22

POLÍTICA

El señor V. M. Smith, líder de los heinleinianos, era un hombre alto, toscamente guapo al estilo de nuestras más viriles estrellas de cine, con dientes blancos, uniformes y relucientes y ojos azules que irradiaban sabiduría y compasión.

¿Alto, he dicho? Qué va, era un muchacho encogido. O tal vez fuera de estatura media. Pensándolo bien, quizá tuviera cabello oscuro y rizado. Era feo, con una sonrisa de dientes desiguales, como un cerdo muerto al sol. Caray, tal vez era calvo.

Ni siquiera puedo jurar que fuera varón.

Ahora ya no lo acosan tanto, pero él (o ella) piensa de otra manera, así que ni siquiera daré una descripción. Mis retratos de los demás heinleinianos, niños incluidos, son deliberadamente vagos y desorientadores. Para imaginarlo, amigos, haced como yo cuando leo una novela: escoged una cara famosa y fingid que tiene ese aspecto. O preparad vuestra propia combinación. Pensad en un joven Einstein, con cabello desmelenado y expresión de asombro. No sería así, pero juro que sus ojos tenían cierta expresión, como si el universo fuera un sitio mucho más extraño de lo que él había imaginado.

Y en cuanto al liderazgo de los heinleinianos… si tenían un líder, era él. Smith había hecho posible esa vida aislada con sus investigaciones en ciencias olvidadas. Pero los heinleinianos eran gente independiente. No acudían a las reuniones de ciudadanos, no figuraban en las listas de los clubes de servicios, ni siquiera pensaban muy bien de la democracia. La democracia, me dijo uno de ellos, significa que debes hacer lo que decide la mayoría de esos malditos mequetrefes. Ello no significa que favorecieran la dictadura («debes hacer lo que decide un maldito mequetrefe», op. cit.). No, ellos sólo querían (por citar una vez más a mi filósofo hemlemiano) olvidarse de todos los malditos mequetrefes y hacer lo que les venía en gana.

Es un modo de vida peligroso en una sociedad totalmente urbanizada, y puede terminar en la cárcel (donde vivía una alarmante cantidad de heinleinianos). Para vivir así hace falta espacio. Hace falta Tejas, y me refiero a la verdadera Tejas, antes de la llegada del caballo de hierro, antes de los mexicanos, antes de los españoles. Demonios, tal vez antes de los indios. Hace falta el Continente Negro, las fuentes del Amazonas, el Polo Sur, la barrera del sonido, el Everest, las Siete Ciudades Perdidas. Lugares agrestes, inexplorados, no la estúpida y vieja Luna. Hace falta espacio y aventura.

Muchos heinleinianos habían vivido en disneylandias, y algunos aún los preferían a nuestros hormigueros urbanos. Pero pronto descubrían que eran fronteras de j uguete. El cinturón de asteroides y los planetas exteriores tenían altas concentraciones de estos disconformes excéntricos, pero hacía tiempo que esos lugares ya no representaban un auténtico reto para la humanidad. Muchos capitanes de naves eran heinleinianos, y muchos mineros solitarios. Ninguno de ellos era feliz —tal vez esa clase de persona nunca pueda ser feliz— pero al menos estaban lejos de las masas humanas y eran menos propensos a meterse en problemas ante cualquier insulto, como una bocanada de mal aliento o una risa inoportuna.

Pero no quiero ser injusta. Aunque entre ellos había muchos antisociales recalcitrantes, la mayoría habían aprendido a convivir en grupo, a tragarse las ingratitudes de la vida cotidiana, las mil pequeñas cosas que debemos soportar todos los días. Así es la civilización. Las necesidades y los sueños deben someterse al bien común, y todos lo hacemos. Algunos lo hacemos tan bien que olvidamos que alguna vez tuvimos sueños de aventura. Los heinleinianos no lo hacían bien. Aún recordaban. Aún soñaban.

En Luna, con esos sueños y cinco céntimos se consigue una taza de café. Los heinleinianos se resignaron, hasta que llegó el señor Smith para convencerlos de que los cuentos de hadas se pueden concretar si uno confía en su buena estrella.

Seguí a Smith fuera de la granja, donde sus hijos y Libby se quedaron trabajando para limpiar la casa de los monigotes. Estábamos en uno de los largos pasillos de la R. A. Heinlein, algunos de los cuales estaban revestidos con el plateado campo de fuerza. Estaba por seguirle cuando me acordé de Winston. Asomé la cabeza, cogí su casco y silbé, y él salió de abajo de las mesas. Se lamía los labios y tenía gotas de sangre alrededor de la boca.

—¿De nuevo has comido caballos? —le pregunté. Winston se relamió el hocico. Sabía que no debía subirse a las mesas, pero siempre había minicaballos que cometían la tontería de saltar y él los consideraba su presa. No sé qué pensaban los niños de esta cacería, pues no sé si sabían algo. Yo no se lo había contado. Pero sé que Winston se estaba cebando con carne de caballo.

Pensé que tendría que apresurarme para alcanzar a Smith, pero vi que él se había detenido para esperarme.

—Conque aún no se ha largado, ¿en? —dijo. Sí, señor, mi reputación en la vieja R. A. H. era inmejorable.

—Simplemente amo a los niños.

Se echó a reír. Sólo lo había visto tres veces y no habíamos hablado mucho en esas ocasiones, pero era una de esas personas que saben evaluar a los demás a primera vista. La mayoría presumimos de tener ese talento, pero él lo tenía de veras.

—Sé que no son fáciles de amar. Tal vez no los amaría tanto si lo fueran. —Era una frase muy heinleiniana; esta gente hace un culto de la perversidad.

—¿Está diciendo que sólo un padre los amaría?

—O una madre.

—Con eso contaba —dije, palmeándome el vientre.

—Lo amará de inmediato, o lo ahogará.

Seguimos caminando un rato en silencio. De vez en cuando una cámara de campo cero desaparecía ante nosotros y reaparecía a nuestras espaldas. Todo automático, y sólo para los que tenían trajes de campo instalados.

