MODAS
Los dos dálmatas que estaban en el cuartel de bomberos, Francine y Kerry, permanecían sentados junto al letrero que decía:
LÍMITES DE NUEVA AUSTIN SI USTED VIVE AQUÍ, AHORA ESTÁ EN SU HOGAR
Miraban hacia el sol naciente con esa concentración absoluta que sólo parece posible en los perros. Erguían las orejas y se relamían los labios, y pronto incluso los oídos humanos pudieron detectar el alegre cascabeleo de una campanilla de bicicleta.
La nueva maestra bajaba por la colina. Los dálmatas ladraron alegremente y echaron a correr mientras ella entraba en el pueblo por el camino polvoriento.
Aferraba el manillar con las manos enguantadas, irguiendo el cuerpo, recta como un barranco pero mucho más bonita.
Usaba una almidonada blusa blanca con un recatado pañuelo de encaje en el cuello y una negra falda de velarte, protegida de los engranajes de la bicicleta mediante un dispositivo de su propia invención. Calzaba zapatos abotonados de tela y charol con tacones de dos pulgadas, y en la cabeza llevaba un sombrero de paja con una cinta rosada y plumas de avestruz que ondeaban al viento. Llevaba el cabello recogido en un rodete. Usaba un poco de rubor en las mejillas.
La maestra se internó en Congress Street, evitando los baches más profundos. Pasó frente a la herrería, el cobertizo de carruajes y el nuevo cuartel de bomberos, donde relucía la flamante autobomba con sus adornos de bronce, los arreos en el suelo de tierra como de costumbre, salvo cuando los Voluntarios de Nueva Austin la sacaban para una práctica. Cruzó la bocacalle de Oíd Spanish Trail, donde el Álamo Saloon aún permanecía cerrado. Las puertas del hotel Travis estaban abiertas, y el ordenanza estaba barriendo. Hizo una pausa para saludar, y la maestra devolvió el saludo. Uno de los perros se acercó al ordenanza para que le rascara la cabeza y luego continuó su carrera.
Habían desmantelado el viejo establo y ahora lo reemplazaban por un nuevo almacén, cuyo fresco y resinoso maderamen de pino olía a viruta en el sol de la mañana.
La maestra dejó atrás los comercios bordeados por aceras de madera, palenques y bebederos, pasó ante la iglesia bautista y llegó a la pequeña escuela, recién pintada de rojo brillante. Se apeó de la bicicleta y la apoyó contra el edificio. Sacó un fajo de libros del cesto y entró por la puerta, que no estaba cerrada con llave. Pronto salió y ató dos banderas al mástil: la enseña de la República de Tejas y las Barras y Estrellas. Las izó hasta el tope y se quedó mirando un instante, protegiéndose los ojos y escuchando el melodioso tintineo de las cadenas contra el mástil de hierro, el chasquido del viento contra las banderas.
Regresó al interior y tiró del cordel de la campana.
En el campanario varios murciélagos batieron las alas, irritados por esa molestia después de una larga noche de cacería. El tañido de la campana de la escuela vibró sobre el pueblo somnoliento, y pronto aparecieron los niños, dispuestos a iniciar un nuevo día de educación.
¿Has adivinado, lector, que la maestra era yo?
Pues así era, créase o no.
¿A quién quería engañar? No había modo de creerme que podía enseñar muchas cosas a los niños de Tejas Oeste. No era quien para modelar mentes jóvenes. Hay que capacitarse durante años para eso.
Pero claro, como a menudo sucedía en un disneylandia histórico, las cosas no eran lo que aparentaban.
Tenía a los niños cuatro horas por día, de ocho a doce. Después del almuerzo, todos iban a otra sala, cerca del Centro de Visitantes, donde recibían su verdadera educación, la que se exigía en la República de Luna.
Después de quince años de esto, el cuarenta por ciento de ellos aprendería a leer. Qué tal.
Yo era sólo un adorno para turistas. Fue el argumento que el alcalde Dillon y el ayuntamiento utilizaron para convencerme de que aceptara el puesto. Eso, y la seguridad de que a los padres no les importaba lo que estudiáramos durante las clases matinales, pero que los téjanos en general tenían mayor interés que el mundo externo en que sus hijos aprendieran a leer, escribir y hacer cuentas. El pintoresquismo de esta idea me fascinaba.
A decir verdad, en el primer mes pensé a menudo que esos granujas me volverían loca, pero después me entusiasmé.
