ESPECTÁCULOS
¿Qué sucedió con la chica a quien vimos hablando con un gólem inhumano en una celda acolchada de Leystrasse, oyendo cosas que ningún oído humano estaba destinado a oír, con un nudo en el estómago? ¿Cómo llegó esa trémula ruina, recién salida de las tempestades gemelas de otro frustrado intento de suicidio y el drástico intento de «cura» del OC, a su actual serenidad? ¿Cómo se retromorfoseó esa joven y moderna mariposa de alas desgarradas en una sencilla pero aparentemente estable oruga victoriana?
Lo hizo poco a poco.
Como yo le había insinuado a Brenda, al margen de las funciones que las juntas gobernantes atribuyeran a los disneylandias históricos, un beneficio suplementario inesperado y tácito era que funcionaban como santuarios —como grandes asilos sin cercas— para los descastados sociales y los trastornados mentales. En Tejas y otros lugares semejantes, podíamos descansar de nuestros infructuosos aullidos ante nuestras lunáticas lunas y, sin terapia explícita, retirarnos a una época más apacible. Vivir allí era una terapia en sí misma. Algunos tendrían que continuar el tratamiento para siempre; para otros sólo bastaba con una dosis ocasional. Aún no quedaba claro cuál era mi caso.
El Texian había sido un gran paso para mí, y resultó bien. Me habían convencido de convertirme en maestra, y también eso resultó bien. Aprender a tener amigos y a confiarles mis problemas, a comprender que se interesaban en mis inquietudes, mis esperanzas y temores, era un proceso lento y paulatino, pero poco a poco estaba creando mi nuevo mundo.
En comparación con mi antigua vida, era la mar de aburrido. No para mí; cada nuevo dibujo de mis alumnos era un objeto de asombro. Cada escandalete descubierto por Charity me enorgullecía como si ella fuera mi propia hija. Publicar el Texian era mucho más satisfactorio que trabajar en El Pezón, y me preguntaba cómo había aguantado allí tanto tiempo. Para alguien de fuera, la atracción era difícil de explicar. Resultaba aburrido para Brenda, y sin duda para Cricket. Quizá mis lectores estén de acuerdo con ellas. Por eso he omitido casi siete meses que sólo podrían interesar a mi terapeuta, si lo tuviera.
Con lo cual parece que estaba plenamente curada. Si era así, ¿por qué me despertaba dos o tres veces por semana en las horas vacías de la madrugada, bañada en sudor, con palpitaciones, un grito en los labios?
—¿Por qué diablos estás sentado ahí? —le pregunté—. Hace fresco. ¿Por qué no has entrado?
Él me miró como si le hubiera dicho una tontería. Supongo que lo era para cualquiera que no hubiera pasado un tiempo en Tejas. Abrí la puerta, mostrándole que no estaba cerrada con llave. Sin duda él ni siquiera lo había probado.
Encendí las lámparas de queroseno con una cerilla, prendí la pila de viruta del interior de la cocina, eché ramitas para alimentar el fuego, llené la cafetera con el grifo de bronce del alto recipiente de cerámica donde guardaba el agua, la puse a hervir. Cricket observó estas operaciones con interés, sentado a la mesa de la cocina. Había dejado el sombrero sobre la mesa, pero aún empuñaba el bastón.
Saqué granos de café del frasco, los puse en el mortero y comencé a molerlos a mano. El aroma impregnó la habitación. Cuando estuvieron bien molidos, los puse en la cafetera.
Luego llevé un plato con medio pastel de manzana, le corté una buena tajada y se lo serví con tenedor y servilleta. Sólo entonces me senté frente a él, me quité el sombrero y lo puse junto al suyo.
Miró el pastel como si no supiera para qué servía, cogió el tenedor dubitativamente y probó un bocado. Echó otro vistazo a la cabana.
—Esto es agradable. Muy hogareño.
—Rústico —sugerí—. Tosco. Pionero. Bucólico.
—Texano —resumió él. Gesticuló con el tenedor—. Buen pastel.
—Espera a saborear el café.
—Sin duda será de primera. —Gesticuló de nuevo, señalando la habitación—. Brenda dijo que necesitabas ayuda, pero nunca me imaginé esto.
—Ella no dijo eso.
—No. Ella dijo: «Hildy les sonríe a los niños y les enseña trucos con los naipes.» Supe que tenía que venir cuanto antes.
Me imagino su alarma. ¿Pero por qué Hildy no podía sonreír a los niños? Más aún, ¿por qué se había pasado tanto tiempo sin sonreír a nadie? Claro que es natural que la alusión a los naipes preocupara a Cricket. Yo nunca le había enseñado mis trucos a nadie.
Y pasemos a la primera de varias digresiones…
No puedo saltar los meses que faltan con el pretexto de que no interesarían a nadie. No interesarían a nadie, en efecto, pero ocurrieron ciertas cosas, en general negativas, que me llevaron desde el OC hasta esa conversación con Cricket, y vale la pena contar algunas para esbozar la odisea personal que viví en ese tiempo.
Consagré mis fines de semana a una Búsqueda.
