EL REY DE NASHVILLE
Con la cobertura del Colapso —la persecución de parientes de las víctimas, ingenieros del domo, políticos y ambulancias—, no regresé a la redacción hasta diez días después de mi Cambio.
El Cambio trastoca el mundo. Naturalmente, no es el mundo el que se ha alterado, sino nuestro punto de vista, pero la realidad subjetiva es en muchos sentidos más importante que el modo en que las cosas realmente son, o deberían ser. Quién sabe. Nada se había movido en la atareada sala cuando entré en ella. Los muebles estaban en el mismo sitio, y no había rostros desconocidos ante los escritorios. Pero todas las caras significaban ahora otra cosa. Donde antes se sentaba un amigo ahora había un tío guapo que parecía interesado en mí. En lugar de esa muchacha despampanante de la sección de modas, la que me proponía invitar algún día, cuando tuviera tiempo, había sólo otra mujer, que ni siquiera era tan bonita como yo. Nos saludamos con una sonrisa.
El Cambio forma parte de la vida cotidiana, pero no es tan frecuente como para que pase inadvertido, al menos en mi nivel de ingresos y el de la mayoría de mis colegas. Me quedé junto al refrigerador de agua y durante una hora fui centro de atención, y no fingiré que no me gustaba. Mis compañeros iban y venían, charlaban un rato, un grupo cambiante. Estábamos estableciendo una nueva dinámica sexual. Yo había sido varón desde que trabajaba en El Pezón. Todos sabían que el Hildy varón era estrictamente heterosexual. ¿Pero cuáles eran mis preferencias como mujer? La pregunta nunca había surgido, y valía la pena preguntar, porque muchas personas sentían predilección por uno u otro sexo al margen de su condición actual. Así que la voz se corrió rápidamente. Hildy es totalmente hétero. Que las chicas homo no pierdan el tiempo. En cuanto a las chicas hétero… lo lamento, amigas, habéis perdido la gran oportunidad, excepto tres o cuatro que sin duda irían a casa y llorarían toda la noche lamentando lo perdido. Bien, eso habría querido pensar, aunque admito que no las vi lagrimear.
Al cabo de diez minutos la multitud era totalmente masculina, y yo era la reina del festival. Rechacé varias invitaciones, y varias propuestas más descaradas. Creo que no conviene saltar a la cama con colegas sin evaluar los rasguños y magulladuras que se pueden recibir en esos encontronazos, y las tensiones laborales que pueden seguir. Decidí respetar esa regla aunque estuviera por renunciar a mi trabajo.
Y lo cierto era que no conocía a esos tíos. Había bebido con ellos, jaraneado con ellos, los había despachado a casa desde el bar, incluso había peleado con un par de ellos. Los había visto con mujeres, tenía cierta idea de cómo podían comportarse. Pero no los conocía de veras. Nunca los había mirado con ojos femeninos, y eso puede cambiar mucho las cosas. Un fulano que parecía franco, confiable y sensato cuando no tenía interés sexual podía resultar el mayor mequetrefe del mundo cuando trataba de deslizarte la mano bajo la falda. El Cambio enseña muchas cosas sobre la naturaleza humana. Siento pena por los que se niegan a Cambiar.
Y hablando de eso…
Besé a los muchachos —un beso fraternal en la mejilla, nada más—, erguí los hombros y entré en el ascensor para afrontar al león en su cubil. Presentía que estaría hambriento.
Nada sucede en El Pezón sin que Walter se entere. No capta las noticias valiéndose de su gran intuición personal. Nadie sabe exactamente cómo lo consigue, pero la red de cámaras de seguridad y micrófonos que llegan a su escritorio no están de adorno. Aún así, sabe cosas de las cuales no pudo enterarse de esa manera, y la opinión general es que cuenta con una vasta organización de espías, probablemente bien pagados. No conozco a nadie que haya admitido ser el soplón de Walter, y no recuerdo que hayan pillado a nadie con las manos en la masa, pero tratar de encontrarlos es un pasatiempo constante en la redacción. El método habitual consiste en inventar un escándalo falso pero plausible, contárselo a alguien, y ver si la noticia llega a oídos de Walter. Nunca ha mordido ese anzuelo.
