RELIGIÓN
Ezequiel vio la rueda. Moisés vio la zarza ardiente, José Smith vio al ángel Moroni, y todos los electro-predicadores desde Billy Sunday vieron la oportunidad de obtener una gran audiencia y más dinero del que les cabía en las manos.
Granjeros, mineros y drogadictos han visto Objetos Volantes No Identificados y criaturillas que quieren entrevistar a nuestros líderes. Los borrachos ven elefantes rosados, brontosaurios e insectos por doquier. El Buda vio la iluminación y Mahoma debe de haber visto algo, aunque no recuerdo qué. Los moribundos han visto un largo túnel lleno de luz con toda la gente que odiaban en vida aguardando al final. El Flac Fundador reconocía algo bueno cuando lo veía. Los cristianos esperan a Jesús, Walter busca una buena nota, y un fullero aguarda el cuarto as; a veces ven esas cosas.
La gente ha visto muchas cosas desde que el primer cavernícola vislumbró sombras al acecho más allá de la luz de la fogata, pero Hildy Johnson no había visto nada igual hasta el día del Bicentenario.
Dame una señal, oh Señor, había rogado, para que conozca Tu forma. Y hete aquí que el Señor le mandó una señal.
Una mariposa.
Era una mariposa de alas anaranjadas y negras, muy común a primera vista, salvo por el lugar donde estaba. Pero al examinarla con mayor atención vi algo en su espalda, del tamaño de una cápsula de gelatina, que se parecía muchísimo a un tanque de aire.
Así es, queridos amigos; no conviene tirar nada, pues no sabemos cuándo podemos necesitarlo. Hacía rato que no usaba mi holocámara óptica, pues el Texian no está equipado para imprimir imágenes móviles. Pero Walter no me había pedido que se la devolviera y yo no me había tomado la molestia de hacérmela extraer, así que todavía estaba en mi ojo izquierdo, grabando todo lo que yo veía, almacenándolo hasta que se agotaba su capacidad, y borrándolo luego para dejar espacio para el nuevo material. Muchos profetas de ojos desorbitados habrían matado por tener una holocámara, con la cual habrían podido demostrar a esos malditos incrédulos que realmente habían visto esos perros verdes bajando del ingenio sibilante que aterrizó sobre el gallinero.
Teniendo en cuenta la cantidad de cámaras fabricadas entre la Brownie y el final del siglo veinte, cualquiera esperaría que se hubieran registrado más imágenes de hechos paranormales, pero el que las busque —yo lo hice— se encontrará con un montón de nada. Después de eso, los ordenadores se perfeccionaron tanto que cualquier imagen se podía trucar.
Pero la única persona a quien yo debía convencer era a mí misma. Lo primero que hice, una vez en la tienda, fue guardar los datos en almacenamiento permanente. Lo segundo fue callarme lo que había visto.
En parte era por instinto de periodista: una no abre el pico hasta tener la historia bien asegurada. En parte era admisión de la debilidad de la carne: yo no había sido precisamente una testigo sobria. Pero ante todo, era mi visión. Se me había concedido a mí. No al ingrato de Cricket, que la habría visto si me hubiera declarado su amor, me hubiera abrazado y me hubiera dicho que se había portado como un necio. No a Brenda, nuestra ganadora del Pulitzer (¿acaso hay algún tonto que crea que yo no sentía envidia, aunque le hubiera cedido la gran nota?). Sólo a mí.
Y Winston. ¿Cómo pude haber pensado que ese magnífico can era feo? La tercera cosa que hice al regresar a la tienda fue dar a ese sublime cuadrúpedo una buena porción de mi mejor salchicha, y disculparme por no tener nada mejor, como una pomerania, o un siamés.
Ahora no hablaremos de la mariposa. Esto era asombroso, pero había otras maravillas.
El insecto llevaba un tanque de aire, tal como yo había creído. Una ampliación me permitió distinguir líneas diminutas que iban del tanque a las alas. Las imágenes se pusieron borrosas cuando traté de averiguar adonde iban. Pero pude deducirlo: como no había aire para que volara, y como parecía estar volando, deduje que se mantenía flotando mediante poder de reacción, con aire bajo las alas. Comparando este espécimen con uno del museo noté diferencias en el caparazón. ¿Una cápsula de protección contra el vacío? Tal vez. El tanque de aire podía inyectar oxígeno en la sangre de la mariposa.
El equipo que pude identificar no era, como quien dice, de venta libre, pero eso no significaba nada. Los nanobots pueden construir las máquinas más ingeniosas y diminutas, mucho más pequeñas que ese tanque de aire, con su regulador y (posiblemente) un giróscopo. En cuanto al caparazón, no sería una gran dificultad para la ingeniería genética. Alguien estaba fabricando insectos que pudieran vivir en la superficie. ¿Y? Luna está plagada de excéntricos que inventan tonterías.
Realicé toda esta investigación en la cama, en Tejas.
Al regresar de la celebración pasé por una tienda y compré un ordenador desechable, un televisor, un grabador y una linterna; me los guardé en el bolsillo y los pasé de contrabando por la aduana cronológica. Fácil. Todos lo hacen, con artículos pequeños, y ni siquiera hay que sobornar al vista. Aguardé hasta el anochecer, me metí en cama, me tapé la cabeza con las mantas, encendí la luz, desenrollé el televisor, copié el metraje filmado al grabador y borré todo rastro de mis bancos cerebrales. Luego examiné las imágenes cuadro por cuadro.
¿Por qué tanta cautela? Con franqueza, no lo sabía. Sabía que no quería que el OC viera este material, pero no porque me parecía tan importante. Instinto, supongo. Y ni siquiera podía garantizar que esas precauciones le impidieran averiguarlo, pero no se me ocurría riada mejor. Utilizar un ordenador desechable parecía un modo razonable de impedirle acceso a los datos, mientras no me comunicara en red con ningún otro sistema. El OC es ingenioso, pero no mágico.
