EDITORIAL
No soy buena en matemáticas. Nunca lo fui, así que no sé por qué sigo recurriendo a estas metáforas numéricas. Tal vez mi ignorancia me ayuda a protegerme. De cualquier modo, aquí está:
Las personas como yo tratan de lograr que las ecuaciones de la vida presenten un balance favorable con el cual puedan convivir. Siempre hay un modo de manipular un factor para que la solución sea una línea recta de y a x, una línea que señale a otro. No a mí. Tiene que haber una constante que podamos insertar para que las dos partes de la ecuación —el universo tal como es, y el universo tal como deseamos que sea— concuerden en perfecta armonía kármica y euclidiana.
Ay, muchas personas lo hacen mejor que yo.
Lo intenté. En medio de mi aturdimiento, intenté responsabilizar al OC por la muerte de Mario.
La primera solución del problema era trivial. Era directa, y no resolvía nada: el OC era responsable porque había creado el caos que me llevó a la caverna.
¿Y qué?
Si una piedra hubiera matado a Mario, ¿enfadarme con la piedra me habría ayudado? No me hubiera ayudado como necesitaba. No, maldición, quería culpar a alguien. Necesitaba desesperadamente creer que el OC me había inducido a salir de la caverna para que un sicario invisible, un poder sobrenatural, un hechizo de vudú, se acercara sigilosamente a mi bebé y le sorbiera el aliento como un gato negro.
Pero no me convencía. Se habría necesitado una imaginación aún más paranoica que la mía para creerlo.
¿Entonces por qué murió?
Tardé una semana en preguntarme por qué había muerto. Qué lo había matado. Es decir, cuando renuncié a la idea de que el OC lo había asesinado. ¿Los médicos habrían pasado por alto una malformación cardíaca? ¿Un desequilibrio químico? ¿Una enfermedad mutante causada por los dinosaurios, hasta ahora inocua para los humanos? ¿Murió por exceso de amor?
Fue difícil obtener respuestas por un tiempo, en el caos que sucedió al Gran Fallo. La gran red no funcionaba, y no se podía insertar la moneda y teclear la pregunta sabiendo que el OC encontraría respuestas en una biblioteca olvidada. Las respuestas existían, pero la cuestión era encontrarlas. Durante varios meses Luna retrocedió a la era preinformática.
Al fin encontré a un historiador de la medicina que pudo dar con una causa probable de muerte para anotar en el certificado, aunque Mario no tendría certificado de defunción. Los médicos habían podido eliminar todas las respuestas fáciles mirando los resultados de los exámenes obstétricos a que me sometí antes de mis visitas a Villa Heinlein. También tenían muestras de tejido fetal. Podían afirmar sin lugar a dudas que no había ningún agujero en el corazón de mi bebé, ni otras deformaciones físicas. La química de su cuerpo habría funcionado bien. Se rieron de mi idea de una nueva enfermedad, y no mencioné mi teoría de la asfixia por amor. No sabían qué era, así que se rascaron la cabeza y dijeron que tendrían que exhumar el cuerpo para averiguarlo. Respondí que antes les exhumaría el corazón con un escalpelo oxidado y lo freiría para el almuerzo, y me echaron del hospital con cierta brusquedad.
El historiador no tardó en descubrir algunos volúmenes mohosos donde obtuvo esa información: síndrome de muerte súbita del lactante. Había sido una época de nombres neutros, una época en que nadie quería bautizar con su apellido las enfermedades que descubría, una época en que las denominaciones claras se cambiaban por polisílabos que no pudieran ofender a nadie.
Muerte súbita del lactante significaba «el bebé estiró la pata y nadie sabe por qué».
Al parecer había casos en que los bebés simplemente dejaban de respirar. Si nadie estaba cerca para sacudirlos, no respiraban de nuevo. Muerte súbita del lactante. Que nadie me diga que no existe el progreso.
Ned Pepper, en Tejas, había sido el único en intuirlo. En Tejas, en el siglo diecinueve, un médico rural podría haber intuido algo cuando nacía el niño, podría haber dicho a la madre que fuera muy cuidadosa, porque parecía enfermizo. En la medicina moderna queda muy poca intuición. Claro que los bebés tampoco mueren de difteria.
Cuando Ned se enteró, se quedó sobrio de la emoción. Se puso a pensar que podía ser médico en serio, y luego supe que estaba estudiando en la facultad y le iba muy bien. Enhorabuena, Ned.