Durante años había clamado a los cuatro vientos que el mundo se iba al demonio por culpa del analfabetismo. A fin de cuentas era periodista. Bien, aquí tenía la oportunidad de hacer mi pequeña aportación.
Mediante ensayo y error aprendí que no es difícil enseñar a leer a los niños. ¿Ensayo? Antes de desarrollar mi sistema descubrí unas cuantas ranas en mi escritorio, sentí unos cuantos escupitajos en la nuca. En cuanto al error, cometí bastantes, siendo el primero y el más elemental mi idea de que bastaría presentarles grandes obras literarias para inspirarles el amor que siempre he sentido por las palabras. Es un poco más complicado, y sin duda pasé mucho tiempo reinven-tando la rueda. Pero lo que al fin me dio resultado fue una combinación de viejos y nuevos métodos, de disciplina con diversión, de castigo con recompensas. No estoy de acuerdo con la idea de que sólo vale la pena aprender aquello que puede convertirse en jarana, pero tampoco creo que la letra con sangre entra. Tenía una vara de nogal colgada de la pared, y autorización para usarla. Estaba al frente de una de las pocas escuelas donde se permitía el castigo corporal en varios siglos. Los padres lo respaldaban, pues los téjanos no eran gente muy amiga de las ideas innovadoras o liberales, y la Junta Educativa de Luna tuvo que tragarse esa pildora, pues formaba parte de un proyecto de investigación aprobado por el OC y la Junta de Antigüedades.
Sin duda los resultados finales del estudio serán parciales, pues no utilicé la vara salvo una vez en los primeros días, para demostrar que estaba dispuesta a hacerlo si era necesario.
Como era habitual en Tejas, había que trabajar mucho por un resultado que la mayoría de los lunarianos habría considerado indigno de tanto esfuerzo. Si preguntáis a cualquier educador de hoy, os dirá que la lectura no es una aptitud muy útil en la era moderna. Si aprendemos a hablar y escuchar, las máquinas se encargan del resto. En cuanto a las matemáticas… ¿Matemáticas? ¿De veras se puede calcular mentalmente cuánto suman todos esos números? Un interesante juego de salón, y nada más.
—De acuerdo, Mark —dije—. Veamos cómo lo manejas.
El rubio alumno de sexto año cogió el mazo y lo sostuvo con el índice arriba, el pulgar en el medio y los otros tres dedos arqueados debajo de los naipes. Torpemente, repartió las cartas en círculo, poniendo un rectángulo de cartulina delante de cada uno de los otros cinco estudiantes avanzados reunidos alrededor de mi escritorio, y uno delante de mí. Daba desde la parte superior del mazo. Hay que gatear antes de correr.
Y cada cual enseña lo que sabe, ¿o no?
—No está mal. ¿Cómo se llama eso, alumnos?
—La llave del mecánico, señorita Johnson —vocearon a coro.
—Muy bien. Ahora prueba tú, Christine.
Lo intentaron todos, uno por vez. Muchas manitas eran demasiado pequeñas para manipular los naipes, pero hacían lo posible. Una encantadora morena llamada Elise parecía tener pasta. Cogí las cartas y las barajé con las manos.
—Ahora que habéis aprendido… olvidadlo. —Hubo un coro de sorpresa, y alcé una mano—. Pensadlo. Si veis que alguien baraja los naipes de este modo, ¿qué sabéis? ¿Elise?
—Que quizás… esté haciendo trampa, señorita Johnson.
—Sin «quizás», querida. Por eso no debéis dejar que os vean hacerlo. Con suficiente práctica, lograréis una variación propia que os permita disimular el truco, pero que funcione igualmente bien. Mañana os mostraré algunas. Es todo por hoy.
Me pidieron que me quedara un rato más. Al fin accedí, diciendo que sólo por esa vez, les hice barajar los naipes, escoger el as de espadas y ponerlo en la parte superior del mazo. Les di cinco naipes a cada uno.
—Bien, William, tú tienes full, ases y ochos.
William mostró los naipes y, vaya, la señorita tenía razón. Recorrí el círculo, haciéndoles mostrar las cartas, y luego volteé la primera carta del mazo y les revelé que aún era el as de espadas.
—No puedo creerlo, señorita Johnson —dijo Elise—. Estaba mirando con atención, y no le vi cambiar las cartas.
—Tesoro, podría cambiar las cartas todo el día bajo tus narices. Pero tienes razón. Esta vez no lo hice así.