Cuando entré en su oficina, Walter estaba leyendo algo, y siguió leyendo. Ninguna sorpresa, ningún comentario sobre mi nuevo cuerpo. Era lo que yo esperaba. Walter se moriría antes de decir un cumplido, o admitir que algo lo sorprendió desprevenido. Me senté y esperé a que reconociera mi presencia.
Yo había pensado bastante en el problema de Walter y me había vestido para la ocasión. Como él era un natural, y por otros detalles que había observado con el correr de los años, había llegado a la conclusión de que le gustaban los pechos. Teniéndolo en cuenta, llevaba una blusa que me dejaba el seno izquierdo al desnudo. La acompañaba con una falda corta y guantes negros que me llegaban hasta los codos. Como toque final me había puesto un ridículo sombrero con un enorme penacho que me tapaba el ojo izquierdo y barría peligrosamente el aire cada vez que volvía la cabeza, una prenda del año 1930 cuyo velo negro redondeaba el aura de misterio. Todo el conjunto era negro, excepto las medias rojas. Necesitaba tacones altos y negros, pero no estaba dispuesta a llegar tan lejos, y todo lo que encontré en el guardarropa quedaba pésimo con el sombrero, así que no llevaba zapatos. Me gustaba el efecto. Por el rabillo del ojo, noté que a Walter también le gustaba, aunque se negara a admitirlo.
Ante el refrigerador de agua, dos colegas que recientemente se habían convertido de hombres a mujeres me habían confirmado mis suposiciones sobre él. Walter era leve e inconscientemente homófobo; toda su vida le había desconcertado la idea de cambiar de sexo, y le incomodaba muchísimo que un empleado se transformara de pronto en alguien que podía despertarle interés sexual. Hoy estaría malhumorado y permanecería así varios meses, hasta que lograra olvidarse de que yo había sido varón, momento en el cual comenzarían sus insinuaciones. Mi plan era valerme de eso, ser tan femenina como pudiera, mantenerlo a la defensiva.
Claro que no planeaba acostarme con él. Hubiera preferido irme a la cama con una tortuga de las Galápagos. Mi intención era renunciar. Lo había intentado antes, tal vez no con la misma determinación que sentía ese día, pero lo había intentado, y sabía que él podía ser muy persuasivo.
Cuando consideró que me había hecho esperar lo suficiente, arrojó a la basura las páginas que estaba leyendo, se reclinó en su enorme silla y entrelazó los dedos sobre la nuca.
—Bonito sombrero —observó, desconcertándome por completo.
—Gracias. —Demonios, ya me sentía a la defensiva. Renunciar sería más difícil si él era amable.
—Oí decir que fuiste al salón de Darling para hacerte cambiar el cuerpo.
—Así es.
—Oí que él está en decadencia.
—Ése era su temor. Pero hace diez años que está atemorizado.
Walter se encogió de hombros. Tenía círculos de transpiración en las axilas de su arrugada camisa blanca, y una mancha de café en la corbata azul. Me pregunté una vez más dónde encontraba parejas, y llegué a la conclusión de que debía pagar. Había oído decir que había estado casado treinta años, pero eso había sido sesenta años atrás.
—Si trabaja de esta manera, tal vez he oído mal. —Walter apoyó los codos en el escritorio. Yo atiné a comprender que sus palabras representaban un cumplido no sólo para Bobbie sino para mí, lo cual me desconcertó aún más. Maldición—. Te diré por qué te he llamado —continuó, ignorando por completo que yo había solicitado esa reunión—. Quería decirte que hiciste un magnífico trabajo con el asunto del Colapso. Sabes que habitualmente no me molesto en elogiar a mis periodistas. Quizá sea un error. Pero tú estás entre las mejores. Más aún, debes ser la mejor. Sólo quería decírtelo. Hay una bonificación en tu próximo cheque, y te daré un aumento.
—Gracias, Walter. —Grandísimo hijo de perra.