Como no podía echarle la culpa al OC, pronto se la eché a la única candidata que me quedaba. No tardé mucho en confeccionar una lista de las cosas que podría haber hecho de otra manera, y una lista aún más larga de las cosas que debía hacer. Algunas eran totalmente ilógicas, pero la lógica tiene muy poco que ver con la muerte de un bebé. La mayoría de estas cosas eran decisiones que parecían atinadas en su momento, desastrosas en retrospectiva.
La más importante: ¿cómo justificar la interrupción de mi atención prenatal? Había prometido a los heinleinianos no poner en jaque el secreto de sus trajes de campo. ¿Y qué? ¿Intentaba decir que mi hijo falleció porque yo protegía una fuente? Habría traicionado con gusto a todos y cada uno de ellos, si con eso ayudaba a Mario a respirar una bocanada más. Y sin embargo…
Eso era entonces; esto era ahora. Cuando tomé la decisión de alejarme de los médicos, mis razones parecían convincentes y no entrañaban peligro. Tengamos en cuenta dos cosas: primero, mi ignorancia sobre los peligros del parto. No sabía que tantas cosas pudieran matar a un bebé, que existía un síndrome que pudiera pasar inadvertido en los exámenes iniciales, en los análisis del feto, y aun para la comadrona durante el parto. El análisis para muerte súbita del lactante se hacía después del nacimiento, y si el niño corría peligro lo curaban en el acto, algo tan rutinario como cortar el cordón.
Así que se podía argumentar que no era culpa mía. Aun con la mejor atención, Mario habría muerto si yo me hubiera ido de la hacienda en busca de ayuda, y yo hubiera muerto con él. El OC lo había dicho. Traté de convencerme de eso, y casi lo logré, excepto por el segundo factor a considerar: nadie me había mandado tener un hijo.
Ahora me cuesta recordarlo, bañada como estoy en el recuerdo de mi entrañable amor por él, pero sabes, fiel lector, que no he intentado ocultarte nada. No lo amé desde el principio. Quedé encinta de un modo tonto, permanecí encinta por terquedad, por perversidad, sin buenos motivos. Durante mi preñez no sentí nada por el niño, y la experiencia no me regocijaba. Había chiquillas de doce años que daban a luz por mejores razones que yo.
Sólo después él se convirtió en mi mundo entero y mi motivo para vivir. Llegué a creer que si lo amaba tanto desde el comienzo de su creación, podría conservarlo, y que la magnitud bíblica de mi castigo era proporcional.
Con tantos remordimientos posibles, y teniendo en cuenta mis antecedentes, esperaba morir pronto. Así que me retiré a mi cabana de Tejas y aguardé para ver qué forma cobraría mi autodestrucción.
Había otra culpable a tener en cuenta antes de afrontar mi propia culpa: Elizabeth Saxo-Coburgo-Gotha.
Trató de comunicarse conmigo varias veces después de la restauración del orden. Envió flores, golosinas, obsequios de todo tipo. Envió cartas que no leí en su momento. Ni siquiera estaba enfadada; simplemente no quería saber nada de ella.
El último obsequio fue una pequeña hembra de bulldog. Leí la nota que le colgaba del cuello, la cual aclaraba que era una descendiente directa del noble linaje de Ch. sir Winston Disraeli Plantagenet. Era tan fea que superaba la escala de lo grotesco hasta completar la vuelta y convertirse en una monada. Pero su dulzura, sus aspavientos y sus húmedos besos de cachorro amenazaban con alegrarme, con interrumpir mi orgía de culpabilidad, así que la puse en una cápsula criogénica y la incluí en mi testamento, que era mi única ocupación útil en ese momento. Si vivía, la descongelaría.
Viví, la descongelé, y Miss Maggie es un gran consuelo para mí.
En cuanto a Liz, abdicó del trono y se metió en una clínica para dipsómanos, salió, empeoró, ingresó en A. A. y encontró la sobriedad. Me han dicho que hace seis meses que no bebe y aburre a todo el mundo contando su historia.
Lo cierto es que actuó cobardemente. Comprendo que la bebida es culpable de muchos males, pero el bebedor es culpable de ingerirla, así que no puedo exonerarla del todo. Aun así la perdono. Ella no participó en la muerte de Mario, aunque tiene una gran responsabilidad por algunos otros. Gracias por la perra, Liz. La próxima vez que te vea, te invitaré a un trago.