—¿Entonces cómo hizo?
—Un mazo de repuesto, alumnos, es el mejor método cuando la gente está atenta. Así podéis hacer un truco y luego dar normalmente. —Les mostré el mazo original que tenía en el regazo, me levanté y los conduje hacia la puerta—. Preparación, niños, la preparación es la clave de todo. Bien, los alumnos que lean los próximos cuatro capítulos de Historia en dos ciudades para mañana podrán aprender otros trucos interesantes. Ahora largo de aquí. La cena estará servido y vuestros padres esperan.
Salieron en tropel mientras yo acomodaba los pupitres, borraba la pizarra y guardaba mis papeles. Cuando todo pareció ordenado, cogí mi sombrero y salí al porche, cerrando la puerta. Brenda estaba sentada allí, de espaldas a la pared, sonriendo.
—Me alegra verte, Brenda. ¿Qué haces aquí?
—Lo de siempre, tomando notas. —Se levantó y se sacudió los fondillos de los pantalones—. Pensaba escribir una nota sobre las maestras que corrompen a la juventud. ¿Qué te parece?
—No se la venderás a Walter a menos que incluya sexo. En cuanto al periódico local, no creo que esté interesado.
Brenda me miró de arriba abajo, sacudió la cabeza.
—Me dijeron que te encontraría aquí. Me dijeron que eras la maestra. Pensé que me estaban mintiendo. Hildy, ¿qué diablos sucede?
Di media vuelta, y vi que sonreía. Yo también sonreía. Había pasado un largo tiempo desde la inauguración de mi nueva cabana, y era agradable verla. Me eché a reír, la abracé. Hundí la cara en el cuero falso de su traje Annie Oakley con flecos, que incluía la imitación de un revólver de la época.
—Te ves realmente bien —dije, tocándole los flecos y las solapas para que pensara que me refería a su vestimenta. El destello de sus ojos me indicó que no era tan crédula como antes.
—¿Eres feliz, Hildy? —preguntó.
—Sí. Créase o no, lo soy.
Nos quedamos así un instante, aferrándonos los hombros, hasta que me aparté y me enjugué el rabillo de un ojo con un dedo enguantado.
—Bien —dije de buen humor—, si aún no has cenado, puedes comer conmigo.
Mientras recorríamos Congress Street hablarnos de las nimiedades que la gente menciona después de una separación: amigos comunes, episodios intrascendentes, pequeños altibajos. Yo saludaba a la gente y a los dueños de los comercios, parándome a hablar con algunos y presentándoselos a Brenda. Pasamos por la carnicería, la zapatería, la panadería y la lavandería, y pronto llegamos al restaurante chino Paz Celestial de Fu, donde abrí la puerta haciendo sonar una campanilla. Fu se acercó deprisa, vestido con los pantalones negros y abolsados y la chaqueta de pijama que eran tradicionales entre los chinos de esa época, agitando la coleta mientras se inclinaba una y otra vez. Respondí a sus reverencias y le presenté a Brenda, quien me miró de soslayo y también se inclinó. Fu nos llevó a mi mesa habitual y nos acomodó las sillas, y pronto nos servíamos té verde en tazas diminutas.
Si alguna vez la humanidad llega a Alfa Centauro y aterriza en un planeta habitable de ese sistema, lo primero que verá al abrir la compuerta de la nave será un restaurante chino. Yo conocía seis en Tejas Oeste, un lugar donde comer fuera de casa no era frecuente. En Nueva Austin se conseguía un bistec aceptable en el Álamo, carne asada pasable en un establecimiento que estaba a medio kilómetro del puerto, y en la pensión la señora Riley preparaba un buen guisado, aunque por cierto no se comparaba con el mío. Esos tres lugares y el restaurante de Fu eran los únicos sitios donde se podía comer sentado en Nueva Austin. Y si uno quería manteles y cocina de primera, iba al Paz Celestial. Yo comía allí casi todos los días.
—Prueba el mu gu gai pan —le dije a Brenda, recordando su falta de experiencia en todo lo que no fuera comida lunariana tradicional—. Es como…
—Lo he probado. He aprendido un poco desde la última vez que te vi. He comido platos chinos una media docena de veces.
—Vaya.
—¿No tienen menú?
—A Fu no le gusta. Tiene una especie de método psicológico para combinar la comida con el cliente. Habrá notado que eres nueva, y no te servirá nada demasiado inquietante. Sé manejarlo.
