21

CIENCIA

Mintiéndome como un adorno de capó en un vehículo de lujo —y exhibiendo un vientre mucho más cromado de lo que habría agradado a los señores Rolls y Royce—, me interné resueltamente en la luz solar, casi tan desnuda como el día que nací. Resueltamente, si no contamos los treinta minutos que pasé armándome de coraje. Desnuda, si no contamos el misterioso campo de fuerza que me envolvía en un tibio manto de aire de cinco milímetros de espesor.

Aun la tibieza era ilusoria. Yo tenía la sensación de que el aire me entibiaba, y creo que no habría sobrevivido sin esa tranquilidad psicológica, pero en realidad el aire me enfriaba, lo cual es siempre un problema en un traje espacial, háyase comprado en la tienda Hamilton o haya nacido por el arte de birlibirloque del genio de la Robert A. Heinlein. El cuerpo humano genera calor, y un traje espacial debe ser un buen aislante, que es su propósito principal; sin una salida, el calor crece y sofoca.

Caramba, lector, si te has reído de mis explicaciones sobre nanoingeniería y cibernética, espera a oír mis explicaciones sobre campos de fuerza.

—Vas bien, Hildy —me alentó Gretel (que no era su verdadero nombre)—. Sé que uno tarda en acostumbrarse.

—¿Cómo lo sabes? —repliqué—. Tú creciste en un traje de campo.

—Sí, pero ya he instruido a gente novata.

Novata, en efecto. Cada sensación era nueva para mí. Me miré los pies, agité los dedos, la luz agitó los reflejos. Era como usar calcetines gruesos, aunque sólo sentía lo que parecía ser la tosca superficie de Luna. Se trataba de un principio de realimentación, según me habían dicho; el campo me mantenía flotando a cinco milímetros de altura, por mucho que yo apretara. Por suerte. Esas rocas estaban muy calientes.

—¿Cómo anda la respiración? —me preguntó Gretel, en una voz rara a la que me acostumbraría gradualmente. El traje incluía una modificación de mi teléfono implantado, de tal modo que la subvocalización podía oírse por el canal que los heinleinianos usaban para comunicarse traje a traje.

—Todavía me falta el aire —dije.

—¿Cómo?

Repetí despacio cada palabra.

—Eso es puramente psicótico.

Creo que ella quería decir psicosomático, o tal vez psicológico. Aunque tal vez psicótico fuera la palabra perfecta. ¿Cómo describir a alguien que confiaba su delicado pellejo a un efecto espacial que, según mi leal saber y entender, no tenía existencia en el mundo real?

El deseo de respirar era muy real, aunque algún su-presor operaba en mi cerebro anulando esa parte del sistema nervioso autónomo. Mi cuerpo recibía todo el oxígeno que necesitaba, pero es inquietante renunciar al hábito de inhalar y exhalar por los pulmones, sobre todo si se ha practicado durante un siglo. Hasta ahora había retenido el aliento casi diez minutos. Ansiaba regresar dentro y aspirar a bocanadas.

—¿Quieres regresar dentro?

Me pregunté si habría murmurado. Cuidado con eso. Sacudí la cabeza, recordé que la visión era difícil y dije que no.

—Entonces cógeme la mano —dijo ella.

Obedecí, y nuestros trajes de campo se fusionaron y sentí su mano desnuda en la mía. Si alguna vez estas cosas salían a la venta, se pondría muy de moda hacer el amor bajo las estrellas.

Pero el traje de campo aún no se consigue en las tiendas especializadas.

Sin duda estarán disponibles dentro de algunos años, dadas las condiciones actuales. Muchos están furiosos con los heinleinianos, que no cedieron las patentes al dominio público. Así se murmura, pero los murmuradores no ganarán nada con eso. Simplemente no entienden a los heinleinianos. Nada es gratis, y nadie mejor que ellos para demostrarlo.

Mientras escribo esto, los heinleinianos están bastante irritados, y no puedo culparlos. Todas las acusaciones se han retirado, y ya opera la ley de prescripción. Ya nadie los persigue. Pero hice el solemne juramento de no revelar sus nombres sin autorización, y no me han autorizado, y quizá tengan razón. Dígase lo que se diga de mis informaciones periodísticas, jamás he revelado una fuente y jamás lo haré. Así que llamaré «Gretel» a la niña, y usaré nombres falsos para todas las personas que conocí cuando seguí las migajas y entré en el espejo perfecto.

He prometido no mentir, pero de aquí en adelante no diré toda la verdad. He retocado algunos datos para proteger a personas que no tienen motivos para confiar en las autoridades, pero confiaron en mí y descubrieron… Pero me estoy adelantando.

La hilera de migajas conducía al pétreo oleaje de escombros que lamía el pie de la Heinlein. Al principio parecía que desaparecían en una pared, pero descubrí que podía pasar si me agachaba.

