19

VIAJES

El Bicentenario de la Invasión de la Tierra sería el acontecimiento de relaciones públicas del siglo. Cuando Walter nos llamó a Brenda y a mí para sugerirnos esa serie de notas sobre la Invasión, yo me había reído en su cara.

Ahora, exactamente un año después, todos los políticos de Luna trataban de atribuirse la idea.

Pero sólo un hombre era responsable, y se llamaba Walter Editor.

Brenda y yo hicimos nuestra parte. Los artículos tuvieron una acogida favorable —una organización de rotarios o algo parecido me entregó un premio por excelencia en periodismo—, pero la empresa de relaciones públicas que Walter había contratado de su pecunio había preparado el terreno durante más de un año. En la época de la muerte de Silvio existía el clima propicio para un espectáculo público. No se podía llamar celebración, pues no había sido una fecha de orgullo en la historia humana. Tenía que incluir una conmemoración de los miles de millones de muertos, y el tono sería de tristeza y determinación, según convenían todos. Si se les preguntaba determinación para qué —¿acaso recuperar la Tierra y exterminar a los Invasores?— respondían con un gesto evasivo, pero demonios, era necesario demostrar determinación. ¿Por qué no? La determinación no costaba nada.

Pero la conmemoración costaría algo. Siguió cobrando impulso con creciente celeridad (de nuevo la diestra mano de Walter), y cuando llegó el Gran Día hasta el más mísero enclave de Luna ofrecía algún tipo de festejo.

Aun en Tejas, donde procuramos mantenernos al margen de las noticias, organizaron una barbacoa digna del Día del Álamo. Yo lamentaba perdérmela, pero le había prometido a Brenda que iría con ella, y además Cricket estaría también.

Así es, carísimos amigos. Hildy está enamorada. Por favor, ningún aplauso hasta que haya averiguado si el sentimiento es correspondido.

Los Ocho Mundos conmemoraban ese día; Plutón y Marte habían creado un festivo anual permanente que se conocería como Día de la Invasión, y era muy probable que Luna pronto los imitara. Luna, siendo el planeta más populoso, odiaba imitar a los demás siete mundos en nada. No sólo era el planeta más populoso sino el Refugio de la Humanidad, el Planeta de Primera Línea y el Baluarte de la Especie, y además seríamos los Primeros A Quienes les Romperían el Trasero si los Invasores alguna vez decidían continuar lo que habían empezado, con lo cual, Luna había decidido montar el más grande y mejor de los ocho festivales, y siendo Ciudad Rey la mayor ciudad de Luna era el ámbito natural para el Principal Acto planetario, y siendo Parque Armstrong veinte veces más grande que el desaparecido Universo Walt Disney, era natural que se celebrase allí, y allí me dirigí en esa hermosa noche solar cuando en realidad sólo quería pasearme por el pueblo con Cricket del brazo y comer copos de algodón y tal vez coger manzanas en los huertos.

Sólo había aceptado porque Brenda había prometido que podría verlo todo a prudente distancia del mundanal ruido. Los fuegos de artificio no me asustaban; me gustaban los fuegos de artificio, pero odiaba las muchedumbres.

El viaje en tubo fue agobiante. Salí temprano para evitar la aglomeración, pero las ideas geniales pronto encuentran imitadores, así que los trenes ya estaban abarrotados de gente que había tenido la misma idea. Para peor, era gente que se proponía acampar en la superficie, lejos de los ocho gigantescos domos provisionales instalados para el espectáculo, así que habían llevado sus tiendas. Los portaequipajes estaban llenos de carritos, neveras portátiles, tiendas inflables de cinco habitaciones y tres o cuatro niños por familia. Había tan poco espacio que colgaron a los chiquillos de las correas del techo, donde se mecían y reían. Luego empeoró. El tren dejó de recoger pasajeros mucho antes que llegáramos a Armstrong. Yo debía bajarme tres paradas antes del parque, pero pronto comprendí que no tenía sentido abrirme paso a empellones, así que viajé hasta el final de la línea, miré horrorizada las masas ya reunidas allí, fui arrastrada por una irresistible marea humana, abordé de nuevo y regresé en el tren vacío a la estación Dionisio. Donde me senté en un banco, con mi traje y mi cesto, y temblé un rato, mirando una docena de latas de sardinas humanas que pasaban rugiendo y regresaban. Luego cogí mis bártulos y subí a la superficie por la escalera.

Después de mis andanzas con los alíanos, había encontrado mi traje al pie de la cama de mi cabana. No sé quién lo llevó allí. Pero ya no lo quería, así que un sábado lo llevé de nuevo a la tienda, para que reparasen el visor y lo vendieran en consignación. El vendedor le echó un vistazo al agujero y sin dejarme abrir la boca me llevó a la oficina del gerente, que estuvo a punto de desmayarse. Ninguno de ellos había visto nunca un visor roto. Cerré el pico y pronto me encontré en posesión de su mejor modelo, más cinco años de aire gratuito, gentileza de Atuendos Externos Hamilton, y no hice demandas ni me pidieron que firmara ninguna declaración; sólo me suplicaron que me lo llevara. Tal vez todavía se estén mordiendo los nudillos, esperando un pleito.

Me metí en esa maravilla de la ingeniería, y el aroma a traje nuevo contribuyó a calmarme. Había temido que generase asociaciones muy distintas —por ejemplo, un primer plano de una resquebrajadura del visor—, pero los zumbidos, susurros y el lujo de esa cosa obraron maravillas en mi ánimo. Es una lástima que no se pueda viajar en traje por los tubos; con éste puesto, habría sido capaz de cualquier cosa.

Revisando los sellos de presión del cesto, entré en la cámara de presión y salí a la superficie.

—¿Has esperado mucho tiempo? —pregunté.

—Un par de horas —dijo Brenda.

Estaba apoyada en el flanco de su vehículo alquilado, en el cual había venido desde un suburbio de Ciudad Rey. Me disculpé por mi impuntualidad, le describí la pesadilla del tren, lamentando no haber ido con ella en vez de «ahorrar tiempo» viajando en tubo.

—No te preocupes —dijo ella—. Me gusta esto.

Ya me había dado cuenta, con sólo mirar el traje. Era un buen traje, no tenía el sello de una casa de alquiler, y aunque estaba en perfecta forma mostraba indicios de uso frecuente.

Además lo usaba con una soltura que los lunaria-nos rara vez logran adquirir.