—Ya no tienes que ser tan protectora conmigo, Hildy.
Le toqué la mano.
—Veo que has crecido, Brenda. Se te nota en la cara, y en el porte. Pero confía en mí, tesoro. Los chinos comen cosas de las que preferirías ni enterarte.
Fu regresó con cuencos de arroz y su famosa sopa agridulce, y yo charlé un rato con él, disuadiéndolo de servir chow mein para Brenda y convenciéndolo de que me sirviera de nuevo la carne a la Hunan, aunque la había comido sólo tres semanas atrás. Regresó a la cocina, deteniéndose para aceptar los cumplidos de los demás clientes. Llevaba un hermoso dragón bordado en la espalda de la camisa.
—¿Pasas por esto todos los días? —me preguntó Brenda.
—Todos los días. Me gusta, Brenda. ¿Recuerdas lo que me dijiste sobre las amistades? Pues aquí tengo amigos. Formo parte de la comunidad.
Brenda asintió y decidió no hablar más de ello. Saboreó la sopa, la elogió, hablamos de eso, y pasamos a la segunda fase del minué de los reencuentros, las remembranzas de los buenos tiempos. Claro que no había pasado tanto tiempo —yo la había conocido menos de un año atrás— pero me parecía otra vida. Nos reímos recordando al Gran Flac en su pequeño altar, la maté a carcajadas cuando le hablé de Walter encorseta-do en su chaleco de tahúr, ella me contó cosas escandalosas sobre mis ex colegas.
Nos sirvieron la comida y Brenda buscó en vano el tenedor. Me vio manejar los palillos, aceptó el desafío y pronto se arrojó un trozo de carne en el regazo.
—Fu —llamé—, necesitamos un tenedor.
—No, no, no, no, —dijo Fu, acercándose con un mohín reprobatorio—. Lamento, Hildy, pero aquí restaurante chino. No tenedor.
—Yo también lamental mucho —dije, poniendo la servilleta en la mesa—. Pero no tenedol, no comel.
Fu frunció el entrecejo, procuró calmarme y se marchó.
—No tenías que hacer eso —susurró Brenda.
La silencié y esperé a que Fu regresara, lustrando ostentosamente un tenedor de plata.
—Por otra parte, Fu, puedes olvidar tu número chinesco. Brenda es turista, pero también es mi amiga.
Fu puso mal ceño, pero luego sonrió y se distendió.
—De acuerdo, Hildy. Pero ojo con ese bistec. Tengo al cuartel de bomberos en alerta roja. Encantado de conocerte, Brenda.
Mientras Fu se iba a la cocina, Brenda cogió el tenedor y se puso a hablar mientras comía.
—No entiendo por qué la gente quiere vivir de este modo.
—¿De qué modo?
—De modo payasesco. Él podría tener un restaurante en el exterior y no necesitaría hablar raro.
—Aquí no necesita hablar raro, Brenda. Los directivos no exigen actuación, sólo disfraces. Lo hace porque le divierte. Fu es sólo medio chino, por otra parte. Me dijo que sin cirugía parece tan oriental como yo. Pero le encanta cocinar y es bueno para ello. Y le gusta este lugar.
—Creo que no entiendo.
—Considéralo un baile de disfraces que dura todo el día.
—Pero aun así… ¿Qué impulsa a la gente a venir aquí? Sospecho que la mayoría no se las apañaría en… —Brenda calló y se ruborizó—. Oh, perdóname, Hildy.
—No te disculpes. No andas muy equivocada. Mucha gente vive aquí porque no podría apañárselas fuera. Llámalos perdedores, si quieres. La mayoría no se ha repuesto de sus heridas. Me gustan. Aquí no hay tanta presión. Otros estaban bien fuera, pero no se sentían a gusto. Van y vienen, no es una condena a cadena perpetua. Conozco gente que vive aquí un par de años para recargarse las baterías. A veces cuando están por cambiar de ocupación.
—¿Por eso estás aquí?
—Aquí, Brenda, no preguntas a los demás a qué han venido. Ellos te lo dirán si quieren.
—No acierto una.
—A mí no me molesta, pero quise advertirte para que no tuvieras una situación incómoda con otra persona. En cuanto a tu pregunta, no sé. Eso pensé al principio. Ahora no lo sé.
Brenda me miró un instante, miró mi plato. Señaló con el tenedor.
