«CASCABEL» JOHNSON
Tuve que entrar en casa por la puerta trasera, pero también la habían descubierto. Debían de haber sobornado a uno de mis amigos, pues había reporteros reunidos frente a la cueva. Ninguno había entrado por allí, por temor a la hembra de cuguar. Aunque sabían que ella no los lastimaría, esa dama es una presencia disuasiva.
Mi cara transformada casi me permitió salirme con la mía. Había entrado en la caverna, y todos se debían preguntar quién demonios era yo, cuando alguien gritó «¡Es ella!» y se produjo la estampida. Eché a correr con reporteros pisándome los talones, gritando preguntas, grabando mi ignominiosa fuga.
Una vez dentro, miré la cámara de la puerta frontal. Santo cielo. Estaban hombro con hombro, hasta donde llegaba a ver, de un lado del corredor al otro. Había vendedores ofreciendo globos y perros calientes, y un tío en traje de payaso que hacía malabarismos. Si alguna vez me había preguntado de dónde venía la expresión «circo periodístico», ya no me quedaron dudas.
La policía había tendido cuerdas para mantener un espacio despejado para los equipos de bomberos y emergencias, y así mis vecinos pudieron llegar a sus casas. Pasó un vecino visiblemente enfurruñado. A falta de mejor ocupación, muchos reporteros le gritaron preguntas, a las cuales respondió con un pétreo silencio. Comprendí que yo no ganaría ningún premio en la próxima fiesta del vecindario. Este asunto pondría en marcha muchas peticiones donde me solicitarían cor-tésmente que buscara otra residencia o hiciera algo al respecto.
Pasé varias horas guardando mis pertenencias en cajas, plegando mis muebles, pegando sellos postales y despachando todo por el tubo de correos. Pensé en despacharme a mí misma, pero no sabía adonde iría. Mis pertenencias podían ir a un depósito, pues no eran tantas. Cuando terminé, el despojado apartamento estaba desnudo hasta las paredes, salvo por algunos objetos que había apartado, algunos de los cuales ya poseía antes, y otros que había pedido y recibido. Fui al cuarto de baño y me arreglé los pómulos, pero dejé la nariz como estaba porque le encargaría ese trabajo a Bobbie cuando lograra verlo. Qué diablos, aún tenía vigencia la garantía de noventa días y no era preciso contarle que me la había roto a propósito. Fui a la puerta del frente y aparecí por el monitor externo. No pensaba abrir esas trancas.
—¡Comida gratis al final del corredor! —exclamé.
Un par de cabezas se volvieron hacia atrás, pero la mayoría fijó los ojos en mí. Me acribillaron a preguntas y tardaron un rato en apaciguarse y comprender que nadie obtendría una entrevista si no se callaban.
—Ya he dicho todo lo que pienso decir sobre la muerte de Silvio —declaré. Hubo gruñidos y exclamaciones, y esperé a que se silenciaran—. Comprendo vuestra situación, pues he sido una de vosotros. Aunque mucho mejor, claro. —Hubo algunos abucheos y risotadas—. Sé que vuestros jefes no aceptan que vayáis con las manos vacías, así que os daré una oportunidad. Dentro de quince minutos esta puerta se abrirá, y todos seréis libres de entrar. No garantizo una entrevista, pero esta locura debe cesar. Mis vecinos se están quejando.
Sabía que este pretexto no me ganaría mucha compasión, pero la promesa de abrir la puerta los mantendría en su sitio un rato. Me despedí y apagué la pantalla.
Ordené a la puerta que se abriera en quince minutos, y fui deprisa hacia atrás.
Una previa llamada a la policía había despejado al grupo más pequeño que esperaba en el corredor trasero. No era un espacio público, así que tenía derecho a hacerlo, y los reporteros tuvieron que replegarse hacia Tejas, de donde no podían ser expulsados mientras no violaran ninguna de las leyes concernientes a la tecnología mediante la introducción de herramientas o indumentarias modernas. Por mí estaba bien; yo conocía el terreno y ellos no.
Salí de la cueva cautelosamente. Era noche cerrada, sin «luna», un dato que había verificado en mi programa climático. Me asomé por el borde del peñasco y los vi reunidos en torno de una fogata cerca del río, bebiendo café y tostando malvaviscos. Me calcé la mochila en el hombro, acomodé mis pertenencias para que no hicieran ruido, y eché a andar por la cuesta que se elevaba detrás de la caverna. Pronto me detuve en la cima de un cerro, y México se extendió ante mí a la luz de las estrellas.
Me puse en marcha, caminando hacia el sur, y conservé el buen humor imaginando el momento en que esas hordas hambrientas entrarían por la puerta para encontrarse con un apartamento vacío.