El vehículo también era bueno. Era un transporte tipo camioneta, con dos asientos y un baúl donde arrojé mi cesto, junto a los voluminosos petates de Brenda. Tenía un chasis ancho para compensar el peso del gran panel solar de arriba, que giraba para exponerse constantemente al sol. Como el sol estaba casi sobre el horizonte, el vehículo se encontraba en su posición más torpe, con el panel colgado a la derecha, perpendicular al suelo.

Tuve que arrastrarme sobre el asiento de Brenda para llegar al mío porque el panel bloqueaba la puerta.

—Una pregunta —dije, instalándome—. ¿Iremos hacia el sol?

—No. Al sur por un tiempo, luego tendremos el sol a nuestras espaldas.

—Bien.

Odiaba viajar detrás del panel. No porque no confiara en el piloto automático, sino porque me gustaba ver por dónde iba.

Brenda dijo arre y el transporte se puso en marcha por la ancha y lisa carretera. Por eso habíamos escogido Estación Dionisio, que se encuentra sobre una de las pocas carreteras pavimentadas de Luna, donde los vehículos con ruedas nunca han sido un medio importante para desplazarse. La gente usa ascensores, escaleras mecánicas, cintas transportadoras, trenes de levitación magnética, autobuses flotantes. Las mercancías se desplazan de la misma manera, y también por tubos neumáticos, aceleradores de caída libre y cohetes. Recientemente se pusieron de moda los vehículos de superficie de dos y cuatro ruedas, pero eran para todo terreno y muy resistentes, así que no necesitaban carretera.

La carretera que atravesábamos era un vestigio de una operación minera abandonada antes de mi nacimiento. En ocasiones pasábamos frente a las moles derruidas de los furgones, vehículos mastodónticos que se encontraban al costado del camino y no habían cambiado mucho desde que los habían desmantelado y abandonado. Algún capricho económico de la época había hecho conveniente pavimentar una carretera para ellos. Luego la carretera se había usado durante medio siglo más como conexión entre Ciudad Rey y su principal vaciadero. Aún estaba lisa como vidrio, y viajar por ella era toda una novedad.

—Este aparato es bastante veloz, ¿verdad? —comenté.

—Llega a trescientos kilómetros en los tramos rectos. Pero tiene que desacelerar en las curvas, sobre todo a la izquierda.

Eso era porque el centro de gravedad del vehículo llegaba a sus extremos en el alba y el ocaso, con el gran panel inclinado a un flanco, me explicó. Además, el declive de la carretera no era grande, y como íbamos a quedarnos fuera después del anochecer, ella tenía que llevar diez baterías, lo cual sumaba mucho a nuestra inercia y podía hacernos patinar, pues el agarre de los neumáticos no era el que ella hubiera deseado. Me dijo todo esto con el aire de una experta que conocía su máquina. Me pregunté si sería capaz de conducirla.

Obtuve la respuesta cuando nos desviamos del camino y me preguntó si no me molestaba que condujera. Claro que me molestaba —no estamos habituados a confiar la vida a otras personas, sólo a otras máquinas—, pero no me opuse. Y no tenía por qué preocuparme. Brenda conducía con firmeza, sin cometer imprudencias ni extralimitarse en el control. Avanzamos por la planicie hacia el borde de Delambre, que ahora asomaba sobre el horizonte.

Cuando llegamos al fondo del declive, una patrulla descendió frente a nosotros, haciendo centellear las luces azules. Un policía se apeó y se nos acercó. Debía de estar aburrido, pues podía haber usado la radio o interrogar a nuestro ordenador.

—Está entrando en una zona restringida —le dijo a Brenda.

Brenda le mostró su pase. El policía examinó el pase y la examinó a ella.

—¿No la he visto en televisión? —preguntó, y ella dijo que tal vez, y él dijo que la había visto en tal programa y le había gustado. Al fin nos dejó ir, pero le hizo tantas insinuaciones que quedé convencido de que ni siquiera necesitábamos el pase. Le pidió el autógrafo, y Brenda se lo dio.

—Pensé que iba a pedirte tu código telefónico —comenté cuando se marchó.

—Yo pensé que iba a dárselo —sonrió Brenda—. Sigo pensando que debería probar suerte con los tíos.

—Podrías encontrar algo mejor.

—No desde que tú Cambiaste.

Aceleró y trepamos por el borde redondeado del cráter levantando una polvareda.

Delambre no es un cráter tan extenso como Clavius o Pitágoras o muchos de los agujeros del lado oscuro, pero es bastante grande. Cuando uno está en el borde, no ve el otro lado. Para mí, eso significa un tamaño respetable.

Aun así, se parecería a muchos más excepto por una cosa: el cementerio de chatarra.

En Luna reciclamos muchas cosas. Tenemos que hacerlo, pues nuestros recursos naturales son muy limitados. Pero nuestra civilización se basa en la economía de mercado. A veces la energía barata y abundante y el bajo coste de trasladar materia prima a granel en órbitas lentas se combinan para que resulte demasiado problemático y antieconómico seleccionar y reproce-sar muchas cosas. Se han perdido fortunas cuando un transporte llegó con X millones de toneladas de mineral de lo, después de estar en tránsito secreto durante treinta años, disfrazado y definido como un cometa del Oort. De pronto hay un imprevisto superávit de ese mineral y hay que trasladar cientos de toneladas a De-lambre. Sumemos a eso los materiales radiactivos con un período de vida de veinte mil años, en contáiners que tienen una garantía de vida de cinco siglos. No olvidemos las máquinas obsoletas, algunas con elementos aprovechables, otras en perfectas condiciones pero tan lentas que ni vale la pena desmantelarlas. Agréguese aquel mamarracho de cerámica que le llevamos a mamá de la escuela cuando teníamos ocho años, y esa pila de holos que guardamos setenta años sin recordar para qué, más los tesoros similares de millones de personas más. Aderécese con todas las cosas inútiles que circulan por las cloacas de Luna, mezcladas con agua suficiente para que circulen. Hornéese durante catorce días, congélese catorce más, y repítase ese proceso durante doscientos años, añadiendo ingredientes a gusto, y habremos creado el paisaje que veíamos desde el labio de Delambre.

El cráter no está lleno, sólo parece estarlo desde el borde occidental.

—Por allá —dijo Brenda—. Allá quedé en encontrarme con Liz.

Vi una nota en el horizonte, también sentada en el borde.

—¿Me dejas conducir? —pregunté.

—¿Sabes hacerlo? —No era una pregunta descortés; la mayoría de los lunarianos no saben.

—En mi desbocada juventud, participé en la carrera ecuatorial. Once mil kilómetros, y bastante accidentados. —No valía la pena aclarar que reventé la transmisión antes de la mitad del trayecto.

