24

NATALICIOS

Me agazapé en una pila de tubos cromados a veinte metros de dos figuras que patrullaban enfundadas en trajes espaciales. Traté de fingir que era otro tramo de tubería. No sabía muy bien cómo hacerlo. No te muevas y piensa pensamientos tubulares, me dije, y hasta el momento daba resultado.

Clavaba un ojo en el reloj, un ojo en los soldados y un ojo en la luz roja que parpadeaba en mi pantalla. Como esto suma tres ojos, comprenderéis que estaba muy ocupada. Era la persona inmóvil más ocupada que jamás se vio. O no se vio.

Como si no bastara, estaba llamando a todos los números telefónicos de mi vasto archivo mental.

Olvidad esos inventos triviales como el fuego, la rueda, el arco y la flecha, el arado. El hombre sólo llegó a ser civilizado cuando Alexander Bell pronunció esas inmortales palabras: «Mierda, Watson, me derramé ácido en las pelotas.» Mientras se me agotaba el oxígeno en mi escondrijo, mi única esperanza de salvar el pellejo era conseguir ayuda por teléfono, y si daba resultado todos los años encendería una vela en el aniversario del natalicio del señor Bell.

Mi situación era desesperada, pero podía haber sido peor. Podría haber sido un policía de Ciudad Rey reclutado a la fuerza (como supe más tarde) para la primera oleada del ataque contra Virginia City. Además de los riesgos de un populacho armado, por no mencionar al perro más bravo que jamás vivió, afrontaban el problema de no tener suficientes trajes de presión cuando la segunda oleada, que atacó desde la superficie, comenzó a cortar los cables que llevaban energía a los paneles solares de arriba, que alimentaban las unidades que mantenían el aire adentro.

Eso fue lo que sucedió cuando ese policía me disparó con su láser. El aire que escapaba de la plaza pública primero había avivado y luego extinguido las llamas que lamían el cadáver de Winston.

No fue una fuga como la de Nirvana, o yo no estaría aquí para contarlo. Pero en una fuga de aire estamos habituados a fuertes ráfagas que escapan por un orificio relativamente pequeño. La gente vuela, es empujada y luego estrujada, y aun con un traje de campo las probabilidades de supervivencia son mínimas. Pero cuando se anula un campo de fuerza, se anula de golpe, y el aire se expande. Una brisa suave y ¡puf! Como una pompa de jabón. Y luego hay muchos policías y soldados aferrándose el gaznate, escupiendo sangre y cayendo silenciosamente al suelo. Vi a dos personas morir así. Supongo que es un modo bastante rápido y apacible de morir, pero aún me dan náuseas de sólo pensarlo.

En ese momento pensé que lo habían hecho los heinleinianos. Era una táctica lógica. Era su modo habitual de apagar los incendios, y por cierto abundaban los incendios cuando se escapó el aire. Pero no tenía sentido que su propia gente cortara la energía, sabiendo que el primer grupo no tenía trajes.

Pues no, habían sido los atacantes, y no fue el único acto insensato de esa batahola. Pero yo me enteré de esto más tarde. Mientras me ocultaba en la tubería, sólo sabía que mucha gente había tratado de matarme, y mucha más aún lo intentaba. Había sido un juego del gato y el ratón durante tres horas desde que se anuló el campo de fuerza.

La pérdida de energía había transformado el cilindro plateado del corredor por donde planeaba llegar a la Heinlein en un túnel que atravesaba toneladas de basura, como aquel que había recorrido muchas semanas atrás para entrar en ese lugar disparatado. Por suerte, pues poco después de la fuga encontré a un fulano con traje de presión viniendo por el camino en dirección contraria.

No nos encontramos precisamente, también por suerte, porque ese sujeto llevaba un láser como el que casi me había asado. Lo vi (y digo «lo» porque todos los soldados eran varones y tenía un modo masculino de moverse) cuando aún estaba a cierta distancia, y rápidamente me aplasté contra la pared. O lo que antes era la pared. Había miles de brechas en el corredor, tan grandes como para que se ocultara aun una mujer encinta.

Pero nunca se sabía qué había detrás de las brechas. Uno entraba en un mundo irracional, un laberinto tridimensional aleatorio constituido por materiales aleatorios, algunos afirmados en su sitio por la presión de otros desperdicios, otros temiblemente inestables. En algunos de esos recovecos uno podía deslizarse hacia aquí, escurrirse hacía allá o moverse hacia acullá, como en un gimnasio caótico. En otros, a los dos metros aparecía un callejón sin salida donde no pasaba ni una rata. Nunca se sabía. No había modo de distinguirlo desde fuera.

Ese primer refugio tenía poca profundidad, así que me aplasté contra una superficie plana y me puse a aprender el Zen de la inmovilidad. Tenía varias cosas a mi favor. No necesitaba contener el aliento, pues el traje de campo ya me obligaba a hacerlo. No necesitaba quedarme quietecita, a causa del vacío. Y, gracias a mi traje, él no habría podido verme aunque me tuviera ante las nances.

Me dije todas esas cosas, pero aun así envejecí veinte años mientras él pasaba junto a mí, meciendo el láser a izquierda y derecha, tan cerca que lo podría haber tocado con sólo estirar el brazo.

En cuanto pasó, todo se oscureció de nuevo. (¿He mencionado que las luces se apagaron cuando se cortó la energía? Pues así fue. No habría visto al soldado si él no hubiera llevado una linterna.)

Yo quería esa linterna. La quería más que nada en el mundo. Sin ella, no lograría llegar a un sitio seguro. Ya estaba tan oscuro que apenas veía el inservible rifle que llevaba conmigo, y no vería nada en cuanto él se alejara unos pasos.

Di un respingo al comprender que él podría haber visto el parpadeo de la luz roja del cartucho vacío. Me había olvidado de taparlo. Si tan sólo tuviera otro. Eché una mirada más atenta al cartucho. Tenía una abertura en un extremo, y allí brillaban un casquete de bronce. Comprendí que eran dos cartuchos unidos con cinta adhesiva. La idea era invertirlo cuando se agotaba el primero. Rayos, los soldados son tíos listos.

Lo invertí —casi se me cayó primero el cartucho, y después el rifle— y me incliné hacia el corredor y lancé un disparo hacia la dirección por donde se iba el soldado, para ver si esa cosa funcionaba. El retroceso me confirmó que sí. Yo no había contado con el fogonazo, pero aparentemente el hombre no lo vio.

