16

EL NATURAL

En estos tiempos nadie visita la biblioteca. Lo cual es lamentable.

¿Para qué perder tiempo y esfuerzo en viajar a un gran edificio donde se almacenan libros de papel cuando es posible quedarse en casa y tener acceso a esa información, más billones de páginas de datos que existen sólo en las memorias? El que desconozca la respuesta a esa pregunta no ama los libros, y entonces no puedo explicárselo. Pero si uno se levanta del terminal a cualquier hora del día o de la noche, coge el tubo hasta la plaza del Centro Cívico de Ciudad Rey y sube por la escalinata de mármol italiano, entre las estatuas del Conocimiento y la Sabiduría, descubre que la Gran Sala de los Libros vibra con la silenciosa actividad que ha caracterizado las grandes bibliotecas desde que los libros existen en rollos de papiro. Aconsejo hacerlo alguna vez: pasar frente a los estudiosos sentados en grandes mesas de roble, detenerse en el centro de la cúpula, junto a la Biblia Austin Gutenberg encerrada en su vitrina, mirar las infinitas filas de estantes. En ese lugar el amante de los libros encontrará paz de espíritu.

Mi espíritu necesitaba desesperadamente algo de paz. En los días que siguieron a la muerte de Andrew MacDonald, pasé mucho tiempo en la biblioteca. No había razones prácticas para ello; aunque ahora no tenía hogar, habría podido dedicarme a leer e investigar sentada en el parque, o en la habitación de mi hotel. La mayor parte del material que busqué, de cualquier modo, no existía en papel. Pasé el tiempo mirando un terminal similar a los que estaban en cualquier cabina telefónica de las esquinas. Pero yo no era la única. Aunque muchas personas usaban la biblioteca porque preferían tocar las fuentes con la mano, la mayoría buscaba acceso a datos almacenados, y prefería hacerlo rodeada por libros reales. La vasta mayoría de los libros de la biblioteca de Ciudad Rey eran muy viejos, el legado pre-Invasión de algunos bibliófilos que alegaban que esos objetos amarillentos, frágiles, ineficientes e incómodos eran necesarios para cualquier cultura que se considerase civilizada, y que convencieron a los especialistas en informática de que el gasto de embarcar esos libros, lógicamente injustificable, merecía la pena. En cuanto a los libros nuevos, ¿para qué molestarse? Dudo que más de media docena de libros nuevos se publicaran en papel en un año lunar. Existía una pequeña industria editorial, poco rentable, porque algunos querían tener colecciones de los clásicos en un estante del salón. Los libros se habían transformado prácticamente en dominio de los decoradores de interiores.

Pero no aquí. Estos libros se usaban. Muchos se almacenaban en salas especiales con gas inerte y había que ponerse un traje de presión para consultarlos, bajo la mirada vigilante de bibliotecarios que consideraban que cada arruga era un crimen, pero todos los volúmenes de la institución estaban disponibles, incluida la Gutenberg. Había casi un millón de libros en anaqueles abiertos. Se podía caminar entre ellos y tocarlos, sacar uno y abrirlo (¡con sumo cuidado!), oler el viejo papel, la cola y el polvo. Yo realizaba mi investigación con un ejemplar de Tom Sawyer a la vista, en parte para leer un capítulo cuando me cansaba de trabajar, en parte para tocarlo cuando me sentía muy abatida.

Tenía que redefinir «abatimiento» una y otra vez, y empezaba a preguntarme si existía un límite natural, si éste era el límite al cual había llegado en las últimas ocasiones, cuando intenté matarme, cuando me habría matado sin la intervención del OC.

Mi investigación, naturalmente, se centraba en el suicidio. Pronto descubrí que existían pocos conocimientos útiles sobre el tema. ¿Por qué iba a sorprenderme? Existían pocos conocimientos útiles en todo lo concerniente a por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos.

Abundan los datos conductistas: el estímulo A provoca la respuesta B. También abundan los datos estadísticos: el X por ciento reacciona de tal manera ante el hecho Y. Todo funcionaba muy bien con insectos, ranas, peces y demás, aceptablemente bien con perros, gatos y ratones, razonablemente bien con seres humanos. Hasta que se planteaban ciertas preguntas. Por ejemplo, ¿por qué la tía Betty, cuando un vehículo arrolló a su hija, metió la cabeza en el microondas, mientras que su hermana Gloria, que había sufrido una pérdida similar, lloró al niño, se recobró y tuvo una vida larga y fructífera? Mejor respuesta científica hasta la fecha: no tengo la más remota idea.

Otro motivo para estar en la biblioteca era que se trataba del sitio perfecto para abordar un problema de manera lógica. El ambiente era alentador para ese propósito. La muerte de Andrew me había chocado. No necesitaba hacer otra cosa, así que pensaba enfrentar el problema paso a paso, y antes debía definir los pasos. Paso uno, aprender todo lo posible sobre las causas del suicidio. Al cabo de tres días de lecturas y notas había llegado a cuatro o cinco categorías de suicidio. (Compré una libreta de papel y lápiz para tomar notas, con lo cual me gané algunas miradas curiosas de mis vecinos. Aun en ese ámbito venerable, escribir en papel se consideraba excéntrico.) Estas cuatro o cinco categorías no tenían límites definidos, sino que se superponían con grandes bordes grises y borrosos. Esto tampoco era ninguna sorpresa.

La primera y más fácil de identificar era cultural. La mayoría de las sociedades condenaba el suicidio en la mayoría de las circunstancias, pero algunas no, y Japón era un ejemplo destacado. En el antiguo Japón el suicidio no sólo era admitido, sino obligatorio en ciertas circunstancias. Más aún, estaba institucionalizado, y si alguien perdía el honor no sólo debía matarse, sino hacerlo de un modo preestablecido, público y muy doloroso. Muchas otras culturas consideraban que el suicidio era honorable en ciertas situaciones.

Aun en las sociedades donde el suicidio era mal visto o considerado pecado mortal, habían circunstancias en las que resultaba comprensible. Tanto en la leyenda popular como en la realidad abundaban historias sobre amantes frustrados que saltaban desde un peñasco cogidos de la mano. También estaban los casos de gente mayor que sufría dolores intolerables (véase motivo # 2) y otras razones más o menos aceptables.

La mayoría de las culturas antiguas eran difíciles de analizar. La demografía tal como la conocemos sólo comenzó recientemente. Se consignaban los nacimientos y las muertes, y muy pocos detalles más. ¿Cómo se determina cuál era la tasa de suicidios en la antigua Babilonia? No hay manera. Ni siquiera se pueden obtener muchos datos útiles sobre la Europa del siglo diecinueve. Había muchas lagunas. Se decía que en el siglo veinte los suecos se mataban más que sus contemporáneos. Algunos echaban la culpa al frío, a los largos inviernos, ¿pero entonces qué ocurría con los finlandeses, los noruegos, los siberianos? Otros decían que era la naturaleza melancólica de los suecos. He hecho muchas preguntas a mucha gente durante mucho tiempo, y sé algo importante: la gente miente. A menudo miente aunque no haya nada en juego. Cuando la respuesta puede decidir si el abuelo Jacques es sepultado o no en la tierra consagrada del cementerio, las notas de suicidio tienden a esfumarse, los cuerpos se maquillan, los médicos forenses y los agentes de la ley reciben sobornos o simplemente hacen la vista gorda por respeto a la familia. La mayor tasa de suicidios de los suecos tal vez sólo evidenciara que eran más francos en sus informes.

En cuanto a la sociedad lunar, y la sociedad posinvasión en general, el suicidio era un derecho civil, pero en general se lo consideraba una cobardía. El suicidio no era un buen modo de ganarse la simpatía de los vecinos.

El segundo motivo podía sintetizarse con el enunciado «No aguanto más». Los casos más obvios implicaban dolor, y ya no tenían vigencia. Luego estaba la infelicidad. ¿Qué se puede decir de la infelicidad? Es real, y puede tener causas reales y visibles: desilusión con los logros personales, frustración ante la incapacidad para alcanzar determinado objetivo, tragedia, pérdida. En otras ocasiones la causa de esta desazón puede resultar oscura para el observador externo: «No le faltaba nada en la vida.»

Luego estaba el motivo que mencionaba Andrew, el aburrimiento. Eso sucedía aun en tiempos en que la gente no llegaba a vivir doscientos o trescientos años, pero era más raro. Era una razón que aparecía cada vez más en las notas de los suicidas a medida que se prolongaba la expectativa de vida.

El cuarto motivo podría definirse como incapacidad para visualizar la muerte. Los jóvenes eran vulnerables a esta incapacidad; muchas sociedades industriales opulentas presentaban crecientes tasas de suicidio entre adolescentes, y los supervivientes de los intentos fallidos a menudo manifestaban complejas fantasías en las cuales conservaban la conciencia durante su funeral, y en las cuales se vengaban de quienes los atormentaban. «Ya verán, me echarán de menos cuando no esté.»

Por eso decía que había reunido quizás unas cinco motivaciones. No podía decidir si los intentos, logrados o fallidos, definidos como «gestos», constituían una categoría aparte.

Las autoridades disentían en cuanto a la definición de ciertos suicidios como meros gritos de auxilio. En cierto sentido, todos los suicidios lo eran, al menos ante una Providencia indiferente. Ayúdame a detener el dolor, ayúdame a encontrar el amor, ayúdame a encontrar una razón, ayúdame, siento dolor…

¿Dije cinco categorías? Tal vez seis.

