NACE UNA ESTRELLA
En casa tuve que desconectar el teléfono. Me había convertido en parte de la mayor noticia de mi vida, y todos los reporteros del universo querían hacerme una pregunta: ¿Cómo te sentiste, Hildy, cuando palpaste los sesos del único hombre de Luna que respetabas? Esto se llama justicia poética.
Para purgar mis pecados, activé el teléfono para responder a cuatro o cinco de los periodistas que consideraba mejores, además del homúnculo sonriente que pasaba por animador de El Pezón, y concedí entrevistas de cinco minutos, totalmente falsas y con todos los elementos que el público esperaba. Al final de cada entrevista alegué agotamiento emocional y dije que les otorgaría una más completa en los días siguientes. Esto no satisfizo a nadie, por cierto; de vez en cuando mi puerta crujía literalmente con el impacto de reporteros frustrados que lanzaban sus cuerpos contra ese acero de tres pulgadas.
En verdad no sabía cómo me sentía. Estaba aturdida, en cierto sentido, pero mi mente funcionaba. Esta ba pensando, y la reportera estaba resucitando después del tremendo shock de haber recibido un disparo. ¡Qué diablos! ¿Esa maldita bala no había oído hablar del Convenio de Ginebra? No éramos combatientes, nosotros debíamos chupar sangre, no derramarla. Estaba furiosa con esa bala. Supongo que en cierto modo me creía inmune.
Me preparé una buena comida y reflexioné. No un emparedado. Creí que nunca más probaría un emparedado. No cocino demasiado, pero soy buena cuando lo hago, y me ayuda a pensar. Después de entregar el último plato a la lavadora, me senté y llamé a Walter.
—Ven aquí de inmediato, Hildy —dijo Walter—. Te tengo citas para entrevistas, desde hace diez minutos hasta el Tricentenario.
—No.
—Creo que la línea está mal. Me pareció oír que no.
—La línea está perfecta.
—Podría despedirte.
—No digas tonterías. ¿Quieres que mi entrevista exclusiva se publique en Sin Vueltas, donde triplicarían la miseria que me pagas? —Tardó largo rato en responder, y yo no tenía nada que añadir por el momento, así que ambos escuchamos el largo silencio. Yo no había conectado la imagen.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó plañideramente.
—Lo que me pediste. Obtener la noticia sobre los flacs. Dijiste que yo era la mejor, ¿verdad?
La textura del silencio cambió esta vez. Era un silencio de lamentación, un silencio que decía «¿Cómo pude decir semejante gansada?» Walter no dijo que lo había dicho sólo para persuadirme de no renunciar. Tampoco me preguntó cómo me atrevía a amenazarlo con venderme a un rival, y no mencionó las cosas terribles que podría hacer con mi carrera si yo hacía semejante cosa. La línea telefónica zumbaba con todas las cosas que él callaba, y las callaba con tan viva voz que yo me habría asustado si realmente temiera por mi empleo. Al fin Walter suspiró y decidió hablar.
—¿Cuándo tendré la noticia?
—Cuando la consiga. Quiero a Brenda, ahora mismo —contesté.
—Claro. Aquí la tengo bajo mis pies.
—Dile que entre por la puerta trasera. Sabe dónde está, y creo que sólo otras cinco personas en Luna la conocen.
—Seis, contándome a mí.
—Me lo imaginaba. No se lo cuentes a nadie, o nunca saldré con vida de aquí.
—¿Qué otra cosa?
—Nada. Yo me encargaré.
Colgué y empecé a hacer llamadas.
La primera fue para la reina. Ella no tenía lo que yo necesitaba, pero conocía a alguien que conocía a alguien.
Dijo que me llamaría. Me senté y confeccioné una lista de cosas que necesitaría, hice varias llamadas más, y luego Brenda llamó por la puerta de atrás.
Me preguntó cómo estaba, cómo me sentía, no como reportera sino como amiga. Me sentí un poco conmovida, pero había trabajo que hacer.
—Golpéame —dije.
—¿Qué?
—Golpéame. Dame un puñetazo en la cara. Necesito que me rompas la nariz. Lo intenté un par de veces, pero no logro pegarme con la fuerza necesaria.
Me miró con cara de querer largarse de allí cuanto antes, en lo posible sin que yo me diera cuenta.
—Mi problema —expliqué— es que no puedo aparecer en público con esta cara. Necesito que me la modifiquen, y deprisa. Así que golpéame. Ya sabes cómo. Lo has visto en las películas de vaqueros y hampones. —Erguí la cara y cerré los ojos.
—¿Has desconectado los receptores nerviosos?
—¿Me crees chiflada? No respondas, sólo golpea.
Me dio un golpe que apenas habría servido para enviar una mosca a cuidados intensivos, si hubiera estado posada en la punta de mi nariz.
Tuvo que intentarlo cuatro veces más, y al fin usó un viejo bate que yo encontré en mi armario, con el cual conseguimos ese crujido repugnante que confirmaba que lo habíamos logrado. Yo sabía que sería difícil para ella. Tal vez yo no las tenía todas conmigo. Tal vez existiera un método más fácil y ella mereciera más explicaciones, pero yo no estaba de ánimos. Le esperaban cosas peores, y no había tiempo.
Sangró bastante, como era de esperar. Me apreté la nariz con el dedo, y metí la cara en el autodoc. Cuando se curó minutos después, yo tenía una nariz ancha y vagamente africana con un garfio en la punta y cierta inclinación hacia la izquierda.
Para conseguir una noticia se requiere preparación, improvisación, transpiración e inspiración. Hay objetos que llevo continuamente en mi cartera y que uso una vez cada cinco años, pero cuando los necesito, los necesito de veras. En ocasiones necesito un disfraz, nunca tanto como entonces, pero siempre estaba preparada para disfrazarme en el acto. Ahora es más difícil que antes. La gente está más capacitada para ver detalles a pesar de los cambios, porque está acostumbrada a tener amigos que se modifican el rostro sucumbiendo a una moda pasajera. Las cejas pobladas o las pelucas ya no bastan. Hay que cambiarse las facciones.
Cogí un destornillador y me palpé la mandíbula superior, entre la mejilla y la encía, hasta descubrir el hueco que buscaba. Inserté el destornillador, lo calcé en el tornillo y lo hice girar. Cuando la herramienta se me resbaló, Brenda miró en mi boca y me ayudó. Mientras ella hacía girar el destornillador, mi pómulo comenzó a moverse.
Es un dispositivo barato y sencillo que se consigue en cualquier tienda y se hace instalar en una hora. Bob-bie había querido extraerlo. Le ofendía la existencia de algo que podía usarse para estropear su obra. Yo se lo había hecho dejar, y me felicité por ello cuando vi la transformación de mi cara en el espejo. Cuando Bren-da hubo terminado, mi cara era más ancha y angulosa, y mis ojos ligeramente rasgados. Con la nueva nariz, ni siquiera Callie me habría conocido. Si abría bien la boca, parecía aún más extraña.