—Y yo que te daba lecciones sobre cómo conducir esta cosa. ¿Por qué nunca me pides que me calle, Hildy ?

—Entonces me perdería la mitad de mis anécdotas divertidas.

Pasé los controles al lado británico del coche y lo puse en marcha. Hacía años que no conducía. Era muy divertido. El transporte tenía buena suspensión; sólo me desprendí del suelo un par de veces, y los giróscopos nos impedían volcar. Cuando vi que Brenda aferraba el salpicadero, bajé la velocidad.

—Nunca podrías ser corredora de carreras. Esto es liso.

—Nunca quise ser corredora. Ni cadáver.

—Me siento como una niña exploradora —le dije a Brenda mientras le ayudaba a extender la tienda.

—¿Qué tiene de malo? Yo gané las medallas al mérito por exploración de superficie.

—Nada de malo. Yo también fui exploradora pero hace noventa años.

Para ella no había pasado tanto tiempo, y aún lo tomaba en serio. Cuando yo me hubiera conformado con tirar del cordel y dejarlo ahí, Brenda conectó un cable que iba del panel solar del vehículo al suministro energético de la tienda, como si el reactor no tuviera capacidad para durar una semana sin alimentación externa. Cuando la tienda estuvo dispuesta a su gusto, tiró del cordel. La tienda tembló y se hinchó al llenarse de aire, y a los diez segundos teníamos un hemisferio transparente de seis metros…, que pronto se congeló por dentro.

Ella se puso de rodillas y se metió a gatas en la entrada tipo iglú. Yo cerré la cámara de presión para evitarle la molestia de arquearse, y ella me aclaró que ese modelo tenía cierres de cremallera automáticos, de modo que habían existido progresos desde mi niñez. Ella manipuló los controles del aire mientras yo apilaba mantas, sábanas, termos y demás en la cámara de presión —convenía llenarla bien, para acelerar el trámite y no desperdiciar aire— y luego esperé fuera mientras Brenda metía todo dentro y ajustaba la temperatura, la presión y la humedad. Cuando entré y me quité el casco, todavía estaba helado. Escribí mi nombre en la escarcha, como hacía en mis excursiones juveniles; pronto se derritió, el rocío fue absorbido y el domo se volvió invisible.

—Hace mucho tiempo que no hago esto —dije—. Me alegra que me hayas traído.

Por una vez entendió exactamente a qué me refería. Dejó de acomodar cosas, se plantó a mi lado y echó un vistazo alrededor sin decir nada.

La belleza de Luna es tosca en todas partes. No hay paisajes benévolos ni reconfortantes, en lo cual se parece mucho a Tejas Oeste. Éste era el mejor modo de apreciarla, en una tienda invisible para los ojos, como si estuviéramos en un colchón negro y circular de plástico sin nada entre nosotros y el vacío.

También era el mejor momento para apreciarlo, el día lunar. El sol estaba muy cerca del horizonte, las sombras eran infinitamente largas. Lo cual ayudaba, porque la mitad de la vista era el basurero más grande del planeta. Hay algo extraño en esas sombras. Si nunca habéis visto nieve, id a Pennsylvania la próxima vez que planeen una nevisca y ved cómo el lugar más feo y pedestre se transforma en un paisaje mágico. En la superficie la luz solar produce el mismo efecto. Es brillante y dura como el diamante, calcina todo lo que toca pero no causa daño; nada se mueve, los millones de facetas de oscuridad y luz transforman cada objeto vulgar en una gema labrada.

No miramos al oeste, pues la luz encandilaba. Al sur vimos la tierra ondulante extendiéndose a la derecha, los interminables montones de basura a la izquierda. El este se encontraba hacia Delambre, y al norte estaba la mole de la Robert A. Heinlein, una decrépita y desechada nave estelar que nunca cumpKó su cometido.

—¿Crees que tendrán algún problema para encontrarnos? —preguntó Brenda.

—¿Liz y Cricket? No creo. La vieja Heinlein les servirá de guía. No pueden pasarla por alto.

—Eso pensé.

Nos dedicamos a nuestras tareas domésticas, inflando muebles, extendiendo felpudos. Brenda me enseñó a instalar la cortina que dividía la tienda en dos habitaciones no tan privadas, y a operar el pequeño calentador. Mientras tanto, comenzó el espectáculo, que sin duda sería muy largo.

Tuve que admitir que el director artístico había hecho un buen trabajo. Esta sería la conmemoración de los miles de millones de muertos de la Invasión, y en la latitud de Parque Armstrong, la Tierra estaría directamente sobre nuestras cabezas. Si el espectáculo comenzaba en el ocaso, habría una media Tierra en el cielo. ¿Por qué no hacer de la Tierra el centro temático del espectáculo?

Unas pequeñas manipulaciones permitían iniciar el espectáculo cuando el meridiano 180 estaba frente a Luna. A medida que giraba la Tierra, las naciones desaparecidas de Vieja Tierra emergían a la luz solar del nuevo día. Y a medida que cada cual aparecía…

Quedamos bañadas en la roja luz de la bandera de la República Siberiana, un rectángulo de cien kilómetros de longitud que colgaba a gran altura tapando el cielo.

—Vaya —dijo Brenda, boquiabierta.

—Doble vaya —dije, cerrando mi propia boca. La bandera colgó allí casi un minuto, brillando esplendorosamente, y se disolvió entre chisporroteos. Encendimos el aparato de audio de Brenda, colgamos los grandes altavoces a ambos lados de la tienda y pudimos oír los acordes iniciales de God Defend New Zealand mientras la bandera de Nueva Zelanda ondeaba sobre nosotros.

Así sería durante dieciocho horas.

Cuando llegó Liz, nos contó cómo se hacía. La bandera era una construcción de alambre tejido metida en una gran cápsula y lanzada desde las pirobases de Baylor-A, cuarenta kilómetros al sur, e Hipada y Torricelli, que estaban al este. Al llegar a la altura apropiada la cápsula explotaba, y los cohetes se desplegaban y estallaban mediante control por radio. Ingenioso.

¿Cómo arden los fuegos de artificio en el vacío? No lo sé. Pero sé que los combustibles llevan un oxidante, así qué supongo que se valía de una magia química de ese tipo. De un modo u otro, Brenda y yo quedamos pasmadas. Estábamos a menos de cincuenta kilómetros de la gran pirobase de Baylor, mucho más cerca que los pobres excursionistas de Armstrong, que tal vez pensaban que estaban viendo un espectáculo genial. ¿Y a quién le importaba si, desde nuestra perspectiva, las banderas se distorsionaban formando trapezoides? A mino.

Brenda resultó ser un filón de información sobre el espectáculo.