Todos los sábados iba al Centro de Visitantes y abandonaba mi identidad secreta de discreta reportera para transformarme en un Diógenes que buscaba a un jugador honesto en el póquer de la vida. Hasta ahora todos hacían trampa, pero yo no cejaba. Buscad Filósofos Profesionales en los Archivos Amarillos y obtendréis una lista más larga que el brazo de Brenda. Si alguien desea imprimir la lista de Terapeutas, necesitará una carretilla para llevarse el papel. Pero eso hacía yo. De vuelta en el mundo real, pasaba los sábados probando los diversos modos que otras personas habían descubierto para pasar el día, y el día siguiente, y el siguiente.
Conocía las principales escuelas de pensamiento modernas o en boga, y pensaba que muchas eran prescindibles. No es preciso asistir a una reunión preparatoria flacsita, por ejemplo. Así que comencé con las estafas clásicas.
Aunque conozco mi cinismo, hice lo posible por ser justa con cada uno de los gurús. Pero aun con la mejor voluntad del mundo, los resultados finales no son más que una breve serie de paréntesis cómicos. Así pasaba los sábados.
Los domingos iba a la iglesia.
No es apropiado comenzar la cena con el postre, pero en Tejas se debe servir comida a los huéspedes en cuanto trasponen el umbral. El pastel era lo mejor que tenía a mano. Pero pronto le ofrecí guisado de carne y pan de maíz. Cricket comió, sin dar importancia al sudor que el chile le hacía brotar en la frente.
—Pensé que llegarías a caballo —dijo—. Esperaba oír el ruido de los cascos. Me sorprendiste al llegar a pie.
—¿Sabes cuánto trabajo representa un caballo?
—No tengo ni idea.
—Mucho, te lo aseguro. Voy en bicicleta. Tengo la mejor Dursley Pedersen de Tejas, con llantas neumáticas.
—¿Y dónde está? —Se sirvió otro vaso de agua, como es de rigor cuando alguien prueba mi guisado.
—Tuvo un pequeño accidente. ¿Esperaste mucho tiempo?
—Una hora. Eché un vistazo a la escuela pero no había nadie.
—Sólo voy allí por la mañana. Tengo otro empleo. —Le di un ejemplar del Texian del día siguiente. Cricket miró el colofón, me miró a mí, lo hojeó en silencio.
—¿Cómo está tu hija? Lisa, ¿verdad?
—Está bien, pero ahora quieren que la llamen Vigor. No me preguntes por qué.
—Son etapas. Con mis alumnos pasa lo mismo. A mí también me pasaba.
—Y a mí.
—La última vez me contaste que su obsesión era tener un padre. ¿Sigue así?
Señaló su nuevo cuerpo y se encogió de hombros.
—¿Tú qué crees?
Mis investigaciones dieron con un nombre que parecía el lugar indicado para empezar. Este sujeto era el único practicante viviente de su arte, la ƒiƒa imagen de Zigmund Frreud, unt haƒlaƒa con un accento que sonafa parrecido a essto. La psicoterapia freudiana no está precisamente desmitificada y muchas escuelas se basan en ella, excluyendo simplemente algunas premisas que parecían más relacionadas con problemas personales de Freud que con una condición humana universal.
¿Cómo abordaría un freudiano ortodoxo las realidades de la sociedad lunar? Ésa era mi pregunta, y he aquí la respuesta:
Zegizmundo me hizo acostar en su exquisito diván, en un consultorio que habría humillado a Walter. Me preguntó cuál era el problema, y hablé diez minutos mientras él tomaba notas a mis espaldas.
—Muy interresante —dijo al fin.
Me preguntó por mi relación con mi madre, y eso sirvió para otra media hora de charla de mi parte.
—Muy interresante —dijo él al cabo de una pausa más larga. Yo oía los chasquidos de su pluma en su libreta.
—¿Y qué piensa, doctor? —le pregunté, haciendo girar el cuello con esfuerzo—. ¿Me queda alguna esperanza?
—Yo crreo —dijo, y a parrtirr de ahorra omitirremos el accento— que usted presenta un caso apropiado para la terapia.
—¿Y cuál es mi problema?
—Es demasiado pronto para decirlo. Me llama la atención ese episodio que sucedió cuando usted tenía catorce años. Su madre llevó a casa un nuevo amante que a usted no le agradaba.
—En ese momento nada me agradaba en ella. Además ese tío era un canalla. Nos robaba cosas.
—¿Alguna vez sueña con él? Tal vez el robo que a usted le preocupa era simbólico.
—Es posible. Recuerdo que robó la mejor vajilla de simbólica porcelana de Callie, y mi simbólica guitarra.
—La hostilidad que usted canaliza hacia mí, una figura paterna, podría ser una transferencia de la furia hacia su padre ausente.
—¿Mi qué?
—El nuevo amante… sí, es posible que usted encubriera cierto resentimiento hacia él, que poseía un pene.
—En ese momento yo era varón.
—Aún más interesante. Y ya que usted ha llegado al extremo de hacerse castrar… sí; sí, hay muchas cosas dignas de explorar.
—¿Cuánto cree que llevará?
—Yo creo que haremos excelentes progresos en unos… tres a cinco años.