Esta gente no se esmeraba más de la cuenta en sus tareas de ingeniería porque contaba con este maravilloso sistema de seguridad. Os aseguro que será revolucionario.

—Tengo la sensación de que usted no lo aprueba —dijo al fin.

—¿Qué? ¿Sus hijos? Oiga, yo sólo…

—Lo que hacen.

—Bien, Winston sí lo aprueba. Creo que se ha comido la mitad del ganado.

Pensé deprisa. Quería aprender más de ese hombre, y criticar a sus hijos y su estilo de vida no era el camino más acertado. Pero sabía que no le gustaban las mentiras, que era hábil para detectarlas, y aunque mi carrera de periodista me había convertido en una embustera de primera, no sabía si con él me resultaría. Y no sabía si quería. Esperaba haber superado esa etapa. En vez de responder a su pregunta, dije otra cosa, una técnica con la cual está familiarizado cualquier periodista o político.

Y al parecer dio resultado. Smith gruñó y acarició el feo hocico de Winston. Una vez más el perro supo comportarse. No le arrancó la mano de un tarascón. Tal vez aún estaba digiriendo el caballito.

Llegamos a una puerta que decía sala de máquinas, y Smith me hizo entrar. En esa sala era posible lanzar una pelota de golf sin acertarle a ninguna pared, u organizar una carrera de vehículos medianos. Estaba por verse si una nave estelar del tamaño de la Heinlein era un proyecto viable, pero frente a mí había indicios de que alguien lo estaba intentando.

La mayor parte de la cavernosa sala estaba llena de estructuras cuya descripción precisa libraré a vuestra imaginación, pues la sala de máquinas de la Heinlein es un secreto celosamente guardado y sin duda lo será hasta mucho después que esa cosa esté en funcionamiento. Sólo diré que todo lo que imaginéis estará muy lejos de la realidad. Es inesperado y sorprendente, como abrir el capó de un vehículo y descubrir que está impulsado por mil ratones que lamen mil ejes de cigüeñal, o por el poder moral de la virginidad. Y aunque yo apenas lograba identificar una tuerca en ese arrumbamiento, todo tenía ese aire de ingeniería heinleiniana, donde nada es mejor de lo necesario. Tal vez logren mayor estilización si superan la etapa de prototipo, pero por el momento se limitan a martillear lo que no se dobla. Las cajas de herramientas de los heinleinianos deben estar llenas de goma de mascar y alfileres de gancho.

Y sí, caros amigos y lectores, planeaban lanzar esa mole al espacio interestelar. Es una primicia. Sin embargo, no planeaban hacerlo escupiendo una ristra interminable de bombas nucleares por la popa. Los principios del funcionamiento aún son información reservada, pero puedo decir que era una variante tecnológica de la matemática que había generado el campo cero. Puedo decirlo porque sólo Smith y un puñado de personas saben qué es esa tecnología.

Bastará con imaginar ese viejo cacharro atado a una yunta de cisnes gigantescos.

—Como puede ver —dijo Smith mientras subíamos por una desvencijada escalera de metal—, han fratulado la etapa primaria del desjulador osmosifraccionante. Y los tíos que ractatúan el colidendro dicen que estará funcionando dentro de tres días.

No estoy hablando en clave. Habría escrito exactamente lo que él dijo, si pudiera recordarlo, y se comprendería exactamente lo mismo: un rábano. A Smith no le importaba si su público le seguía el tren. Siempre empleaba su jerigonza aunque nadie entendiera un comino. A veces parecía que eso le ayudaba a pensar en voz alta. A veces parecía que se pavoneaba. Tal vez hubiera un poco de ambas cosas.

Pero no puedo abandonar el tema del impulso interestelar sin mencionar la única vez que intentó expresarlo en forma accesible para un lego. Me quedó grabada en la memoria, tal vez porque Smith tenía el don de hacer rimar «lego» con «retardado».

—Básicamente existen tres estados de la materia —había dicho—. Yo las llamo chifladura, dogmatismo y perversidad. El universo de nuestra experiencia está compuesto casi íntegramente por materia dogmática, al igual que la mayor parte de lo que llamamos «materia» en contraste con «antimateria», aunque la materia dogmática incluye ambos tipos. Muy de vez en cuando obtenemos pruebas sobre la existencia de alguna materia perversa. Pero cuando uno se interna en la esfera de la chifladura, hay que andar con los ojos abiertos.

—Lo he sabido toda la vida —le había respondido yo.

—¡Ah, pero hay tantas posibilidades! —dijo él, señalando las máquinas que cobraban forma en la sala de máquinas de la Heinlein.

Y eso hacía ahora, iniciando una de esas transiciones lentas que me sacan de quicio en las películas. Smith tenía la costumbre de gesticular airosamente cuando hablaba de sus grandes obras, pero qué diablos, estaba en su derecho.

—¿Ve lo que puede surgir de los arrabales de la ciencia? La física es un libro cerrado, me decían todos. Consagra tu talento a algo útil.

—«Se mofaron de mí en la Sorbona» —sugerí.

—Me arrojaron huevos cuando presenté mi monografía en el Instituto. ¡Huevos! —Me miró de soslayo restregándose las manos, irguiendo los hombros—. ¡Los muy necios! ¡Ya veremos quién ríe último! ¡Ja! —exclamó, remedando una expresión de científico loco; palmeó el flanco metálico de una enorme máquina, como un vaquero acariciando un caballo. Smith habría sido insufriblemente pomposo si no hubiera visto tantas películas viejas como yo.

»Hablo en serio, Hildy. Esos badulaques se quedarán estupefactos cuando vean lo que he arrancado del gastado y viejo hollejo de la física.

—No seré yo quien lo discuta. ¿Pero qué sucedió con la física, de todos modos? ¿Por qué se la descuidó durante tanto tiempo?

—Rendimientos decrecientes. Hace un siglo gastaron una suma demencial en ese acelerador, y cuando lo pusieron en marcha descubrieron que se había estropeado. Las reparaciones habrían…

—¿Acelerador?