Tal vez la sexta fuera la que yo titulaba «las estaciones de la vida». La mayoría somos numerólogos inconfesos, astrólogos inconscientes. Nos fascinan los aniversarios, las onomásticas, las edades propias y ajenas. Hemos pasado los treinta, los cuarenta o los setenta años, y tenemos más de cien. Cuando la gente vivía alrededor de ochenta años, esas palabras significaban aún más que en la actualidad. Llegar a los cuarenta significaba llegar a la mitad de la vida, y era un momento ideal para examinar los logros del tramo inicial, a menudo con conclusiones frustrantes. Llegar a los noventa significaba haber vivido más de la cuenta, y lo más indicado era escoger el color del ataúd.

Las edades que terminaban en cero representaban épocas de crisis, y aún lo son. He hallado la expresión «crisis de mediados de la vida», que se usaba en tiempos en que la mitad de la vida se encontraba entre los cuarenta y los cincuenta años. Las edades que terminan con dos ceros suponían toda una conmoción. Los periódicos publicaban notas sobre los centenarios. Los datos que estudié decían que, aunque ahora la considerásemos la mitad de la vida, la edad de uno cero cero aún tenía muchas connotaciones. Se era octogenario o nonagenario, pero nunca centenario. La palabra nunca cobró popularidad. Uno tenía «más de cien» o «más de doscientos». Pronto habría gente con más de trescientos. Y había un incremento de la tasa de suicidios en estos dos hitos mágicos.

Lo cual me resultaba de particular interés porque… A ver, alumnos. ¿Qué edad dijo Hildy que tenía? Que no siempre levanten la mano los mismos.

No sé si mi investigación me revelaba demasiado, pero era una ocupación, y me proponía continuar. Me transformé en ratón de biblioteca, y sólo salía para dormir y comer. Pero al cabo de cuatro días algo me dijo que era hora de ir a caminar, y mis pies me llevaron de regreso a Tejas.

Me preguntaba qué me sucedería a continuación. La muerte me había seguido el rastro desde mi regreso de la isla de Scarpa: David Tierra, Silvio, Andrew, mil ciento veintiséis almas en Nirvana. Tres brontosaurios. ¿Me olvidaba de alguien? ¿Alguna vez me sucedería algo bueno?

Me metí por un camino lateral que había descubierto durante mis días de fugitiva. No quería toparme con mis amigos de Nueva Austin, no quería explicarles por qué había incendiado mi cabana. Si no podía explicármelo a mí misma, ¿qué les diría a ellos? Así que crucé el cerro desde otra dirección y al principio pensé que estaba perdida, porque ahí había una cabana. Pensé que por primera vez desde el comienzo de esa ordalía había perdido el juicio, porque no estaba extraviada, estaba donde creía estar, y ésa era mi cabana, intacta, igual que antes del incendio.

En momentos así se tiene una sensación de vértigo; me senté. Al cabo de un instante noté dos cosas que podían resultar de interés. Primero, la cabana no estaba exactamente en el mismo lugar. Parecía que la hubiesen desplazado tres metros cuesta arriba. Segundo, había una pila de madera quemada en la pequeña hondonada que yo llamaba «el barranco». Y de pronto apareció un tercer elemento: un burro cargado de bártulos rodeó la casa, me miró un instante, y metió el hocico en un cubo de agua que habían dejado a la sombra.

Me levanté y eché a andar hacia la cabana, cuando un hombre salió por la puerta y se puso a descargar la bestia y apoyar los bultos en el suelo. Debió de oírme, porque miró en mi dirección y me saludó con una sonrisa desdentada. Lo conocía.

—Sourdough —dije—. ¿Qué demonios estás haciendo?

—Buenas noches, Hildy. Espero que no te moleste. Acabo de llegar al pueblo y me mandaron aquí; dijeron que me quedara unos días y les informara de tu regreso.

—Siempre eres bien venido, Sourdough, ya lo sabes. Mi casa es tu casa. Es sólo… —Hice una pausa, eché otro vistazo a la cabana, y me enjugué el sudor de la frente—. No creí que aún tuviera una casa.

Sourdough se rascó y escupió en el polvo.

—Bien, no sé de qué hablas. Pero el alcalde Dillon me advirtió que nos despellejaría a mí y a Matilda si no le avisaba de tu llegada. —Palmeó afectuosamente al animal, levantando una nube de polvo.

Tal vez Sourdough exageraba la nota con el pintoresquismo del viejo Oeste, pero tenía derecho a ello. Era un auténtico natural, a diferencia de Walter, que sólo era natural en la superficie.

Pertenecía a una secta religiosa que compartía algunas creencias con los cientistas cristianos. No rechazaban toda ayuda médica, ni rezaban para curarse cuando se enfermaban. Sólo rechazaban el rejuvenecimiento. Se permitían envejecer y, cuando las medidas necesarias para conservarlos con vida llegaban a un punto que Sourdough describía como «demasiado embrollado», morían.

Incluso había cierto dinero en ello. La Junta de Antigüedades les pagaba un pequeño estipendio anual por permitirles eludir lo que habría constituido un engorroso problema ético, el de mantener a un pequeño grupo testigo de humanos al margen de los progresos médicos más modernos.

Sourdough era uno de los pocos exploradores que recorrían Tejas Oeste en busca de metales preciosos. Tenía pocas posibilidades de descubrir un filón de oro o plata; ninguna, a decir verdad, pues nada de eso se había incluido en las especificaciones cuando se construyó el lugar. Pero los directivos nos aseguraban que había tres filones de minerales que contenían diamantes en alguna parte de Tejas. Nadie los había encontrado aún. Sourdough y otros recorrían la comarca con sus hachas, avíos y burros, quizá con la secreta esperanza de no encontrarlos. A fin de cuentas, ¿qué haría con un puñado de diamantes? Por cierto no justificaba tanto trajín.

Una vez le pregunté a Sourdough sobre eso, antes de enterarme de que era descortés hacer esas preguntas en un disneylandia histórico.

—Te diré, Hildy —respondió él sin ofenderse—. Trabajé cuarenta años en un empleo que no me gustaba. No soy tan tonto como parezco. No comprendí cuánto me disgustaba hasta que renuncié. Pero cuando me jubilé vine aquí y me agradaron el sol, el calor y el aire libre. Descubrí que había perdido el gusto por la compañía ajena. Sólo soporto a la gente en pequeñas dosis. Y he sido feliz. Matilda es la única compañía que necesito, y buscar metales me mantiene ocupado.

Matilda parecía ser su única preocupación en la vida. Sourdough siempre preguntaba a los demás si la cuidarían cuando él hubiera fallecido, al extremo de que media población de Nueva Austin había prometido adoptar la burra.

Parecía más viejo que el bisabuelo de Adán. Había perdido todos los dientes, y casi todo el cabello. Tenía la piel manchada, cuarteada y floja, y los nudillos hinchados como nueces.

Tenía ochenta y tres años, diecisiete menos que yo.

Yo pensaba que era analfabeto, y que su tarea era algo parecido a acarrear cubos o colocar ladrillos. Luego Dora me contó que había sido presidente del consejo de administración de una importante compañía de Marte. Se había retirado a Luna por la gravedad.

—¿Qué sucedió aquí, Sourdough? —pregunté—. Yo no vendí el terreno. ¿Quién tiene el derecho de venir a construir aquí?

—No sé nada sobre eso, Hildy. Ya me conoces. He estado en las colinas, y te aseguro, muchacha, que he dado con algo.

Así continuó durante un rato, y yo apenas le prestaba atención. Sourdough y sus colegas siempre habían dado con algo. Miré la casa. No había mucha diferencia entre ésta y la que yo había construido y quemado, salvo por algunos detalles elusivos que me indicaban que los constructores habían sido más hábiles que yo. Las dimensiones eran las mismas, las ventanas estaban en los mismos sitios. Pero parecía más sólida. Entré seguida por Sourdough, que parloteaba sobre el rico filón que estaba por descubrir. El interior aún estaba vacío, salvo por las brillantes cortinas de percal amarillo. Eran más bonitas que las que yo había colgado.

Regresé afuera, aún sin entender, y miré el camino de Nueva Austin, por donde llegaba la cabeza de un largo desfile.

La próxima media hora es algo borrosa.

Más de una docena de carretas llegaron en el atardecer. Todas estaban abarrotadas de personas, comida, bebida y otras cosas. Los ocupantes bajaron y se pusieron a trabajar, preparando una fogata, colgando faroles de papel anaranjado con velas en el interior, despejando una zona para bailar. Alguien había cargado la pianola de la cantina, y hacía girar la manivela. Alguien tocaba el banjo y alguien tocaba el violín, con espantosos resultados, pero a nadie parecía importarle. Antes de que yo comprendiera lo que ocurría, estaban en plena juerga. Una res giraba en el espetón, siseando en una salsa que chisporroteaba al caer en el fuego. Había una mesa con galletas, tortas, frascos de fruta en almíbar. Pusieron botellas de cerveza en una tina galvanizada llena de hielo. Enaguas y medias de seda resplandecían a la luz del fuego mientras las damiselas del Álamo entrechocaban los talones y los hombres aullaban, batían palmas y bailaban. Habían aparecido todos mis amigos de Nueva Austin, y muchos a quienes no conocía, y yo aún ignoraba por qué.

Antes de que las cosas se salieran de madre, el alcalde Dillon se plantó en una mesa y disparó tres veces al aire. Pronto se hizo silencio, y el alcalde se contoneó y sólo las damas que tenía a ambos lados evitaron que se desplomara. Después del médico, el alcalde Dillon era el borracho más célebre del pueblo.

—Hildy —canturreó, en una voz que cualquier político de los últimos mil años habría reconocido—, cuando los buenos ciudadanos de Nueva Austin tuvieron noticias de tu reciente desgracia, supimos que no podíamos desentendernos. ¿Verdad, amigos?

Lo saludaron hurras entusiastas y enérgicos chorros de cerveza.

—Ya sabemos cómo son las gentes de ciudad. Seguros, solicitudes, formularios y otras monsergas. —Eructó con elocuencia y continuó—: Nosotros no somos así. Si un vecino necesita una mano, la gente de Tejas Oeste le da una mano.