Viví, y por un tiempo eso me maravilló. Me parecía que el OC había dicho la verdad. Mi impulso autodestructivo se originaba en él.
Perdonaré al que se haya tragado esa pildora. Yo también me lo creí, al menos el tiempo suficiente para superar mis peores pesares y remordimientos, y tal vez ésa fuera la intención del OC cuando me contó esa patraña. ¿Cómo sé que es mentira? En realidad no lo sé, pero debo dar por sentado que lo es. Tal vez hubiera en ello una pizca de verdad. Es posible que él hubiera plantado una semilla en mi mente. Pero yo lo viví, y lo recuerdo, y la verdad es que deseaba morir. Ojalá hubiera una explicación breve y sencilla. Qué diablos, la expondría aquí aunque fuera una explicación larga y complicada. No soy tímida para el dolor ni la introspección. Pero en verdad no lo sé. Parece muy tonto pasar por semejante experiencia sin obtener una comprensión más profunda, pero a lo sumo puedo decir que por un tiempo quise matarme, y ahora no.
Por eso doy por sentado que el OC me mintió. Aunque no haya sido así, soy responsable de mis actos.
No puedo creer en una compulsión suicida. Si él me contagió su mal, su germen cayó en terreno fértil.
Pero es raro, ¿verdad? Mis primeros intentos parecían impulsados por un pánico descomunal. Luego encontré un motivo para reír, y lo perdí, y ahora me siento más viva que nunca.
Al principio no era tan filosófica. Cuando resultó evidente que viviría, cuando desistí de amontonar culpas sobre mis espaldas (nunca desistiré del todo, pero ahora puedo manejarlo), cuando hube comprendido el cómo de su muerte, me obsesioné con el porqué. Comencé nuevamente a frecuentar iglesias, habitualmente con unos tragos encima. Durante la ceremonia me ponía en pie e iniciaba una ferviente plegaria cuya esencia era ¿Por qué rayos lo hiciste, nauseabundo hijo de un Big Bang? Me encaramaba a los bancos y le gritaba al techo. Casi siempre me echaron pronto. Una vez me arrestaron por arrojar una silla contra un vitral. Es indudable que estuve bastante loca por un tiempo.
Ahora estoy mejor.
Las cosas se normalizaron mucho antes de lo previsto.
Lo que le hicieron al OC afectó principalmente sus funciones superiores «conscientes». Los servicios esenciales quedaron interrumpidos sólo durante el Fallo, y en forma local. Cuando el OC me visitó en la hacienda, la vasta planta física que constituye el centro vital de Luna estaba en funcionamiento.
Hubo diferencias, y algunas aún existen. Las comunicaciones a menudo son erráticas porque las partes del OC que aún están separadas no se hablan con la misma soltura que antes. Pero las llamadas telefónicas llegan a destino, los trenes aún llegan a tiempo. Las cosas demoran un poco más —a veces mucho más, si requieren una búsqueda por ordenador— pero se hacen.
Una muestra de ello es el Ferrocarril de Susquehan-na, Río Grande y Columbia, planificado, aprobado y construido totalmente después del Gran Fallo. Ahora es posible viajar de Pensilvania a Tejas en un tren con locomotora de vapor en sólo cinco días, en vez de los treinta minutos que tardaba el tren de levitación magnética. Esto se llama progreso. Los pasajeros pasan casi todo ese tiempo hamacándose suavemente en un ramal lateral mientras hologramas de tierras vírgenes se deslizan frente a las ventanillas, y todos jurarían que es real. Ha sido un estímulo para el turismo de Tejas, y una magnífica fuente de ingresos para Jake y el alcalde, quienes llevaron a cabo el proyecto. Felicitaciones, Jake.
Y también muchas felicitaciones para Elise. Según mis últimas noticias mi alumna estrella tenía su propia mesa en el Álamo Saloon, donde todos los días juega con docenas de turistas. Desplúmalos, tesoro.