—Déjame ajustar la parte izquierda —dijo Bren-da—. Tienes la cara torcida.
—Torcida está bien —dije. Sentía gusto a sangre, pero eso no tardó en sanar. Me eché un vistazo y decidí que era suficiente, así que activé los receptores nerviosos de mi rostro. Sentía un poco de dolor en la nariz, pero nada grave.
Claro que podría haber conseguido el mismo efecto rellenándome las mejillas con papel tisú, pero os desafío a hablar con la boca llena de papel. Un actor está entrenado para hacerlo, yo no. Además, uno siempre sabe que está allí, y eso distrae.
Brenda me preguntó qué haríamos, y yo me pregunté cuánto convenía revelarle. No demasiado, me respondí, así que la hice sentar y ella me miró con ojos desorbitados.
—Tienes dos opciones —le dije—. Primero, puedes ayudarme a prepararme para esta travesura, y luego puedes renunciar, y no habrá rencores. O puedes acompañarme hasta el final. Pero si aceptas no sabrás demasiado. Creo que podemos obtener una noticia sensacional, pero también podemos meternos en muchos problemas.
Brenda reflexionó.
—¿Cuánto puedes contarme?
—Sólo lo que necesitas saber por el momento. En cuanto al resto, deberás confiar en mí.
—De acuerdo.
—So idiota. Nunca confíes en nadie que te pide tu confianza. Salvo en esta ocasión, por cierto.
Fui al Plaza, uno de los mejores hoteles de las cercanías del Platz, y me registré en la suite presidencial utilizando la carta de crédito de Brenda extendida por El Pezón, y recalificada a A-Doble-Plus. Le había dicho a Walter que quizá necesitara comprar una nave interplanetaria de pasajeros antes de terminar ese trabajo, pero lo cierto es que, ya que él pagaba, quería hacerlo en primera clase, y nunca me había alojado en la suite presidencial. Nos registré a ambas con los nombres de Kathleen Turner y Rosalind Russell, dos de las cinco personas que han desempeñado el papel de Hildegard/Hildebrandt Johnson en la pantalla grande. El sujeto que nos atendió no debía de ser cinefilo, pues ni siquiera pestañeó.
El mobiliario de la suite incluía a un par de criados de ambos sexos en el spa, que tenía tamaño suficiente para jugar a la guerra naval. Si hubiera estado de mejor ánimo le habría pedido al varón, que era un energúmeno, que se quedara, pero los eché.
Me planté en el centro de la habitación y dije:
—Mi nombre es Hildy Johnson y declaro que ésta es mi residencia legal.
Liz me había aconsejado que lo hiciera por si había micrófonos y cámaras ocultos y alguna vez se presentaban cintas como prueba en un tribunal. El huésped de un hotel tiene los mismos derechos que una persona en una vivienda que posee o alquila, pero nunca está de más buscar mayor seguridad.
Hice algunas llamadas telefónicas, y me dediqué a esperar las respuestas mientras iba de habitación en habitación y quitaba las sábanas y mantas de las muchas camas. Escogí una habitación sin ventanas que daba sobre la galería, y me dediqué a tapar con sábanas todos los espejos, que eran muchos. La llamada que esperaba llegó justo cuando terminaba. Escuché las instrucciones y me fui de la habitación.
Caminé media hora por un parque que estaba a poca distancia del hotel, lo cual no me sorprendió. Daba por sentado que me vigilaban. Al fin localicé al hombre que me habían indicado que buscara, y me senté en el extremo de un banco. No nos miramos ni hablamos. Aguardé unos minutos más, inhalé profundamente, cogí el saco. Ninguna mano me aferró el hombro. Tal vez yo no tenía agallas para esta clase de trabajo.
De vuelta en la suite, no tuve que esperar mucho para que Brenda llamara a la puerta, regresando de su expedición de compras. Se había portado bien, y traía todo lo que yo le había pedido. Sacamos los trajes del gremio de electricistas y nos los pusimos: monos azules con emblemas del gremio y cinturones con equipo. Los nombres estaban cosidos a la tela encima del pecho izquierdo: yo era Rosalind y ella era Kathleen. Al lado de las llaves, destornilladores y testeadores ceremoniales que colgaban del cinturón colgué algunos de los artículos que acababa de obtener en forma tan melodramática. Calzaban bien. Nos pusimos cascos de plástico amarillo, cogimos nuestras cajas de merienda de metal negro y nos miramos en el espejo. Nos echamos a reír. Brenda disfrutaba del juego hasta el momento. Era una aventura.
Brenda estaba ridicula como de costumbre. Cualquiera diría que un disfraz le sentaba tan bien como una peluca le sienta a un poste. En realidad, no es tan anormal para su generación. No sé dónde terminará esta cuestión de la altura. Una de las muchas causas de la brecha generacional a que aludía Callie era un simple problema de dimensiones. La gente de la edad de Brenda no frecuentaba las partes más viejas de la ciudad donde vivían muchos de sus mayores, porque siempre se daba cabeza/os contra las cosas. En esos tiempos se construía en escala más pequeña.
No había guardias humanos en la entrada de obreros del Gran Estudio de FLACS. No esperaba encontrarme con ninguno; según la información que yo había comprado, sólo empleaban a seis. Para esas tareas se utilizaban máquinas, demostrando una confianza excesiva, tal como se lo demostré a Brenda valiéndome de una de nuestras herramientas ilegales. La agité ante la puerta, esperé a que las luces rojas se pusieran verdes, y las puertas se abrieron. Me habían dicho que una de las tres máquinas que yo tenía se las vería con cualquier sistema de seguridad que hallara en el Estudio. Yo sólo esperaba que mi confianza no fuera excesiva, tanto en lo concerniente a los oscuros personajes que vendían ese material como en lo referente a las máquinas mismas. Lo cierto es que confiamos en estos chismes. Yo ignoraba qué hacía esa maldita cosa, pero en cuanto apareció una luz verde entré al trote sin vacilar, como Spotski, el perro de Pavlov.
Tres pisos arriba, dos corredores abajo, séptima puerta a la izquierda. ¿Y quién estaba allí con aire de frustración? Pues nada menos que Cricket.
—Si tocas ese picaporte —le dije—, Elvis regresará, y no para repartir Cadillacs rosados.
Cricket se sobresaltó. Demonios, esa muchacha conocía su oficio. Trataba de hacerse pasar por una funcionaría flac, y se protegía con una de esas tablillas con sujetapapeles como una amazona con su escudo. La vieja tablilla es la llave mágica para entrar en muchos sitios si uno sabe utilizarla, y Cricket tenía una habilidad innata. Nos miró altivamente con sus gafas oscuras.
—Perdón —declaró con voz altanera—. Lo que hacen ustedes…
Hojeaba ostentosamente los papeles de su tablilla, como si buscara nuestros nombres, aunque no se los habíamos dado, cuando comprendió que debajo de ese casco amarillo estaba Brenda. No estaba preparada para eso, y mucho menos para comprender quién acompañaba a Brenda.