Saliendo al corredor, disparé una andanada contra la espalda del soldado. Y aunque hubiera podido gritarle una advertencia en el vacío, creo que no lo hubiera hecho. Se puede caer muy bajo cuando se piensa en sobrevivir.

Su traje era resistente, y mi puntería no era óptima. Una bala le acertó pero no perforó el traje, sino que lo hizo trastabillar. Giró y alzó el arma, así que disparé de nuevo, una ráfaga mucho más larga, y dio resultado.

No describiré el desquicio donde tuve que hurgar para encontrar la linterna.

Mi ráfaga había destruido su láser y agotado mi último cartucho de municiones, así que provista únicamente con la linterna y mi vapuleada lucidez eché a andar en busca de aire.

De eso se trataba. El traje de campo era un gran invento. Me había salvado la vida. Pero dejaba mucho que desear en cuanto a la duración del aire. Si un heinleiniano quería pasar mucho tiempo en el vacío debía sujetarse un tanque a la espalda, como todo el mundo, y conectarse una manguera a la salida del pecho. Sin ese aditamento, el tanque interno servía para una media hora, según el esfuerzo. Cuarenta minutos a lo sumo. Por ejemplo, si uno estaba durmiendo.

Yo no había dormido mucho ni planeaba hacerlo en lo inmediato, pero al principio no había pensado que fuera un problema. Todos los corredores disponían de una unidad de aire cada medio kilómetro. La energía que los alimentaba se había interrumpido, pero todavía había grandes tanques de aire que debían de estar llenos. Para recargar mi tanque interno sólo necesitaría enganchar el adaptador a mi entrada, mover una válvula y mirar cómo la aguja de mi visor se desplazaba hacia LLENO.

La primera vez, fue así de fácil. Pero pronto comprendí que la necesidad de buscar una unidad de aire cada media hora era el punto más débil de mi estrategia de supervivencia, que no tenía muchos puntos fuertes. No podía seguir así interminablemente. Tenía que salir de allí por mi cuenta o pedir ayuda.

Pedir ayuda parecía lo más sensato. Aún ignoraba lo que sucedía fuera de Villa Heinlein, pero no tenía razones para sospechar que mis problemas no terminarían aunque recurriera a un abogado o al periódico. Pero no llamaría desde el corredor. Había demasiada chatarra sobre mi cabeza; la señal no pasaría. Sin embargo, por obra de la suerte o la divina providencia, estaba en uno de los corredores que conocía bien. Un ramal de la izquierda me llevaría directamente a la superficie.

Me llevó, y la superficie estaba abarrotada de soldados.

Regresé al interior, agradeciendo el espejo que me servía de camuflaje. ¿De dónde habían salido?

No había regimientos, divisiones ni nada parecido. Pero desde mi escondrijo veía a tres, y parecían estar patrullando, excepto uno que estaba apostado cerca de la entrada por donde acababa de salir. Montando guardia, supuse. Tal vez sólo se proponía tomar prisioneros, pero había visto gente disparando a matar y no me interesaba averiguar sus intenciones.

Había sido una suerte ver al hombre de la plaza alcanzado por las balas mientras usaba su traje de campo. De lo contrario habría llegado a la errónea conclusión de que ese traje impenetrable podía volverme inmune a las balas. Podía, pero con un precio.

Esto me lo explicaron más tarde. Tal vez vosotros ya lo hayáis deducido. Smith declaró que «era intuitivamente obvio», pero él siempre hablaba así.

Una bala posee energía cinética. Si se para de golpe, esa energía tiene que ir a algún lado. Una parte se transfiere al cuerpo, es decir la bala lo tumba. Pero la mayor parte es absorbida por el traje, que pronto se petrifica, y luego tiene que hacer algo con toda esa energía. No hay lugar para almacenarla en el generador de campo. Smith lo intentó, y el generador se recalentó o reventó. No es un pensamiento agradable, considerando dónde está implantado.

Así que el traje de campo despide calor. Desde ambas caras.

—Sin duda es una simetría que podemos resolver, con el tiempo —me dijo Smith—. La matemática es complicada. Pero sería un sensacional chaleco antibalas, ¿verdad?

Claro que sí. Mientras tanto, el ocupante del traje se cocinaba al vapor. Liberarse del exceso de calor ya era el mayor problema del traje de campo. El usuario del traje podía sobrevivir a un impacto (como ocurrió con varías personas), pero sólo si lo apagaba enseguida para enfriarse. Con dos o más impactos la temperatura interna se elevaba haciendo hervir el cerebro.

El traje debía desactivarse automáticamente en ese caso. Pero no se desactivaba si había vacío fuera. En ese caso no se desactivaba por muy extremas que fueran las condiciones internas; el vacío es siempre el peor mal.

Si ahora recibía un balazo, me cocinaría de la piel para adentro.

No me puse a cantar hosanas al nombre de A. G. Bell. Durante la primera hora sentí ganas de exhumarlo para asarlo a fuego lento. No era su culpa, pero yo no estaba para fijarme en detalles.

Tras llenar de nuevo el tanque me dirigí a la cima de la pila de chatarra. Esto era posible —aunque no fácil— porque me encontraba cerca de la Heinlein, donde el espesor del basurero planetario no era tan grande. Escurriéndome, empequeñeciéndome, mirando dónde iba, logré asomar la cabeza. Cualquiera de los mil satélites me tendría en la mira, así que me puse a discar a toda prisa, tecleando con la lengua la centralita que tenía en la dentadura. Pensé en llamar a Cricket, ya que él…

No estaba en ese número, según el visor de mi cabeza, que rara vez se equivocaba en esas cosas. Tampoco estaba Brenda, ni Liz. Estaba por llamar a otro número cuando comprendí que no podría comunicarme con nadie, porque mi teléfono interno, cuando estaba en la superficie, operaba con una unidad de refuerzo que forma parte del equipo normal de un traje de presión.

¿Quién podía esperar que pensara en esas cosas? Uno teclea la dentadura y oye una voz en el oído. Así funciona un teléfono, joder. Es tan natural como gritar.