El otro día fui a visitar a Fox, que aún trabaja empeñosamente en Oregón. Intercambiamos anécdotas sobre el Fallo, como hacen todos los que no se han visto por un tiempo, y él no resultó muy afectado. Ni siquiera se enteró en las primeras veinticuatro horas, porque sus ordenadores funcionaban independientemente del OC, como los de Callie. Resultó ser que yo pude haberme ocultado en Oregón en vez del CC, pero no creo que hubiera cambiado nada. De todos modos no fue una visita amistosa, pues yo iba en representación del ferrocarril, cuyo túnel llegaría hasta las orillas del Columbia, a lo cual Fox se oponía con vehemencia. Quería mantener la virginidad de Oregón, sin siquiera permitir el asentamiento de un campamento de hacheros que se llamaría Dulce Hogar y sería la terminal noroeste del ferrocarril. Le dije que unos tíos con camisa a cuadros y sierras no dañarían su precioso bosque, y él me llamó capitalista rapaz. ¡Rapaz, imagina! Me temo que nuestra llama se había extinguido tiempo atrás. Al cuerno contigo, Fox.
Meses después de la crisis, cuando al fin emergía de mi racha de vandalismo eclesiástico, requerí nuevamente los servicios de Darling Bobbie. Fui a buscarlo y descubrí que había vuelto a ser Loco Bob y ya no estaba en el Hadleyplatz. Tampoco había vuelto a Leystrasse. Al fin lo localicé en Galería X, un ámbito de ultravanguar-dia donde se especializaba en los extravagantes estilos corporales que cautivaban a la juventud. Trató de persuadirme de meter mi cabeza en una caja, pero le recordé que los responsables de esa extravagancia habíamos sido Brenda y yo, con nuestra nota sobre el Gran Flac. Hizo el trabajo que le pedí en memoria de los viejos tiempos, aunque a regañadientes. De nuevo loco, después de tantos años.
También tuve noticias del Gran Flac, que me llamó para darme las gracias. Yo ignoraba qué había hecho para merecerlas, y no tenía ganas de escucharlo, pero deduje que ahora él lamentaba todo el tiempo que había dedicado a gestionar los asuntos de los flacs. En la cárcel podía ver televisión todo el día. Quería que yo hablara con el juez para lograr que le prolongara la condena. Lo intentaré, anciano.
Uno de los primeros cambios que se notó después del Fallo fue la mayor necesidad de tratamientos médicos. Mi cuerpo aún está lleno de nanobots, pero no funcionan con tanta eficacia ni coordinación. Nunca me puse a investigar el porqué, pues tengo muy poco interés en el tema. De cualquier modo, debo internarme casi todos los meses para hacerme extirpar los cánceres. No me molesta demasiado, pero a mucha gente sí, y este factor añade impulso al movimiento Restauración del Córtex, cuyos integrantes quieren el regreso del OC, sólo que más grande y más sabio. En estos tiempos estamos tan malcriados que solemos olvidar la desgracia que representaba el cáncer.
Así fue como me tropecé con Callie, en el taller médico, mientras se hacía extirpar sus propios cánceres. Herencia familiar.
No hablamos. Esto no era inusitado entre nosotros; me he pasado la mitad de la vida sin hablar con Callie, o sin que ella me hable.
Había ido a buscarme a la caverna. Quizá fue oportuno, pues no sé si habría podido levantarme de la tumba y caminar a casa por mis propios medios. Y quizá fue oportuno que ella me hiciera la pregunta que no tenía derecho a hacerme, porque me enfureció tanto que me hizo olvidar mi pesadumbre el tiempo suficiente para gritarle y hacer que me gritara. Me preguntó quién era el padre. Ella, que nunca me había permitido hacer esa pregunta, que en mi infancia me había hecho tan infeliz que yo soñaba con papá llegando en un corcel blanco para decirme que todo era un gran error, que él me amaba y Callie era una bruja gitana que me había robado de la cuna.
A veces creo que nuestra sociedad está muy errada en el tema de la paternidad. Aunque todos podamos tener hijos, no es excusa para eliminar virtuaímente el rol de padre. Después pienso en Brenda y su padre, y sobre lo común que era esa aberración, y me pregunto si debemos permitir que los varones se acerquen a los niños.
Sólo sé que yo echaba de menos a mi padre, y Callie dijo que me lo contaría si realmente quería saber semejante tontería, y yo le respondí que no se molestara porque creía saberlo, y ella se rió y me acusó de no entender nada, y entonces dejamos de hablar y bajamos por la colina, juntos pero solos como de costumbre. Te veré dentro de veinte años, Callie.
Todavía creo saber quién es.
En cuanto a Kitten Parker, ¿para qué arruinarle el día?
Ha transcurrido un año. Todavía pienso en Mario.
