La cápsula del tubo tardó un cuarto de hora en llegar a Ciudad Rey. Aproveché el tiempo para rescatar algo de esa tarde desperdiciada. Mirando alrededor, note que mis colegas se consagraban a la misma tarea. Revolvían los ojos, abrían la boca, movían los dedos. O bien regresaban de una excursión a la Academia de Catatónicos o bien eran periodistas modernos trabajando.
Tal vez sea anticuado, pero soy el único reportero que conozco que todavía usa su escribidor manual para tomar notas. Cricket era tan joven que dudo que alguna vez se lo haya hecho instalar. En cuanto al resto, durante los últimos veinte años los había visto sucumbir uno por uno a la seducción de la Interfaz Directa, hasta que yo fui el único en usar una tecnología antigua que me sentaba a la perfección.
Pues bien, mentí en cuanto a las bocas abiertas. No todos los usuarios de ID parecen zombies retardados cuando usan la interfaz. Pero parecen dormidos, y nunca me sentí cómodo durmiendo en público.
Chasqueé los dedos de mi mano izquierda. Tenía que hacerlo dos veces más para activar el escribidor manual. Eso me preocupaba; cada vez era más difícil encontrar gente que supiera reparar escribidores manuales.
Tres hileras de cuatro puntos de color titilaron en mi mano izquierda.
Tecleando esos puntos en diversas combinaciones, podía escribir la nota taquigráficamente, y ver los rizos y líneas que ondeaban en el visor de piel de mi muñeca, justo donde un suicida se habría hecho el corte.
Ya no había entre nosotros muchos que conocieran el sistema Gregg. Tal vez debiera valerme de la Ley de Preservación de Aptitudes en Extinción para solicitar un subsidio. La taquigrafía era tan inservible que lo merecía. Al menos era tan obsoleta como el canto tirolés, y una vez yq/había cubierto una reunión de la Sociedad del Canto Tirolés. Mientras estaba en ello, tal vez pudiera despertar cierto interés en la Preservación del Pene.
(Archivo #Hildy…«próx.dispon."»)(código Uni-Sens) (titular pendiente)
¿Cuánto confía usted en su cónyuge? O mejor aún, ¿cuánto confía su cónyuge en usted?
Hágase esa pregunta si piensa abonarse al nuevo sistema sexual de Bioingenieros Unidos conocido como ULTRA-Sens.
ULTRA-Sens es la versión nueva, mejorada y actualizada del megafiasco que BioUni lanzó hace unos años, conocido simplemente como Sens. ¿No se acuerda de Sens? No se aflija, no es el único. En alguna remota caverna de esta enorme esfera polvorienta debe haber una persona que se convirtió y se quedó así. Tal vez dos. Tal vez esta noche se estén provocando sensaciones uno al otro. O tal vez uno de ellos tenga dolor de tanta comezón.
Si usted es un converso, llame de inmediato a este periódico, porque se ha ganado un premio. Diez por ciento de descuento en el coste de la conversión a ULTRA-Sens. Segundo premio: ¡un descuento en las dos conversiones!
¿Qué ofrece ULTRA-Sens al aventurero sexual refinado? En una palabra, seguridad.
Tal vez usted pensaba que el sexo estaba entre las piernas. Pues no. Está en la cabeza, como todo lo demás. Y ahí está el milagro de ULTRA-Sens. Con sólo decir la palabra mágica usted vivirá la gran emoción de castrar a su pareja. Y también usted puede ser un capón sonriente. ¡Imagínese los deleites de la castración cerebral! ¡Redescubra el arte de acoplarse mediante una fíbula psíquica! Sólo BioUni podía elevar la impotencia a la esfera de los circuitos integrados, transportar la frigidez desde la aberración hasta la abnegación.
¿No me cree? Le diré cómo funciona.
(pendiente: •'•"insertar folleto UniBio #4985 ref. 6-13*)
¿Alguien se pregunta qué pasó con la anticuada confianza? Amigo, es obsoleta. Igual que el pene, que según nos asegura BioUni está en vías de extinción. Los felices poseedores y usuarios de esa culebra que anida en los pantalones deberían ponerse a pensar dónde guardarla.
No, allí no, so tonto. Eso también es obsoleto.
(final pendiente).