Durante tres semanas viví de la tierra, en la medida de lo posible. Los alimentos escaseaban en Tejas y México. Había algunas plantas comestibles, algunos cactos, ninguno de los cuales era un manjar, pero probé todos los que pude encontrar e identificar con mi manual de residente de un disneylandia. Había llevado algunos productos, como masa para tortas, huevos molidos, miel, maíz y especias, sobre todo ají molido. No estaba totalmente desprotegida. Podía entrar en Lonesome Dove o Nueva Austin cuando se me agotaran las provisiones.
Por la mañana comía hojuelas con huevos, y por la noche fríjoles y pan de maíz, pero complementaba estos platos con carne de animales salvajes.
Lo que tenía en mente era venado. Cerca de mi casa abundan los ciervos y antílopes, e incluso hay algunos bisontes. Un bisonte parecía excesivo para una sola persona, pero había llevado arco y flechas con la esperanza de cazar un alce o un cervato. Es difícil aproximarse a estas criaturas para dispararles, sobre todo cuando se tiene un alcance tan corto como el mío. Como residente de Tejas, tenía derecho a tomar dos ciervos o antílopes por año, y nunca había cazado ni siquiera uno. Nunca lo había necesitado. Se pueden usar armas de fuego para este propósito, pero sacarlas de la oficina del disneylandia era un proceso tan plagado de formularios por triplicado y declaraciones juradas que ni siquiera lo tuve en cuenta. Además, me pregunté al pasar si el OC me permitiría el uso de un arma tan mortífera en vista de mis antecedentes.
También se me permitía un cupo prácticamente ilimitado de conejos, y eso fue lo que comí. No le acerté a ninguno, aunque apunté a muchos. Puse trampas. Por la mañana encontraba a uno o dos que procuraban liberarse. El primero fue difícil de matar y al sacrificarlo perdí el apetito, pero después resultó más fácil. Fue tal como lo «recordaba» de Scarpa. Al poco tiempo me resultó natural.
Había encontrado uno de los pocos sitios de Luna donde podía esconderme hasta que se enfriara la historia de Silvio. Calculé que eso llevaría un mes. Pasaría un año o más para que la noticia fuera historia antigua, pero sin duda mi papel en esa farsa quedaría olvidado mucho antes. Así que pasé los días viajando a lo largo y a lo ancho de mi inmenso patio trasero. No había mucho que hacer. Me dediqué a atrapar serpientes de cascabel. Sólo se requiere merodear y un poco de paciencia. Las serpientes se enroscan, silban y cascabelean cuando uno las encuentra, y se pueden capturar usando un palo largo y una soga para cogerles el cuello. Las manipulaba con mucho cuidado porque no podía arriesgarme a una mordedura que me obligara a regresar al mundo en busca de tratamiento médico, o a someterme a las artes curativas de Ned Pepper. Se sienten escalofríos al leer la sección de mordeduras de serpiente de un viejo manual de niños exploradores.
Una vez por semana me acercaba a la entrada de mi puerta trasera. A la segunda semana ya no había nadie allí. Fui a la cabana inconclusa y conté a los reporteros acampados en las inmediaciones. Habían deducido mi paradero. Sin duda alguien del pueblo les había comentado que me había visto haciendo compras. Era razonable que, después de abandonar mi apartamento, yo apareciera tarde o temprano en mi cabana. Y tenían razón. Yo planeaba regresar allí.
Al final de la tercera semana aún había una docena de personas en la cabana. Me harté de esa situación. Esperé hasta la noche, mirando cómo trataban de entretenerse melancólicamente sin la televisión y se acomodaban en sus sacos de dormir, muchos de ellos ebrios como cubas. Esperé un poco más, hasta que de la fogata sólo quedaron rescoldos, hasta que el asombroso frío del desierto hubo enfriado a las serpientes que llevaba en el saco, volviéndolas dóciles y obedientes. Luego me acerqué al campamento con el sigilo de un piel roja, y dejé unas serpientes a pocos metros de los sacos de dormir. Supuse que se meterían en los sacos para entibiarse, y eso fue lo que hicieron, a juzgar por los alaridos que oí una hora antes del amanecer.
Por la mañana todos se habían ido. Miré a lo lejos con mis anteojos de campaña mientras me preparaba un desayuno de tortas y guisado de conejo, mientras ellos salían después de ser curados por los autodocs. El comisario se presentó poco después y se puso a repartir citaciones. Los gritos fueron aún más estridentes cuando los reporteros averiguaron cuánto tendrían que pagar por matar reptiles de la fauna local sin ser residentes. Al comisario no le impresionaron los alegatos de que habían matado a la mayoría de las serpientes accidentalmente, en su lucha por salir de los sacos de dormir.