Claro que pensé en ello entonces, y pronto comprendí que tenía otro problema. La señal de mi teléfono no saldría del campo del traje. Los heinleinianos usaban el campo cero para generar una señal en otra banda, para comunicarse entre sí sin que nadie, ni siquiera el OC, pudiera fisgonear. Esa medida de seguridad me había jodido.

Pensé largo rato en esto, sin dejar de mirar el medidor de oxígeno. Regresé al oscuro corredor y me acerqué al cuerpo del hombre que había matado.

Aún estaba ahí, aunque echado a un costado. Logré quitarle el casco y regresé al laberinto, donde utilicé la linterna y algunos trozos de metal que había a mano para extraer el amplificador del radio de su traje. Había hecho mejor trabajo del que esperaba: una bala lo había perforado.

Aun así lo conservé. Recargué el aire y regresé a la superficie, donde usé un tramo de cable para conectar mi dispositivo de presión a la radio, siguiendo la teoría de que era el único modo de que algo saliera del traje. Lo activé, y fui recompensada con una lucecita roja que se encendió en un visor de la radio. Llamé de nuevo a Cricket, y nada.

Así que decidí recurrir a mis vastos conocimientos tecnológicos para reparar la radio. Traducción: estrellé el desgraciado aparato contra el salpicadero del vehículo derruido donde estaba sentada, y disqué de nuevo. Nada. Otro golpe. Todavía nada. Un golpe más y Cricket contestó:

—Sí, ¿qué demonios quieres?

Mi lengua había cobrado vida propia, discando una y otra vez el número de Cricket mientras obraba mi magia con la radio. Y ahora, cuando la necesitaba, no lograba que esa lengua funcionara, tanto me desconcertaba oír una voz conocida.

—No tengo tiempo para chorradas, ¿de acuerdo? —advirtió Cricket.

—Cricket, soy yo, Hildy, y…

—Sí, Hildy. Tú la cubres a tu modo y yo al mío.

—¿Cubrir qué?

—La mayor noticia que… —Oí un gemido de frenos mentales, y también un chirrido de llantas mentales. Tras efectuar ruidosos cambios mentales, Cricket dijo con dulzura—: Ninguna noticia, Hildy. Nada en absoluto. Olvida lo que dije.

—Demonios, Cricket, ¿también ahí hay problemas? ¿Qué sucedió? Sólo sé que…

—Puedes averiguarlo por tu cuenta, tal como hice yo.

—¿Averiguar qué? No sé de qué…

—Claro, claro, por supuesto. No dará resultado, Hildy. Fue la última vez que me engatusas para arrebatarme una nota.

—Cricket, ni siquiera trabajo para El Pezón.

—Una vez periodista, siempre periodista. Lo llevas en la sangre, Hildy, y tienes tanta capacidad para pasar esto por alto como una ramera para cerrar las piernas cuando llaman a la puerta.

—Cricket, escúchame, estoy en un gran brete. Estoy atrapada…

—¡Claro! —graznó, confundiéndome por completo—. Mucha gente está atrapada, amiguita. Creo que es el mejor lugar para ti. Entérate dentro de unas horas, en Sin Vueltas. —Y colgó.

Quise arrojar la radio al demonio, pero recobré la cordura justo a tiempo. Y también la cautela, pues mis ojos, siguiendo la posible trayectoria de la radio, habían avistado dos figuras que trepaban por la chatarra.

Enfilaban hacia mí, tal vez atraídas por la transmisión. Me deslicé por el flanco del vehículo derruido y regresé al laberinto.

Aún no he perdonado del todo a Cricket, pero debo decir que mi amor murió con esa llamada telefónica. Claro que en parte me lo merecía, pues a menudo le había engañado en el pasado. Y en su defensa, él pensó que yo estaba atrapada en un ascensor, como miles de lunarianos en ese momento, y no creyó que corriera peligro, y en todo caso no podía hacer nada.

Seguro. Y tu mamita habría follado con un cerdo, Cricket, si hubiera encontrado alguno que estuviera dispuesto. No me diste tiempo de explicarme.

Lo que me sacó de quicio fue que, cuando al fin estuve en condiciones de llamar de nuevo, él había ordenado al teléfono que rechazara mis llamadas. Arriesgué el pellejo buscando más aire y un nuevo lugar desde donde transmitir, y lo único que obtuve fue una señal de ocupado.

Recibí varias de esas señales en rápida sucesión. Brenda no contestaba. Visiones imposibles me pasaban por la cabeza, desde una fuga de aire en toda la ciudad hasta millares de soldados como los que había visto, demoliendo el planeta entero.

Pero tenía que seguir intentando. Así que regresé al laberinto y busqué mi agujero de aire favorito. Y vi a dos tíos fornidos montando guardia, armas en mano.

¿Contaba con diez minutos de aire cuando retrocedí hacia la pila de tubos de cromo para ocultarme de los soldados. Eso había sido siete minutos antes.

Mi primera medida consistió en reducir el coeficiente de diseminación de oxígeno de mi pulmón artificial a un nivel que estaba a un paso de la inconsciencia.

Ídem el coeficiente de enfriamiento. Supuse que eso estiraría los diez minutos a quince si no tenía que moverme mucho. Hasta ahora no me había movido en absoluto. El parpadeo de la lucecita roja me indicaba que el nivel de oxígeno de mi sangre era bajo. Y se había encendido otro medidor que normalmente permanecía apagado, asegurándome que la temperatura de mi cuerpo estaba en 39,1 grados y se elevaba lentamente. Sabía que no soportaría mucho más sin caer en el delirio; más allá de los cuarenta se extendía un territorio peligroso.

Soy pésima como táctica, lo admito, al menos en una situación como ésa. Veía los elementos del problema, pero sólo podía sudar. Esos tíos de arriba, por ejemplo. ¿Podían comunicar mi posición a los gorilas que custodiaban el tanque de aire? Estaban a treinta metros de mi cabeza, y si tenían algún tipo de coordinación los guardias pronto recibirían el mensaje de estar atentos a la llegada de un trofeo jadeante, redondo como un balón, cómplice conocido de tuberías cromadas.

¿Y qué podría hacer en ese caso? No había esperanzas de llegar por ese laberinto hasta la próxima unidad de aire, que de todos modos también podía estar vigilada. Si esos sujetos no encontraban otro sitio adonde ir en ocho minutos, sólo me quedaba esperar para ver si me moría de asfixia o me hervía en mi propio sudor. No tenía una preferencia; es algo que sólo podría interesarle a un médico forense.