La luz de advertencia de vocabulario parpadeaba sin cesar en la uña de mi dedo índice. Se encendió en el parágrafo seis, tal como yo me había imaginado. Pero es divertido escribir esas cosas, aun sabiendo que jamás se publicarán. En mis tiempos de principiante habría vuelto atrás para corregir, pero ahora sabía que era mejor dejar algo obvio para que Walter metiera mano, con la esperanza de que dejara el resto en paz.
Bien, el premio Pulitzer estaba a salvo durante un año más.
Ciudad Rey creció como muchos de los más antiguos asentamientos lunares: una explosión por vez.
El enclave original se encontraba en una gran burbuja volcánica, varios cientos de metros bajo la superficie. Colgaron un sol artificial cerca de la parte superior, y los ingenieros cavaron túneles en todas direcciones, apilando los escombros en el suelo, pulverizándolos y transformando la burbuja en un parque urbano donde nacían corredores residenciales.
Con el tiempo la población se multiplicó, así que taladraron un agujero y arrojaron una bomba nuclear de tamaño mediano. Cuando se enfrió, la burbuja resultante se convirtió en Galería Dos.
Los padres de la ciudad habían llegado a Galería Diecisiete cuando los nuevos métodos de construcción y los cambios en el gusto del público detuvieron esa racha. Las diez primeras galerías se habían formado en hilera, lo cual significaba un largo viaje desde Galería Vieja hasta Galería Diez. Comenzaron a curvar la línea, procurando completar un gran óvalo. Ahora el mapa de Ciudad Rey presentaba dieciséis círculos que trazaban una J, unida por mil túneles.
Mi oficina estaba en Galería Doce, nivel treinta y seis, 120 grados. Allí estaba la sala de redacción de El Pezón de la Noticia, el padloide de mayor circulación de Luna. La puerta del 120 da sobre un vestíbulo flanqueado por una agencia de viajes y una florería. Hay una recepcionista, una pequeña sala de espera y un escritorio de seguridad. Detrás hay cuatro elevadores que suben a las auténticas oficinas, sobre la superficie lunar.
El lugar es todo, afirma mi primo Arnie, agente de bienes raíces. A mi modo de ver, el tiempo también incide sobre el valor de la propiedad. Las oficinas de El Pezón estaban arriba porque, cuando se fundó el periódico, arriba equivalía a barato. Walter tenía dinero aun entonces, pero fue tacaño desde los albores del tiempo. Le ofrecieron una ganga en esa estructura de siete pisos sobre la superficie. ¿Qué importaba si había filtraciones? Le gustaba la vista.
Hoy a todos les gusta la vista, y las elegantes residencias de Lecho de Roca se han convertido en chabolas. Pero sospecho que una gran fuga de aire podría invertir la situación.
Yo tenía mi oficina en una esquina del piso sexto. No había hecho mucho con ella, salvo agregarle un catre y una cafetera. Arrojé mi sombrero en el catre, encendí el terminal de una palmada y apoyé la mano en la placa de lectura. Mi nota se copió al ordenador principal en menos de un segundo. En otro segundo, la impresora se puso a parlotear. Walter prefiere las copias en papel, donde puede trazar grandes marcas azules. Mientras esperaba, eché una ojeada a la ciudad. Mi ciudad.
La torre de El Pezón de la Noticia está cerca del pie de la J de Ciudad Rey. Desde allí se ven los apiñamientos de edificios que indican las Galerías de la sub-superficie. Aún faltaban tres días para que asomara el sol. Las luces de la ciudad se empequeñecían a lo lejos fusionándose con el duro destello de los astros.
Sobre el horizonte se extendían los enormes domos perlados de las granjas de Ciudad Rey.
Era bonito de noche, pero de día el sol bañaba tuberías, pilas de basura y vehículos abandonados con una luz cruel; el manto de la noche cubría ese vergonzoso abarrotamiento.
Ni siquiera las partes que no eran chatarra resultaban atractivas. El vacío es útil en muchos procesos de manufacturación y las paredes no sirven para la mayoría de ellos. Si había que proteger algo de la luz solar, bastaba con un techo.
