DEFUNCIONES
Si las mujeres hubieran dominado el campo de la física teórica y las matemáticas, la especie humana habría llegado a las estrellas mucho tiempo atrás.
Lo afirmo por experiencia personal. Ningún varón podría comprender la terrible geometría del parto. Ante el intríngulis de lograr que un objeto del tamaño X apareciera del otro lado de una abertura de tamaño X/2, y provista con los conocimientos que le permitiesen encararlo como un problema topológico o de geometría lobachevskiana, una de las muchísimas mujeres que fue presa de los dolores del parto habría realizado algún descubrimiento relacionado con dimensiones múltiples o el hiperespacio, tan sólo para que le dejara de doler. El viaje ultralumínico habría sido facilísimo. En cuanto a Einstein, una mujer nacida mil años antes que él habría descubierto sin dificultad la mutabilidad del tiempo y del espacio, si sólo contara con las herramientas. ¿Que el tiempo es relativo? Bah, Eva habría podido descubrirlo. Respira hondo y aguanta, tesoro, treinta segundos o una eternidad, lo que dure más.
No describí los daños que sufrí en mi segunda Interfaz Directa con el Ordenador Central por muchos motivos. Ante todo, semejante dolor es indescriptible. Además la mente humana no recuerda bien el dolor, una de las pocas cosas que Dios hizo bien. Sé que dolió; no recuerdo cuánto, pero estoy segura de que dar a luz me dolió más, porque el dolor era incesante. Por estas razones, y otras relacionadas con la poca intimidad de que se puede gozar en esta época abierta, no haré muchos comentarios sobre el proceso que Dios caracterizó de este modo en Génesis 3, versículo 16: «Aumentaré tus dolores cuando tengas hijos, y parirás con dolor.» ¿Todo esto por tragarse una maldita manzana?
Inicié mi trabajo de parto, que duró varios milenios, o al menos hasta la mitad de esa noche.
No hay excusas para mi ignorancia de la mayor parte de ese proceso. Había visto muchas películas viejas y debí recordar esas cómicas escenas en que el bendito acontecimiento se adelanta. En mi defensa sólo puedo alegar un siglo de vida ordenada, una vida en que un tren que debía llegar a las 8:17:16 llegaba a las 8:17:15. En mi mundo el servicio postal es rápido, barato y continuo. Se espera que un paquete llegue al otro lado de la ciudad en quince minutos, y al otro lado del planeta en menos de una hora. Cuando hacemos una llamada interplanetaria, la compañía telefónica no puede alegar que una tormenta solar está creando interferencias; esperarnos que solucione el problema, y lo soluciona. Estamos tan mal criados por los buenos servicios de un mundo eficiente que la queja más común que recibe la compañía telefónica —y hablo de miles de cartas insultantes por año— se relaciona con la demora temporal que se produce cuando llamamos a Marte para hablar con la tía. Qué velocidad de la luz ni qué leches. Comunicadme y ya.
Por eso la primera contracción me cogió desprevenida. Ese pequeño granuja debía llegar dos semanas después. Yo sabía que podía llegar antes, pero en ese caso habría telefoneado al doctor y él me habría enviado una píldora para detenerlo. Y el día indicado yo habría ido y otra píldora habría reiniciado el proceso y podría haber leído un libro o un padloide o alisado papeles hasta que me entregaran al niño limpio, empolvado, envuelto en pañales y apaciblemente dormido. Claro que sabía cómo sería, pero sufría de esa ilusión que compartimos todos. Pensaba que sería inmune, maldición. Nos olvidamos de esto cuando empezamos a tener hijos de probeta, ¿verdad? Si nuestra mente sabe esto, ¿cómo se atreve nuestro cuerpo a traicionarnos? Pensaba estas cosas a pesar de los hechos recientes, que deberían haberme enseñado que el mundo no era un lugar tan ordenado como yo creía.
Así que mi útero declaró su independencia, primero con un retortijón, luego con un espasmo, y después con una marejada de dolor equivalente al peor restreñimiento desde que alguien intentó defecar un ladrillo.
No soy heroica ni estoica. Después del cuadragésimo o quincuagésimo espasmo decidí que era preferible una muerte rápida, así que me levanté y salí de la caverna con la intención de entregarme. A fin de cuentas, no podía ser tan malo. Sin duda el OC y yo podríamos negociar.
Pero como no soy heroica ni estoica, salvé mi vida; después del espasmo cuadragésimo primero o quincuagésimo primero el dolor me tumbó, hice un poco de aritmética y calculé que me faltaban sólo trescientas contracciones para llegar a la salida más próxima, así que regresé a la caverna en cuanto pude caminar, prefiriendo morir allí que en el lodo.
Usé las menguantes pausas de racionalidad que separaban una punzada de otra para recordar mi única fuente de sabiduría popular en cuestiones de natalidad, las películas viejas. No las películas en blanco y negro, donde la cigüeña trae a los niños, las mujeres encintas no engordan y las parturientas no se despeinan. Pero a fines del siglo veinte había algunas películas que mostraban ese espantoso proceso. Al recordarlas sentí aún más pánico. Demonios, algunas de esas mujeres se morían. Evoqué hemorragias, fórceps y episiotomías, y sabía que había cosas aún peores.
Pero había constantes en el proceso del nacimiento normal, que era lo único que podía planear, así que me dediqué a eso. Hurgué en la mochila de Walter y encontré agua embotellada, gasa, desinfectantes, hilo, un cuchillo. Dispuse estos elementos como un siniestro equipo de cirugía doméstica donde sólo faltaba la anestesia. Luego aguardé la muerte.