—El Acelerador Global Superfrío. Aún se encuentran muchos tramos en el ecuador lunar.

Entonces lo recordé. Bordeaba parte del camino cuando participé en la carrera ecuatorial de transportes de superficie.

—También construyeron grandes instrumentos en el espacio. Aprendieron muchísimo sobre el universo, cosmológica y subatómicamente, pero muy pocas cosas de uso práctico. Dado el rumbo que seguía la física, llegó un punto en que costaría billones aprender más. A la postre aprenderíamos lo que sucedió en el primer mil-millonésimo de nanosegundo de la creación, y luego querríamos saber qué había ocurrido en el primer milésimo de nanosegundo, sólo que eso costaría diez veces más. La gente se hartó de pagar cuentas para responder preguntas aún más alejadas de la realidad que la teología, y los listos comprendieron que por una bicoca se podían averiguar cosas prácticas en las ciencias biológicas.

—Conque hoy todas las investigaciones originales se realizan en biología.

—¡Ja! No hay investigaciones originales, a menos que incluyamos algunas cosas que hace el Ordenador Central. Salvo una que otra persona… —Agitó la mano despectivamente—. Ahora es todo cuestión de ingeniería. Utilizar principios conocidos para hallar un modo de fabricar una mejor pasta de dientes. —Se le iluminaron los ojos—. Ese ejemplo es perfecto. Hace unos meses, desperté con sabor a menta en la boca. Lo examiné y resulta que es un nuevo minibot. Un idiota pensó en ello, lo construyó y lo lanzó al público incauto. ¡Está en el agua, Hildy! ¿Se imagina?

—Es una vergüenza —murmuré, tratando de no mirarle a los ojos.

—Bien, logré fabricar el antibot. Tal vez mi boca tenga pésimo gusto por la mañana, pero al menos tiene gusto a mí. Me recuerda quién soy. —Lo cual es un perfecto ejemplo de la perversidad de los heinleinianos y de la pasividad cultural contra la cual se rebelaban. Y la razón por la cual me agradaban, aunque se esmerasen tanto para evitarlo.

»Ahora todo se entrega desde arriba —continuó—. Somos como salvajes ante un altar, aguardando milagros. No vemos los milagros que nosotros podríamos obrar, si nos lo propusiéramos.

—Como personitas de quince centímetros de altura, listas como ratas de laboratorio.

Torció la cara, dando su primer indicio de incerti-dumbre moral. A Dios gracias. Me gusta la gente que tiene opiniones contundentes, pero me asusta la gente que no tiene dudas.

—¿Quiere que defienda eso? De acuerdo. He criado a esos chicos para que piensen por sí mismos, y para cuestionar la autoridad. No carecen de límites; sus proyectos deben ser aprobados y vigilados por mí o por alguien que sepa más sobre el tema. Hemos creado un ámbito donde cuentan con libertad para crear sus propias reglas, pero son niños; tienen que seguir reglas, aunque fijamos la menor cantidad posible. ¿Comprende usted que éste es el único lugar de Luna donde no pueden fisgonear los ojos de nuestro Gran Hermano mecánico? Ni siquiera la policía puede venir aquí.

—Yo tampoco tengo motivos para amar al Ordenador Central.

—Eso pensé. Sospechaba que usted tendría una historia sobre eso, de lo contrario no la habría dejado entrar aquí. Usted me lo contará cuando esté preparada. ¿Sabe por qué Libby fabrica gente pequeña?

—No se lo pregunté.

—Él pudo habérselo dicho. Es su solución al mismo problema en que estoy trabajando yo: el viaje interestelar. Su razonamiento es que un ser humano más pequeño necesita menos oxígeno, menos comida, una nave más pequeña. Si todos tuviéramos quince centímetros de altura, podríamos viajar a Alfa Centauro en un tambor de combustible.

—Es descabellado.

—Más aún, es ridículo. Y casi seguramente imposible. Esos monigotes viven tres años, y dudo que alguna vez posean un gran cerebro. Pero es una solución innovadora para un problema que ni siquiera interesa al resto de Luna. ¿Por qué cree usted que Gretel corre por la superficie desnuda como llegó al mundo?

—Se supone que usted no lo sabía.

—Se lo he prohibido. Es peligroso, Hildy, pero conozco a Gretel, y sé que todavía lo está intentando. Y la razón es que espera adaptarse a vivir en el vacío sin dispositivos artificiales.

Pensé en los peces varados en la playa, aleteando, tal vez condenados pero aleteando.

—La evolución no funciona así —objeté.

—Usted lo sabe y yo lo sé. Dígaselo a Gretel. Es una niña, y es lista, pero es terca como una niña. Desistirá tarde o temprano, pero puedo garantizarle que intentará otra cosa.

—Espero que menos imbécil.

—Amén. A veces ella… —Se frotó la cara e hizo un ademán despectivo—. Los monigotes me inquietan, lo admito. No dejo de preguntarme hasta qué punto son humanos, y si tienen derechos, o si deben tenerlos.

—Son experimentos con seres humanos, Michael —le dije—. Tenemos leyes bastante rigurosas en ese sentido.

—Sólo tenemos tabúes. Hacemos bastante experimentación con genes humanos. Lo que está prohibido es crear nuevos humanos.

—¿Y no le parece bien?

—Nunca es tan sencillo. Yo sólo me opongo a las prohibiciones generales. He investigado bastante este asunto… al principio estaba en contra, igual que usted. ¿Quiere que se lo cuente?

—Me fascinaría.

Habíamos llegado a un sector de la sala de máquinas que yo consideraba su oficina o laboratorio. Era el lugar donde habíamos compartido la mayor parte del poco tiempo que pasé con él. Le gustaba apoyar los pies en un escritorio de madera tan viejo como el de Walter pero mucho más vapuleado, y perorar mirando el vacío. Hasta ahora su cautela innata le había impedido profundizar demasiado cuando yo estaba presente, pero intuí que necesitaba la opinión de alguien de fuera. En cuanto al laboratorio, estaba lleno de retortas burbujeantes y probetas hirvientes. Omitamos el corpachón amarrado a la mesa, un experimento de sus hijos. Claro que esta descripción es falsa, pero es metafóricamente adecuada.