La superficie no tiene importancia para los lunaria-nos. No hay ecología que preservar, ninguna razón para tratarla mejor que un vasto sumidero. En algunos lugares los desperdicios estaban apilados hasta el tercer piso de los edificios externos. Con mil años más, apilaríamos cien metros de basura de polo a polo.
Había muy poco movimiento. La superficie de Ciudad Rey parecía una ruina abandonada.
La impresora terminó su tarea y le entregué la copia a un mensajero que pasaba. Walter me llamaría cuando le viniera en gana. Pensé en varias cosas que podría hacer en el ínterin, pero no logré entusiasmarme con ninguna. Así que me senté a mirar la superficie, y poco después el amo requirió mi presencia.
Walter Editor es un natural.
No es fanático al respecto. No es partidario de esos cultos que rechazan todos los tratamientos médicos creados desde 1860,1945 o 2020. No le impresionan los curanderos. No es miembro de Período Vital, una organización que sostiene que es pecado vivir más de los setenta años bíblicos, ni del centenarismo, que sitúan la marca en cien. Es igual a la mayoría, y está dispuesto a vivir para siempre si la ciencia médica puede mantenerle la calidad de vida. Acepta cualquier tratamiento que lo mantenga saludable a pesar de su vida disoluta.
No cuida su apariencia.
Le importan un rábano las modas en modelación corporal y tratamiento facial. En los veinte años que nos conocemos apenas se ha cambiado el peinado. Una vez me dijo que había nacido varón ciento veintiséis años atrás, y nunca había cambiado.
Había hecho detener su desarrollo somático cuando era cuarentón, una época que a menudo describía como la «mejor de la vida». En consecuencia, era calvo y barrigón. A Walter le parecía bien. Pensaba que el director de un gran periódico planetario tenía que ser calvo y barrigón.
Una época anterior habría definido a Walter Editor como voluptuoso. Era hedonista, glotón, autocomplaciente. Se ponía un nuevo estómago cada dos o tres años, consumía un par de pulmones por década, y se cambiaba el corazón como la mayoría de la gente cambia el relleno de su traje de presión. Cada vez que excedía en cincuenta kilos lo que llamaba su «peso de combate», se hacía extraer setenta kilos. Aparte de eso, Walter era lo que aparentaba.
Lo encontré en su postura habitual, reclinado en su enorme silla, los grandes pies apoyados en el antiguo escritorio de caoba cuya superficie no exhibía un solo artículo fabricado después de 1880. Tenía la cara oculta detrás de mi nota. Bocanadas de humo claro se elevaban sobre las páginas.
—Siéntate, Hildy, siéntate —masculló, volviendo una página.
Me senté y miré por sus ventanas, que ofrecían la misma vista que las de mi oficina, aunque a cinco metros más de altura y trescientos grados más de amplitud. Sabía que me haría esperar tres o cuatro minutos. Era una de sus técnicas de gestión. Había leído en algún libro que un jefe digno de ese nombre hacía esperar a sus subalternos. Estropeaba el efecto mirando continuamente el reloj de la pared.
El reloj databa de 1860 y una vez había agraciado la pared de una estación ferroviaria de Iowa. La oficina parecía salida de una novela de Dickens. El mobiliario valía más de lo que yo podía aspirar a ganar en mi vida. En Luna había muy pocas antigüedades genuinas. La mayoría se encontraba en museos, y Walter poseía casi todas las demás.
—Basura —dijo—. Inservible.
Frunció el entrecejo y arrojó los papeles a un rincón. O lo intentó. Esas hojas delgadas se resisten a ganar velocidad a menos que uno las arrugue en forma de pelota. Aterrizaron a sus pies.
—Lo lamento, Walter, pero no había ninguna otra…
—¿Sabes por qué no me sirve?
—No tiene sexo.
—¡No tiene sexo! Te mando a cubrir un nuevo sistema sexual, y resulta que la nota no tiene sexo. ¿Cómo es posible?
—Pues claro que tiene sexo. Sólo que no es el adecuado. Si escribiera una nota sobre el sexo de las lombrices, o el sexo de las medusas, sólo excitaría a las lombrices y las medusas.
—Exacto. ¿Por qué, Hildy? ¿Por qué quieren transformarnos en medusas?
Yo conocía al dedillo esta argumentación, pero no me quedó más remedio que seguirle el juego.