—Pues no —dije—. No creo que yo tenga la menor esperanza de curarlo a usted en tan poco tiempo. Hasta pronto, doctor, ha sido sensacional.
—Todavía le quedan diez minutos. Cobro por hora.
—Si fuera más sensato, cobraría por mes. Y por adelantado.
—Desde luego, no fue ése el único motivo por el cual me sometí al Cambio —me explicó Cricket—. Hacía tiempo que pensaba en ello, y pensé que valdría la pena probar.
Yo limpiaba la mesa mientras él bebía una copa de vino, Imbrium '22, una buena cosecha, guardada en una botella cuya etiqueta decía «tinto Whiz-Bang» y pasada de contrabando ante los inspectores de anacronismos. Era una práctica común en Tejas, donde todos convenían en que la autenticidad tenía sus límites.
—¿Quieres decir que es tu primera vez…?
—Soy más joven que tú. Siempre lo olvidas.
—Tienes razón. ¿Y cómo ha resultado? ¿Te molesta si limpio?
—En absoluto. Me está gustando. Con un poco de práctica, tal vez hasta lo haga bien. Pero todavía me siento raro. Me gustaría conocer al fulano que inventó los testículos. Vaya bromista.
—Tienen un diseño precario, ¿verdad? —Me desabroché la falda, la plegué, me senté a la mesa con el espejo que usaba para vestirme, maquillarme y asearme, y cogí mi gancho para botones—. ¿Aún debo llamarte Cricket? No es un nombre muy masculino.
Cricket observaba con comprensible asombro mis esfuerzos para desabotonarme los zapatos, un procedimiento insólito para alguien que se ha criado entre pies descalzos y calzado sin cordones. Al menos pensé que eso observaba. Luego sospeché que miraba mis panta-letas. No son nada especial: algodonosas, abolsadas, con elástico en la pantorrilla. Pero tienen cintas bonitas y moños rosados. Esto planteaba una posibilidad interesante.
—No me lo he cambiado —dijo Cricket—. Pero Lisa, o mejor dicho Vigor, quiere que me lo cambie.
—¿De veras?
Me desabotoné la blusa y la puse sobre la falda. Me quité los pantalones y la emprendí con los botones de la combinación, otra prenda de algodón felizmente olvidada.
—De veras. Estoy pensando en Jim, tal vez Jimmy. De cualquier modo, ¿qué tiene de malo Cricket para un hombre?
—Nada. Seguiré llamándote Cricket. —Me quité la combinación y la arrojé a un lado.
—¡Cielos, Hildy! —estalló Cricket—. ¿Cuánto tardas en quitarte todas esas cosas?
—No tanto como en ponérmelas. Nunca estoy segura de haber seguido el orden correcto.
—Eso es un corsé, ¿verdad?
—Has acertado. —Mejor dicho, casi había acertado. Habíamos llegado a las mejores prendas, y no había más algodón. La cosa que él miraba se podía comprar (se había comprado) en una tienda especial de Leys-trasse que atendía a personas con un gusto que antes era común, y ahora raro, y no debía confundirse con esos chismes de acero, hueso de ballena, almidón y lona con que se torturaban las mujeres victorianas. Tenía elástico, y allí terminaba toda la semejanza. Era rosado y tenía volantes en los bordes y encaje negro en la espalda. Me quité el alfiler que me sujetaba el cabello, sacudí la cabeza para soltarlo—. En realidad podrías ayudarme. ¿Puedes aflojar estos cordones?
Pronto sentí sus manos tratando de desatar los nudos.
—¿ Cómo te las arreglas por la mañana ? —preguntó.
—Me ayuda una criada. —Pero no era así. Bastaba con pasar el dedo por las costuras de presión del frente. ¿Y por qué pedir ayuda si quitármelo resultaba tan fácil? Creo que todos habéis entendido mi intención, ¿verdad?
—Esto es patológico —resopló, sentándose mientras yo me quitaba esa prenda y la sumaba a la pila—. ¿Cómo te has metido en estas tonterías?
Una prenda por vez, pensé, pero no se lo dije. A la Junta no le importaba la ropa interior mientras la indumentaria externa pareciera auténtica. Pero yo me había interesado en la pregunta que todas las mujeres se hacían cuando veían las cosas que usaban sus abuelas: ¿cómo diablos lo hacían?
No tengo una respuesta mágica. Nunca me molestó el calor. Me crié en la Era Jurásica. Tejas era templada en comparación con un criadero de brontosaurios. Una vez me probé un corsé verdadero y me resultó excesivo, pero no era tan difícil acostumbrarse a las otras prendas.
Así que el cómo era fácil. En cuanto al porqué… No sé. Me gustaba ponerme toda esa ropa por la mañana. Era como transformarse en otra persona, lo cual no era mala idea, ya que últimamente mi personalidad se dedicaba a hacer tonterías.
—Es más fácil escribir para mi periódico si tengo la ropa adecuada —dije al fin.
