¡ASOMBROSO!
¡EL RAYO MILAGROSO QUE LO CURA TODO!
Arranqué la lona que cubría mi pila de preciosas maderas y observé los escorpiones que huían a la luz del sol. La vida será sagrada, según dicen, pero a mí me gusta aplastarlos.
En el centro de la pila había una serpiente de cascabel. Yo no la veía, pero oía su cascabeleo. Seleccioné un tablón, lo cogí por los extremos y lo extraje. Me lo cargué al hombro y lo llevé a mi cabaña inconclusa. Era el atardecer, la mejor hora para trabajar en Tejas Oeste. La temperatura había bajado a noventa y cinco grados en la vieja escala Fahrenheit que aún usaban allí. Durante el día había superado los cien.
Apoyé el tablón en dos caballetes cerca de lo que sería el porche del frente cuando terminara. Me acuclillé para examinarlo. Tenía uno por diez, en pulgadas, no en centímetros, lo cual significaba que medía nueve por siete octavos, por razones que nadie jamás me había explicado. Pensar en pulgadas ya era bastante difícil sin vérselas con esas proporciones raras llamadas fracciones. ¿Qué tenían de malo los decimales, y qué tenía de malo que uno por diez fuera una pulgada por diez? ¿Por qué doce pulgadas en un pie? Tal vez en eso había una nota para la serie del bicentenario.
El tablón se había publicitado como de diez pies de longitud, y esa medida era precisa. También se suponía que era recto, pero parecía que hubieran usado un tallarín como regla.
Tejas era el segundo de los tres disneylandias dedicados al siglo diecinueve. Calculaban que allí, al oeste de Pecos, sería 1845, el último año de la República de Tejas, aunque se podía usar tecnología de 1899 sin infringir las regulaciones sobre anacronismos. Pensilvania había sido el primero de la tríada, y mi tablón, que incluía dos abultamientos a lo ancho y una depresión a lo largo, era obra de aserradores que usaban los antiguos métodos y pertenecían a la secta protestante holandesa de los amish. Un pequeño sello ovalado en una esquina lo garantizaba. «Aprobado, Junta Lunar de Reproducción de Antigüedades.» O bien los métodos del siglo diecinueve no servían para obtener tablones rectos, o bien esos malditos holandeses todavía estaban aprendiendo el oficio.
Así que hice lo que habían hecho los carpinteros de la República de Tejas. Saqué mi garlopa (también certificada por la Junta), extraje la primitiva hoja, la afilé con una piedra casera, metí de nuevo la hoja y me puse a limar las irregularidades.
No me quejo. Ya era una suerte conseguir el tablón. La mayor parte de la cabaña estaba integrada por leños toscos machihembrados en los extremos y unidos con adobe.
El calor y el sol habían agrisado el tablón, pero al cabo de unos golpes llegué al amarillo interior de pino. La madera se curvaba en torno de la hoja y las astillas caían en torno de mis pies descalzos. Olía fresca y nueva y me sorprendí sonriendo cuando el sudor me goteó de la nariz. Habría sido bueno ser carpintero, pensé. Tal vez renunciara al oficio de periodista.
Entonces la hoja se quebró y se atascó en la madera. Mi palma se zafó del nudo del frente y patinó por la superficie recién aplanada, incrustándose largas astillas. La garlopa cayó del tablón y acertó en la punta de mi pie con la precisión de un misil guiado por dolor.
Grité algunas palabras rara vez oídas en 1845, y otras que eran poco comunes aun en el siglo veintitrés. Di unos saltos sobre un solo pie. Otro arte perdido, el salto sobre un solo pie.
—Pudo haber sido peor —me dijo una voz al oído. O bien era esquizofrenia incipiente, o bien era el Ordenador Central. Aposté por el OC.
—¿Cómo qué? ¿Un golpe en los dos pies?
—La gravedad. Considera el impulso que habría alcanzado un objeto tan macizo si hubieras estado en el oeste de Tejas, que se encuentra en el fondo de una depresión espaciotemporal de veinticinco mil millas por hora de profundidad.
Definitivamente el OC.
Me revisé la mano. La sangre me recorría el brazo y goteaba del codo. Pero no había bombeo arterial. El pie, aunque me dolía como el demonio, no estaba dañado.
—Ahora ves por qué los obreros de 1845 usaban botas de trabajo.
—¿Para eso llamaste, OC? ¿Para darme un sermón sobre seguridad laboral?
—No. Iba a anunciar una visita. Tu pintoresca lección de expresiones idiomáticas fue una bonificación inesperada de mi intervención…
—Cállate.
El Ordenador Central se calló.