—Eso se ve apetecible. ¿Te molesta que pruebe un bocado?
Le dejé probar, luego me levanté para conseguirle un vaso de agua. El bistec a la Hunan de Fu es lo único de Tejas que puede rivalizar con mi incendiario guisado de chile.
—Así que Walter chilló y despotricó contra ti dos o tres días —dijo Brenda—. Procurábamos no cruzarnos con él, pero bajaba a la redacción para rezongar por una cosa u otra, y todos sabíamos que en realidad estaba furioso contigo.
—¿La redacción? Eso es grave.
—Y se puso peor.
Habíamos terminado de comer y pedimos dos cervezas, y Brenda me había obsequiado con más historias sobre sus hazañas en la guerra de las noticias. Llevaba una vida estimulante. Yo no tenía muchas anécdotas que contar, salvo algunas gracias de mis alumnos o la historia del alcalde Dillon saliendo a tumbos del Álamo para zambullirse en el bebedero de caballos. Ella escuchaba con ojos vidriosos pero no dejaba de sonreír. En general yo me quedaba callada y la dejaba parlotear.
—Empezó a llamarnos de uno en uno —continuó Brenda, vaciando el vaso de cerveza y sacudiendo la cabeza cuando Fu trajo otra jarra—. Siempre decía que era por otra cosa, pero siempre volvía a la trastada que le habías hecho y preguntaba si teníamos idea de cómo hacerte volver. Siempre se deprimía cuando nos íbamos. Todos comenzamos a inventar excusas para eludir esas reuniones.
«Empezó a enfurecerse cuando le mencionaban tu nombre. Todos dejamos de hablarle de ti. Ahora está en esa etapa.
—Había pensado en ir a visitarlo. Por los viejos tiempos.
Brenda frunció el entrecejo.
—No creo que sea buena idea, aún. Dale algunos meses más. A menos que pienses regresar al trabajo.
Enarcó las cejas inquisitivamente, yo negué con un gesto, y no dijo nada más sobre lo que yo presumía era el propósito de su visita.
Fu trajo una bandeja con bizcochos de la suerte y la cuenta. Brenda abrió el suyo mientras yo ponía dinero en la bandeja.
—«Un nuevo amor iluminará tu vida» —leyó. Me miró y sonrió—. Me temo que no tendré tiempo. ¿No abres el tuyo?
—Fu los escribe, Brenda. Ése significa que desea dejar marcas de pintura en tu pincel.
—¿Qué?
—Te encuentra sexualmente atractiva y le gustaría tener relaciones.
Brenda me miró incrédulamente, recogió mi bizcocho de la suerte y lo abrió. Miró el mensaje y se puso de pie. Fu se acercó, nos ayudó a levantarnos, nos entregó los sombreros y nos acompañó hasta la puerta haciendo reverencias.
Fuera, Brenda se miró las uñas.
—Ahora debo irme, Hildy, pero… —Se dio una palmada en la frente—. Casi me olvido del principal motivo de mi visita. ¿Cuáles son tus planes para el Bi-centenario ?
—El… es cierto, falta sólo…
—Cuatro días. Es la noticia más importante de las últimas dos semanas.
—Aquí no seguimos mucho las noticias. Veamos, oí que la iglesia bautista planea una barbacoa y habrá una feria callejera. Fuegos de artificio al anochecer. Vendrá gente desde millas a la redonda. Será divertido. ¿Quieres venir?
—Francamente, Hildy, me divertiría más viendo secar pegamento. Por no mencionar que debo usar esta maldita ropa. —Se tocó la entrepierna—. Y apuesto a que son cómodas comparadas con las que usas tú.
—Ni te imaginas. Pero te acostumbras. Ya no me molesta.
—Vivir y dejar vivir. De cualquier modo, Liz y yo, y tal vez Cricket, pensábamos en ir de picnic al Parque Armstrong antes del gran espectáculo. Allí habrá verdaderos fuegos de artificio.
—No creo que soporte la muchedumbre, Brenda.
—Liz conoce a los pirotécnicos y puede conseguirnos un pase para la zona de seguridad, cerca de De-lambre. Habrá una vista magnífica desde allí. Será divertido, ¿qué dices?
Vacilé.
A decir verdad me atraía, pero últimamente era cada vez más reacia a dejar el seguro refugio del disney-landia.
—Claro que algunos de esos petardos son muy potentes —bromeó Brenda—. Podría ser peligroso.