Me llevó una hora de trabajo analizar la mariposa y archivarla bajo Curiosidades, Lepidópteros. Luego pasé al milagro.
Altura: Un metro sesenta. Ojos: azules. Cabello: Rubio, casi blanco, largo hasta los hombros, lacio. Tez: Morena y clara, probablemente por el bronceado. Edad aparente: Diez u once (ni vello púbico ni busto, dos dientes frontales prominentes, rasgos faciales). Señas particulares: Ninguna. Contextura: Delgada. Vestimenta: Ninguna.
Habría podido ser mucho mayor; una pequeña minoría prefiere vivir como Peter Pan, sin madurar nunca. Pero lo dudaba, por el modo de moverse. Los dientes también eran una pista. La clasifiqué como natural, no modificada; simplemente crecía de ese modo.
Era visible durante 11,4 segundos, sin correr deprisa, sin botar demasiado con cada paso. Parecía salir de un agujero negro y caer en otro. Yo trabajaba metódicamente, así que capté todos los detalles posibles de esos 11,4 segundos antes de pasar a los cuadros que me desvivía por examinar: el primero y el último,
Nota: Si era un fantasma, los fantasmas tienen masa. Yo no había hallado sus huellas entre las miles que había en el borde del cráter (había notado que muchas huellas tenían dedos, pero eso no significaba nada; muchos niños usan botas que dejan huellas similares a las de pies descalzos), pero la película mostraba claramente la formación de huellas, la polvareda. El ordenador estudió las huellas y llegó a la conclusión de que la masa de la muchacha era la esperada.
Nota: No estaba totalmente desnuda. En algunos cuadros pude ver termosuelas biomagnéticas en las plantas de los pies, muy aconsejables para saltar sobre las ardientes rocas de la superficie. También llevaba una joya en el pecho, encima del pezón izquierdo. Era de color bronce, y tenía forma de artefacto de presión. Conjetura: tal vez fuera un artefacto de presión. Los que se conectan por una traba, y se usan para enchufar mangueras en tanques de aire.
Nota: En algunos de los primeros cuadros se veía una bruma frente a su rostro. Parecía producto de la humedad, como si hubiera exhalado. Después de eso no había indicios de respiración.
Nota: Reparaba en mi presencia. Entre el cuarto y el quinto paso volvió la cabeza hacia mí medio segundo. Sonrió. Luego hizo una mueca y bizqueó.
Hice algunas observaciones más, ninguna de ellas muy relevante ni aclaratoria. Ah sí. Nota: Me gustaba. Esa mueca era justamente lo que yo hubiera hecho a su edad. Al principio pensé que se burlaba de mí, pero la observé una y otra vez y decidí que me estaba desafiando. Cógeme si puedes, anciana. Muñeca, eso planeo.
Pasé el resto de la noche analizando unos segundos de imágenes anteriores y posteriores a su aparición. Cuando hube terminado borré los datos del ordenador y, por las dudas, lo puse en las relucientes brasas de mi cocina. Crujió y chisporroteó simpáticamente. Ahora el único registro de mi experiencia estaba en el pequeño grabador.
Dormí con el grabador bajo la almohada.
El viernes siguiente, después de cerrar el Texian, regresé a Hamilton's y compré una tienda para dos. Si alguien se asombra, es porque nunca intentó vivir en una tienda para uno. La hice entregar en la oficina de alquiler de vehículos de superficie más próxima a la vieja carretera, donde alquilé un transporte de segunda mano, pagando dos meses por adelantado para obtener el mejor precio. Lo hice llenar de oxígeno, revisé las baterías, pateé las llantas, hice reemplazar un amortiguador flojo y me puse en marcha hacia Delambre.
Instalé la tienda en el mismo lugar donde habíamos estado siete días antes. El domingo por la noche desarmé la tienda, sin haber visto nada, y regresé para aparcar el transporte en un garaje alquilado.
El viernes siguiente hice lo mismo.
Pasé todos los fines de semana en Delambre durante un largo tiempo. Pronto tuve que cambiar mi bonito traje nuevo por un modelo para nueva mamá. Un verdadero engorro. Pero nada me impediría regresar a Delambre, ni siquiera una preñez.
En ese momento todo me parecía lógico. Retrospectivamente, mi conducta me plantea ciertos interrogantes, aunque creo que lo haría de nuevo. Pero tratemos de responder algunos.
Sólo pasaba los fines de semana en el cráter porque aún necesitaba Tejas para dar cierta estabilidad a mi vida. Habría seguido yendo hasta el final del período lectivo porque sentía una responsabilidad ante quienes me habían contratado, y ante mis alumnos. Pero esa cuestión no se planteaba, porque yo necesitaba el empleo más que ellos a mí. Los domingos por la noche echaba de menos mi cabana; supongo que un verdadero visionario se habría avergonzado de mí; hay que abandonarlo todo para ir en pos de la Visión.
Hice lo mejor que pude. Cada viernes me largaba cuando antes del disneylandia. No asistía a más iglesias, no descargué mi alma ante más charlatanes.
La preñez es más engorrosa. En mi intento de experimentar todo lo posible de la vida en Vieja Tierra, me había hecho restaurar el ciclo menstrual. Sé que parece descabellado. Pensaba que sería algo pasajero, como el corsé, pero no me resultó tan insoportable como lo describía Callie. No pensaba continuar para siempre, pues no era tan tonta, pero pensé en tener media docena de períodos, después cambio y fuera. El resto no es ningún misterio. Es lo que sucede con las multíparas centenarias que no saben un comino sobre los métodos Victorianos de control de natalidad, y que cometen la tontería de aparearse con un tío que jura que no piensa correrse.
El verdadero misterio surgió después de recibir la noticia. ¿Por qué conservarlo?