Tiré de la punta de una astilla que sobresalía de mi palma. Logré arrancar una parte, pero un fragmento quedó enterrado. Otros se habían partido bajo la piel. Un maravilloso día de trabajo.
¿Una visita? Miré en torno y no vi a nadie, aunque en los matorrales de mesquite se podía ocultar una tribu entera de apaches. No esperaba ver ningún indicio del OC, que utilizaba los circuitos de mi cabeza para producir su voz.
Y no debía manifestarse en Tejas. Como de costumbre, el OC tenía sus secretos.
—OC, en línea, por favor.
—Oigo y obedezco.
—¿De quién se trata?
—Alta, joven, ignorante de los tampones, y con cierto encanto de cachorro…
—Cielo santo.
—Sé que no debo entrometerme en estos ámbitos antiguos, pero ella insistía en conocer tu paradero, y me pareció mejor que estuvieras prevenido…
—De acuerdo. Ahora cállate.
Me senté en la desvencijada silla que había sido mi primer proyecto de carpintería. Cuidándome la mano lastimada, me puse las botas de trabajo que debía haberme puesto desde un principio. No lo había hecho simplemente porque las odiaba.
Otra nota para Walter. El calzado. Cuando los lunarianos lo usan, suele ser del tipo blando, como medias o mocasines. La razón: en un entorno urbano y hacinado con suelos y alfombras totalmente lisos donde la mayoría de la gente va descalza, los zapatos duros son antisociales. Es fácil romperle los pies a otro.
Una vez que metí los pies en esos objetos olorosos tuve que buscar los botones para abrocharlos. ¡Calzado con botones! Era irritante. ¿Cómo aguantaba la gente semejante cosa? Para sumar el agravio a la inutilidad, esas botas me habían costado una fortuna.
Me disponía a dirigirme al pueblo cuando el OC me habló de nuevo.
—Si dejas esas herramientas fuera y llueve, se combinarán con el oxígeno del aire en una lenta reacción de combustión.
—¿No te basta con decir óxido? Bien, aquí llueve… ¿qué? ¿Una vez cada cien días?
Pero no lo decía con convicción. El OC tenía razón. Si esas torturantes botas costaban una fortuna, las herramientas de época valían el rescate de un rey. La garlopa, la sierra, el martillo y el cincel me habían costado los ingresos de un año. Lo bueno era que podía venderlos por más de lo que había pagado… siempre que no estuvieran herrumbrados.
Los envolví en tela impermeable y los guardé en mi caja de herramientas, y luego me dirigí hacia el sendero que conducía al pueblo.
Estaba cerca de Nueva Austin cuando vi a Brenda, que parecía un flamenco albino. Estaba apoyada en una pierna y flexionaba la otra de tal modo que tenía el pie a la altura de la cintura, con la planta hacia arriba. Para lograrlo había flexionado la cadera y la rodilla de un modo que parecía imposible para un ser humano. Estaba desnuda, y su piel era de un cremoso blanco uniforme. No tenía vello púbico.
—Hola, siete pies, dos ojos azules.
Me miró de soslayo y se señaló el pie indignada.
—No mantienen muy limpios estos senderos. Mira lo que le pasó a mi pie. Había una piedra con una punta muy filosa.
—Aquí se especializan en puntas filosas —dije—. Es un medio ambiente natural. Tal vez nunca hayas visto uno.
—Hace tres años visité el Amazonas con mi curso.
—Claro, en la acera móvil. Ya que estamos, será mejor que te cuente que las plantas también tienen puntas filosas. Esa cosa grande que ves allí es una tuna. No pases por allí. Lo que tienes detrás es un cacto. No lo pises. Ese arbusto tiene espinas. Más allá hay un cenizo. Florece después de la lluvia, muy bonito.
Ella miró en torno, comprendiendo que había más de una especie de plantas y que todas tenían nombre.
—¿Sabes los nombres de todas?
—No todas, sólo las grandes. Esas puntiagudas son yucas. Esas altas con forma de látigo son ocotillos. La mayoría de esos arbustos cortos son creosota. Ese árbol es mesquite.
—No es un gran árbol.
—No es un gran medio ambiente. Aquí todas las criaturas tienen que luchar con empeño para mantenerse con vida. No es como el Amazonas, donde las plantas combaten entre sí. Aquí les cuesta mucho conservar el agua.
Miró en torno de nuevo, haciendo una mueca cuando tocó el suelo con el pie lastimado.
—¿No hay animales?
—Por todas partes. Insectos y reptiles, en general. Algunos antílopes. Búfalos hacia el este. Podría mostrarte el cubil de un cuguar. —Puse en duda que tuviera la menor idea de lo que era un cuguar o, llegado el caso, un antílope o un búfalo. Ésta era una chica de ciudad de pies a cabeza. Igual que yo antes de mudarme a Tejas, tres años atrás. Decidí ser cortés y me agaché para revisarla.