Y a menudo me despierto en medio de la noche viendo cómo Winston le arranca el brazo a esa policía de Ciudad Rey. Nunca supe qué le pasó. Ella fue una víctima como cualquiera de nosotros; el OC obligó a los policías a participar en esa guerra; ignoraban lo que hacían, y muchos de ellos murieron.
Ha pasado un año, y cambiamos, pero las cosas permanecen iguales. El mundo avanza sobre los huecos que han dejado los difuntos, rellena los agujeros. Yo no sabía cómo dirigiría el Texian sin Charity, pero sus fuentes empezaron a acudir a mí con notas, y poco después una de ellas la reemplazó. No es tan agraciado como Charity, pero tiene pasta de reportero.
Todavía dirijo el periódico, todavía enseño en la escuela. Y soy la nueva alcaldesa de Nueva Austin. No presenté mi candidatura, pero cuando el comité de ciudadanos presentó mi nombre tampoco me negué. La columna del Monstruo de Gila sigue tan venenosa como siempre. Tal vez ambas tareas sean éticamente incompatibles, pero a nadie parece importarle. Si a la oposición no le gusta, que funde su propio periódico.
Una vez por semana tengo una columna en La Crema. Creo que es el recurso de Walter para recuperarme. Improbable, Walter. Esa parte de mi vida ha concluido. Pero nunca se sabe. Tampoco creí que pudieran convencerme de ser alcaldesa.
Vi a Walter la semana pasada, en la versión recién inaugurada del Puerco Ciego. Un incendio destruyó el viejo establecimiento durante el Fallo y por un tiempo Garganta Profunda amenazó con mantenerlo cerrado. Pero cedió ante las reclamaciones del público y organizó una gran fiesta para celebrarlo. Casi todo el cuarto poder de Ciudad Rey estaba presente, y los que no estaban ebrios al llegar pronto lo estuvieron.
Hicimos todas las cosas que hacen los reporteros cuando se reúnen: bebimos, criticamos a colegas ausentes, contamos historias escandalosas e impublicables sobre actores y políticos, bebimos, comentamos noticias inminentes sobre las que no sabíamos nada, revivimos viejas riñas y descubrimos nuevas conspiraciones en sitios encumbrados, bebimos, vomitamos, bebimos un poco más. Hubo puñetazos, exhortaciones a la calma, muchas manos de póquer. El nuevo Puerco Ciego no estaba mal, pero nada es tan bueno como en los viejos tiempos, así que se oyeron muchas quejas. Calculé que al cabo de cincuenta años de grescas, borracheras, quemaduras de cigarro y cacharros rotos, el nuevo local sería muy parecido al viejo y muy pocos recordaríamos que el viejo Puerco Ciego se había incendiado.
En un momento me senté a la gran mesa redonda del salón del fondo donde se jugaba a los naipes en serio. Hacía años que ninguna persona de ese salón confiaba en mí cuando jugaba a las cartas. Walter estaba allí, mirando sus naipes con mal ceño, como si por perder ese pequeño pozo tuviera que regresar en bancarrota a su mansión de cincuenta habitaciones. También estaba Cricket, luciendo sus mañas de tahúr, con facha de caballero elegante, con un atuendo del siglo diecinueve que ya había integrado a su estilo. Con su chaqueta cruzada de tweed y su cuello almidonado, era el tío más interesante de la sala, pero había perdido la chispa. Qué lástima, Cricket. Si hubieras sido más sensato, habríamos podido compartir cinco o seis años de infelicidad y despedirnos con un gran odio mutuo. Piensa en las broncas que te perdiste y cómete el corazón. Además, Cricket, un amigo debería llevarte aparte y aconsejarte que abandones ese aire de inocencia, al menos cuando juegas al póquer. Funcionaba mejor cuando eras mujer, y ni siquiera entonces era admirable.
¿Y quién estaba sentada ante la mayor pila de fichas, con una sonrisa calma, las cartas invertidas sobre la mesa, matando a todos de preocupación? Nada menos que Brenda Starr, confidente de las celebridades, mimada de tres planetas, destinada a convertirse en la mayor especialista en intimidades de las estrellas que había existido desde Louella Parsons. Quedaba muy poco de esa chiquilla torpe, ferviente e ignorante que yo había aceptado a regañadientes dos años antes. Aún era increíblemente alta e igualmente joven, pero todo lo demás había cambiado. Ahora se vestía, y aunque su gusto me parecía estrafalario, tenía prestancia para lucir un estilo propio. La vieja Brenda sólo era visible en la reportera bisoña que la acompañaba, atenta a cada una de sus necesidades, una belleza despampanante que sin duda había crecido ansiando codearse con gente famosa, como Brenda y yo. Observé cómo Brenda mostraba sus cartas, se agenciaba otro pozo y se reclinaba para mirar la nueva baraja. Acarició la rodilla de la chica, desaprensivamente posesiva, y me guiñó el ojo. No lo gastes todo en un solo lugar, Brenda.