—Es como la búsqueda del Santo Grial, o de la piedra filosofal —respondí.
—¿Qué es la piedra filosofal?
No fue Walter quien preguntó, sino alguien que estaba a mis espaldas. Sospechaba quién era. Me volví y vi a Brenda, reportera bisoña, que durante las dos últimas semanas había sido mi asistente periodística (pronuncíese «chica de los recados»).
—Siéntate, Brenda —dijo Walter—. Te atiendo enseguida.
Brenda acercó una silla y se sentó como una regla plegable, con articulaciones huesudas por todas partes, demasiadas articulaciones para un ser humano. Era muy alta y delgada, como mucha gente de la última generación. Me habían dicho que tenía diecisiete años, y que estaba en su primer ensayo vocacional educativo. Era ansiosa como un cachorro, pero no tan grácil.
Me sacaba de quicio, no sé por qué. Estaba la cuestión generacional. Piensas que las cosas no pueden empeorar más, que esos chavales han tocado fondo, pero luego los chavales tienen hijos y comprendes que te equivocabas.
Al menos sabía leer y escribir, debo concederlo. Pero era demasiado empeñosa, demasiado complaciente. Yo me cansaba de sólo mirarla. Era una tabula rasa esperando que alguien le trazara caricaturas. Su ignorancia sobre todo lo que fuera ajeno a su estrato social de clase media alta —y sobre todo lo que hubiera sucedido más de cinco años antes— era insondable.
Abrió la enorme cartera que siempre llevaba encima y extrajo un puro similar al que estaba fumando Walter. Lo encendió y exhaló una bocanada de humo claro. Había empezado a fumar el día en que conoció a Walter Editor. Tenía ese nombre desde el día en que me conoció a mí. Tal vez su afán de emular a los mayores debiera divertirme o halagarme, pero me enfadaba. Adoptar el nombre de un famoso periodista de ficción había sido idea mía.
Walter me indicó que continuara. Suspiré y continué.
—No sé cuándo comenzó, ni por qué. Pero la idea básica era que, dado que el sexo y la reproducción ya no están muy relacionados, ¿por qué la sexualidad debía depender de nuestros órganos reproductivos? Los mismos que usamos para orinar, además.
—Si funciona, no lo arregles —declaró Walter—. Es mi filosofía. El viejo sistema funcionó durante millones de años. ¿Para qué modificarlo?
—A decir verdad, Walter, ya lo hemos modificado bastante.
—No todos.
—Es verdad. Pero más del ochenta por ciento de las mujeres prefieren la reubicación del clítoris. La configuración natural no permitía demasiado estímulo durante un acto sexual normal. Y la misma cantidad de hombres se hizo plegar los testículos. Eran demasiado vulnerables, colgados donde los puso la naturaleza.
—Yo no me los hice plegar —dijo Walter.
Decidí tenerlo en cuenta, por si alguna vez me peleaba con él.
—También está la cuestión de la energía de los varones —continué—. En la Tierra, era muy raro el hombre de más de treinta años que podía tener una erección más de tres o cuatro veces por día. Y habitualmente no duraba demasiado. Y los hombres no tenían orgasmos múltiples. No tenían tanta capacidad sexual como las mujeres.
—Qué espanto —dijo Brenda.
La miré. Estaba sinceramente escandalizada.
—Admito que eso es una mejora —dijo Walter.
—Además está el fenómeno de la menstruación —añadí.
—¿Qué es la menstruación?
Ambos la miramos. No estaba bromeando. Mis ojos se cruzaron con los de Walter, y pude leerle los pensamientos.
—De cualquier modo —dije—, tú has dado en la tecla. Mucha gente se hace alterar de un modo u otro. Algunos, como tú, permanecen casi naturales. Algunas alteraciones no son mutuamente compatibles. No todas implican la penetración de una persona por otra, por ejemplo. Y según esta gente, si hemos de introducir modificaciones, ¿por qué no crear un sistema tan superior que todos deseen adoptarlo? ¿Por qué las sensaciones que asociamos con el placer sexual siempre deben ser resultado de una fricción entre membranas mucosas? Es el mismo impulso que la gente tenía con los idiomas en la Tierra, cuando había cientos de idiomas, y de pesos y medidas. El sistema métrico se impuso, el esperanto no. Hoy tenemos una docena de idiomas en uso, y muchas más clases de orientación sexual.