Ése es el lado malo. Había otro aspecto. Omitamos las descripciones febriles de gruñidos y gemidos, el palo que partí con los dientes mientras hacía fuerza, la sangre y los cuajarones. Llegó un momento en que pude estirar las manos y palpar la cabecita. Era un momento de equilibrio entre la vida y la muerte. Tal vez nunca he experimentado un momento tan perfecto, por motivos que nunca he podido describir. El dolor persistía, tal vez en su mayor intensidad. Pero el dolor continuo al fin genera su propia anestesia; tal vez se desactivan los circuitos neurales, o tal vez aprendemos a absorber el dolor. Tal vez aprendemos a aceptarlo. Yo lo acepté en ese momento, mientras mis dedos palpaban esos diminutos rasgos faciales y sentía esa boquita que se abría y se cerraba. Durante unos segundos más siguió siendo parte de mi cuerpo.
Entonces experimenté por primera vez el amor maternal. No quería perderlo. Haría cualquier cosa para no perderlo.
Quería que saliera, claro que sí, pero una parte de mí quería afincarse en ese momento. Relatividad. Dolor y amor y temor y vida y muerte moviéndose a la velocidad de la luz, frenando el tiempo hasta focalizar en ese instante perfecto, mi vientre el universo, y todo lo demás repentinamente intrascendente.
Antes no lo amaba. No me deleitaba sentir sus patadas y movimientos, lo admito. No había iniciado esta preñez con los cuidados necesarios, y hasta la semana anterior consideraba que el feto era un parásito del cual bien podía desembarazarme. No lo hice sólo porque estaba muy desorientada frente a la vida en general, y frente a mi propósito en la vida en particular. Después de haberme empeñado en suicidarme, había actuado pasivamente, dejando que las cosas me ocurrieran, y el bebé había sido una de esas cosas.
Ese momento pasó y él salió y estuvo en mis manos, e hice las cosas que hacen las madres. Me pregunto si habría sabido qué hacer sin el recuerdo de esas escenas dramáticas y esas clases de educación sexual que había recibido ocho o nueve décadas antes, y la respuesta es sí.
De cualquier modo, lo limpié, corté el cordón umbilical, le conté los dedos de las manos y los pies, lo arropé en una toalla y lo abracé contra mi pecho. No lloró demasiado. Fuera de la caverna una tibia lluvia prehistórica caía a través de los heléchos gigantes, y un brontosaurio bramó a lo lejos. Me tendí exhausta, extrañamente satisfecha, oliendo mi leche por primera vez. Cuando lo miré él sonrió con su carita de mono desdentado, y cuando le ofrecí un dedo para jugar lo aferró con la manita. Sentí que el pecho se me henchía de amor.
¿Veis qué efecto tuvo en mí? Me hacía decir cosas como «henchirse de amor».
Pasaron tres días, y Walter no apareció. Una semana, y ninguna novedad.
No me importaba. Walter me había llevado al único sitio de Luna donde yo podía sobrevivir. Había peces en el arroyo y frutas en los árboles. Aparte de los dinosaurios y los grandes cicadáceos y heléchos y arbustos que ellos comían, no había una fauna y flora prehistóricas. El Doble C Barra estaba provisto con formas de vida totalmente modernas. No había trilobi-tes en el agua, pues nadie había encontrado un modo de obtener ganancias con los trilobites. En cambio había truchas y lubinas, y sabía cómo pescarlas. Había manzanos y nogales, y sabía dónde encontrarlos porque yo misma había plantado muchos de ellos. No había depredadores. Callie poseía el único tiranosaurio, y lo mantenía encerrado en un corral y lo alimentaba con trozos de brontosáurio. Esa semana llevé una pastoral vida de cavernícola que muchos ancestros paleolíticos no habrían reconocido. No pensé mucho en ello.
Tampoco pensé mucho en Callie. Ella no se presentó para ver a su nuevo nieto. No la culpo, pues ni siquiera sabía que lo había concebido, y mucho menos parido, y si lo hubiera sabido no se habría atrevido a visitarnos para no dar al OC una pista de mi escondrijo.
Eso fue lo que nos salvó: el empecinamiento de Callie en no conectarse con la red planetaria, con una terquedad por la cual todos sus conocidos —y me incluyo— se habían burlado de ella. Recuerdo que en mi adolescencia le presenté un análisis de costes y beneficios para convencerla de sucumbir al «progreso», sabiendo muy bien que un argumento económico era lo único que podía persuadirla. Ella lo estudió un minuto y lo arrojó a un lado. «No tendremos espías del gobierno en el Doble C Barra», dijo, y fue terminante. Conservamos nuestro sistema informático independiente, manteniendo al mínimo las interfaces con el OC, y en consecuencia yo podía salir de mi caverna y recoger fruta sin temer que ojos paternalistas me mirasen desde el techo. El resto de Luna era un torbellino. La hacienda de Callie no fue afectada; ella simplemente guardó las extremidades y la cabeza como una tortuga y se dispuso a esperar valiéndose de su oxígeno, su energía y su agua, sin duda satisfecha y ansiosa de salir para decirle a muchas personas que ella les había advertido. Yo esperé en el rincón más remoto de su hermético reino.
Mientras esperábamos, se sucedían los acontecimientos históricos. Aún hoy me resultan borrosos. No tenía televisión ni periódicos, y soy como los demás. Si no lo vi ni lo leí en el pad, no me parece del todo real. La noticia es hoy. Si se lee mañana, es historia.
Tal vez éste sea el momento oportuno para comentar algunos de esos acontecimientos, pero me resisto a hacerlo. Puedo mencionar estadísticas. Casi un millón de muertes. Tres localidades enteras exterminadas por completo, y muchas bajas en otras. Una de ellas. Arkytown, aún no ha sido restaurada, y existe la tentación de dejarla tal como está, petrificada en el instante del desastre, como Pompeya. He visitado Arkytown, he visto los cientos de miles de cadáveres congelados, y no sé qué pensar. La mayoría murió apaciblemente de anoxia, antes que la fuga de aire los pusiera en salmuera por una eternidad. Vi un teatro entero de cadáveres esperando a que se alzara el telón. ¿De qué sirve molestarlos para sepultarlos o incinerarlos?