A lo sumo diré que no había descartado la posibilidad de tener hijos algún día remoto, cuando tuviera veinte años libres. Naturalmente, ese día no llegaba nunca. Quizás un bebé sea algo que se desea con un impulso casi instintivo que parece existir en algunas mujeres y no en otras. Yo había observado que este impulso existía en muchas mujeres de mi entorno, aunque yo nunca lo había sentido. La especie parecía encontrarse en óptimo estado en manos de estas criadoras, y yo nunca me había halagado pensando ser como ellas, así que siempre pensaba en ese día remoto.
Pero una racha de intentos de suicidio frustrados, imprevistos e incomprendidos es maravillosa para la concentración mental. Comprendí que era cuestión de ahora o nunca. Y era la única gran experiencia humana que podría desear y no había tenido. Como dije, estaba buscando una señal, oh Señor, y ésta parecía una. Un rayo del cielo, no de la misma magnitud que la Niña y la Mariposa, pero aun así un portento.
Lo cual sólo significaba que todos los viernes, cuando me dirigía a Delambre, pensaba seriamente en detenerme para interrumpir la maldita preñez, y hasta el momento había resuelto continuarla, y no por accidente.
Existe la vieja superstición de que una mujer encinta no debe visitar la superficie. Si es verdad, ¿por qué hacen trajes para mujeres encintas? El único peligro consiste en iniciar el trabajo de parto mientras se está en el traje, y no es un gran riesgo. Una ambulancia puede trasladarnos a cualquier centro de natalidad de Luna en veinte minutos. Eso no era problema para mí. Tampoco descuidaba mis deberes de incubadora. Me ponía ebria como una cuba de vez en cuando, pero eso era fácil de curar. Los miércoles visitaba un centro de chequeos y me decían que todo marchaba bien. Los jueves visitaba el consultorio de Ned Pepper y, si lo encontraba sobrio, me dejaba palpar y revisar, y él declaraba que yo era la mejor yegua que había conocido y me vendía una botella de elixir amarillo que hacía milagros con mis precarios rosales.
Si llegaba al fin de mi preñez, pensaba tenerlo en forma natural. (Era varón, aunque parece tonto pensar que un embrión tiene sexo.) Cuando yo tenía veinte años parecía que el parto pronto sería cosa del pasado. La mayoría de las mujeres mantenía a sus nonatos en frascos, a menudo exhibiéndolos en la mesilla del li-ving. Con el correr de los años observé la maduración del blastocisto de muchas vecinas, mirando por el microscopio con el mismo entusiasmo con que miraba los holos del tío Luigi sobre su excursión a Marte. Vi a muchas madres acariciando el frasco y haciendo morisquetas a sus fetos de seis meses. Estuve presente en algunos «nacimientos», que a menudo se celebraban con gran pompa, con bandas de música, entrega de regalos y otras monsergas.
Como suele ocurrir, era una moda, no una tendencia de la civilización. Se publicaron estudios sugiriendo que los frutos de probeta se desempeñaban peor en la vida que los frutos del vientre. Otros estudios, como suele suceder, demostraban lo contrario.
No leo estudios, sino que actúo visceralmente. El péndulo volvía a favorecer el «alumbramiento vaginal que fortalece el vínculo con una madre saludable», contra los que declaraban que «el trauma del nacimiento aflige a un niño de por vida», pero lo importante era que mis entrañas reclamaban un papel protagonista. Y ahora que se ha oído la voz de mi útero, le agradeceré que se calle.
Las imágenes que registraban la aparición de la niña y su aparente huida de este plano dimensional revelaban varias cosas interesantes. No había salido de la nada ni de un agujero negro. Habían imágenes antes, y después.
No podía interpretarlas, dada la escasa luz y la misteriosa índole de la transustanciación. Pero para eso están los ordenadores. Mi modelo barato masticó esas imágenes de luz distorsionada, y llegó a la conclusión de que un cuerpo humano, envuelto en un espejo flexible, distorsionaría la luz exactamente de ese modo. Presentaría un reflejo deforme, aunque no resultaría invisible. De cerca sería posible distinguir una forma humana, con cierto esfuerzo. De lejos sería imposible. Si ella se quedaba quieta, especialmente con un fondo tan irregular como el basurero de Delambre, sería imposible encontrarla. Recordé la jaqueca que había sentido poco antes de mi pequeña visión. Ella estaba allí antes de decidirse a revelarme su presencia.
Buscando en la biblioteca, no encontré ninguna tecnología que pudiera producir semejante fenómeno. Fuera lo que fuese, se podía activar y desactivar muy rápidamente. La velocidad del obturador de mi holo-cámara era inferior a una milésima de segundo, y la niña aparecía envuelta en el espejo en un cuadro, desnuda en el siguiente. No se lo quitó, sino que lo apagó.
Buscando la explicación de su otra singularidad, su capacidad para andar desnuda en el vacío, aunque sólo diera siete pasos, encontré datos sobre la implantación de fuentes de oxígeno que actuaran directamente sobre la corriente sanguínea, una investigación que nunca había resultado fructífera y se había abandonado por no ser práctica. Hmmmm. Seguí un curso de repaso sobre supervivencia en el vacío. Ciertas personas han llegado a vivir hasta cuatro minutos después de la exposición, pues entonces se inicia la muerte cerebral. Sufren considerables lesiones en los tejidos, pero sobreviven. Los bebés han sobrevivido períodos aún más largos. Se pueden realizar tareas útiles (como enfundarse en un traje de emergencia) durante un minuto. Las exposiciones de cinco a diez segundos perforan los tímpanos y duelen como el demonio, pero no causan otros daños. La aeroembolia es fácil de tratar.