Durante la próxima mano la charla se encauzó, como sucede en estas circunstancias, hacia los asuntos del mundo. Yo no participé. Había descubierto que si la gente reparaba en mí se ponía a perorar sobre el Gran Fallo. En ese ambiente se guardaban pocos secretos. Todos sabían lo de Mario, y muchos sabían algo sobre mis problemas con el OC. Quizás algunos supieran algo sobre mis suicidios. Eso los volvía cautos, pues la mayoría no tenía la menor idea de lo que era perder un hijo de ese modo. Yo quería decirles que no se preocuparan, que yo estaba bien, pero no hubiera servido de nada, así que me limité a escuchar.
La primera cuestión era el OC y su posible retorno. El consenso era que no debía hacerse pero se haría. Era tan cómodo tenerlo tal como era. Claro que causó un par de descalabros al final, pero los Grandes Cerebros podían manejarlo, ¿o no? Si pueden poner un hombre en Plutón una semana después que partió de Luna, ¿por qué no gastar parte de ese dinero en la comodidad del contribuyente? Creo que eso sucederá.
Somos una democracia —sobre todo ahora que el OC no está presente para inmiscuirse— y nadie puede impedirnos votar por un desatino y conseguirlo. Sólo espero que esta vez tomen precauciones para que alguien le haga algunos mimos al Nuevo OC. De lo contrario, volverá a ponerse mañoso.
No había consenso sobre el otro gran tema del día. Era una cuestión que afectaba mucho a la gente y sin duda causaría muchos encontronazos antes de resolverse. ¿Qué hacer con los descubrimientos que el OC había realizado durante sus años de rebeldía? Sobre todo, su plan de clonación y grabación de memoria.
Alguien hizo una comparación con Hitler. Durante el gobierno de Hitler un tal doctor Mengele realizó experimentos antiéticos —pura tortura, en general— con sujetos humanos. No sé si se aprendió algo útil, pero supongo que sí. ¿Era ético usar ese conocimiento, beneficiarse del mal? Supongo que la respuesta depende de nuestra visión del mundo. Por mi parte, ignoro si es ético (lo cual dice mucho sobre mi visión del mundo), pero no creo que esté mal, y el asunto me ha afectado personalmente. Pero al margen de que esté bien o esté mal, creo que se usará, y así pensaban casi todos los presentes, siendo los reporteros como son. Hay gente que revisa los datos que el OC no destruyó —en cierto modo, yo soy uno de esos datos, aunque bastante renuente— en busca de nuevos conocimientos, y si descubren una utilidad práctica los utilizarán aunque otros lo lamenten. Por mi parte, entiendo que el conocimiento no es bueno ni malo. Es sólo conocimiento. No es como el derecho donde ciertos conocimientos son admisibles y otros están viciados por el método de descubrimiento.
Minimata era sólo una de las cámaras del horror del OC, y no era la peor. Algunas de esas historias han salido a la luz, otras permanecen ocultas. Creedme, preferiréis no conocer la mayoría.
¿Pero qué hay acerca del problema cuya penúltima respuesta fue esa criatura que se creía Andrew Mac Donald, un simulacro despojado de sentimientos humanos, y cuya solución final fueron esos soldados leales que me causaron tantos problemas en el primer día del Fallo? Porque no era el producto final. El OC entendía que la técnica era perfectible, y no tengo motivos para dudarlo. El público ansiaba saber más sobre ese tema, la inmortalidad.
Pero no es una verdadera inmortalidad, adujo alguien. Sólo significa que alguien muy parecido a mí vivirá con mis recuerdos, insistió. Yo mismo, el que está sentado a esta mesa con las peores cartas que jamás se han visto, estaré totalmente muerto. Una vez que el público comprendiera, vería que la molestia no valía la pena.