Pensé que a la noche siguiente apostarían una guardia, pero no lo hicieron. Todos eran chicos de ciudad. Así que me acerqué de nuevo y dejé el resto de mis serpientes. Después de mi segunda incursión, sólo regresaron los cuatro más tesoneros. Tal vez pensaran quedarse indefinidamente, y ahora estarían alerta. Lástima que no pudieran probar que yo les había llevado las serpientes.
Caminé hasta la cabana y empecé a cambiarme la ropa. Tardaron un par de minutos en notar mi presencia, y todos se reunieron en torno. Cuatro personas no pueden considerarse una turba, pero cuatro reporteros se le parecen. Todos gritaban al mismo tiempo, se ponían en mi camino, se enfurecían cada vez más.
Los traté como si fueran rocas móviles indignas de mi atención y menos aún de mi conversación. Una sola palabra bastaría para alentarlos.
Anduvieron merodeando casi todo el día. Otros se les sumaron, incluyendo a un idiota que había traído una antigua cámara con fuelle, manta negra y una barra para el polvo del flash, al parecer con la esperanza de obtener una imagen especial. Obtuvo una imagen especial cuando el polvo se le metió en la camisa y se encendió y los demás tuvieron que apagar las llamas. Walter pasó la secuencia en su edición de las siete, con un comentario jocoso.
Hasta los reporteros terminan por ceder si no encuentran la noticia. Ellos querían entrevistarme, pero yo no tenía tanta importancia como para merecer esos acechos permanentes que brindan a los padloides esas fascinantes tomas de una persona que sale furtivamente y regresa de noche, sin responder las preguntas de una turba de reporteros sin mejor ocupación. Al segundo día se habían esfumado para ir a fastidiar a otro. Esas tareas no se encomiendan a los mejores. Yo había conocido tíos que se pasaban el tiempo acechando a tal o cual celebridad, y ni uno de ellos consiguió nada que valiera la pena.
Era agradable estar a solas de nuevo. Me puse a trabajar en serio, terminando mi cabana inconclusa.
Brenda vino al segundo día. Permaneció un rato callada, mirándome mientras yo clavaba las tejas.
Parecía distinta. Por lo pronto, estaba bien vestida, y había hecho ciertas cosas interesantes con su maquillaje. Ahora que tenía algún dinero, habría encontrado asesoramiento profesional. El mayor cambio era que pesaba quince kilos más. Estaban bien distribuidos, en el busto, las caderas y los muslos. Por primera vez tenía aspecto de mujer, aunque más alta de lo habitual.
Me saqué los clavos de la boca y me enjugué la frente con la mano.
—Hay un termo con limonada junto a la caja de herramientas —dije—. Puedes servirte, si me traes un vaso.
—Conque hablas —dijo Brenda—. Me dijeron que no hablabas, pero tenía que verlo con mis propios ojos. —Encontró el termo y un par de vasos que inspecciono con recelo. Admito que una lavada no les hubiera venido mal.
—Hablo —dije—, pero no concedo entrevistas. Si viniste para eso, echa una ojeada al saco que hay en el suelo.
—Oí hablar de las serpientes —dijo Brenda. Subió la escalerilla para juntarse conmigo en el borde del tejado—. Eso fue pueril, ¿no crees?
—Surtió efecto. —Cogí el vaso de limonada y ella se sentó junto a mí. Vacié el vaso y lo arrojé al suelo. Brenda usaba flamantes pantalones de denim, muy ceñidos para lucir sus nuevas caderas y piernas, y una blusa suelta que disimulaba sus hombros huesudos e iba anudada entre los pechos, dejando al descubierto su apetecible cintura. El tatuaje que le rodeaba el ombligo parecía fuera de lugar, pero Brenda era joven. Palpé la tela de la manga de la blusa—. Bonito. Te has cambiado algo en el cabello.
Ella se lo acarició tímidamente, halagada con mi comentario.
—Me sorprendió que Walter no te enviara aquí. Como hemos trabajado juntas, él pensaría que me confiaría a ti. Se equivocaría, pero es lo que pensaría.
—En efecto, me envió. Lo intentó al menos. Lo mandé al demonio.
—Debo tener un problema en el oído. Creí oír que…
—Le pregunté si quería que la joven reportera de mayor éxito de Luna trabajara para Sin Vueltas.
—Me dejas sin aliento.
—Tú me enseñaste todo lo que sé.
No quise discutir sobre eso, pero admito que sentí algo parecido al orgullo. Pasar la antorcha y todo eso, aunque esa antorcha fuera bastante chapucera y yo prefiriese quitármela de encima.
