EL SULTÁN DE LA CUADRATURA DEL CÍRCULO
Le pregunto si existe un sitio más solitario que un estadio diseñado para albergar a treinta o cuarenta mil espectadores cuando está vacío.
El estadio de cuchillo-pugilismo de Ciudad Rey tenía un nombre oficial, el Gladiatorio Tal o Cual, pero era uno de esos casos donde se honra a un famoso de sus tiempos que la historia del deporte ha olvidado. En todas las páginas deportivas, en la mente de los sanguinarios fanáticos de todas partes, aun en el letrero de veinte metros del exterior, el estadio se llama simplemente el Cubo de Sangre.
Ahora estaba en silencio. Los círculos concéntricos de butacas estaban en penumbras. El sistema de sonido callaba. Los desagües que rodeaban el cuadrilátero estaban limpios, listos para los nuevos torrentes de sangre de esa velada. Parte de esta nueva sangre brotaría del hombre que ahora se erguía bajo las crudas luces blancas que pendían del cielo raso oscurecido: MacDonald. Caminé hacia él por la suave curvatura del pasillo.
Estaba desnudo, dándome la espalda. Pensé que yo no hacía ruido, pero no era hombre fácil de sorprender. Miró por encima del hombro, sin alarma, sólo con curiosidad.
—¿Cómo estás, Hildy?
Me tuteaba, y no le había costado reconocerme. No observó que yo era varón la última vez que me había visto. Tal vez había oído algún comentario, o tal vez sus ojos no se perdían detalle y muy pocas cosas podían sorprenderle.
—¿Te pones nervioso antes de una pelea?
Frunció el entrecejo, como si estuviera meditando su respuesta.
—No creo. Me pongo… eufórico, en cierto sentido. Me cuesta sentarme. Tal vez sean los nervios. Así que subo aquí y evoco mi última pelea, recuerdo mis errores, trato de buscar modos de no repetirlos.
—No creo que hayas cometido errores.
Busqué una escalera para subir al cuadrilátero, pero no vi ninguna. Subí de un salto al borde, que tenía un metro de altura.
—Todos cometemos errores. En mi profesión, trato de reducirlos al mínimo.
Vi que tenía una erección parcial. ¿Se había estado masturbando ? No estaba de ánimo para esas cosas, nunca en mi vida había sentido tan poco interés en el sexo. Le apoyé la mano en la cara. Él se quedó con los brazos cruzados y me miró a los ojos.
—Necesito ayuda —dije.
—Sí —respondió MacDonald, y me rodeó con los brazos.
Me llevó a su vestuario. Dio vueltas por un rato, preparando tragos, permitiéndome recobrar la compostura. Lo raro era que yo no había llorado. Me habían temblado los hombros cuando él me abrazó, y había gimoteado un poco, pero sin lágrimas. No estaba temblando. No tenía palpitaciones. No sabía cómo interpretarlo, pero nunca había sentido ganas de gritar.
—Has interrumpido mi pequeño ritual —dijo, sirviéndome un margarita de fresas. No se me ocurrió preguntarme cómo sabía que me gustaban.
—Tienes un bonito bar.
—Me tratan bien, siempre que atraiga multitudes. Salud.
Alzó la copa, bebimos. Excelente.
—Espero que no estés bebiendo nada demasiado fuerte.
—Digas lo que digas, no soy suicida.
—¿Y qué…?
—Siempre voy allí solo —dijo, levantándose, dándome la espalda, interrumpiendo una pregunta que todavía no estaba dispuesto a responder—. Mi pequeño y obsceno secreto es que la expectativa me excita. He leído sobre ello. El peligro excita a ciertas personas. Lo más común es excitarse después de pasar por una situación peligrosa. En mi caso, ocurre antes.
—Espero no haber estropeado nada.
—No. No tiene importancia.
—Si quieres aliviar la presión… ya sabes, hacer el amor… podríamos.
Me arrepentí de mis palabras en cuanto las dije. En otras circunstancias, me hubiera gustado. Era un ejemplar estupendo, algo que no había notado en ocasiones anteriores, cuando yo era varón. El cuerpo era atractivo —delgado, compacto, ágil, más enérgico que potente— pero eso no era sorprendente. Era un cuerpo de luchador Fórmula A. Su oponente de esa velada tendría un cuerpo similar, con no más de tres kilos de diferencia, aunque fuera mujer. Dos cosas me llamaban la atención: las manos y el rostro. Las manos eran largas y anchas, los nudillos un poco gruesos, las palmas ásperas. Se movían con total certidumbre, sin vacilar jamás. Eran manos que sabrían manejar un cuerpo femenino.
