todo. Algunos aspectos parecían interesantes.
—¿Y por qué cambió de opinión?
—Vamos, Brenda. Sin duda él tiene sus motivos, y no nos incumben.
Le cogí el brazo y di un tirón.
—Basta —rezongó Brenda—. Deja de tratarme como una niña.
Me miró fijamente hasta que la solté. Supongo que habría sido descortés recordarle que era una niña.
—Me gustaría saberlo, de veras —le dijo a MacDonald.
Él la miró con cierta dulzura, desvió los ojos como abochornado. Yo me limito a registrarlo. Ignoro el porqué de ese bochorno.
—Sólo trabajo con gente que sobrevive —murmuró. Antes que tuviéramos la oportunidad de replicar se puso de pie. Cojeando ligeramente, fue hasta la puerta y nos invitó a salir.
Me levanté y me calé el sombrero con brusquedad. Casi había salido cuando oí a Brenda.
—No entiendo. ¿Qué le hace pensar que no soy una superviviente?
—No me refería a usted.
Me volví hacia él.
—Brenda —dije lentamente—. Corrígeme si me equivoco. ¿Acaso un hombre que arriesga el pellejo en un juego acaba de acusarme de no ser un superviviente?
Brenda no respondió. Tal vez comprendió que la cosa era entre él y yo. Ojalá hubiera sabido de qué se trataba, y por qué me enfurecía tanto.
—Los riesgos pueden ser calculados —dijo—. Todavía estoy vivo, y pienso seguir así.
No hay bien que dure cien años. Brenda intervino de nuevo.
—¿Qué ve usted en Hildy que le hace…?
—No es cosa mía —interrumpió MacDonald, sin dejar de mirarme—. Veo algo en Hildy. Si yo me uniera al proyecto, tendría que ser cosa mía.
—Lo que usted ve, amigo, es un hombre que asume sus responsabilidades, y no deja que una chica con un cuchillo lo haga por él.
Por alguna razón no me salió el tono que yo hubiera querido. MacDonald sonrió vagamente. Yo di media vuelta y salí con enfado, sin esperar a Brenda.
Erguí la cabeza. Desde ese mostrador, todo parecía demasiado brillante, demasiado ruidoso. Era como estar en un tiovivo, ¿pero qué hacía esa botella en mi mano?
Concentré mi atención en la botella y las cosas empezaron a compaginarse. Debajo de la botella, y debajo de mi brazo, había un charco de whisky, y yo tenía la cara mojada. Mi cabeza había estado en el charco.
—Si vomita aquí —me dijo el hombre—, lo moleré a golpes.
Volver mis ojos hacia él era una empresa imposible. Era el cantinero, y le dije que no pensaba vomitar, pero me atoré, así que enfilé hacia las puertas vaivén, salí a la calle y lancé en medio de Congress Street.
Cuando terminé me quedé sentado en la calle. El tráfico no era un problema. Había algunos caballos y carretas atados pero nada se movía en las oscuras calles de Nueva Austin. A mis espaldas oía ruido de juerga, música de pianola y algunos disparos. Turistas paladeando la vida del Viejo Oeste.
Alguien me acercó un trago. Seguí el brazo hasta los hombros desnudos, el cuello largo, la cara bonita aureolada por una melena negra y rizada. El lápiz labial era negro en la luz tenue. Usaba corsé, ligas, medias, tacones altos. Empiné el trago. Di una palmada en el suelo y ella se sentó, abrazándose las rodillas.
—Pronto recordaré tu nombre —dije.
—Dora.
—Adorable Dora. Quiero arrancarte la ropa, tumbarte en la cama y amar apasionadamente tu cuerpo virginal.
—Ya hicimos todo eso. Aunque mi cuerpo no era tan virginal.
—Quiero que seas la madre de mis hijos.
Ella me besó la frente.
—Cásate conmigo y hazme el hombre más feliz de la Luna.
—También hicimos eso, muñeco. Es una pena que no lo recuerdes.
Me mostró la mano y vi una sortija de bodas con un pequeño diamante. Le miré de nuevo el rostro. Lo rodeaba un nimbo brumoso…
—¡Un velo nupcial! —exclamé.
Ella sonreía, mirando las estrellas con aire soñador.