¿Entonces a qué vienen tantas alusiones a un «milagro»? En poco tiempo determiné que no había visto un prodigio sobrenatural, sino técnico. Y, con franqueza, sentí alivio. Los dioses son personajes caprichosos, y yo no me desvivía por demostrar su existencia. ¿Qué tal si veía la zarza ardiente y resultaba ser que el Poder que se ocultaba en ella era un niño psicópata, como el Dios cristiano? Es Dios, ¿verdad? Lo ha demostrado y hay que obedecerle. ¿Y si nos pide que sacrifiquemos a nuestro hijo en una altar consagrado a su ego descomunal, o que construyamos un gran barco en el jardín, o que le vendamos nuestra esposa al caudillo local, lo extorsionemos y le contagiemos la gonorrea? (¿No me creéis? Génesis 12: 10-20. Se aprenden cosas interesantísimas en la iglesia.)
El hecho de que el milagro fuera obra humana no lo rebajaba en absoluto. Me entusiasmaba aún más. En alguna parte de ese enorme basurero alguien estaba haciendo cosas que nadie más sabía hacer. Y si no figuraba en la biblioteca, era posible que el OC no supiera nada sobre ello. O que lo supiera y lo ocultara. ¿Por qué?
Yo sólo quería averiguar quién había hecho posible que esa chiquilla se envolviera en un espejo perfecto y me hiciera una mueca.
Lo cual no era tan fácil.
En los primeros cuatro fines de semana acampé en el lugar, exploré muy poco. Esperaba que ella se acercara a mí como la primera vez. No tenía motivos para ello, ¿pero por qué no?
Después de eso pasé más tiempo en mi traje. Practiqué un poco de alpinismo en el basural, pero al fin resolví que no valía la pena. Se extendía hasta donde alcanzaba la vista, y no tenía sentido explorarlo.
A mi juicio no era casual que el avistamiento se hubiera producido al pie de ese monumento a la ambición que era la nave estelar Roben A. Heinlein. Me puse a explorar esa vieja mole, pero primero visité nuevamente la biblioteca y aprendí algo sobre su historia. He aquí, concisamente, la saga de esos sueños frustrados.
En 2010, un grupo conocido como la Sociedad 15 propuso por primera vez el proyecto Heinlein. Sería el primer navío interestelar de la humanidad, una idea notable si se tiene en cuenta que la pequeña colonia lunar de esa época aún luchaba año a año para obtener financiación. Y pasaron otros veinte años hasta que se instaló la quilla en L5, uno de los puntos de equilibrio del sistema Tierra/ Luna. Los puntos L5 y L4 gozaron de varias décadas de prominencia antes de la Invasión, y medraron durante casi cuarenta años después. Hoy son cementerios de chatarra en órbita. De nuevo motivos económicos. La nave estaba a medio completar cuando llegaron los Invasores. La tarea se abandonó para atender proyectos más urgentes, entre ellos la supervivencia de la especie. Cuando se cumplió este objetivo, quedaba muy poco entusiasmo para proyectos de tamaña magnitud.
Pero las tareas se reanudaron en el año 82 d.L, y continuaron cinco o seis años hasta que surgió otro obstáculo, esta vez llamado Partido Lunariano. Los lunáticos, aislacionistas o «apaciguadores» (denominación que sus oponentes terminaron por imponer) proclamaban que la humanidad debía aceptar su destino de especie conquistada y medrar como pudiera en Luna y los demás planetas habitados. Los Invasores habían reducido todas las obras de la humanidad a escombros en sólo tres días. Esto demostraba, argumentaban los lunáticos, que los Invasores eran algo totalmente distinto de lo conocido. Teníamos suerte de haber sobrevivido. Si los fastidiábamos de nuevo, tal vez regresaran para terminar lo que habían empezado.
Pamplinas, replicaron los de la vieja guardia, a quienes desde entonces se conoce como heinleinianos. Claro que eran más fuertes que nosotros. Claro que contaban con una tecnología superior. Claro que tenían armas más potentes. Dios siempre está de parte de las armas más potentes, y si Lo queríamos de nuestro lado, más nos valía construir armas más potentes que las de ellos. Según este razonamiento, los Invasores eran una especie antiquísima con una ciencia antiquísima. Pero todavía defecaban entre dos piernas, mejor dicho, entre dos tentáculos con talones.
Según los lunáticos, aquí fallaba el razonamiento de los heinleinianos. No sabíamos si tenían armas más potentes. No sabíamos si tenían tentáculos, cilios o simples brazos y piernas como la gente normal y Dios. No sabíamos nada. Ningún humano había visto a un Invasor y vivido para contarlo. Nadie los había fotografiado, a pesar de nuestros telescopios orbitales: habían estado observando durante doscientos años, y nadie los había visto salir del pequeño motel llamado Tierra. Eran raros. Hasta ahora habían demostrado aptitudes ilimitadas. Parecía prudente asumir que lo eran.
Después de noventa años de patrioterismo, de retórica militarista y meras bravuconadas, este argumento sonaba sensato para una gran parte de la población que estaba harta de vivir en perpetuo pie de guerra. Habían hecho sacrificios durante un siglo, siguiendo la teoría de que debíamos estar listos para, primero, repeler un ataque, y, segundo, levantarnos un día glorioso en justa ira y moler a palos a esos intrusos. La política de vivir y dejar vivir parecía más apropiada. Basta de alardes que esos gigantes ni siquiera oyen. Serenémonos, y al cuerno con la gran causa.
Se retiraron todos los puestos de vigilancia que se hallaban en órbita cercana a la Tierra, una medida que aplaudo, pues no habían visto ni oído nada desde el Día de la Invasión. Se ordenó que ningún objeto de fabricación humana se aproximara al planeta natal más de doscientos mil kilómetros. El sistema de defensa planetario se redujo drásticamente, y se convirtió para la destrucción de meteoros, en lo cual prestaría alguna utilidad.
Esto afectó el proyecto en lo concerniente a los dispositivos explosivos de fusión y de fisión. La R. A. H. utilizaba un sistema de propulsión tipo Orion, hasta hoy el único método viable para llegar a las estrellas en menos de un milenio. Cada par de segundos arrojamos bombas A por un agujero del fondo, cerramos la puerta y esperamos la explosión. Las ondas de choque impulsan la nave.
