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GUERRA

¿Que hacías durante el Gran Fallo?

Es una pregunta interesante desde varios puntos de vista. Si yo preguntara qué hacías cuando te enteraste del asesinato de Silvio, recibiría muchas respuestas, pero al cabo de un minuto el noventa y nueve por ciento de la gente estaba pegada al pad de noticias (veintisiete por ciento a El Pezón). Lo mismo sucede con otros hechos importantes que modelan nuestra vida. Pero cada cual tendrá su propia historia respecto del Fallo. La historia comenzará así.

Algo importante sufrió una disfunción. Según de qué se tratara, la gente llamó al mecánico o la policía o gritó a todo pulmón. Luego el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento activó el pad de noticias para averiguar qué demonios sucedía. Y al activarlo no recibió nada.

Nuestra época no sólo es rica en información. Está saturada de información. Esperamos que esa información circule tan regularmente como el oxígeno que respiramos, y somos propensos a olvidar que ese proceso depende de máquinas falibles, al igual que el aire. Y le damos casi la misma importancia que al aire. Dos segundos de suspensión del servicio de un gran padloide generan cientos de miles de quejas. Llamadas coléricas, amenazas furiosas de cancelar las suscripciones. Llamadas temerosas. Llamadas de pánico. Activar el pad y no recibir más que ruidos y manchas es el equivalente lunar de un terremoto planetario. Esperamos que nuestras redes de información sean integrales, ugicuas, globales, y lo esperamos ahora.

Hasta hoy, el Gran Fallo representa la principal fuente de ingresos de la industria de la terapia en Luna. Los especialistas en gestión de crisis han encontrado un filón fabuloso que no muestra signos de agotamiento. En lo concerniente al estrés producido, le atribuyen una puntuación mayor que ser víctima de una agresión violenta o la pérdida de un padre.

Lina de las causas del estrés fue que la experiencia de cada cual fue diferente. Cuando nuestra visión del mundo, nuestras opiniones y los «datos» en que se basan, los hechos que han modelado nuestra conciencia colectiva, lo que nos gusta (porque les gusta a todos) y lo que nos disgusta (ídem), se reciben por el omnipresente pad de noticias, quedamos desorientados si el pad se anula y de pronto debemos reaccionar por nuestra cuenta. Sin saber cómo reaccionó la gente de Arkytown. Sin repeticiones incesantes de los momentos más dramáticos. Sin expertos que nos sugieran qué pensar, qué está haciendo la gente (para que podamos hacer lo mismo). Estás solo, compadre, buena suerte Ah, de paso, amigo, si eliges mal puedes morir.

El Fallo es el único gran acontecimiento donde nadie vio todos los hechos en una síntesis proporcionada por expertos que se especializan en recortar la historia para darle el tamaño adecuado para un padloide. Cada cual vio un pequeño fragmento, el propio. Casi ninguno de esos fragmentos tenía gran importancia en el cuadro general. Tampoco el mío, aunque yo estaba «más cerca» que la mayoría de vosotros del centro de la historia, si ésta tenía un centro. Sólo un puñado de expertos que al fin lo controlaron supieron lo que sucedía. Leed sus versiones, si estáis capacitados, para averiguar lo que pasó. Yo lo he intentado, y si podéis explicarlo por favor enviadme una sinopsis de veinticinco palabras o menos, omitiendo escrupulosamente toda cita literal.

Aclaro desde un principio, pues, que no brindaré muchos detalles técnicos. Aclaro que no contaré mucho sobre lo que sucedió en los entresijos. Soy tan ignorante como los demás.

Esto es simplemente lo que me ocurrió a mí durante el Gran Fallo.

Después, cuando fue necesario hablar sobre Delambre y su colonia de excéntricos, los padloides tenían que inventar un término que todos reconocieran, un término conciso que designara el lugar y sus habitantes. Como sucede en estas situaciones, hubo un período de tanteo e investigación de mercado, de escuchar cómo lo llamaba la gente. Oí que lo llamaban villorrio, conejar y refugio. Mi palabra favorita era «termitario». Describía con precisión los tortuosos pasajes del basural de Delambre.

Los padloides que no simpatizaban con los heinleinianos llamaron a los residentes una «camarilla». Los padloides que los admiraban hablaban de «ciuda-dela» para referirse a Delambre y la nave. Incluso había confusiones en cuanto a la palabra hemleimano. Según de quién se hablara, aludía a una filosofía política, una religión totalmente desquiciada (que luego se conocería como «heinleinianos organizados») o los practicantes de una desobediencia civil científica encabezada por V. M. Smith y algunos otros.

La simplicidad venció al fin, y la R. A. H., la pila de basura adyacente y ciertas cavernas y corredores que enlazaban todo el complejo con el resto del mundo se denominaron Villa Heinlein.

Muchas fuerzas, aparte de la hostilidad de los hein-leinianos, conspiraban contra la posibilidad de que Villa Heinlein organizara su equipo deportivo, eligiera un perrero o pusiera letreros simpáticos en sus imprecisos límites. No todos los «ciudadanos» estaban embarcados en las investigaciones prohibidas realizadas por Smith y sus vastagos. Algunos estaban allí sólo porque preferían aislarse de una sociedad que hallaban demasiado sofocante. Pero como había muchas cosas ilegales, se necesitaban medidas de seguridad, y la única seguridad que podían implementar los heinleinianos se basaba en los campos de fuerza de Smith: los elegidos podían atravesarla, mientras que para los impuros eran impenetrables.

Pero la seguridad también suponía ciertas cosas que resultaban inconvenientes incluso para un anarquista.