—Déjame ver ese pie.
Tenía un corte en el talón, doloroso pero no grave.
—Oye, tienes la mano lastimada —dijo—. ¿Qué sucedió?
—Un estúpido accidente. —Mientras lo decía noté que no sólo carecía de vello púbico, sino de genitales. Eso estaba en boga sesenta o setenta años atrás, para los niños, como parte de una teoría de la época relacionada con algo que llamaban «adolescencia demorada». Yo no lo había visto en veinte años, aunque sabía que algunas sectas religiosas aún lo practicaban. Me pregunté si la familia de Brenda pertenecería a una de esas sectas, pero me pareció indiscreto hacer la pregunta en voz alta.
—No me gusta este sitio —dijo Brenda—. Es peligroso —añadió, como si fuera una obscenidad. La sola idea la ofendía, lo cual era lógico, ya que provenía del entorno más benigno jamás creado por los humanos.
—No es para tanto. ¿Puedes caminar?
—Sí, claro. —Apoyó el pie y caminó junto a mí, de puntillas. Como si ya no fuera lo suficientemente alta—. ¿A qué vino ese comentario sobre siete pies? Tengo dos pies como todo el mundo.
—En realidad, creo que te aproximas más a siete coma cuatro. —Tuve que darle una breve explicación sobre el sistema inglés de pesos y medidas que se usaba en el disneylandia de Tejas Oeste. No sé si lo entendió, pero no lo tomé a mal porque yo tampoco lo entendía.
Habíamos llegado al centro de Nueva Austin. No era ninguna hazaña, pues el medio está a cien yardas del borde. Nueva Austin consiste en dos calles: Oíd Spanish Trail y Congress Street. La intersección está definida por cuatro edificios. El Travis Hotel, la cantina Álamo Saloon, una tienda y una casa de carruajes de alquiler. El hotel y la cantina tienen dos pisos. En el extremo de Congress hay una iglesia bautista de tablas de chilla blancas. Nueva Austin consiste en eso más una docena de edificios destartalados que se extienden entre la iglesia y Four Corners.
—Me quitaron toda la ropa —dijo Brenda.
—Naturalmente.
—Eran buenas prendas.
—Sin duda. Pero aquí sólo se permite la entrada de objetos contemporáneos.
—¿Porqué?
—Considéralo un museo viviente.
Me dirigía al consultorio del médico. Teniendo en cuenta la hora, cambié de idea y subí la escalinata de la cantina. Entramos por las puertas vaivén.
Dentro estaba oscuro, y un poco más fresco. Brenda tuvo que agacharse para pasar por la puerta. Una pianola tocaba en el fondo, como en un viejo western. Vi al médico sentado en un extremo de la barra.
—Oiga, jovencita —gritó el cantinero—. No puede entrar vestida así.
Me volví y noté que Brenda se miraba, totalmente confundida.
—¿Qué pasa con ustedes? —exclamó—. La mujer de fuera me obligó a dejarle mi ropa.
—Amanda —dijo el cantinero—, ¿tienes algo que ella pueda usar? —Se volvió nuevamente hacia Brenda—. No me importa lo que use en el desierto, pero cuando entre en mi establecimiento debe usar ropa decente. Lo que le hayan dicho fuera no me concierne.
Una de las muchachas se acercó a Brenda con una bata rosada. Yo seguí mi camino. Que se arreglaran entre ellas.
Desde que me había mudado a Tejas, me había prestado a sus juegos de autenticidad. No había asimilado el acento, pero había logrado hacerme con un vocabulario. Busqué una palabra pintoresca, y la encontré.
—Me han contado que usted es el matasanos por estos lares —dije.
El médico rió entre dientes y me extendió la mano.
—Ned Pepper —se presentó—. A tu servicio.
Arrugó el entrecejo cuando no le estreché la mano, y entonces notó que la tenía envuelta en un vendaje sucio.
—Parece que has perdido una herradura, hijo. Déjame echar un vistazo.
Desenvolvió cuidadosamente el vendaje, hizo una mueca al ver las astillas. Olí su aliento aguardentoso, su ropa sucia. Doc era un residente permanente, como el cantinero y el resto del personal del hotel. Era un alcohólico que había encontrado un nicho perfecto. En Tejas gozaba de prestigio y podía pasarse casi todo el día bebiendo whisky en el Álamo. El médico ebrio era un cliché de mil películas del Oeste del siglo veinte, ¿pero qué más daba? Para reconstruir estos entornos del pasado sólo tenemos libros y películas. Las películas son mucho mejores, pues una imagen equivale a una kilo-palabra.