—Demonios —jadeó—. Eres tú, ¿verdad? ¿Hildy?
—En persona. Me avergüenzas, Cricket. ¿Desalentada por una mera puerta? Al parecer has olvidado tu lema de niña exploradora.
—Sólo recuerdo que nunca debes dejarle entrar por la puerta trasera en tu primera cita.
—Siempre lista, tesoro, siempre lista.
Agité una de mis varillas mágicas ante la puerta. Naturalmente, una de las luces se obstinó en permanecer roja, así que escogí otra y la máquina funcionó, como una máquina tragaperras corrupta. Atravesamos la puerta, y súbitamente comprendí para qué eran las gafas oscuras.
Estábamos en un corredor común donde había tres puertas. Por una de las puertas llegaba música. Según el mapa por el cual yo había pagado mucho dinero de Walter, era la puerta que buscábamos. Esta vez tuve que usar las tres máquinas, y la última se tomó su tiempo. Cada luz roja se apagó sólo después de exhibir un desconcertante desfile de dígitos en una pantalla numérica. Supongo que hacía algo arcano con sus códigos. Pero la puerta se abrió, y no oí ninguna alarma. Atravesamos la puerta y nos encontramos en una pequeña habitación con el Gran Consejo de Flacs.
O al menos con sus cabezas.
Las cabezas estaban en un estante a pocos metros, mirando una gran pantalla donde proyectaban Sucedió en la Feria. Mundial. Estaban en sus cajas —creo que no eran fáciles de sacar—, de modo que vimos siete pantallas de televisión que mostraban nucas. Si reparaban en nuestra presencia, no lo demostraban. Aunque no sé cómo lo hubieran demostrado. Del fondo del estante salían cables y tubos que se conectaban con pequeñas máquinas que tarareaban alegremente.
Brenda parecía muy nerviosa. Iba a decir algo, pero me llevé un dedo a los labios y me puse la máscara. Ella hizo lo mismo mientras Cricket nos miraba. Eran máscaras de plástico con un distorsionador de voz, y yo las había llevado principalmente para tranquilidad de Brenda. No servirían de mucho si las cosas andaban mal, pues las cámaras de seguridad de los pasillos ya tendrían nuestro retrato. Pero Brenda no entendía mucho de esas cosas, y no se habría dado cuenta.
Cricket tenía la mano en el bolsillo desde que entramos en el primer corredor. La mano comenzó a salir, y yo señalé hacia atrás y exclamé «¿Qué demonios es eso?» Ella miró hacia atrás, y yo cogí una de mis llaves y se la descargué en la coronilla.
No funciona como en la televisión. Cricket se derrumbó, luego se apoyó en las manos, sacudiendo la cabeza. Un hilillo de saliva le colgaba de la boca. La golpeé de nuevo. La cabeza le sangraba, pero aún no se desmayaba. La tercera vez le pegué con mayor entusiasmo, y previsiblemente Brenda me aferró el brazo y lo desvió, con lo cual la llave golpeó el costado de la cabeza, causando más daño del que yo me proponía, pero de todos modos dio resultado. Cricket se derrumbó como un saco de cemento húmedo y no se movió más.
—¿Qué demonios haces? —preguntó Brenda. La máscara le distorsionaba la voz, y hablaba como una criatura del Planeta X.
—Brenda —dije—, sin preguntas.
—Esto no estaba en mis planes.
—Tampoco en los míos, pero si me fastidias ahora juro que te romperé ambos brazos y te dejaré tendida junto a ella.
Brenda se me enfrentó jadeando, y me pregunté si podría dominarla. Mis antecedentes con mujeres airadas no eran impecables, aun cuando tenía la ventaja del peso. Al fin cedió, asintió, y yo me arrodillé para revisar a Cricket. Le tomé el pulso, que parecía bien, le alcé un párpado, revisé las pupilas. No sabía mucho sobre primeros auxilios, pero sabía que no corría peligro. Pronto llegaría ayuda, aunque ella no la recibiría con gratitud. Recogí la bola vibrante que se le había caído de la mano floja y me la guardé en el bolsillo. Le mostré una foto a Brenda.
—Mira en esos armarios, busca una de éstas —le dije.
—¿Qué…?
—Sin preguntas, maldición.
Revisé la cuarta y más costosa herramienta electrónica que había adquirido, que estaba funcionando desde que habíamos entrado en el Estudio. Todas luces verdes. Ésta se encargaba de confundir todos los sistemas activos y pasivos que pudieran pedir ayuda a los siete enanitos del estante. No sé cómo funcionaba; sólo sé que si un hombre inventa un cerrojo, otro inventa el modo de forzarlo. Había pagado una suculenta suma por la información sobre los sistemas de seguridad del Estudio, y hasta ahora había valido la pena. Di la vuelta al estante y me detuve entre la pantalla y el Consejo, vi siete de las tristemente célebres cabezas parlantes que habían sido un programa de televisión desde el principio. Escogí al Gran Flac y me acerqué a sus rasgos delicados y reprobatorios. Su primera reacción fue utilizar sus limitados movimientos para tratar de ver detrás de mí. Le interesaba más la película que el peligro que pudiera amenazarlo. Supongo que uno se vuelve bastante fatalista cuando vive en una caja.
—Quiero que me digas cómo sacarte del estante sin causarte daño —dije.
—No te preocupes —se burló—. Alguien llegará para arrestarte dentro de pocos minutos.
Recé porque fuera un alarde, pero no tenía modo de saberlo con certeza.
—¿Cuántos minutos puedes vivir sin estas máquinas?
Reflexionó, movió la cabeza en lo que interpreté como el equivalente de un encogimiento de hombros.
—Desconectarme es fácil. Tan sólo levanta la manija de la parte superior de la caja. Pero moriré en pocos minutos. —La idea no parecía molestarle.
—A menos que te enchufe en una de éstas. —Cogí la máquina que Brenda había localizado y se la puse enfrente. Hizo una mueca de disgusto.
No sé cómo se llamaba la máquina. Lo que hacía era brindar soporte vital para su cabeza, y contenía órganos artificiales como corazón, pulmones, ríñones y demás, todo muy pequeño porque no había tanta vida que soportar. Me habían dicho que lo mantendría ocho horas en forma autónoma, e indefinidamente si la conectaba a un autodoc. El dispositivo tenía las mismas dimensiones que la caja de su cabeza, y diez centímetros de profundidad. Lo apoyé en el suelo y alcé la caja por la manija. Por primera vez lo noté preocupado. Algunas gotas de sangre cayeron al estante, donde vi un laberinto de broches de metal, tubos de plástico, mangueras de aire. Había una maraña similar en el dispositivo móvil, configurado de tal modo que había una sola manera de enchufarlo. Puse la caja sobre el soporte vital y presioné hacia abajo.
—¿Voy bien? —le pregunté al Gran Flac.
—No hay muchas cosas que puedas hacer mal. Y nunca te saldrás con la tuya.