—Sí, ¿pero qué hay de esto? —dijo, blandiendo acusatoriamente el ejemplar del Texian. Pasó los dedos por las columnas—. Un «informe agrícola» donde tengo el gusto de enterarme de que la yegua parda de Watkins tuvo cría el martes pasado, y que tanto la madre como la hija se encuentran bien. Imagínate mi alivio. O esta nota donde me cuentas que los maizales de Lonesome Dove tendrán problemas si no llueve la semana próxima. ¿Se te olvidó que aquí el clima está programado?
—No leo los anuncios. Eso sería hacer trampa.
—¿Hacer trampa? ¿De qué hablas? Lo único de todo esto que me recuerda a ti es la columna del monstruo de Gila. Al menos se pone insidiosa.
—Me cansé de ser insidiosa.
—Estás peor de lo que pensaba. —Palmeó el periódico, frunciendo el entrecejo como si le diera asco—. «Noticias de la iglesia.» ¿Noticias de la iglesia, Hildy?
—Voy a la iglesia todos los domingos.
Tal vez pensaba que me refería a la iglesia bautista del final de Congress Street. Iba allí de vez en cuando, habitualmente por las tardes. Lo único que tenía de bautista era el letrero del frente. En realidad ese templo no pertenecía a ninguna secta ni confesión, no era religioso. No se decían sermones, pero los cánticos eran divertidos.
Los domingos por la mañana iba a auténticas iglesias. Todavía es el día de reposo más popular, a pesar de los judíos y musulmanes, aunque también probé suerte con ellos.
Probé suerte con todos. Cuando era posible conversaba con los sacerdotes además de asistir a la ceremonia, buscando explicaciones teológicas. La mayoría se alegraban de charlar conmigo. Entrevisté a predicadores, presbíteros, vicarios, mullahs, rabíes, lamas, cardenales, hierofantes, pontífices y matriarcas, los pilotos de todas las fuerzas aéreas celestiales que pudiera localizar. Si no tenían un cabecilla o maestro formal, hablaba con los laicos, los hermanos, los monjes. Si tres personas se juntaban para cantar hosanas y frotarse el cuerpo con lodo azul por la gloria de cualquier cosa, yo los acuciaba, los arrinconaba, les sacudía las solapas hasta que me explicaban su idea de la verdad. ¡No me cuentes tus dudas, por amor de Dios, dime algo en lo que creas! ¡Gloria!
Las encuestas dicen que el sesenta por ciento de los lunarianos son ateos, agnósticos o demasiado estúpidos o perezosos para haber tenido jamás el menor pensamiento epistemológico. Yo no había llegado a esa conclusión. Empezaba a creer que era la única persona de Luna que no tenía una compleja teología, dotada de su lógica interna, siempre (al menos hasta ahora) basada en un par de premisas indemostrables. Habitual-mente había un libro, escrituras, leyendas o mitos que uno podía aceptar por entero, obviando la necesidad de elaborarlos por cuenta propia. Si eso fallaba, siempre quedaba el camino de una Nueva Revelación, y habíamos tenido un montón de ellas, tanto derivadas de religiones tradicionales como surgidas espontáneamente de la cabeza de algún sujeto de ojos desencajados que había Visto La Verdad.
Para mí el inconveniente, el hilo común que las unía, la palabra mágica que transformaba una historia interesante en la Voluntad de Dios, era la Fe. Que nadie piense que hablo con desdén. Traté de ver las cosas sin prejuicios. Estaba dispuesta a ser fulminada por el rayo. Pensaba que un día miraría hacia arriba y exclamaría ¡Sí! Pero ante todo pensaba, y pronto mis pensamientos me llevaban hacia la puerta de salida.
Del cuarenta por ciento que alega pertenecer a una religión organizada, el grupo más numeroso es sin duda FLACS. Después de eso, hay credos cristianos o derivados del cristianismo, desde católicos romanos hasta grupos que abarcan sólo un puñado de personas, y apreciables minorías de judíos, budistas, hinduistas, mormones y musulmanes, sufíes y rosacruces, y todas las sectas y derivaciones de cada uno. Había cientos de grupos delirantes, tales como la Colonia Barbie de Gaga-rin, donde todos se han alterado para ser exactamente iguales. Había gente que adoraba a los Invasores como dioses, una propuesta que yo no estaba preparada para negar, ¿pero en ese caso qué? Hasta ahora sólo habían demostrado indiferencia hacia nosotros, ¿y de qué servía un dios indiferente ? ¿ En qué diferiría un universo creado por semejante dios de un universo sin dios, o en el cual Dios hubiera muerto? Algunos creían que había existido un dios pero que había creado algo que no había conducido a nada. Y un grupo se separó de ese grupo alegando que Dios no estaba muerto sino en una unidad celestial de cuidados intensivos.
Otros adoraban al OC como un dios. Hasta ahora me había mantenido apartada de ellos.
Pero tenía el propósito de visitar a todos los demás, si vivía tanto tiempo. Hasta ahora había deambulado entre diversas sectas cristianas, dedicando un domingo de cada cuatro a aquello que figuraba en los listados como Religión, Miscel. Algunas eran más Miscel de lo soportable.