—Pensaron que no tenía sentido que un país como Vanuatu tuviera la misma relevancia que un país como Rusia —me explicó (en ese momento mirábamos la espantosa bandera de Vanuatu, escuchando su improbable himno nacional)—. Así que los países que cuentan con una historia más influyente pesarán más en las celebraciones. Como la República Siberiana formaba parte de otro país…

—La URSS —sugerí.

—Correcto. Eso dice aquí. —Había desplegado un enorme programa—. Así que hay más banderas para ella… la bandera zarista, material histórico…

—Tocarán la Internacional.

—Y temas folklóricos, como el que oímos de Nueva Zelanda.

Nos aclaraban todo eso por otro canal de radio, dando una historia de cada país, reducida a un nivel para analfabetos. La apagué, pues prefería la música sola, y Brenda no opuso objeciones. También habría apagado la televisión —Brenda había colgado una gran pantalla en el lado sur de la tienda—, pero parecía disfrutar de las escenas de jolgorio de Armstrong y las celebraciones de las demás ciudades lunares, así que la dejé.

Si se observa un globo terrestre, pronto se descubre el mayor defecto del programa rotativo del planeta. En las primeras seis horas sólo surgían unas docenas de países. Aunque se cuente toda la historia de China y Japón, quedan huecos por rellenar, ¿y cuánto se puede decir sobre Nauru y las islas Salomón? Por otra parte, cuando amaneciera sobre África y Europa, los pirotécnicos estarían más atareados que un cojo en un concurso de dar patadas a traseros.

Pero se las apañaron. Cuando se quedaron sin banderas, sacaron a relucir la artillería pesada.

Desde la primera aparición de esa enseña roja, el cielo nunca estuvo a oscuras.

Estaban los fuegos convencionales, con todos los colores del arco iris. Sin aire que obstaculizara su vuelo, se los podía colocar con toda precisión, y los luna-rianos son expertos en balística. Además eran perfectamente simétricos, por la misma razón.

¿Más detalles ? En el vacío era posible producir efectos jamás vistos en la Tierra. Enormes tubos de gas podían generar una delgada atmósfera loca temporal para realizar trucos de ionización. Vimos cortinas aurórales, telones de color donde todo el cielo se tornaba azul, rojo o amarillo y luego titilaba mágicamente. Esquirlas relucientes cubrían el cielo con discos giratorios del tamaño de monedas, que luego titilaban como estrellas a la luz de reflectores y eran detonadas por láser.

¿Algo más? ¿Qué tal unas bombas nucleares? El programa de Brenda decía que habría más de cien cápsulas especiales de fisión, una cada diez minutos durante la duración del espectáculo. Detonaban en órbita y se usaban para impulsar literalmente miles de pirocápsulas hacia estallidos de mil kilómetros de anchura. La primera explotó al final del himno nacional de Vanua-tu, y nos hizo castañetear los dientes, y luego las explosiones se sucedieron sin cesar. ¡Glorioso!

Sí, ya sé que el sonido no viaja en el vacío. Pero las ondas de radio sí, y el que lo niegue jamás ha escuchado el tenante equipo de audio de Brenda a todo volumen. Los pobres diablos que miran fuegos de artificio en una atmósfera deben aguardar la llegada del sonido, y tienen la oportunidad de prepararse; nosotros la recibíamos al instante, sin advertencia, un relámpago de luz enceguecedora y un rugido ensordecedor.

A veces un exceso abrumador es lo único satisfactorio.

—Dicen que este lugar está encantado.

Habíamos tenido el deleite de escuchar el himno nacional de Belau y su bandera acababa de desvanecerse en el cielo (un gran círculo amarillo sobre campo azul), y habíamos comprendido dos cosas. Primero, un exceso abrumador necesita algunos respiros, pues de lo contrario se vuelve… bien, abrumador. No habíamos lanzado una sola exclamación ante las tres últimas bombas nucleares, y yo estaba por sugerir que pasáramos a los éxitos musicales del momento por un par de horas. Creía poder sobrevivir a la omisión de Negara, Ko («Mi país: Malasia») y Sanrasoen Phra Barami («¡Salve, nuestro rey! ¡Bendiciones a nuestro rey! ¡El corazón y la mente inclinamos ante su majestad!», con letra de su alteza el príncipe Narisaranuvadti-vongs). Y segundo, Liz y Cricket llevaban tres horas de retraso.

—¿Dicen? ¿Quiénes dicen? —pregunté mientras mascaba un trozo del célebre pollo frito tejano de Hildy. El hambre había superado las exigencias de la cortesía. Brenda había cocido algunos trozos, y al cuerno con Liz y Cricket. Yo también miraba de reojo la nevera donde guardábamos la cerveza, pero no queríamos empezar a beber antes de lo conveniente.

—Ya sabes. Los que dicen. Tu fuente primaria de noticias.

—Ah, ellos.

—Hablando en serio, me lo han comentado varias personas que fueron a visitar la vieja Heinlein. Dicen que han visto fantasmas.

—Walter te metió en esto, ¿verdad?

—Le he hablado sobre ello. Cree que puede servir para una información.

—Claro que sí, pero no es necesario venir aquí para entrevistar a un espectro. Si buscas esas noticias, invéntalas y ya. Walter te lo debe haber dicho.

—Por supuesto, pero no se trata de una simple información de relleno, Hildy. Me interesa en serio. Algunas personas que entrevisté estaban asustadas.

—Por favor.

—He venido varias veces aquí con una buena cámara, pensando que podría conseguir una foto.

—¿Y para qué está la sección de fotografía de El Pezón ? Para trucar esa clase de foto, desde luego.

Brenda calló un rato, y miramos más banderas fantasmales en el cielo. Eché una mirada a la Heinlein. No, no soy supersticiosa, sólo curiosa. .

—¿Por eso vienes tanto de excursión? La noticia no vale realmente la pena.

—¿De excursión?… oh, no. —Se echó a reír—. Siempre visito la superficie. Me resulta muy apacible.

Hubo otro largo silencio, o un relativo silencio en medio de los estallidos de las bombas, con el equipo de audio en volumen mínimo. Al fin Brenda se levantó y se plantó junto a la invisible pared plástica de la tienda. Apoyó la cabeza en ella. Y bajo el resplandor rojo de los cohetes, me contó algo que yo habría preferido no saber.

—Desde que te conozco, pensé en contarte algo que jamás le he dicho a nadie. Jamás. Si no quieres enterarte, dímelo, porque si empiezo no creo que pueda detenerme.

Si alguien cree que habría podido silenciarla, no quiero conocerle. No necesitaba esto, no lo quería, pero cuando una amiga pide semejante cosa una dice que sí y se acabó.