—¿Puede hacer algo? —pregunté.
Me miró sorprendido, tragó saliva.
—Supongo que podría extraerlas. Un par de medidas de whisky, tal vez una para ti también… aunque admito sin reservas que la idea me da ganas de vomitar. —Me miró de nuevo la mano, sacudió la cabeza—. ¿De veras quieres que lo haga?
—¿Por qué no? Usted es médico, ¿verdad?
—Claro, según pautas de 1845. La Junta me capacitó. Les llevó una semana. Tengo un maletín repleto de chismes de acero y un botiquín lleno de elixires patentados. Lo que no tengo es anestesia. Supongo que te dolió cuando te clavaste esas astillas.
—Todavía me duele.
—No es nada comparado con lo que pueden dolerte si yo acepto el caso. Permíteme… Tu nombre era Hildy, ¿verdad? Ahora recuerdo. Periodista. La última vez que hablamos parecías saber algo sobre Tejas. Más que la mayoría de los visitantes de fin de semana.
—No soy un visitante —protesté—. Estoy construyendo una cabaña.
—No quise ofender, hijo, pero todo comenzó como una inversión, ¿o no?
Lo admití. Los bienes raíces más valiosos de Luna se encuentran en los disneylandias menos desarrollados. Hasta ahora había cuadruplicado mi dinero y no había indicios de que esa tendencia perdiera impulso.
—Es curioso que tanta gente pague por la incomodidad —dijo el médico—. Les hacen advertencias pero no pierden mucho tiempo hablando de la atención médica. La gente viene aquí a vivir, y se cree que vive auténticamente. Luego prueba mi medicina y huye al mundo real. El dolor no es divertido, Hildy. En general ayudo en los partos, y cualquier mujer mínimamente competente podría hacerlo sola.
—¿Entonces para qué sirve usted? —le pregunté. Lo lamenté en cuanto lo dije, pero él no pareció ofenderse.
—Ante todo soy un adorno —admitió—. No me molesta. Hay peores modos de ganarse el oxígeno nuestro de cada día.
Brenda se había acercado y había escuchado la última parte. Estaba envuelta en una ridícula bata rosada, y aún se apoyaba en un solo pie.
—¿Ya lo has solucionado? —preguntó.
—Creo que esperaré —dije.
—¿Otra yegua coja? —me preguntó el médico—. Acerque esa pezuña, jovencita, y déjeme echarle un vistazo. —Examinó el corte, sonrió y se frotó las manos—. He aquí una herida que está dentro de mis conocimientos. ¿Quiere que la trate?
—Claro, ¿por qué no?
El médico abrió el maletín negro y Brenda lo observó con aire inocente. Él extrajo frascos, rollos de algodón, vendas, los puso ordenadamente sobre la barra.
—Un poco de tintura de yodo para limpiar la herida —murmuró y tocó el pie de Brenda con un algodón rojizo. Ella gritó y saltó a cuatro pies de altura, usando sólo el pie sano. Si yo no le hubiera cogido el tobillo, habría chocado contra el techo.
—¿Qué demonios hace este tío? —protestó.
—Calma.
—¡Pero duele!
Le clavé mi más enérgica mirada de reportero, asiéndole la mano para intensificar el efecto.
—Aquí hay una nota, Brenda. La medicina, entonces y ahora. Piensa cuánto le agradará a Walter.
—¿Pues por qué no te cura a ti también? —gimió.
—Se habría necesitado una amputación —le dije. Y no mentía. Si ese medicastro me ponía la mano encima, se la cortaba.
—No sé si quiero…
—Aguante y terminaré en un minuto.
Brenda aulló y berreó, pero aguantó el tiempo suficiente para que el médico terminara de limpiarle la herida. Un día sería una gran reportera.
El médico sacó aguja e hilo.
—¿Para qué es eso? —preguntó Brenda con suspicacia.
—Ahora tengo que suturar la herida.
—Si suturar significa coser, satúrese el trasero, bastardo.
Él la miró con cara de pocos amigos, pero le vio la determinación en los ojos. Guardó la aguja y el hilo y preparó un vendaje.
—Sí, señor, la vida era dura en 1845 —comentó—. ¿Sabe cuál era uno de los mayores problemas de la gente? La dentadura. Si aquí tiene una caries, tiene que recurrir al barbero de esta calle, o al de Lonesome Dove, que tiene fama de ser más rápido. Los barberos se encargaban de todo: dientes, cirugía, corte de cabello. Pero al menos con los dientes se podía hacer algo. Arrancarlos. Con la mayoría de las cosas no se podía hacer nada. Un pequeño tajo como éste podía infectarse y ser mortal. Había un millón de modos de morir y en general los médicos sólo procuraban mantener tibio al paciente.