—¿Y cómo te trata la fama? —pregunté—. ¿Aún no te ha hecho perder esa dulce risa de niña?
—Nunca sé cuándo bromeas. —Brenda contemplaba las rojizas colinas de la lejanía, como yo. Se volvió para mirarme, entornando los ojos bajo el despiadado sol. Ya comenzaba a arderle la cara—. No vine aquí para hablar sobre mí y sobre mi carrera. No vine a agradecerte lo que hiciste. Pensaba hacerlo, pero todos me dijeron que no lo hiciera, que a Hildy no le gustan esas cosas, así que no lo haré. Vine porque estoy preocupada por ti. Todos están preocupados por ti.
—¿Quiénes son todos?
—Todos. Toda la gente de la redacción. Hasta Wal-ter, pero nunca lo admitiría. Me dijo que te pidiera que regresaras. Le dije que te lo pidiera él mismo. Oh, te mencionaré su oferta, si te interesa…
—No creo.
—Eso fue lo que le dije. No intentaré engañarte, Hildy. Nunca intimaste con la gente que trabajaba contigo, así que tal vez no sepas lo que sienten por ti. No diré que te aman, pero te respetan, y mucho. Admiran tu generosidad y tu juego limpio, dentro de las limitaciones de la profesión.
—A todos les he dado una puñalada por la espalda, en una u otra ocasión.
—Pues no lo creen así. Les ganaste de mano con muchas noticias, sin duda, pero todos lo atribuyen a tu talento profesional. Eso sí, todos saben que haces trampa con los naipes…
—¡Vaya comentario!
—… pero nadie pudo pillarte nunca, y creo que te admiran por ello. Porque lo haces muy bien.
—Una vil calumnia.
—Como digas. Me prometí a mí misma que no me quedaría mucho tiempo, así que sólo diré lo que vine a decir. No sé qué sucedió, pero vi que te costaba desprenderte de la muerte de Silvio. Si alguna vez quieres hablar de ello, en forma totalmente extraoficial, estoy dispuesta a escucharte. Estoy dispuesta a hacer lo que quieras. —Suspiró, miró a lo lejos un instante, volvió a mirarme a mí—. No sé si tienes amigos, Hildy. Hay una parte de ti que ocultas a todo el mundo. Pero yo tengo amigos, y los necesito. Te considero una amiga. Los amigos pueden ayudarte cuando las cosas andan mal. Si en alguna ocasión necesitas una amiga, sólo llámame.
Yo no quería esto, pero ¿qué podía decir, qué podía hacer? Sentí un nudo caliente en la garganta. Traté de hablar, pero si comenzaba hablaría más de la cuenta, mencionando cosas que ella no tenía por qué saber.
Brenda me palmeó la rodilla y se dispuso a bajar del techo. Le cogí la mano y la atraje hacia mí. Le besé los labios. Por primera vez en muchos días olía un olor humano que no fuera mi propio sudor. Ella usaba el perfume que yo había usado el día en que secuestramos al Gran FÍac.
Ella habría deseado seguir adelante, pero no era el lugar indicado y ambas lo sabíamos, y ambas sabíamos que mi única intención era agradecerle la consideración de venir. Brenda bajó del tejado y regresó al pueblo. Se volvió una vez para despedirse con una sonrisa.
Trabajé intensamente hasta bien avanzada la noche, hasta que estuvo tan oscuro que no veía lo que estaba haciendo.
Cricket vino al día siguiente. Yo estaba trabajando nuevamente en el tejado.
—¡Baja de esa choza, vaquera! —exclamó—. Las dos no cabemos en este planeta polvoriento.
Me apuntaba con un revólver cromado. Apretó el gatillo, y salió un palillo con una bandera que decía ¡BANG! Cricket enrolló la bandera y enfundó el arma mientras yo bajaba por la escalerilla, agradeciendo la interrupción. Era la hora más calurosa del día. Me había quitado la camisa y mi piel relucía como si acabara de salir de la ducha.
—El cantinero me dijo que este brebaje le quitaría el pellejo a una serpiente de cascabel —dijo Cricket, mostrando una botella de líquido pardo—. Le respondí que para eso lo quería.
Extendí la mano. Cricket la miró con el entrecejo fruncido, la estrechó. Estaba vestida con indumentaria completa del «oeste», desde el sombrero Stetson blanco hasta las botas de lagarto de tacón alto, con muchos botones perlados y borlas de cuero crudo. Parecía que en cualquier momento se pondría a rasguear una guitarra y a cantar con voz aullante y melancólica. También llevaba un pulcro bigote rubio.