Asistí a una misa negra de brujas, donde nos quitamos la ropa, sacrificaron una cabra y nos embadurnaron con sangre, lo cual fue aún menos gracioso de lo que parece. Me senté en los asientos baratos del templo Levana Israel y escuché a un tío que leía en hebreo, con traducción simultánea a cambio de un pequeño óbolo. Bebí vino y engullí unas insípidas galletas que, según me informaron, eran el cuerpo y la sangre de Cristo, y supuse que me lo había comido hasta la rodilla izquierda. Sabía cantar todas las estrofas de canciones religiosas como Amazing Grace y Onward, Cbristian Soldiers. De noche leía textos sagrados, y en algún momento me suscribí a La, Atalaya, todavía no sé cómo. Aprendí las glorias de la glosolalia, hablando en jerigonza con todos ellos, sin traducción simultánea a ningún precio, y me sentía como una tonta de capirote.
Estas son sólo algunas de mis peripecias; la lista era larga.
Se podrían sintetizar con la visita que hice a una congregación donde, en medio de las festividades, me dieron una serpiente de cascabel. Sin tener idea de lo que debía hacer con la criatura, le cogí la cabeza y le extraje el veneno. No, no, no, clamaron todos. Tienes que agarrarla. ¿Para qué?, repliqué. Estas criaturas son peligrosas. Dios te protegerá, fue la respuesta.
Por cierto, pero no me parecía mal ayudarle a protegerme. Sabía algo sobre serpientes de cascabel y nunca había visto ninguna que fuera obediente. Y ahí estaba mi problema. Siempre arrancaba los colmillos a la serpiente de la fe sin darle la oportunidad de envenenarme.
Tal vez esto fuera bueno, pero mi Búsqueda aún no llegaba a ninguna parte.
Poco antes de morir, Sourdough me había regalado un hermoso juego de loza, con jarrón y bacía. Llené la bacía, añadí agua de rosas, una pizca de aceite de Persia y un chorro de colonia y me humedecí la cara con un paño.
—Aquí todo es una lucha, ¿verdad? —dijo Cricket—. Me pregunto de dónde vino el agua.
—Todo es una lucha en todas partes, muchacho —repliqué, bajándome la blusa para enjuagarme los pechos y las axilas—. Es sólo que diferentes personas han luchado por cosas diferentes en diferentes épocas.
—Yo sólo sé que el agua viene de un grifo.
—No finjas ignorancia conmigo. El agua viene de los anillos de Saturno, y gira en órbitas lentas en grandes trozos de hielo sucio hasta que la bajamos aquí para derretirla. O viene del aire que reprocesamos, o de las cloacas que filtramos, y luego llega a tu casa en una tubería, y sólo entonces sale de un grifo. En mi caso, la tubería es reemplazada por un hombre que viene una vez por semana a llenar mis barriles.
—Yo sólo debo abrir el grifo.
Señalé el tanque que estaba apoyado en el fregadero.
—Yo también —dije. Me sequé y me froté la piel con crema— . Sé que te mueres por preguntar, así que te lo diré. Me baño cada tres o cuatro días en el hotel del pueblo. Por completo, con jabón. Y si lo que has visto te horroriza, espera a que necesites orinar.
—Estás en esto de veras. Eso es lo que no logro entender.
—¿Por qué esta repentina preocupación por mi es tándar de vida?
Esa pregunta lo incomodó, así que callamos un rato, hasta que terminé de pasarme la crema. No veía bien su expresión en la penumbra, mirándolo por el espejo.
—Si ibas a decirme que los que viven aquí son perdedores, olvídalo, porque ya me lo han dicho. Y no lo niego. —Abrí una caja ovalada y laqueada, extraje una borla y me empolvé hasta quedar en el centro de una fragante nube de «Medianoche en París».
—Por eso este lugar no es para ti. Hildy, aún tienes mundos por conquistar. No puedes enterrarte aquí, jugando a la periodista. Allá fuera hay un mundo real.
Aquí también, pude responderle, pero me callé. Me volví hacia él, me sujeté los breteles de la blusa sobre los hombros. En realidad se parecía más a una camisola de seda amarilla, suelta en la cintura. Además tenía puestas mis mejores medias de seda, sostenidas con ligas, y tal vez algún que otro adorno o chuchería. Cricket cruzó las piernas.
—Una vez me acusaste de no saber tratar con la gente. Tenías razón. Hace años que te conozco, y no sabía que tenías una hija, ignoraba muchas cosas sobre ti. Cricket, hay cosas que ignoras sobre mí. No pienso abrumarte con mis problemas pero, créeme, si no hubiera venido aquí, estaría muerta.
Titubeó, con aire de preocupación. Iba a decir algo, pero cambió de parecer. Ahora tenía los brazos cruzados, y con una mano se acariciaba tímidamente el bigote.
Busqué mi frasquito de pachuli, me puse un poco detrás de las orejas, entre los senos, entre los muslos. Me levanté y caminé hacia la cama —pasando muy cerca de él—, bajé el cobertor, palpé las almohadas, me recliné apoyando un pie en el suelo, el otro en la cama. La muchacha de la pintura del Álamo está en la misma pose, aunque ella es más regordeta.