—Se trata de dónde trazar el límite —dijo—. Es preciso trazar límites, y hasta yo lo admito. Pero el límite se desplaza continuamente. En una sociedad progresista, el límite debe desplazarse. ¿Sabía usted que antaño era ilegal interrumpir un embarazo?

—He oído hablar de ello. Parece muy extraño.

—Se había decidido que un feto era un ser humano. Luego cambiamos de parecer. La sociedad mantenía gente muerta enganchada a aparatos de soporte vital, a veces veinte o treinta años. No se podían apagar las máquinas.

—Usted dice que los cerebros de esos sujetos estaban muertos.

—Ellos estaban muertos, Hildy, por nuestras pautas. Cadáveres bombeando sangre. Extravagante y siniestro. Uno se pregunta cómo pensaban, cómo razonaban. Cierta gente sabía que se estaba muriendo, y que su agonía sería terriblemente dolorosa, pero se consideraba mal que se suicidara.

Desvié los ojos. No sé si él logró detectar el gesto, pero creo que sí.

—Un médico no podía ayudarles a morir, pues lo acusaban de asesinato. A veces ni siquiera se aplicaban las drogas más aptas para aplacar el dolor. Cualquier droga que obnubilara o agudizara los sentidos, o que alterase la conciencia, se consideraba pecaminosa, con excepción de las dos drogas físicamente más dañinas, el alcohol y la nicotina. Una sustancia relativamente inocua como la heroína era totalmente ilegal porque era adictiva, como si el alcohol no lo fuera. Nadie tenía derecho a decidir lo que metía en su propio cuerpo, no había una carta de derechos médicos. Tiempos de barbarie, ¿verdad?

—De acuerdo.

—He estudiado sus racionalizaciones, y hoy resultan desacabelladas. En cambio, las razones para prohibir la experimentación con humanos tenían mucho sentido. El potencial de abuso es enorme. Toda la investigación genética supone riesgos. Así que se desarrollaron normas… y luego se fijaron en piedra. Nadie las ha revisado en doscientos años. Yo opino que es tiempo de repensarlas.

—¿Y a qué conclusión ha llegado?

—Hildy, apenas hemos comenzado aún. Muchas prohibiciones sobre investigación genética se aprobaron en una época en que cualquier descalabro en el medio ambiente podría tener repercusiones desastrosas. Pero ahora tenemos margen para experimentar, y métodos seguros de aislamiento. Se realiza el trabajo en un asteroide, y si algo sale mal, lo ponemos en cuarentena y lo arrojamos al sol.

No me oponía a ese criterio, y se lo dije.

—¿Pero qué hay con los experimentos con seres humanos?

—Me intranquilizan tanto como a usted. Pero eso es porque nos han educado para considerarlos malignos. Mis hijos no tienen esas inhibiciones. Les he dicho toda la vida que deberían estar en condiciones de plantear cualquier pregunta. Y en condiciones de realizar cualquier experimento, mientras crean tener una idea razonable del resultado. Los demás padres y yo les ayudamos.

Tal vez puse una expresión dubitativa. Era natural, pues tenía grandes dudas.

—Ya veo —dijo—. Está pensando en el viejo argumento del superhombre.

No lo negué.

—Creo que es hora de revisar las cosas. Antes lo llamaban «jugar a ser Dios». Esta palabra no goza de gran popularidad, pero aún está ahí. Si queremos mejorar genéticamente a los humanos, construir un nuevo ser humano, ¿quién escogerá? Bien, puedo decirle quién está escogiendo ahora, y apuesto a que usted también conoce la respuesta.

No tuve que pensar demasiado.

—¿El OC? —aventuré.

—Venga —dijo, levantándose del escritorio—. Voy a mostrarle algo.

Me costó seguirle el paso. Me habría costado en cualquier momento, pero mi estado de grosor no me ayudaba. Smith era una de esas personas impetuosas que no son fáciles de desviar una vez que han decidido el rumbo. Yo sólo podía seguirle con pasos vacilantes.

Al fin llegamos al pie de la nave, de lo cual me di cuenta porque cambiamos los corredores cuadrados y los recodos en ángulo recto por las sinuosidades del Gran Basurero. Poco después bajamos unas escaleras y entramos en un túnel cavado en la roca. Yo aún ignoraba hasta dónde se extendía esa red. Supuse que era posible caminar hasta Ciudad Rey sin salir a la superficie.

Llegamos a una penumbrosa estación de tren abandonada. Al menos había estado abandonada, pero los heinleinianos la habían restaurado: habían corrido a un costado los desechos del andén, colgado luces y añadido otros toques. Sobre el reluciente raíl plateado flotaba un coche de levitación magnética de seis plazas y antiguo diseño. No tenía puerta, la pintura estaba desconchada y el costado aún anunciaba GALERÍAS 5-9. Parando en las principales estaciones fantasmas, sin duda; ese vehículo era muy viejo.

Habían puesto cojines sobre los asientos despanzurrados; nos sentamos, Smith tiró de un cordel que vibró como una campanilla, y el coche comenzó a deslizarse sobre el raíl.

—La idea de construir un superhombre ha sido muy criticada con el correr de los años —dijo Smith, continuando como si nuestra caminata no lo hubiera interrumpido, totalmente absorto en sus peroratas—. Por lo que recuerdo, los fascistas alemanes fueron los primeros en proponerlo en serio, como parte de un obsoleto y estúpido proyecto racial.

—He leído sobre ellos.

—Es agradable hablar con alguien que sabe un poco de historia. Entonces usted sabrá que se presentaron muchas más objeciones cuando resultó posible manipular los genes. Algunas eran válidas, y algunas aún lo son.