—Tuvimos que despabilar al párroco, llamar a la puerta del joyero, buscar a Silas para que abriera la tienda y nos vendiera un vestido. La ceremonia se realizó en la cantina. Cissy fue mi dama de honor y el médico fue tu padrino. Todas las chicas lloraron.
Debo haber puesto cara dubitativa, porque ella se echó a reír y me palmeó la espalda.
—A los turistas les encantó. No todas las noches nos ponemos tan pintorescos. —Dora se quitó el anillo y me lo entregó—. Pero soy una dama, así que no te obligaré a cumplir los votos que hiciste cuando no eras dueño de tus facultades. —Entornó los ojos—. ¿Eres dueño de tus facultades?
Tenía facultades suficientes para recordar que todo matrimonio celebrado por el «párroco» de «Tejas» no tenía validez legal en Ciudad Rey. Pero para dar una idea de las honduras de mi borrachera me había preocupado de veras un momento antes.
—Una ramera con corazón de oro —comenté.
—Todos debemos desempeñar un papel. Y nunca he visto tan bien representado al borracho del pueblo. La mayoría omite el vómito.
—Me gusta la verosimilitud. ¿Hice algo vergonzoso?
—¿ Aparte de casarte conmigo? No quiero ser grosera, pero tu cuarta consumación de nuestro matrimonio fue bastante vergonzosa. No lo difundiré, porque las tres primeras fueron bastante especiales.
—¿A qué te refieres?
—Bien, tu uso de la lengua es digno de figurar en…
—No, me refiero…
—Sé a qué te refieres. Sé que hay una palabra. Incapacidad, inmovilidad… una polla floja.
—Impotencia.
—Eso es. Mi abuela me habló de ello, pero jamás creí que lo vería.
—Quédate conmigo, primor, y te mostraré más maravillas.
—Estabas bastante ebrio.
—Al fin has dicho algo aburrido.
Ella se encogió de hombros.
—No puedo competir en ingenio con un cínico como tú.
—¿Eso soy? ¿Un cínico?
Dora se encogió de hombros una vez más, pero me pareció detectar preocupación en su semblante. Era difícil aseverarlo con tan poca luz y la vista turbia.
Me ayudó a levantarme, me sacudió la ropa, me besó. Prometí visitarla cuando estuviera en el pueblo, aunque sospecho que no me creyó. Le pedí que me señalara el linde del pueblo, y me dirigí hacia mi casa.
La mañana manchaba el cielo como rouge rosado. Hacía rato que oía el estruendo del río.
Mis intentos de reconstruir el día me habían evocado algunas imágenes generales. Recordé que había cogido el tubo desde la Arena a Tejas, y supe que había pasado un tiempo trabajando en la cabaña. Recordé que había arrojado algunos tablones terminados en un barranco. Recordé que había pensado en volar la cabaña. Luego había ido al Álamo Saloon, donde había empinado un trago tras otro. Ahí todo se nublaba y cesaba la transcripción de memoria. Tenía una imagen borrosa del párroco pronunciándonos marido y mujer. Qué frase tan rara. Supuse que era históricamente atinada.
Oí un ruido, y aparté los ojos del rocoso sendero.
Había un antílope a diez pies de distancia. Erguía la cabeza orgullosamente, sin temor. Tenía el pecho blanco como la nieve y los ojos húmedos, castaños y sabios. Era la criatura más bella que había visto.
En su peor día era diez veces mejor de lo que yo había sido jamás. Me senté en el sendero y lloré un rato. Cuando erguí la cabeza, se había ido.
Sentí calma por primera vez en muchos años. Encontré la ladera del peñasco, encontré la soga y trepé a la cima. El sol aún estaba por debajo del horizonte pero el cielo estaba muy amarillo. Palpé la soga con in-certidumbre.
Al cabo de varios intentos, lo conseguí. Me la calcé en el cuello y miré ladera abajo. La aceleración es lenta en Luna, pero la masa corporal es constante. Se necesita una gran caída, seis veces más que en la Tierra. Traté de hacer los cálculos, pero no me daba la cabeza.
Para mayor seguridad, cogí una piedra grande y la abracé contra el pecho. Salté.
Uno tiene tiempo de sobra para lamentaciones, pero yo no tenía ninguna. Recuerdo que alcé los ojos y vi a Andrew MacDonald mirándome con lástima.
Entonces sentí el tirón.