Por suerte llevaba a Winston con una correa, porque él tironeaba para internarse en la pila, y quién sabe si lo hubiera encontrado. Apunté la linterna debajo de ese alero —que parecía ser la parte trasera de un viejo vehículo— y vi que era posible entrar a rastras. Sin las migajas no lo hubiera intentado, pues ya veía cuatro direcciones posibles. Pero entré, preguntándome cuan estable sería esa pila en caso de que rozara algo.

A poca distancia comprendí que era un sendero. Al principio era roca desnuda. Pronto hubo un suelo de paneles de plástico desechados. Avancé con cautela, pero parecía firme. Cada panel estaba soldado a los desechos más macizos de la pila. Además, mirando al borde del camino, vi que ya no había suelo. Mi linterna alumbraba una empinada ladera de desechos. Si hubiera habido aire, tal vez habría arrojado una moneda o algo parecido. Intuía que la oiría tintinear por largo tiempo.

Durante un rato pisé cuidadosamente cada panel, pero todos estaban firmes, y decidí que me portaba como una tonta. Era evidente que ese sendero se usaba con frecuencia, y parecía bastante resistente a pesar de su improvisado origen. Apuntando la linterna hacia arriba, comprendí que habían abierto el túnel con una máquina perforadora. Era cilindrico, y había muchos desechos incinerados o cortados; descubrí bordes rebanados de vigas de metal en ambos lados del túnel, como si hubieran cercenado los tramos centrales. Al principio no lo había visto como un cilindro porque las paredes eran abrumadoramente barrocas y no estaban cubiertas como en Ciudad Rey.

En poco tiempo llegué a una hilera de luces colgadas al azar en el lado izquierdo del túnel. Y poco después vi una mujer que se acercaba. Apunté mi linterna, y ella apuntó la suya, y vi que también estaba encinta y llevaba un bulldog con una correa, lo cual parecía una coincidencia excesiva.

Winston no comprendió. Arremetió como de costumbre, para saludar a un nuevo amigo o para hacer picadillo a un enemigo. Oí el ruido del choque por la radio del traje. Winston cayó sentado, sin surtir un efecto visible sobre el espejo perfecto.

Lo mismo digo de mí, aunque hice todas las cosas fútiles que hace la gente en las narraciones sobre humanos que encuentran objetos alienígenas: arrojar piedras, blandir un garrote improvisado, patear. No dejé el menor rasguño. («Señor presidente, es mi científica opinión que el platillo está fabricado con una aleación desconocida en la Tierra.») Habría probado con fuego, electricidad, rayos láser y armas atómicas, pero no las tenía a mano. Tal vez los rayos láser no fueran la mejor idea.

Aguardé, preguntándome si la niña me miraba y se reía a mis expensas, segura de que me había llevado hasta ahí para desorientarme, y al instante la superficie del espejo se hinchó y se convirtió en un rostro humano. El rostro sonrió, y luego apareció el resto del cuerpo. Al principio pensé que avanzaba, pero en realidad el espejo retrocedía y el campo se formaba en torno del cuerpo mientras ella permanecía de pie.

El espejo retrocedió tres metros, y ella me llamó con una seña. Fui hacia ella, y me hizo gestos que no entendí. Al fin comprendí que debía aferrarme de una barra sujeta a la pared. Lo hice, y la niña se agazapó y abrazó a Winston, que parecía contento de verla. Oí un estruendo y algo se hundió en mí. Vi un remolino de polvo y basura, tal vez una neblina. El espejo perfecto ya no estaba en el mismo sitio y el corredor había cambiado. Miré en torno y vi que las paredes estaban revestidas con el mismo espejo, y la chata superficie se había transformado a mis espaldas. Una cámara de presión dotada de dramatismo.

Gretel permaneció unos segundos más envuelta en la distorsión, luego el traje de campo se esfumó y ella se convirtió en la desnuda niña de diez años que durante tanto tiempo había recorrido mis sueños. Me estaba diciendo algo. Sacudí la cabeza, eché un vistazo a las lecturas de temperatura y presión externas —por puro hábito, pues veía y oía que el aire estaba bien— antes de quitarme el casco.

—Ante todo —dijo Gretel—, debes prometer que no se lo contarás a mi padre.

—¿Que no le contaré qué?

—Que me viste en la superficie sin el traje. No le gusta que haga eso.

—A mí tampoco me gustaría. ¿Por qué lo haces?

—Debes prometerlo, o irte a casa.

Lo prometí. Habría hecho cualquier promesa con tal de entrar en ese túnel. E incluso la habría cumplido. Personalmente, no considero que una promesa hecha a una niña de diez años deba cumplirse si atañe a una cuestión de seguridad, pero cumpliría ésta si podía.