El rostro… bien, los ojos. Era un rostro bastante guapo, con una aspereza agradable, cejas y mejillas fuertes, una boca un poco rígida, pero capaz de ablandarse, como cuando me rodeó con los brazos. Pero esos ojos, esos ojos. No atinaba a definir por qué, pero eran hipnóticos. Al mirarme, me miraban únicamente a mí, y veían en mí más de lo que cualquiera podía ver.
Parecía estar evaluando mi ofrecimiento. Puso esa pequeña sonrisa que era su gesto más abierto.
—Hace tiempo que no acepto una oferta tan entusiasta —dijo.
—Lo lamento. Fue una estupidez. Ahora me contarás que eres homosexual.
—¿Por qué? ¿Porque te he rechazado?
—No, porque últimamente me equivoco en todo. Por el modo en que me miraste, debí saber que en este momento no tienes interés. Sólo creí ver… algo.
—No lo haces tan mal. No, yo… ¿te interesa oír esto?
—Si te interesa contarlo.
Se encogió de hombros, dando a entender que ambos sabíamos que las cosas importantes aún no habían surgido, pero estaba dispuesto a esperar.
—De acuerdo. Con brevedad, y para que lo tengas en cuenta. En general soy hetero, digamos un noventa por ciento, cuando soy varón. Hace mucho que no soy mujer, y tal vez nunca lo sea de nuevo.
—¿No te gustó?
—Tuve un problema. No me gustaba hacer el amor con hombres. Me relacionaba casi exclusivamente con otras mujeres. No me gustaba aceptar a otra persona en mi cuerpo. Siempre lo temía. Las mujeres tienen que ceder buena parte del control. Eso me ponía nervioso.
—No tiene por qué ser así.
—Eso dicen. Pero así era para mí.
—Supongo que eso es lo importante.
Si hubo alguna conversación más inane desde la Invasión, nadie la ha consignado. Necesité otro trago para disimular mi embarazo. Había cometido un grave error. Noté que le había incomodado de un modo que no comprendía, y quise que me tragara la tierra. Decidí marcharme, pero no pude. Mis brazos y piernas se negaban a levantarme de la silla. Mis brazos podían sostener la bebida —creo que nadie había necesitado tanto un margarita de fresa— pero desobedecían mis órdenes de levantar mi cuerpo.
¿Confundida? Ya lo creo.
No estaba dispuesta a tolerar ese motín, así que me enfurecí, y dividí el proceso en etapas. Palmas en los brazos de la silla. Pies en el suelo. Presión sobre palmas y pies. No operar esta máquina bajo la influencia de narcóticos. Eso es, Hildy, te estás levantando.
—He tratado de matarme —dije, y me senté de nuevo.
—Has venido al sitio indicado. Habíame de ello.
Si uno hace algo varias veces, termina por hacerlo bien. Mis aptitudes para la confidencia nunca habían sido sobresalientes, pero después de contarle mi historia a Fox, a Liz y a Callie había pulido la narración. Me sorprendí repitiendo frases que había usado las veces anteriores, cosas que me habían parecido jocosas o me ayudaban a afrontar mejor la situación. Soy escritora, no puedo evitarlo, y el ejercicio terminó por agradarme. Estaba contando una historia, y como en cualquier historia, hay partes que resultan convincentes y otras que sólo confunden al lector. Y cuando el público es pequeño, uno se adapta a sus gustos. Así, inadvertidamente, la historia se convirtió en impulso para una sene que me gustaría publicar en la Edición Extra de la Vida. Digamos que mis presentaciones ante Fox, Liz y Callie habían sido intentos pueblerinos, y ahora me las veía con el crítico de gran ciudad cuya reseña me consagraría o me haría trizas.
Pero Andrew no se lo creía. Me dejó parlotear una hora. Creo que trataba de evaluar qué clase de excremento quería venderle, el olor y la textura que tenía al pisarlo, su color y el ruido que hacía al caer. Cuando supo que reconocería ese estiércol si aparecía de nuevo en sus campos, me silenció con un gesto y dijo:
—Ahora cuéntame lo que realmente ocurrió.