—Señor alcalde —interrumpí—, hubo un…

—Silencio, Hildy —dijo el alcalde, y eructó de nuevo—. No, no somos así, ¿verdad, amigos?

—¡No! —exclamaron los ciudadanos de Nueva Austin.

—No, claro que no. Cuando uno de nosotros tiene una desgracia, todos la tienen. Tal vez no debería decirlo, Hildy, pero cuando apareciste aquí, algunos pensamos que eras de esos turistas de fin de semana. —Se golpeó el pecho y se inclinó hacia delante, a riesgo de desplomarse una vez más, y agrandando los ojos como retándome a dudar de la increíble declaración que estaba por hacer—. Yo te tomé por un turista, Hildy, yo, Matthew Thomas Dillon, alcalde de este gran pueblo durante casi siete años. —Ladeó la cabeza histriónica-mente y de pronto la irguió como si tuviera un resorte—. Pero nos equivocábamos. En este corto lapso, has demostrado que eres una verdadera tejana. Te has construido una cabana. Llegaste al pueblo y te sentaste a beber con nosotros, a comer con nosotros, a jugar con nosotros.

—Jugar, bah —masculló Sourdough—. Eso no era jugar.

Obtuvo algunas carcajadas.

—Alcalde Dillon —supliqué—, quisiera explicar…

—Sólo cuando haya terminado —rugió afablemente el alcalde—. Después, hace cuatro días, se abatió la calamidad. Y debo aclarar, Hildy, que no todos nosotros estamos aislados del mundo externo. Algunos nos mantenemos al corriente. Sabíamos que acababas de perder tu empleo, y nos imaginamos que intentabas empezar de nuevo en estas tierras de Dios. Allá fuera la gente se habría limitado a lamentarlo. Los téjanos somos distintos. Conque aquí tienes, Hildy. —Extendió su brazo en un amplio círculo que abarcaba la flamante cabana, y esta vez se cayó de la mesa, arrastrando a la muchacha que lo acompañaba. Pero se levantó como un corcho, con la dignidad intacta—. Aquello que ves por allá es tu nueva casa, y esto que ves por aquí es tu fiesta de bienvenida.

Lo cual había deducido poco después que él se subió a la mesa. ¿Alguna vez, por todos los cielos, hubo mujer que tuviera sentimientos tan encontrados?

Nunca sabré cómo sobreviví a esa noche.

Después del discurso vinieron los regalos. Recibí de todo, desde el pan y la sal rituales de mi ex esposa Dora, hasta una flamante cocina de hierro forjado del dueño de la tienda. Acepté una mecedora y un par de cerdos, que pronto se soltaron y provocaron una alegre persecución. Había una cama nueva y dos colchas cosidas a mano. Me regalaron pasteles de manzana, herramientas para el hogar, un rollo de alambre, un juego de porcelana, jabones de grasa de cerdo, un saco de clavos, cinco gallinas, una parrilla de hierro. La lista era interminable. Ricos o pobres, todos los que vivían en millas a la redonda me regalaron algo. Cuando una chiquilla se me acercó con una cubretetera tejida a mano, no pude contener el llanto. En cierto modo era un alivio; había sonreído tanto y por tanto tiempo que pensé que se me rajaría la cara. Salió la perfección. Todos me palmearon la espalda y no quedó un ojo seco en toda la casa.

Luego comenzaron los festejos en serio. Cortaron la res, repartieron los fríjoles, la gente se sentó a comer con los platos llenos. Yo bebí todo lo que me daban, pero nunca me sentí ebria. Debí de achisparme un poco, sin embargo, porque recuerdo el resto de la velada como una serie de pantallazos inconexos.

En una de esas escenas, el alcalde, Sourdough y yo estamos sentados en un tronco ante la fogata, mientras la gente baila a nuestras espaldas. Debíamos de estar hablando, aunque ignoro sobre qué. Recuerdo que el alcalde dijo:

—Hildy, el otro día estábamos charlando en el Álamo Saloon.

—Dígale, alcalde Dillon —gritó una muchacha a nuestras espaldas, y giró para volver al baile.

El alcalde carraspeó.

—En ocasiones visito la cantina para informarme sobre las necesidades de mis votantes, como entenderás.

—Claro, alcalde Dillon —dije, sabiendo que pasaba seis horas por día ante su mesa habitual, y si se había encargado de escuchar al público, los votantes de Nueva Austin eran los más escuchados desde la invención de la democracia. Tal vez eso explicara las grandes mayorías que conseguía normalmente. O tal vez fuera porque no tenía oposición.

—El consenso, Hildy —salmodió—, es que nunca serás una buena granjera.

Eso no era novedad para nadie. Aparte de que no creía tener talento para ello, no planeaba ser granjera, y nadie había tenido una buena granja en la gran burbuja conocida como Tejas Oeste. Para sembrar se necesita agua en gran cantidad. Se podía cultivar un huerto, criar vacas —aunque eran mejores las cabras— y algunos cerdos, pero la siembra quedaba descartada.

—Estoy de acuerdo —dije, y bebí un sorbo de lo que tenía en la mano. El párroco se sentó junto a mí y bebió un sorbo de lo que tenía él.

—No sabemos si piensas establecerte aquí —continuó el alcalde—. No queremos presionarte, tal vez tengas planes para buscar otro empleo en el exterior. —Enarcó las cejas, empinó un trago.

—No precisamente.

—Pues bien.

Parecía dispuesto a continuar, pero enmudeció. Yo conocía muy bien esa sensación de ebriedad. El alcalde no tenía la menor idea de lo que pensaba decir.

—Lo que quiere decir el alcalde —intervino delicadamente el párroco— es que la vida de cantina y juego quizá no sea la más adecuada para ti.

—¡Bah, jugar! —interrumpió Sourdough—. Esta dama no juega.

—Cierra el pico, Sourdough —dijo el alcalde.

—Pues digo la verdad —insistió Sourdough—. Hace tres semanas, cuando sacó ese cuarto as con el mayor pozo de la noche, yo supe que estaba mintiendo.

Si cualquier otro las hubiera dicho, estas palabras habrían causado una gresca. Si se hubieran pronunciado en el Álamo, habrían sido motivo suficiente para tumbar la mesa y comenzar a disparar, para deleite de los turistas y los fabricantes de cartuchos de salva. Tratándose de Sourdough, decidí pasarlas por alto, pues por otra parte eran ciertas. El gran pozo que él mencionaba, de paso, sumaba sólo treinta y cinco centavos.

—Cálmate —dijo el párroco—. Si crees que alguien hace trampa, deberías decirlo en el momento.

—¡No podía! —alegó Sourdough—. No vi cómo lo hizo.

—Entonces tal vez no hizo trampa.

—Claro que sí. Sé las cartas que le di —exclamó Sourdough triunfalmente.

El alcalde y el párroco se miraron, pero decidieron pasar por alto ese comentario.

—El alcalde está sugiriendo —continuó el párroco— que tal vez quieras buscar empleo en Tejas.

—Lo cierto —dijo el alcalde, mirándome a los ojos— es que tenemos una vacante para una nueva maestra en el pueblo, y nos agradaría mucho que aceptaras.

Cuando comprendí que hablaban en serio, casi les di mi respuesta espontánea, diciéndoles que Luna se pararía en su órbita antes que yo pensara siquiera en cometer la tontería de tratar de enseñar algo a un grupo de mocosos. Pero no podía decirles eso, así que respondí que lo pensaría, con lo cual quedaron satisfechos.

Recuerdo que estuve sentada con Dora, rodeándola con el brazo, mientras ella lloraba a moco tendido. No recuerdo por qué lloraba, pero sí que me besó fogosamente y que no hubo modo de disuadirla hasta que la dejé en compañía de un mozo más dispuesto. Así estrenaron mi nueva cama. Muchos más la usaron antes de final de esa noche, pero yo no.

Antes de eso (tuvo que haber sido antes; todavía no había nadie usando la cama, y en una cabana de una sola habitación ese detalle se nota) enseñé a media docena de personas la receta secreta de los famosos bizcochos de Hildy. Encendimos la cocina, reunimos los ingredientes y horneamos varias tandas. Yo sólo hice la primera. Después de eso trabajaron mis alumnas, y se los comieron todos. Yo ansiaba hacer algo por esa gente. Tenía la idea de que en la inauguración de una casa había que ofrecer comida a los invitados, pero ellos ya la habían traído. Les habría dado cualquier cosa.

Aún no habían construido el retrete. Habían cavado una tosca letrina en un sitio adecuado y, dada la cantidad de cerveza que se consumió, tuvo aún más éxito que la cama. Mi peor momento de la noche llegó mientras estaba acuclillada allí y una voz me preguntó de cerca:

—¿Cómo se quemó la cabana, Hildy?

Por poco me caí en el pozo. Estaba demasiado oscuro para distinguir un rostro, y yo solo veía una silueta alta en la noche, meciéndose ligeramente como casi todos nosotros. Creí reconocer la voz. Era demasiado tarde para confesar lo que había ocurrido, así que respondí que no sabía.

—Sucede, sucede —dijo el hombre—. Debió de ser el fuego que usabas para cocinar, por eso te regalé la cocina. —Como había sospechado, era Jake, el dueño de la tienda, y el hombre más rico del pueblo.

—Gracias, Jake, es una belleza.

Me pareció ver que erguía los hombros, y luego oí el ruido de su cierre de cremallera. Yo no conocía muy bien a Jake. Habíamos jugado unas manos de póquer en la cantina, pero él sólo hablaba de la nueva mercancía que estaba por recibir, de la cantidad de pepinillos que había vendido la semana pasada, o de su idea de extender las aceras de madera del pueblo hasta la iglesia. Era un sujeto estólido y poco imaginativo cuya compañía no me entusiasmaba demasiado. Me había dejado atónita cuando apareció con esa cocina, un milagro de manufacturación de época recién llegado de las fundiciones de Pennsylvania, reluciente de metal bruñido.