—Odio esa escoba para sopa —comenté mientras ella me servía un trago.
—También yo —admitió Cricket—. Soy como tú. No me gustan las mezclas. Pero mi hijita me lo regaló para mi cumpleaños, así que tendré que usarlo varias semanas para dejarla contenta.
—No sabía que tenías una hija.
—Hay muchas cosas que no sabes sobre mí. Se encuentra en la edad del surgimiento de la identidad sexual. La madre de una de sus amigas acaba de pasar por un Cambio, y Lisa quiere un papá por un tiempo. Demonios, al menos concuerda con esta ropa.
Hurgó en un bolsillo para sacar una billetera y mostrarme una foto de una niña de seis años, una versión más dulce y más pequeña de sí misma. Probé suerte con varios cumplidos, y noté que Cricket fruncía los labios.
—Cierra el pico, Hildy. Eres tan amable que sólo me recuerdas por qué lo haces, carroña.
—¿Tuviste problemas para salir del Estudio?
—Me trataron con bastante rudeza. Me bajaron los dientes frontales, me rompieron un par de dedos. Pero llegó la caballería y tomó fotos de todo, y ahora están hablando con mis abogados. Supongo que debo agradecerte ese oportuno rescate.
—No tienes que agradecérmelo.
—No te preocupes. No pensaba hacerlo.
—Me sorprendió que resultara tan fácil sorprenderte.
Ella sacó dos vasos y sirvió su removedor de piel de serpiente; me miró de un modo raro.
—También a mí. Como imaginarás, he pensado en ello. Creo que fue la presencia de Brenda. Debo de haber creído que ella intentaría detenerte. Que te aferraría el bruzo cuando intentaras una jugarreta. —Me entregó un vaso, y ambas bebimos. Cricket hizo una mueca. Yo estaba más acostumbrada a ese mejunje, pero nunca es fácil de tragar—. Todo subconsciente, como entenderás. Pero pensé que vacilarías, pues es evidente que ella te admira muchísimo. Y mientras esperaba ese instante de vulnerabilidad, cometí el gran error de darte la espalda, hijo de perra.
—«Perra» es suficiente.
—Dije lo que quería decir. Estaba pensando en el Hildy varón que conocí, y él habría vacilado.
—Eso es ridículo.
—Tal vez. Pero creo que tengo razón. Los Cambios no son meras modificaciones de la fontanería. También cambian otras cosas. Así que me cogiste por sorpresa, pensando en un hombre que haría una estupidez en presencia de una hembra apetecible, no en la arpía implacable en que te habías convertido.
—Nunca hubo nada entre Brenda y yo.
—Ahórrame tus monsergas. Sé que nunca has follado con ella, pues me lo contó. Pero un hombre siempre tiene presente la posibilidad. Como mujer lo sabes. Y si tienes cerebro lo usas, como hago yo.
No podía decirle que se equivocaba. Sé que cambiar de sexo es algo que no termina en la superficie. También cambian ciertas actitudes y perspectivas. No muchas, pero las suficientes para alterar ciertas situaciones.
—Estás durmiendo con ella, ¿verdad? —pregunté con cierto asombro.
—Claro, ¿por qué no? —Cricket bebió otro sorbo, me estudió con los ojos, sacudió la cabeza—. Tienes talento para muchas cosas, Hildy, pero no para tratar con la gente.
No entendí bien a qué se refería. No estaba en desacuerdo, pero no sabía bien adonde iba.
—¿Ella te envió aquí?
—Ella ayudó. Yo habría venido de cualquier modo, para comprobar si realmente quería romperte la crisma. Pensaba hacerlo, pero me arrepentí. Brenda, en cambio, está preocupada por ti. Dice que te afectó mucho que Silvio muriese en tus brazos.
—Me afectó. Pero Brenda exagera.
—Es posible. Es joven. Pero debo admitir que tu renuncia me sorprendió. Has hablado de ella desde que te conozco, así que suponía que era pura chachara. ¿De veras piensas quedarte aquí el resto de tu vida? —Miró escépticamente esos parajes calcinados por el sol—. ¿Qué demonios harás cuando hayas terminado este tugurio? ¿Sembrar? ¿Qué puedes cultivar aquí, de todos modos?
—Callos y ampollas, principalmente. —Le mostré mis manos—. Estoy pensando en exponerlas en la feria campestre.
Cricket sirvió otro trago, tapó la botella y me la dio. Vació su vaso de un sorbo.
—Dios me guarde, creo que este brebaje empieza a gustarme.
—¿Vas a pedirme que vuelva al trabajo?