—Veremos. —Encontré los interruptores, le apagué la voz y tres pantallas de televisión. La cuarta, la que mostraba su rostro, fue reemplazada por la película que el grupo estaba mirando cuando llegamos—. Salgamos de aquí —le dije a Brenda.
—¿Y qué hay de Cricket?
—Dije sin preguntas. En marcha.
Brenda me siguió al corredor. Atravesamos la puerta donde nos habíamos encontrado con Cricket y atravesamos más corredores. Doblamos una esquina y nos topamos con un hombre fornido de uniforme pardo que nos miraba con los brazos cruzados.
—¿Adonde vais con eso? —preguntó.
—¿Adonde crees? Lo llevo al taller…Si procuras usar diez mil de estas cosas, tendrás fallos en el sistema.
—Nadie me habló de esto.
Apoyé el Gran Flac en el suelo, poniendo frente al guardia la pantalla que exhibía la película; el guardia miró la pantalla, tal como yo esperaba. Es imposible dejar de mirar una imagen móvil en una pantalla de televisión, sobre todo si uno es un flacsita. Yo apoyaba la mano en mi confiable llave, pero hojeaba papeles con aire de aburrida. Llegué a una página —parecía ser una póliza de seguros para el apartamento de Cricket— y señalé triunfalmente el centro.
—Aquí está. Extraer y reparar un monitor de vídeo modelo diecisiete, número de pedido 45293a/34. La tarea debe completarse para blablablá.
—Supongo que no me han llegado los papeles —dijo el guardia, mirando de reojo la pantalla. Tal vez estábamos llegando a su parte favorita. Si me pedía los papeles, le mostraría la tablilla y lo dormiría con la llave.
—Siempre pasa lo mismo.
—Sí. Pero me sorprendió veros aquí, después del alboroto que se armó con la muerte de Silvio.
—Qué diablos —dije encogiéndome de hombros y poniéndome al Gran Flac bajo el brazo—. El deber ante todo.
Y nos largamos de aquí.
Brenda caminó cien metros por el corredor y dijo:
—Creo que voy a desmayarme. La conduje a un banco en medio de la galería, la hice sentar y le puse la cabeza entre las rodillas. Temblaba de pies a cabeza y respiraba entrecortadamente. Tenía la mano fría como hielo.
Yo extendí mi propia mano, y noté con satisfacción que estaba firme. Francamente me había atemorizado después de desconectar al Flac de su estante; temía que mis dispositivos fallaran justo en ese momento. Pero me ayudó algo que había ayudado a muchos ladrones profesionales mucho antes que yo me dedicara a ese oficio. Nunca se había previsto que alguien quisiera robar a uno de los miembros del Consejo. En cuanto al resto… bien, cualquiera puede leer esas tortuosas historias de espías del pasado, que robaban secretos militares y de estado con complejas estratagemas, con sigilo y astucia. En algunos casos habrá sido así, pero apostaría a que muchos robos fueron cometidos por gente con uniforme y tablilla que se acercó a alguien y le pidió lo que quería.
—¿Ha terminado? —preguntó Brenda con un hilo de voz. Estaba pálida.
—Todavía no. Pronto. Y todavía no hagas preguntas.
—Pero muy pronto te haré unas cuantas.
—No lo dudo.
Para ahorrar tiempo, no le había pedido que trajera más disfraces para usar durante la fuga, así que simplemente nos quitamos los monos de electricistas, los arrojamos en la papelera de un baño público y regresamos al Plaza desnudas. Yo llevaba al Gran Flac en la bolsa de una tienda del Platz, y nos abrazábamos como amantes. En el ascensor Brenda me apartó como si tuviera la peste, y subimos en silencio.
—¿Ya podemos hablar? —preguntó cuando cerré la puerta.
—Dentro de un minuto. —Saqué la caja del saco, junto con otros ítems que había guardado: las varitas mágicas, las gafas oscuras, la bola vibrante. Cogí un pad de noticias, lo conecté y miramos, leímos y escuchamos unos minutos, Brenda cada vez más impaciente. No se mencionaba una audaz intrusión en el Gran Estudio, no había boletines sobre Rosalind y Kathleen. Yo no los esperaba. Los flacs entendían de publicidad, y aunque hay cierta verdad en el viejo dicho— «no importa lo que publiques sobre mí mientras escribas bien mi nombre», —es preferible manejar las noticias que se dan a conocer. Esta historia tenía mil espinas mortales si los flacs decidían explotarla, y sin duda lo pensarían largo rato antes de denunciar el delito a la policía. Además, estaban hasta el cuello con las noticias sobre el atentado, que mantendría ocupado a su personal durante muchos meses, elaborando nuevas perspectivas para enviar a los medios.
—Bien —le dije a Brenda—, estamos a salvo por un tiempo. ¿Qué querías saber?
—Nada —replicó fríamente—. Sólo quería decirte que eres la más repulsiva, depravada y horrible… —La imaginación le falló cuando quiso poner el sustantivo. Tendría que trabajar en ello. Yo podría haber sugerido varios espontáneamente, aunque no por los mismos motivos.
—¿Por qué? —pregunté.
Se quedó pasmada ante mi impavidez.
—¡Por lo que le hiciste a Cricket! —vociferó—. Fue sucio y traicionero… Prefiero no conocerte más.
—En eso estamos de acuerdo, pero siéntate. Quiero mostrarte una cosa. Dos cosas, en verdad.
El Plaza tiene unos encantadores teléfonos antiguos y había uno junto a mi silla. Cogí el auricular y tecleé un número de memoria.
—Sin Vueltas —contestó una voz agradable—. Sala de noticias.
—Diga al jefe de redacción que una de sus reporteras es retenida contra su voluntad en el Gran Estudio de la iglesia FLACS.
—¿De quién se trata? —preguntó cautelosamente la voz.
—¿Cuántas reporteras han infiltrado esta mañana? Su nombre de pila es Cricket. No conozco el apellido.
—¿Y quién es usted, señora?
—Una amiga de la prensa libre. Dése prisa, pues cuando la dejé la estaban maniatando para obligarla a ver una película imbécil. Ya debe de estar descere-brada.
Colgué. Brenda me miró hecha una furia.
—¿Y crees que eso compensa lo que hiciste?
—No, y ella no lo merece, pero probablemente hubiera hecho lo mismo en la situación inversa, lo cual casi sucedió. Conozco a la jefa de redacción de Sin Vueltas. En diez minutos enviará un escuadrón de tropas de asalto con municiones que los flacs comprenderán, como muestras de los titulares de la próxima hora si no sueltan pronto a Cricket. Los flacs querrán mantener esto callado, pero querrán sonsacarle nuestros nombres, pues esto parece un conflicto entre ladrones.
—¿Y qué otra cosa fue?
—Fue la regla áurea del periodismo, tesoro —dije, poniéndome las gafas oscuras de Cricket y sosteniendo la bola vibrante entre el pulgar y el índice—. «Joderás a tu prójimo antes que él te joda.»
Hice girar la bola con el pulgar y la arrojé entre nosotras.