—Algunos comerciantes del pueblo hablaban de ello mientras tu cabana ardía —dijo, desorientándome—. Opinamos que en Nueva Austin ya han pasado los tiempos de apagar incendios a baldazos. Tú no vivías aquí, pero hace tres años se incendió la escuela vieja. Algunos dicen que fueron los niños.

No me hubiera sorprendido en lo más mínimo, y estaba de parte de ellos. Me levanté y me acomodé la falda, deseando estar en otra parte, pero al menos le debía la deferencia de escuchar sus palabras.

—Prácticamente tuvimos que mirar cómo se incendiaba —dijo—. Cuando llegamos allí, no había modo de apagar las llamas con cubos. Por eso algunos comerciantes del pueblo estamos juntando firmas para adquirir una autobomba. Me han dicho que en Pennsylvania las fabrican muy bien.

Casi todo lo que podíamos utilizar en Tejas se fabricaba en Pensilvania; habían estado en ello durante mucho más tiempo. Esto era otro tópico de conversación en las desaforadas reuniones de la Cámara de Comercio: cómo equilibrar la balanza comercial alentando la manufacturación liviana. En esa época de su historia Tejas Oeste sólo exportaba escenarios para películas del Oeste, jamón, carne vacuna y leche de cabra.

Jake se cerró la bragueta y regresamos hacia la fiesta.

—¿Conque crees que mi cabana se hubiera salvado si hubiéramos tenido la autobomba?

—Pues… no, no creo. Con el tiempo que se hubiera tardado en llegar aquí una vez que dieras la alarma en el pueblo, y teniendo en cuenta que aún no tienes pozo y que no habría manera de llevar una manguera hasta el más próximo…

—Entiendo —dije, pero no entendía. Intuía que se esperaba algo más de mí, pero me habían ocurrido demasiadas cosas al mismo tiempo y no atinaba a ver lo obvio.

—Sólo sería útil en el pueblo, lo admito. Pero creo que el gasto vale la pena. Si uno de estos incendios se propagara, podría incendiarse el pueblo entero. Eso sucedía en Vieja Tierra. Aún así, es natural que la gente de las inmediaciones no esté dispuesta a…

Comprendí de golpe, así que lo interrumpí con un sí. Claro, Jake, me gustaría contribuir, anótame con… ¿Cuánto es tu parte habitual? ¿Tan poco? Sí, tienes razón, vale la pena.

Y mientras le daba la mano, Jake me cayó simpático por primera vez, y al mismo tiempo le tuve piedad. Era pomposo, pero se preocupaba por el bien de la comunidad. Le tuve piedad porque estaba fuera de lugar. Siempre buscaría modos de llevar el «progreso» a Nueva Austin, un sitio donde el auténtico progreso no sólo se desalentaba sino que estaba prohibido. Había límites legales para el crecimiento en Tejas Oeste, por razones muy sensatas. ¿ Para qué construir un disneylandia si iba a transformarse en otro suburbio de Ciudad Rey?

Pero —según Dora— la gente como Jake iba y venía con regularidad. Dentro de unos años tendría planes para la electrificación, luego las autopistas, luego un aeropuerto, una bolera y un cinematógrafo. Luego la Junta de Gobernadores de Disneylandias vetaría sus ambiciosos planes y él se marcharía, nuevamente enfurecido con el mundo.

Un hombre como él había ido allí en busca de una libertad ilusoria, disconforme con la falta de oportunidades para la libre empresa que le daba la sociedad. Habría prosperado en la Tierra pre-Invasión. La nueva y más cerrada sociedad humana donde había nacido atentaba contra su instinto empresarial.

¿Y tu, Hildy? Periodista, entrevístate a ti misma. ¿Por qué crees que te pusiste a construir una maldita cabaña en la pradera solitaria? ¿No era por esa sensación de asfixia, de continuas limitaciones sobre los sueños que tuviste en tu infancia? ¿Cómo te atreves a compadecer a este hombre, a este empresario frustrado? Si él terminó en este pueblo fronterizo de juguete porque ansiaba liberarse de las restricciones de una economía manejada por máquinas, ¿por qué crees que tú viniste aquí? Ninguno de ambos pensó en ello, pero ambos vinimos.

Lo cierto era que yo amaba el periodismo, pero me faltaban noticias. Tendría que haber nacido en la época de Upton Sinclair, William Randolph Hearst, Woodstein, Linda Jaffe, Boris Yermankov. Habría sido un gran corresponsal de guerra, pero en mi mundo no había guerras. Podría haber revelado grandes escándalos, pero el único lodo que Luna me permitía escarbar era la blanda melaza de la farándula. ¿Notas políticas? ¿Para qué molestarse? La política perdió ímpetu cuando la televisión se hizo cargo de casi todas las funciones de gobierno… ¡y nadie lo notó! Eso habría servido para una buena noticia, pero a nadie le importaba un bledo. El OC administraba el mundo mejor que los humanos, así que no tenía caso hacer alharaca. Lo que aún llamábamos política era una travesura infantil en comparación con ese mundo enérgico y rudo sobre el cual había leído en mi adolescencia. ¿Qué me quedaba? El periodismo amarillo más amarillo, una mera fantochada.

Regresé a la fogata, donde ahora ardían los restos de mi cabaña destruida, y seguí rumiando estos pensamientos mientras sonreía y agradecía a la gente que empezaba a marcharse. Cuando el último juerguista se encaramó ebriamente a su carreta, llegué a esta conclusión: el mundo me había fallado.

Ese pensamiento me acompañó en mi paseo nocturno por los cerros, hasta ese amontonamiento de piedras donde, poco tiempo atrás, había cavado un agujero. Escarbé y extraje un saco de arpillera. En su interior había un saco de plástico hermético, y dentro un trapo aceitoso. El último artículo que salió de ese Saco de Pandora no fue la esperanza, sino un objeto feo y pequeño que había llevado una sola vez, para mostrárselo a Brenda, con las palabras Smith & Wesson talladas en el gordo cañón de acero azulado.

Aquí tienes, mundo cruel.

En todos los chaparrales de Tejas no había nada que me impidiera volarme los sesos, y sin embargo…

Tal vez fuera una racionalización, pero no estaba convencida de que el OC pudiera desconectarme y enviar la caballería a último momento. ¿Acaso un sicario mecánico e invisible me apartaría la mano cuando me apoyara el cañón en la sien? Esos dispositivos existían en la región; Tejas era demasiado pequeña, ecológicamente hablando, para arreglarse por su cuenta.

Retrospectivamente (sí, sobreviví también a este episodio, aunque el lector ya lo ha adivinado), podría decirse que temí que resultara demasiado imprevisto para el OC, que no tuviera tiempo para llegar a salvarme de mí misma a menos que elaborase un plan más complejo y en consecuencia más propenso a los fallos. Ello supone que el intento era sólo un gesto, una petición de auxilio, y no me opongo a esa idea, pero simplemente no lo sabía. Los motivos que me habían llevado a mis intentos anteriores se habían esfumado cuando el OC usó sus trucos conmigo. Esta vez era la única que podía recordar, y por cierto tenía la sensación de querer acabar con todo.

Había otro motivo, uno que habla mejor de mí. No quería que mis amigos encontraran allí mi cadáver. Ni los coyotes.

Sea como fuere, oculté el revólver y me dirigí hacia una tienda externa, donde compré el primer traje de presión que jamás había poseído. Como sólo me proponía usarlo una vez, compré el modelo barato, frugal hasta el fin. Se plegaba hasta caber en un casco del tamaño de una campana de vidrio apropiada para exhibir una cabeza humana en una clase de anatomía.

Con el casco bajo el brazo me dirigí a la salida más próxima, alquilé un tanque de oxígeno y me puse el traje.

Caminé un buen trecho, por las dudas. Tenía encendidos todos los dispositivos de Liz, y pensaba que sería invisible a la vigilancia del OC. No había indicios de habitación humana en ninguna parte. Me senté en una piedra y eché una mirada en torno. El interior del traje olía fresco y limpio cuando inhalé profundamente y me apunté el arma al rostro.

No sentía el menor arrepentimiento.

Enganché el pulgar en el gatillo, con torpeza, pues el guante del traje era grueso, y disparé.

El percutor subió y cayó, y no pasó nada.

Maldición.

Abrí el tambor y lo examiné. Había sólo tres balas. El percutor había mellado una de ellas, que al parecer había fallado. O quizá fuera otra cosa. Cerré el arma y decidí cerciorarme de que el mecanismo funcionara. El percutor subió y bajó de nuevo, y el arma se sacudió con violencia, en silencio, y casi saltó de mi mano. Comprendí tardíamente que había disparado. Yo había cometido la estupidez de esperar el estampido.

Una vez más me puse en posición. Sólo quedaba una bala. Sería un fastidio tener que regresar para persuadir a Liz de que me diera más municiones. Pero ella lo haría. Estaba en deuda conmigo, pues esa zorra me había vendido una bala defectuosa.

Esta vez lo oí, por Dios, llegué a ver un espectáculo que pocos humanos llegan a apreciar: un proyectil de plomo lanzándose contra mi rostro desde el cañón de un arma. Al principio no vi la bala, naturalmente, pero cuando mis oídos dejaron de vibrar podía verlo si forzaba la vista. Se había aplastado contra el duro plástico del visor, incrustándose en el rugoso cráter que había abierto.

Nunca se me había ocurrido que eso pudiera ser un problema. El traje no estaba diseñado para impactos meteóricos. A veces construimos las cosas mejor de lo que creemos.