—Eso quería Brenda, pero le dije que no quiero mezclarme tanto con tu karma. Tengo un mal presentimiento contigo. No sé bien qué es, pero has tenido una increíble racha de buena suerte como periodista. Me refiero a la nota de David Tierra, y a Silvio.
—La suerte no fue tan buena para David y Silvio.
—Qué más da. Sólo presiento que tendrás que pagar por ello. Te espera una racha de mala suerte.
—Eres supersticiosa.
—Y bisexual. Como ves, en el día de hoy has aprendido tres cosas sobre mí.
Suspiré, y renuncié a beber otro trago. Si lo hacía me caería del techo.
—Quiero agradecerte, Cricket, que hayas venido hasta aquí para decirme que tengo gafe. Una chica necesita que le digan esas cosas de vez en cuando.
Cricket sonrió.
—Espero haberte arruinado el día.
Señalé la desolación que nos rodeaba.
—¿Cómo podría alguien arruinar todo esto?
—Admito que empeorar esto supera aun mis increíbles poderes. Y ahora regresaré al resplandor y esplendor del torbellino de mi vida, dejándote languidecer con los lagartos, y sólo añadiré estas palabras. Brenda tiene razón, puedes contar con tus amigas, y yo soy una de ellas, aunque no entiendo por qué. Si necesitas algo, silba y tal vez acuda, si no tengo otra cosa que hacer.
Y se inclinó para besarme.
Dicen que si uno permanece mucho tiempo en un lugar, toda la gente que conoce termina por pasar por allí. Supe que tenía que ser cierto cuando vi que Walter se aproximaba a mi cabana por el sendero. No podía imaginar qué lo llevaría a Tejas Oeste salvo una concatenación de improbabilidades matemáticas de proporciones descomunales. A menos que Brenda y Cricket tuvieran razón: yo tenía amigos.
No debí molestarme en considerar esta última posibilidad.
—¡Hildy, eres una holgazana inservible! —me gritó a tres metros de distancia. Y era todo un espectáculo. Creo que jamás en su vida había visitado un disneylandia histórico. Cuesta imaginar los titánicos esfuerzos que se habrán requerido para convencerlo de que no podía usar su atuendo oficinesco en Tejas, que sus opciones eran la desnudez o la ropa de época. Bien, la desnudez quedaba descartada, y di gracias al Gran Espíritu por no haberme obligado a presenciarla. La vista de Walter en cueros habría quitado el apetito a los buitres. Entre las limitadas posibilidades que la tienda de ropa para turistas ofrecía en su tamaño, había escogido un simpático conjunto de fullero de buque fluvial: pantalones negros, chaqueta, sombrero, botas, camisa blanca y corbata de lazo, chaleco rojo y marrón con ribetes dorados y faltriquera de reloj. El último botón del chaleco renunció a la lucha, dando un salto y rebotando en una piedra con un ruido familiar para los espectadores de viejos westerns, y los botones de la camisa debieron continuar su resistencia a solas. Losanjes de carne pálida y velluda asomaban entre un botón y otro. La hebilla del cinturón estaba sepultada bajo una curva voluminosa. El rostro chorreaba sudor. Con mucho, era mejor de lo que hubiera esperado, tratándose de Walter.
—Estás un poco lejos del Misisipí, tahúr de poca monta —comenté.
—¿De qué demonios hablas?
—Olvídalo. Eres justo el hombre que quería ver. Ayúdame a descargar estos tablones, ¿quieres? Sola tardaría todo el día.
Me miró boquiabierto cuando fui a la carreta que aguardaba allí hacía una hora, llena de magníficos tablones de Pensilvania. Pensaba usar los tablones para el suelo de la cabana, cuando llegara el momento. Trepé a la carreta y cogí el extremo de un tablón.
—Venga, coge la otra punta.
Walter se acercó, mirando con recelo la plácida yunta de muías, y pasando a prudente distancia. Cogió una punta, gruñendo, y arrojamos el tablón al costado.
Una vez que establecimos un ritmo de trabajo, Walter habló.
—Soy un hombre paciente, Hildy.
—Ja.
—Pues lo soy. ¿Qué más quieres? He esperado más de lo que muchos habrían esperado en mi lugar. Estabas agotada, lo admito, y necesitabas un descanso… aunque no entiendo que alguien considere esto como un descanso.
—¿Has esperado para qué?
—Para que regreses, por cierto. Por eso estoy aquí. Las vacaciones han terminado, amiga. Es hora de regresar al mundo real.
Apoyé mi punta del tablón en la pila, me enjugué la frente con el brazo, clavé los ojos en Walter. Él me sostuvo la mirada un instante, la desvió, señaló la madera. Cogimos otro tablón.