Brenda escuchaba tan fascinada que se olvidó de protestar cuando él le puso el vendaje sobre la herida. Frunció el entrecejo y le tocó la mano cuando él estaba por anudarle la venda en torno del tobillo.
—Un minuto —dijo—. Aún no ha terminado.
—Pues claro que sí.
—¿Quiere decir que eso es todo?
—¿Qué más sugiere usted?
—Todavía tengo un agujero en el pie, idiota. No está reparado.
—Sanará en una semana. Sin ninguna ayuda.
Por la expresión de Brenda, era evidente que lo consideraba un hombre muy peligroso. Iba a decir algo, pero cambió de idea y miró de mal modo al cantinero.
—Déme un sorbo de ese líquido marrón —dijo, señalando.
El hombre le sirvió una medida de whisky. Ella lo paladeó, hizo una mueca, bebió de nuevo.
—Así me gusta, señorita —dijo el médico—. Tome un par de medidas cada mañana si los síntomas persisten.
—¿Cuánto le debemos, doctor? —pregunté.
—Oh, no creo que deba cobrarles… —Miró de reojo las botellas alineadas detrás de la barra.
—Un trago para el doctor, cantinero —dije. Miré en torno y sonreí. Qué diablos—. Un trago para todos. Yo convido. —La gente se aproximó a la barra.
—¿Qué le sirvo, doctor? —preguntó el cantinero—. ¿Aguardiente de cereal?
—Un trago de esa cosa clara —convino el médico.
Estábamos a un cuarto de milla de la ciudad cuando Brenda me habló de nuevo.
—Ese asunto de cubrirse —aventuró—. Es algo cultural, ¿verdad? ¿Algo que hacían en este lugar?
—No tanto el lugar como la época. Aquí en el campo no les importa si te cubres o no. Pero en la ciudad procuran respetar las viejas reglas. Incluso fueron tolerantes contigo. Tendrías que haberte puesto un vestido que te cubriera los tobillos, las muñecas y el cuello. Demonios, ni siquiera se habría permitido que una dama entrara en la cantina.
—Las otras chicas no usaban tanta ropa.
—Es otra regla. Son «flores del fango». —Brenda me miró sin entender—. Prostitutas.
—Ah, sí. Leí un artículo que decía que eso era ilegal. ¿Cómo podían declararlo ilegal?
—Brenda, pueden declarar ilegal cualquier cosa. La prostitución ha sido ilegal casi siempre. No me pidas que lo explique, pues yo tampoco lo comprendo.
—¿Conque aquí proclaman una ley y luego te permiten violarla?
—¿Por qué no? De cualquier modo, la mayoría de esas chicas no vende sexo. Están aquí por los turistas. Hágase fotografiar con las chicas del Álamo Saloon. El propósito de Tejas es reproducir las cosas tal como eran en 1845, en la medida en que lo podemos determinar. La prostitución era ilegal pero tolerada en un sitio como Nueva Austin. Diantre, es probable que el comisario fuera uno de los parroquianos. Y lo mismo pasa con las bebidas. A ti no debieron servirte, porque esta cultura no aprobaba expender bebidas alcohólicas a gente tan joven como tú. Pero en la frontera, si tenías altura suficiente para llegar al vaso, tenías edad suficiente para beber. —Noté que clavaba los ojos en el suelo, y supe que no entendía ni jota—. Supongo que es imposible entender una cultura a menos que te hayas criado en ella.
—Esa gente estaba totalmente desquiciada.
—Tal vez.
Subíamos por la senda que conducía a mi apartamento. Brenda seguía mirando el suelo, pensando en otra cosa, sin duda cavilando sobre los despropósitos que yo le había comentado en la última hora. Al no mirar a su alrededor se perdía un ocaso espectacular, excepcional aun en Tejas Oeste. El aire había cobrado un tono salmón cuando el sol se hundió detrás del horizonte, con deshilachadas y rizadas estrías de oro. La menguante luz enrojecía las rocosas colinas circundantes. Me pregunté si eso era auténtico. A un cuarto de millón de millas de distancia el verdadero sol se ponía en la verdadera Tejas. ¿Los colores serían allí igualmente espectaculares?
Aquí el «sol» circulaba por su carril debajo de «colinas» cuya perspectiva estaba distorsionada. Un técnico de fusión se encargaba del proceso de apagado, después del cual el sol se desplazaba por un túnel hasta el extremo oriental del carril, para encenderse de nuevo al cabo de unas horas. Detrás de esas colinas otro técnico manipulaba espejos y lentes de color para desperdigar la luz en la cúpula del firmamento. Si queréis llamarlo artista, no me opondré. Hace años que los turistas pagan para ver los ocasos de Pensilvania y Amazonas. Se habla de hacer lo mismo aquí.