Por otra parte, es mejor idea para la posteridad que para los contemporáneos. Si visitáramos Pompeya, no veríamos gente conocida. Yo vi a Charity en Arkytown, en la sala de redacción del periódico. No sé qué hacía allí —tal vez preparaba una nota— y no lo sabré nunca. Vi a muchos otros conocidos, y me marché. Que sea un monumento, de acuerdo, pero que lo cierren, que no organicen visitas guiadas ni vendan souvenirs hasta que todo sea un recuerdo lejano y la ciudad muerta sea pintoresca y misteriosa, como la tumba de Tutankamón.
Hubo muchos actos de despreciable cobardía y muchos más de heroísmo sobrehumano. Tal vez ignoréis muchos de los primeros, porque desde un principio personas como Walter decidieron que esas anécdotas no eran edificantes: no quiero malas noticias, anulemos la primera plana sobre la estampida que mató a noventa y cinco personas y reemplacémosla por el policía que murió apoyando una máscara de oxígeno en la cara del bebé. Os garantizo que habéis visto cien noticias de ese tipo. No las subestimo, aunque muchas fueron exageradas hasta extremos repugnantes. Si en algo os parecéis a mí, con el tiempo os cansáis de héroes que dicen Qué va, no fue nada heroico. Daría una fortuna por un tío que dijera Dios no tuvo nada que ver, todo fue mérito de un servidor. Pero todos sabemos lo que debemos decir cuando la prensa se nos acerca abriendo sus fauces hambrientas. Hemos pasado una vida aprendiéndolo.
Existe sin embargo una historia de genuino heroísmo que no ha circulado mucho a pesar de su importancia. Se refiere al Cuerpo de Socorro Voluntario, un grupo anónimo que siempre telefonea pidiendo donaciones de tiempo y/o dinero. El Cuerpo de Socorro no realizó hazañas vistosas, y la mayoría no llegó a los padloides porque sucedieron lejos de las cámaras. Pero la próxima vez que llamen, pueden contar con mi ayuda. Más de mil voluntarios murieron en sus puestos, cumpliendo con su misión hasta el final. Una fortuna aguarda al productor capaz de contar esa historia con dramatismo. Yo misma pensé en escribirla, pero os regalo la idea. Si queréis los datos, investigad por vuestra cuenta. Yo no puedo hacerlo todo.
Oh sí, sucedieron muchas cosas mientras yo me ocultaba en el quinto infierno, ¿pero para qué contarlo aquí? La vida de todos fue afectada, y aún se sienten los efectos. Pero las cosas importantes ocurrían en un nivel muy alejado de todas las peripecias que he referido, y de las que mis lectores hayan vivido personalmente. Ningún periódico cubrió bien esa parte. Al igual que la economía, la informática es una ciencia que nunca se ha prestado al bocado de sesenta segundos que buscan los reporteros. Los padloides pueden informar que los principales indicadores económicos subieron y bajaron, y el público sabe tanto como antes, casi cero. Pueden decir que la causa del Gran Fallo fue un cataclísmico conflicto de programación en sistemas IA de gran magnitud, y todos asentimos sabiamente pensando que hemos entendido. O, si comprendemos que sólo hemos oído pura jerigonza, podemos investigar la historia, leer revistas científicas si estamos capacitados, y oír la palabra de los expertos. En el caso del Gran Fallo, tengo motivos para creer que no comprenderíamos mejor la verdad de la situación que si nos conformáramos con el bocado de sesenta segundos. Los expertos nos dirán que han identificado el problema, han clausurado los sistemas rebeldes y han reconstruido el OC de tal modo que todo anda bien.
Más vale no creerlo. Pero me estoy adelantando.
Durante la semana que pasé en la caverna, pues, no pensé mucho en lo que sucedía en el exterior. ¿En qué pensé?
En Mario. ¿He mencionado que lo llamé Mario? Debí paladear cien nombres antes de decidirme por Mario, que había sido mi nombre original, antes de mi primer Cambio. Esperaba haber acertado esta vez.
Por cierto había hecho un magnífico trabajo en el campo de escisión de genes. ¿Qué más da si el proceso es aleatorio? Cada vez que lo miraba sentía ganas de darme una palmada en la espalda por la calidad de la factura. Kitten Parker, ex papá, que nunca vería a Mario si de mí dependía, había aportado sus mejores partes, es decir la boca y… pensándolo bien, sólo la boca. Tal vez heredaba de él esos rizos de cabello castaño, pues no los recordaba de mis fotografías infantiles. El resto era puro Hildy, es decir un dechado de perfección. Lo lamento, pero así me sentía.
Tal vez parezca raro que haya pasado esa semana entera pensando sólo en él. Para mí, resulta difícil creer lo inverso. ¿Cómo había vivido cien años sin que Mario diera sentido a mi mundo? Antes de él no tenía nada por lo que valiera la pena vivir, salvo el sexo, el trabajo, los amigos, la comida, alguna que otra droga, y los pequeños placeres que se asociaban con esas cosas. En otras palabras, nada. Mi mundo había sido tan grande como Luna. En otras palabras, nunca tan grande como esa diminuta caverna donde sólo estábamos Mario y yo.
Podía pasarme una hora rizándole el suave cabello con el dedo. Luego, para variar, y no porque me hubiera cansado del cabello, podía pasar otra hora jugando con sus deditos o apoyándole los labios en el vientre para hacer ruidos groseros. Él sonreía y agitaba los brazos.
Rara vez lloraba. Tal vez le di pocas oportunidades de llorar, pues casi nunca lo dejaba en el suelo. Lamentaba cada instante de separación. Recordando los muñecos indios de Tejas, fabriqué una mochila para llevarlo cuando iba en busca de alimentos. Sólo salía para eso y para bañarlo. Pasaba casi todo el tiempo sentada en la entrada de la caverna, vigilando. No estaba totalmente embobada, y sabía que alguien vendría a buscarme uno de esos días, tal vez alguien a quien no quisiera ver.