—¿Eso es algo que le interesaría ver? ¿Un superhombre?

—Usted se deja inhibir por esa palabra. No sé si un «superhombre» es posible o deseable, pero creo que un humano alterado es una idea que merece explorarse. Cuando se considera que estos cuerpos que utilizamos evolucionaron para sobrevivir en un medio ambiente del cual nos han expulsado…

Tal vez dijo algo más, pero me lo perdí, porque justo en ese momento tuvimos una colisión de frente con otro tren que iba en dirección opuesta. Obviamente, no fue así. Obviamente, era sólo el reflejo de los faros de nuestro propio coche cuando nos acercamos a otro de esos ubicuos campos de fuerza. Y aún más obviamente, no fueron mis lectores quienes se pusieron de pie, gritaron como tontos y vieron pasar su vida ante sus ojos. Pero cualquiera habría hecho lo mismo. O tal vez yo soy un poco lenta de entendederas.

Smith no lo creyó así. Pidió disculpas cuando comprendió lo que había sucedido, y se tomó tiempo para hablar de otra sorpresa que me tenía reservada, la cual se presentó un minuto después cuando un campo de fuerza se disipó frente a nosotros y, con una ráfaga de viento, entramos en el vacío y comenzamos a acelerar de veras. El haz de los faros desdibujaba las paredes del túnel, los detalles eran meros borrones.

Siguió hablando sobre ingeniería humana. Yo no entendí todo porque estaba concentrándome en no respirar, aún aprendiendo a usar un traje de campo. Pero capté sus principales argumentos.

Pensaba que el objetivo de Gretel era válido, aunque su método fuera errado. Yo no veía en qué era errado. Básicamente, o bien creamos nuestro medio ambiente o bien nos adaptamos. Ambos criterios son arriesgados, pero parecía que era hora de empezar a evaluar la segunda alternativa.

Veamos la falta de peso, por ejemplo. La mayoría de la gente que pasa mucho tiempo en caída libre se había sometido a adaptaciones corporales, pero todas quirúrgicas. Las piernas humanas son demasiado fuertes, empujan con demasiado ímpetu y pueden causar una fractura de cráneo. Conviene tener manos en vez de pies en los extremos de los tobillos. En caída libre los pies son tan inútiles como apéndices vermiformes. También es aconsejable un cuerpo humano con mayor flexibilidad.

Pero la pregunta que se planteaba era si se debía condicionar a los seres humanos para el viaje espacial. ¿Las características útiles se debían insertar en los genes, para que los niños nacieran con manos en vez de pies?

Tal vez sí, tal vez no. No hablábamos de cambios radicales, ni nada que no pudiera hacerse quirúrgicamente con la misma facilidad, sin plantear las dificultades que se planteaban al postular diversas especies de seres humanos.

¿Qué pasaría con un ser humano adaptado al vacío? Ignoro cómo, pero tal vez pudiera hacerse. ¿Qué aspecto tendría? ¿Se sentiría superior a nosotros? ¿Seríamos sus hermanos, sus primos o qué? Una cosa era segura: sería mucho más fácil hacerlo genéticamente que con cuchillo. Y sin duda el resultado final no parecería muy humano.

Rumié esa cuestión en los días siguientes, examinando mis sentimientos. Descubrí que la mayoría nacía del prejuicio como había dicho Smith. Me habían educado para pensar que estaba mal. Y también llegué a convenir en que al menos era hora de revisar nuestras premisas.

Mientras yo no tuviera que limpiar la casa de los monigotes.

El coche frenó junto al andén de otra estación abandonada donde alguien había garrapateado la palabra «Minimata» sobre el nombre anterior. Yo ignoraba qué distancia habíamos recorrido, y en qué dirección.

—Esto todavía forma parte del basurero de Delambre —me aclaró Smith, para orientarme.

Bajamos por un corredor largo y mugriento, Smith empuñando una linterna cuyo haz alumbraba las paredes. En una película, ratas y otras alimañas se nos habrían cruzado en el camino, pero una rata habría necesitado un traje de campo para sobrevivir en ese sitio; yo todavía llevaba puesto el mío, y todavía me costaba respirar.

—No hay motivos para que el material que está aquí no se reparta en toda la superficie como el resto de la basura —continuó—. Creo que se trata principalmente de motivos psicológicos. Este lugar es horrendo. Si se trata de material radiactivo o bioquímicamente peligroso, lo descargan aquí.

Llegamos a una cámara de presión como las que eran comunes en mi infancia, y me invitó a entrar con un gesto. Tocó un botón, señaló el regulador de aire que tenía en el costado del pecho.

—Hágalo girar a la izquierda —dijo—. Sólo se encienden automáticamente en el vacío. Hay gas en el sitio al cual vamos, pero no querrá respirarlo.

La cámara se abrió y cerró y entramos en Minimata.

El lugar no tenía nombre en los planos municipales de Ciudad Rey, salvo Depósito de Desperdicios #2. Los heinleinianos le habían puesto el nombre de un lugar de Japón que había sufrido el primer desastre ambiental de la era moderna, cuando las industrias arrojaron compuestos de mercurio en una bahía y produjeron gran cantidad de niños deformes. Perdón, mamá. Una mala racha.

La Minimata de Luna es un gran tanque de almacenaje subterráneo. Uno podía aparcar cuatro naves estelares del tamaño de la Heinlein sin raspar los guarda-fangos. Tejas es mucho más grande, pero no se tiene la sensación de ser un insecto en una botella porque no se ven las paredes. Aquí las paredes se curvaban hacia arriba y desaparecían en una niebla ponzoñosa. El extremo más lejano era invisible.

Tal vez hubiera alguna iluminación artificial. Yo no la veía, pero no era necesaria. El tercio inferior del cilindro horizontal estaba lleno de líquido reluciente. Rojo aquí, verde allá, a veces un azul escalofriante. Los productores de películas de horror habrían matado por obtener ese azul.