Tenía mil preguntas, pero no sabía cómo hacerlas. Soy buena para las entrevistas, pero se requiere otra técnica para obtener respuestas de una niña. No sería problema —el problema con Gretel era cómo hacerla callar—, pero en ese momento no lo sabía. En ese momento estaba en cuclillas, sacándole el casco a Wins-ton, así que miré y esperé. Liz juraba que Winston nunca mordía a la gente a menos que se lo ordenaran, y esperé que fuera cierto.

Una vez más Winston cumplió con mis expectativas. La saludó como a una amiga perdida, tumbándola para lamerle la cara y hacerle cosquillas. Entre ambas le quitamos el resto del traje.

—También puedes quitarte el tuyo —dijo Gretel.

—¿Es seguro?

—Pudiste preguntar antes de quitarle el casco al perro.

Tenía razón. Empecé a quitarme el traje.

—Me has hecho sudar bastante —dije.

—Tardé en convencer a mi padre de que debíamos dejarte entrar. Pero nunca me apuro en esas cosas, de cualquier modo. Te hace bien esperar.

—¿Por qué cambió de parecer?

—Por mí. Siempre lo consigo. Pero no fue fácil, tratándose de una periodista.

Un año atrás me habría sorprendido. Cuando se trabaja para un padloide no se tiene una cara tan conocida como los reporteros de televisión. Pero los hechos recientes habían cambiado eso. Ya no habría trabajos de incógnito para mí.

—¿A tu padre no le gustan los reporteros?

—No le gusta la publicidad. Cuando hables con él, tendrás que prometerle que no usarás nada para una noticia.

—No sé si puedo prometerlo.

—Claro que puedes. De cualquier modo, es cosa vuestra.

Echamos a andar por el corredor redondo y espejado. Cuando llegamos a otra pared espejada como la del principio, Gretel no redujo la velocidad sino que continuó la marcha. Cuando ella estaba a un metro de distancia, la pared se desvaneció y reveló otro largo tramo de túnel. Miré hacia atrás y lo vi. Sencillo y eficaz. Los túneles estaban revestidos con el campo, y estas barreras de seguridad estaban repartidas a lo largo del camino. Esa nueva tecnología revolucionaría las técnicas lunares de construcción.

Me desvivía por hacerle preguntas, pero no era el momento oportuno. Estaba allí como resultado del capricho de una niña, y era conveniente averiguar qué opinaba de mí, granjearme su simpatía.

—Bien… —dije—. ¿Te gustaron los juguetes?

—Qué va —contestó. Un comienzo poco auspicioso—. Estoy crecida para eso.

—¿Qué edad tienes? —Siempre estaba la posibilidad de que hubiera juzgado mal su apariencia. Bien podía ser mayor que yo.

—Tengo once, pero soy precoz. Todos lo dicen.

—¿Sobre todo papá?

Sonrió picaramente.

—Nunca papá. Él dice que soy la demostración ambulante de que debería haber control de natalidad retroactivo. Está bien, me gustaron los juguetes, pero prefiero considerarlos encantadoras antigüedades. Sobre todo me gustó el perro. ¿Cómo se llama?

—Winston. ¿Por eso convenciste a tu padre de que me dejara entrar?

—No. Me sería fácil conseguir un perro.

—Entonces no entiendo. Me esforcé tanto para captar tu interés…

—¿De veras? Increíble. Demonios, Hildy, te habría invitado a entrar si tan sólo te hubieras sentado allá fuera.

—¿Porqué?

Dio media vuelta y puso una cara que me adelantó la respuesta. Era una cara que yo conocía muy bien.

—Porque trabajas para El Pezón. Es mi padloide favorito. Cuéntame, ¿cómo era Silvio realmente?

La mayoría de mis conversaciones con Gretel siempre llegaban a Silvio tarde o temprano, habitualmente después de largos y reverentes desvíos por el sotobosque de celebridades de los actuales ídolos pre-pubescentes de la televisión y la música. Yo había entrevistado a Silvio tres veces, había asistido una veintena de veces a celebraciones donde él estaba presente, había cambiado algunas frases con él en esas circunstancias. Eso era todo, pero no importaba. Era oro para Gretel, más deslumbrada por los astros que la mayoría de las niñas de su edad. Absorbía cada una de mis palabras.

Desde luego, inventé bastante. Si podía hacerlo por escrito, ¿por qué no ante ella? Y era buen entrenamiento antes de contarle las intimidades de sus estrellas adolescentes, muchas de las cuales me resultaban totalmente desconocidas.

¿Es despreciable mentirle a una niñita? Supongo que sí, pero había hecho cosas peores, y a fin de cuentas no le hice daño. La industria del chisme, cuyas naves insignia son El Pezón y Sin Vueltas, es moralmente cuestionable en el mejor de los casos, pero es tan vieja que sin duda responde a una necesidad humana básica. Ya me he disculpado bastante por ello. La mayor diferencia era que en general mis notas escritas eran chismes maliciosos. Las historias que le conté a la niña eran agradables. Era un modo de pagarme el alojamiento. Si Scheheraza-de pudo hacerlo, ¿por qué no Hildy Johnson?