Me recliné en mi silla, sintiéndome absolutamente tonto. Había cumplido con mi parte. Ahora Walter podía continuar con lo que tuviera en mente. Miré de reojo a Brenda, que me adoraba como a un gurú.
Walter dio otra chupada al puro, exhaló, se reclinó en la silla, se entrelazó los dedos sobre la nuca.
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó.
—Jueves —ofreció Brenda. Walter la miró de soslayo, pero no se molestó en responder. Dio otra chupada.
—Es el centesimo nonanoveno aniversario de la Invasión y Ocupación del Planeta Tierra.
—Recuérdame que encienda una vela y rece una novena.
—Te parece gracioso.
—No tiene nada de gracioso —dije—. Pero no entiendo qué tiene que ver conmigo.
Walter cabeceó y apoyó los pies en el suelo.
—¿Cuántas notas sobre la Invasión has visto en la última semana? ¿La semana previa a este aniversario?
Decidí prestarme al juego.
—Veamos. Contando el material de Sin Vueltas los artículos del Lunariano y el Noticias, esa incisiva serie en El Tiempo de Luna, y desde luego nuestra voluminosa cobertura… nada. Ni una sola nota.
—Correcto. Creo que es hora de que alguien haga algo al respecto.
—De paso, hagamos una extensa nota sobre la Batalla de Agincourt, y sobre el primer vuelo tripulado a Marte.
—Te parece muy gracioso.
—Sólo aplico la lección que alguien me enseñó cuando empecé aquí. Si sucedió ayer, no es noticia. Y El Pezón se especializa en noticias.
—Esto no es estrictamente para El Pezón —admitió Walter.
—Vaya.
Ignoró mi expresión, que era bastante hostil, y continuó su embestida.
—Utilizaremos recortes de tus notas *de El Pezón. La mayoría de ellas, al menos. Contarás con Brenda para ayudarte en la compilación.
—¿De qué hablas? —le preguntó Brenda a Walter. Como no obtuvo resultados, se volvió hacia mí—. ¿De qué habla?
—Hablo del suplemento.
—Habla del viejo cementerio de reporteros.
—Sólo una nota por semana. ¿Me dejas explicar?
Me arrepantigué en la silla y traté de desconectar el cerebro. Oh, estaba dispuesto a luchar, pero sabía que llevaba las de perder cuando Walter tenía ese destello en los ojos.
La empresa de El Pezón publica tres padloides. El primero es El Pezón, que se actualiza hora tras hora y presenta lo que Walter Editor gustaba considerar notas «vividas»: escándalos de la farándula, hallazgos seudo-científicos, predicciones de parapsicólogos, una truculenta cobertura de los desastres. Cubríamos los deportes más rudos y proletarios, y a veces nos metíamos en política, si la propuesta en cuestión se podía expresar en una frase breve. El Pezón tenía tantas imágenes que no hacía falta leer las palabras. Como otros padloides, no se habría molestado en poner nada de texto salvo por los subsidios oficiales de alfabetismo, que a menudo representaban la diferencia entre el éxito y el fracaso económico. Se necesitaba un cupo diario de palabras para poder aspirar a los subsidios. Esa cantidad exacta de palabras aparecía en cada uno de nuestros números, lo cual incluía «un, una, unos, unas», «y» y «el, la, los, las».
La Crema era el apéndice intelectual del hinchado intestino de El Pezón. Llegaba gratis a todos los suscriptores del padloide —de nuevo los subsidios oficiales— y era leído por uno de cada diez, según nuestras encuestas más optimistas. Publicaba miles de palabras más por hora, e incluía la mayor parte de nuestras notas sobre política.
A medio camino entre ambos estaba el equivalente electrónico del suplemento dominical, que se publicaba una vez por semana y se llamaba Sundae.
—He aquí lo que quiero —continuó Walter—. Irás a cubrir tus notas de costumbre, pero quiero que lo hagas pensando en Sundae. Sea cual fuere el tema, piensa en las diferencias que hubiera habido hace doscientos años, en la Tierra. Puede ser cualquier cosa. Como el tema de la nota de hoy, el sexo. Ahí tienes un buen tema. Describe cómo era la sexualidad en la Tierra, y compárala con la actualidad. Incluso podrías meter algunas opiniones sobre cómo será dentro de veinte o cien años.