Así que comencé de nuevo.
La primera vez no había mentido, pero debo admitir que tampoco dije la verdad. Todos esos años en El Pezón me habían aguzado en exceso la capacidad de revisión, y una de las primeras cosas que se aprende en periodismo es que el modo más fácil de prevaricar consiste en no contar toda la verdad. Al comenzar de nuevo, me pregunté si recordaba cómo contar toda la verdad. Ni siquiera sabía cuál era la verdad. (Podríamos pasar una grata tarde debatiendo si alguien conoce siquiera una pequeña parte de la verdad sobre sí mismo o sobre cualquier cosa, pero por esos rumbos acecha la locura.) Él sólo quería que yo intentara contarle lo que sabía, sin rebuscamientos ni ornamentos. Haced la prueba, y veréis que no es nada fácil.
Además lleva mucho tiempo. Hay que regresar a cosas que al principio uno no consideraba importantes para la historia, y a veces hay que desandar un largo camino. Le conté detalles de mi infancia que ni siquiera creía recordar. El trámite además se prolongó porque pasé largos intervalos mirando el vacío. Andrew no me presionaba, no me apuraba. No hacía preguntas. Sólo hablaba para responder a preguntas directas, y a veces le bastaba con un cabeceo o un gesto negativo. Andrew MacDonald era un minimalista de la conversación.
Dos cosas me indicaron que había concluido mi historia: había dejado de hablar, y una bandeja de emparedados había aparecido en la mesa que tenía al lado.
Me lancé sobre la comida como un visigodo saqueando Roma. No recordaba haber tenido nunca tanta hambre. Mientras deglutía los emparedados, noté que había tres copas vacías; no recordaba haberlas bebido, y no me sentía ebria.
Mientras la comida me bajaba al estómago, mientras mis neuronas reanudaban su tarea por turnos dentro de mi cabeza, reparé en otras cosas. Por ejemplo, el suelo temblaba. No se sacudía de arriba abajo, sino en una vibración continua e inquietante que poco a poco identifiqué como la algarabía de la muchedumbre. El vestuario de Andrew estaba debajo del centro del Cubo de Sangre. Habíamos bajado por una escalera contigua al cuadrilátero para llegar allí. Busqué un reloj, en vano.
—¿Cuánto hace que estamos hablando? —pregunté, masticando fiambre y pan.
—Aún falta una hora y media para el principal encuentro.
—Ahí entras tú, ¿verdad?
—Sí.
Me sentía abochornada. Había llegado por la tarde, y había nueve enfrentamientos en la lista antes de la pelea mortal de Andrew. Tenían que ser las diez o las once.
—Aquí no hay relojes —dije, esperando que él lo tomara como una disculpa.
—No los permito antes de una pelea. Me distraen.
—¿Te ponen nervioso? —Tal vez era una pregunta irónica. ¿Cómo se atrevía a no ponerse nervioso antes de una pelea? Su calma antinatural resultaba difícil de aceptar.
—Me distraen.
Estaba reparando en otras cosas. Parece ridículo decir que había pasado tanto tiempo en una habitación tan pequeña sin verlo, pero no lo había visto, y no porque hubiera mucho para ver. El lugar era tan impersonal como una habitación de hotel, lo cual era en cierto modo. Vi cuatro pantallas telefónicas en la pared, y cada cual proyectaba un rostro preocupado, con el volumen apagado y las palabras ¡URGENTE! ¡ATENDER! parpadeando bajo los rostros. Reconocí a dos personas que merodeaban en torno de Andrew la última vez que yo había estado allí. Agentes, entrenadores.
—Creo que te convendría atender tus asuntos —sugerí. Andrew hizo un ademán desdeñoso—. ¿No deberías estar comentando tu estrategia con esa gente? ¿Charlas preparatorias, cosas así?
—Con franqueza, prefiero prescindir de las charlas preparatorias. Es la peor parte de esta ordalía.
Tuve que admitir que las cuatro personas que lo llamaban parecían más nerviosas que él.
—Aún así, más vale que me largue —dije, levantándome, tratando de tragar un bocado—. Será mejor que hagas lo que necesites para prepararte.