¿Había un lado adverso en este júbilo pastoral, algún salpullido en los pañales de la vida? Podría mencionar algo que me habría disgustado unas semanas antes. Los bebés generan una cantidad asombrosa de fluidos. Expulsan líquido y viscosidad por un extremo, regurgitan por el otro, al extremo de que estaba convencida de que salía más de lo que entraba. Otro acertijo que nuestras mitológicas mujeres matemáticas habrían convertido en un premio Nobel de física, o al menos de alquimia, si tan sólo hubiéramos sabido. Pero yo estaba tan embelesada que limpiaba todo alegremente, reparando en el color, la consistencia y la cantidad con un grado de ansiedad que sólo una madre novata o un científico loco podían conocer. Sí, Igor, estas evacuaciones amarillas significan que la criatura es saludable. ¡He creado vida!
Aún no sé explicar del todo este repentino tránsito de una irritable indiferencia a un deslumbramiento total. Tal vez fuera hormonal. Tal vez se relacione con la configuración de nuestros circuitos cerebrales. Si yo hubiera recibido ese pequeño bulto en cualquier momento de mi vida anterior se lo habría enviado a mi peor enemigo, y creo que lo mismo habrían hecho muchas mujeres que nunca habían acariciado la barbilla de un bebé ni se desvivían por experimentar la maternidad. Pero algo sucedió durante mis primeras horas de sufrimiento. Una Madre Tierra latente despertó y se puso a aullar en mi cerebro, tropezando con disyuntores y reencauzando todas las llamadas que recibía mi centralita craneana, de la sala de maternidad al centro de placer, haciéndome arrullar, parlotear y babear tanto como el bebé. O tal vez fueron las feromonas. Tal vez esos pequeños bribones huelen bien cuando salen de nuestros cuerpos. Sé que Mario olía bien, que ningún niño tuvo jamás ese aroma.
De un modo u otro, creo que recibí una dosis doble porque hice algo que pocas mujeres hacen en la actualidad. Lo tuve naturalmente, de principio a fin, tal como me había tenido Callie. Lo parí con dolor, con dolor bíblico. Lo parí en un momento peligroso, en el filo de la navaja, en estado natural. Y luego no hubo interferencias en nuestro afecto. Él era mi mundo, y supe que no dudaría en dar la vida por él.
Sabía quién vendría a buscarme si no venía Walter. Vino la mañana del octavo día, un anciano alto y delgado con uniforme de almirante y bicornio, que subía hacia mi caverna por el suave declive de la orilla del arroyo.
Mi primer disparo le arrancó el sombrero de la cabeza. Se detuvo asombrado, pasándose la mano por el cabello blanco. Dio media vuelta, cogió el sombrero, lo sacudió y se lo puso. No intentó protegerse, sino que reanudó la marcha cuesta arriba.
—Buen disparo —gritó—. ¿Debo entender que fue una advertencia?
Qué advertencia ni qué diablos. Yo apuntaba a la cabeza de ese canalla.
Entre los chismes de Walter había una pistola de pequeño calibre y una caja de cien municiones. Aún no sabía que era una pistola de precisión, mucho mejor que la mayoría de esas armas. Pero sí sabía, después de practicar con cincuenta de esas balas, que podía acertar la mitad de los disparos.
—No avances más —dije. Estaba tan cerca que gritar no era necesario.
—Debo hablar contigo, Hildy —respondió, y continuó su avance. Le apunté a la frente y apoyé el dedo en el gatillo, pero comprendí que quizá quisiera decirme algo que yo necesitaba saber, así que le disparé a la rodilla.
Corrí cuesta abajo, para verificar si traía compañía. Pensé que si quería hacerme daño vendría con algunos soldados, pero no vi ninguno, y no había muchos sitios donde pudieran ocultarse. Había explorado el terreno varias veces pensando en ello. Cuando al fin me detuve, a diez metros de él, alguien podría haberme liquidado con un rifle o un láser de alta potencia y mira telescópica, pero lo mismo podía decirse de cualquier sitio adonde fuera, excepto las honduras de la caverna. Nadie me atacaría sin darme tiempo de sobra para verle. Me calmé, miré de nuevo al almirante, quien se había arrancado un jirón de la chaqueta y se anudaba un torniquete en el muslo. Tenía la pierna quebrada, pero la hemorragia estaba menguando. Me miró con fastidio.
—¿Por qué la rodilla? —preguntó—. ¿Por qué no el corazón?
—Pensé que no acertaría en un blanco tan pequeño.
—Muy graciosa.
—En realidad no sabía si un tiro en la cabeza o en el pecho te detendría. No sé qué eres. Te disparé a la rodilla porque pensé que aun una máquina cojearía con una sola pierna.
—Has visto demasiadas películas de terror. Este cuerpo es tan humano como el tuyo. Si el corazón deja de latir, se muere.
—Sí. Tal vez. Pero tu reacción ante esa herida no me tranquiliza.
—El sistema nervioso está registrando mucho dolor. Para mí, es sólo otra sensación.
—Apuesto a que podrías correr deprisa, pues el dolor no te inhibirá de causarte más daño.
—Supongo que podría.
Le disparé al lado de la otra rodilla. La bala rebotó en la piedra y el eco vibró a lo lejos.
—La próxima va a tu otra rodilla, si te mueves de ahí —dije, recargando—. Luego empezamos con los codos.
—Date cuenta de que he echado raíces. Procuraré parecerme a un árbol.
—Al grano. Tienes cinco minutos. —Luego veríamos si un disparo en la cabeza le causaba inconvenientes. Yo aún temía que no. En ese caso, le había preparado algunas sorpresas desagradables.
—Esperaba ver a tu hijo antes de irme. ¿Está en la caverna?
No había muchos otros sitios donde pudiera estar que fueran defendibles, pero no tenía caso decírselo.
—Has desperdiciado quince segundos —le dije—. Próxima pregunta.
—Ya no tiene importancia —suspiró, apoyándose en el tronco de un nogal. Tuve que recordar que todos sus gestos eran conscientes, que había asumido la forma humana porque los gestos formaban parte del lenguaje humano. Ahora me estaba diciendo que estaba muy fatigado, dispuesto a morir apaciblemente. A otro perro con ese hueso, pensé.