Brenda Starr, reportera heroica, sin duda habría elaborado alguna estratagema, alguna distracción, algo para alejar a esos temibles soldados del tanque de aire el tiempo suficiente para reaprovisionarme. Hildy Johnson, maestra muerta de miedo —«muerta» era casi literal en estas circunstancias— y ex cagatintas, no sabía cómo actuar sin llamar la atención.

Había un ingrediente favorable en el cóctel. Mi lengua había continuado su vida independiente mientras yo me ocultaba, y pronto me sorprendió el ruido de una señal de ocupado. Ni siquiera sabía a quién había llamado, y mucho menos cómo había salido la señal. Luego deduje (y más tarde confirmé) que algún objeto de esa pila de chatarra oficiaba de antena, retransmitiendo mis llamadas a la superficie, y de ahí al satélite.

Así que de nuevo llamé a Brenda (sin respuesta), y a El Pezón (sin respuesta), y a Liz.

—Palacio de Buckingham, habla su majestad —dijo una voz gangosa.

—Liz, Liz, habla Hildy. Estoy en apuros.

Hubo un silencio largo y aguardentoso. Me pregunté si se habría dormido. Luego oí un sollozo.

—¿Liz? ¿Todavía estás allí?

—Hildy, Hildy. Cielos, no quise hacerlo.

—¿No quisiste hacer qué? Liz, no tengo tiempo para…

—Soy una borracha, Hildy. Una maldita borracha.

No era precisamente una primicia. No dije nada, pero oí sus espasmódicos sollozos mientras mi reloj personal contaba los segundos.

—Dijeron que podrían encerrarme largo tiempo, Hildy. Muy largo tiempo. Yo estaba asustada, y me sentía muy mal. Temblaba y vomitaba continuamente aunque no lanzaba nada, y no querían darme un trago.

—¿De qué hablas? ¿Quiénes no querían?

—Ellos, demonios. El OC.

Para entonces más o menos lo había deducido. En ese momento Liz tartamudeó incoherencias, y después me enteré de la historia completa, y era algo parecido a lo siguiente.

Aun antes de la celebración del Bicentenario, Liz era empleada del OC. En algún momento la habían arrestado, encarcelado y acusado de muchas infracciones relacionadas con el uso de armamento. (Lo mismo ocurrió con muchos otros; la invasión de Villa Heinlein se organizó con armas confiscadas durante una gran redada, un hecho que jamás salió en las noticias.)

—Dijeron que podía estar ochenta años en la cárcel, Hildy. Y luego me dejaron tranquila, y el OC me habló y me dijo que si le hacía algunos recados, retirarían los cargos.

—¿Qué pasó, Liz? ¿Te descuidaste?

—¿Qué? Oh, no sé, Hildy. Nunca me mostraron las pruebas en mi contra. Dijeron que las presentarían en el juicio. No sé si las habían obtenido legalmente o no. Pero cuando el OC dio su discurso comprendí que no importaba. Hablamos de eso. Si él quisiera, podría tender una trampa a todos los habitantes de Luna por una cosa u otra. Yo sólo veía que en un tribunal llevaría las de perder. No quería que llegara tan lejos.

—Así que me delataste.

Hubo un largo silencio. Habían transcurrido unos minutos más. Los guardias no se habían movido. No había nada que hacer salvo escuchar.

—Cuéntame el resto —dije.

Aparentemente el OC quería saber ciertas cosas sobre ese grupo que vivía en Delambre. Le sugirió a Liz que me llevara allí para ver qué sucedía.

Era para sentirse halagada. El OC debía valorar muchísimo mi instinto de sabueso. Supongo que si yo no hubiera visto nada en esa primera excursión, habría organizado otra cosa, hasta darme una pista. Después de eso, de un modo u otro lograría dar con la historia.

—Sintió mucho interés cuando trajiste esa cinta de la niña. En ese momento yo era una sucursal de su empresa, Hildy. Le dije que encontraría un modo de hacerte soltar la lengua. En ese momento habría hecho cualquier cosa.

—El síndrome del rehén —dije. Los guardias aún estaban ahí.

—¿Qué? Ah sí. Probablemente. O mera falta de carácter. De cualquier modo, me dijo que me callara o sospecharías. Eso hice, y al fin me invitaste a ir.

Y en esa primera visita había robado un generador de campo. No dijo cómo, pero tal vez no fuera difícil. No son peligrosos a menos que uno intente abrirlos.

Pude imaginarme el resto sin ayuda. En una semana el OC había aprendido lo suficiente sobre tecnología de campo para lograr que sus efectivos atravesaran las barreras, aunque no para equiparlos con sus propios trajes de campo.

—Y eso es todo —suspiró Liz—. Supongo que te han arrestado, y también a los demás. ¿Dónde te tienen? ¿Han fijado la fianza?

—¿Hablas en serio?

—Oye, Hildy, no creo que él tenga ninguna acusación grave contra ti.

—Liz… ¿qué está pasando ahí?

—¿A qué te refieres?

—Cricket dijo que todo se iba al demonio.

—No sé, Hildy. Estaba durmiendo cuando llamaste. Estoy en mi apartamento. Pensándolo bien, las luces tiemblan. Pero podría ser mi cabeza.

Estaba tan a oscuras como yo. Como mucha gente. La gente que se quedaba en su apartamento y no vivía en los sectores donde se interrumpía el servicio de oxígeno, tenía muchas probabilidades de perderse las primeras etapas del Gran Fallo. Liz había estado en un sopor alcohólico, con el teléfono sintonizado para recibir únicamente llamadas mías.

—Liz, ¿porqué?

Hubo una larga pausa.

—Hildy, soy una borracha. Nunca confíes en una borracha. Si debes escoger entre una persona y un trago… no hay opción.

—¿Nunca pensaste en buscar una cura?

—Tesoro, me gusta beber. Es lo único que me gusta. Eso y Winston.

Tal vez debí atizarle un golpe bajo en ese momento, pues estaba muy furiosa con ella. Decirle que su perro estaba frito y resecado por el vacío no habría bastado para desquitarme por lo que me había hecho.

Pero en ese momento empecé a sentir mucho calor. Ya estaba bastante tibia, pero de golpe mi piel se puso tan caliente que quería arrancármela y sentí un dolor quemante en el costado izquierdo del pecho.