Habíamos entrado en lo que parecía el eje del cilindro, que era redondeado en este extremo, como un tanque de presión. Un saliente de tres metros de anchura, con una baranda, se alejaba en ambas direcciones, pero a la derecha estaba bloqueada con un cartel de advertencia.

Noté que más allá se habían desmoronado varios tramos de la saliente. Smith ya se alejaba hacia la izquierda, así que me apresuré a alcanzarlo.

Nunca lo alcanzaba del todo. Cada vez que me acercaba, me distraía el mar luminiscente que tenía a la derecha, cientos de metros más abajo.

Lo raro de ese mar era su movimiento.

Al principio sólo vi remolinos irisados, como pátinas de petróleo sobre agua. Siempre había pensado que las cosas coloridas eran cosas bonitas por naturaleza, pero Minimata me dio una lección. Al principio no lograba explicar mis aprensiones. Ninguno de los colores parecían tan espantosos (con excepción de ese azul). Sin duda ese mismo vórtice de color, en una camisa o vestido, quedaría bellísimo. ¿O no? No veía por qué no. Caminé más despacio, acariciando la baranda con la mano, tratando de adivinar por qué me perturbaba tanto.

El costado del cilindro descendía desde el borde de la saliente, y luego se curvaba hacia dentro hasta unirse con el mar fluorescente. Olas perezosas se estrellaban contra los flancos metálicos del tanque.

¿Olas, Hildy? ¿Qué podía causar olas en esa sopa pútrida?

Tal vez un mecanismo giratorio, pensé, aunque no entendía para qué podría servir. Entonces vi que una parte del mar ascendía a diez o veinte metros de altura (era difícil juzgar la escala desde mi perspectiva). Luego vi formas extrañas en el límite entre el mar y la costa, cosas que se movían entre las florescencias minerales que crecían como dedos artríticos a lo largo de esa playa de metal. Entonces vi algo que erguía la cabeza sobre un cuello tumoroso y me miraba, extendiendo una mano hambrienta…

Claro que estaba a gran distancia. Quizás hubiera visto mal.

Smith me cogió el brazo en silencio y me apuró. No miré de nuevo el mar de Minimata.

Llegamos a una serie de espejos circulares que se erguían a la izquierda contra la pared vertical. Cada cual tenía un número. Comprendí que habían abierto túneles en las paredes y los habían sellado con una barrera de campo cero.

Smith se detuvo delante del octavo, lo señaló y entró. Lo seguí, y me encontré en un túnel corto, de cinco metros de longitud por cinco de altura. En medio del túnel había rejas de metal. Después de ese punto habían construido un suelo para soportar un catre, una silla, un escritorio y un retrete, y todo parecía barato. En nuestro lado de las rejas había una planta de aire portátil que estaba en funcionamiento, pues mi traje se desvaneció en cuanto atravesé el campo. Contra la pared había tubos de oxígeno de repuesto y cajas de alimentos.

Sentado en el catre, mirando una pelea por televisión, estaba Andrew MacDonald. Volvió la vista pero no se levantó.

Tal vez era una nueva cuestión de etiqueta. ¿Debían los muertos levantarse para recibir a los vivos? Preguntadlo en vuestra próxima sesión espiritista.

—Hola, Andrew —dijo Smith—. Te he traído una visita.

—¿Sí? —dijo Andrew sin mayor interés. Me miró, posó los ojos en mí por un instante. No parecía reconocerme. Peor aún, no revelaba esa calidad penetrante que yo había visto el día en que… Diablos, ¿de qué otro modo decirlo? El día en que murió. Por un instante creí que se trataba de un fulano muy parecido a Andrew. En cierto modo tenía razón.

—Lo lamento —dijo, encogiéndose de hombros—. No la conozco.

—No me sorprende —dijo Smith, mirándome. Tuve la sensación de que debía decir algo sensible e inteligente. Tal vez debía haber comprendido de qué se trataba.

—¿Qué diablos está pasando? —pregunté, lo cual era mucho mejor que mi reacción inicial, quedarme boquiabierta como una boba, aunque lo que dije no fue precisamente sensible ni inteligente.

—Pregúntale a él —dijo Andrew—. Él cree que soy peligroso.

Caminé hacia las rejas, pero Smith me apoyó la mano en el brazo y sacudió la cabeza.

—¿Entiendes? —dijo el prisionero.

—Es peligroso —dijo Smith—. Cuando vino aquí casi mató a un hombre, sólo que llegamos a tiempo. ¿Quieres hablarnos de eso, Andrew?

Andrew se encogió de hombros.

—Me pisó el pie. No fue culpa mía.

—Suficiente —dije—. ¿Qué demonios pasa aquí? Vi morir a este hombre, o su hermano gemelo.

Smith estaba por decir algo, pero al fin yo había logrado interesar a Andrew. Se levantó y se acercó a las rejas, las aferró con una mano mientras con la otra se acariciaba los genitales. Es el espectáculo que ofrecen a menudo los viejos alcohólicos o esquizoides de Lecho de Roca. Es un planeta libre, ¿verdad? Nadie puede impedirlo, pero la gente sigue de largo apresuradamente, de la misma manera en que nadie se para a mirar cuando alguien está vomitando o escarbándose la nariz. Nunca había visto a un hombre aparentemente cuerdo masturbándose con semejante impudor. ¿Qué le habían hecho?

—¿Cómo me fue? —preguntó, sobándose la polla—. Sólo me dicen que morí en el cuadrilátero. ¿Tú estabas allí? ¿Estabas cerca? ¿Quién me venció? Demonios, ni siquiera quieren mostrarme una cinta.

—¿Eres realmente Andrew MacDonald?

—Ese es mi nombre. Pregúntalo de nuevo y te diré lo mismo.

—Es él —murmuró Smith—. Es lo que al fin he decidido, tras pensarlo mucho.

—No es lo que dijiste la última vez —dijo el prisionero—. Dijiste que sólo era parte de Andrew. La peor parte. No creo ser lo peor. —Perdió interés en su pene y metió una mano entre las rejas—. Arrójame una lata de ese guisado de carne, jefe. Hace días que le eché el ojo.