Para esto se requiere una lámina de gran tamaño —de gran tamaño— y un amortiguador de choque para proteger la dentadura de los pasajeros. Calcularon que podía alcanzar un vigésimo de la velocidad de la luz: Alfa Centauro en sólo ochenta años. Pero no podía salir del punto L5 sin bombas, y de repente no había más bombas. Las obras se abandonaron cuando el cuerpo principal y la mayor parte del sistema de amortiguación estaban completos, pero aún no había rastros de la gran lámina impulsora.
Los amigos de la Heinlein se pasaron cuarenta años moviendo influencias para que su gran bebé gozara de una excepción semejante a la que regía para las explosiones nucleares en la construcción de los primeros disneylandias. Los cambiantes vientos políticos, la presión económica de la Confederación de Planetas Extenores —donde se extraía la mayoría de los minerales fisionables— y la declinación del Partido Lunariano se combinaron para el logro de la victoria. Los heinleinianos lo celebraron y acudieron al gobierno en busca de subsidios, y a nadie le importó un comino. La exploración espacial no despertaba interés. Es un proceso periódico. El argumento de no invertir tanto dinero en el desierto del espacio cuando se puede gastar en Luna puede resultar muy persuasivo para una población que tiene más interés en el estándar de vida y en los agobiantes impuestos, y que ya no tiene miedo del coco de los Invasores.
Se intentó revivir el proyecto con fondos privados, pero cundía la impresión de que era una cosa del pasado, un elefante blanco. Se convirtió en tema favorito de los monólogos cómicos.
La nave aún se cotizaba como chatarra. Con el tiempo alguien la compró, le sujetó unos enormes propulsores y la hizo descender hasta el borde de Delambre, donde aún se yergue, despojada de todo elemento de valor.
Lo primero que noté durante mis exploraciones fue que la Heinlein estaba partida en dos. Su sólida construcción podía resistir las sacudidas de su sistema de propulsión, pero no el descenso a un planeta, aunque tuviera una gravedad tan débil como Luna. El fondo se había arqueado, y el casco se había rajado desde la popa hasta el medio.
Lo segundo que noté fue que en ocasiones se veían luces en algunas ventanas de lo alto del casco.
Había lugares por donde se podía entrar. Exploré varios, y la mayoría conducía a puertas soldadas. Algunos parecían ir más lejos, pero la naturaleza laberíntica del lugar me intimidaba. Efectúe algunas incursiones desenrollando un cable que luego me permitiera encontrar la salida, pero luego temí que el cable se aflojara y que el desandar el camino no pudiera descubrir si yo lo había atado mal o si alguien lo había desatado a propósito. No hice más exploraciones dentro de la nave. No había motivos para suponer que la niña y las personas que convivieran con ella en la nave pudieran desearme bien. De hecho, si así fuera, ya habrían hecho contacto conmigo. Tendría que recurrir a otra táctica.
Valiéndome de grapas magnéticas, escalé el flanco del casco, tratando de llegar a las compuertas iluminadas. Una vez arriba, no supe si había dado con la compuerta que buscaba, y en todo caso ya no había luces encendidas. Empecé a pensar que perseguía fantasmas.
Me desalenté tanto que un viernes decidí quedarme en casa todo el fin de semana. Ya estaba bastante gruesa, y aunque un sexto de g debe facilitar el acarreo del bebé, no somos tan fuertes como nuestros antepasados terrícolas, y era propensa a los dolores de espalda y de pies.
Decidí alquilar un carro y hacer una excursión hasta Whiz-Bang, la nueva capital de Tejas. Harry el herrero acababa de adquirir un nuevo faetón Colum-bus —58 dólares en el catálogo de Searsy— me lo dejó probar complacido. (Nunca habría suficientes disne-ylandias para manufacturar todos los artículos que se necesitan para la supervivencia, que son demasiados. La mayoría de mis pertenencias había llegado en la carreta de la Wells-Fargo, recién salidas de plantas manejadas por ordenadores.) Le enganchó una yegua manchada, asegurándome que era mansa, y yo emprendí el viaje.
Whiz-Bang se encuentra en el este del disneylandia. El interior comprime unas quinientas millas de medio ambiente en una burbuja de sólo cincuenta millas de anchura, así que antes de llegar me interné en un terreno y un clima distintos, donde llovía con mayor frecuencia y la vegetación era más abundante. Por pura casualidad viajaba en plena estación de las flores silvestres. Vi consólidas reales, flox, escrofularias, acianos y azulejos. Millones de azulejos. Detuve la yegua y la dejé pastar mientras extendía mi manta entre las flores para comer un refrigerio. Era un alivio alejarse de la ominosa mole de la Heinlein y la inhóspita roca blanca de la superficie, y oír el canto del sinsonte.
Llegué a Whiz-Bang al mediodía. Es un poblado más grande que Nueva Austin, lo cual significa que tiene cinco cantinas cuando nosotros sólo tenemos dos. Reciben más turistas, pues Nueva Austin no se preocupa por atraerlos, y tienen más tiendas que venden souvenirs auténticos, los cuales todavía constituyen el principal medio de sustento de dos téjanos de cada cinco. Recorrí las calles, saludando a caballeros que se tocaban el ala del sombrero con la mano, deteniéndome a mirar cada escaparate. La mercancía se dividía en cuatro categorías: mexicana, india, «Oeste primitivo» y victoriana. Las tres primeras se hacían a mano en el disneylandia, y eran reproducciones genuinas certificadas… con algunas infidelidades: los artefactos «indios» incluían artículos de todas las tribus del sudoeste, no sólo comanches y apaches. Pero no había tótems ni indiecitos de plástico. De pronto di con una respuesta, si había tal cosa. Estaba ante una juguetería.