—En mi caso, fueron diez años —dijo él.
Volví a sentarme.
Podía fingir que no sabía de qué hablaba, pero sería una mentira. Sabía exactamente de qué hablaba, y pronto él me demostró que no me equivocaba.
—Diez años de recuerdos falsos. Sucedió hace seis años, y desde entonces he buscado a alguien a quien contárselo.
—Mientras tratabas de hacerte matar.
—Sé que lo ves de esa manera, pero yo no.
—Pero trataste de matarte.
—Sí, hace seis años. Descubrí que no tenía el menor interés en nada. Ya tengo más de doscientos años, y me parecía que había pasado por lo menos un siglo desde que no hacía nada nuevo.
—Estabas aburrido.
—Era algo más profundo. Depresión, abulia… una vez me pasé tres días sentado en la bañera. No veía motivos para salir. Decidí terminar con mi vida, y no era una decisión fácil. Me habían criado para creer que la vida es un don precioso, que siempre puedes hacer algo útil. Pero ya no encontraba nada que me atrajera.
Lo contó mucho mejor que yo. Había tenido más tiempo para practicar, al menos mentalmente. Describió los principales puntos de interés, diciendo varias veces que me daría los detalles cuando regresara de la pelea. En breve, había quedado varado en una isla que se parecía a Scarpa, sólo que era más inhóspita. Había tenido que trabajar muchísimo. Sufrió muchos inconvenientes, y nunca consiguió ninguna de las comodidades que se me otorgaron a mí. Las cosas sólo mejoraron un poco en los dos últimos años de su estancia de diez.
—Parece que el OC te sometió al mismo programa básico —dijo—. Por lo que describes, ha mejorado un poco; nueva tecnología, nuevas subrutinas. Yo lo acepté en su momento. No tenía opción, pues los recuerdos no eran míos. Aunque la experiencia nunca fue tan realista como la que tú describes.
—El OC dijo que había mejorado en ello.
—Siempre está mejorando.
—Habrá sido un infierno.
—Amé cada segundo —replicó. Aguardó un instante y continuó, con ojos llameantes—. Cuando la vida es tan sencilla, no tienes oportunidad de aburrirte. Cuando tu vida depende de cada acto que realizas, el suicidio parece afeminado y ridículo. Cada organismo lleva el instinto de supervivencia en sus raíces mismas. El hecho de que tantos seres humanos se maten, no sólo ahora, sino desde hace mucho tiempo, dice mucho sobre la civilización y la inteligencia. Los suicidas han perdido una capacidad que toda ameba posee: el conocimiento de cómo vivir.
—¿Conque ése es el secreto de la vida? —pregunté—. ¿ El rigor? ¿ Ganar lo que se obtiene de la vida, trabajar para ello?
—No lo sé. —Se levantó y se paseó de un lado al otro—. Cuando regresé al aquí y ahora estaba exultante, creía tener una respuesta. Entonces comprendí, igual que tú, que no podía confiar en ella. No era yo quien había vivido esos diez años. Era una máquina que escribía un guión sobre cómo creía que los habría vivido. Acertó en algunas cosas, pero se equivocó en muchas más, pues no era yo. El yo que la máquina procuraba imitar acababa de intentar un suicidio. El yo que imaginaba el OC se deslomaba como un perro para permanecer con vida. Era una expresión de deseos del OC, no mía.
—Pero has dicho…
—Pero era una respuesta —declaró, volviéndose bruscamente hacia mí—. Descubrí que en más de un siglo no había tenido nada que arriesgar. Para mí no significaba nada triunfar o fracasar en algo, porque mi vida no estaba en juego. Ni siquiera mi confort estaba en juego. Si triunfaba o fracasaba económicamente, por ejemplo… Si triunfaba, ganaría más cosas que hacía tiempo habían perdido sentido. Si fracasaba, perdería algunas de esas cosas, pero el Estado proveería a mis necesidades básicas.
No quise interrumpirlo. Me agradaba su apasionamiento. Aunque yo estuviera en desacuerdo en algunos detalles, era estimulante hablar de ello con alguien que sabía.