Agradecí que ella me cogiera la mano en ese primer paseo por la superficie. Respirar es el placer más subestimado de la vida. Lo notamos cuando algo huele bien, lo maldecimos cuando algo apesta, pero en general ni pensamos en ello. Es tan natural como… ¿veis lo que digo? Para apreciarlo de veras, mantened la boca y la nariz cerradas durante tres minutos, o el tiempo necesario para llegar al límite del desmayo. Esa primera bocanada que nos arranca del umbral de la muerte tiene un sabor inigualablemente dulce, lo juro.

Ahora haced la prueba por treinta minutos.

El oxígeno de mi nuevo pulmón debía alcanzar para ese tiempo, con un margen aproximado de cinco a siete minutos.

—Considéralo treinta —dij o Aladino cuando lo instaló—. Eso te mantendrá a salvo.

—Lo consideraré quince —repliqué—. Tal vez cinco. —En ese momento estaba sentada en su clínica, con el costado izquierdo del pecho abierto, y la fea y grisácea masa que hasta ahora había sido mi pulmón izquierdo estaba echada en una mesa como una oferta especial del carnicero.

—No hables —advirtió—. Estoy trabajando en tu sistema respiratorio. —Me enjugó una gota de sangre de la comisura de la boca.

—Tal vez uno —insistí. Aladino cogió el nuevo pulmón, un reluciente objeto metálico con tuberías, y lo metió en la cavidad del pecho con chasquidos húmedos. Detesto la cirugía.

Lo habría considerado una total novedad de no ser por mis recientes investigaciones en tecnología del vacío. Una parte era revolucionaria, pero el resto era la síntesis de cosas desarrolladas y descartadas mucho tiempo atrás.

Los heinleinianos no eran los primeros en investigar la adaptación del cuerpo humano a la superficie lunar. Sólo eran los primeros en encontrar una solución relativamente práctica. El pulmón que me insertó Aladino era ante todo un tubo de aire lleno de oxígeno comprimido. El resto era un dispositivo de interfaz que permitía que el oxígeno pasara directamente a mi corriente sanguínea al tiempo que limpiaba el bióxido de carbono. Otros implantes permitían que parte del gas se liberase mediante nuevas aberturas de mi piel, despidiendo calor. Nada de eso era nuevo; casi todo se había experimentado ya en el año 50.

Pero en el año 50 no existía el clima para ese invento. El sistema no era práctico. Aún había que usar una prenda para protegerse del calor y del frío, y esa prenda debía proteger de ambas cosas —en extremos jamás vistos en la Tierra— mientras evitaba el contacto con el vacío, despedía el calor de desecho y cumplía muchos otros requerimientos. Esos trajes existían; yo había comprado dos el año pasado. Eran una gran mejora sobre los trajes de momia que usaban los primeros exploradores del espacio, pero operaban sobre los mismos principios. Y operaban mejor que los pulmones artificiales. A fin de cuentas, si hay que usar traje, ¿qué ventaja tiene un suministro de aire de treinta minutos? Si se planea una larga estancia en la superficie, hay que cargar el aire en una mochila, tal como hizo Neil Armstrong.

Y los heinleinianos hacían lo mismo, para estancias más largas. Pero habían resuelto el problema de qué hacer con el traje: desactivarlo cuando no se usaba.

Creo que también habían resuelto el problema psicológico de los trajes, es decir el reflejo de pánico que se sentía al no respirar normalmente, pero sospecho que la respuesta era similar a la que aprende un niño en su primera lección de natación. Hazlo varias veces y no tendrás miedo.

Yo lo había hecho quince minutos y aún estaba temblando. Tenía palpitaciones, me sudaban las palmas. ¿O era la de Gretel?

—Sudarás bastante —explicó ella cuando le pregunté—. Es normal. Esa capa de aire permanece bastante caliente, aunque no es sofocante. Además el sudor ayuda a eliminar el calor, tal como lo hace por dentro.

Me habían dicho que la distancia del traje respecto del cuerpo fluctuaba un milímetro en un ritmo regular. Eso modificaba considerablemente el volumen, absorbiendo aire de desecho del interior y lanzándolo al vacío en un movimiento de fuelle. Con él se iba vapor de agua, pero una gran cantidad goteaba de la piel.