Las restricciones de que escapaban estas personas podían resumirse en dos palabras: Ordenador Central. No confiaban en él. No les gustaba que fisgoneara veinticuatro horas por día. Y el único modo de excluirlo era excluirlo por completo. Lo único que podía lograrlo era el campo de fuerza y las tecnologías emparentadas, artes arcanas a las que el OC no tenía acceso.

Pero al margen de lo que penséis del OC, es tremendamente útil. Por ejemplo, es difícil desempeñar cualquier oficio sin teléfono. En Villa Heinlein no había teléfonos, o al menos ninguno que llegara al mundo externo. No había modo de conectarse con la red planetaria de datos, porque todos los modos de contacto implicaban una apertura. Si Villa Heinlein tenía una norma rigurosa, era ésta: el OC no introducirá ningún tentáculo en el Enclave Delambre (mi propio término para esa comunidad de habitantes del basural).

Caray, amigos, la gente tiene que trabajar. La gente que vive totalmente aislada de los servicios municipales tradicionales tiene que trabajar aún más. No había oxígeno de regalo en Villa Heinlein. Si uno se quedaba allí y no podía pagar su provisión, más le valía aprender a respirar en el vacío.

En consecuencia, el ochenta por ciento de los residentes de Villa Heinlein eran tan residentes como yo. Yo iba los fines de semana porque no quería renunciar a mi hogar de Tejas. Muchos otros iban los fines de semana pero vivían en Ciudad Rey porque en Villa Heinlein les costaba ganar dinero para pagar las cuentas. No había muchos nichos económicos disponibles para trabajos de tiempo completo, un dato que amargaba a los heinleinianos.

¿Villa Heinlein? He aquí cómo era.

Había media docena de lugares con suficiente población para definirse como ciudades o aldeas. La mayor era Virginia City, que tenía hasta quinientos residentes. Tierra Extraña era casi igualmente vasta. Ambas localidades habían surgido por un accidente del proceso de eliminación de desechos: en esos lugares habían arrojado veintenas de grandes tubos de metal, y eran útiles para habitar y sembrar. «Vasta» significa que tenían miles de metros de longitud y un diámetro proporcional. Creo que en una época habían sido tanques de combustible. Los heinleinianos habían abierto agujeros para conectarlos, los habían presurizado y se habían mudado como parientes pobres.

Era inevitable acordarse de Lecho de Roca, aunque esta gente a menudo era muy próspera. Había normas sobre salud y seguridad. El tratamiento de las cloacas se tomaba en serio, por ejemplo, no sólo porque no querían que el lugar apestara como Lecho de Roca sino porque no tenían acceso a las aguas municipales de Ciudad Rey. Habían trasladado en camiones lo que poseían, y todo se reutilizaba sin cesar. Pero no comprendían el concepto de estética pública. Si uno quería tender una línea para colgar la ropa sucia, ningún problema. Si quería manufacturar gases tóxicos en la cocina, adelante, camarada, pero no tengas un accidente porque en Villa Heinlein algunas infracciones se castigan con la pena de muerte.

Nadie poseía tierras en Delambre, en el sentido de tener un título de propiedad (un momento, señor Heinlein, no se revuelva aún en su tumba), pero si uno se mudaba a un lugar desocupado, era el dueño. Si uno quería llamar hogar a un tanque de un millón de galones, perfecto. Sólo debía instalar un letrero que dijera PROHIBIDA LA ENTRADA y tenía fuerza de ley. Había espacio en abundancia.

Todo era empresa privada, a menudo algún tipo de cooperativa. Conocí a tres sujetos que se ganaban la vida manejando las cloacas de los tres enclaves más grandes, y vendiendo agua y fertilizante a los granjeros. La gente pagaba un ojo de la cara para apuntarse, y valía la pena, pues nadie quiere manejar todos los detalles de la vida cotidiana. Muchas carreteras eran de peaje. No se medía el oxígeno, pero se pagaba una tarifa mensual al único organismo cívico que toleraban los hemleimanos, la Junta del Oxígeno.

La electricidad resultaba tan barata que era gratuita. Sólo había que conectar un cable a la línea principal.

Y he aquí el verdadero secreto del éxito de Smith, la razón por la cual un hombre tan excéntrico gozaba de la estima de su comunidad. No cobraba por la red de campos de fuerza que aislaba Villa Heinlein del resto de Luna, la red que permitía ese estilo de vida. Si alguien quería poblar una nueva zona de Delambre, primero alquilaba una máquina perforadora a la gente que las encontraba, las reparaba y las mantenía. Una vez excavado el túnel, se instalaban los tanques, paneles solares y calefactores de las unidades de aire cada cientos de metros, y luego se pedían generadores de campo a Smith, quien los entregaba gratis.

Tenía derecho a cobrar por ellos, y muchos hein-leinianos se habrían quejado. Pero para que nadie piense que era un asqueroso comunista, debo señalar que regalaba las unidades pero no los conocimientos. Lo primero que decía al entregar un generador era: «Si metes mano en esto, vuelas en pedazos.» Años atrás alguien se había negado a creerle y había tratado de abrir uno para descubrir de dónde salía la bonita melodía, y se cayó dentro del generador. Un testigo juró que el fulano pronto fue escupido hacia fuera —y era un prodigio que se cayera dentro de un aparato más pequeño que una pelota— pero cuando salió estaba invertido, como un calcetín sucio. Vivió un rato más, y lo pusieron en la plaza pública de Virginia City como demostración de los frutos de la soberbia.