—Cricket, hace tiempo que no estoy en la gran ciudad. Tal vez he olvidado cómo son las cosas allá. Pero en Tejas se considera descortés hacer esperar a una dama.
Se levantó, tropezó mientras trataba de quitarse los zapatos, al fin desistió y se arrojó en mis brazos.
Kitten Parker, la manifestación masculina, desnudo, supino, cruciforme. Yo, la manifestación femenina, también desnuda, y en la posición del loto: los hombros hacia atrás, las piernas arqueadas con las plantas de los pies contra los muslos, las manos flojas y la palma sobre las piernas. Mis rodillas sobresalían a los costados y mi cuerpo apenas tocaba el suyo. Estaba empalada, como dicen los escritores porno.
Esos escritores, sin embargo, no se habrían interesado en esta escena. Hacía cinco horas que estábamos inmóviles en esa posición.
Se llamaba terapia sexual y Kitten Parker era su principal adherente. Él la había inventado, o al menos la había refinado a partir de versiones anteriores. Era una especie de ejercicio de yoga, al cual me había inducido para encontrar mi «centro espiritual». Hasta ahora yo creía localizarlo a cinco centímetros de la punta de su glande, hacia la cerviz.
Esto me resultaba frustrante. Hacía cinco horas que me resultaba frustrante. Yo debía encontrar mi centro porque era el yin, y porque yo era la novicia. Su centro no tenía relevancia para el ejercicio, él sabía dónde estaba su centro aunque todavía no me lo había dicho, tal vez eso fuera la lección número dos. Su aportación consistía en poner el ímpetu de su esclarecimiento, también conocido como su yang, o glande, en contacto con mi centro espiritual, o más bien yo debía bajar el centro, pues una penetración más profunda quedaba totalmente excluida. Quizá lo que yo sentía no fuera mi centro, quizá fuera sólo un suburbio de la vagina, pero me había llevado dos horas concebir la idea de que quizá, tal vez, posiblemente, estuviera ahí, en ese lugarcito escondido que ansiaba un masaje, y no estaba dispuesta a buscarlo de nuevo.
Pensé en ese posible centro, traté de moverlo con la voluntad. Se quedó donde estaba. Empecé a preguntarme si su yang estaría tan irritado como se estaba poniendo mi yin. Y si todo este ejercicio terminaría por ser tedioso.
El único centro que me importaba es el que toda mujer sabe encontrar sin el mapa caminero de Kitten Parker: el centro de la respuesta sexual, en plena hendidura entre los labios de la vulva, una muchachita en un bote, y esa muchachita había estado sentada allí, calma, las manos sobre los remos, reventándose el obsesionado corazón a fuerza de remar, hinchada y excitada, ansiosa de seguir, durante más de cinco horas y la muy golfa estaba enfurruñada y resentida por falta de atención, y había estado… sí… y no le gustaba para nada, y estaba a punto de… ¡¡¡GRITAR!!!
CORTE A INTERIOR - CONSULTORIO DE PRIMARISTA
Heléchos, cuero, pinturas violentas en las paredes. La primarista enfrenta a su paciente, Hildy, quien tiene la cara roja, los ojos acuosos y un empacho de terapias.
HILDY
¡¡AAAAAAAAAAAAHHHHHHH-HHHHHHHÜ
PRIMARISTA
Eso está mejor, mucho mejor. Estamos comenzando a atravesar los niveles de rabia. Ahora debes llegar aún más hondo.
HILDY
¡¡EEEEEEEEEEEHHHHHHHH-HHHHHHHHÜ
PRIMARISTA
No, no, de nuevo con berrinches infantiles. ¡Más hondo, más hondo! ¡Desde el alma!
HILDY
¡¡OOOOOOOOOHHHHHHHHHHH-HHHHHÜ
PRIMARISTA
(abofetea a HILDY) Con más ganas. ¿Eso es un grito? Oooohhh. Parece un mugido. ¡De nuevo!
HILDY
¡UAAAH! ¡UAAAH! ¡UAAAH! ¡UAAAH!
PRIMARISTA
¡Chillas como si hubieras perdido la voz! ¡Estás desistiendo! ¡No te dejaré desistir! Puedo hacerte enfrentar la fuente primaria.
(la abofetea de nuevo)
Ahora, una vez más, con…
Hildy patea a la primarista en el vientre, le da un rodillazo en la cara. La primarista vuela por la habitación y aterriza entre los heléchos.
CORTE A
PRIMER PLANO - PRIMARISTA Sangrando por la nariz y la boca y sin aliento.
PRIMARISTA
¡Eso está mucho mejor! Ahora estamos llegando a alguna parte. ¡Oye! ¿Dónde…?
SONIDO de pasos fuera de cámara. SONIDO de una puerta que se abre. PRIMARISTA luce preocupada.
HILDY
(agitada, alejándose) AAAaaaaaaaaah…
SONIDO de portazo
FUNDIDO
Me desmayé mientras Kitten me iluminaba.
Sólo me desvanecí unos segundos, durante los cuales reviví un episodio particularmente infructuoso de mi búsqueda, una especie de historieta dentro de una historieta. Ojalá esa adoradora de los gritos primarios hubiera tenido cojones. Mi patada le habría acertado en pleno centro espiritual.