—Quisiera regresar ahora —le dije, y debí decirlo bien, porque oí que ella me respondía que sí con toda claridad. Era el mismo circuito que el OC usaba para hablarme en privado, en la época en que yo todavía le hablaba a él. Aparte del respirador, el suministro de aire, el generador de campo y algunos conductos, no se había necesitado mucho para prepararme para el uso del traje. En parte era porque mi cuerpo ya estaba plagado de circuitos, como señaló el OC en mis contactos de interfaz directa. Habían hecho algunos ajustes a mis tímpanos para impedir que me dolieran con los cambios de presión, y habían añadido un visor interno para que al cerrar los ojos o pestañear yo viera las cifras concernientes a la temperatura del cuerpo, el suministro de aire y demás. Había alarmas para diversas situaciones, y yo esperaba no oírlas nunca. El manejo del traje consistía principalmente en usarlo, y una buena parte se usaba por dentro.

La cámara de presión por donde yo había entrado en ese refugio secreto era sólo para objetos inanimados o gente que usaba objetos inanimados, como mi viejo traje. Si alguien llevaba un traje de campo, entraba en la pared espejada y el traje se fusionaba con ella, como una gota de mercurio cayendo en un estanque de azogue. Era el único modo de atravesar una barrera de campo cero, aparte de desactivarla. Eran totalmente reflexivas por ambos lados. Nada las atravesaba, ni el aire, ni las balas, ni la luz, ni el calor, ni las ondas de radio ni los heutrinos. Nada.

Bien, la gravedad las atravesaba, por motivos que soy incapaz de entender. Pero no las atravesaba el magnetismo, y Merlín estaba trabajando en el tema de la gravedad. Las investigaciones aún continúan.

Antes de que Gretel y yo pasáramos, vi que parte de la pared espejada se convertía en un rostro. Era el único modo de ver a través de la pared, apoyar la cara, y aun a eso costaba acostumbrarse. Gretel y su hermano Hansel —¿de qué otro modo llamarlo?— lo hacían tan naturalmente como yo vuelvo la cabeza para mirar por una ventana. Yo tenía que tragar saliva varías veces porque cada reflejo me decía que me estrellaría la nariz contra ese reflejo mío.

Pero esta vez no tuve inconvenientes, pues ansiaba regresar al otro lado del espejo. Estaba corriendo cuando choqué con él. Y desde luego no tuve la sensación de chocar con nada. Mi traje se desvaneció al atravesar el campo más grande y yo, que me había preparado para un impacto, actué como si esquivara un obstáculo inexistente y bailé como si el suelo estuviera alfombrado de cáscaras de banana, evitando por poco una caída que habría dado envidia a un comediante del cine mudo.

Antes de reíros, intentadlo.

Gretel afirmaba que podía distinguir el rostro de la gente cuando estaba cubierta con un traje de campo cero. Supongo que sería posible si uno se crió de ese modo; para mí eran como máscaras cromadas, y tal vez lo fueran por un largo tiempo. Pero deduje que era Hansel el que asomó el rostro, pues ahí lo habíamos dejado, cuidando a Winston, y fue él quien me saludó después de mi viaje inaugural con el nuevo traje. Hansel era un chico de quince años, alto, desmañado y tímido, con un mechón de cabello rubio semejante al de la hermana y una mirada que sin duda heredaba del padre. Yo le veía ojillos de científico loco, como si ansiara partirte en pedazos para ver cómo funcionabas, sólo que tendría la cortesía de pedir permiso. Me apresuro a añadir que te hubiera montado de nuevo, o al menos lo intentaría, aunque quizá sus aptitudes no siempre estuvieran a la altura del intento. También heredaba eso del padre. Yo ignoraba de dónde venía la timidez. No era herencia paterna.

—Acabo de recibir una llamada de la granja —dijo Hansel—. Libby dice que la yegua palomina está por parir.

—Yo también la recibí —dijo Gretel—. Vamos.

Se pusieron en marcha mientras yo recobraba el aliento. Hacía tiempo que no caminaba con niños, pero no me atrevía a perderlos de vista. No sabía si podría regresar por mi cuenta a la Heinlein. Parece improbable, ¿verdad? Los lunarianos nos creemos expertos en recorrer laberintos tridimensionales. Pero los laberintos de Ciudad Rey suelen ser de dos tipos: o nacen en una plaza central, con calles anulares, o forman una cuadrícula de norte a sur, de arriba abajo. Los senderos del basurero Delambre parecen una bandeja de espaguetis. Dos días en Delambre mandarían a cualquier urbanista a una celda acolchada. Es un lugar que creció a tontas y a locas.

Los senderos por donde ahora corría se habían construido con simples, prosaicas y obsoletas máquinas perforadoras, otra cosa en la cual los lunarianos son expertos. Habitualmente perforaban roca, pero la estratigrafía del tecnobasural de Delambre no les presentaban problemas, pues sus haces láser atravesaban cualquier cosa. Los heinleinianos tenían una docena de esas máquinas. Las habían encontrado allí, las habían reparado y al parecer las habían dejado avanzar a su antojo. Quizá no fuera para tanto, pero cualquiera que tratara de encontrar razón o sentido en esos senderos llegaba a la conclusión de que una lombriz lo habría planificado mejor.