Me parecía improbable que la naturaleza, actuando al azar, pudiera generar la increíble complejidad y sutileza del ocaso de un disneylandia.
Anochecía cuando llegamos al Río Grande.
La entrada de mi apartamento estaba en el lado sur del río, el lado «mexicano». Tejas Oeste está compactada para exhibir la mayor gama posible de terrenos y biomas. La variedad de rasgos geográficos que en la Tierra abarcaban más de quinientas millas e incluían partes de Nuevo México y Viejo México debe entrar en una burbuja sublunar de cincuenta millas de diámetro. Un borde reproducía las ondulantes colinas y pastos que rodeaban la verdadera Austin, mientras que el otro borde contenía las yermas y rocosas mesetas que rodean El Paso.
La parte del Río Grande adonde habíamos llegado imitaba la comarca que se extiende al este del Gran Recodo del río original, una zona de empinados desfiladeros donde circulaban aguas caudalosas. Al menos así ocurría en la estación de las lluvias. Ahora, en pleno verano, era fácil de vadear. Brenda me siguió por el peñasco de cuarenta pies del lado de Tejas, me vio atravesar el río. Hacía rato que no hablaba, y ahora no rompió su silencio, aunque evidentemente pensaba que alguien tenía que haber detenido esa inmensa filtración de agua, o al menos haber puesto un puente, bote o helicóptero. Pero se abrió paso chapoteando y aguardó mientras yo buscaba la soga que nos llevaría hasta la cima.
—¿No te preguntas qué hago aquí? —preguntó.
—No. Sé por qué estás aquí. —Tiré de la cuerda. Estaba tan oscuro que ya no veía la saliente, que se hallaba a cincuenta pies de altura, donde la había atado—. Aguarda a que te llame —le dije, apoyando mi bota en la ladera del peñasco.
—Walter está bastante enfadado. El plazo de entrega…
—Sé cuándo vence el plazo. —Inicié mi ascenso con la soga, una mano sobre otra, los pies sobre las oscuras rocas.
—¿Sobre qué piensas escribir? —preguntó Brenda desde abajo.
—Ya te he dicho. Medicina.
Había redactado el artículo introductorio sobre el Bicentenario de la Invasión la noche en que Brenda y yo recibimos el encargo. Lo consideraba uno de mis mejores trabajos, y Walter estaba de acuerdo. Nos había dado una doble página y la cubierta, incluyendo datos biográficos que eran —al menos en mi caso— irresistiblemente halagüeños. Brenda y yo habíamos confeccionado una lista de temas. Pensábamos que no tendríamos inconvenientes en encontrar más cuando llegara el momento.
Pero después de ese primer día se me ponía la mente en blanco cada vez que intentaba escribir uno de esos malditos artículos para Walter.
Resultado: la cabaña avanzaba a buen paso. En pocas semanas la habría terminado. Y me quedaría sin empleo.
Llegué a la cima de peñasco y miré abajo. Brenda era un borrón blanco. La llamé y ella trepó como un mono.
—Bien hecho —dije mientras recogía la soga—. ¿Alguna vez pensaste en lo que habría sido si pesaras seis veces más que ahora?
—Aunque no lo creas, lo he pensado. No sé cómo explicarte que no soy tan ignorante.
—Lo lamento.
—Estoy dispuesta a aprender. He leído mucho. Pero hay tantas cosas, y todas tan extrañas… —Se pasó la mano por el cabello—. De cualquier modo, sé que debe haber sido difícil vivir en la Tierra. Mis brazos no tendrían fuerza suficiente para soportar mi peso allá. —Se miró con una vaga sonrisa—. Demonios, estoy tan [unificada que ni siquiera sé si mis piernas soportarían mi peso.
—Al principio tal vez no.
—Reuní a cinco amigos y nos turnamos para tratar de caminar con todos los demás sobre los hombros. Logre dar tres pasos antes de caerme.
—Te estás interesando en esto, ¿eh? —Yo la precedía por el saliente angosto que conducía a la entrada de la caverna.
—Claro que sí. Me lo tomo muy en serio. Pero tengo mis dudas en cuanto a ti.
No me agradó esa respuesta. Habíamos llegado a la caverna, e iba a llevarla dentro cuando ella me tironeó bruscamente de la mano.
—¿Qué es eso?
No necesitó darme más explicaciones. Yo atravesaba la caverna dos veces por día, y aún no me había acostumbrado al olor, aunque ya no me resultaba tan nauseabundo. Era una combinación de carne podrida, heces, amoníaco y algo mucho más perturbador, que yo me había habituado a llamar «olor a depredador».