—Ahí tienes comida en abundancia.

—Sí, pero quiero el guisado.

Smith cogió una lata de plástico y la arrojó hacia la celda. El hombre la cogió y le arrancó la tapa. Tomó un buen puñado y se lo metió en la boca, masticando ruidosamente. A sus espaldas había una cocina, una mesa y cubiertos, pero no parecían interesarle.

—Yo no te vi pelear —respondí al fin.

—Maldición. ¿Sabes qué? Me gustarías si no estuvieras tan gorda. ¿Quieres follar? —Se apoyó en la ingle una mano manchada de salsa—. Ven a que te sacuda, putita.

Pasaré por alto el resto de sus extravagancias. Aún las recuerdo vividamente, y aún me resultan perturbadoras. Alguna vez había querido hacer el amor con ese hombre. Lo había encontrado muy atractivo.

—Yo estaba presente cuando te llevaron desde el cuadrilátero —dije.

—La vieja cuadratura del círculo. La dulce ciencia. No existe otra cosa, en verdad. ¿Cómo te llamas, gor-dita?

—Hildy. Recibiste heridas mortales y rechazaste el tratamiento.

—Qué imbécil. Vivir para seguir luchando, ¿eh?

—Así pensaba yo. Y me parecía estúpido que arriesgaras tu vida. Lo consideraba innecesario, pero me explicaste tus razones, y las respeto.

—Qué imbécil —repitió.

—Tal vez. Cuando llegó el momento de honrar tu palabra, yo también te creí estúpido. Pero estaba impresionada, conmovida. No sé si hacías lo correcto, pero tu determinación era admirable.

—Tú también eres una imbécil.

—Lo sé.

Siguió embadurnándose la cara con guisado, mirándome sin una chispa visible de humanidad. Me volví hacia Smith.

—Es hora de que me cuente lo que pasa aquí. ¿Qué le han hecho a este hombre? Si esto es un ejemplo de lo que usted me decía en nuestro viaje…

—Lo es.

—Pues entonces no me interesa. Qué diablos, prometí no hablar sobre usted y su gente pero…

—Aguarde un minuto, Hildy —dijo Smith—. Esto es un ejemplo de experimentación con seres humanos, pero no es obra nuestra.

—El OC —le dije al cabo de una larga pausa—. ¿Y quién más?

—El OC tiene problemas graves, Hildy. No sé qué es, pero conozco los resultados. Este hombre es uno de ellos. Es un cuerpo clonado a partir del cadáver de Andrew MacDonald, o de una muestra de tejidos. Cuando suelta la lengua, dice cosas que hemos cotejado con sus grabaciones, y parece poseer los recuerdos de MacDonald. Hasta cierto punto. Recuerda cosas hasta hace tres o cuatro años. No hemos podido analizarlo íntegramente, pero nuestros análisis confirman lo que hemos visto en otros especímenes similares. Él cree que es MacDonald.

—Claro que lo soy —intervino el prisionero.

—En la práctica, él tiene razón. Pero no recuerda el Colapso de Kansas. No recuerda el asesinato de Silvio. Yo estaba seguro de que no la recordaría a usted, y no la recuerda. Lo que sucede es que sus recuerdos fueron grabados, y reproducidos en este cuerpo clónico.

Reflexioné. Smith me concedió el tiempo necesario.

—No funciona —dije al fin—. No hay modo de transformar esta cosa en el hombre que conocí en sólo tres o cuatro años. Este tío es un niño grande y malcriado.

—Grande, guarra, tú lo has dicho —dijo el hombre, con el gesto que cabía esperar.

—No dije que la copia fuera perfecta —continuó Smith—. Los recuerdos parecen bastante precisos. Pero algunas cosas no se registraron. No tiene la menor inhibición social. No siente culpa ni vergüenza. Trató de matar a un hombre que accidentalmente le pisó el pie, y nunca comprendió qué tenía de malo. Es increíblemente peligroso, porque es el mejor luchador de Luna. Por eso lo tenemos aquí, en la mejor prisión que hemos podido diseñar. Aunque nosotros no creemos en las prisiones.

Noté que le sería difícil escapar de ahí. Si atravesaba el campo de fuerza, estaban los gases tóxicos de Minamata. Y después el vacío.

Parecía que MacDonald era el más reciente de una larga serie de experimentos abandonados. Smith no quiso contarme cómo había llegado a manos de los heinleinianos, y sólo dio a entender que tal vez se los hubieran enviado.

—Al principio de este programa, estábamos comunicados con el laboratorio secreto donde se realizaba este trabajo. Los primeros intentos fueron patéticos. Teníamos sujetos que babeaban, otros que se desgarraban con los dientes. Pero el OC mejoró con la práctica. Algunos podían pasar por seres humanos normales. Algunos viven con nosotros. Tienen limitaciones, ¿pero qué se puede hacer? Creo que son humanos.

»Pero últimamente hemos recibido sorpresas como nuestro amigo Andrew. Los encerramos, los interrogamos. Algunos son totalmente inofensivos. En cuanto a otros, no creo que podamos dejarlos en libertad.

—No entiendo. Es decir, sí entiendo que éste sea peligroso, pero…

—El OC quiere entrar aquí.

—¿En Minimata?

—No, este lugar le pertenece. Usted vio el agua. Es obra del OC. Quiere entrar en el enclave heinleiniano. Quiere el campo de fuerza cero. Quiere saber si tengo éxito con el motor estelar. Quiere saber otras cosas. Descubrió que tenemos acceso a sus experimentos prohibidos, y comenzamos a recibir personas como Andrew. Bombas de tiempo ambulantes, la mayoría. Al cabo de varios incidentes trágicos, tuvimos que establecer medidas de seguridad. Ahora tenemos cuidado con los muertos que dejamos entrar.

No era la primera vez que un acto del OC trastocaba mi visión del mundo. Vivimos en un tiempo y lugar y creemos entender lo que ocurre, pero no es así. Tal vez nadie haya entendido nunca.