—Podrías haberme dicho que te tomarías un sabático —me dijo—. No me quejo, pero me habría facilitado las cosas. Tus cheques se han depositado en el banco, desde luego. No digo que no tengas derecho, habías acumulado seis o siete meses de vacaciones, creo.
—Diecisiete, Walter. Nunca me he tomado vacaciones.
—Siempre surgía algo. Ya sabes cómo es. Y sé que tienes derecho a más, pero no creo que me dejes en la estacada tomándolas todas juntas. Te conozco, Hildy. Tú no me harías eso.
—Averígualo.
—Verás, ha sucedido que se presenta una gran noticia. Eres la única persona en quien confío para…
Solté mi punta del tablón.
Walter también soltó el tablón y brincó hacia atrás mientras la madera caía estrepitosamente en el suelo de la carreta.
—Walter, no quiero oír hablar de esto.
—Hildy, sé razonable, no hay nadie más que…
—Esta conversación empezó mal, Walter. Siempre te las ingenias para salirte con la tuya. Creo que por eso no fui a hablarte directamente, y ahora veo que fue un error, así que…
Walter alzó la mano, y una vez más me dejé vencer.
—Yo sólo vine para traerte esto —dijo, mirando el suelo y alzando los ojos como un chico culpable. Sacó mi sombrero de fieltro, más maltrecho que nunca después de haber estado metido en su bolsillo trasero. Vacilé, lo acepté. Walter sonreía, y si le hubiera visto el menor asomo de regodeo le habría arrojado el maldito sombrero a la cara. Pero no. Lo que vi fue esperanza, preocupación, una timidez que era insólita en Walter. Hacer esto debía ser difícil para él.
¿Qué podía hacer? Arrojárselo quedaba descartado. No puedo decir que Walter me gustara, pero no lo odiaba, y lo respetaba como hombre del periodismo. Mis manos se pusieron a trabajar por su cuenta para devolver la forma al sombrero, formando la raya de la coronilla, mientras mis pulgares palpaban esa tela sensual. Era un momento de gran simbolismo, un momento que yo no había querido.
—Aún está manchado de sangre —comenté.
—No la pude sacar toda. Podrías conseguirte otro, si te trae malos recuerdos.
—No tiene importancia. Gracias por tomarte tantas molestias, Walter. —Arrojé el sombrero a una pila de viruta, clavos doblados, trozos de madera aserrada. Me crucé de brazos—. Renuncio.
Me miró largo rato, cabeceó, sacó un pañuelo empapado del bolsillo y se seco la frente.
—Si no te molesta, no te ayudaré con los demás tablones —dijo—. Debo regresar a la oficina.
—Claro. Oye, podrías llevar la calesa de vuelta al pueblo. El carretero dijo que regresaría antes del anochecer, pero me preocupa que las muías tengan sed, así que…
—¿Qué es una muía? —dijo Walter.
Al fin logré que se sentara en el pescante de madera, riendas en mano, una expresión dubitativa en el rostro colérico, y vi cómo regresaba al pueblo por el primitivo sendero. Él debía de pensar que «guiaba» las muías, pero si intentaba desviarlas del sendero que iba al pueblo se llevaría una sorpresa. De lo contrario no le habría dado el carruaje.
Ahí terminaron las visitas. Seguí esperando a que aparecieran Fox o Callie, pero no aparecieron. Me alegró que Callie no pasara, pero me dolió un poco que Fox no fuera a verme. Es posible desear dos cosas al mismo tiempo. En realidad quería que me dejaran a solas… pero ese desgraciado pudo haberlo intentado.
Poco a poco adopté cierta rutina. Me levantaba con el sol y trabajaba en la cabana hasta que el calor se volvía insoportable. A la hora de la siesta me iba a Nueva Austin para beber unos sorbos de un brebaje casero que el cantinero llamaba Pedro Furtivo y jugar unas manos de póquer con Ned Pepper y los demás parroquianos. En la cantina tenía que ponerme una camisa: la discriminación que debía haber vuelto insufrible la vida de las mujeres en el siglo diecinueve. Cuando trabajaba, sólo llevaba pantalones, botas y un sombrero de ala ancha para protegerme la cabeza del sol. Estaba tostada como una nuez de la cintura para arriba. Es increíble que las chicas de la cantina usaran la ropa que usaban en un verano de Tejas. Pero pensándolo bien, los hombres llevaban prendas igualmente pesadas. Una cultura extraña, la Tierra.
Cuando atardecía, regresaba a la cabana y trajinaba hasta el anochecer. Con la luz del ocaso me preparaba la cena. A veces me visitaba algún amigo. Me granjeé cierta reputación con mis bizcochos de suero de manteca y mi perpetuo frasco de fríjoles, donde arrojaba algunos de los ingredientes más improbables que puedan imaginarse. Tal vez encontrara una nueva carrera, si podía iniciar a mis conciudadanos de Luna en los misterios del guisado de Tejas.