Aquí tenemos pues las fuerzas económicas, técnicas y de conducta que modelaban el villorrio de Virginia City, tal como los ríos, puertos, carreteras y climas modelaban las ciudades de Vieja Tierra. Como los residentes no han mostrado fotos del lugar, y como he visto que para mucha gente Villa Heinlein evoca cavernas de trogloditas que gotean suciedad y están infestadas de murciélagos, o bien un aerodinámico país de maravillas tecnológicas, creí conveniente aclarar las cosas.

Para visualizar la plaza pública de Virginia City, imaginad una versión más brillante y más limpia del Parque Robinson de Lecho de Roca. En una escala más pequeña. Estaba el mismo techo curvo, la misma hectárea sarnosa de hierba y árboles en el centro, y el mismo amontonamiento de cajas de embalaje. Ambos crecieron de ese modo, Parque Robinson a pesar de la ley, Virginia City por falta de ley. En ambos sitios los intrusos se apropiaban de contáiners de desecho, les abrían puertas y ventanas, y se instalaban allí. Esos residentes no apilaban las cosas en hileras, como en un depósito. El resultado se parecía a un pueblo de barro de los indios hopi, pero no tan ordenado, con largas cajas que cubrían espacios vacíos o sobresalían en ángulos insólitos, con escalerillas que conducían a todas partes.

Allí terminaba la semejanza. Dentro de las chabolas de Lecho de Roca, uno tenía suerte si encontraba un felpudo y un par de calcetines. Los módulos heinlei-nianos estaban alegremente pintados y amueblados, con canteros de geranios y palomares en el techo. El parque de Virginia City estaba verde como una cancha de golf y libre de basuras. La gente de Lecho de Roca apilaba veinte o treinta viviendas hasta que el improvisado rascacielos se derrumbaba. En Virginia City ninguna vivienda tenía más de seis pisos.

La plaza era el centro comercial de Delambre, con más tiendas e industrias familiares que en otras partes. Yo iba allí en mis visitas de fines de semana porque era buen sitio para conocer gente, y porque mis peripatéticos guías y descarados pedigüeños, Hansel, Gretel y Libby, siempre pasaban un sábado por la mañana para ver si lograban que la buena de Hildy les pagara un helado en el Emporio de la Crema (Atención Quirúrgica Mientras Espera).

El día del Gran Fallo, yo había aparcado mi voluminosa humanidad en una de las sillas de lona de la acera de ese establecimiento. Tenía una taza de café en la mano. Habría helado de sobra cuando llegaran los niños, y no me agradaba especialmente. Había hecho sacrificios peores en busca de una noticia.

Cada una de las cuatro mesas de la tienda tenía un parasol de lona en el centro, muy útil para guarecerse de la lluvia y el sol. Escruté el cielo buscando nubarrones. Nada. Al parecer tendríamos otro día de techos metálicos curvos y arcos voltaicos. El tiempo no es muy variable dentro de un tanque de combustible abandonado.

Miré hacia la plaza. En el centro había una gran estatua de un gato sentado sobre un pedestal de piedra. No sabía a cuento de qué venía. La única otra obra cívica visible era mucho menos arcana. Era una horca en un costado de la plaza. Me habían contado que sólo la habían usado una vez. Me alegró saber que el espectáculo no había atraído mucha concurrencia. Algunos aspectos del heinleinismo eran menos apetecibles que otros.

—¿Qué diablos haces aquí, Hildy? —me oí decirme a mí misma.

La ocupante de una mesa vecina me echó una ojeada. Conque esa mujer encinta hablaba sola. ¿Y qué? Cada cual es dueño de hacer lo que quiere. Debajo de la mesa oí un chasquido húmedo y familiar, y al mirar vi que Winston alzaba los ojos turbios esperando comida. Lo toqué con un pie y se tendió sibaríticamente sobre el lomo, disponiéndose a una relación más íntima de la que yo estaba dispuesta a ofrecerle. Cuando no recibió más atención, se durmió en esa postura.

—Revisemos la situación —dije. Esta vez no me miraron Winston ni la amante del chocolate caliente, pero decidí continuar mi monólogo interiormente, y era simplemente así.

Con esos repetidos intentos de suicidio, Hildy, ha sido lo que podrías llamar un mal año.

Saludaste la aparición de la Niña de Plata con los fervientes hosanas de un Alma Perdida Que Ha Visto La Luz.

Lograste establecer contacto, utilizando un instinto periodístico afinado por años de práctica, ayudada por el hecho de que en realidad ella no trataba de esconderse.

Y ella resultó ser lo que esperabas: la clave de un lugar donde la gente no se conformaba con seguir al rebaño, en ese charco de luz y calor llamado sistema solar, expulsada de su planeta natal, engatusada por un hada madrina de nuestra creación que nos facilitaba la vida mucho más que en cualquier etapa de la historia de la especie, que era capaz de hacer cosas que pocos conocíamos. ¡Quiero oír ese Amén!

¡Amén!

Y después… y después…

Una vez que has obtenido la noticia, siempre sufres una depresión pos-reportaje. Fumas un cigarro, te pones los zapatos y te vas a casa. Empiezas a buscar la próxima noticia. No tratas de vivir dentro de esa historia.

¿Por qué no? Porque al cubrir cualquier información, trátese de los flacs y Silvio, o de V. M. Smith y su alegre pandilla, sólo conocía más gente, y comenzaba a temer que mi problema consistiera en estar harta de la gente. Me había puesto a buscar una señal, y había encontrado una historia. El ángel Moroni se materializó con el fogonazo de un flash, y estaba sostenido con alambres. La zarza ardiente olía a queroseno. ¿La rueda de Ezequiel relampaguea en el cielo? Mira bien. ¿No tiene migajas de pastel pegadas?