—Fue entonces cuando empecé estas peleas mortales. Tenía que reintroducir un elemento de riesgo en mi vida. —Alzó una mano—. Sin exagerar. Soy bueno en lo que hago. —Sonrió, y su sonrisa era hermosa—. Y quiero vivir de nuevo. Eso es lo que tienes que hacer, Hildy. Tienes que hallar el modo de experimentar de nuevo el riesgo. Es un tónico incomparable.
Las preguntas se agolpaban en mi mente, ansiando salir. Había una más importante que todas las demás.
—¿Qué impedirá al OC revivirte de nuevo, como hizo conmigo, si cometes un error?
—Algún día lo cometeré. Todos lo cometen. Pero creo que falta un largo tiempo.
—Tienes muchos retadores.
—Pronto me retiraré. Unas peleas más y se acabó.
—¿Y qué hay del tónico?
Sonrió de nuevo.
—Creo que ya he ingerido suficiente. Lo necesitaba, necesitaba las peleas mortales… y ninguna otra cosa habría funcionado. Ésa es la belleza del asunto, morir en público.
Entonces comprendí. El OC no se atrevía a revivir a Silvio, por ejemplo (aparte de que no podía, pues su cerebro estaba destruido). Todos sabían que Silvio estaba muerto; si reaparecía, habría preguntas embarazosas. Se formarían comités, se elevarían peticiones, se revisaría la programación. Andrew había encontrado un modo de burlar el juego de resurrecciones del OC, una solución tan obvia que yo nunca había pensado en ella.
¿O la había pensado y la había mantenido oculta?
Debería postergar ese interrogante, pues Andrew, con un gesto de disculpa, abrió la puerta y media Ciudad Rey irrumpió ruidosamente en el vestuario. Bien, al menos quince o veinte personas, la mayoría furiosas. Recibí algunas miradas fulminantes y traté de empequeñecerme en un rincón mientras agentes, entrenadores, representantes y periodistas trataban de comprimir una hora de preparación psíquica, legalismos y entrevistas en los cinco minutos que les quedaban antes del comienzo del partido. Andrew era una isla de calma en el centro de ese huracán, que rivalizaba en confusión con cualquier rueda de prensa a la que yo hubiera asistido.
Luego se marchó, y todos le siguieron como cachorros aullantes. El ruido se perdió en el corto corredor y en las escaleras, y luego oí el bullicio de la muchedumbre y la tonante voz del locutor que hablaba desde su refugio de abajo del cuadrilátero.
El ruido permaneció un rato en ese nivel, luego decreció mientras yo me sentaba para aguardar su retorno.
De pronto la algarabía alcanzó una estridencia que parecía poner en peligro el edificio. Los fanáticos, pensé con desdén.
La algarabía se intensificó, y me pregunté qué significaba.
Pronto bajaron a Andrew MacDonald en una camilla.
Nada es tan simple como parece. Andrew libraba una pelea mortal, ¿pero qué significaba?
Yo no tenía idea. Sólo había visto algunas peleas, y sabía que normalmente se infligían golpes a los que nadie habría podido sobrevivir sin las técnicas médicas modernas. Había visto cómo se administraba atención médica entre una ronda y otra, remendando a los contrincantes, reemplazando los fluidos corporales. El signo de la victoria era la decapitación del perdedor, uno de los detalles más tiernos del cuchillo-pugilismo y sin duda un indicio de que las cosas no iban bien para el decapitado. ¿Pero acaso el Gran Flac no se las apañaba sin su cuerpo? La única lesión infaliblemente fatal en la actualidad era la destrucción del cerebro, y el OC estaba trabajando en ello.
Las reglas eran distintas en una pelea mortal, y nadie estaba conforme con ellas, con la posible excepción de Andrew.
No pude distinguir sus heridas, pero aún llevaba la cabeza sobre los hombros. Una sábana empapada de sangre le cubría el cuerpo. Luego averigüé que se había establecido una jerarquía de lesiones para las peleas mortales, que algunas podían ser tratadas por asistentes entre una ronda y otra, y que las otras debían admitirse como fatales. El oponente caído no era decapitado, pues se consideraba demasiado truculento exhibir la cabeza tronchada de un verdadero muerto. Me contaron que el ritual reemplazaba el golpe de gracia, y que estaba destinado a simbolizar la victoria. Vaya uno a entenderlo.