Una vez que se abrían los túneles, cuadrillas humanas instalaban el suelo con los paneles de plástico que hubiera a mano. Como esos paneles habían sido un artículo básico de construcción durante más de un siglo, no eran difíciles de encontrar. El último paso consistía en colocar una unidad de aire cada cien metros. Estas unidades contenían un generador de campo cero, con paneles lógicos que operaban los sistemas de cierre de ambos lados, un gran recipiente de aire mantenido semanalmente por autobots, y un cable que llegaba a un panel solar que estaba encima de la pila de basura para suministrar energía a todo el equipo. Cuando alguien tenía ganas, instalaba cables de alumbrado y calefacción en el techo del túnel, pero se consideraba un lujo, y no los había en todos los tramos.

En ese viejo y cansado planeta nunca se había visto un sistema más chapucero para impedir las fugas de aire, y nadie que tuviera un mínimo de cerebro le hubiera confiado su único y precioso cuerpo por una fracción de segundo. Y con buenos motivos: los fallos eran frecuentes, las reparaciones eran lentas.

A los heinleinianos no les importaba. Si un tramo de túnel se derrumbaba, el traje se activaba y había tiempo de sobra para llegar al tramo siguiente. El vacío no les preocupaba demasiado.

Era un viaje extraño, lo cual me daba otra razón para mantenerme cerca de los niños. Ambos llevaban linternas, que eran casi obligatorias en los túneles, y yo había olvidado la mía, así que procuraba no perder de vista sus haces fluctuantes. Claro que podía llamarlos si me perdía, pero estaba decidida a no perderme. Los niños quieren divertirse, y no es divertido esperar a alguien que se pierde en un túnel. Hacerme fama de tonta no sería un buen modo de congraciarme con ellos.

Hacía tanto frío que me castañeteaban los dientes; mi traje se activó automáticamente y antes de salir de la oscuridad sentí calor de nuevo. Winston miró hacia atrás y ladró. Aún usaba su viejo traje, y Hansel llevaba el casco. Me habían pedido que le dejara instalarle un traje de campo, pero yo no sabía cómo explicárselo a Liz.

La primera vez que los niños me llevaron a la granja, esperaba ver una plantación hidropónica o de tierra similar a aquellas cuya existencia los lunarianos conocen pero que sólo encontrarían consultando una guía, pues nunca las han visto. Yo había estado en una mucho tiempo atrás, cuando cubría una noticia —he visitado casi todos los sitios en un siglo—, y debo aclarar que son aburridas. Una pérdida de tiempo. Trátese de maíz, patatas o gallinas, sólo se ven casetas bajas con incesantes filas de jaulas, pesebres, surcos o bebederos. Las máquinas desplazan comida o nutrientes, se llevan los desperdicios, cosechan el producto final. La mayoría de los animales se crían bajo tierra, la mayoría de las plantas en la superficie, bajo techos de plástico. Todo se mantiene lejos de la civilización y rara vez se menciona, pues la mayoría de nosotros no soporta pensar que comemos cosas que crecieron en la tierra, o que en un tiempo cacareaban, gruñían y defecaban.

Yo esperaba una fábrica de comida, aunque construida según los patrones hemleimanos que una vez me describió Aladino: «Caótica, aparatosa e insegura.» Más tarde vi una granja de ese tipo, pero no la que pertenecía a Hansel y Gretel y su mejor amigo, Libby. Una vez más olvidaba que estaba tratando con niños.

La granja se encontraba detrás de una gran compuerta de la vieja Heinlein que decía COMEDOR # 1. Dentro habían juntado varias mesas y las habían soldado para formar plataformas. Las habían llenado de tierra y habían plantado hierbas mutantes y árboles bonsai. Había caminos de tierra, una red ferroviaria, casas de muñecas, establos de muñecas y ciudades de muñecas en escalas incongruentes. Abarcaba cien metros por cincuenta, y aquí los niños criaban sus minicaballos y otras criaturas. Muchas otras criaturas.

Siendo cosa de niños, y niños hemleimanos, no era del todo perfecta. Se habían olvidado de dotarla con buenos desagües, de modo que la erosión afectaba muchas zonas. El ambicioso proyecto de crear montañas contra la pared había quedado inconcluso, y desnudas esteras de plástico mostraban el esqueleto de lo que habría sido una cordillera si no se hubieran quedado sin entusiasmo y sin yeso.

Pero si se omitían ciertos detalles, estaba bastante bien. Y el olor era convincente. En cuanto trasponía la puerta, uno sabía que estaba en un sitio donde caballos y vacas merodeaban libremente.

Libby nos llamó desde uno de los establos, así que entramos en una plataforma por una puerta giratoria. Yo caminaba con cuidado, temiendo pisar un árbol o un caballo. Cuando llegué, los tres estaban de rodillas junto al establo pintado de rojo. Habían levantado la tapa de arriba y miraban la yegua tendida de costado en un lecho de paja.