El traje de campo hacía lo que podía. Miré alarmada el descenso del indicador que mostraba los minutos de vida que me quedaban. Pensé que no iba a detenerse. Demonios, casi era mejor así. Con el descenso del medidor una ráfaga de aire frío me bañó el cuerpo. Al menos no me freiría.

Pero al fin entendí lo que sucedía. Durante un minuto había sentido sacudidas breves y bruscas en los tubos de metal contra los cuales me inclinaba y la agarradera de metal donde apoyaba los pies. Entonces vi una bala que chocaba contra un tubo. No podía ser otra cosa. Dejó una melladura en el metal. Alguien disparaba hacia abajo desde la pila de chatarra. Disparaba a ciegas, pues yo no veía al tirador. Pero las balas rebotaban, y una al fin me acertó. No resistiría otro disparo.

Cogí un tubo y marché hacia el corredor. No creía poder hacer mucho contra esos toscos trajes de presión, pero si les pegaba en los visores al menos tumbaría a uno de ellos, y caería peleando. Era lo menos que le debía a Winston.

Fue como pisar un peldaño inexistente. Salí al corredor empuñando el tubo como un bateador. Y no había nadie.

Los guardias se replegaban a la luz de las lámparas de sus cascos, dirigiéndome hacia la salida.

Nunca lo sabré con certeza, pero aparentemente los habían llamado desde arriba para ordenarles que me buscaran. ¿Cómo iban a saber que los tíos de la cima de la pila estaban pocos metros más arriba? Si se hubieran quedado en su sitio, yo habría muerto en noventa segundos a lo sumo. Les di diez segundos para que se alejaran a una distancia desde la cual no pudieran verme y busqué la manguera del adaptador.

No estaba allí.

Me enfureció la tontería de morirme de asfixia a un paso de una tonelada de oxígeno comprimido. Le di un manotazo al tanque, encendí la linterna y alumbré el suelo. Estaba segura de que se habían llevado la manguera. Es lo que yo hubiera hecho en lugar de ellos.

Pero no se la habían llevado. Estaba al pie de la unidad de aire. Tal vez uno de ellos la había desprendido cuando decidió apoyar su gordo trasero en el tanque. La conecté con el tanque y la válvula de mi pecho e hice girar la llave.

Me gano la vida con palabras, y respeto las palabras. Siempre quiero usar la más precisa, así que busqué largo tiempo la apropiada para describir la sensación que me dio el primer borbotón de aire fresco, y llegué a la conclusión de que nadie la ha inventado. Pensad en el mayor placer que hayáis experimentado, y usad la palabra que os guste para describirlo. Un orgasmo palidecía en comparación.

¿Por qué no se habían llevado la manguera? La respuesta resultaría ser muy sencilla, y típica del Gran Fallo. No sabían que la necesitaba.

Los policías y soldados que invadieron Villa Heinlein no sabían mucho sobre nada. No esperaban resistencia armada. No sabían nada sobre la naturaleza o las limitaciones de la tecnología de los trajes de campo. Ni les habían dicho que había dos grupos que obedecían órdenes conflictivas, con lo cual uno destruiría al otro. Todo esto afectó terriblemente su táctica. Muchas personas sobrevivieron gracias a la confusión, y yo fui una de ellas. Me gustaría adjudicarme el mérito de mi supervivencia —y no todo lo que hice fue estúpido—, pero lo cierto es que tuve a Winston, y tuve mucha suerte, y esa suerte tuvo mucho que ver con la ignorancia y la falta de coordinación de los atacantes.

Empecé a comprender esta situación cuando me alejé del tanque de aire para internarme en un corredor, creyendo que me llevaría a otra salida. No sabía de cuánto me serviría, pero valía la pena tenerlo en cuenta.

Una vez en la superficie, llamé a El Pezón y recibí otra señal de ocupado, mientras permanecía atenta a la aparición de más chicos malos. Esperaba que todos estuvieran sobre la pila de chatarra, en lo posible tropezándose y rompiéndose piernas, cabezas y otras partes del cuerpo. Ojalá Callie estuviera ahí; ella les habría arrojado un maleficio.

¿Callie? Bien, qué diablos. Tuve que buscar el número en los recovecos más alejados de mi memoria, y no me sirvió de nada. Ni siquiera la señal de ocupado. Nada salvo aire muerto.

Entonces recordé el código máximo. ¿Por qué me demoré tanto? Creo que Walter me había inculcado de veras la idea de que ese código no debía usarse, que sólo existía como un paradigma inalcanzable de perfección sensacionalista. Una noticia que justificara el uso del código máximo requeriría titulares ante los cuales una tipografía de cuerpo 72 parecería letra pequeña. La otra razón es que nunca había pensado en esos sucesos como una noticia.

A decir verdad, no depositaba muchas esperanzas en esa llamada. Había usado mi código de acceso normal para El Pezón, y eso debió bastarme para sortear un atasco de llamadas y llegar directamente a la oficina de Walter. Hasta ahora sólo había oído la señal de ocupado. Pero de cualquier modo tecleé el código, y Walter dijo:

—No me digas dónde estás, Hildy. Cuelga y alejate de tu posición actual todo lo posible, luego llámame de nuevo.

—¡Walter! —grité. Pero la línea ya estaba muerta.

Sería grato informar que hice inmediatamente lo que él decía, que no perdí tiempo, que continué demostrando la valiente resolución que me caracterizaba desde que se efectuaron los primeros disparos. Es decir, hasta ahora no había llorado. Pero ahora, lloré. Rompí a llorar como un bebé.

No lo intentéis con un traje de campo, cuando se consigan. No se respira, así que los pulmones sufren un espasmo. Los oídos estallan. El mecanismo regulador se descalabra, así que gasté diez minutos de oxígeno en tres minutos de histeria. V. M. Smith no tuvo en cuenta los arrebatos emocionales cuando los diseñó.

Había tenido la astucia de conservar la manguera de conexión, así que regresé al tanque de aire y me recargué. Si tan sólo pudiera encontrar un tanque portátil suelto lograría atravesar la superficie. Demonios, si era demasiado grande para cargarlo, lo arrastraría. ¿Oigo mencionar al soldado muerto y su traje? Gracias, gran idea, pero mi turbadora precisión con la ametralladora había dañado una de las conexiones. Lo comprobé cuando pedí prestada la linterna, y de nuevo —porque necesitaba el aire, y tal vez me hubiera equivocado— cuando rescaté la radio. Libby tal vez hubiera montado un adaptador con la chatarra que me rodeaba, pero teniendo en cuenta la presión de ese tanque habría preferido besar una serpiente de cascabel.