Me sentí como Santa Claus cuando la madrugada de ese domingo inicié la marcha por la vieja carretera y atravesé el borde del Delambre. Llevaba el equivalente de un trineo lleno de juguetes en un saco cerrado al vacío. Eran dos días después del pleno mediodía. Y canté como Santa Claus azuzando los renos. El viaje por la campiña y el nuevo plan de ataque habían levantado mi ánimo, que estaba bastante alicaído. Detuve el vehículo y desplegué la tienda. Puse manos a la obra sin una palabra, exhibiendo todos mis regalos. Oh, basta con eso, Hildy. Me reí, y mi enorme vientre redondo se sacudió como un cuenco lleno de gelatina.
Había convertido a una vendedora de juguetes de Whiz-Bang en una mujer muy feliz y mucho más rica. Sin mayor reverencia, ella me ayudó a sacar mis cajas de bagatelas de la tienda para apilarlas en el carruaje. Luego regresé a Nueva Austin, deteniéndome sólo para coger un ramillete de azulejos, los cuales envié por correo a Cricket. No, aún no había desistido.
En la juguetería había sido poco selectiva, desechando sólo las filas de soldados de plomo y la mayoría de las muñecas. Por alguna razón no me parecían adecuados, aunque tal vez fueran meros prejuicios personales. Pero ahora escogí cuidadosamente cada uno de los cuatro ítems que usaría como carnada.
El primero era un carro con un caballo de cuerda, de hojalata y peltre, pintado en brillantes tonos de amarillo y rojo. A todas las niñas les gustan los caballos, ¿verdad? Luego había un muñeco mexicano de medio metro con forma de esqueleto, hecho de arcilla, papel maché y perfollas de maíz. Me gustaba el ruido que hacía cuando lo alzaba, tirando de sus cinco cordeles. Era viejo y sabio.
Luego había una muñeca kachina, aún más vieja y sabia, aunque tallada y pintada sólo meses atrás. La prefería a las muñecas del hombre blanco (más dulces y seguras, pura porcelana, labios carnosos y volantes) porque me hablaba de secretos antiguos, ceremonias ignotas. Era tan pagana como mi elusiva hada de la carucha graciosa. Leí algo sobre esas muñecas, y me parecieron aún más apropiadas: los indios pueblo creían que los kachina, espíritus de sus ancestros, vivían invisibles entre los miembros de la tribu, y por medio de las muñecas los niños aprendían a respetar a sus antepasados.
Al fin, mi hallazgo más fortuito: una red para cazar mariposas, hecha de caña trenzada y gasa, con un frasco de vidrio, un rollo de algodón y una botella de alcohol para ofrecer una humanitaria eutanasia a los especímenes. El tipo de juguete que los padres regalarían a un hijo pionero, si el hijo tenía vocación para la biología.
El vacío no dañaría mucho esos juguetes, pero el brillo del sol es brutal en la superficie, así que los puse a la sombra, cerca del casco de la Heinlein, y los decoré con lucecitas para que resultaran fáciles de encontrar. Luego regresé a la tienda.
No podía quedarme mucho tiempo si quería volver para mis clases del lunes, y pasé ese tiempo sin hacer nada provechoso. No podía comer ni leer el libro que había llevado. Estaba emocionada, preocupada, deprimida. ¿Qué me había hecho pensar que esto daría resultado?
Al fin desarmé la tienda y eché una última ojeada a mi pequeño muestrario de juguetes, que estaba intacto.
La semana siguiente fue un infierno. Muchas veces pensé en buscar un sustituto para desquitarme. ¿Queréis un ejemplo de mi distracción? Elise me pilló en uno de mis trucos de prestidigitación con los naipes, y hacía setenta años que nadie me pillaba.
Pero la semana pasó, aunque a paso de babosa, y el viernes por la tarde delegué las tareas editoriales en Charity, con instrucciones de mantener las querellas por libelo en un máximo de tres o cuatro, y rompí todos los récords en mi viaje a Delambre.
La muñeca kachina no estaba. La reemplazaba algo que al principio no reconocí, aunque pronto comprendí que era una de esas pinturas navajo que se preparan esparciendo arenas coloreadas en el suelo, que pueden ser asombrosamente detalladas y precisas. Ésta no lo era, pero aprecié el esfuerzo. Era sólo la rígida silueta de un indio empuñando un arco, con tiara de guerrero y un tipi como fondo. La niña también se había llevado el caballito con el carruaje, y había dejado una jaula de vacío del tamaño ideal para llevar a un hámster de paseo por la superficie. Pero dentro había un caballo. Un caballo vivo, de diez centímetros de altura.
Hacía años que no veía un caballo en miniatura. Callie me había regalado uno cuando cumplí cinco años, aunque no tan pequeño. Poco después la gente como David Tierra logró que la ley prohibiera esas manipulaciones genéticas. Aún se podían comprar mini-animales en Plutón, pero en Luna a lo sumo se conseguían cachorros de perro y gato. En mi infancia se conseguían ejemplares realmente exóticos, como perros alados y gatos de ocho patas.
Sospeché que esta criaturilla no venía de Plutón. Alcé la jaula y toqué el vidrio, y el caballito me miró con calma. Me pregunté qué haría con ese animalillo.
El equipo para cazar mariposas parecía intacto, hasta que le eché otro vistazo. Entonces vi una mariposa de alas vistosas en el fondo del frasco, quieta, aparentemente muerta. Me guardé el frasco en el bolsillo para examinarla después, dejé la red donde estaba y noté que faltaba mi última ofrenda. En lugar del esqueleto mexicano, había un papel. Lo recogí y vi «gracias» escrito en lápiz.
Reflexioné sobre esto mientras regresaba a Ciudad Rey. No sabía si alegrarme o no. La niña se había llevado tres juguetes míos y los había reemplazado por otros juguetes. Era inesperado. Yo ansiaba sacarla de su escondrijo con mis regalos, y nunca había pensado en un trueque. Era bueno haber establecido un contacto. Al menos, esperaba que fuera ella quien había dejado el caballo, la mariposa y la pintura. También era posible que hubiera algún mocoso travieso en todo esto, pero no lo creía. Cada regalo me decía algo, aunque no sabía muy bien cómo interpretarlos.