—Sincronízalo —dije, mirando mi reloj de soslayo—. No quiero perderme el himno nacional laosiano.

Brenda sonrió, miró el paisaje.

—Cuando nos conocimos, la primera vez que fui a verte a Tejas, tal vez notaste algo raro en mí.

—Tal vez te refieras a tu carencia de genitales. Suelo fijarme en esas cosas.

—Sí. ¿No te llamó la atención?

¿Me había llamado la atención? No tanto.

—Pensé que era una cuestión religiosa, o cultural, algo en que creían tus padres. Pensé que no estaba bien hacerle eso a una niña, pero no era cosa mía.

—No estaba bien. Y se relacionaba, en efecto, con mis padres. Mi padre.

—¿Qué puedo decirte? —suspiré, lamentando esa conversación—. Yo soy como la mayoría. Mi madre nunca me dijo quién era mi padre.

—Yo conocí al mío. Vivía con mi madre y conmigo. Comenzó a violarme cuando yo tenía seis años. Nunca tuve agallas para preguntarle a mi madre si estaba enterada. Ni siquiera sabía que era algo malo, pensaba que era normal. —Brenda pronunció estas palabras sin un temblor, sin una lágrima—. No sé cuándo supe que mis amigas no hacían lo mismo. Tal vez lo comenté y detecté algo, algún gesto, alguna mueca de horror, algo que me hizo callar hasta el día de hoy. Pero continuó durante años y pensé en denunciarlo. Sé que te preguntas por qué no lo hice, pero era mi padre y me amaba, yo creía amarlo. Pero estaba avergonzada de lo nuestro, y cuando cumplí los doce me lo hice… extraer, eliminar, erradicar, para que él ya no pudiera entrar más en mí, y ahora sé que la jueza de menores que me lo permitió a pesar de las objeciones de papá había comprendido lo que sucedía, porque insistía en que lo denunciara, pero yo sólo quería que él parase. Y lo hizo, nunca más me tocó desde ese día, ni siquiera me habló. No sé por qué otras mujeres prefieren la compañía de otras mujeres, pero en mi caso el motivo es que eso me ha producido un rechazo por los varones. Pero cuando te conocí, me enamoré locamente. Sólo que eras varón, y eso me sacaba de quicio. Por favor, no temas, Hildy, lo tengo controlado, sé que así suceden las cosas. Te he oído hablar de Cricket y debería estar celosa porque ella y yo hacíamos el amor, pero era sólo por diversión, y además Cricket es varón ahora, así que os deseo toda la felicidad. Te he revelado mi secreto, pues, y otro secreto es que arreglé las cosas para que ambas estuviéramos solas un rato, en el sitio adonde siempre venía cuando quería alejarme de mi padre. Es una infamia y lo sé, pero he pensado en ello mucho tiempo y puedo aceptarlo. No lloraré ni suplicaré, pero me gustaría hacer el amor contigo sólo una vez. Sé que eres hétero, pues todos me lo han dicho, pero espero que sea sólo una preferencia. Eres Cambiante, has hecho el amor con mujeres, aunque quizá no puedas cuando eres mujer. O quizá no quieres o te parece mal, y estoy dispuesta a aceptarlo. Sólo quería pedírtelo. Sé que parezco muy ansiosa, pero aceptaré lo que decidas, y en cualquier caso espero que sigamos siendo amigas. Ahí tienes. No sabía si tendría las agallas para decirlo todo, pero ya lo hice y me siento mejor.

Tengo una breve lista de cosas que no hago nunca, y una de las primeras es no sucumbir a la extorsión emocional. No hay nada peor que follar por caridad. Y sus palabras podían interpretarse como la peor súplica de cachorro apaleado. Ella tenía derecho a actuar así, pero odio a los cachorros apaleados, quiero patearlos por haberse dejado apalear. Sólo que Brenda no habló con tono lastimero, sino con firmeza, sin derramar una lágrima. Había crecido desde que la había conocido, y esto formaba parte de su crecimiento. No sé por qué me había escogido para descargarse, pero su modo de hacerlo era más halagüeño que compulsivo.

Así que le dije que no. O eso habría hecho en un mundo perfecto donde realmente respetara esa breve lista de cosas que nunca hago. En cambio me levanté, la abracé por detrás y le dije:

—Lo has manejado muy bien. Si hubieses llorado, te habría pateado el trasero.

—No lloraré por eso. Y tampoco cuando haya terminado.

Y no lloró.

Brenda había organizado nuestro momento de intimidad omitiendo decirme que a Cricket le habían encomendado la cobertura de las festividades de Parque Armstrong. Después de nuestro pequeño interludio romántico —muy agradable, gracias por preguntar— confesó su estratagema, y también que Cricket pensaba hacer novillos después de las primeras horas y llegaría en cualquier momento, así que debíamos vestirnos.

No sé por qué nos preocupaba no beber más de la cuenta antes de lo conveniente. Liz ya había bebido más de la cuenta en el viaje de ida y vuelta a Armstrong, como si Cricket necesitara más causas de alarma.

Llegó dando tumbos por las dunas en un Aston de cuatro ruedas, modelo XI, con motor de reacción y una pintura biliosa color mandarina. Ese vehículo tenía propulsores ideales para saltar sobre los baches de Luna, que incluyen pequeneces como el cráter de Copérnico. No podía entrar en órbita, pero no le faltaba mucho. Liz lo había decorado con discreto gusto británico: llamas holográficas en el centro de las ruedas, una antena con una cola de mapache en la punta, un descomunal cráneo cromado en el frente, con ojos rojos que pestañeaban para indicar las curvas.

Esta aparición rodeó la Heinlein patinando y embistió contra nosotras. Brenda se levantó y agitó los brazos y yo recordé con alarma que esa tienda era apenas una pompa de jabón, hasta que Liz apretó los frenos arrojando una lluvia de queso rallado contra la pared transparente.

Bajó antes que se asentara el polvo, y corrió al flanco izquierdo para liberar a Cricket, que se había sujetado con tanta fuerza como para arriesgarse a una gangrena en la pelvis. Lo metió en la cámara de presión, donde Cricket pareció volver en sí. Entró en la tienda, pero no se puso en pie y empezó a preocuparme. Le ayudé a quitarse el casco.

—Está un poco mareado —dijo Liz—. Creí que convenía entrarlo deprisa.

Comprendí que Cricket decía algo por la radio pero tuve que acercarle la oreja a los labios. Repetía «Creo que me pondré bien» como un mantra. Brenda y yo le ayudamos a sentarse, y pronto recobró el calor y cierto interés por sus inmediaciones.