Le di un ligero puñetazo en el hombro.
—Llevaré pollo frito —dije, y la abracé de nuevo. Ya se estaba marchando cuando tuve que llamarla.
—Vas a obligarme a preguntar, ¿verdad?
—¿Preguntar qué?
—Qué decía en el maldito bizcocho de la suerte.
—Oh, es raro —respondió sonriendo—. El tuyo decía exactamente lo mismo que el mío.
Rodeé la esquina del Oíd Spanish Trail, pasé frente a la oficina del comisario y la cárcel y llegué a una pequeña tienda con escaparate de vidrio translúcido y letras de pan de oro que decían The New Austin Texian. Abrí la puerta del mejor y único periódico bisemanal de Tejas Oeste, atravesé la puerta vaivén que separaba la sala de redacción del lugar donde vendían suscripciones y aceptaban anuncios clasificados, aparté la silla giratoria del escritorio de madera y me senté.
¿Por qué no? Yo era la jefa de redacción, editora y principal reportera del Texian, que había servido orgullosamente a la comunidad durante seis meses.
Walter tenía razón, a fin de cuentas; no podía alejarme del juego de las noticias.
Publicábamos regularmente todos los miércoles y sábados, a veces hasta cuatro páginas.
Gracias a nuestro tesón, nuestros hábiles reportajes, nuestros incisivos editoriales y la bendición de ser el único periódico del disneylandia, habíamos alcanzado una tirada de mil ejemplares por edición. ¡Vaya crecimiento!
El Texian existía porque yo me había quedado sin ocupaciones durante las largas tardes. La locura parecía acecharme, y era mejor mantenerme ocupada.
Aunque el motor del periódico era el miedo al suicidio, su comadrona había sido un préstamo del banco de Lonesome Dove, que yo pensaba terminar de pagar poco después del Tricentenario. A un céntimo el ejemplar, me llevaría algún tiempo. De no ser por mi sueldo de maestra, me costaba alimentarme sin recurrir a mis ahorros, cosa que había resuelto no hacer.
El préstamo había pagado el alquiler de la oficina, el escritorio con gavetas pegajosas construido por un carpintero de Whiz-Bang (¡comprad artículos téjanos!), provisiones de —¿qué remedio?— Pensilvania, y pagaría los sueldos de mis dos empleados hasta que comenzara a obtener suficientes ingresos. También pagaba la imprenta local, mediante un hábil trato elaborado por Freddie el Hurón, nuestro leguleyo, que había desenterrado una ignota reglamentación de la Junta de Antigüedades y había engatusado a la Junta para que considerase al Texian «patrimonio cultural», con lo cual obtenía ciertos privilegios según el arcano sistema contable utilizado para convertir el dinero de juguete de Tejas en moneda contante y sonante lunariana. Esos listos holandeses de Pensilvania podrían haber construido la imprenta, pero a un precio equivalente al producto bruto de Tejas Oeste de los próximos cinco años.
Así que la tecnología acudió al rescate. El mismo día en que se aprobó la reglamentación yo era la orgullosa poseedora de una reproducción en hierro forjado y bronce de la Columbian Handpress modelo 1885, una de las máquinas más monstruosas jamás construidas, coronada por una altiva águila americana, auténtica hasta los números de patente estampados en el armazón. Tomó menos tiempo construirla que trasladarla hasta mi puerta y ponerla en su sitio. ¿No es maravillosa la ciencia moderna?
—Buenas tardes, Hildy —dijo Huck, mi impresor.
Era un joven tosco de diecinueve años, hábil con las manos y no demasiado brillante. Había pasado casi toda la vida en Tejas y no deseaba marcharse. Se desvivía por aprender un oficio inservible que no lo preparase para otra vida. Trabajaba como un burro los martes y los viernes por la noche para montar e imprimir la edición de la mañana, luego montaba a caballo y se dirigía a Lonesome Dove y Whiz-Bang para repartirlos antes del alba. No sabía leer, pero era mucho más rápido que yo para colocar los tipos, y siempre estaba entintado hasta los codos. Sólo se volvía torpe en presencia de mi otra empleada, la señorita Charity, que podía leer cualquier cosa salvo la enamorada expresión de Huck. Ah, los deleites del romance oficinesco.
—Ya tengo el programa del Bicentenario, Hildy. ¿Lo querías en primera plana?
—En la columna izquierda, Huck.
—Pues ahí es donde lo puse.
—Veamos.