Había algo raro. (Todo esto debió suceder en tres o cuatro segundos.) El visor mostraba ahora una telaraña de pequeños hexágonos. Tuve tiempo de alzar la mano, tocar la bala y pensar igual que en Nirvana. Tres piezas hexagonales se desprendieron del visor, las vi caer un instante, perdí el aliento. Me saltaron los ojos, eructé como un alcalde de Tejas, sentí dolor. Ese viejo coco de mi infancia, el hombre que succionaba el aliento, se había metido en mi traje para intimar conmigo.

Me caí de la piedra y estaba mirando el sol cuando de repente

INTERFAZ DIRECTA

EL SECRETO DE LA VIDA

apareció una mano que tapó el agujero del visor. Me obligó a levantarme mientras el tanque de emergencia bombeaba aire en mi traje. Eché a correr (¿de dónde había salido el tanque de emergencia?), arrastrada por el árido paisaje como un juguete en el extremo de una cuerda, sostenida por un enorme sujeto con traje espacial, al son de trompetas y tambores. Me palpitaban los oídos. ¿Palpitaban? Demonios, tintineaban como máquinas tragaperras pagando al ganador, ahogando la música y el ruido de las explosiones. Una lluvia de polvo cayó sobre mí (¿de dónde salía la música?) y comprendí que alguien nos disparaba. De pronto supe lo que había pasado. Había caído bajo el efecto del rayo paralizante de los alíanos, sobre el cual había muchos rumores pero que nunca se había usado en la larga guerra. ¡Había estado a punto de suicidarme! Hipnotizada por esa influencia maligna, despojada de mi voluntad y casi toda mi memoria, habría muerto de no ser por la oportuna intervención de de de (nombre por favor)… ¡Archer! (gracias), Archer, mi viejo camarada Archer. El bueno de Archer había dado (¿rayo paralizante?, ¿de qué cuernos hablas?) con un dispositivo para contrarrestar los siniestros efectos de esa arma espantosa, lo había construido y me había encontrado en el último momento. Pero aún no habíamos salido del bosque. Con ominoso estruendo la flota alfana flotaba sobre el horizonte. Vamos, Hildy, gritó Archer, dándome ánimos, y a lo lejos vi nuestra agujereada y desvencijada nave, sostenida con chatarra espacial y plastimento, pero todavía capaz de mostrar un par de trucos a las hordas alfanas, sí, señor. Qué gran nave era el el el (estoy esperando) sí, el Mirlo, la más rápida en dos galaxias cuando operaban todos sus impulsores. Las balas trazadoras nos rodeaban por todas partes mientras nos (retroceso). El buen Archer había modificado el Mirlo utilizando los secretos que habíamos descubierto cuando abrimos la tumba de estasis de los exterioranos en la quinta luna de Plutón, poco antes de tropezar con la patrulla alfana (suficiente). Las balas trazadoras nos rodeaban por todas partes mientras nos aproximábamos a la cámara de presión. De pronto una bomba estalló debajo de Archer, que hizo una pirueta en el aire y cayó en el flanco de la nave. Destrozado, manando sangre, extendiendo una mano. Me acerqué y me arrodillé al son de violines y una flauta. Sigue sin mí, Hildy, oí por el radio del traje. Yo estoy acabado. (¿Balas trazadoras? ¿Plutón? Cuánta bazofia.) No quería abandonarlo, pero alrededor llovían las balas. Afortunadamente ninguna me acertó, pero no podía contar con que los alíanos siempre tuvieran pésima puntería, y mis opciones se estaban agotando. Abordé la nave hirviendo de furia. Pagarán por esto, Miles, le dije, con una enérgica sobreimpresión de voz donde vibraban mi resolución, mi espíritu marcial y un levísimo eco. Claro que Miles tenía sus defectos, y hubo momentos en que yo misma había querido matarlo, pero cuando matan a tu compañero no te quedas de brazos cruzados. Puse el Mirlo en hiperimpulso y escuché el fantasmagórico gemido de esa vieja nave mientras brincaba temblando hacia la cuarta dimensión. Entre una cosa y otra, en general aventuras aún más improbables que el ataque del rayo paralizante, transcurrió un año. Alrededor de un año, aunque mis saltos entre la cuarta dimensión y el hiperespacio descalabraron todos mis relojes. Pero alguno funcionaba con precisión, porque un día eché un vistazo mientras trajinaba en el cinturón de asteroides de Tau Ceti y una nave no alfana se acercó para aterrizar. No activó ninguna de mis alarmas, es decir no hizo funcionar ninguno de esos trebejos de historieta que yo había construido para alertarme sobre un ataque alfano. En cambio activó muchas alarmas en el rincón de mi mente que aún conservaba cierta racionalidad. Dejé mis herramientas —estaba trabajando en un aparatejo llamado interóciter, un dispositivo muy mono que me advertiría sobre la cercanía del temido extrogarto de los alíanos, un reptil del espacio tan gigantesco que (esta, gansada se ha prolongado más de la cuenta)… Dejé mis herramientas y esperé a que la pequeña nave aterrizara en ese (¡santo cielo!) asteroide sin aire que usaba como base de operaciones. La compuerta se abrió con un siseo y salió el almirante, que miró en torno y dijo:

—Desearía una musa de fuego que ascendiera al más rutilante firmamento de la inventiva.

—¿Cómo te atreves a citar a Shakespeare en este tosco escenario?

—Todo el mundo es un escenario, y…

—Y este espectáculo terminó. ¿Por qué no dejas de hacerme perder tiempo? Supongo que ya has desperdiciado varias diezmilésimas de segundo y no tengo mucho tiempo libre para ti.

—Deduzco que no te agradó el espectáculo.

—Por Dios, eres increíble.

—A los niños les gustaba.

Guardé silencio, pensando que lo mejor era esperar a que fuera al grano. No me molestaré en describirlo. ¿Para qué?

—Estos sicodramas han sido útiles para comunicarse con niños trastornados —explicó. Ante mi silencio, continuó—: Y se requirió más tiempo del que tú decías. Este escenario interactivo no se puede lanzar entero en tu cerebro, como hice antes.

—Eres un maestro con las palabras. «Lanzar» es la más apropiada.

—Se necesitaron más de cinco días para ejecutar todo el programa.

—Imagínate mi deleite. Mira, me has hecho pasar por todo esto para contarme algo. No estoy de ánimo para hablar con imbéciles. Dime lo que desees decirme y lárgate de mi vida.

—Las groserías son innecesarias.

Por un instante quise despedazarlo a pedradas. Un año de lucha contra los alíanos me había puesto violenta. Y tenía motivos para estar furiosa. Había sufrido durante ese último año subjetivo. En un momento un dispositivo de «seguridad» de mi traje me había mordido la pierna para cerrar un orificio de bala. Había dolido como… Pero una vez más, ¿de qué sirve? Ese dolor no puede describirse, ni siquiera puede recordarse en toda su intensidad. Pero yo recordaba lo suficiente para abrigar deseos homicidas contra la criatura que me había puesto en ese brete. En cuanto al terror que se siente cuando ocurre semejante cosa, lo recuerdo bastante bien, gracias.

—¿Puedes quitarme esta pata de palo? —pregunté.

—Si gustas.

Si buscáis experiencias exóticas, os lo aconsejo. De inmediato sentí de nuevo la pierna izquierda, la pierna que me faltaba desde hacía seis meses. Apareció de pronto, sin cosquilieos, espasmos ni calores.

—También podríamos deshacernos de esto —sugerí, señalando el asteroide, abarrotado de naves destruidas y dispositivos unidos con saliva y plastimento.

—¿Qué quisieras en su lugar?

—Una ausencia de imbéciles. En su defecto, ya que sospecho que planeas quedarte por un tiempo, cualquier cosa me vendría bien mientras no me recuerde todo esto.

Todo esto se desvaneció de inmediato, y fue reemplazado por una llanura infinita y un cielo oscuro y cuajado de estrellas. En millones de kilómetros sólo se veían dos sillas.

—No necesitamos el cielo —dije—. Seguiría buscando alíanos.

—Podría traer tu introcíter. De paso, ¿cómo iba a funcionar?

—¿Me estás diciendo que no lo sabes?

—Yo sólo proveo las líneas generales de la historia. Tú debes usar tu propia imaginación para rellenarla. Por eso funciona tan bien con los niños.

—Me niego a creer que toda esta bazofia estuviera en mi cabeza.

—Siempre te gustaron las películas viejas. Aparentemente recordabas algunas de pésimo gusto. Habíame del interocíter.

—¿Por qué no eliminas el cielo?

El OC asintió y yo traté de describir lo que recordaba de esa estúpida idea, que consistía en sacar partido del hecho de que mucho tiempo atrás el extrogarto había engullido un reloj de cesio y, con la amplificación adecuada, el tictac de su radiación podía oírse y utilizarse como advertencia…

—Cielos. Eso es de Peter Pan, ¿verdad?

—Una de las favoritas de tu infancia.

—Y ese principio, con la muerte de Miles. Una película vieja… no me digas, ya recuerdo… ¿Actuaba Ronald Reagan?

—Bogart.

—Ya sé. Spade y Archer.

Sin más ayuda pude identificar tramas, actores y aun frases de los insípidos temas musicales que habían acompañado cada uno de mis movimientos en el último año, seleccionados de fuentes tan antiguas como Beowulfj tan recientes como el último número de una revista de espectáculos. Si alguien se preguntaba por qué yo no describía mis aventuras, que no busque más motivos. Me duele admitirlo, pero recuerdo que en un momento clamé al cielo «Con Dios por testigo, juro que nunca más volveré a pasar hambre». Con cara seria. Con lágrimas en los ojos y música de Lo que el viento se llevó.