El caballo era ilegal, lo cual me decía que esa niña no respetaba la ley. Cuando examiné la foto que tomé de la pintura, descubrí que no era un «indio genérico» sino un apache. Eso me decía que ella sabía que el regalo venía de Tejas, y que yo vivía allí. ¿Acaso vendría a mí? No seas rebuscada, Hildy.
La mariposa era el regalo más interesante, y por eso yo no había armado mi tienda sino que me dirigía al apartamento de Liz en Ciudad Rey. Entre todos mis conocidos, era la única persona que podía brindarme la ayuda que necesitaba sin hacer preguntas.
Antes de llegar, me detuve para comprar otro ordenador. Lo utilicé para retocar las imágenes de mi grabador, borrando el trasfondo de esos segundos cruciales hasta que sólo quedó una niña desnuda corriendo contra un fondo negro. La cautela periodística echahondas raíces. Yo no tenía razones para desconfiar de Liz, pero tampoco tenía razones para confiarle todo lo que sabía. Le mostré la película y le expliqué lo que quería, desconcertándola bastante, aunque no presentó objeciones cuando comprendió que yo no respondería a sus preguntas.
—Ahora, Liz —dije.
—Claro —respondió mecánicamente, y luego reaccionó—.— Ah, dices ahora mismo.
Llamó a un amigo de los estudios, que le respondió que no habría problemas, y Liz estaba por enviarle las imágenes por red cuando le dije que prefería el correo. Mirándome con curiosidad, Liz le puso un destinatario al paquete, lo metió en el tubo y esperó el próximo truco.
—Qué diablos —dije, y saqué la mariposa.
Ambas la miramos a simple vista, manejándola con cuidado, y Liz quiso examinarla con el ordenador, pero yo me negué y mandé pedir una lupa común, que llegó en diez minutos. Ambas la examinamos y noté que no me había equivocado en cuanto al sistema de propulsión. Bajo las alas había tubos delgados como capilares, y estaban insertados bajo la musculatura del insecto de tal modo que la flexión de las alas hacía circular aire.
—No parece muy aerodinámica —declaró Liz—. Sospecho que se caería y se quedaría en el suelo.
—Yo la vi volar.
—Si esta cosa vuela, te besaré el trasero y te daré una hora para reunir una multitud que lo atestigüe. —Aguardó ansiosamente mi respuesta, pero no le di ninguna. La devoraba la curiosidad. Intentó valerse de adulaciones, pero desistió y examinó el caballo—. Estaría dispuesta a liberarte de él. Conozco a alguien que quiere uno. —Le tocó la barbilla, y el animal trotó hasta el borde de la mesa donde yo lo había puesto y dio un brinco. Un minicaballo en un sexto de g es muy ágil. Liz ofreció un precio, y yo dije que me robaba el pan de mis hijos y ofrecí otro, y ella me preguntó si la tomaba por una palurda. Al fin acordamos un precio que le resultó satisfactorio. No le expliqué que se lo habría regalado si me lo hubiera pedido.
Llegaron las fotos. Las miré y le dije que servirían, le agradecí las molestias y la dejé tratando de averiguar más sobre la mariposa.
Liz me había conseguido una tira de imágenes adecuadas para instalar en un Zoetropo. ¿Sabéis qué es eso? Es la marca registrada de un chisme parecido al fenacistocopio, pero más simpático, aunque no tan bonito como un praxinoscopio. ¿Todavía estáis allí, amigos? Imaginad un pequeño tambor, abierto en un extremo, con ranuras en los costados. Se coloca el tambor sobre un eje, se le pegan imágenes, se hace girar, y se mira por las ranuras. Si se escogen bien las figuras, aparentan movimiento. Es una versión primitiva del proyector cinematográfico.
Metí la tira en el Zoetropo que había comprado en la juguetería de Whiz-Bang, lo hice girar y vi que la niña corría a saltos. Y lo había logrado sin ninguna ayuda del ordenador lunar conocido como OC. Si tenía suerte, esas imágenes aún existían únicamente en mi grabador.
Regresé a Delambre y puse el Zoetropo en un sitio donde resultaba muy visible. Armé la tienda, preparé y comí una cena ligera y me dormí.
Lo revisé varias veces durante el fin de semana y siempre lo encontré donde lo había dejado. El domingo por la noche —aún era de día en Delambre— recogí mis cosas y decidí echar otra ojeada antes de irme. Me sentía desalentada. Al principio creí que no lo habían tocado, pero luego noté que las imágenes habían cambiado. Me arrodillé, hice girar el tambor y por las ranuras vi una imagen fluctuante donde aparecíamos Winston y yo en traje de presión, con el bulldog correteando alrededor de mis piernas.
Tenía una semana para reflexionar. ¿Me estaba diciendo que quería ver al perro? ¿Cualquier perro, o sólo Winston? ¿O simplemente me decía te veo?
Recordé que este proyecto no llevaba prisa, a pesar de mi impaciencia. Si Winston debía intervenir, tendría que confiarle más detalles a Liz, algo que prefería evitar. Así que el siguiente fin de semana fui con cuatro canes, uno de cada una de las culturas de Tejas. Había un perro mexicano de colores brillantes, tallado en madera, un sencillo perro pionero de madera, un campamento comanche con perros pintados en cuero crudo y, mi mejor adquisición, un autómata de bronce que caminaba hasta un grifo contra incendios y levantaba la pata. Los exhibí en mi siguiente visita. Después, cuando entraba en mi tienda, sonó mi teléfono.
—¿Hola? —dije con suspicacia.
—Aún sostengo que no puede volar.
—¿Liz? ¿Cómo conseguiste este número?
—¿Tú me preguntas eso? No empieces a mentirme tan temprano. Tengo mis métodos.