—Silencio —susurré—. Es la guarida de un cuguar hembra. No es peligrosa, pero la semana pasada tuvo un par de cachorros y se ha puesto quisquillosa. No me sueltes la mano; no habrá luz hasta que lleguemos a la puerta.
La entré a rastras, sin darle oportunidad de discutir.
El olor era todavía más fuerte en la caverna. Para ser un animal, mamá cuguar era bastante escrupulosa. Limpiaba los excrementos de sus cachorros, y hacía sus necesidades fuera de la caverna. Pero no era tan hacendosa cuando se trataba de eliminar los hediondos restos de sus presas. Creo que tenía otra definición de «olor». Su pelambre tenía un tufo almizclado que quizá fuera un dulce perfume para un cuguar macho, pero podía tumbar a un humano desprevenido.
Yo no la veía, pero intuía su presencia. Sabía que no me atacaría. Como todos los depredadores grandes de los disneylandias, estaba condicionada para dejar en paz a los humanos. Pero el condicionamiento generaba un conflicto mental. No le agradábamos, y no se molestaba en disimularlo. Cuando estaba en medio de la caverna, lo expresó con un ruido que sólo puedo denominar infernal. Comenzó como un gruñido sordo, y pronto se elevó a un gemido penetrante. Se me erizó todo el vello del cuerpo. Es una sensación estimulante, una vez que uno se acostumbra; la piel se siente dura y gruesa como cuero. Mi escroto se endureció y empequeñeció en su afán de resguardar ciertos tesoros.
En cuanto a Brenda, hizo lo posible para trepárseme a la espalda. De no haber sido por la agilidad de mis pies, los dos habríamos caído. Pero yo esperaba esa reacción, y apuré el paso hasta que la puerta interior se abrió con un estallido de luz. Brenda corrió veinte metros más y se detuvo con una sonrisa tímida, jadeando. Estábamos en el largo pasaje que conducía a la puerta trasera de mi apartamento.
—No sé qué me pasó —dijo Brenda.
—No te preocupes. La reacción ante ese sonido está muy integrada a los circuitos del cerebro humano.
Es un reflejo, como cuando metes la mano en el fuego: la retiras sm siquiera pensarlo.
—Y cuando oyes ese sonido, las tripas se te hacen agua.
—Algo parecido.
—Me gustaría regresar para ver esa criatura.
—Vale la pena verla —convine—. Pero tendrás que aguardar la luz del día. Los cachorros son una monada. Cuesta creer que se convertirán en monstruos como la madre.
Vacilé ante la puerta. En mis tiempos, y hasta hace poco, la gente lo pensaba dos veces antes de permitir que alguien entrara en su casa. Luna es una sociedad hacinada. Por doquier hay millones de intrusos sudorosos que te codean y pisotean. Se necesita un refugio íntimo. Aunque una persona te gustara de veras, sólo al cabo de cinco o diez años de conocerla la invitabas a beber unas copas o a tener sexo en tu propia cama. Pero la mayoría de las relaciones sociales se entablaba en un terreno neutro.
La nueva generación tenía otra actitud, y a veces hacía visitas sin avisar. Yo podía dar gran importancia a esta cuestión, insertando otra cuña de separación entre ambos, o podía invitarla a entrar.
Qué diablos. Tendríamos que aprender a trabajar juntos tarde o temprano. Abrí la puerta con la huella de mi palma y le cedí el paso a Brenda.
Ella corrió al cuarto de baño, diciendo que tenía que hacer pepe. Supuse que significaba orinar, aunque nunca había oído la palabra. Me pregunté cómo lo lograría, pues carecía de una salida visible. Podría haberlo averiguado, pues ella dejó la puerta abierta. Los jóvenes ni siquiera buscaban intimidad para esas cosas.
Eché una ojeada al apartamento. ¿Qué vería Brenda allí? ¿Qué vería un hombre pre-Invasión?
No verían, por cierto, mugre y desorden. Una docena de robots limpiadores trabajaban infatigablemente mientras yo no estaba. Ninguna mota de polvo escapaba a su eterna vigilancia, y ningún objeto quedaba fuera de lugar por más tiempo del que yo tardaba en caminar hasta la estación del tubo.
¿Un vistazo a la habitación permitía deducir algo sobre mi carácter? No había libros ni pinturas reveladores. Disponía de todas las bibliotecas del mundo con sólo pulsar un teclado, pero no tenía libros propios. Las paredes podían proyectar obras de arte, películas o ámbitos naturales, aunque rara vez lo hacían.