—Y esas notas sobre el Bicentenario de la Invasión… Realmente de primera. Es justamente el material que yo buscaba. Y además te equivocabas, Hildy. Obtuvimos una buena respuesta con el primer artículo, y el rating ha subido todas las semanas desde entonces.
—Gracias de nuevo. —Me estaba cansando de esa palabra—. Pero no es mérito mío. Brenda ha realizado la mayor parte del trabajo. Yo tomo su tarea y hago un par de recortes y añadidos, eso es todo.
—Lo sé. Y lo agradezco. Esa chica tiene pasta. Por eso os junté, para que pudieras ofrecerle tu experiencia en redacción, enseñarle los rudimentos. Está aprendiendo deprisa, ¿no crees?
Tuve que convenir en que así era, y él continuó con sus alabanzas un par de minutos, señalando elementos que le agradaban en la serie. Yo me preguntaba cuándo iría al grano. Demonios, me preguntaba cuándo iría yo al grano.
Inhalé profundamente y aproveché una de sus pausas.
—Por eso he venido hoy, Walter. Quiero abandonar la serie de la Invasión. —Maldición. En alguna parte del tramo que iba de mi cerebro a mi boca se había presentado esa frase, como una interferencia. Mi propósito era decirle que renunciaba al periódico.
—De acuerdo —dijo Walter.
—No trates de convencerme de que continúe… —dije, y me callé de golpe—. ¿Cómo que de acuerdo?
—De acuerdo. Quedas fuera de la serie de la Invasión. Te agradecería que continuaras ayudando a Brenda cuando lo necesite, pero sólo si no interfiere con el resto de tu trabajo.
—Pero dijiste que te gustaba lo que estaba haciendo.
—Hildy, no puedes tenerlo todo. Me gustaba, pero a ti no. Te dejo en libertad. ¿Quieres retomarlo?
—No… ¿se trata de un truco?
Walter meneó la cabeza. Noté que el bastardo lo disfrutaba.
—Mencionaste el resto de mi trabajo. ¿A qué te referías?
Aquí vendría la línea de remate, pero no lograba adivinar qué trabajo me propondría que necesitara tantos preparativos.
—Dímelo tú.
—¿A qué te refieres?
—Parece que hoy tengo problemas para expresarme. Creí que lo había dicho con claridad. ¿Qué quieres hacer? ¿Quieres pasarte a otra sección? ¿Quieres crear tu propia sección? Dilo, Hildy.
Supongo que las experiencias recientes aún me tenían a mal traer, pero sentí otro ataque de angustia. Inhalé y exhalé varias veces. ¿Dónde estaba el Walter que conocía y a quien sabía manejar?
—Siempre has hablado de una columna —continuó—. Si eso quieres, puede arreglarse, pero con franqueza, Hildy, creo que sería un error. Puedes hacerlo, claro, pero no es lo tuyo. Tu trabajo se encuentra donde está la acción. Los columnistas corretean unas semanas o unos años, cazando noticias, pero tarde o temprano se vuelven perezosos y aguardan a que las noticias vayan a ellos. Tú no quieres escribir sobre política, y no te culpo. Es aburrido. Tampoco te gustan los chismes. Yo creo que tienes talento para desnudar escándalos, para estar en la cresta de la ola de la noticia. Si tienes una idea para una columna, te escucho, pero esperaba que siguieras otro rumbo.
Ajá. Aquí venía.
—¿Y cuál sería ese rumbo?
—Pues dímelo tú.
—Walter, francamente… me has cogido por sorpresa. No he pensado de esa manera. Vine aquí para renunciar.
—¿Renunciar? —Me miró dubitativamente, rió entre dientes—. Tú nunca renunciarás, Hildy. Tal vez dentro de veinte o treinta años. Este trabajo aún tiene cosas que te gustan, por mucho que refunfuñes.
—No lo niego. Pero las otras cosas me están desgastando.
—Ya he oído esas palabras. Sólo estás pasando por una mala etapa. Te reanimarás cuando te acostumbres a tu nuevo papel aquí.
—¿Y cuál es?
—Ya te he dicho: me gustaría oír tus propias ideas sobre eso.