Me trajo una hoja de prueba que aún olía a tinta, uno de los olores más dulces del mundo. Miré la línea del colofón:
Como de costumbre, sentí un arrebato de orgullo al verla. Nunca alteraba el pronóstico del tiempo (CALUROSO), pues parecía una predicción razonable aun cuando no resultara acertada. La fecha era siempre la misma (MIÉRCOLES 6 DE MARZO DE 1836) porque no se le podía poner la fecha verdadera, y el 6 de marzo me caía bien. A nadie parecía molestarle.
Huck había enumerado los festejos de la inminente celebración en el margen izquierdo, dejando espacio para un cabezal, un subtítulo y una barra, de acuerdo con el estilo anticuado que yo había establecido. Ambos lo revisamos, no leyendo sino buscando las letras demasiado claras u oscuras, o las manchas causadas por exceso de tinta, un problema que poco a poco estábamos resolviendo. Sólo entonces estudié el efecto visual y convinimos en que la nueva tipografía en negrita lucía bien. Al fin, en la tercera revisión, leí el texto. Y Dios nos librase de cometer un error de ortografía. Huck lo montaba tal como estaba.
—¿ Qué te parece un fondo que diga «Número especial del Bicentenario», Huck? ¿O te parece demasiado moderno?
—Cáspita, no, Hildy. Charity dijo que le gustaría poner un roto-no-sé-cuánto pero pensó que tú lo considerarías demasiado moderno.
—Rotograbado, y me importa un comino que sea moderno, pero es un lujo de gran ciudad que nos resultaría demasiado caro. Si por ella fuera, tendría que comprar una bobina de cuatro colores.
—¿No es una chica sensacional?
—Huck, ¿has pensado en aprender a leer? —No era algo que hubiera preguntado normalmente, pero estaba preocupada por ese chico bonachón. No imaginaba a Charity liándose con un analfabeto.
—Si lo hiciera, no podría pedirle a la señorita Charity que me leyera, ¿verdad? —preguntó él—. Además, estoy aprendiendo algunas cosas. La miro mientras lee, y ya sé algunas palabras.
Así que tal vez hubiera método en su locura, y el amor triunfara sobre todo.
Lo dejé con sus plomos y su componedor. Saqué una hoja y una pluma de mi gaveta, mojé la pluma en el tintero y comencé a escribir en letra de imprenta.
TITULAR: Periodista premiada nos visita
NOTA: Recientemente las calles de Nueva Austin fueron agraciadas con la presencia de Brenda Starr, ganadora del premio Pulitzer de este año con su información sobre las intrigas de la Iglesia Latitudinaria de Ciudad Rey. Brenda Starr es empleada de ElP…n de las Noticias, un periódico de esa ciudad. La señorita Starr se paseó por Congress Street y almorzó una deliciosa comida en el Paz Celestial de Fu con esta reportera. Según nuestras fuentes, el amor flota en el aire para la agraciada y joven escritora, así que nuestros galanes deben esperar con ansiedad su retorno. HJ
(CHARITY: publica esto en el «MONSTRUO»)
El «monstruo de Gila», así llamado por un pérfido reptil que se oculta bajo las piedras y supuestamente oye todo, era mi columna de chismes, y la parte más esperada del periódico. No por inocentes comunicados como el precedente, sino por nuestras revela-cio-nes realmente insidiosas. Es verdad que en un pueblo pequeño todos saben lo que hacen los demás, pero no lo saben todos al mismo tiempo. Hay un paréntesis de oportunidad entre el hecho y su difusión, aunque la noticia se esté propagando a la velocidad del sonido, que un reportero experto puede explotar.
No hablo de mí misma. Yo había iniciado el «Monstruo», pero Charity era el veneno de los dientes de la criatura. Mi trabajo de maestra me ataba demasiado, y nunca tenía tiempo para salir a oler el rastro. Charity no dormía nunca. Vivía y respiraba las noticias. Era capaz de aportar dos escándalos por semana, algo notable si tenemos en cuenta que no bebía y rara vez visitaba el Álamo Saloon, un manantial ininterrumpido de chismes, una sibila de la suciedad.