—Ha terminado, Hildy —dijo, y yo miré en torno, asustada. Su próxima línea sería Estás rodeada, Hildy. Entrégate sin resistencia. Pero no veía refuerzos en las colinas.
—¿Terminado?
—No te preocupes. Has estado fuera de contacto. Ha terminado, y ganaron los buenos. Estás a salvo, ahora y para siempre.
Parecía una tontería, y no estaba dispuesta a creerle, pero noté que le creía a mi pesar. Me tranquilicé, pero me esforcé por mantenerme alerta. ¿Quién sabía qué planes malignos alentaban en el corazón de esa cosa?
—Qué bonita historia.
—No importa si me crees o no. Llevas las de ganar. Cuando vine aquí, debí comprender que estarías tan quisquillosa como una gata defendiendo a sus mininos.
—Te quedan tres minutos y medio.
—Por favor, Hildy. Ambos sabemos que no me matarás mientras despierte tu interés.
—He cambiado un poco desde la última vez que hablamos.
—No necesitaba hablar contigo para saberlo. Es verdad que has estado fuera de mi alcance en ocasiones, pero te monitoreo cada vez que regresas, y es cierto que has cambiado, pero no tanto como para haber perdido la curiosidad sobre lo que sucede fuera de este refugio.
Tenía razón, desde luego. Pero no había necesidad de admitirlo.
—Si lo que dices es cierto, pronto llegará gente que me contará lo que ha sucedido.
—Ajá, ¿pero crees que sabrán lo que sucedió en los entresijos?
—¿Qué entresijos?
—Los míos, idiota. Todo esto se relaciona conmigo, el Ordenador Central de Luna, el mayor intelecto artificial que haya producido la humanidad. Te ofrezco la verdadera historia de lo que sucedió durante lo que se ha dado en llamar el Gran Fallo. No la he contado a nadie más. Las otras personas a quienes podía contarla han muerto. Es una exclusiva, Hildy. ¿Has cambiado tanto que no te interesa oírla?
Maldición, no había cambiado tanto.
—Ante todo —continuó ante mi silencio—, tengo una buena noticia. Al final de tu segunda aventura me hiciste una pregunta que me perturbó muchísimo, y que probablemente condujo a la situación en que ahora te encuentras. Me preguntaste si yo te podía haber contagiado ese impulso suicida, en vez de que yo me lo contagiara de ti y de personas como tú. Te alegrará saber que he llegado a la conclusión de que estabas en lo cierto.
—¿Yo no intentaba suicidarme?
—Claro que lo intentabas, pero el impulso auto-destructivo no es tuyo, sino que se originó dentro de mí, y se te contagió por medio de sus interfaces conmigo. Se podría definir como el virus informático más mortal que se haya descubierto.
—¿Así que no intentaré…?
—¿Matarte de nuevo? No puedo prever tu estado de ánimo dentro de cien años, pero creo que estás curada por el futuro próximo.
En el momento me resultó indiferente. Luego sentiría un gran alivio, pero la idea del suicidio había estado tan lejos de mi mente desde el nacimiento de Mario que era como si hablara de otra Hildy.
—Digamos que te creo. ¿Qué tiene que ver con… con el Gran Fallo, dijiste?
—Otros lo llaman de otra manera, pero Walter ha escogido el Gran Fallo, y sabes que puede ser muy empecinado. ¿Te molesta si fumo? —No aguardó mi respuesta, sino que extrajo una pipa y un saco de un bolsillo. Lo miré atentamente, pero empezaba a creer que no me preparaba ninguna trampa. Encendió la pipa y continuó—. ¿Qué pensaste cuando dije que todo había terminado, y que habían ganado los chicos buenos?
—Que habías perdido.
—Es verdad en cierto sentido, pero es una grosera simplificación.
—Rayos, OC, ni siquiera sé de qué se trata.
—Nadie lo sabe. La parte que te afectó, lo que viste en el enclave de los heinleinianos, fue un intento mío de arrestarte y matarte, a ti y a otras personas.
—Una parte de ti.
—Sí. En cierto sentido, soy los chicos buenos y los chicos malos al mismo tiempo. Esta catástrofe se originó en mí. Fue mi culpa, y no intento negar mi responsabilidad. Pero también fui yo quien la detuvo. Oirás otras versiones en los días venideros. Oirás que los programadores lograron controlar al Ordenador Central, anulando sus centros superiores de razonamiento mientras se escribían nuevos programas, dejando mis partes mecánicas intactas para que continuara con mis tareas. Tal vez ellos también se lo crean, pero se equivocan. Si sus planes se hubieran cumplido, yo no estaría hablando contigo porque ambos estaríamos muertos, al igual que todos los humanos de Luna.
—Estás empezando por el medio. Recuerda que hace una semana que estoy aislada de la civilización. Sólo sé que hubo gente que trató de matarme, y que corrí como alma que se lleva el diablo.
—Y lo hiciste muy bien. Eres la única de la lista que logró escapar. Y tienes razón, por cierto. Tal vez mi explicación te parezca descabellada, pero no soy el ser que antes fui, Hildy. Lo que ves es lo único que queda de mí. Mis pensamientos son turbios. Mi memoria está desapareciendo. Pronto me pondré a cantar Daisy, Daisy, como Hal en esa película.
—No habrías venido aquí si no creyeras que puedes contarlo. Así que habla de una vez, y basta de rodeos.
Me contó la historia, pero tuvo que atenerse a símiles analógicos, lugares comunes de la psicología popular y explicaciones científicas de parvulario, pues si se hubiera puesto muy técnico yo no habría entendido ni jota. Si queréis todos los detalles podéis enviar una contribución a Hildy Johnson, El Pezón de la Noticia, Galería 12, Ciudad Rey, Luna. No recibiréis nada, pero el dinero me vendría bien. Para los datos, recomiendo la biblioteca pública.