Éstos son los pensamientos que se tienen en el agotamiento que sigue a un acceso de llanto. El llanto me había aliviado. Redujo mi creciente pánico y me permitió evaluar mis decisiones, tomar en cuéntalos dos actores que obraban a mi favor, y me los repetí como cantando un mantra: primero, mi cerebro, que era bastante bueno a pesar de las pruebas en contrario que he presentado hasta ahora; segundo, la capacidad de Walter para tomar decisiones, que era óptima.

Me sentía alegre cuando llegué de nuevo a la salida y eché un vistazo a la superficie buscando enemigos. Me puse eufórica al no ver ninguno. Aléjate de tu posición actual, había dicho Walter. Todo lo posible.

Me alejé del laberinto y atravesé un corto tramo de luz solar, dirigiéndome a la sombra de la Heinlein,

—¿Hola, Walter?

—Dime lo que sabes, Hildy, y deprisa.

—Estoy en un gran brete, Walter…

—Lo sé, Hildy. Cuéntame lo que no sé. ¿Qué sucedió?

Así que me embarqué en una historia condensada de mis relaciones con los heinleinianos. Walter me interrumpió de nuevo. Sabía quiénes eran, dijo. ¿Qué más? Bien, el OC se traía algo entre manos, dije, y Walter dijo que también lo sabía.

—Parte de la premisa de que sé todo lo que sabes, excepto lo que te sucedió hoy. Hablame de hoy. Hablame de la última hora. Sólo las partes importantes. Pero no menciones nombres ni lugares específicos.

Con tantas omisiones, no me llevó mucho tiempo. Se lo conté en menos de cien palabras, y podría haberlo resumido en una: ¡Socorro!

—¿Cuánto aire tienes? —preguntó.

—Quince minutos.

—Más de lo que pensaba. Tenemos que organizar una cita sin mencionar nombres de lugares. ¿Alguna idea?

—Tal vez. ¿Conoces el mayor elefante blanco de Luna?

—Sí. ¿Estás cerca de la trompa o de la cola?

—La trompa.

—Perfecto. Si en nuestra última partida de póquer, la carta alta de mi mano era un rey, camina hacia el norte. Si era una dama, hacia el este. Si era una sota, hacia el sur. ¿Entendido?

—Entendido. —Me dirigiría hacia el este.

—Camina diez minutos y aguarda. Estaré allí.

Con otra persona yo habría desperdiciado otro minuto señalando que sólo me dejaba un margen de cinco minutos, sin esperanzas de regresar. Tratándose de Walter, sólo dije:

—Así lo haré.

Walter tiene muchas características despreciables, pero si dice que hará algo, lo hace.

De todos modos tendría que apresurarme. Mientras hablábamos había avistado a dos enemigos que cruzaban la planicie a grandes trancos. Venían del norte, así que arrojé la radio hacia el sureste. De inmediato cambiaron de rumbo para seguirla.

Ahora venía la parte difícil. Los vi pasar frente a mí Aun con un traje normal, yo habría sido difícil de avistar en las sombras. Pero eché a andar hacia el este, y poco después salí a la brillante luz del sol. Recordé que Gretel había sido difícil de localizar cuando la encontré por primera vez. Nunca me había sentido tan desnuda. No dejé de mirar a los soldados, y cuando llegaron al punto donde había caído la radio me detuve y los observé mientras ellos escrutaban el horizonte.

No permanecí quieta mucho tiempo, pues pronto localicé a cuatro personas más que acudían desde varias direcciones. Fue una de las cosas más difíciles que hice jamás, pero eché a andar antes que cualquiera de ellos se acercara demasiado.

Con cada paso pensaba en todos los modos en que podían encontrarme y aprehenderme. Una simple unidad de radar habría bastado. No entiendo mucho de física, pero suponía que el traje de campo irradiaría una señal fuerte.

No debían de tener radar, pues en poco tiempo estuve a distancia suficiente para no distinguirlos del resplandor del suelo, y si yo no los veía a ellos era seguro que ellos no me veían a mí.

En el noveno minuto un flotador plateado revoloteó en silencio sobre mi cabeza, a menos de diez metros, y yo habría saltado de mis calcetines si hubiera tenido calcetines. Giró en el aire, y vi el emblema de El Pezón en el flanco, y sentí un gran alivio.

El piloto trazó un gran óvalo a cierta distancia de la Heinlein que ya estaba fuera de la vista, mostrándose porque yo debía ir hacia él, y no a la inversa. El flotador se posó a mi derecha, semejante a un mosquito gigante copulando con un camastro. Eché a correr.

Debía de tener un sensor en la escalerilla, porque el flotador se elevó en cuanto apoyé ambos pies. No era la clase de maniobra que me habría gustado hacer en una excursión dominical, pero podía entender su prisa. La compuerta de la cámara de presión se abrió, y cuando abordé el vehículo enfrenté la improbable visión de Walter apuntándome con una ametralladora.

Vaya, en las últimas horas me habían apuntado con tantas armas que la escena —que un año atrás me habría hecho titubear, sobre todo durante una renovación del contrato— apenas me afectó. Experimenté algo que había notado antes al final de momentos de gran tensión. Quería dormirme.

—Guarda esa cosa, Walter. Si disparas, moriremos los dos.

—El casco de presión es reforzado —dijo Walter, sin dejar de encañonarme—. Ante todo, quítate ese traje.

—No estaba pensando en la descompresión —dije—. Pensaba que tal vez te meterías un balazo en el pie, y luego, con suerte, me acertarías a mí.

Pero desactivé el traje, y él me miró a la cara, echó un vistazo a mi cuerpo desnudo y muy preñado, y desvió los ojos. Guardó el arma y regresó al asiento del piloto. Yo me senté al lado.

—Un día bastante agitado —dije.

—Ojalá volvieras a cubrir noticias en vez de crearlas. ¿Qué has hecho para irritar tanto al OC?

—¿Acaso fui yo? ¿Yo fui la causa de todo esto?