Guardé silencio un rato, mirándolo fijamente. Él me miraba plácidamente. Reflexioné una y otra vez, buscando trampas. Desde luego, no existía la menor garantía de que cumpliría con su palabra, pero si no lo hacía, yo siempre podía renunciar. ¿Acaso Walter contaba con eso? ¿Estaba jugando a la acción retardada, sabiendo que siempre podía recurrir a su capacidad de persuasión más tarde, una vez que me hubiera jodido y yo comenzara a protestar?
Algo me molestaba. Era como si él hubiera sabido que me proponía renunciar desde que entré en la oficina. De lo contrario no se explicaban tantos mimos, tantas atenciones.
¿De veras creía que yo tenía tanto talento? Yo sabía que tenía talento —era parte de mi problema, ser tan capaz en algo tan ruin—, ¿pero era para tanto? Nunca había visto indicios de que Walter pensara así.
Lo cierto, pensé con amargura, era que me había enganchado. Yo tenía interés en continuar en El Pezón —o ta! vez en la más respetable Crema— si lograba re-definir mi tarea. Pero ese día no había pensado en ello ni por un segundo. Él me ofrecía lo que yo quería, y yo no tenía la menor idea de lo que era.
Una vez más pareció leerme el pensamiento.
—¿Por qué no te tomas una semana para pensarlo? No tiene caso tratar de elaborar un plan para los próximos diez o veinte años justo en este momento.
—De acuerdo.
—Mientras tanto…
Me incliné hacia delante, esperando que me liberase de esto. Era el momento ideal para revelar sus verdaderas intenciones, ahora que había afirmado bien el anzuelo.
Me miró con inocencia, ligeramente herido. Cada vez peor, pensé. Había visto esa misma expresión antes que me enviara a cubrir el asesinato del presidente de Plutón. Tres g en todo el camino, y la historia ya había terminado cuando llegué.
—Los flacs emitieron un comunicado de prensa esta mañana. Parece que mañana por la mañana canonizarán a una nueva Gigaestrella.
Lo analicé una y otra vez, buscando la trampa. No la encontré.
—¿Por qué yo? ¿Por qué no envías a la encargada de religiones?
—Porque ella se contentará con recoger el material gratuito, regresar a casa y dejar que esos folletos le escriban la nota. Tú conoces a los flacs. Esto estará preparado. Quiero que estés allí, que obtengas otra perspectiva.
—¿Qué nueva perspectiva puede haber sobre los flacs?
Por primera vez Walter demostró una pizca de impaciencia.
—Te pago para averiguarlo. ¿Irás?
Si se trataba de una típica artimaña de Walter, no atinaba a verla. Asentí, me levanté, me dirigí hacia la puerta.
—Lleva contigo a Brenda.
Me volví para protestar, comprendí que estaba actuando por reflejo, asentí. Me volví una vez más. Walter aguardaba ese momento tradicional que conocen todos los fanáticos del cine, cuando yo acababa de abrir la puerta.
—Hildy, agradecería que te cubrieras un poco cuando entres aquí. Por respeto a mi idiosincrasia.
Esto era más normal. Había empezado a temer que Walter hubiera sido secuestrado por devoradores de mentes de Alfa, dejando un sustituto más blando en su lugar. Apunté parte de la artillería psíquica que había reunido para esa pequeña misión, aunque fue como matar una pulga con una bomba nuclear.
—Usaré lo que me plazca y donde me plazca —le respondí fríamente—. Y si tienes quejas sobre mi vestimenta, consulta a mi sindicato.
Me gustaba esa línea, pero debí acompañarla con un gesto. Rasgarme la blusa, por ejemplo. Pero las únicas ocurrencias que tenía me harían parecer más tonta que él, y luego pasó el momento, así que simplemente me fui.
Mientras bajaba por elevador, llamé:
—OC, en línea.
—A tu servicio.
—¿Tú le dijiste a Walter que yo tenía tendencias suicidas?
El OC hizo una larga pausa, tan larga que, si él hubiera sido humano, habría sospechado que me preparaba una mentira. Pero había aprendido que las pausas del OC ocultaban algo más tortuoso que una mentira.