No creas, discrepó otro. Mis cartas no son tan malas, y son las únicas que tengo, así que las jugaré. Hasta ahora la única posibilidad de vivir para siempre consistía en producir algo que nos sobreviviera. Los artistas lo hacen con su arte, casi todos los demás producen hijos. Es nuestro modo de perdurar. Creo que esto apelará al mismo impulso. Sería como tu hijo, sólo que serías tú mismo.
A esas alturas alguien codeó a alguien, y por la mesa circuló en silencio la insinuación de que no era oportuno hablar de hijos, ya sabéis, con Hildy presente. Creo que eso sucedió, aunque tal vez yo esté demasiado sensible. De un modo u otro la conversación murió, con sólo un apostrofe inesperado al final, cuando la beldad despampanante de Brenda miró en torno con ojos inocentes y gorjeó: «¿Qué tiene de malo? A mí me parece una idea sensacional.» Fue su único comentario de la velada, pero dio por tierra con mi teoría de que era una idea inservible, de que la gente preferiría tener hijos antes que duplicarse a sí misma, de que nadie invertiría su dinero sobrante en acciones de clonación de memoria. Al mirar ese rostro candido y juvenil, no estuve tan segura. El tiempo tendrá la última palabra.
Dos años de mi vida. Tal vez los más intensos, aunque también sobre eso el tiempo tendrá la última palabra.
Viajo en el coche-salón del Cacique de la Pradera, con destino a Johnstown, Pennsylvania. Ya que parte de la compañía ferroviaria me pertenece, decidí que era hora de emprender un viaje. Hay vacaciones en la escuela, así que por una vez dispongo del tiempo necesario. Estoy escribiendo, en letra manuscrita y con pluma, en papel con membrete de la empresa ferroviaria, sobre una mesa de caoba con incrustaciones de madreperla, un tintero y un florero de cristal lleno de azulejos frescos. Sólo lo mejor para los pasajeros del Cacique de la Pradera. El camarero acaba de servirme una humeante taza de té con limón. Adelante se oye el pistoneo de la locomotora número 439, y huelo el humo. A mis espaldas el camarero pronto bajará la litera Pullman, y hará la cama con sábanas blancas y almidonadas, dejando un caramelo de menta y una botella de agua sobre la almohada. En esa misma dirección el cocinero está preparando un selecto corte de carne vacuna de Kansas City, que se servirá cocido a medias, una cena para paladares exigentes.
De acuerdo, es brontosaurio, por si alguien fastidia con tecnicismos. Hasta es probable que venga del Doble C Barra.
Pronto entraremos en Fort Worth, donde cargaremos leña y agua, y no pienso bajar, pues me han dicho que es un deprimente pueblo ganadero lleno de vaqueros pendencieros y peligrosos, poco apropiado para una dama elegante. (Eso me han dicho; por mi parte sé, pues presencié su construcción, que es sólo una gran sala con raíles y una calle de tierra con edificios de madera, animada por un gran espectáculo holográfico.)
Fuera cae el atardecer. Hace poco vimos una manada de bisontes, y poco después un grupo de pieles rojas que frenaron sus monturas y miraron solemnemente el paso del caballo de hierro. Desde control central, y en una grabación, ¿pero qué más da? El coche-salón está atestado de téjanos y algunos residentes de Pennsylvania que regresan a su hogar. Todos llevan sus mejores ropas, todavía no muy maltratadas por el viaje. Una chiquilla amish que viaja con sus padres me mira mientras escribo. Al lado hay tres jóvenes solteros que procuran disimular su interés en la muchacha del escritorio. Pronto el más atrevido se acercará para invitarme a cenar, y si dice algo más inteligente que «¿Qué estás anotando, guapa?» tendrá una compañera de mesa.
Pero no de alcoba. Sería un ejercicio inútil. El servicio que solicité la última vez a Darling Bobby/Loco Bob fue que me volviera asexuada, como Brenda cuando la conocí. Tal vez fue una medida tonta y excesiva, pero descubrí que la sola idea de la sexualidad me resultaba insoportable, y que odiaba ese orificio que había traído a Mario al mundo para su breve y perfecta estancia. Tenía aún menos interés en volver a ser varón. Así que me bajé del tren del sexo y no lo lamento. Creo que algún día estaré preparada para abordarlo, pero ha sido un alivio no estar a merced de las hormonas de una u otra polaridad. Tal vez me quede así veinte años, para tomarme unas vacaciones.