También supe después que ninguno sabía cómo afrontar la situación en que se encontraban ahora. Sólo tres luchadores habían participado en peleas mortales desde que se los incluyó en una zona gris de la ley conocida como «suicidio consensuado». Sólo uno había satisfecho los requisitos para una herida fatal, y en su lecho de muerte había experimentado una revelación que podría resumirse como «después de todo no era tan buena idea». Lo habían revivido y emparchado y se había retirado en medio de su humillación para secreto alivio de todos. De las d.os personas que actualmente arriesgaban el pellejo en las peleas, se había convenido tácitamente que nunca se enfrentarían, pues el resultado de semejante enfremamiento sería el dilema en que ahora se encontraban los asistentes, abogados y gerentes del estadio, y que se podría expresar de este modo: «¿Permitiremos que este tonto hijo de perra se nos muera?»
No quedaba mucho tiempo para dar una respuesta. Oí el gemido de Andrew en el otro lado del vestuario, y supe que recibía la llamada de la parca.
Apenas podía verle. Si había esperado que sus últimos momentos fueran apacibles, había sido un necio. Estaba rodeado de personas, algunas desesperadas por ofrecer ayuda, otras preocupadas por las responsabilidades de la empresa, algunas defendiendo el derecho de Andrew a morirse como se le antojara.
Hacía años que las peleas mortales representaban un trastorno para la gerencia del Cubo de Sangre. Por una parte, eran un éxito seguro; la emoción de una posible muerte real siempre llenaba los estadios. Por otra parte, nadie sabía cuál sería la reacción del público si alguien moría frente a Dios y al prójimo por mero deporte. La opinión predominante era que no sería bueno para los negocios. El apetito del público por una violencia inofensiva en deportes y entretenimientos nunca se había sondeado, pero aunque la muerte real fuera emocionante, era mucho más fácil aceptarla cuando formaba parte de un accidente, como en el caso de David Tierra o de Nirvana.
Para ser justos, la gente del estadio estaba turbada por la idea, y no sólo por cuestiones legales. Su peor pecado era uno que cometemos todos, el de no pensar que puede ocurrir lo peor. Nadie había muerto aún en una pelea mortal, y la posibilidad no se tenía en cuenta. Ahora alguien había muerto.
Pero no sin presentar resistencia. La gente que lo rodeaba me recordaba, como a menudo ocurre en la vida, escenas de películas. Todos hemos visto esas películas de guerra donde los camilleros se reúnen en torno a un camarada herido tratando de salvarle la vida, y sus compañeros afirman que todo saldrá bien, compadre, tienes una herida de un millón de dólares, estarás de regreso con las chicas en un periquete, aunque los ojos de todos dicen que el tío está liquidado. Tal vez fue un truco de la luz, pero también vi otra escena, el sacerdote inclinándose sobre la cama, sosteniendo un rosario, oyendo la última confesión, suministrando la extremaunción. En realidad trataban de convencerlo de aceptar un tratamiento, por favor, para que todos podamos irnos a casa y secarnos la frente y beber unos tragos y fingir que este jodido desastre no sucedió nunca, por Dios.
Andrew se negó a todo. Poco a poco las súplicas se volvieron menos apasionadas, y algunos desistieron y se vinieron conmigo a la pared, como si él tuviera algo contagioso. Alguien se inclinó para oír sus murmullos, y ese alguien me miró para llamarme.
Me sorprende haber llegado, pues no sentía nada en las piernas. Pero me acerqué, olí su sangre, el tufo de sus entrañas, el olor de la muerte, y él me cogió la mano con fuerza sorprendente y trató de acercarse a mi oído porque no le quedaba mucha voz. Espero que no sintiera mucho dolor; decían que no, que el dolor no era problema porque lo habían desconectado antes de la pelea. Carraspeó.
—Deja que te ayuden, Andrew. Ya has demostrado lo que querías.
—No tenía nada que demostrarles a ellos —tosió.
—¿Seguro? No es una vergüenza. Todavía te respeto.
—No es cuestión de respeto. Tengo que seguir hasta el final, pues de lo contrario no significó nada.
—Es una locura. Pudiste haber muerto en cualquiera de esas peleas. No tienes que morir para validarlo.
Sacudió la cabeza, tosió espasmódicamente. El cuerpo se le aflojó, y creí que había muerto, pero me estrujó la mano y me acerqué más a sus labios.
—Me engañaron —dijo, y murió.