—Fue el orgasmo más demoledor de mi vida —le dije a Kitten mientras él me ayudaba a levantarme—. Cielos, Kitten, has dado con algo. ¿Y ésta fue sólo la primera lección? Hombre, apúntame. Quiero pasar a las clases avanzadas. Nunca habría soñado que era posible correrse así. ¡Un terremoto!
Durante un rato seguí hablando con la misma voz extasiada de aquel momento de mi juventud en que descubrí para qué servía ese chirimbolo, hasta que una señal del mundo exterior horadó ese aura dorada de satisfacción. Kitten fruncía el entrecejo.
—No debiste hacer eso —dijo—. Se busca la iluminación, no el mero placer físico.
—Adiós —dije.
Por lo menos a Cricket no le molestaba que yo buscara el mero placer físico. Y un orgasmo no nos llevó cinco horas. El primero de muchos llegó a los cinco minutos, mientras él todavía estaba vestido, con los pantalones por las rodillas. Después nos aplacamos un poco y seguimos hasta la mitad de la noche.
Eran mis primeras relaciones sexuales desde Kitten Parker. Ni siquiera había pensado en ello en ese tiempo.
No me desmayé durante los orgasmos, pero fue especial en otro sentido. Cuando al fin terminamos, yo aún usaba casi todo lo que tenía encima cuando me iba a acostar, y por un motivo: a Cricket le gustaba.
Muchas de nuestras palabras datan de una época en que, según todas las fuentes, la sexualidad estaba aún más desquiciada que hoy, aunque parezca increíble. ¿Llamarlo perversión? Me parece excesivamente moralista, pero claro que antaño la masturbación se llamaba onanismo, y ni siquiera me simpatiza la palabra masturbación. ¿Fetiche, fijación? ¿«Preferencia sexual»? He ahí una expresión neutra, o mejor dicho inane. Llámese como se llame, a todos nos gustan cosas diferentes. Al duque de Bosnia le gusta el dolor, preferiblemente con los dientes. A Fox le gustaba rasgar ropa; a Cricket le gustaba que me quedara con la ropa puesta. Le gustaban las «cosillas» de seda, satén y encaje, y le gustaba mirarme mientras yo me quitaba algunas.
Fue especial porque él no sabía que le gustaba eso. No sabía mucho de nada. Aún era un novato en el oficio de ser hombre. Ayudarle a descubrirse me excitaba, pues no era una emoción frecuente en esta vida. Sólo recordaba otros tres momentos y el último había sido setenta años atrás. Cuando se llega a los cincuenta, es difícil descubrir una nueva preferencia propia o ajena.
—Empezaba a creer que sólo me sentía cómodo con un sexo —dijo cuando terminamos.
Yo tenía la cabeza metida bajo su brazo, y esa mano me acariciaba la curva de la cadera. Él estaba recostado en mis mejores almohadas de cuero, con una taza de té caliente sobre el vientre. Yo me había levantado para preparar el té. Él me había mirado todo el tiempo. Ahora bebía con pequeños sorbos mientras suspiraba de asombro, y yo lo adiestré para que me convidara cuando le pasaba la uña por el vello del vientre.
—Algo prendió —repitió Criket una vez más—. Algo prendió.
—Ajá.
—Prendió. Te dije que había estado antes con mujeres. Era agradable, lo pasaba muy bien. Tenía orgasmos. Me gustaba estar con mujeres, tanto como estar con hombres. ¿Entiendes?
—Ajá.
—Pero no he tenido mucha suerte con las mujeres desde que Cambié. No parecía muy especial. Tampoco con los tíos, por otra parte, no como cuando era mujer. Estaba pensando en Cambiar de nuevo. No me causaba mucho placer. —Se tocó su nuevo juguete con el pulgar—. ¿Entiendes?
—Ajá —dije, y le apoyé la mejilla en el pecho. Mi única queja, en todo caso, era que hubiera escogido su juguete masculino en el catálogo de lo monumental. No sé por qué, muchos lo hacen en su primer Cambio. Acaban de ser mujeres y saben que más no es mejor, que un tamaño encaja en todo, pero lo había visto suceder muchas veces. Se activa un pequeño relé, y cuando llega el momento de elegir el instrumental, muchos optan por el tamaño gigante. La mente humana es muy tortuosa, especialmente en cuestiones sexuales.
—Pero algo prendió. Por primera vez he mirado un cuerpo femenino y no he pensado sólo que era bonita o que me gustaría acostarme con ella. Algo prendió, y te he deseado. Necesitaba tenerte. —Sacudió la cabeza—. Vaya uno a entenderlo.
En efecto, pensé, pero dije «ajá». Yo estaba pensando que luego tendría una conversación íntima con él, o tal vez haría que alguien le hiciera una sugerencia con respecto al metraje excesivo. Era una queja menor, por cierto, pero también era cierto que la próxima vez sería aún mejor con equipo más normal.
Ya estaba pensando en la próxima vez.
Basta de desvíos, basta de digresiones sobre la Búsqueda de Hildy.