Demonios, esas cosas son brillantes. Me recordó la explosión nuclear de Kansas, que parecía abrir agujeros en las lentes protectoras. Duró una fracción de segundo, y cuando me quité las gafas Brenda estaba echada en su silla. Permanecería dormida de veinte a treinta minutos.
Qué mundo.
Levanté al jefe de la iglesia y lo llevé a la habitación que había preparado. Lo puse en una mesa frente a una pantalla de televisión que ocupaba una pared y en ese momento estaba apagada. Di un golpecito en la parte superior de la caja.
—¿Todo bien ahí adentro?
El no respondió. Moví una traba y abrí la pantalla frontal, que todavía mostraba la misma película en ambas superficies chatas, la interna y la externa. La cara me miró con furia.
—Cierra esa puerta —gruñó—. Sólo faltan diez minutos para el final.
—Perdón —dije, y la cerré.
Entonces cogí la llave (le estaba cobrando cierto afecto) y golpeé la pantalla de vidrio, que se astilló. Tuve un atisbo de una cara jubilosamente sonriente cuando cayeron los fragmentos, luego oí una andanada de insultos. En alguna parte oí el zumbido de un motor que encendía lo que en él equivalía a una laringe. Trató en vano de retorcerse para ver una de las pantallas de ambos flancos, que también estaban sintonizadas en el mismo programa.
—Oh, ¿estabas mirando eso? —dije—. Qué torpe he sido.
Cogí un cable de la pared y conecté su sintonizador con el televisor de pared, bajé el volumen. Protestó un rato, pero al fin no pudo resistir las imágenes que bailaban detrás de mí. Si notó que le permitía ver mi rostro, no pareció preocupado por las posibles implicaciones. La muerte no parecía figurar entre sus miedos más importantes.
—Os castigarán por esto —dijo.
—¿Quiénes? ¿La policía? ¿O tenéis vuestros propios matones?
—La policía, por cierto.
—La policía no se enterará de esto, y lo sabes.
Suspiró con desdén. Suspiró de nuevo cuando rompí las pantallas de ambos flancos de su cabeza. Pero cuando cogí el cable con la mano pareció preocuparse.
—Hasta luego. Si tienes hambre, grita. Arranqué el cable de la pared, y la gran pantalla quedó en blanco.
No había llevado ropa para cambiarme. Me puse inquieta y bajé al lobby para echar un vistazo a las tiendas, maté media hora, pero no estaba de ánimo. A pesar de mis racionalizaciones acerca de los flacs, seguía esperando un golpecito en el hombro y la melodiosa pregunta «¿Conoce a un buen abogado?» Elegí unos pantalones abolsados de seda dorada y una blusa que hacía juego, una especie de pijama, sobre todo porque no me gusta andar en cueros en público, y porque Wal-ter pagaría la cuenta. Luego pensé en Brenda y elegí un par similar para ella en color verde, pensando que quedaría bien con sus ojos. Tuvieron que estirar los brazos y las piernas, pero la cintura estaba bien, pues se suponía que el vientre quedaba al descubierto.
Cuando regresé a la suite, Brenda ya no estaba tumbada en la silla. La encontré en el cuarto de baño, abrazando el excusado y llorando a moco tendido, con aspecto de percha gigante. Me sentí tan mal como para sentarme en una hoja de papel higiénico y mecer mis pies, por tomar una frase de Liz. Nunca había usado una bola vibrante, y había olvidado el efecto de descompostura que producen. No sé qué habría hecho si lo hubiera recordado.
Me arrodillé junto a ella y la abracé. Brenda se calmó un poco, no trató de alejarse. Cogí una toalla y le enjugué la boca, hice correr el vómito que había lanzado. La acomodé para sentarla contra la pared. Ella se limpió la nariz y me miró con ojos muertos. Saqué los pijamas de la bolsa y se los mostré.
—Mira lo que he traído. Bien, en realidad usé tu tarjeta de crédito, pero Walter responde.
Sonrió débilmente, estiró la mano. Trató de demostrar interés, llevándose la falda hasta el pecho. Si me lo hubiera agradecido, yo habría acudido a la policía pidiendo a gritos que me arrestaran.
—Es muy bonito —dijo—. ¿Crees que me quedará bien?
—Confía en mí —dije.
Ella me miró con dureza, sin recurrir a ninguna expresión de su arsenal de niña débil e inofensiva. Tal vez estaba creciendo un poco. Qué pena.
—No lo creo —replicó.
Le apoyé las manos en los hombros y acerqué mi cara a la suya.
—Bien —dije. Me incorporé, le di una mano, la ayudé a levantarse. Fuimos a la habitación principal.
Se animó un poco cuando se probó la ropa, girando frente a un gran espejo para estudiarse desde todos los ángulos, lo cual me recordó a mi prisionero. Le dije a Brenda que aguardara.
No estaba tan mal como yo esperaba, lo cual me preocupó más de lo que di a entender. No comprendí por qué hasta que me agaché y miré la pantalla de televisión que tenía enfrente.
—Tramposo —dije.
Mirando la inerte superficie de plástico de la pantalla de la pared, vi parte de una imagen reflejada desde la pantalla que estaba directamente detrás de su cabeza, la única que yo no había astillado. No pude distinguir cuál era la película, y tal vez él tampoco, pues era muy poco lo que se veía y el sonido estaba apagado, pero debía de ser suficiente para sostenerlo. Lo levanté y lo puse mirando hacia otra pared. Era un adorno fascinante, que daría motivo para interesantes conversaciones en una fiesta. Una cabeza apoyada en una gruesa base de metal, con cuatro pequeños soportes que sostenían un techo chato. Era como un pequeño templo.
Ahora se le notaba preocupado. Me agaché y miré los espejos cubiertos y el vidrio. No encontré ninguna superficie que reflejara una imagen si yo encendía la pantalla que estaba detrás, cosa que hice. Dudé en cuanto al sonido, pero al fin lo encendí, pensando que lo atormentaría más oír sin ver. Si me equivocaba, siempre podía alterar las cosas dentro de una hora, si contábamos con tanto tiempo. Lo cierto era que seríamos fáciles de rastrear si alguien nos buscaba. Lo saludé con la mano y fruncí el rostro ante la andanada de maldiciones que me lanzó cuando salí de la habitación.
¿Cómo se le saca información a alguien que no quiere hablar? Me había hecho esa pregunta antes de iniciar esta peripecia. La respuesta obvia era la tortura, pero hasta yo tengo ciertos escrúpulos. De todos modos, hay torturas y torturas. Si un hombre se ha pasado la vida mirando pasivamente un desfile incesante de imágenes, ¿cómo reaccionaría cuando lo desenchufaran? Lo averiguaría pronto.
Había leído en alguna parte que la gente se desorientaba pronto en un tanque de privación sensorial, se volvía sumisa y perdía la voluntad de resistencia. Tal vez diera resultado con el Gran Flac.
Brenda y yo pasamos media hora en silencio, sentadas a poca distancia, pero bien podíamos estar en diferentes planetas. Cuando al fin habló, me sobresaltó. Sumida en mis propias cavilaciones, me había olvidado de su presencia.