¿Cómo puedes decir eso, Hildy?, protesté. (Y la dama del helado de chocolate se levantó y se mudó a otra mesa, tal vez porque mi monólogo no era tan interior como yo pensaba. Tal vez se volviera definitivamente shakespeariano y yo me encaramase a la silla para incurrir en un soliloquio. ¡Ser o no ser!) A fin de cuentas (continué con más calma) Smith está construyendo una nave estelar.

Bien, claro. Y su hija está construyendo cerdos con alas, y tal vez ambos vuelen, pero sin duda necesitaré protección contra una lluvia de excremento porcino antes de tener un billete para un viaje interestelar.

Sí, pero ellos están resistiendo. No le hacen reverencias al OC. Hace dos semanas te conmovió hasta las lágrimas que te aceptaran. Ahora haremos algo con el OC, pensaste.

Claro. Un día de éstos.

Dos cosas se me aclararon una vez que se desgastó la cálida camaradería y se reafirmó mi cinismo. Ante todo, los heinleinianos eran tan capaces como cualquiera de postergar las cosas indefinidamente. Aladino había admitido que la resistencia era ante todo pasiva, excluir al OC más que arrinconarlo en su guarida, porque nadie sabía cómo hacer lo segundo. Así que todos opinaban que tomarían la iniciativa en algún momento. Entretanto, hacían lo que todos hacíamos frente a los problemas insuperables; trataban de no pensar en ellos.

Además, si el OC quería estar en Villa Heinlein, estaría en Villa Heinlein.

Yo no conocía todos sus secretos. No sabía nada sobre las maquinaciones que habían llevado al clon de MacDonald a Minimata, ni sobre los otros modos en que el OC intentaba penetrar en el enclave heinleiniano. Pero hasta yo comprendía que era fácil meter un espía ahí dentro. Liz había visitado el lugar conmigo el fin de semana anterior, y la habían admitido simplemente por su reputación como persona de tendencias heinleinianas conocidas. Había algunos controles, sí, pero apostaría cualquier cosa a que el OC podía burlarlos si necesitaba infiltrar un espía.

No, el OC sin duda sentía curiosidad por esta gente, y sin duda estaba frustrado, pero el OC era una criatura extraña. El torbellino criogénico que ahora animaba su enorme cerebro era y seguiría siendo un misterio para mí. Era evidente que las cosas andaban mal, o nunca habría podido burlar su programación para hacer las cosas que había hecho conmigo. Pero también era evidente que la mayor parte de su programación seguía intacta, o simplemente habría irrumpido a patadas en este lugar y habría enjuiciado a todos sus habitantes.

Dicho todo esto, ¿por qué la desilusión, Hildy?

Dos motivos. Expectativas desmedidas: a despecho de toda sensatez, había esperado que esta gente fuera mejor que otra. No lo era. Sólo tenía otras ideas. Segundo, yo no encajaba. Aquí no necesitaban periodistas, se conformaban con habladurías. La docencia se tomaba muy en serio, y no se aceptaban aficionados. La única otra cosa que me interesaba era la construcción de una nave estelar, y yo sería tan útil como un monigote con una regla de cálculos.

—Tres motivos —dije—. Además estás deprimida.

—No estés deprimida —dijo Libby—. Yo estoy aquí.

Se sentó frente a mí tras depositar una fuente rebosante de chocolate, caramelo y helado en la mesa. Se agachó para rascar la cabeza de Winston. El perro le lamió la nariz, olisqueó y siguió durmiendo, pues el helado era una de las pocas sustancias alimenticias que no le despertaban interés. Libby sonrió.

—Espero no haberme demorado mucho.

—No hay problema. ¿Dónde están H & G?

—Dijeron que llegarían más tarde. Pero Liz ha regresado.

Vi que Liz se acercaba por la plaza. Tenía una botella en la mano. Los heinleinianos preparaban su propio licor, naturalmente, y en una visita anterior Liz había declarado que le apetecía. Tal vez fuera esa pizca de queroseno que le echaban para realzar el sabor.

—Lo siento, amigos, pero debo irme —dijo, como si yo le hubiera rogado que se quedara. Extrajo una taza plegable del cinturón del arma y se sirvió un sorbo de puro alcohol de Virginia City, lo bebió. No era el primero del día.

Sí, mencioné un arma. Liz se había aficionado a Villa Heinlein desde que la llevé, porque era el único sitio, fuera de los estudios cinematográficos donde trabajaba, donde podía usar un arma. Pero aquí la cargaba con balas verdaderas. En ese momento lucía un par de revólveres Colt 45 con cachas perladas.

—Creí que iríamos a tirar al blanco —dijo Libby.

—Hoy no, tesoro. Sólo vine a buscar una botella y a llevarme mi perro. El fin de semana próximo, te lo prometo. Pero tú compras el plomo.

—Claro.

—¿Cómo se ha portado este perrito? —murmuró Liz, agachándose para rascar el lomo de Winston, y casi cayéndose de paso. Tal vez le hablaba a Winston, pero le respondí que había sido un buen perro. No pareció escucharme.

Libby se acercó a mí y me miró con preocupación.

—¿De veras estás deprimida? —preguntó. Apoyó su mano en la mía.

Lo único que me faltaba en ese momento era otro arrebato de amor juvenil, pero eso era precisamente lo que estaba ocurriendo. Al ritmo que llevaba, pronto me estaría sobando la pierna como Winston.

Por todos los cielos, Hildy, no le des importancia.

—Sólo un poco triste —dije, sonriéndole.

—¿Porqué?

—Me preguntaba adonde iba mi vida.