Le estábamos dando agua cuando Liz atravesó la cámara de presión empujando una perrera hermética. Al fin Cricket despertó, se puso de pie y barbotó una sarta de improperios incoherentes. Me abstendré de citarlas literalmente, pues Cricket no se sentiría orgulloso. Opina que hay un arte del improperio, pero en ese momento estaba demasiado colérico.

—¡Maniática! —gritó—. ¿Por qué demonios no redujiste la velocidad?

—Porque me dijiste que te sentías mal. Pensé que era mejor llegar cuanto antes.

—¡Me sentía mal por la velocidad! —Se aplacó y se sentó, sacudiendo la cabeza—. ¿Velocidad? Esa palabra no es suficiente. Creo que en todo el trayecto desde Armstrong apenas tocamos el suelo cuatro veces. —Se exploró la cabeza con los dedos—. No, cinco veces, pues cuento cinco chichones. Volábamos sobre los cráteres como bólidos.

—Vinimos deprisa —convino Liz—. Nuestra sombra ya debe estar a punto de alcanzarnos.

—«Menos mal que tenemos giróscopos», dije. ¿Lo recuerdas? Y tú respondiste: «¿Qué giróscopos? Los giróscopos son para las ancianas.»

—Se los quité —nos explicó Liz—. Para practicar con los propulsores. Vamos, Cricket…

—Regresaré con vosotras —dijo Cricket—. Nadie me convencerá de viajar de nuevo con esta chiflada.

—Sólo tenemos dos asientos —dijo Brenda.

—Amarradme al guardafango, no me importa. No puede ser peor de lo que acabo de pasar.

—Creo que esto merece un trago —dijo Liz.

—Tú crees que todo merece un trago.

—¿Y no es así?

Pero antes de entrar su bar portátil se tomó el tiempo para sacar de la perrera a Winston, su bulldog inglés. El animal salió a trompicones, revolucionando mi concepto de la fealdad, y pronto se enamoró de mí. Más precisamente, de mi pierna, la cual comenzó a acariciar con embeleso canino.

Pudo haber estropeado el comienzo de una maravillosa relación —prefiero un poco más de cortejo, gracias—, pero inesperadamente estaba bien entrenado, y una patada de Liz lo desalentó cuando le faltaba poco para la consumación. Después de eso se limitó a seguirme y olisquearme, clavándome sus ojos inflamados y porcinos, durmiéndose cada vez que yo me sentaba. Debo admitir que le cobré simpatía. Para demostrarlo, le di de comer todos los huesos de pollo de mis sobras.

Dieciocho horas es un largo tiempo para una fiesta, pero existen personas que sienten el perverso afán de no ser las primeras en abandonar. Los cuatro pertenecíamos a ese tipo de persona. Resistimos hasta la emisión del himno nacional de Guatemala (¡Guatemala feliz!).

(Sí, lector, yo también he mirado el globo, y si piensas que todo el planeta pensaba quedarse levantado seis horas para escuchar el himno nacional de Tonga, estás más chiflado que nosotros. El turno de Tonga venía después de Samoa.)

Nadie podía rivalizar con Liz, pero pronto le pisábamos los talones, y al cabo de un rato hasta Cricket olvidó que estaba enfadado con ella. Los detalles se desdibujaron a medida que seguía la celebración. No recuerdo muchas cosas después que el Union Jack resplandeció con toda su majestuosidad británica. Me acuerdo de ese momento porque Liz estaba cabeceando, y Brenda nos hizo levantar a Cricket y a mí cuando comenzaron a tocar God Save The Queen, y entonamos la segunda estrofa, que dice algo como esto:

Levántate, oh Dios nuestro Señor,

dispersa y abate

a sus enemigos.

Desbarata sus planes,

frustra sus malvadas artimañas,

en Ti depositamos nuestra esperanza.

¡Dios nos guarde!

—En efecto, Dios nos guarde —dijo Cricket.

—Eso es lo más bello que he oído —sollozó Liz con el llanto fácil de una borracha veterana—. Y creo que Winston tiene que hacer pipí.

El bruto parecía un poco angustiado. Liz le había dado un par de cuencos de cerveza Guinness y yo, al comprobar que los huesos de pollo no surtían un efecto visible, le había dado desde jalapeños enteros hasta las tapas del licor casero de Liz. Cricket le había pasado algunas de las salchichas que había asado sobre la fogata holográfica. El perro llevaba prisa. Corría en círculos estrechos, rascando la cremallera de la cámara de presión.

Resultó ser que el monstruo estaba demasiado bien adiestrado. Se negaba rotundamente a hacer sus necesidades en el interior, según Liz, así que todos nos dedicamos a enfundarlo en su traje de presión.

Al poco tiempo éramos presa de risotadas histéricas, rodando literalmente por el suelo y preocupándonos por nuestras propias vejigas. Winston quería colaborar, pero en cuanto le metíamos las patas traseras en el traje se ponía a brincar ansiosamente y se enredaba el resto alrededor del pescuezo. Cricket le rascaba el lomo, y el perro se quedaba quieto, se arqueaba y se relamía el hocico, y así conseguíamos meter las patas delanteras y una pata trasera, y entonces él movía las patas por reflejo, y todo se echaba a perder. Cuando logramos meterle las cuatro patas en los orificios pertinentes, pensó que era el momento oportuno, y tuvimos que perseguirlo y sostenerlo para sujetarle el tubo de aire al lomo, y en el último momento le tomó antipatía al casco y trató de comérselo —hablamos de un perro que engullía tapas de botella—, así que debimos ponerle un sello de repuesto para cerciorarnos de que cerrara herméticamente.

Nos reímos aún más mientras Winston corría de roca en roca alzando una pata para echar un chorro aquí y una gota allá, sin la menor conciencia de que todo iba al saco de desechos por la manguera que Liz había sujetado a su salchicha canina con una banda elástica. Sí, amigos, he dicho salchicha canina, y esa definición nos resultaba desopilante: tan bajo había caído nuestro sentido del humor.

Recuerdo que más tarde Brenda y Liz dormían la siesta. Le mostré a Cricket la maravillosa cortina que dividía la tienda en dos habitaciones. Pero él no entendió la insinuación, y sugirió que nos pusiéramos los trajes para salir a pasear. Acepté, aunque no fue muy listo de mi parte, considerando que pasé casi un minuto tratando de meter la pierna derecha en la pernera izquierda del traje. Pero esas cosas son muy sencillas de usar. Si Winston podía, ¿por qué yo no?