Smith me había revelado demasiadas cosas con demasiada precipitación. Yo tenía cierta práctica, después de los juegos que el OC había jugado con mi cabeza, pero no sé si en estos casos uno mejora con la práctica.

—Conque está trabajando en la inmortalidad.

—En cierto modo. La gente más longeva de hoy frisa los trescientos años. La mayoría cree que existen límites para los remiendos que se pueden hacer en el cerebro humano. Pero si se logra una grabación perfecta de todo lo que es un ser humano, y se vuelca en otro cerebro…

—Sí, pero Andrew está muerto. Esta cosa no sería Andrew aunque la copia fuera mejor. ¿O sí?

—Eh, Hildy —dijo Andrew. Cuando me volví recibí una andanada de guisado frío y pegajoso en plena cara.

Recorrió la celda a saltos como un simio, abrazándose, desternillándose de risa. Incansablemente. Y aunque al principio quise matarlo, me resultaba imposible odiarle. El vestigio que el OC había dejado de ese hombre no era maligno, como pensé al principio. Era pueril y totalmente impulsivo. Algunos factores inhibitorios no se habían copiado correctamente; su conciencia se había borroneado en la transmisión, su autocontrol sufría descargas de estática. Haz lo que piensas. Una filosofía simple.

—Acompáñeme —dijo Smith, después de ayudarme a limpiarme un poco—. La llevaré donde pueda asearse, y quiero mostrarle algo.

Atravesamos nuevamente el campo de fuerza —Andrew aún se reía—, caminamos unos pasos y entramos en la novena celda.

Y allí estaba nada menos que Aladino, el de los pulmones mágicos, de pie ante una celda con rejas, igual a la que acabábamos de abandonar. Sólo que ésta no estaba ocupada, y la puerta estaba abierta.

—¿Para quién es la celda? —pregunté—. ¿Y qué hace Aladino aquí? —Hay días en que soy muy rápida, pero éste no era uno de ellos.

—Aún no hemos designado al ocupante, Hildy —dijo Smith, desplegando algo que antes era una linterna pero que ahora parecía exactamente como un arma heinleiniana, con ese aire chapucero—. Le haremos algunas preguntas. No son muchas, pero las respuestas pueden demorar, así que póngase cómoda. Aladino está aquí para quitarle el generador del traje, si las respuestas no nos gustan.

Hubo un largo silencio. Pocos tenemos la experiencia de que nos apunten con un arma. No es una situación social frecuente. Probad en vuestra próxima fiesta, a ver cómo reaccionan los invitados.

Debo conceder que ellos no parecían mucho más cómodos que yo.

—¿Qué quiere saber?

—Empiece con todos sus contactos con el Ordenador Central en los tres últimos años.

Así que se lo conté todo.

Resultó ser que la dulce Gretel me habría invitado a entrar en el primer fin de semana, pero Smith y sus amigos postergaron la aprobación. Estaban revisando mis antecedentes, y sus recursos para ello eran pasmosos. Me habían vigilado en Tejas. Habían investigado mi historia familiar. Mientras contaba mi historia, pasé por alto un par de detalles, y ellos me corrigieron. Mentir habría sido inútil, y además yo no quería mentir. Si alguien tenía respuestas para mis preguntas sobre el OC, eran ellos. Quería ayudarles contándoles todo lo que sabía.

No quiero dar la impresión de que eso fue más tremendo de lo que fue. Desde el principio todos nos distendimos. Smith plegó la linterna y la guardó. Si hubieran sospechado de veras, me habrían llevado allí en mi primera visita, pero después de lo que me habían contado era prudente interrogarme de este modo.

Estaban inquietos por mi intento de suicidio en la superficie. Había dejado rastros físicos, un visor roto, y se preguntaron si yo no habría muerto de veras.

Y mientras hablaba sobre ello, se me ocurrió una idea perturbadora. ¿Y si había muerto?

¿Cómo saberlo? Si el OC grababa mis recuerdos y los volcaba a un cuerpo clonado, ¿me sentiría diferente? No se me ocurría ningún análisis para verificarlo, y pregunté si ellos tenían alguno. No hubo suerte.

—Eso no me preocupa, Hildy —contestó Smith. Retrospectivamente, no fue muy listo señalarles que tampoco podían estar seguros de mí, pero no importaba, pues ya habían pensado en ello y se habían decidido—. Si el OC se ha perfeccionado tanto, ya nos ha vencido.

—Además —intervino Aladino—, si se ha perfeccionado tanto, ¿cuál es la diferencia?

—Podría ser importante si hubiera dejado una sugestión poshipnótica —dijo Smith—. Una copia perfecta de Hildy, con una exhortación subliminal para espiarnos y revelarle todo cuando regresara a Ciudad Rey.

—No había pensado en eso —dijo Aladino, quizá lamentando que Smith hubiera guardado la linterna.

—Como dije, si se ha perfeccionado tanto, podemos darnos por vencidos. —Smith se levantó y se desperezó—. No, compañeros. En algún punto debemos renunciar a las pruebas. En algún punto debemos guiarnos por los sentimientos. Lamento mucho haberle hecho esto, Hildy, va contra mis convicciones. Su vida personal debería pertenecerle, pero aquí estamos embarcados en una guerra silenciosa. No se han librado batallas, pero el enemigo nos tantea continuamente. Nuestra mejor defensa es hacer como las tortugas, meternos en un caparazón donde no pueda penetrar. Lo lamento.

—Está bien. De todos modos quería hablar de ello.

Tendió la mano, y se la estreché, y por primera vez en muchos años tuve una sensación de pertenencia. Sentía ganas de gritar: «¡Muera el OC!» Lamentablemente los heineliamanos andaban escasos de eslóganes y emblemas. Dudaba que me ofrecieran un uniforme.

Demonios, ni siquiera tenían un saludo secreto. Pero acepté el vulgar apretón de manos de Smith con gratitud. Me había alistado.