—¡Mirad! ¡Está asomando! —chilló Gretel. Miré, y luego desvié los ojos y me senté junto al establo, tumbando un tramo de cerca de ferrocarril. La cerca estaba de adorno, de todos modos, pues las vacas y caballos brincaban sobre ella como saltamontes. Agaché la cabeza y me convencí de que me pondría bien. Quizá.

—¿Algún problema, Hildy? —preguntó Libby. Sentí su mano en el hombro e hice un esfuerzo para mirarlo y sonreír. Era un pelirrojo de casi dieciocho años, aún más enclenque que Hansel, y estaba prendado de mí. Le palmeé la mano y le dije que estaba bien y él volvió a atender sus animalillos.

No soy tan quisquillosa, pero tuve esos arrebatos durante mi preñez. Me faltaba un mes, y era demasiado tarde para arrepentirme. Jamás olvidaría esa experiencia. Cuando te despiertas a las tres de la madrugada desesperada por comer ostras revestidas de chocolate, no puedes olvidarlo. Cuando la sensación se repite por la mañana, también es difícil quitártelo de la cabeza.

Estaba un poco preocupada por mi atención prenatal. Había un problema, pues no podía asistir a una clínica de Ciudad Rey sin que los médicos notaran mi heterodoxo pulmón izquierdo. Los heinleinianos tenían algunos médicos, y la doctora a quien yo veía me dijo que no había de qué preocuparse. Una parte de mí le creía, pero otra parte de mí —una parte nueva que sólo entonces empezaba a comprender, la madre paranoica— se negaba a creerle. Ella no se sorprendía y procuraba tranquilizarme.

—Es verdad que el material de que dispongo no está tan actualizado como el de Ciudad Rey —me había dicho—. Pero tampoco hablamos de trepanación y sangrías. Lo cierto es que va muy bien y podría sacarlo a mano si fuera necesario, con sólo agua limpia y guantes de goma. Te veré una vez por semana y te garantizo que localizaré al instante cualquier complicación. Puedo sacarlo y meterlo en una probeta, si quieres. Lo conservaré en mi consultorio, y le enchufaré tantas máquinas como sean necesarias para que te sientas mejor.

Comprendí que solamente quería serenarme, pero pensé en ello. Luego respondí que no, que estaba dispuesta a resistir hasta el final, ya que había llegado hasta allí, y que comprendía que me portaba como una tonta.

—Gajes del oficio —dijo ella—. Tienes cambios de ánimo, impulsos irracionales, apetitos. Si se pone muy feo, también puedo ayudarte con eso. —Tal vez era sólo una reacción a las manipulaciones del OC, pero rechacé los estabilizadores de ánimo. No me gustaban los vaivenes, y no soy masoquista, pero si quieres hacer esto, Hildy, me dije, debes averiguar en qué consiste. De lo contrario será mejor que te limites a leer sobre el asunto.

Pero la verdadera fuente de mi nerviosismo era tan boba como una fuente de pepinillos con helado. Como todavía vivía en Tejas, también había visto a Ned Pepper una vez por semana. En principio era para evitar que él y otros tuvieran sospechas, pero también porque lo encontraba extrañamente tranquilizador.

Aunque nadie daba un comino por sus conocimientos o aptitudes, la mayoría de la gente lo consideraba un excelente médico de diagnóstico. Si hubiera nacido en una época más sencilla se habría ganado un gran prestigio. Y…

—Hildy —me dijo Pepper, tocándose los labios con el estetoscopio—, no quiero alarmarte, pero algo en esta preñez me pone tan nervioso como la masturbación de un zorrino. —Bebió otro sorbo y se levantó tambaleando mientras yo me cubría las piernas con la falda. Era la única razón por la cual podía acudir a él y no al matasanos de Ciudad Rey; un examen ginecológico en Tejas Oeste apenas te desarreglaba la ropa. El médico metía ese frío disco metálico bajo mi camisa y escuchaba mi corazón y el del feto, me palpaba la espalda y el vientre, me tomaba la temperatura del cuerpo con un termómetro de vidrio, me pedía que apoyara los pies en unos estribos. Tenía un reluciente espéculo de bronce que se moría por probar, pero yo no le permitía tanto. Simplemente lo dejaba mirar y jugar al doctor y ambos nos íbamos a casa contentos. ¿Pero a qué venía ese nerviosismo? Él no tenía derecho a estar nervioso. Y menos a decírmelo. Pareció comprenderlo en cuanto el sorbo de whisky barato le llegó al vientre.

—Supongo que además recibes verdadera atención médica —comentó tímidamente. Respondí que sí y él cabeceó e hizo chasquear sus tirantes—. Pues entonces no te preocupes. Tal vez el bebé salga montando un potro y jugando al póquer. Igual que su madre.