—Ella iba a usar esa cosa contra nosotras —dijo.
—¿Quién, Cricket? Viste lo que se le cayó de la mano, ¿verdad? Se llama bola vibrante. Por lo que me han contado, te desmaya al instante.
—Te han contado bien. Es espantoso.
—Lo lamento de veras, Brenda. En el momento me pareció buena idea.
—Lo era. Me lo tengo merecido.
Yo no estaba tan segura, pero sin duda había sido el modo más rápido de mostrarle lo que habíamos evitado por muy poco. Así soy yo: actos contundentes, luego explicaciones. Pensó en ello unos minutos.
—Tal vez pensaba usarlo contra los flacs.
—Claro que sí. No esperaba encontrarnos a nosotras. Pero no la vi repartiendo gafas. Habríamos caído con los flacs.
—Y nos habría dejado allí.
—Tal como nosotras la dejamos a ella.
—Bien, como dijiste, no nos esperaba. La obligamos a actuar así.
—Brenda, tratas de disculparla, y eso no es necesario. Ella también me obligó a actuar así. ¿Crees que me gustó golpearle la crisma? Cricket es mi amiga.
—Ésa es la parte que no entiendo.
—Mira, no sé cuál era su plan. Tal vez llevaba drogas, algo para hacer hablar a los flacs. Ése pudo ser el mejor método, pensándolo bien. El castigo por secuestro será bastante severo si me pillan.
—También a mí.
Le mostré el arma que le había comprado a Liz; ella se alarmó, así que la guardé. No la culpo. Ese arma era un objeto desagradable. Ahora entiendo por qué son ilegales.
—Sólo a mí. Si la situación llega a ese extremo, puedes decir que te obligué. No tendré problemas en convencer a un juez de que perdí la razón. De cualquier modo, ten la certeza de que Cricket tenía en mente un plan de ataque, e improvisó cuando aparecimos nosotras. Lo importante es la noticia, ¿entiendes? Pregúntaselo cuando todo esto haya terminado.
—No creo que me dirija la palabra.
—¿Por qué no? No te guardará rencor. Es una profesional. Estará enfadada, claro que sí, y nos hará cualquier cosa si alguna vez nos cruzamos nuevamente en su camino, pero no será por venganza. Si la cooperación permite conseguir la noticia, entonces ella prefiere cooperar, igual que yo. Pero esta noticia es demasiado grande para compartirla. En cuanto nos vimos, ambas llegamos a la conclusión de que una no saldría caminando de esa habitación. Yo fui más rápida.
Brenda sacudía la cabeza. Yo había dicho todo lo que tenía que decir. Ella podía comprender y aceptar, o buscarse otra profesión. Me miró como si recordara algo.
—En cuanto a lo que dijiste, no puedo permitirlo. Que cargues con la culpa.
Fingí furia, pero me conmoví de nuevo. Era una imbécil tan tierna. Esperé que Cricket no se la comiera viva la próxima vez que la encontrara.
—Claro que lo permitirás. No seas pueril. Primero venganza, luego altruismo. Esas cosas se reservan para ocasiones muy especiales, no cuando se interponen en medio de una noticia. Si quieres ser altruista en tu vida privada, adelante, pero no mientras trabajas para Wal-ter. Te despedirá si se entera.
—Pero no está bien.
—Te equivocas por completo. Yo no te conté lo que haríamos. No puedes asumir la responsabilidad. Me tomé muchas molestias para organizarlo de ese modo, y eres una mocosa ingrata si piensas estropear mis planes.
Lagrimeó, y yo me levanté a servirme un trago. Me enjugué los ojos mientras empinaba un whisky asombrosamente amargo. Cualquiera diría que tendrían mejor servicio a dos mil por noche.
Cuando el Gran Flac hubo pasado dos horas sin nada que mirar salvo las luces fluctuantes que arrojaba contra las otras paredes la pantalla que tenía detrás, asomé mi propia cabeza en la habitación, preguntándome si lograría conservarla sobre los hombros cuando todo esto hubiera terminado. Él me miró con desesperación. Tenía el rostro bañado en sudor.
—Esa serie es una de mis favoritas —gimoteó.
—Mira la cinta después.
—¡No es lo mismo, maldición! Ya he oído de qué se trata.
Pensé que era una suerte haber dado con una de sus series favoritas justo cuando necesitaba un elemento persuasivo para sonsacarle información, pero lo pensé dos veces y comprendí que cualquier programa que pasaran en el momento sería su favorito. No se perdía ninguno.
—Me perdí la gran escena de amor de David y Eve-rett. Maldita seas.
—¿Estás dispuesto a responder algunas preguntas?
Iba a negar con la cabeza —podía moverla un poco, arriba y abajo, de atrás para delante— pero fue como si una mano le hubiera cogido la barbilla para moverla de arriba abajo. Supongo que fue la mano invisible de su adicción.
—No te vayas. Debo conseguir otra testigo.
Di media vuelta y me tropecé con Brenda, que estaba detrás de mí. No usaba su máscara y pensé en enfadarme, pero qué diablos. A fin de cuentas era cómplice, a menos que yo pudiera hacer valer mi teoría de la coerción. Un punto al que esperaba no llegar.
Acercamos sillas a ambos lados de la gran pantalla y le dimos la vuelta para que él pudiera verla. Pensé que esto llevaría mucho tiempo, pues clavaba la vista en la pantalla sin mirarnos, pero era muy capaz de mirar el programa y hablarnos al mismo tiempo.
—Para que conste —dije—, ¿has sufrido algún daño desde que te trajimos a dar este paseíto?
—Me perdí la gran escena de amor de…
—Aparte de eso.
—No —dijo a regañadientes.
—¿Tienes hambre? ¿Sed? ¿Necesitas… esta cosa tiene un tubo de desagüe? ¿Algún tipo de vertedero? ¿Necesitas vaciar o cambiar el agua?
—No hay problema.
Le hice varias preguntas más, meras formalidades, para habituarlo a responder. He descubierto que es una buena técnica, aun con alguien que está acostumbrado a las entrevistas. Luego llegué a la pregunta por la cual nos habíamos tomado tantas molestias, y él me respondió más o menos lo que yo esperaba.
—¿ Quién tuvo la idea de asesinar a Silvio ? —Oí un jadeo de Brenda, pero clavé los ojos en el Gran Flac. Apretó los labios con furia, pero siguió mirando la pantalla. Cuando temí que no respondería, cogí el cable y obtuve una respuesta.
—No sé quién te lo contó. Tomamos medidas de seguridad muy estrictas, y sólo los altos cuadros sabíamos qué sucedería. Quisiera que luego me dieras su nombre.
Decidí no revelarle todavía que nadie me lo había contado. Tal vez no recurriera a ningún truco si pensaba que le habían traicionado. No tenía por qué preocuparme.