Él me miró boquiabierto. Yo había visto esa misma expresión en la cara de Brenda cuando decía algo incomprensible para alguien que sólo ve horizontes sin fin. Misericordiosamente, me abstuve de patearlo. Aparté mi mano de la suya, le di una palmada, y al fin noté que había ciertos disturbios bajo la mesa.

—¿Problemas, Liz? —pregunté.

—Creo que quiere quedarse aquí. —Le había sujetado una correa al collar y tironeaba de ella, pero Winston clavaba las patas delanteras en el suelo. ¿Muías? ¡Qué va! Si buscáis una metáfora de la terquedad, pensad en el bulldog inglés.

—Puedes levantarlo —sugirió Libby.

—Si mi cara no me sirviera para nada —convino Liz—. Lo mismo digo de mis brazos, piernas y trasero. Winston tarda en enfurecerse, pero cuando lo consigue no te defrauda. —Se puso de pie, los brazos en jarras, y el perro rodó sobre el lomo y se echó a dormir de nuevo—. Maldición, Hildy, creo que le gustas.

Pensé que en realidad le gustaba cazar presas vivas, sobre todo caballos y vacas, aunque últimamente había desaparecido un monigote. Pero no lo mencioné ante los tiernos oídos de Libby.

—Está bien, Liz. No es molestia. Lo conservaré este fin de semana y lo dejaré en tu casa cuando regrese.

—Bien, claro, pero… yo planeaba… —Titubeó, se sirvió otro trago y lo empinó—. De acuerdo, Hildy. Hasta luego. —Me palmeó el hombro y echó a andar por la plaza.

—¿A qué vino todo eso? —preguntó Libby.

—Con Liz nunca se sabe.

—¿De veras es la reina de Inglaterra?

—Así es. ¡Y yo soy almirante de la Armada real! —canté.

Puso esa expresión boquiabierta, probada y perfeccionada por Brenda, se encogió de hombros y se dedicó a demoler la montaña de helado derretido. Supongo que una comedia musical de Gilbert y Sullivan era demasiado, aun para un joven heinleiniano.

—Bien —dijo, enjugándose la boca con el dorso de la mano—, reconozco que sabe disparar.

—Y yo que tú no me pelearía a puñetazos con ella.

—Pero bebe demasiado.

—Amén. Odiaría tener que pagar su cuenta por reemplazo del hígado.

Libby se recostó en la silla, satisfecho con la vida.

—Bien, ¿me llevarás a Tejas este domingo por la noche?

En un momento de debilidad había prometido mostrarles mi casa a los tres niños. Hansel y Gretel parecían haberlo olvidado, pero no Libby. Yo lo hubiera llevado, pero estaba segura de que me pasaría el tiempo quitándomelo de encima, y no estaba de ánimos.

—Me temo que no. Debo corregir muchos exámenes. De tanto viajar entre Delambre y Tejas me he atrasado en mis deberes docentes.

Libby procuró ocultar su decepción.

—Claro —me dijo—. ¿Entonces qué quieres hacer hoy?

—No sé, Libby. He visto el motor estelar, y no lo entendí. He visto la granja, y Minimata, y he visto a la gente araña. —Había visto muchas otras maravillas, aunque aquí he omitido algunas porque hice ciertas promesas, otras por razones de seguridad, y la mayoría porque simplemente no eran interesantes. Aun una comunidad de genios científicos de ojos desorbitados comete algunos yerros—. ¿ Qué crees que debemos hacer?

Libby reflexionó.

—Hay un partido de béisbol en Tierra Extraña dentro de una hora.

Me eché a reír.

—Claro —dije—. Hace años que no veo uno.

—Puedes mirar si quieres. Pero aquí escogemos bandos, según la cantidad de gente que aparezca…

—Pensé que te referías a un partido del equipo local contra Ciudad Rey.

—No, no, aquí no tenemos tanta gente.

—Perdóname, aún soy chica de ciudad. ¿Necesitáis un árbitro? —Me palpé el vientre hinchado—. Traje mis propias almohadillas.

Libby sonrió, abrió la boca y dijo:

—Podríamos estar todos quietos y nadie saldrá lastimado.

Al menos así sonó en mis oídos, por una fracción de segundo, antes que las sinapsis se conectaran y notara que las últimas ocho palabras venían de un sujeto alto y fornido con una traje alarmante pero eficaz, que empuñaba un rifle en una mano y una bocina en la otra.

Una vez que lo localicé, vi una docena más como él y la misma cantidad de policías de Ciudad Rey, desplazándose por la plaza en línea de combate. Los policías empuñaban armas de mano, algo insólito en Luna. Los otros tenían grandes armas de proyectiles y láseres de mano.

—¿Qué demonios son? —preguntó Libby. Nos pusimos de pie, como la mayoría de la gente.

—Creo que son soldados —dije.

—Pero es una locura. Luna no tiene ejército.

—Parece que teníamos uno sin saberlo.

Y vaya pandilla que formaban. Los policías de Ciudad Rey eran hombres y mujeres, los «soldados» eran todos varones, y todos corpulentos. Usaban monos negros, cinturones con equipo, enormes cascos con visores de color, botas. De los cinturones colgaban cosas que parecían granadas de mano, y cosas que por lo que yo sabía bien podían ser cartuchos de municiones o sacapuntas de alta tecnología.

Resultó que en general eran de utillería. Habían alquilado los trajes en un estudio cinematográfico, pues el inexistente Ejército de Luna no tenía mucho que ofrecer en materia de gallardía viril.