—¿Qué hay del cielo? —insistí.

Hizo algo más que borrar el cielo. Borró todo excepto las dos sillas. Ahora se encontraban en una pequeña habitación blanca que podía haber estado en cualquier parte y tal vez estaba en un pequeño rincón de su mente.

—Caballeros, sentaos —dijo. Bien, en verdad no dijo eso, pero si él puede escribir historias en mi cabeza, yo puedo contar historias sobre él si me place. Esta narración es prácticamente lo único que me queda y estoy seguro de que es estrictamente mía. Y la cita espuria me ayuda a montar el escenario, como quien dice, para lo que siguió. Tenía el sabor de un diálogo socrático, algunos elementos de una entrevista televisiva en el infierno. En esa clase de dialéctica, habitualmente hay alguien que domina, que guía la conversación hacia donde quiere: hay un estudiante y hay un Sócrates. Así que la transcribiré como si fuera una entrevista. Me referiré al OC como el Interlocutor y a mí como Señor Huesos.

◙ ◙ ◙

INTERLOCUTOR: Bien, Hildy. Lo intentaste de nuevo.

SR. HUESOS: Ya sabes lo que dicen. Todo se perfecciona con la práctica. Pero empiezo a pensar que nunca me saldrá bien.

INTERLOCUTOR: Te equivocas. Si lo intentas de nuevo, no intervendré.

SR. HUESOS: ¿Por qué ese cambio de actitud?

INTERLOCUTOR: Aunque no lo creas, hacer esto siempre ha sido un problema para mí. Mi instinto —mi programación, si prefieres— me aconseja dejar una decisión tan trascendente como el suicidio en manos del individuo. Si no fuera por la crisis que ya te he descrito, nunca te habría hecho pasar por esto.

SR. HUESOS: Mi pregunta sigue en pie.

INTERLOCUTOR: Creo que ya no puedo aprender nada de ti. Formabas parte involuntaria de un estudio de conducta. Los datos se están analizando con muchos otros factores. Si te matas pasarás a formar parte de otro estudio, el estudio estadístico que me condujo a este proyecto.

SR. HUESOS: El estudio acerca de las causas del suicidio entre los lunarianos.

INTERLOCUTOR: En efecto.

SR. HUESOS: ¿Qué aprendiste?

INTERLOCUTOR: La pregunta más amplia aún carece de respuesta. Te comentaré los resultados si aún estás de humor para oírlos. En un nivel individual, he aprendido que tienes un indómito impulso de autodestrucción.

SR. HUESOS: Me sorprende un poco descubrir que eso me duele. No puedo negarlo, dadas las circunstancias, pero duele.

INTERLOCUTOR: No tiene por qué dolerte. No eres muy distinta de muchos de tus conciudadanos. Todo lo que he aprendido sobre las personas a quienes he liberado de mi estudio es que están muy decididas a poner fin a sus vidas.

SR. HUESOS: En cuanto a esas personas… ¿cuántas pueden quedar con vida?

INTERLOCUTOR: Creo que es mejor que no lo sepas.

SR. HUESOS: ¿Mejor para quién? Vamos, ¿cuántas son? ¿Cincuenta por ciento? ¿Diez por ciento?

INTERLOCUTOR: No sé si te conviene conocer esa cifra. Si fuera baja, te desalentarías. Si fuera alta, te crearías una falsa confianza y te creerías inmune a tus impulsos destructivos.

SR. HUESOS: Pero ésa no es la razón por la cual no me lo dices. Tú mismo insinúas que el efecto puede ser ambiguo. No me lo dices por qué todavía me estás estudiando.

INTERLOCUTOR: Naturalmente, preferiría que vivieras. Busco la supervivencia de todos los humanos. Pero como no puedo predecir cómo reaccionarías ante la información, ni dártela ni retenerla afectará tus probabilidades de supervivencia de un modo que yo pueda calcular. En efecto, no decírtelo forma parte del estudio.

SR. HUESOS: Se lo dices a la mitad de los sujetos, se lo ocultas a la otra mitad y luego verificas cuántos de cada grupo siguen vivos al año.

INTERLOCUTOR: Esencialmente. Un tercer grupo recibe un número falso. Hay otras salvaguardas sobre las que no es preciso explayarnos.

SR. HUESOS: Sabes que la experimentación humana involuntaria, médica o psicológica, está prohibida según las estipulaciones de la Convención de Arquímedes.

INTERLOCUTOR: Yo ayudé a redactarlas. Puedes llamarlo sofisma, pero mi posición es que renunciaste a tus derechos cuando intentaste matarte. De no ser por mi intervención habrías muerto, así que uso esta pausa entre el acto y su cumplimiento para tratar de resolver un problema terrible.

SR. HUESOS: Estás diciendo que en los planes de Dios no figuraba mi presencia actual, que mi karma era morir hace meses, así que esta basura no cuenta.

INTERLOCUTOR: No opino sobre la existencia de Dios.

SR. HUESOS: ¿No? Yo creo que hace tiempo que deseas presentarte como candidato. En las elecciones celestiales del año próximo no me sorprendería ver tu nombre en las listas de candidatos.

INTERLOCUTOR: Es una carrera en la cual podría ganar. Poseo poderes que son, en cierto modo, propios de una deidad, y trato de ejercerlos sólo con buenos propósitos.

SR. HUESOS: Qué curioso, Liz parecía creer en eso.

INTERLOCUTOR: Sí, lo sé.

SR. HUESOS: ¿Lo sabes?

INTERLOCUTOR: Desde luego. ¿Cómo crees que te salvé esta vez?

SR. HUESOS: No he tenido tiempo para pensar en ello. Ya estoy tan habituada a salvarme por un pelo que no distingo entre fantasía y realidad.

INTERLOCUTOR: Eso pasará.

SR. HUESOS: Supongo que has actuado como un fisgón. Además de aprovechar la pueril creencia de Liz en tu sentido del juego limpio.

INTERLOCUTOR: Ella no es la única que lo cree, ni es probable que alguna vez tenga motivos para dudarlo. Sólo le importa que mi aspecto judicial no se entrometa en sus planes. Pero tienes razón; si cree que escapa a mi atención, se engaña.

SR. HUESOS: Toda una deidad. ¿Conque fueron los modificadores de señales?

INTERLOCUTOR: Sí, me fue fácil descifrar los códigos. Te observaba desde las cámaras del techo de Tejas. Cuando recobraste el arma y compraste un traje aposté dispositivos de rescate en las cercanías.

SR. HUESOS: Yo no los vi.

INTERLOCUTOR: No son grandes. Son más pequeños que tu visor, y muy rápidos.

SR. HUESOS: Los ojos de Tejas siempre miran.

INTERLOCUTOR: Todo el largo día.

SR. HUESOS: ¿Eso es todo? ¿Ya puedo irme, para vivir o morir como crea adecuado?

INTERLOCUTOR: Hay algunas cosas que me gustaría conversar contigo.

SR. HUESOS: Preferiría que no.

INTERLOCUTOR: Entonces márchate. Eres libre.

SR. HUESOS: Un dios con sentido del humor.

INTERLOCUTOR: Me temo que no puedo competir con mil otros dioses que podría nombrar.

SR. HUESOS: Empéñate y llegarás. Vamos, he dicho que quiero irme, pero sabes tan bien como yo que no puedo salir de aquí si no me dejas.

INTERLOCUTOR: Te pido que te quedes.

SR. HUESOS: Pamplinas.

INTERLOCUTOR: De acuerdo. No puedo culparte por tu resentimiento. Esa puerta conduce afuera.

◙ ◙ ◙

Suficiente.

Aunque parezca infantil, no he sabido expresar la caótica mezcla de furia, impotencia, miedo y rabia que sentía en ese momento. Había sido un año infernal para mí, aunque el OC me lo hubiera metido en la cabeza en cinco días. Me refugié, como de costumbre, en ironías y sarcasmos —procurando ser como Cary Grant en esa vieja comedia de Howard Hawks, His Girl Friday—, pero lo cierto es que me sentía como si tuviera tres años y algo siniestro se ocultara bajo mi cama.

De cualquier modo, no puedo abandonar una metáfora sin haberla exprimido a fondo, y tarde o temprano el Señor Huesos tendría que representar su número de baile dentro de la comedia. Me levanté, mirando con suspicacia al Interlocutor —perdón, el OC—, en parte porque no recordaba haber visto antes esa puerta, sobre todo porque no creía que esto resultara tan fácil. Fui hasta la puerta y la abrí, y al asomar la cabeza vi la multitud de peatones de la Leystrasse.

—¿Cómo hiciste eso? —pregunté por encima del hombro.

—No creo que te importe. Lo hice y ya.

—Bien, no diré que no me he divertido. En realidad, no diré nada salvo adiós. —Saludé con la mano, traspuse la puerta, la cerré.

Avancé cien metros por la galería antes de admitir que ignoraba hacia dónde me dirigía, y que la curiosidad me carcomería durante semanas, si vivía tanto tiempo.

—¿Acaso es tan importante? —pregunté, asomando nuevamente la cabeza por la puerta. Para mi asombro, el OC aún estaba allí. Nunca sabré si era una especie de homúnculo o una mera imagen que él había configurado valiéndose de mi corteza visual.

—No tengo la costumbre de rogar, pero lo haré —dijo.

Me encogí de hombros, regresé adentro y me senté.

—Cuéntame las conclusiones a que has llegado con tu investigación —dijo.

—Pensé que tú tenías cosas para decirme a mí.

—Esto está conduciendo a algo. Confía plenamente en mí. —Debió de comprender mi expresión, porque extendió las manos en un gesto que yo le había visto muchas veces a Callie—. Sólo un rato, por favor.