Siempre permanecía en vela una hora cuando se extinguían las últimas luces del día. No tenía modo de compararlo, desde luego, pero tenía la impresión de que ese cielo cuajado de estrellas se parecía bastante a su original, a lo que hubiera visto en la verdadera Tejas, la verdadera Tierra, ahora que la contaminación humana había desaparecido. Era una gloria. No era comparable a una noche lunar, ni había tantas estrellas, pero era mejor a su modo. Por lo pronto, el cielo nocturno de Luna no podía verse sin la mediación de una gruesa capa de vidrio. Nunca se sentía la refrescante brisa nocturna. Además, el cielo de Luna es demasiado duro. Los astros resplandecen sin piedad, sin un parpadeo, mirando sin compasión al hombre y sus logros. Las estrellas de Tejas eran grandes y radiantes, pero guiñaban. Compartían la broma, y yo las amaba por eso. Tendida sobre mi manta, escuchando el aullido de los coyotes —¡y cómo quería aullar con ellos!— alcancé una serenidad que jamás había sentido.
Pasé un par de meses así. No había prisa por la cabana, quería hacerlo bien. Dos veces desmantelé una gran parte cuando aprendí un nuevo método para hacer una tarea y quedé insatisfecha con mi chapucera labor anterior. Creo que temía pensar en hacer otra cosa cuando terminara.
Y con buenos motivos. Inevitablemente llegó el día en que no encontré otra cosa que hacer. No quedaba un solo tornillo por ajustar en una sola bisagra, ni una sola superficie que alisar, ni una teja fuera de lugar.
Bien, pensé, siempre podía hacer muebles. Eso debía de ser más difícil que las paredes, el suelo, el techo. Lo único que tenía en el interior eran baratas cortinas de arpilleras y un tosco camastro. Tendí mi manta en el jergón de paja y pasé una inquieta noche «dentro» por primera vez en muchas semanas.
Al día siguiente recorrí el terreno, pensando en la posibilidad de hacer un huerto y una empalizada blanca. La empalizada sería fácil. El huerto sería más difícil, un proyecto casi imposible, digno de mi estado de ánimo de ese momento. Necesitaría un pozo para el jardín, pero por alguna razón la ficción de una labor edificante se disolvió cuando pensé en ello. A fin de cuentas, en Tejas hay tanta agua bajo la superficie como en cualquier otra parte de Luna. Si uno quiere agua y está cerca del río Grande, hay que cavar o taladrar hasta un nivel fijado al azar para cada parcela de tierra, y después el directorio del disneylandia hace llegar una tubería hasta el fondo del pozo y uno puede fingir que descubrió agua. En mi cabana, esa profundidad era de quince metros. La faena de cavar tanto no me amedrentaba. Sabía que podía afrontarla. A pesar de los impedimentos de un sistema hormonal femenino, había desarrollado hombros y bíceps que habrían causado horror estético a Bobbie. No tendría problemas en cambiar mi garlopa y mi sierra por una azada y una pala. Ésa era la parte que me agradaba.
Pero no me convencía la farsa. Me había habituado a mirar las estrellas de noche y a maravillarme ante el tamaño del universo. No me había vuelto loca; sabía que eran sólo lámparas que podía sostener con la mano. Pero de noche, con la fatiga, podía olvidarlo. Podía olvidar muchas cosas. No sabía si podría olvidar el esfuerzo de cavar quince metros para abrir un agujero inútil que necesitaría una tubería para llenarse de agua fresca y vital.
Odio ponerme demasiado metafórica. Walter siempre refunfuñaba contra eso. Los lectores se cansan pronto de las metáforas, solía decir. ¿Por qué el pozo, y no las estrellas? ¿Por qué llegar tan lejos y vacilar, por qué perder la imaginación justo al final? No lo sé, pero tal vez se relacionaba con ese agujero seco. Seguía pensando que mi vida entera era un agujero seco. Lo único que había logrado que me enorgulleciera era la cabaña… y odiaba la cabaña.
Esa noche no pude conciliar el sueño. Combatí el insomnio largo rato, me levanté, caminé a tientas en la oscuridad hasta encontrar el hacha. Destrocé el camastro y apilé los restos contra la pared, rocié la madera con queroseno, la encendí, salí por la puerta, dejándola abierta para que hiciera corriente, y subí despacio por la cuesta que estaba detrás de mi propiedad. Allí me acuclillé y, sintiendo muy poca emoción, presencié el incendio de la cabaña.