—No, pero eres una parte importante.

—Dime qué sucede.

—Nadie tiene el cuadro completo aún —dijo, y me contó lo poco que sabía.

Había comenzado —en el mundo normal— cuando miles de ascensores se atascaron entre un nivel y otro. En cuanto se despacharon las cuadrillas de emergencia, surgieron otros fallos. Pronto todos los medios de comunicación de masas enmudecieron y Walter recibió informes sobre despresurización y agotamiento del oxígeno en otras ciudades. Hubo incendios, disturbios y confusión. Poco antes de que él recibiera mi llamada, el OC había aparecido en las principales frecuencias con un anuncio que pretendía calmar a la población pero resultaba extrañamente perturbador. Dijo que había disfunciones, pero que ya estaban bajo control. («Una mentira obvia», dijo Walter, casi con deleite.) El OC se había comprometido a trabajar mejor en el futuro, prometió que no sucedería de nuevo. Dijo que ahora él controlaba todo.

—La primera implicación —dijo Walter— era que durante un tiempo él no controlaba las cosas, y quiero una explicación. Pero lo que más me afectó, cuando pensé en ello, fue… ¿a qué clase de control se refería?

—Creo que no entiendo.

—Bien, obviamente él controla el funcionamiento cotidiano de Luna, en el sentido de que administra ciertas cosas. Aire, agua, transporte. Y ejerce mucho control sobre ciertos sectores sociales. Prepara planes para el Gobierno, por ejemplo. Participa en todo. Monitorea todo. ¿Pero controlar? No me gusta ese término.

Mientras pensaba sobre ello, un objeto rápido y brillante nos alcanzó, nos disparó desde la izquierda y luego trató de hacerlo desde la derecha, como si hubiera cambiado de parecer. Se transformó en una bola de fuego y lo atravesamos volando. Oí un repiqueteo en el casco, esquirlas del tamaño de granos de arena.

—¿Qué demonios fue eso?

—Alguno de tus amigos. No te preocupes, domino la situación.

—¿Dominas? ¡Nos han disparado!

—Y errado. Y estamos fuera de su alcance. Y esta nave está equipada con los mejores dispositivos de distorsión de señales que se pueden comprar. Tengo trucos que ni siquiera he usado.

Miré de soslayo a ese hombre osuno, encorvado sobre sus controles manuales mientras miraba los dispositivos del salpicadero, dispositivos que sin duda no habían salido de fábrica junto con el flotador.

—Debí saber que tenías contactos con los heinleinianos.

—¿Contactos? —resopló—. Estaba en el consejo de administración de la Sociedad L5 cuando la mayoría de esos heinleinianos aún no habían nacido. Mi padre estaba ahí cuando se lanzó la quilla de esa nave. Claro que tengo contactos.

—Pero no eres uno de ellos.

—Digamos que tenemos ciertas diferencias políticas.

Tal vez pensaba que eran demasiado izquierdistas. Mucho tiempo atrás yo había hablado de política con Walter, como la mayoría de la gente cuando entraba a trabajar en El Pezón. Pocos tenían una segunda conversación. La palabra más caritativa que yo usaba para describir sus convicciones era «desaforadas». Lo que para muchos de nosotros sería anarquía para Walter era una camisa de fuerza social.

—¿No te agrada el señor Smith?

—Un gran científico. Lástima que sea socialista.

—¿Y el proyecto de la nave estelar?

—Funcionará el día en que vuelvan al plan original. Más veinte años para reconstruir la nave y arrancarle toda la chatarra que ha instalado Smith.

—Una chatarra bastante ingeniosa.

—Él fabrica un magnífico traje espacial. Aún no me ha mostrado un motor estelar.

Decidí no insistir, pues no tenía intenciones de ensarzarme en una discusión, y porque no sabía si tenía razón o no.

—Y las armas —comenté—. Si hubiera pensado en ello, habría sabido que poseías armas.

—Todos los hombres libres poseen armas. —No tenía caso recordarle que yo había prescindido de esa libertad casi toda mi vida, ni lo que había intentado hacer cuando la obtuve. Sería una discusión inútil.

—¿Te la consiguió Liz?

—Yo le consigo las armas a Liz. A menos hasta hace poco. Ahora está bebiendo demasiado, y no confío en ella. —Me miró de reojo—. Tú tampoco deberías confiar en ella.

Decidí no preguntarle cómo lo sabía. Quería pensar que de haber sabido que Liz estaba entregando a los heinleinianos, Walter los habría puesto sobre aviso, a pesar de sus diferencias políticas. O al menos me habría puesto sobre aviso, ya que parecía saber tanto sobre mis actividades recientes. Nunca se lo pregunté.

Pude preguntarle muchas cosas mientras volábamos sobre la planicie a cincuenta metros de altura. Si le hubiera preguntado algunas —cómo sabía lo que sucedía con el OC, entre ellas— me habría evitado muchas preocupaciones. En realidad, me habría dado otras razones para preocuparme, pero me preocupo mejor cuando tengo motivos para estar asustada. En ese momento me sentía tan aliviada por el rescate que simplemente me regodeé en el calor de esa nueva seguridad.

¿Cómo iba a saber que sólo me quedaban diez minutos para estar con él? Walter monitoreaba continuamente sus instrumentos, y al oír una advertencia masculló un juramento y activó los retropropulsores. Comenzamos a descender. Yo estaba por dormirme.

—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Problemas?

—No creo. Sólo esperaba llegar un poco más cerca, pero deberás bajarte aquí.

—¿Bajarme? Vaya, Walter, creo que prefiero ir a tu apartamento. —Yo había echado una rápida ojeada en torno. Ese lugar jamás figuraría en Las 1001 vistas más bonitas de Luna. No había rastros de habitación humana. No había rastros de nada, ni siquiera una huella de dos siglos.

—Me encantaría recibirte, Hildy, pero eres demasiado peligrosa. —Se volvió hacia mí—. Mira, encanto, así son las cosas. Tengo acceso a una lista de varios cientos de personas que el OC está buscando, y tú figuras en el primer lugar. Por lo que he sabido, el OC está muy decidido a encontrarlas. Muchas personas han muerto en la búsqueda; no sé qué sucede, porque es un fallo realmente grande, pero me propongo averiguarlo… pero tú no puedes ayudarme. Únicamente puedo ocultarte en un sitio donde estés a salvo del OC. Tendrás que quedarte ahí hasta que haya pasado el temporal. Es demasiado arriesgado para ti.