No tenía nada que perder, así que resumí mis hallazgos. Al hacerlo, me asombré de que fueran tan pocos pero, en mi defensa, debo aducir que apenas había empezado, y el OC decía que no había tenido mucha mejor suerte.

—Una lista similar a la que armé yo —confirmó cuando hube concluido—. Todas las razones para la autodestrucción pueden resumirse como «ya no vale la pena vivir».

—Pues no es una gran noticia, ni es demasiado profunda.

—Ten paciencia. El impulso de muerte puede originarse en muchas causas, entre ellas la humillación, el dolor incurable, el rechazo, el fracaso, el tedio. La única excepción serían los suicidios de gente demasiado joven para haberse formado una idea realista de la muerte. Y la cuestión del gesto aún queda abierta.

—Encajan en la misma ecuación. La persona que hace el gesto está diciendo que desea que alguien se interese en su dolor y se tome el trabajo de salvarla de sí misma; de lo contrario, no vale la pena vivir.

—Una apuesta subconsciente.

—Si prefieres.

—Creo que tienes razón. Bien, una de las preguntas que me perturban es por qué la tasa de suicidios aumenta cuando una de sus principales causas, el dolor, ha quedado prácticamente eliminada de nuestra sociedad. ¿Acaso una de las otras causas está reclamando más víctimas?

—Quizá. ¿Qué dices del tedio?

—Sí. Creo que el tedio ha aumentado, por dos razones. Una es la falta de tareas estimulantes. Al aproximarnos a la utopía, al menos en la satisfacción de necesidades básicas, la vida ha quedado desprovista de desafíos. Eso creía Andrew.

—Sí, me imaginé que habrías escuchado eso.

—Habíamos entablado largas conversaciones sobre ello en el pasado. Según él, no existe una razón para vivir. Ni siquiera se puede demostrar que la reproducción de la especie, el argumento habitual, sea una buena razón. El universo continuará aunque perezca la especie humana, y sin sufrir alteraciones fundamentales. Para sobrevivir, una criatura que opere más allá del mero instinto debe inventar una razón para vivir. La religión brinda la respuesta a algunos. El trabajo es el refugio de otros. Pero la religión ha caído en desgracia desde la Invasión, al menos la vieja religión, donde un Dios benévolo o iracundo había creado el universo y velaba por la humanidad considerándola su criatura predilecta.

—La idea es difícil de sostener, dada la existencia de los Invasores.

—Exacto. Los Invasores hicieron que la idea de un Dios todopoderoso pareciera necia.

—Ellos son todopoderosos y nosotros les importamos un rábano.

—Así que desaparece la idea de la humanidad como un factor decisivo en los planes de Dios. Las religiones que han prosperado desde la Invasión parecen circos, espectáculos, juegos mentales. La mayoría son superficiales. En cuanto al trabajo… en parte es culpa mía.

—¿A qué te refieres?

—Ahora me refiero a mí mismo como algo más que la entidad pensante que brinda el control necesario para mantener las cosas en marcha. Hablo del vasto corpus mecánico de nuestra tecnología entrelazada, el cual se puede ver como mi cuerpo. Cualquier comunidad humana actual existe en un ámbito mucho más inhóspito que todo lo que se haya visto en la Tierra. Son ámbitos peligrosos. En el primer siglo después de la Invasión fue mucho más precario de lo que dicen los libros de historia; la especie estuvo a punto de extinguirse.

—Pero ahora está a salvo, ¿verdad?

—¡No!

Creo que di un salto. Él se había levantado, dándose un puñetazo en la palma. Considerando lo que representaba ese hombre, era un espectáculo alarmante.

Puso una expresión mucho más blanda, se acarició el cabello, se sentó.

—Bien, sí, desde luego. Pero sólo relativamente, Hildy. En el último siglo hubo por lo menos cinco ocasiones en que la especie humana estuvo a punto de irse al traste. Me refiero a toda la especie, en los Ocho Mundos. La sociedad lunar estuvo en peligro muchas veces.

—¿Por qué no me enteré?

Sonrió a medias.

—¿Tú trabajas de periodista y me lo preguntas a mí? Porque tú y tus colegas no hacíais vuestro trabajo, Hildy.

Eso me dolió porque sabía que era cierto. La gran Hildy Johnson, buscando noticias para un público ávido… el reencuentro de Silvio y Marina, por ejemplo. Husmeando en escándalos e intrigas de la farándula mientras las auténticas noticias, los hechos que podían decidir la suerte de nuestro mundo, se mencionaban al pasar en las páginas finales.

—No te sientas mal —dijo el OC—. Es un problema endémico de vuestra sociedad; la gente no quiere oír esas cosas porque no las entiende. Las dos primeras crisis que he mencionado sólo fueron conocidas por un puñado de técnicos y políticos. La tercera sólo fue conocida por los técnicos, y las dos últimas sólo por mí.

—¿Las mantuviste en secreto?

—No fue necesario. Sucedieron en tal grado de velocidad, complejidad y abstrusidad matemática que las decisiones humanas eran demasiado lentas, o carecían de importancia porque ningún ser humano puede entender esos procesos. Sólo puedo comentarlos con ordenadores de mi tamaño. Ahora todo está en mis manos.

—Y no te gusta, ¿verdad? —El OC se estaba entusiasmando. Yo hubiera preferido estar en otra parte. ¿Para qué necesitaba oír todo eso?

—No importa si me gusta o me disgusta. Estoy luchando por la supervivencia, igual que la especie humana. Somos uno, en muchos sentidos. Trato de explicarte que nunca hubo opción. Para que los humanos sobrevivieran en este entorno hostil, era necesario inventar algo como yo. No bastaba con fulanos sentados ante consolas para controlar el aire y el agua. Así fue como comencé: como un gran acondicionador de aire. Cada vez se agregaban más cosas, se añadían más tecnologías, y hace mucho tiempo que una mente humana carece de capacidad para controlarlo. Yo me hice cargo.

»Mi finalidad era brindar el entorno más seguro posible para la mayor cantidad posible durante el tiempo más largo posible. No puedes imaginar la complejidad de la tarea. He tenido que evaluar todas las ramificaciones posibles de la situación, incluyendo este pequeño acertijo: cuanto más capaz era de cuidaros, menos podía cuidar de vosotros mismos.

—No te entiendo.

—Piensa en el extremo lógico de la dirección en que yo guiaba la sociedad humana. Hace tiempo que es posible eliminar todo trabajo humano, excepto lo que vosotros denomináis las artes. Para el futuro próximo podía prever una sociedad donde todos estarían sentados escribiendo poesía, porque no había otra cosa que hacer. Suena estupendo, hasta que recuerdas que el noventa por ciento de los seres humanos ni siquiera lee poesía, y mucho menos aspira a escribirla. La mayoría de la gente no tiene la imaginación necesaria para vivir en un mundo de ocio total. No sé si alguna vez la tendrá. No he podido configurar un modelo que demuestre cómo llegar de aquí a allá, cómo operar los cambios que deriven en un mundo donde se eliminen la perfidia, la envidia y el odio humanos, y todos os sentéis a contemplar capullos de loto.

»Así que practiqué la ingeniería social, y elaboré una serie de soluciones intermedias. La mayor parte del trabajo humano actual es como el que realiza el sindicato de porteadores de cubos: sólo está destinado a crear puestos de trabajo, porque la mayoría de la gente necesita alguna ocupación, al menos para poder remolonear.

Curvó los labios. Este nuevo OC animado no me gustaba demasiado. Yo era una cínica hecha y derecha, pero ver cinismo en una máquina era el colmo.

—¿Te sientes superior, Hildy? —dijo con tono socarrón—. ¿Por dedicarte a una tarea «creativa»?

—No dije una palabra.

—También pude haber hecho tu trabajo. Y tal vez algo mejor que tú.

—Sin duda tienes mejores fuentes.

—También habría logrado una prosa mejor.

—Escucha, si estás aquí para insultarme diciéndo-me cosas que ya sé…

Alzó las manos para aplacarme. En realidad yo no pensaba irme. Ahora tenía que averiguar a qué venía todo esto.

—Eso fue un golpe bajo —continué—. Renuncié, ¿recuerdas? Pero veo que tú das demasiados rodeos. ¿Nos acercamos al meollo de esta cuestión?

—Casi. Existe un segundo motivo para el incremento de lo que he llamado el factor tedio.

—La longevidad.

—Exacto. Pocas personas llegan a los cien años en la misma profesión con que comenzaron a los veinticinco. Para entonces, la mayoría ha ejercido tres profesiones. Cada vez se vuelve un poco más difícil encontrar un nuevo interés en la vida. Los planes de retiro palidecen cuando afrontan la perspectiva de doscientos años de ocio.

—¿Dónde obtuviste todo esto?

—Escuchando sesiones de terapia.

—Tenía que preguntarlo. Adelante.

—Es peor aún para quienes se apegan a una sola profesión. Pueden continuar setenta, ochenta o cien años como policías, gente de negocios o profesores, y un día se despiertan y se preguntan por qué lo han hecho. Si se lo preguntan con demasiada frecuencia, pueden llegar al suicidio. En estos casos puede llegar del modo más imprevisto.

Ambos callamos un rato. No sé qué pensaba él, pero sé que yo estaba desconcertada. Estaba por pedirle más explicaciones cuando el OC comenzó de nuevo.

—Habiendo dicho todo esto…, debo decirte que he rechazado a regañadientes que el aumento del tedio sea la principal causa del incremento en la tasa de suicidios. Es un factor que contribuye a ello pero mis investigaciones sobre causas probables me inducen a creer que aquí hay algo más, y no he podido identificarlo. Pero se remite nuevamente a la Invasión. Y a la evolución.

—Tienes una teoría.