Venían hacia nosotros. Cuando encontraban gente, la arrojaban al suelo y los policías la cacheaban en busca de armas y la esposaban. Los soldados movían los cañones de sus armas hacia todas partes, muy complacidos consigo mismos, al tonante son de órdenes procedentes de la bocina.

—¿Qué hacemos, Hildy? —preguntó Libby con voz trémula.

—Creo que es mejor hacer lo que nos dicen murmuré, palmeándole el hombro para calmarlo. —No te preocupes, conozco a un buen abogado.

—¿Van a arrestarnos?

—Así parece.

Una policía y un soldado se nos acercaron y el soldado miró el pad de datos que llevaba en la mano, luego mi rostro.

—¿Es usted Maria Cabrini, también conocida como Hildegarde Johnson?

—Soy Hildy Johnson.

—Espósala —le dijo a la policía. Se alejó mientras la policía se me acercaba, y Libby trató de imponerse.

—Quítele las manos de encima —dijo Libby. El soldado giró sobre los talones y le asestó un culatazo en la cara. Oí el crujido de la mandíbula. Libby se desplomó. Winston salió de abajo de la mesa y le olfateó la cara.

La policía le hablaba coléricamente al soldado, pero yo estaba demasiado aturdida para entenderle.

—Tan sólo hazlo —le gritó el soldado, y yo iba a arrodillarme junto a Libby pero la policía me aferró el brazo y me obligó a levantarme. Me esposó la muñeca izquierda, mirando la espalda del soldado que se alejaba.

—No puede salirse con la suya —dijo, más para sí misma que para mí. Me cogió la otra mano y al fin comprendí que esta situación era inaudita, que las cosas estaban desquiciadas, y que tal vez debiera resistirme, porque si un gran simio podía desmayar a un chiquillo a culatazos, aquí sucedía algo que yo no entendía.

Me zafé la mano derecha y eché a correr pero ella me alcanzó, torciéndome la mano izquierda hasta tumbarme sobre la mesa y apretarme la cara contra los restos del helado de chocolate de Libby. Seguí forcejeando para liberar la mano derecha y ella me alzó del cabello, gritó y me soltó.

Me cuentan que Winston salió disparado como un cohete, abriendo la mandíbula y cerrándola como una morsa sobre el antebrazo de mi captora. La obligó a soltarme y la tumbó. Yo aterricé sobre mis posaderas, y desde esa posición miré con horrorizada fascinación mientras Winston se esmeraba para arrancarle el brazo.

Espero no ver nunca más nada parecido. Winston debía de pesar una séptima parte de lo que pesaba la policía, pero la zarandeó como una muñeca de trapo. Abrió las fauces sólo para hincarle los dientes en otro lado. En medio de los gritos de la mujer, oí el crujido de sus huesos.

El soldado regresaba alzando el rifle, y entonces sonó un disparo y le brotó sangre del pecho. Dos disparos más, y el soldado cayó de bruces. Los disparos se sucedieron y yo me arrastré bajo la mesa mientras las balas silbaban alrededor.

Al principio el fuego se concentró contra la ventana de una pila de cajas que rodeaban la plaza. Parte de la pared desapareció en astillas de plástico, luego una línea roja hendió esas ruinas y estalló una llamarada color naranja. Más armas asomaron por más ventanas, otro soldado se desplomó con la pierna destrozada, volteándose para disparar.

En segundos yo parecía ser la única persona que no tenía un arma. Vi a un heinleiniano agazapado detrás de la horca, disparando con una pistola. El traje de campo cero estaba encendido y lo revestía de plata. Vi que lo alcanzaba medio cartucho de un rifle automático. Se quedó petrificado. No quiero decir quieto, sino petrificado, como una estatua de cromo, coronado por balas que aún rebotaban en él. Rodó sobre la espalda, siempre en la misma actitud. El traje se desactivó y el hombre intentó levantarse, pero lo alcanzaron tres balas más. Tenía la piel roja como un camarón.

No entendí, ni tuve tiempo para pensar en ello. La gente aún corría para guarecerse, y yo hice lo mismo, dejando atrás sillas y mesas volcadas y el cadáver de un policía de Ciudad Rey, para entrar en la tienda de helados. Me agazapé detrás del mostrador, con la intención de quedarme allí hasta que alguien me explicara qué diantres estaba ocurriendo.

Pero hay reflejos muy profundos que actúan cuando menos se espera, obligándonos a cometer tonterías. Si no sois reporteros, no lo entenderéis. Alcé la cabeza y miré por encima del mostrador.

Puedo reproducir la cinta de mi holocámara y decir exactamente qué sucedió, en qué orden, quién le hizo qué a quién, pero no se vive de esa manera. Se retienen algunas impresiones muy vividas, caóticas, mechadas de lagunas. Vi gente corriendo. Vi gente aserrada en dos por los láseres, desgarrada por las balas. Oí gritos, aullidos y explosiones, y olí pólvora y plástico quemado. Supongo que todos los campos de batalla son parecidos en apariencia, sonido y olor.

No veía a Libby, no sabía si estaba vivo o muerto. No estaba donde había caído. De pronto, vi llegar más soldados y policías por los túneles.

Una cosa de gran tamaño atravesó la luna del frente y se estrelló contra las neveras, volcando una. Me agazapé, y cuando me asomé de nuevo vi que era la policía, con Winston aún colgado del brazo dislocado.

Era una escena del infierno. Enloquecida de dolor, la mujer agitaba salvajemente el brazo, tratando de zafarse del perro. Winston no estaba dispuesto a ceder. Ignorando sus sangrantes heridas, se aferraba tercamente de ese brazo. Estaba criado para coger a un toro del hocico y no soltarle nunca. Una policía de Ciudad Rey no se liberaría fácilmente.