Anochece y el tren se mece suavemente. Comprendo que hace mucho tiempo que no era tan feliz.
Hemos pasado un tiempo juntos, y ya es hora de decir adiós. Habéis conocido a Hildebrandt, Hilde-garde, Hildealguien: potentada ferroviaria, jefa de redacción, maestra, columnista, madre que perdió a su hijo, y adalid infatigable en la cruzada por la reforma de los pronombres personales y los géneros gramaticales. Sólo queda una cosa interesante por decir sobre él/ella.
Viajaré a las estrellas.
Me han invitado a efectuar una reserva. No lo mencioné antes, quizá porque se me olvidó, pero una semana después de la muerte de Mario pasé un largo rato en compañía de la pistola de Walter, una botella de buen tequila y una bala. Bebía, cargaba y descargaba el arma, y bebía un poco más y la apuntaba hacia varias cosas: un árbol, la pared de la cabana, mi cabeza. Y pensé en lo que el OC había dicho sobre un virus, y mi conclusión sobre la veracidad de esa afirmación, y me pregunté si había alguna ocupación que me interesara de veras. Todas esas cosas me traen satisfacciones, sí, sobre todo la enseñanza, pero ya no servirían como respuesta a la pregunta: «¿A qué te dedicas, Hildy?»
Pensé en algo, lo pensé un poco más, y me dirigí a la Heinlein, donde le pregunté a Smith si podría acompañarlos cuando despegara, aunque no contara con aptitudes dignas de esa empresa. Claro, Hildy, dijo él, iba a preguntarle si le interesaba. Por lo pronto, necesitaremos a alguien que se encargue de la publicidad, que maneje la noticia cuando sea la hora de partir, y sobre todo cuando regresemos. Necesitaremos asesoramiento para comercializar rentablemente nuestra historia. A fin de cuentas, casi todos tendremos que contratar a algún escritor. Los científicos, pilotos de pruebas y técnicos somos torpes con las palabras. Lea los primeros relatos de los pioneros del espacio. Visite a Simbad en el departamento de publicidad, fíjese qué puede enseñarle. Si sirve, la nombraré jefa del departamento en una semana. No puede hacerlo peor que Simbad.
Así que esto es a modo de despedida. No irá ninguna de las personas que he mencionado hasta ahora. No sirven para eso. Las amo en diversos grados —sí, aun a ti, Callie—, pero están atadas a Luna como un solo hombre (o mujer). «Hansel», «Gretel», «Libby» (quien, dicho sea de paso, se recobró), «Valentine Mi-chael Smith»: ellos serán mis compañeros de viaje, ya partamos dentro de un año, dentro de veinte o dentro de cincuenta. Los demás os quedáis aquí.
Enseñar, dirigir el ferrocarril, editar el Texian, éstas son mis ocupaciones. Pero en mi interminable tiempo libre (¡Ja!) hago lo posible para promover los objetivos de los heinleinianos y su alocado proyecto. Resultado: un incremento del dos por ciento en las encuestas durante el año pasado. No he puesto el mundo en llamas, pero dadme tiempo. Cuando termino estas actividades, remoloneo. ¿Necesitáis lavar una botella, vaciar un bote de basura, pulir lo que sea? Dádselo a Hildealguien que ella lo hará. No hay tarea que me resulte humillante, sobre todo porque soy totalmente inútil para las tareas importantes. Mi objetivo es volverme tan indispensable para el proyecto que resulte impensable dejarme atrás. ¿Ir sin Hildy? Rayos, ¿quién me lustraría los zapatos y me masajearía los pies?
Eso es todo. No prometí un final redondo, así que no desilusiono a nadie. Os advertí que habría cabos sueltos, y veo una multitud. ¿Qué hay de los Invasores, por ejemplo? Amigos, no lo sé. La última vez que alguien echó un vistazo aún estaban a cargo de nuestro bonito planeta natal, y es improbable que los desalojen pronto. Quién sabe si alguna vez lo intentaremos.
¿Qué encontraremos allá? Tampoco lo sé, y por eso voy. ¿Inteligencias alienígenas? Es posible. ¿Mundos extraños? Sin duda. Vastos espacios vacíos, tragedia humana, esperanza. Dios. El alma de Mario. Los sueños más desbocados y las peores pesadillas.
O Elvis y Silvio en un platillo volante, cantando viejas canciones de rock and roll.
Qué gran primicia sería.
Eugene, Oregón 2 de mayo de 1991