¿Y quién nos siguió al trote en cuanto salimos? Temí encontrarme en un brete, pues ese engendro parecía creerse dueño del mundo ahora que Liz dormía, pero después de apoyarme el casco en la pierna y tratar en vano de olfatearla, nos siguió con abatimiento, tal vez preguntándose por qué todo olía a plexiglás y excremento de perro.

No quiero parecer frívola, saltando de la revelación de Brenda a la cómica actuación de la reina y su consorte. Pero así sucedió. No podemos infundir a la vida la coherencia dramática de un guión de cine. La revelación me había sacudido, y no supe qué hacer —aún no lo sabría— salvo abrazar a Brenda con la esperanza de que llorase.

Por Dios. Cuánto horror inadvertido nos rodea.

Le dije algo por el estilo, con la vaga sensación de que quizá le conviniera abordar el asunto como reportera.

—¿Alguna vez te has preguntado —dije— por qué nos pasamos todo el tiempo investigando historias triviales, cuando hay historias como ésta que merecen ser contadas ?

—¿Cómo qué? —preguntó con somnolencia. Para ser franca, para mí no había sido tan maravilloso, pues no me estimulan las relaciones homosexuales, pero ella parecía haberse divertido y eso era lo importante. Siempre es fácil comprobarlo. Un aura la rodeaba.

—Como lo que te sucedió a ti, demonios. ¿No crees que en estos tiempos esas cosas deberían estar superadas?

—Odio que la gente hable de estos tiempos con ese tono. ¿Qué tienen cíe especia]? ¿En comparación, por ejemplo, con la época de los egipcios?

—Si puedes nombrar a un solo faraón, me como esta tienda.

—No lograrás enfurecerme, Hildy. —Brenda me acarició el rostro, me miró a los ojos, se apoyó en mi cuello—. No necesitas hacerlo, ¿no entiendes? Es la primera y última vez que hemos intimado. Sé que la intimidad te asusta, pero no necesitas…

—No me asus…

—Además, dame ochenta y tres años más y te recitaré todos los faraones, desde Akhenaton hasta Ramsés.

—Vaya.

—Estaba en el programa. Pero estos tiempos son los únicos que conozco muy bien, y no sé por qué los consideras tan distintos de los tiempos en que creciste. ¿Había abusadores de niños en esa época?

—¿Te refieres al neolítico? Sí, los había.

—Y pensabas que la inexorable marcha del progreso los eliminaría en cualquier momento.

—Fue una idea tonta. Pero sería una buena noticia.

—Has pasado demasiado tiempo lejos de El Pezón, boba. Sería una noticia espantosa. ¿Quién querría leer algo tan deprimente? ¿Que hay abusadores de niños? Todos los saben. Eso es para los sociólogos, Dios los bendiga. Una historia truculenta… eso es noticia. Mi historia es sólo una página en la trituradora del suplemento dominical, puedes ponerla en el archivo y pasarla una vez por año. Todos la habrán olvidado para entonces.

—Hablas con un tono tan parecido al mío que me das miedo.

—Tú lo sabes, tesoro. La gente lee El Pezón para condimentar la vida. Quiere excitarse. Enfurecerse.

Horrorizarse. No quiere deprimirse. Walter siempre habla de cómo cubriríamos el Fin del Mundo. Caray, yo lo pondría en la última página. Es deprimente.

—Me asombras.

—Te diré una cosa. Conozco más estrellas de cine que toda la gente de mi escuela. Y ellas me llaman. Amo mi trabajo. Así que no me hables de las noticias importantes que deberíamos cubrir.

—¿Por eso te metiste en este oficio? ¿Para conocer celebridades?

—¿Por qué te metiste tú?

No le respondí entonces, pero un vestigio del concepto de verdad periodística me obliga a admitir que el afán de codearme con ricos y famosos puede haber influido en mi decisión.

Pero los cambios que un año había producido en mi pequeña Brenda eran apabullantes. No me gustaban demasiado. Tampoco eran de mi incumbencia, pero ese detalle nunca me había importado. Al principio culpé al mundillo del periodismo, pero pronto me pregunté si esa niña herida, esa niña buena que había preferido coserse antes que denunciar a papá, no podría enseñarle un par de verdades a la cínica Hildy.

—Lamento no haber traído a Vigor.

—¿Eh? ¿De qué hablas?

—Luna a Hildy, responda. Cambio.

—Lo lamento, pensaba en otra cosa.

Era Cricket, y caminábamos juntos por la superficie. Recordé que habíamos atravesado la cámara de presión.

—Dije que la traería para que la conocieras, pero ella insistió en ir con sus amigas a Armstrong, así que la dejé.

Algo en su voz me hizo sospechar que no me decía toda la verdad. Tal vez pensé que no había actuado con suficiente energía. Lo único que sabía de su hija era que Cricket era sobreprotector. Husmeando un poco, había averiguado que ninguno de sus colegas periodistas la conocía; mantenía segregados el trabajo y la familia.

Es habitual en la sociedad lunar. Protegemos mucho la escasa intimidad que tenemos. Pero hacía menos de una semana que nos conocíamos como hombre y mujer, y ya había varios indicios de que él era reacio a dejarme entrar en su vida. Por decirlo de otro modo, yo había deshojado la margarita de la devoción, y la mayoría de los pétalos decían no me quiere.

Es justo reconocer que yo no estaba acostumbrada a estar enamorada. Estaba fuera de práctica, nunca lo había hecho muy bien, quizá me hubiera olvidado de cómo actuar. La última vez había sido en la adolescencia, y en esos ochenta años había llegado a la conclusión de que era una dolencia que únicamente afectaba a los jóvenes. Quizá no supiera comunicar la trágica y desesperanzada hondura de mi pasión. Quizá no enviara las señales pertinentes. Quizá Cricket pensara que yo era simplemente la Hildy de siempre. Siempre jocosa, sólo que así se porta cuando es mujer: mimos y ojos de vaca y ansias de servir un café caliente por la mañana y acurrucarse.

Y, con crudeza, quizá yo no estuviera enamorada. No era como esa lejana emoción adolescente, aunque ya nada era así. Ya no era esa persona. Esto era más sólido, menos doloroso. Menos desesperado. ¿Significaba que no era amor? No, significaba que seguiría trabajando en ello. Significaba que yo no echaría a correr para suicidarme… muérdete la lengua, zorra idiota.

¿Este producto era genuino o una mera imitación? ¿O era al fin amor? Veredicto provisional: serviría hasta que llegara algo mucho mejor.

—Hildy, creo que no deberíamos vernos más.