Había un elemento interesante. La capacidad informática ilimitada había cerrado el círculo del ciclo de manufacturación. Las culturas primitivas producían artículos manuales, y no había dos que fueran idénticos. La revolución industrial había uniformado la producción, generando interminables tandas de artículos para la «cultura de consumo». Por último, fue posible diseñar cada artículo manufacturado a gusto del individuo. Todos mis muebles eran únicos. En ninguna parte de Luna era posible encontrar otro sofá como el engendro que yo tenía. Vaya bendición, reflexioné. De ser dos, se habrían apareado. Diantre, era feo de veras.
Yo no había escogido casi nada de esa habitación. Las posibilidades del gusto se habían vuelto tan ilimitadas que simplemente me había resignado a lo que venía con el apartamento.
Tal vez por eso era reacio a que lo viera Brenda. Sospechaba que se podían deducir tantas cosas de lo que alguien había hecho con su habitat como de lo que no había hecho.
Mientras reflexionaba sobre ello —sin demasiada satisfacción— Brenda salió del cuarto de baño. Tenía una gasa ensangrentada en la mano, y la arrojó al suelo. Un robot chato salió de abajo del diván, se la engulló y desapareció. La piel de Brenda se veía grasienta, y el color rosado se estaba diluyendo. Había visitado al auotodoc.
—Tuve quemaduras por radiación —protestó—. Debería entablar juicio a los directivos del disneylandia, hacerles pagar la cuenta médica. —Alzó el pie y se examinó la planta. Una piel nueva y rosada reemplazaba el corte. Dentro de pocos minutos desaparecería. No quedaría cicatriz—. Yo pagaré, por cierto. Envíame la cuenta.
—Olvídalo. Acabas de darme una idea. ¿Cuánto tiempo estuviste en Tejas?
—Tres horas, cuatro a lo sumo.
—Hoy yo estuve tres horas. Excepto por la gravedad, es un buen simulacro del ámbito terrícola natural. ¿Y qué nos sucedió? —Marqué con los dedos—. Te insolaste. Consecuencias, en 1845: habrías pasado una pésima noche. Insomnio. Dolor durante varios días. Luego la vieja capa de piel se descamaría. Tal vez algunos otros efectos dermatológicos. Creo que incluso podría haberte causado cáncer de piel. Eso habría sido fatal. Investígalo, verifica si tengo razón.
»Te lastimaste la planta del pie. Consecuencia, nada grave, pero habrías cojeado varios días. Y siempre el peligro de infección en una zona del cuerpo difícil de mantener limpia.
»Yo me hice una fea lastimadura en la mano. Tan grave como para requerir cirugía menor, con la posibilidad de una infección profunda, pérdida de la mano, tal vez la muerte. Hay una palabra para ello, cuando una de tus extremidades comienza a pudrirse. Búscala.
»Bien —resumí—. Tres lesiones. Dos posiblemente fatales con el paso del tiempo. Todo en cinco horas. Consecuencias de hoy: una cuenta mínima del doctor automático.
Ella aguardó a que continuara. Yo estaba dispuesto a dejarle esperar un poco más, pero al fin ella cedió.
—¿Eso es todo? ¿Ésa es mi nota?
—Ésa es la idea general, cuernos. Personalízala. Fuiste a pasear por el parque, y esto es lo que sucedió. Eso demuestra cuan peligrosa era la vida entonces. Demuestra cuan poca importancia damos a las lesiones corporales, pues esperamos una reparación total, instantánea e indolora. ¿Recuerdas lo que dijiste? No está reparado. Hasta ahora nunca te sucedió nada que no pudiera repararse sin dolor.
Brenda reflexionó, sonrió.
—Creo que eso funcionará.
—Claro que sí. Ahora encárgate del asunto, afina los detalles. No te metas en cuestiones médicas opcionales, lo reservaremos para después. Haz una simple historia de horror. Muestra cuan frágil ha sido siempre la vida. Muestra que sólo en el último siglo hemos podido dejar de preocuparnos por la salud.
—Podremos hacerlo.
—«Podremos» un cuerno. Te he dicho que esta nota es tuya. Ahora lárgate de aquí y pon manos a la obra. El plazo de entrega vence en veinticuatro horas.
Esperaba más resistencia, pero había encendido su entusiasmo juvenil. La saqué a empellones y me apoyé en la puerta con un suspiro de alivio.
Poco después fui al autodoc y me hice curar la mano. Llené la bañera de agua y me metí dentro. El agua estaba tan caliente que me puso la piel rosada. Así es como me gusta.
Al cabo de un rato salí, busqué en un botiquín y encontré un viejo equipo de cirugía doméstica que incluía un afilado escalpelo.
Dejé correr más agua caliente, me metí de nuevo en la bañera, me acosté y me relajé. Cuando estuve totalmente sereno, me corté ambas muñecas hasta el hueso.