Pero ahora ella tanteaba la funda de la pistola, después de haberla olvidado en medio del pánico. Desenfundó y la apuntó. El primer disparo sólo mató una nevera. El segundo hirió a Winston en la pata trasera izquierda, en la parte más carnosa, pero la bestia aún no la soltaba, sino que forcejeaba con mayor saña.

El último disparo le dio en el vientre. Winston se aflojó, todo menos la mandíbula. Ni muerto quería soltarla.

Ella le apuntó a la cabeza y se derrumbó, perdiendo el conocimiento. Tal vez era mejor, pues creo que se habría volado el brazo, por el modo en que empuñaba el arma.

Más tarde la policía me dio pena. En el momento estaba demasiado confundida para sentir nada salvo miedo. Más tarde también lloré por Winston. Él había intentado protegerme, aunque recuerdo que en el momento pensé que su reacción era exagerada. A fin de cuentas, ella sólo trataba de esposarme.

¿Y qué había de esos soldados? Yo tenía la impresión de que los heinleinianos habían disparado primero. Un razonamiento lógico me inducía a creer que, si no hubieran tumbado a ese primer soldado, todo esto habría terminado pacíficamente en la cárcel, entre abogados, acusaciones y juicios por daños y perjuicios. Yo habría salido bajo fianza a las pocas horas.

Me habría gustado que fuera así, pero cualquier tonto veía que las cosas se habían desmadrado. Si yo salía agitando una bandera blanca me liquidarían y luego enviarían disculpas a mis parientes. Hildy, me dije entonces, ante todo debes largarte de aquí sin que te baleen. Que los abogados lo arreglen después, cuando no haya balas de por medio.

Con ese propósito en mente, me arrastré hacia la puerta. Me proponía asomar la cabeza con cuidado y ver qué se interponía entre mi humanidad y la salida más próxima. Resultó ser una bota negra plantada con firmeza en la puerta, a muy poca distancia de mi nariz. Alcé la cara y vi la pierna negra de un soldado y su rostro amenazador. Me apuntaba con un arma, un objeto abultado que quizá fuera una ametralladora, con un cañón tan ancho como para lanzar bolas de béisbol.

—Estoy desarmada —dije.

—Así es como nos gustan —replicó, y se alzó la visera con el pulgar. Había en sus ojos algo que no me gustaba. Aparte de las muchas cosas que no me gustaban en esa situación. Un destello de locura, creo.

Era un hombre corpulento de cara ancha que no evidenciaba el menor rastro de pensamiento. Pero un pensamiento parpadeó detrás de esos ojos, y el soldado arrugó el entrecejo.

—¿Cómo te llamas?

—Helga Smith —tartamudeé.

—No creo —dijo él, y sacó del bolsillo un pad de datos, el cual examinó con un control del pulgar hasta que mi rostro encantador apareció sonriente con la peor noticia que yo había recibido en un día plagado de malas noticias—. Eres Hildy Johnson, y estás en la lista de condenados a muerte, así que no importa lo que pase aquí. —Se desabrochó el cinturón con una mano mientras con la otra empuñaba el arma sin dejar de encañonarme.

De pronto me distancié de los acontecimientos. Tal vez fuera un acto reflejo, un mecanismo de defensa ante la abominación que estaba por suceder. O tal vez fuera un empacho de cosas insólitas. Esto es insólito, había gritado en silencio una y otra vez, y ahora era presa del aturdimiento. Debía pensar en algo. Debía hablarle, hacerle preguntas. Cualquier cosa. En cambio me quedé tiesa, acuclillada, con ganas de ponerme a dormir.

Pero mis sentidos estaban agudizados. No hay otra explicación, pues en medio del tiroteo que continuaba fuera (¿cómo podía él hacer esto en medio de una guerra?) y por encima del chillido agónico de un compresor de la nevera volcada, oí una voz de ultratumba. Un gruñido.

El soldado no la oyó, o tal vez estaba demasiado ocupado. Tenía los pantalones bajos y se arrodilló frente a mí. Entonces vi a Winston, arrastrando la pata trasera, sangrando por el vientre, los ojos llameantes de furia.

El hombre se arqueó sobre mí.

Yo quería que Winston le mordiera… bien, todos sabéis dónde quería que le mordiera. Obtuve el segundo premio. El bulldog cerró las fauces sobre las blandas carnes del muslo del soldado. El hombre sacudió la dolorida pierna y saltó sobre mí. Yo cogí al vuelo la correa del rifle.

El soldado contaba con la fuerza y la corpulencia, pero eso le importaba poco a Winston. El perro había cortado una arteria. El soldado trató de arrebatarme el rifle con una mano y zafarse de Winston con la otra y terminó por hacer ambas cosas mal. La sangre brotaba a chorros. Yo gritaba. No era ese alarido estridente que se oye en las películas, y tampoco un grito de rabia, sino un chillido escalofriante y agudo que no podía detener.

Entonces cerré una mano sobre el cañón del rifle, y otra sobre la culata, y busqué a tientas el gatillo mientras el soldado comprendía lo que sucedía y dejaba de forcejear con Winston para concentrarse en mí. Apoyó la mano en el cañón. Lamentablemente para él, en el extremo del cañón. Cuando apreté el gatillo su mano desapareció y al aire se llenó de niebla roja.