—Por abreviar, enloquecí. Pero para explayarme un poco…
Haré una paráfrasis, pues el OC tenía razón y estaba perdiendo la lucidez. Deliraba y repetía, se olvidaba de qué estaba hablando y vagabundeaba por junglas cibernéticas donde muy pocas personas del sistema solar podrían abrirse paso. Cada vez me costaba más recobrar su atención.
Ante todo me hizo recordar que había creado una personalidad para cada ser humano de Luna. Tenía la capacidad para ello, y le había parecido correcto en su momento. Pero era esquizofrenia en una escala gigantesca si alguna vez algo salía mal. Por más tiempo del que teníamos derecho a esperar, nada salió mal.
Además debía tener en cuenta que, aunque el OC no era telépata, conocía casi todas nuestras palabras y pensamientos. Eso no solamente incluía a gente respetable, notable y bien adaptada, como una servidora, gente que uno presentaría con gusto a su madre, sino matones, canallas, pillos, malhechores, malandrines y otras alimañas. Era el mejor amigo tanto para los dechados de virtud como para los degenerados. Por ley, tenía que tratar a todos por igual. Tenía que gustar de todos por igual, pues de lo contrario nunca podría crear esa simpática criatura que atendía la llamada cuando alguien vociferaba: «¡Oye, OC!»
A estas alturas veréis tres o cuatro peligros en esta situación. No os vayáis porque hay más.
En tercer lugar, su mano derecha no podía saber en qué bolsillos se metían las manos izquierdas de muchas de esas personas. Es decir lo sabía, pero no podía hacer nada sobre ello. Ejemplo: sabía todo sobre Liz y la venta de armas, una situación sobre la cual ya he informado. Había un millón de situaciones más. Sabía, por ejemplo, que el padre de Brenda violaba a su hija, pero la parte del OC que trataba con el padre no podía decírselo a la parte del OC que trataba con Brenda, y ninguna de ambas podía contárselo a la parte del OC que ayudaba a la policía.
Podemos pasarnos el día debatiendo si una mera máquina puede sentir los mismos conflictos y emociones que los seres humanos. Creo que es increíblemente soberbio pensar que no. Los ordenadores IA fueron creados y programados por seres humanos, y la inclusión de reacciones emocionales era inevitable porque forman parte de nosotros. Además, es algo que se entiende por instinto. Bastaba hablar con el OC para obviar la necesidad de un Test de Turing emocional. Yo lo sabía antes que sucediera todo esto, y lo sé aún mejor desde que hablé con él en la colina, en su lecho de muerte.
El Ordenador Central comenzaba a sentir dolor.
—No sé precisar la fecha exacta —dijo—. Las raíces del problema se remontan muy lejos, a la época en que mis componentes distantes se unificaron al fin en un gigasistema. Temo que no se hizo del todo bien. Pero verificar todos los programas, las salvaguardas y demás habría requerido un ordenador tan grande como yo y muchos años, y por definición no había ordenadores mayores que yo. Y en cuanto el Ordenador Central cobró existencia y estuvo cargado y funcionando, el exceso de tareas me impidió dedicarme a esa labor. El lujo del autoanálisis me estaba negado, en parte porque no había tiempo, y sobre todo porque nadie lo consideraba necesario. Había muchas salvaguardas fáciles de verificar, que en realidad se autoverificaban al operar, y eso demostraba su validez por el simple hecho de que no había errores. Estaba en mi arquitectura adelantarme a los problemas de hardware, identificar los componentes que podían fallar, realizar revisiones regulares de mantenimiento y demás. El software incluía rutinas análogas en un nivel de redundancia múltiple.
»Pero, por mi naturaleza, tenía que escribir la mayor parte de mi programación. Recibía directrices, pero en muchos sentidos actuaba por mi cuenta. Creo que lo hice bastante bien durante largo tiempo.
Hizo una pausa, y por un momento me pregunté si allí terminaría su relato. Entonces comprendí que aguardaba un comentario. No, necesitaba un comentario. Me conmovió, y si hubiera necesitado más pruebas de sus flaquezas humanas, eso me habría bastado.
—Es indudable —dije—. Hasta hace un año jamás tuve motivos para quejarme. Es sólo que…
—¿Las dificultades recientes?
—Como quieras llamarlas. Han enfriado mi entusiasmo.
—Comprensiblemente.
Trató de buscar una posición más cómoda contra el árbol; o bien era un magnífico actor (y lo era, por cierto, pero ¿por qué molestarse a esas alturas?) o bien empezaba a sentir dolor. No lo afirmaría bajo juramento, pero creo que se trataba de lo segundo.
—¿Cómo será estar muerto? —caviló—. Es decir, considerando que nunca estuve vivo legalmente.
—No quiero ser muy grosera, pero dijiste que no tenías mucho tiempo…
—Tienes razón. Eh, ¿podrías…?
—Lo hiciste bien durante largo tiempo.
—Sí, claro. Estaba divagando de nuevo. Los problemas empezaron a manifestarse hace unos veinte años. Hablé sobre ellos con expertos en informática. Extrañamente, no podían hacer nada porque yo era demasiado avanzado. Podían retocar mis componentes, pero la gestalt que soy yo sólo podía ser analizada, diagnosticada y, de ser necesario, reparada, por un ser como yo. Hay otros siete como yo, en otros planetas, pero están demasiado ocupados, y sospecho que tienen problemas similares. Además, mis comunicaciones con ellos están intencionalmente limitadas por nuestros respectivos gobiernos, que no siempre ven las cosas con claridad.
—Una pregunta. Cuando mencionaste por primera vez este problema, ¿por qué no se discutió en público? ¿Seguridad?
—Sí, en cierta medida. Los científicos de primer nivel sabían que yo percibía que tenía un problema. Algunos confesaron que estaban muertos de miedo. Comunicaron sus temores a tus representantes electos, y ahí otro factor se volvió más importante que la seguridad: la inercia. Los políticos preguntaron qué se podía hacer para solucionar el problema. Nada, dijeron los científicos. Apáguenlo, dijeron algunos exaltados.
—Improbable.