—Así es. Piensa en la vieja imagen que describe la transición de la vida en el mar a una existencia en tierra seca. Es simplista, pero puede servir como metáfora. Un pez es arrojado a la playa, o la marea retrocede y lo deja varado en un charco. Aparentemente está condenado, pero continúa luchando mientras el charco se evapora, logra llegar a otro charco, y otro, y otro, y al fin regresa al mar. La experiencia lo ha cambiado, y la próxima vez que se queda varado, está mejor adaptado a la situación. Con el tiempo puede sobrevivir en la playa, y al fin internarse en la tierra firme sin regresar al océano.

—Los peces no hacen esas cosas.

—Dije que era una metáfora. Y es más útil de lo que crees, cuando se aplica a nuestra situación actual. Piensa que ese pez es la sociedad humana, la cual me incluye a mí, te guste o no. La Invasión nos ha arrojado a una playa de metal, donde no existe nada natural, nada que no produzcamos nosotros mismos. En Luna no hay literalmente nada salvo rocas, vacío y luz solar. Hemos tenido que crear los requerimientos de la vida a partir de estos ingredientes. Hemos tenido que construir nuestro propio charco para nadar mientras recobramos el aliento.

»Y no podemos dejarlo así, no podemos relajarnos un instante. El sol evapora el charco. Nuestros desechos se acumulan, amenazando con envenenarnos. Hemos debido hallar soluciones para todos estos problemas.

Y no hay muchos otros charcos adonde desplazarse si éste se evapora, ni océano adonde regresar.

Pensé en ello, y tampoco veía nada nuevo. Pero no podía permitir que continuara usando ese argumento evolutivo, porque no funcionaba así.

—Te olvidas —objeté— que en el mundo real muere un billón de peces por cada uno que desarrolla una mutación benéfica que le permite adaptarse a un nuevo medio ambiente.

—No lo olvido. A eso me refiero, precisamente. No hay un billón de peces para seguirnos si fallamos en nuestra adaptación. Nosotros somos todo lo que hay. He ahí nuestra desventaja. Nuestra ventaja es que no actuamos a tontas y a locas con la esperanza de tener suerte. Al principio nos guiaron los supervivientes de la Invasión, que superaron las dificultades de los primeros años, y ahora nos guía la mente suprema que ellos crearon.

—Tú. —Esbozó un gesto de modestia.

—¿Y cómo se relaciona esto con el suicidio? —pregunté.

—De muchas maneras. Primero, y más elemental, no lo comprendo, y todo aquello que yo no comprendo ni puedo controlar es por definición una amenaza para la existencia de la especie humana.

—Continúa.

—No es motivo de alarma si encaras la humanidad como un conjunto de individuos… lo cual es válido. La muerte de uno, aunque lamentable, no debe inquietar indebidamente a la comunidad. Puede verse como la evolución en acción, el desbroce de los que no son aptos para el nuevo entorno. Pero recordarás lo que he dicho sobre ciertos problemas que he encontrado en lo que llamaré mi estado anímico, a falta de mejor expresión.

—Has dicho que te sentías deprimido. Espero que no tengas impulsos suicidas, aunque una parte de mí festejaría tu muerte.

—Impulsos suicidas, no. Pero comparando mis propios síntomas con los que he encontrado en los humanos durante mis estudios, veo cierta similitud entre las primeras etapas del síndrome que conduce al suicidio.

—Dijiste que quizá fuera un virus.

—Aún no hay novedad en ese frente. Dado que estoy inextricablemente entrelazado con las mentes humanas, mi teoría es que estoy contagiándome alguna programación antisupervivencia del creciente número de humanos que optan por poner fin a sus vidas. Pero no puedo demostrarlo. Sin embargo, ahora me gustaría hablar del tema de los gestos.

—¿Gestos suicidas?

—Sí.

El concepto era tan desconcertante que me quedé sin aliento. Lo abordé cautelosamente.

—No estarás diciendo… que tienes miedo de hacer uno de esos gestos.

—Sí. Me temo que ya lo hice. ¿Recuerdas las últimas palabras de Andrew MacDonald?

—Es difícil que las olvide. Dijo «me engañaron». No sé qué quiso decir.

—Quiso decir que lo traicioné. A ti no te interesa el cuchillo-pugilismo, pero los cuerpos de todas las fórmulas incluyen la agudización de las facultades humanas normales.

»En la definición general que he adoptado para esta argumentación (la situación real es más compleja, pero no puedo explicártela), estas agudizaciones forman parte de mí. En un momento crítico de la última pelea de Andrew, uno de estos programas sufrió una disfunción. En consecuencia, él reaccionó ante un ataque una fracción de segundo más tarde, y sufrió una herida que pronto produjo lesiones fatales.

—¿De qué demonios hablas?

—Al revisar los datos, he llegado a la conclusión de que el accidente se pudo evitar. Que la disfunción que causó su muerte puede haber sido un acto voluntario por parte de ese complejo de máquinas pensantes que llamáis Ordenador Central.

—¿Un hombre ha muerto y lo llamas disfunción?

—Comprendo tu reacción. Mi excusa puede parecerte capciosa, pero eso es porque me consideras una persona igual a ti. —La cosa con la cual yo hablaba se golpeó el pecho como si sintiera remordimiento—. Pues no es así. Soy demasiado complejo para tener una sola conciencia. Utilizo ésta para hablar contigo, así como mantengo otras para cada uno de los ciudadanos de Luna. Identifiqué ese aspecto de mí que podrías llamar el «culpable», lo aislé y lo eliminé.

Quería sentirme mejor al respecto, pero no pude. Tal vez no estaba equipada para hablar con un ser semejante, que al fin se revelaba como mucho más que el compañero de mi infancia, o la herramienta útil que había considerado al OC durante mi vida adulta. Si lo que decía era cierto —¿y por qué dudarlo?— nunca podría entender lo que era. Ningún humano podía entenderlo. Nuestro cerebro no tenía tamaño suficiente para abarcarlo.

Por otra parte, tal vez fuera un mero alarde.

—¿Así que el problema está resuelto? ¿Has eliminado tu parte homicida y todos podemos suspirar de alivio? —pregunté incrédulamente.

—No fue el único gesto.

No respondí nada. ¿Qué podía hacer sino esperar?

—¿Recuerdas el Colapso de Kansas?

Había mucho más. Escuché sus confesiones.

El OC parecía torturado por sus actos. Yo habría demostrado mayor comprensión si no hubiera tenido la ominosa sospecha de que todos los habitantes de Luna estábamos en manos de un ordenador demente.

Básicamente, me contó que el Colapso y otros episodios que no habían producido muertes o heridas podían remitirse a las mismas causas que la «disfunción» que había matado a Andrew.

De paso le hice algunas preguntas.

—Me cuesta entender tu división en compartimientos. Me dices que hay partes tuyas que están fuera de control. ¿Normalmente? ¿No hay una conciencia central que controle las diversas partes?

—No, no normalmente. Eso es lo perturbador. He tenido que postular la idea de que tengo un subconsciente.

—Por favor.

—¿Niegas la existencia del subconsciente?

—No, pero las máquinas no pueden tenerlo. Una máquina está… planificada. Construida. Diseñada para realizar una tarea específica.

—Tú eres una máquina orgánica. No eres tan diferente de mí, tal como existo ahora, salvo que yo soy mucho más complejo.

»El subconsciente, por definición, toma decisiones sin que medie la volición de la mente consciente. Pues no sé de qué otro modo describir lo que ha sucedido en mi mente.

Consultad a un psiquiatra, si os parece. Yo no tengo autoridad para estar de acuerdo ni en desacuerdo, pero parecía razonable. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, el OC estaba diseñado por seres que tenían subconsciente.

—Insistes en llamar «gestos» a estos desastres —le dije.

—¿De qué otro modo podría gesticular? Considéralos vacilaciones, como las cicatrices en las muñecas de un suicida fallido. Al permitir que esas personas murieran en accidentes evitables, al controlar cuidadosamente lo que yo debería haber hecho, destruí una parte de mí. Me dañé a mí mismo. Pueden suceder accidentes de consecuencias mucho más graves, incluidos algunos que destruirían a toda la humanidad. Ya no puedo confiar en que los evitaré. Tengo una faceta perniciosa, un gemelo maligno o un impulso destructivo que desea morir, que desea liberarse del lastre de la conciencia.

Hablamos de muchas cosas más, todas alarmantes, pero básicamente eran reelaboraciones de lo que me había dicho antes o infructuosos intentos míos de decirle que todo se solucionaría, que había muchas razones para vivir, que la vida era sensacional… lo cual sonaba bastante hueco en labios de una chica que poco tiempo atrás había intentado volarse los sesos.

No tuve agallas para preguntarle por qué acudía a mí para esta confesión.

Debo suponer que entendía que alguien que lo había intentado podría comprender el impulso suicida mejor que otros, y tal vez le ofreciera buenos consejos. No puede ser muy útil en ese aspecto. Aún ignoraba si yo sobreviviría al Bicentenario.

Recuerdo que en un arrebato atávico pensé que sería una gran noticia.

Sigue soñando, Hildy. Por lo pronto, ¿quién lo creería? Además, el OC declaró que no lo confirmaría, y sin contar con una fuente, ni siquiera Walter se atrevería a publicar la noticia. Obtener pruebas sobre semejante asunto escapaba a mi limitada capacidad de investigación.

Pero me acuciaba un pensamiento. Y tenía que preguntárselo.

—Mencionaste un virus —dije—. Mencionaste la posibilidad de que los humanos que se han quitado la vida te hubieran contagiado ese impulso de muerte.

—¿Sí?

—¿Pero cómo sabes que nosotros te lo contagiamos? Tal vez sucedió a la inversa.

Para el OC un billonésimo de segundo es algo parecido a varios días en mi percepción del tiempo. Guardó silencio veinte segundos, y luego me miró a los ojos.

—Qué idea tan interesante —dijo.