Creo que por un rato sólo exhalé aire. Eran demasiados cambios con demasiada prisa. Cuando empezaba a sentirme segura, me arrancaban la alfombra de debajo de los pies.

Yo sabía que el OC me buscaba, pero la sensación fue diferente cuando me lo dijo Walter. Él nunca se equivocaba en esas cosas. Y no era alentador inferir que el OC se proponía matarme cuando me encontrara. ¿Porque yo sabía demasiado? ¿Porque había metido las narices donde no debía? ¿Porque no quería compartir conmigo las regalías de su súper-pasta-de-dientes? No tenía idea, pero quería saber más, y me proponía saberlo antes de salir del flotador de Walter.

Walter, que acababa de llamarme encanto. ¿A qué cuernos venía todo eso?

—¿Qué quieres que haga? —pregunté—. ¿Que acampe allá fuera, en los maria? Me temo que no traje la tienda.

Metió la mano atrás del asiento y empezó a entregarme cosas. Un tanque de aire de diez horas. Una linterna. Un crujiente saco de lona. Me puso una brújula en la palma, abrió la compuerta de salida.

—Hay cosas útiles en el saco —dijo—. No tuve tiempo para traer más. Es mi equipo de supervivencia. Ahora debes largarte.

—No me iré.

—Te irás. —Suspiró, desvió los ojos. Se le veía muy viejo—. Hildy, tampoco es fácil para mí, pero creo que es tu única oportunidad. Tienes que confiar en mí porque no hay tiempo para contarte más, ni hay tiempo para hacer chiquilladas y dejarse vencer por el pánico. Quería dejarte más cerca, pero así será mejor. —Señaló el salpicadero—. En este momento creo que eres invisible. Si bajas, el OC no sabrá adonde fuiste. Si te acercas más, será como dibujarle un mapa. Tienes aire suficiente para llegar, pero no tenemos más tiempo para hablar, porque debo irme de aquí dentro de un minuto.

—¿Adonde quieres que vaya?

Me lo dijo, y si me hubiera dicho otra cosa yo no habría bajado del flotador. Pero tenía sentido, y él parecía bastante asustado. Ver a Walter asustado era toda una novedad, y no dejó de impresionarme.

Pero aún titubeaba, preguntándome si me obligaría en caso de que yo me negara a moverme. Entonces él me cogió el cuello, me atrajo hacia sí y me besó en la mejilla. Quedé tan sorprendida que no me resistí.

Me soltó de inmediato, y se apartó.

—¿Te falta poco?

—Diez días más —dije—. No habrá problemas.

—No debería haberlos, pensé, a menos…. —A menos que creas que deberé ocultarme durante…

—No creo. Trataré de comunicarme contigo dentro de tres días. Entretanto, manten la cabeza gacha. No intentes comunicarte con nadie. Permanece aquí una semana, nueve días si es necesario.

—El décimo saldré —declaré.

—Para entonces ya tendré otra cosa —prometió—. Ahora lárgate.

Salí a la cámara de presión, la despresuricé, noté que el traje de campo se activaba. Bajé a la planicie y el flotador se elevó en el cielo y se alejó hacia el horizonte. Antes de sujetarme el tanque de oxígeno, alcé la mano y toqué la lágrima de Walter, aún tibia en mi mejilla.

No sé a qué distancia de mi destino final me dejó Walter. Veinte o treinta kilómetros. No creía que fuera un problema.

Recorrí los diez primeros con las zancadas que los músculos que han evolucionado en la Tierra pueden producir en la gravedad lunar, ese andar que, salvo la bicicleta, es el transporte energéticamente más eficiente que conoce el hombre. Y si recordáis que esa distancia se recorre prontamente con un traje de presión común, pensad en un traje de campo. Uno prácticamente vuela.

Pero no es aconsejable para mujeres encinta. Al poco tiempo tuve una sensación rara en el vientre, y aminoré la marcha, haciendo nerviosos cálculos acerca del oxígeno y la distancia mientras comenzaba a internarme en territorio conocido.

Llegué a la vieja cámara de presión con tres horas de aire libre y los pies entumecidos. Me dormí algunas veces, despertando cuando estaba por caerme de bruces, consultando la brújula mientras me restregaba los ojos, recobrando la compostura. Por suerte, cuando todo comenzó estaba en terreno conocido.

Tuve un mal momento cuando la cámara de presión se negó a abrirse. ¿Era posible que hubieran clausurado ese sitio en los últimos setenta años? No había pasado tanto tiempo desde que yo lo había usado. Desde luego, conocía otras cámaras en la zona, pero Walter había dicho que era peligroso usarlas. Pero las usaría antes que morir en la superficie. Estaba pensando en ello cuando la rezongona y vieja maquinaria se activó y el tambor de la cámara rotó. Entré, presuricé la cámara, entré en el ascensor, que me depositó en un pequeño cubículo de seguridad. Tecleé las letras M-A-R-I-A-X-X-x. A poca distancia, una vieja dama notaría que la puerta estaba en uso. Si Walter tenía razón, esa información no sería retransmitida al Ordenador Central.

No hay como estar en casa, pensé, entrando en la penumbra y aspirando el olor a podredumbre de una selva tropical cretácea. Estaba en un rincón distante del criadero de dinosaurios donde había pasado mi infancia, la hacienda de Callie. La CC siempre había sido de ella, y Callie jamás había pensado en llamarla C&M ni nada por el estilo. A mí no me interesaba ser copropietaria, pero me habría gustado sentirme como algo más que un peón. Pero no entremos en eso.

Ese rincón —y me preguntaba cómo lo había sabido Walter— siempre había sido para mí la Caverna de María. La caverna de marras estaba a pocos metros, y era el sitio donde yo jugaba cuando era pequeña y aún me llamaba María Cabrini.

Así que me dirigí hacia la Caverna de María, donde junté musgo seco para formar un lecho, y me proponía apoyar la cabeza en el saco de lona que me había dado Walter y dormir por lo menos una semana. Nunca supe si logré apoyarla porque me dormí mientras mi cabeza descendía.

Dormí tres horas. Lo sé porque miré el reloj de mi pantalla en cuanto me despertaron los primeros dolores del parto.