Ese ruido que oyes, lector, es el derrumbe de todas mis racionalizaciones. El otro ruido es un cuchillo apuñalándome el corazón. Aún no hay gritos, pero no tardarás en oírlos.

—¿Por qué lo dices? —Creo que logré disimular mi angustia.

—Corrígeme si me equivoco. Tengo la sensación de que sientes algo más profundo por mí desde esa noche.

—¿Corregirte? Te amo, imbécil.

—Sólo tú lo podrías haber expresado tan bien. Me gustas, Hildy, siempre me has gustado. Incluso me gustan los puñales que me clavas por la espalda, aunque ignoro por qué. Podría llegar a amarte, pero eso me causa algunos problemas, una situación que disto de haber superado…

—Cricket, no debes preocuparte…

—Y no te hablaré de ello. No es la razón por la cual quiero terminar con esto antes que se ponga serio.

—Pues ya…

—Lo sé, y lo lamento. —Suspiró, y ambos miramos a Winston, que perseguía un conejo imaginario en las inmediaciones de la Heinlein. Sólo la parte superior de la inmensa nave estaba ahora bajo el sol. El poniente de Delambre llegaba después que en Armstrong. La luz refleja del casco aún nos permitía ver con claridad, aunque no era como el resplandor enceguecedor del día.

—Cricket…

—Creo que no tiene sentido ocultarlo. Te mentí. Mi hija quería venir, quiere conocerte, cree que mis anécdotas sobre ti son divertidas. Pero no quiero que te conozca ahora. Sé que soy sobreprotector, pero así soy yo. No quiero que tenga una infancia como la mía, y tampoco te hablaré de eso. Lo cierto es que estás pasando por una etapa rara, pues de lo contrario no vivirías en Tejas. No sé qué es, ni quiero saberlo, al menos por ahora. Pero no quiero contagiárselo a mi hija.

—¿Eso es todo? Demonios, me mudaré mañana. Tal vez deba seguir enseñando unas semanas hasta que consigan…

—No serviría de nada, porque eso no es todo.

—Qué bien, enterémonos de mis otros defectos.

—Sin bromas, Hildy. Hay algo más. Tal vez se relaciona con tu renuncia al periódico y tu renuncia a Tejas, tal vez no. Pero intuyo algo, y es muy feo. No quiero saber qué es… me interesaría, te lo juro, de no ser por mi hija. Escucharía tus problemas y trataría de ayudarte. Pero quiero que me mires a los ojos y digas que me equivoco.

Transcurrió un minuto sin que lo mirase a los ojos ni negara nada. Cricket suspiró y me apoyó la mano en el hombro.

—Sea lo que sea, no quiero involucrarme.

—Entiendo. Creo.

—No creo que entiendas, pues nunca has tenido un hijo. Pero le prometí que viviría ordenadamente hasta que ella hubiera crecido. Por esa razón me he perdido dos ascensos, y no me importa. Esto duele más, pues creo que nos habríamos llevado bien. —Me tocó la parte inferior del visor, ya que no podía tocarme la barbilla—. Tal vez aún sea posible, dentro de diez años.

—Si vivo hasta entonces.

—¿Tan malo es?

—Es posible.

—Hildy, creo…

—Lárgate, por favor. Quiero estar sola.

Asintió y se fue.

Caminé un rato sin perder de vista la burbuja de luz que era la tienda, escuchando los ladridos de Winston por la radio. ¿Por qué poner una radio en el traje de un perro? Bien, ¿por qué no?

Vaya pregunta profunda que me hacía. No podía sintonizar mi mente en nada importante.

No sirvo para describir sentimientos de dolor. Tal vez no sirva para tenerlos. ¿Me sentía vacía? Sí, pero no era tan tremendo como hubiera esperado. Ante todo, no lo había amado el tiempo suficiente para que la pérdida dejara una cavidad tan grande. Pero además no había desistido. Desistir no es tan fácil. Sabía que lo intentaría de nuevo; qué diablos, rogaría, tal vez lloraría. Se sabe que esos recursos dan resultado, y Cricket tiene un corazón oculto en algún lado, igual que yo.

Estaba deprimida, sin duda alguna. ¿Deshecha? Claro que no. Estaba a kilómetros del suicidio. Kilómetros y kilómetros.

Fue entonces cuando reparé en una pequeña jaqueca. Cualquiera creería que esos nanobots que llevamos en el cráneo tendrían que haber liquidado el dolor de cabeza. La migraña es una especie extinguida, sí, pero la medicina no ha logrado eliminar esas fastidiosas palpitaciones en la sien o la frente. Es probable que en cierto modo queramos tenerlas.

Pero esto era diferente. Noté que se centraba en los ojos, y la razón era que algo flotaba en mi visión. Periféricamente estaba viendo algo, o mejor dicho no viendo algo, y me estaba exasperando. Dejé de caminar y miré en torno. Varias veces creí descubrir algo, pero siempre se me escabullía. Tal vez fueran los fantasmas de Brenda. Yo estaba a un paso de la famosa Nave Encantada. ¿Qué otra cosa podía ser?

Winston se acercó a brincos, como si persiguiera algo. Y al fin lo vi, y sonreí porque era tan sencillo. Ese estúpido perro perseguía una mariposa. Eso era lo que había visto por el rabillo del ojo. Una mariposa.

Di media vuelta y emprendí el regreso hacia la tienda (el perro), pensando en beber un par de copas más (perseguía) o en empinar el codo hasta atontarme, ya que a fin de cuentas tenía una buena excusa una mariposa y de nuevo di media vuelta pero no encontré el insecto, lo cual era lógico porque no estábamos en Tejas, estábamos en Delambre, donde no hay aire, estúpido Winston, y estaba por desechar esa fantasía alcohólica cuando una muchacha desnuda se materializó de golpe, corrió siete pasos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, y regresó adondequiera que vayan los fantasmas, después de acercarse tanto que casi llegué a tocarla.

Soy periodista, cazo noticias. Cacé a esa muchacha, al cabo de un momento de quedarme petrificada como una estatua. No la encontré. Sólo la había visto porque los últimos rayos del sol se reflejaban arriba, pero no arrojaban más luz que una buena vela. Tampoco encontré a la mariposa.

Noté que el perro se acurrucaba contra mi pierna. Una luz roja parpadeaba en el interior de su traje, anunciando que le quedaban diez minutos de aire, y estaba entrenado para regresar cuando viera la luz. Le di una palmada en el casco, lo cual no le servía de nada, pero pareció agradecérmelo, pues se relamió la boca. Me erguí y eché otro vistazo.

Me sentí como Dorothy en El mago de Oz.

—Winston —le dije—, creo que ya no estamos en Kansas.