Ninguna experiencia resultó más esclarecedora que las pocas que he contado. A pesar de ello, planeaba continuar con mi marcha por los vecindarios más sórdidos de la religión, la filosofía y la terapia. ¿Por qué? Bien, tal vez la respuesta se encontrara allí. Haber recibido mil barajas pésimas no significa que la próxima no nos toque escalera real. Y no veía motivos para que la «respuesta», si existía, no estuviera en manos de los chiflados en vez de los vendedores respetables. Qué diablos, yo sabía algo sobre las religiones y filosofías establecidas, había oído sobre ellas durante cien años y no me habían dado nada. Por eso acudía a los buhoneros y no a los flacs.
Había otra razón. Aunque me arreglaba bien durante la semana, pues el Texian y la escuela me mantenían ocupada, los fines de semana aún eran bastante inestables. Si di la impresión de que mi búsqueda estaba en manos de una recia, cínica y aplomada mujer de mundo, di una impresión errónea. Imaginad en cambio a una desaliñada exploradora de ojos desorbitados que salta ante cada ruido, siempre alerta a impulsos de autodestrucción que ni siquiera sabe si podrá reconocer. Imaginad a una mujer que había visto una bala volando hacia ella, había sentido el apretón de la soga en el cuello, había visto la sangre cubriendo el suelo del cuarto de baño. Hablamos de desesperación, amigos, y la desesperación se mudaba a mi casa y se despatarraba en el sofá todos los viernes por la noche para hacerme cantar su sonsonete.
¿Acaso la búsqueda misma me estaba poniendo nerviosa? Pensé en ello, me quedé en casa un fin de semana. No dormí, sólo canté ese sonsonete.
La buena noticia era que mi lista de lugares y personas ya me alcanzaba para cinco años, y sumaba nuevos descubrimientos a medida que tachaba otros. Mientras quedara algún chiflado con quien hablar, un verso más deAmazing Grace para cantar en otro tabernáculo derruido, podría resistir.
Tal vez Dios cuidara de mí, a pesar de todo. El principal peligro parecía ser que me matara de aburrimiento antes de terminar.
Agotada nuestra pasión, cuando Cricket me contó por enésima vez que algo había prendido, nos quedamos acostados y abrazados un largo rato, sin tener mucho sueño. Él estaba demasiado entusiasmado con el nuevo mundo que acababa de descubrir, mientras que yo pensaba cosas que no había pensado en mucho tiempo.
Me puso la mano en la mejilla y lo miré.
—Este lugar te gusta en serio, ¿verdad?
Me acurruqué contra su pecho.
—Este lugar me gusta mucho.
—No, me refería…
—Sé a qué te referías. —Le besé el cuello, me erguí y lo enfrenté—. Aquí tengo una casa, Cricket, estoy haciendo cosas que me gustan. Estas personas pueden ser perdedoras, pero me gustan, y me gustan sus hijos. Yo les gusto. Hablan de nombrarme alcalde de Nueva Austin.
—Bromeas.
Me eché a reír.
—No aceptaría jamás. No quiero meterme en política. Pero me conmueve que hayan pensado en mí.
—Bien, debo admitir que el lugar concuerda contigo. —Me palmeó el vientre—. Parece que estás aumentando de peso.
—Demasiados fríjoles, comida china y pastel de manzana. —Y demasiado Kitten Parker. El muy bastardo, decirme que no debíamos obtener ningún placer de ello.
—Creo que has logrado sorprenderme. Pensé que estarías en problemas. Todavía sospecho que lo estás, pero no como pensaba. —No sabes ni la mitad, muñeco, pensé—. Este lugar concuerda contigo —repitió—. No recuerdo haberte visto nunca tan feliz, tan… radiante.
—¿Cuándo hiciste el Cambio?
—Hace un mes.
—Entonces está hablando tu polla, idiota. Las cosas aún tienen un color especial para ti. Se llama lujuria.
—Podría ser. Sólo en parte. —Se miró la uña—. Eh… oye, no había planeado quedarme toda la noche…
—Puedes ir a casa si quieres. —Maldito cochino.
—No, me preguntaba si podía quedarme. Pero tengo que llamar a la niñera. Ya se ha hecho tarde.
—¿Tienes una niñera humana?
—Sólo lo mejor para Vigor.
Lo besé y me levanté mientras él hacía la llamada. Me quité el resto de la ropa mientras él murmuraba en la penumbra. Salí al porche.
Últimamente no dormía mucho. Aunque las noches eran frías, a menudo caminaba a solas en el claro de luna. Cricket se equivocaba si pensaba que yo era feliz —a lo sumo era más feliz allí que en otra parte— y lo más parecido a la felicidad eran esos paseos nocturnos. A veces salía durante horas, y llegaba temblando y me acurrucaba bajo las mantas. En esa tibieza habitual-mente podía dormirme.
Esa noche no me iría por mucho tiempo. Noté que había suficiente luz de luna para que Cricket lograra llegar al retrete, entré.
Cricket ya estaba dormido.
Apagué las lámparas, encendí una vela y la llevé a la cama. Me senté delicadamente, para no despertarlo, y a la luz de la vela miré largo rato su rostro en reposo.