—Pero no importa de quién fue la idea. Sólo necesitas a alguien que se confiese culpable. Estoy aquí, así que yo debo dar la noticia, así que digamos que fui yo, ¿de acuerdo?
—¿Estás dispuesto a asumir la culpa? —preguntó Brenda.
—¿Por qué no? Todos convinimos en que era lo correcto. Lo echamos a suertes para seleccionar a un culpable que se responsabilizara del crimen, y perdió otra persona. Pero podemos solucionarlo, siempre que tenga tiempo de advertirles para que nuestras versiones concuerden.
Miré a Brenda para comprobar su reacción, tanto ante la noticia misma como ante la descarada manipulación de la noticia por parte mía y del hombre que contrató al tirador. Lo que vi me hizo pensar que tal vez aún tuviera esperanzas como periodista. Los reporteros que siguen el rastro de una gran noticia demuestran una sed de sangre cuya versión primitiva sólo se puede ver en la jaula de los felinos del zoológico. A juzgar por la cara de Brenda, si un tigre se hubiera interpuesto entre ella y esa noticia, el minino pronto habría tenido un agujero del tamaño de una periodista.
—Quieres decir que escogisteis a alguien para ir a la cárcel si se revelaba la verdad —continuó Brenda, demostrando que aún no comprendía del todo a ese hombre y su iglesia.
—En absoluto. Sabíamos que la verdad se revelaría tarde o temprano —replicó el Gran Flac con amargura—. Esperábamos que fuera tarde, por cierto, para tener tiempo de explotarla desde todos los ángulos. Has sido un verdadero incordio, Hildy.
—Gracias —dije.
—Después de todo lo que hemos hecho por vosotros —gruñó—. Primero te metes en el camino de la segunda bala. Te tenías bien merecido lo que te dolió.
—No me dolió. Pasó a través de mí.
—Lamento enterarme. Esas balas estaban muy bien planeadas. Debían penetrar la frente, la mejilla, expandirse después y reventar la nuca.
—Dum-dums —dijo Brenda, inesperadamente. Me miró, se encogió de hombros—. Lo averigüé cuando te hirieron.
—No importa —continuó el flac—. La segunda se expandió cuando te dio a ti, y causó demasiados destrozos en el rostro de Silvio, además de salpicarlo con tu sangre. Arruinaste el efecto.
—A mí me pareció bastante efectivo.
—Gracias a Elvis que intervino Cricket. Y ahora, como si no hubieras hecho bastante, infringes la ley, obligándome a revelar la noticia con dos semanas de antelación. Nunca creímos que infringirías la ley, al menos hasta este extremo.
—Pues denuncíame.
—No seas tonta. Sería una estupidez. La gente simpatizaría contigo, pensando que has prestado un servicio al público.
—Eso esperaba.
—Ni soñarlo. Pero todavía hay tiempo para imprimir el rumbo apropiado a este asunto, y beneficiarnos ambos. Tú nos conoces, Hildy. Sabes que colaboraremos contigo para proporcionarte una noticia que aumente el interés de tus lectores, si tan sólo nos haces algunas concesiones para controlar los daños.
Había algunos detalles que yo no entendía, pero aún no podía llegar a las preguntas. Francamente, aunque he visto y hecho muchas cosas en mi carrera, ésta me daba ganas de vomitar. Sentí ganas de buscar una cancha de béisbol y jugar un poco usando como pelota a ese espantoso psicópata.
Pero logré dominarme. No era la primera vez que entrevistaba a un pervertido, y el público siempre se interesa en los pervertidos. Hice la siguiente pregunta, una de esas preguntas que después uno se arrepiente de hacer, o cuya respuesta preferiría ignorar.
—Lo que no entiendo… tal vez sea torpe —dije lentamente—. Aún no capto la perspectiva. ¿Cómo esperaba la iglesia quedar bien con todo esto? Entiendo que lo hayáis matado, por vuestros motivos. No podéis tener un santo vivo que ande por ahí, pedorreando y eructando fuera de control. Silvio debió preverlo. Para los cristianos sería embarazoso que regresara Jesús. Tendrían que crucificarlo de nuevo antes de que armara demasiado alboroto.
Cailé, porque él sonreía, y no me gustaba esa sonrisa. Por un instante apartó los ojos soñadores de la pantalla y miró los míos. Me pareció ver gusanos reptando en esos ojos.
—Oh, Hildy —suspiró, con más pena que furia.
—No me hables con ese tono, desgraciado. Te arrancaré de esa caja y defecaré en tu cuello. Te…
Brenda me cogió una mano y me ayudó a dominarme.
—Te encarcelarán por quinientos años —dije.
—Eso no me asustaría —dijo él, aún sonriendo—. Pero no lo harán. Me encerrarán un tiempo, eso sí. Calculo que tres o cinco años.
—¿Por homicidio? ¿Por asociación ilícita para asesinar a Silvio? Quiero el nombre de tu abogado.
—No podrán demostrar homicidio —dijo él con su sonrisa. Esa sonrisa ya me estaba hartando.
—¿Por qué lo dices?
Brenda me cogió de nuevo la mano, como para darme una mala noticia con suavidad.
—Silvio colaboró, Hildy —dijo.
—Claro que sí —dijo el Gran Flatulento—. Hildy, si yo fuera vengativo, te hubiera dejado tragar la primera versión. Casi me arrepiento. Ahora nunca disfrutaré del gran abrazo de amor de… bien, no importa. Te lo digo como muestra de buena fe, para demostrarte que podemos colaborar a pesar de tus puñaladas por la espalda. Fue Silvio quien sugirió esta idea. Ayudó a entrevistar al tirador. Ésa es la noticia que escribirás esta tarde, y es la noticia que deseábamos revelar dentro de pocas semanas.
—No te creo —dije, creyéndole a pies juntillas.
—Eso no me interesa.
—¿Porqué?
—Supongo que preguntas por qué quería morir. Estaba acabado, Hildy. Hacía cuatro años que no podía componer nada. Eso era peor que la muerte para Silvio.
—Pero sus mejores obras…
—Fue entonces cuando acudió a nosotros. No sé si alguna vez fue un creyente sincero. Qué diablos, no sé si yo mismo lo soy. Por eso nos llamamos latitudinarios. Si tú tienes otras ideas sobre la divinidad de Tori-san, por ejemplo, no te expulsamos de la iglesia, te concedemos tiempo para que hables con gente que está de acuerdo contigo. No formamos sectas, como otras iglesias, y no atormentamos a los herejes. No hay herejes. No imponemos una doctrina. En la iglesia tenemos un dicho, cuando la gente quiere discutir sobre temas teológicos: es como la música de las esferas.
—«Tararea unos acordes y veré si puedo seguirla» —cité.
—Exacto. No ocultamos que ante todo queremos que nuestros fieles compren nuestros discos. A cambio les damos la oportunidad de codearse con celebridades. Lo que sorprendió a los flacs fundadores es que mucha gente cree de veras en la santidad de las celebridades. Y tiene cierto sentido, cuando lo piensas. Nosotros no postulamos un paraíso ultraterreno. Está aquí mismo, en este mundo, si se alcanza suficiente popularidad. En la mentalidad de nuestros anónimos admiradores de las estrellas, ser una celebridad es mil veces mejor que cualquier paraíso que puedan imaginar.