El soldado no dejó de luchar. Supongo que por eso son soldados. Con Winston colgado de la pierna, los pantalones por los tobillos, sin una mano, seguía embistiendo contra mí, y yo alcé el rifle y apreté el gatillo y ni vi lo que sucedió a continuación, porque el rifle estaba en automático y me dio tal patada que caí sentada, y cuando abrí los ojos el soldado estaba desparramado contra las paredes, excepto los fragmentos que había en el suelo y el gran trozo que colgaba de la boca de Winston.

Podría decir que me detuve a reflexionar sobre la enormidad de tomar una vida humana, o que sentí náuseas al ver ese cuerpo desmembrado. Pensé esas cosas y muchas otras. Pero después. Mucho después. En ese momento mi mente había sufrido un colapso y apenas podía abarcar algunos pensamientos, y sólo uno por vez. Primero, tenía que poner los pies en polvorosa. Segundo, cualquiera que se interpusiera entre mi persona y mi fuga quedaría con un agujero del tamaño de Hildy en su apestoso cadáver. Acababa de matar, y me proponía seguir matando si era necesario para salvar el pellejo.

—Winston. Ven, muchacho. —Me apoyé en una rodilla y le hablé. No sabía qué esperar. ¿Me reconocería o aún estaba enceguecido por su sed de sangre?

Pero tras dar una última sacudida a la pierna del soldado, la soltó y se me acercó. Arrastraba la pata trasera y tenía un disparo en el vientre, pero aún caminaba.

No sé por qué me lo llevé. De veras que no lo sé. Mi holocámara registró la escena, pero no graba pensamientos. Los míos no eran muy ordenados en ese momento. Recuerdo haber pensado que estaba en deuda con él, y también que estaría más segura en su compañía; era un arma mortal. Prefiero pensar que tuve esos pensamientos en ese orden, pero no lo juraría.

Lo alcé con un brazo, empuñando el rifle con el otro, y asomé la cabeza por la esquina. Nadie me la voló. Nadie se movía. La plaza estaba llena de humo y se oían disparos, pero todos parecían haberse puesto a cubierto. Yo podía hacer lo mismo y aguardar a que alguien me encontrara, o podía ocultarme en el humo, sabiendo que sería fácil tropezar con otro que hiciera lo mismo y disparase mejor que yo.

No sé cómo se toma semejante decisión. Yo la tomé, pero no recuerdo haber sopesado los pros y los contras. Simplemente eché un vistazo, vi el camino despejado y eché a correr.

Correr es una palabra muy generosa para describir lo que hice, con un perro moribundo bajo un brazo y un pesado rifle colgado del otro. Y no olvidéis un vientre del tamaño de Pobos. Gracias al cielo que las holo-cámaras sólo registran lo que vemos, no la facha que tenemos. No me habría gustado preservar esa imagen para la posteridad.

Mi objetivo era la entrada de un corredor que conducía a la Heinlein, y estaba a medio camino cuando alguien gritó «¡Alto!» con un vozarrón firme y poco amistoso, y todo sucedió muy deprisa… y lo hice todo bien, aunque muchas cosas salieron mal.

Di media vuelta y seguí andando, y solté a Winston, que lanzó el único gemido de dolor que se le oyó durante su heroica hazaña… y lo lamento, Winston, dondequiera que estés. Vi que era un policía de Ciudad Rey, y era joven, y parecía tan atemorizado como yo, y me apuntaba con un láser descomunal.

—Suelte el arma —dijo, y yo respondí Lo lamento, compadre, no es nada personal, aunque no en voz alta, y apreté el gatillo. No pasó nada, y sólo entonces reparé en el parpadeo de esa luz roja sobre esa cosa curva y metálica que debía de ser el cartucho de municiones, y que debía gritar ¡Aliméntame! o algo parecido en el idioma de las armas, y comprendí por qué lo que me había parecido un breve disparo había surtido un efecto tan cataclísmico en aquel aspirante a violador. Así que solté el rifle, alcé los brazos y vi que Winston emprendía su última embestida, recorriendo esos diez metros a trompicones, y yo extendí las manos, alcé las palmas, grité ¿No! y juraré ante cualquier tribunal del mundo que vi el dedo del hombre cerrándose sobre el gatillo a diez metros, sin saber si apuntarle a Winston o a mí. Y sé que esto es totalmente imposible, pero incluso creí ver la luz que comenzaba a brotar del extremo del arma en la misma fracción de segundo en que encendí de un manotazo el control de mi traje de campo.

Quedé encandilada por la luz verde. Estuve ciega unos instantes. Cuando recobré la visión el mundo estaba lleno de incandescentes globos multicolores que flotaban de un lado a otro, borrando todo, estallando como pompas de jabón de caricatura. Yo sudaba espantosamente dentro del traje. Pudo haber sido peor. Fuera del campo, todo parecía estar en llamas.

No es aconsejable disparar un láser contra un espejo. No se podía culpar al policía de eso. Yo no era un espejo cuando él apretó el gatillo. Así de cerca estuvo.

Pero debió de haber disparado antes.

El haz se reflejó desde todos los lugares donde me acertó, pero como el cuerpo humano tiene una forma tan compleja el rayo se desparramó por doquier. Incineró paredes, derritió paneles de plástico y provocó incendios. Le dio al policía por lo menos tres veces, y creo que cualquier de los impactos habría sido fatal sin tratamiento inmediato. Estaba inmóvil, y las llamas le devoraban las ropas desde tres cortes profundos y negros.

En su caótico remolino, el rayo había dado también a Winston. Tenía el pelaje en llamas y tampoco se movía.

Yo estaba pensando qué hacer cuando sopló un vendaval. Avivó las llamas, las extinguió. El humo se despejó en un instante y la escena cobró esa diáfana claridad que sólo se encuentra en el vacío.

Di media vuelta y eché a correr.