Nuestra corresponsal llegó al anochecer de Whiz-Bang —localidad que aspiraba a convertirse en capital de nuestro flamante disneylandia en un referéndum que se celebraría dentro de tres meses—, con una buena historia sobre sobornos y fraudes entre nuestros representantes electos, una historia muy jugosa que me habría instado a rasgar la primera plana si no hubiera sido la dueña del periódico y sabido lo que me costaría. La verdad económica del Texian era que yo vendería la misma cantidad de ejemplares con o sin esa nota, pues en Tejas todos lo leían de cualquier modo, así que tuve que decirle que la publicaría en el interior. La aplaqué con la promesa de un titular de doble columna, y un comentario.
Esos edulcorantes eran necesarios porque su segunda noticia era que le habían ofrecido un empleo en el Planeta, un buen padloide de segunda línea de Arkytown. Se regodeó en el fulgor de nuestra admiración, sin reparar en que yo lamentaba perderla, y luego anunció que no estaba dispuesta a renunciar al Texian hasta que pudiera pasar a un padloide realmente bueno como El Pezón. Charity medía como trescientas cincuenta picas de altura, según Huck —digamos seis décimos de Brenda, y aún creciendo—, pero compensaba su tamaño con su entusiasmo y energía. Era encantadora como las pantaletas de encaje, y tan egocéntrica que no reparó en la boquiabierta admiración de Huck ni en mi carraspeo ante esa referencia a mi antiguo lugar de trabajo. Pero Charity no actuaba con malicia. Si hubiera sabido que lastimaba a alguien, habría sido la primera en preocuparse.
Encendí las lámparas de queroseno mientras ella seguía parloteando y Huck componía los tipos sin quitarle los ojos de encima. Se multiplicarían las erratas, pero tenía que ser tolerante con él.
Cuando me marché era noche cerrada y despuntaba la luna. Charity se había dormido en la silla y Huck seguía empuñando la manivela de esa magnífica y vieja Columbian. El pueblo estaba silencioso salvo por el canto de los grillos y el retintín de la pianola del Álamo. Yo tenía las manos manchadas de tinta y la espalda dolorida, y la primera bocanada de aire fresco me recordó que tenía el cuello y las axilas sudadas. Colgué un farol en la bicicleta, monté en ella y, con un campanilleo que provocó un par de aullidos de desolación en el cuartel de bomberos, inicié el largo pedaleo de regreso.
¿Cuánta felicidad podía soportar una persona?
Creo en Dios, sí, sí sí, porque muchas veces en mi vida he visto que está allí, observando, anotando los puntos. Cuando acabamos de alcanzar un estado Zen de aceptación pura —y la belleza de esa noche combinaba los gratos dolores del trabajo bien hecho, el placer de la buena compañía y la bien venida presencia de dos perros que estarían aguardándome por la mañana—, él arroja una piedra para estorbarte en el camino de tu vida.
Esta piedra era literal. Choqué con ella en las afueras del pueblo, y me rompió dos rayos y el aro de la rueda delantera. Apenas me salvé de caer en un grupo de cactos. De nuevo Dios: los cactos habrían sido un exceso, pues esto era sólo un recordatorio.
Pensé en volver al pueblo y despertar al herrero, quien se habría alegrado de trabajar en el flamante invento que daba que hablar a todo el mundo. Pero ya estaría acostado, con su buena esposa y sus tres hijos, y decidí no molestarle. Dejé la bicicleta a la vera del camino, sabiendo que nadie la robaría. ¿Cómo explicaría el ladrón que andaba en la bicicleta de Hildy? Caminé el resto del camino y no llegué deprimida ni abatida, sólo un poco floja.
Cuando entré en el porche, la luz de la lámpara reveló a un hombre sentado en la mecedora.
—Que me cuelguen —dije. Bien, me había habituado a hablar así—. Qué susto me has dado.
Estaba un poco nerviosa, pero no asustada. La violación es una rareza en Luna, ¿pero en Tejas? Tendría que ser un necio. Todas las salidas están bien controladas, y el ahorcamiento es legal. Alcé el farol y le eché un vistazo más atento.
Era un sujeto elegante, de mi talla, de rostro apuesto, ojos brillantes, con bigote. Usaba un traje cruzado de tweed con cuello alto y una corbata de seda roja. Calzaba zapatos blanquinegros de cuero y lona. Traía un bombín y un bastón que había apoyado en el suelo.
No creía haberle visto antes, pero había algo familiar en su modo de sentarse.
—¿Cómo estás, Hildy? ¿Trabajando hasta tarde?
—Si no eres Cricket, eres su hermano gemelo. ¿Qué te has hecho?
—Bien, ya tenía el bigote, así que decidí redondear el efecto.