Noté que creía en una cosa, aunque no fuera el Regreso del Rey. Creía en el poder de las relaciones públicas. Había encontrado un punto en común con él, y no me complacía.
—Entonces, según tu versión, él acudió a vosotros en busca de ayuda, y le ayudasteis.
—Durante tres años él escribió toda su música. Atraemos a muchos artistas, como sabes. Escogimos a tres de los mejores, y ellos se pusieron a trabajar creando «música de Silvio». Resultó ser bastante buena. Nunca se sabe.
Evoqué esa música, la música que yo había atribuido a Silvio. Aún era buena; no podía negarlo. Pero algo se había extinguido en mí.
Era un mundo totalmente nuevo para Brenda, y estaba tan embelesada como un niño de tres años en las rodillas de mamá, escuchando a Baba Yaga y los Lobos.
—¿Eso formará parte de la historia? —preguntó—. ¿Le habéis escrito su música?
—Tiene que ser. Yo me opuse al principio, pero luego me demostraron que así se beneficiaban todos. Me preocupaba arruinar la imagen de una Gigaestrella. Pero si se le da el impulso atinado, se transforma en verdadero objeto de compasión, y el culto se fortalece aún más. Aún tiene su vieja música, que le pertenecía por completo. La iglesia queda bien parada porque lo intentamos todo, y accedimos de mala gana a su pedido de martirizarse, que es su derecho. Claro que infringimos algunas leyes, y esperábamos algún castigo, pero bien manejado aun eso puede generar compasión. Él lo pidió. Y no te preocupes, lo tenemos muy bien documentado en grabaciones donde nos ruega que sigamos adelante. Haré despachar ese material a la sala de noticias en cuanto redondeemos el trato. Y por si eso fuera poco, los músicos que hacían el trabajo de Silvio abandonarán su anonimato para salir disparados al gigaestrellato.
—«Disparados» es la palabra adecuada en este contexto —dije.
La primera parte de esa entrevista fue casi cómica, ahora que la recuerdo. Yo creía haber llegado al meollo del asunto cuando pregunté quién había planeado matar a Silvio. Y él creyó que yo ya conocía la historia, y que sólo preguntaba quién le había sugerido a Silvio que podía convertirse en Gigaestrella flac después de muerto.
Porque Silvio no había tenido la idea por su cuenta. Él había propuesto que lo designaran, vivo, para sumarse a los Cuatro. Se le explicó que sólo los muertos eran candidatos, y que una cosa llevaba a la otra. Al principio el Consejo se opuso al plan. Silvio dio con el modo de lograr que la iglesia quedara bien. Y fue un acto suicida. El Gran Flac iría a la cárcel por una serie de infracciones civiles, asociación ilícita, falsa publicidad, intento de fraude y demás. Yo ignoraba qué pena recibiría el ejecutor cuando lo encontraran.
Retrospectivamente me dio escozor que nos hubiéramos entendido mal en un aspecto aparentemente tan trivial. Si él hubiera sabido que yo ignoraba ese dato esencial, habría podido descubrir una pequeña oportunidad para vengarse de mí por haberle hecho perder su serie, enviando a Hildy Johnson a la cárcel sin que ello frustrara los planes de la iglesia. Habría podido hacerlo, y nada le impedía denunciarme de todos modos, pero ni siquiera ese tortuoso sujeto correría el riesgo de que algo saliera mal, sabiendo el poder que Walter podía ejercer para acudir en defensa de la persona que le presentara semejante noticia.
Brenda quería ponerse a trabajar de inmediato, pero la obligué a sentarse y reflexionar, algo que le beneficiaría más tarde en su carrera si se acordaba de hacerlo.
Lo primero era enviar telefónicamente la confesión que había grabado su holocámara. Cuando eso estuviera en el despacho de El Pezón, el flac no tendría modo de retractarse. Podríamos entrevistarlo sin prisa, y planear el modo de dar a conocer la noticia.
Claro que no nos sobraba el tiempo, pues nunca sobra el tiempo en estos casos. Nunca se sabe cuándo alguien encontrará los rastros que hemos dejado. Pero nos tomamos el tiempo suficiente para llevar la cabeza a El Pezón, donde lo apoyamos en un escritorio y le permitimos usar su teléfono y pronto estuvimos rodeadas por docenas de boquiabiertos reporteros que escuchaban mientras Brenda lo entrevistaba.
Ah, Brenda. Durante el viaje en tubo a la sala de redacción tuve una charla con ella.
—Todo esto se publicará con tu nombre —dije.
—Es ridículo, Hildy. Tú hiciste todo el trabajo. Al no aceptar literalmente lo del asesinato… Demonios, es tu noticia.
—Era demasiado perfecto. Se me ocurrió una vez que lo recogí. Pero pensaba que al pobre le habían tendido una trampa.
—Bien, yo también. Como todos los demás.
—Excepto Cricket.
—Sí. No hay modo de que salga con mi nombre.
—Pero lo harás. Porque te lo estoy ofreciendo, y es una noticia que te dará prestigio, y si la rechazas serás aún más tonta de lo que pareces. Y porque no puede salir con mi nombre, pues ya no trabajo para El Pezón.
—¿Renuncias? ¿Cuándo? ¿Por qué no me lo contó Walter?
Yo sabía cuándo había renunciado, y Walter no se lo contó porque aún no lo sabía, ¿pero para qué confundirla? Ella discutió un poco más, cada vez con menos vehemencia y con una aceptación gradual cada vez más teñida de culpa. Superaría la culpa. Ojalá supiera superar la fama.
En el momento parecía disfrutarlo bastante. Me quedé en el fondo de la sala, separada por filas de escritorios vacíos del excitado grupo reunido en torno de la triunfante reportera bisoña.
Y Walter descendió de su alta torre. Atravesó la sala repentinamente silenciosa, alejándose de mí, sin verme en las sombras. Ninguno de los presentes recordaba la última vez que él había bajado a la redacción por una noticia. Le tendió la mano a Brenda. No se lo creía, desde luego, pero tal vez pensara reprochármelo más tarde. Aún obsequiaba su sacra presencia a los reporteros cuando abordé su ascensor y subí a su oficina.
Su escritorio estaba en medio de un estanque de luz. Admiré la textura de esa madera, su acabado artesanal. De todas las costosas antigüedades que poseía Walter, era la única que yo había codiciado. Alguna vez me gustaría poseer un escritorio similar.
Acaricié el sombrero de fieltro gris que tenía en la mano. Se me había caído de la cabeza cuando salté al escenario donde la sangre de Silvio formaba un charco. Aún tenía la sangre pegada. Era tradicional que estuviera maltrecho, pero esto era ridículo.
Pensé que ya había usado bastante ese sombrero, así que lo dejé en el centro del escritorio y me marché.