—Walter, no me merezco esto.
—Hildy, eres el hombre indicado. Quiero un artículo por semana durante todo el año que falta para el bicentenario. Te doy carta blanca. Puedes hacer editoriales. Puedes darle tu personalidad, tratarlo como una columna. Siempre has querido ser columnista, y aquí tienes la oportunidad. ¿Quieres consultores caros, asesores, investigación? Tendrás lo que quieras. ¿Necesitas viajar? No hay problemas con el dinero. Sólo quiero lo mejor para esta serie.
No sabía qué decir. Era un buen ofrecimiento. En esta vida nada es exactamente como queremos, pero yo quería una columna, y parecía una oportunidad razonable.
—Hildy, durante el siglo veinte hubo una época que no tuvo parangón antes ni después. El tatarabuelo de mi abuelo nació en el año en que los hermanos Wright hicieron el primer vuelo con una máquina más pesada que el aire. Cuando él murió, ya existía una base permanente en Luna. Mi abuelo tenía diez años cuando falleció el viejo, y me ha contado muchas veces cuánto hablaba él de esos viejos tiempos. La cantidad de cambios que el viejo había visto en su vida era asombrosa.
»En ese siglo comenzaron a hablar de «brecha generacional». Ocurrían tantas cosas, los cambios eran tan acelerados, que un hombre de setenta años apenas podía entenderse con un chico de quince.
»Bien, las cosas ya no cambian tan rápidamente, y quién sabe si volverá a ocurrir. Pero tenemos algo en común con esa gente. Tenemos jóvenes como Brenda, que apenas recuerdan lo que ha sucedido antes del año anterior, y conviven con personas que nacieron y se criaron en la Tierra. Personas que recuerdan como era un campo de gravedad de un g, y la sensación de caminar al aire libre y respirarlo sin medidores. Que se criaron cuando la gente nacía, crecía y moría con el mismo sexo. Gente que peleaba en guerras. Nuestros ciudadanos más longevos hoy tienen casi trescientos años. Sin duda hay un par de notas en eso.
»Hace doscientos años que esta nota espera para ser contada. Teníamos la cabeza metida en la arena. Hemos sido derrotados, humillados, hemos sufrido una derrota racial que me temo…
Fue como si súbitamente hubiera oído sus propias palabras. Calló de golpe, sin mirarme a los ojos.
Yo no estaba habituado a las peroratas de Walter. Me intranquilizó. El encargo me intranquilizaba. No pienso mucho en la Invasión —y de eso se trataba, por cierto— y me da lo mismo. Pero pude ver su pasión, y preferí no oponerme. Estaba habituado a sus rabietas y reprimendas. Recibir una exhortación era toda una novedad. Era hora de aligerar un poco la atmósfera.
—¿A cuánto asciende el aumento? —pregunté.
Walter se recostó en la silla y sonrió, de vuelta en terreno conocido.
—Sabes que nunca discuto esas cosas. Constará en tu próximo cheque. Si no te gusta, protesta entonces.
—¿Y tengo que usar a la chica en todo esto?
—¡Oye, estoy aquí! —rezongó Brenda.
—La chica es vital para el asunto. Es tu caja de resonancia. Si un dato de los viejos tiempos le suena raro, sabes que has dado con algo. Ella es tan contemporánea como tu último aliento, está ansiosa de aprender y es brillante, y no sabe nada. Tú serás el intermediario. Tienes la edad adecuada, y eres aficionado a la historia. Sabes más sobre Vieja Tierra que ningún hombre de tu edad que yo haya conocido.
—Si soy el interme…
—Tal vez desees entrevistar a mi abuelo —sugirió Walter—. Pero habrá un tercer integrante en tu equipo. Alguien nacido en la Tierra. Aún no he decidido quién.
»Ahora, largo de aquí, ambos.
Noté que Brenda aún deseaba hacer mil preguntas. La disuadí con una mirada y la seguí a la puerta.
—Otra cosa, Hildy —dijo Walter.
Volví la cabeza.
—Si usas palabras como abnegación y fíbula en estas notas, me encargaré personalmente de castrarte.