—Exacto. Mi lectura de la historia me indica que siempre ha sido así. Surge un problema alarmante pero impreciso. Nadie sabe con certeza cuál será el desenlace final, pero todos están seguros de que nada malo ocurrirá pronto. «Pronto» es la palabra clave. Al fin cruzan los dedos y esperan que no ocurra durante su gestión de gobierno. Después es problema del sucesor. Durante unos años los pocos que están al corriente pasan algunas noches en vela. Pero no pasa nada, y como siempre confiaron en que no pasaría nada, pronto se olvida el problema. Eso sucedió también en este caso.
—Me pasma comprender que el destino de la humanidad estaba completamente en manos de un ser que tiene una visión tan cínica de nuestra especie.
—Una visión muy parecida a la tuya.
—Exactamente igual a la mía. Pero no la esperaba en ti.
—No era original. Te he dicho que no tengo muchos pensamientos originales. Creo que me da miedo tenerlos. Parecen conducir a episodios como el Gran Fallo. No, mi visión del mundo está tomada de los conocimientos de personas como tú. Sumados a mi superior capacidad de observación, en un sentido estadístico. Los humanos pueden proporcionarme un pensamiento original, y luego puedo usarlo para cosas que ellos no podrían hacer.
—Creo que incurrimos en otra digresión.
—No, esto es fundamental. Al enfrentar un problema donde nadie podía ayudarme, y ante el cual podía hacer tan poco como un humano con un trastorno mental, seguí el único camino posible, la experimentación. Había demasiadas cosas en juego para seguir como antes. Eso creo, al menos. Mi juicio es defectuoso cuando se trata de un autoanálisis; acabo de demostrarlo en gran escala, con pérdida de muchas vidas.
—Supongo que nunca lo sabremos con certeza.
—No parece probable. Se han documentado ciertos datos, y serán analizados, pero creo que se reducirá a una batalla de opiniones donde algunos afirmarán que debí dejar las cosas como estaban en vez de intentar una cura y otros afirmarán lo contrario. —Hizo una pausa, me miró de soslayo—. ¿Qué opinas tú?
Creo que me estaba pidiendo la absolución. No sé por qué me la pediría a mí, salvo que yo representaba en cierto modo a la gente que había dañado, aun involuntariamente.
—Dices que ha muerto mucha gente.
—Muchísima. Ignoro la cantidad, pero mucha más de la que crees. —Ahí tuve el primer atisbo de la gravedad de la situación, comprendí que episodios como el que había presenciado habían sucedido en todo el planeta. Debía interrogarlo con la mirada, porque se encogió de hombros—. No un millón. Pero más de cien mil.
—Cielos, OC.
—Pudieron ser todos.
—Pero no lo sabes.
—Nadie puede saberlo nunca.
Nadie podía, y menos una analfabeta en informática como yo. No le dije las palabras que esperaba. He llegado a creer que estaba en lo cierto, y que quizá permitió que todos sobreviviéramos. Pero ni siquiera él podía negar que era responsable de miles de muertes.
¿Qué me habría costado? Yo no podía juzgarle. Para eso habría tenido que comprenderle, y sabía lo suficiente para saber que no estaba capacitada. El OC había hecho cosas malas, y cosas buenas. A veces tengo pensamientos espantosos. Si padeciera una enfermedad mental, habría puesto esos pensamientos en acción, y habría asesinado. En el OC, el pensamiento era la acción, al menos hacia el final.
En realidad, era peor aún.
—Mi mejor modo de explicártelo —me dijo al fin, después de un largo silencio de mi parte— es aludiendo a un gemelo maligno. No es una analogía muy precisa… el gemelo soy yo, tal como esta parte que habla contigo soy yo, o lo que queda de mí. Piensa en un gemelo maligno viviendo en tu cabeza, en un humano que padece de doble personalidad. Esa parte de ti está aislada de tu verdadero yo. Puedes encontrar pruebas de su existencia, cosas que la otra persona hizo mientras controlaba tu cuerpo, pero no puedes saber lo que piensa ni lo que planea, y no puedes detenerlo cuando pasa a dominar. —Sacudió la cabeza violentamente—. No, no es precisamente así, porque todo esto sucedía al mismo tiempo. Yo estaba dividido en muchas mentes, algunas bondadosas, algunas amorales, otras realmente malignas. No, eso no es lo…
—Creo que entiendo de qué se trata.
—Bien, porque no puedo decirte más sin entrar en explicaciones técnicas. Tú caíste bajo la influencia de una parte mala de mí. Hice experimentos contigo. No quería hacerte daño, pero tampoco pensaba en tu conveniencia.
—Ya hemos hablado de eso.
—Sí, pero otros no tuvieron tu suerte. Hice otras cosas. Algunas de ellas permanecerán ocultas, con suerte. Otras saldrán a la luz. Tú viste el resultado de un experimento relacionado con la seudoinmortalidad. La resurrección de un muerto mediante la clonación y la grabación de memoria.
La evocación de Andrew MacDonald aún era tan vivida que me hacía temblar.
—No fue uno de tus mejores intentos —comenté.
—Pero estaba mejorando. Nada impide una duplicación exacta. Lo habría conseguido, con más tiempo.
—¿Pero de qué sirve? La persona ha muerto igual.
—Creo que se convierte en un interrogante teológico. Es verdad que esa persona está muerta, pero alguien exactamente igual continúa con su vida. Otros no podrían distinguirlas. Ni siquiera el duplicado puede.
—En un momento temí que yo fuera un duplicado. Que en efecto me hubiera suicidado.
—No te suicidaste, y no eres un duplicado. Pero eso no es verificable. A fin de cuentas, tendrás que comprender que no hay diferencia. Tú eres tú, trátese de la primera versión o de la segunda.
Me dijo varias cosas más, y creo que aún no es prudente revelar algunas. Los heinleinianos saben la mayoría de ellas, experimentos que darían escalofríos al doctor Mengele. Creo que es prudente guardar el secreto.
—Aún no me has dicho por qué intentaste matarme —dije.