Esa frase bastó para preocuparme. Creedme, estar encinta es una gran locura.

Cuando hube superado la náusea, me levanté y vi que estaba sentada en el gallinero. Tenía armazón de acero, pero mi peso había aflojado muchas falsas tejas de madera pegadas a los costados. Un gallo del tamaño de un ratón protestaba contra esta intrusión picoteándome los pies. Varias gallinas lo alentaban desde dentro.

El potrillo tardaría en mantenerse en pie por sí solo, pero el espectáculo ya había terminado. Hansel, Gretel y Libby continuaron con otras tareas. Yo me quedé un poco más, compadeciéndome de la yegua, que me miró como diciendo pronto te llegará el turno. Acaricié al recién nacido con el dedo, y la madre trató de morderme la mano. No la culpé. Me levanté, me sacudí el polvo de las rodillas y me encaminé hacia la casa.

Sabía que la tapa de la casa tenía goznes, pues había visto que los niños la levantaban. Pero esos animales aún me despertaban tantos sentimientos ambiguos que me negué a hacerlo. Me agaché y agité la campanilla. Al instante uno de los monigotes machos salió y me miró como esperando un regalo.

Si los minicaballos, las minivacas y las miniaves equivalían a bombas de mano en su escala de ilegalidad explosiva, los «monigotes» equivalían a diez cartuchos de dinamita. Eran gente pequeña, con no más de veinte centímetros de altura.

Los niños habían acertado con el nombre. No eran seres humanos adultos en escala pequeña. En un esfuerzo para hacerlos más listos, Libby les había dado cerebros más grandes, y cabezas más grandes. Un razonamiento totalmente cuerdo, tratándose de un niño. Y quizá tuviera razón, por lo que yo sabía. Pero aunque él me aseguró que la generación actual era mucho más inteligente que las dos anteriores, no eran más listos que muchos monos.

No eran humanos, aclarémoslo desde un principio. Pero contenían genes humanos, y eso está estrictamente prohibido en Luna, por leyes que tienen doscientos años. En mi infancia yo no tenía esos escalofriantes muñequitos para montarlos en mi minicaballo. Nadie los tenía. No, eran resultado de la joven e inquisitiva mente de Libby, nada más.

Si uno superaba el horror que cualquier lunariano sentiría al ver esas criaturas por primera vez, eran bastante simpáticas. Sonreían mucho, y estaban ansiosas de cogerte un dedo con sus manilas. Muchas decían un par de palabras, como «Caramelo» y «Hola». Algunas formaban frases rudimentarias. Tal vez pudieran aprender otras cosas, pero los niños no se tomaban el tiempo de enseñarles. Aunque tenían manos, no sabían usar herramientas. Insisto: los monigotes no eran gente pequeña, aunque fueran simpáticos.

Lo cierto es que me causaban escalofríos. Eran fetiches malignos. Eran el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia. Eran brujas, y las brujas deben arder.

Qué diablos, no sabía qué pensar de esas criaturas. Por una parte, los heinleinianos me atraían porque hacían cosas que nadie más hacía. Pero al margen de toda racionalización lógica, ¿por qué tenían que hacer eso?

Mientras me lo preguntaba por enésima vez, alguien se acercó y alzó la tapa de la casa. Miré dentro, y ambos fruncimos el entrecejo. El interior estaba amueblado con pequeñas sillas y camas, las primeras volcadas y las segundas desocupadas. Media docena de monigotes se acurrucaban aquí y allá, durmiendo donde les daba la gana, y había pilas de otras cosas donde otras ganas los habían sorprendido. Eso reforzaba mi convicción de que no eran gente pequeña. También me evocaba espeluznantes películas documentales del siglo veinte acerca de asilos para locos y retardados.

El hombre bajó la tapa, miró en torno y llamó a gritos a sus hijos, que dejaron de jugar con sus cochecitos de carrera y se acercaron con aire culpable.

—Os he dicho que si no podéis mantener limpias vuestras mascotas, no podéis tenerlas —dijo.

—Íbamos a limpiarlas, papá —dijo Hansel—. En cuanto termináramos la carrera. ¿Verdad Hildy?

El pequeño bastardo. Temiendo que esos mocosos precoces pudieran someterme a nuevos sufrimientos, dije diplomáticamente:

—Sin duda lo habrían hecho.

Lo dije porque no estaba dispuesta a mentirle al hombre que tenía al lado, padre de Hansel y Gretel, el hombre de cuya buena voluntad dependía mi presencia entre los heinleinianos.

Es el hombre a quien los medios siempre han liamado «Merlín», pues nunca reveló su nombre verdadero. Ni siquiera yo estoy segura de conocer ese nombre, y creo que ahora confía en mí, relativamente hablando. Pero no me gusta el nombre Merlín, así que en este relato lo denominaré señor Smith. Valentine Michael Smith.