Iba a decirle lo que el OC pensaba de sus métodos, y pensé en darle una filípica por invadir mi intimidad —desde mi renuncia había restringido muchísimo mi lista de llamadas entrantes— pero lo único que hice fue pensar, pues mientras ella hablaba me puse de pie y miré en torno, y vi mis cuatro obsequios frente a mí, a un paso de la tienda. Eché una ojeada en torno, pero en vano. Con ese espejo flexible, la niña podía estar a treinta metros sin que yo la viera. Así que respondí:
—Olvídalo. Justo pensaba en ti y en tu simpático perro.
—Pues entonces es tu día de suerte. Estov llamando desde mi transporte, y estoy a menos de veinte minutos de Delambre, y Winston tiene un sueño erótico que tal vez se relacione con tu pierna izquierda, así que pon ese guisado a cocinar.
—Creo que aumentaste dos kilos desde la semana pasada —dijo al entrar en la tienda—. Cuando llegue el momento de dar a luz, tendrás que hacerlo por turnos.
Agradecí tanto ese comentario que añadí tres pimientos a su cuenco y puse el microondas al máximo. La preñez debe de ser una de las circunstancias más ambiguas que he experimentado. Por una parte, había una sensación que no podía describir, algo que se aproximaba a la santidad. Una vida crecía en mi cuerpo. A pesar de todo, la reproducción de la especie es la única razón demostrable de la existencia y activa muchos de los circuitos más primitivos del cerebro. Por otra parte, me sentía como una marrana.
Le expliqué lo menos posible, diciendo que había visto a alguien fuera y quería establecer contacto. Ella vio mi caja de juguetes: el Zoetropo y los perros.
—Si es la niña de las fotos, y la viste aquí fuera, también me gustaría conocerla. —Tuve que asentir. ¿De qué otro modo lograría convencerla de que me dejara a Winston el resto del fin de semana?
Barajamos algunas ideas, ninguna de ellas muy brillante. Cuando Liz se disponía a partir pensó en algo, extrajo un mazo de naipes del bolsillo y me lo dio.
—Lo traje cuando averigüé adonde habías venido los fines de semana. —Antes me había contado la historia de su labor detectivesca. Había husmeado en Tejas, sonsacándole a Huck que yo me iba los viernes por la noche cuando se cerraba el periódico, y últimamente más temprano. Los registros de alquiler de vehículos disponibles para el público, o para quienes sabían obtener acceso, le revelaron dónde alquilaba mi transporte.
Un soborno a un mecánico le permitió espiar el cuentakilómetros de mi vehículo, y una sencilla división le reveló la longitud de cada recorrido, aunque para entonces ya estaba bastante segura de que venía a Delambre. —Sabía que habías visto algo en el Bicentenario —continuó—. No sé qué, pero regresaste de ese último paseo más inquieta que una hectárea de serpientes, y no se lo querías contar a nadie. Luego apareces en mi apartamento con esas fotos de una niña corriendo en medio de la nada y no me dejas transmitirlas por cable ni digitalizarlas. Entiendo que tienes tus secretos, pero deduje que buscabas a alguien. Bien, si quieres encontrar a alguien, ponte a jugar un solitario y pronto aparecerá para decirte…
—… que pongas el diez negro sobre la sota roja —terminé.
—Conocías ese dicho. Bien, al menos tendrás con qué entretenerte.
Se marchó, echando una mirada de preocupación a su mascota, que no parecía echarla de menos, y advirtiéndome que Winston debía salir tres veces por día o se pondría de tan mal humor que obligaría a un tren a viajar por un camino de tierra.
Yo ya había pensado en un mazo de naipes. Habitualmente llevo uno conmigo, pues manipularlos me permite ocupar las manos en los momentos de ocio, y con algo más rentable que un tejido. Si no practican los movimientos, las manos se paralizan en los momentos críticos.
Pero nunca juego al solitario, por una razón un poco embarazosa. Hago trampa. Está muy bien en el póquer, ¿pero para qué en un solitario? De cualquier modo, al rato me encontré dando una mano.
Pronto me interesé. No en el juego mismo —una soberana pérdida de tiempo— sino en los naipes. Es preciso recordar el orden, amigarse con las cartas para que nos revelen cosas. Si se practica lo suficiente, pronto se sabe qué carta vendrá a continuación y cuáles permanecen ocultas, tal como si estuvieran marcadas.
Jugué un largo rato, hasta que Winston se levantó y se puso a rascar la pared de la tienda. Mejor le pongo el traje antes que enloquezca, pensé, y vi el rostro de la niña. Estaba de pie fuera de la tienda, sonriéndole a Winston, y tenía un telescopio bajo el brazo. Me miró y agitó un dedo: Picarona.
—¡Espera! —grité—. Quiero hablar contigo.
Sonrió de nuevo, se encogió de hombros y se convirtió en un espejo perfecto. Sólo pude ver el reflejo distorsionado de la tienda y del suelo que ella pisaba. Las ondulantes distorsiones comenzaron a encogerse. Apretando la cara contra la pared de la tienda, pude seguir su avance por un rato, pues ella era el único objeto móvil. No llevaba prisa y sospeché que miraba por encima del hombro, pero no había modo de saberlo con certeza.
Me apresuré a ponerme el traje, lo pensé dos veces, le puse el traje a Winston. Lo dejé salir, sabiendo que su oído y su sentido del olfato eran totalmente inútiles ahí fuera, pero con la esperanza de que me guiara con algún sentido canino. Inició la marcha tratando de apretar el hocico contra el suelo, como de costumbre, y sólo logró empolvarse la parte inferior del casco. Lo seguí con la linterna.
Se detuvo y apretó el hocico contra la superficie, emperrándose —valga la palabra— más que de costumbre. Me arrodillé a investigar. Era un material esponjoso que se desmigajó en mi guante cuando lo recogí. Me eché a reír, di unas palmadas en el casco de Winston.
—Debí saber que no pasarías por alto la comida, aunque no puedas olería —comenté.
Y continuamos la marcha, siguiendo la hilera de migajas.