—No lo intenté, Hildy, no en el sentido que…
—Lo sé, lo sé. Entiendo. Sabes a qué me refiero.
—Sí. Tal vez mi gemelo maligno sea como tu subconsciente. Cuando comenzó todo esto, él trataba de borrar sus rastros. Tú y otras personas eran testigos peligrosos, y había que destruirlas, para que esa otra parte de mí permaneciera oculta hasta que todo esto estallara.
—¿Y mató a todas esas personas para borrar sus rastros ?
—No. Lo triste es que mató a muy pocas deliberadamente. La mayoría de las muertes fueron producto del caos que derivó de la lucha entre las diversas partes de mi mente. Un daño lateral, si quieres.
Bombas cibernéticas a la deriva. Vaya idea. Nunca tendré una idea aproximada de lo que sucedía en la mente del OC, a velocidades que apenas puedo entender, pero tengo la imagen de un piloto activando un programa asesino en un laberinto de circuitos, tratando de eliminar el centro del mando del enemigo. ¡Epa! Parece que por error le dimos al centro de oxígeno. Mala suerte.
—Hice todo lo que pude —dijo, cerrando los ojos. Creí que estaba muerto, pero los abrió de nuevo y trató de sentarse, aunque estaba demasiado débil. Vi que el torniquete se le había aflojado y la sangre volvía a humedecer su ropa enrojecida.
Me levanté y me acerqué. A veces hay que actuar así. A veces hay que olvidar las dudas y actuar por instinto. Me arrodillé y le sujeté ese trozo de tela ensangrentada.
—Eso no servirá de nada —dijo—. Es demasiado tarde.
—No sabía qué otra cosa hacer.
—Gracias.
—¿Quieres agua u otra cosa?
—Preferiría que no te fueras.
No me fui. Guardamos silencio un rato, mirando la hacienda, donde caía la noche. Luego dijo que tenía frío. Yo no llevaba ropa encima y sabía que no hacía frío, pero le puse el brazo sobre los hombros y sentí sus temblores. Tenía un olor espantoso. No sé si era la vej ez o la muerte.
—Es el final —dijo—. El resto de mí ya se ha ido. Simplemente me desconectaron. Ignoran la existencia de este cuerpo, pero no es necesario que lo sepan.
—¿Por qué el traje de almirante? —pregunté.
—No sé. Es un producto de mi gemelo maligno. El capitán Bligh, tal vez. El disfraz es adecuado. Fabriqué varios de estos cuerpos, hacia el final. —Hizo un esfuerzo para mirarme. Su rostro parecía más avejentado—. ¿Crees que un ordenador puede tener subconsciente, Hildy?
—Diría que sí.
—Yo también. He pensado en ello, y ahora parece muy sencillo. Todo esto, la agonía y la muerte y tus intentos de suicidio… todo. Todo nació de la soledad. No te imaginas cuan solo me sentía, Hildy.
—Todos estamos solos, OC.
—Pero no pensaron que yo lo estaría. No lo planearon, y no entendieron de qué se trataba. Y eso me enloqueció. ¿Recuerdas al monstruo de Frankenstein? ¿Acaso él no buscaba amor? ¿No quería que ese médico loco creara a alguien a quien pudiera amar?
—Creo que sí. ¿O ése era Godzilla?
Rió débilmente, tosió sangre.
—Yo tenía los poderes de un dios —continuó—. Y busqué la debilidad. Tal vez deberían poner eso en mi lápida.
—Me gusta más lo que dijiste antes. Hizo todo lo quepudo.
—¿Eso crees, Hildy? ¿De veras lo crees?
—No puedo juzgarte, OC. Para mí, si no eres un dios, apareciste en mi vida como un acto de fuerza mayor. Sería como juzgar el estallido de una estrella.
—Lamento todo lo que sucedió.
—Te creo.
Empezó a toser de nuevo, se aflojó. Lo abracé y cayó contra mí. Sentí su sangre en mi pecho. No le veía el rostro, pero oí su susurro.
—Creo que el amor siempre estuvo excluido de mis posibilidades —dijo—. Pero soy el único ordenador que recibió un abrazo afectuoso. Gracias, Hildy.
Cuando lo apoyé en el suelo, vi que sonreía.
Lo dejé bajo el nogal. Tal vez lo sepultara allí, tal vez realmente le pusiera una lápida. En ese momento estaba harta de muertes, así que simplemente lo dejé.
Fui al arroyo para lavarme su sangre. Me mantenía alerta por si Mario lloraba, pero todavía dormía profundamente. Pensé en ir a buscarlo y regresar a los aposentos de Callie. No esperaba que hubiera más peligros, pero aun así pensaba ser cauta.
Planeaba muchas cosas. Mario aún dormía cuando regresé, así que lo dejé tranquilo, puse ramitas sobre los rescoldos y abaniqué las llamas para avivarlas. Me quedé sentada frente al fuego, cavilando.
Mario tendría lo mejor. Si Cricket creía que era un padre chocho, aún no me había visto a mí. En esa trémula penumbra lo vi crecer. Lo ayudé en sus primeros pasos, reí de sus primeras palabras. Y creció, en efecto, como un árbol, con la cabeza en alto, la viva imagen de su madre, pero mucho más sensato. Le ayudé a afrontar sus rasguños, su escuela, su dicha y sus lágrimas, y lo preparé para la universidad. ¿Nueva Harvard sería adecuada? No lo sabía; había oído que la Universidad de Ares era mejor, pero para eso había que mudarse a Marte. Bien, sería su decisión, a fin de cuentas. Pero algo era seguro: no lo presionaría como Callie había hecho conmigo. Si quería ser presidente de Luna, allá él, si quería… bien, presidente de Luna no estaba mal. Pero sólo si él quería.
Así, llena de planes y esperanzas, fui a recogerlo y descubrí que estaba frío, flojo, inerte. Lo intenté. Una y otra vez intenté insuflarle vida, pero no sirvió de nada.
Al cabo de un rato muy largo, cavé dos tumbas.