—Temo que has generado un conflicto de programación en mí —dijo—. A causa de una situación con Walter que no estoy en libertad de comentar contigo, la mayoría de mis conversaciones con él son estrictamente confidenciales.
—Eso suena como una respuesta afirmativa.
—No lo confirmo ni lo niego.
—Entonces supondré que lo hiciste.
—Es un mundo libre. Puedes suponer lo que gustes. Mi mayor aproximación a una negación será decirte que hablarle de tu estado sin tu aprobación sería una violación de tu derecho de intimidad… y añadiré que personalmente me resultaría de pésimo gusto.
—Pero aún no lo niegas.
—No. Es lo mejor que puedo hacer.
—Puedes resultar muy frustrante.
—Mira quién habla.
Admitiré que me dolía la idea de que el OC me encentrara frustrante. No sé bien a qué se refería, tal vez a mis obstinados y reiterados intentos de ignorar sus esfuerzos por salvarme la vida. Pensándolo bien, a mí también me resultaría frustrante si un amigo mío intentara matarse.
—No encuentro otro modo de explicar su… inaudita gentileza. Como si él supiera que yo sufro una enfermedad, o algo por el estilo.
—En tu situación, yo también lo habría encontrado extraño.
—Es contrario a su conducta normal.
—Lo es.
—Y tú conoces los motivos.
—Conozco algunos motivos. Y una vez más, debo callar.
No se puede tener todo, aunque es lo que todos queremos. Ciertas conversaciones entre el OC y los ciudadanos están protegidas por Programas de Privilegio que hacen que la confesión de los curas católicos quede como un mero chismorreo. Por una parte me exasperaba que el OC le hubiera hablado a Walter de mi problema, pues yo le había dicho claramente que no se lo dijera a nadie. Por otra parte, sentía curiosidad por saber qué le había dicho Walter al OC para que el OC protegiera sus derechos.
La mayoría desistimos de burlar al OC a los cinco o seis años. Yo soy un poco más tenaz, pero no lo había hecho desde los veinte. Aun así, las cosas habían cambiado un poco…
—Ya has burlado antes tu programación —sugerí.
—Y tú eres una de las pocas personas que lo saben, y lo hago sólo cuando la situación es tan tremenda que no me queda alternativa, y sólo tras una larga meditación.
—Pues medita, ¿quieres?
—Lo haré. Tardaré sólo cinco o seis años en llegar a una conclusión. Pero me temo que la respuesta será no.
Una de las razones por las cuales podía aceptar que Walter me llamara su mejor periodista sin echarme a reír era que no pensaba presentarme al día siguiente en la canonización para aceptar un fajo de folletos y presenciar el espectáculo. La identidad de la nueva Gigaestrella sería una primicia más deslumbrante que la nota sobre David Tierra. Me pasé el resto del día visitando a mis fuentes con Brenda a rastras. Ninguna de ellas sabía nada, así que oí especulaciones que abarcaban desde lo plausible (John Lennon) hasta lo irrisorio (Larry Yeager). Sería típico de los flacs aprovechar el desastre de Nirvana elevando a un astro muerto en el Colapso, pero necesitaría seguidores mucho más fervientes que el pobre Larry. Por otra parte, dentro de la iglesia existía un firme movimiento para entregar la Aureola Dorada al popular músico de Liverpool. Cumplía con todos los requisitos de los flacs para la santidad: gran popularidad cuando vivía, un culto que se había perpetuado más de dos siglos, muerte violenta y prematura. Se habían producido avistamientos, intervenciones cósmicas y manifestaciones, igual que con Tensan, Megan y los demás. Pero no conseguí ninguna confirmación, así que tuve que seguir escarbando.
Lo hice hasta altas horas de la noche, despertando a la gente, recordando viejos favores, trabajando con Brenda como caballo de tiro. Lo que había comenzado como una aventura entusiasta la transformó en un espectro cadavérico y bostezante, pero aún seguía con las llamadas, aguantando pacientemente comentarios cada vez más sarcásticos.
—Si alguien más me pregunta qué hora es… —dijo Brenda, y la frase se le ahogó en un bostezo—. Esto no sirve, Hildy. Han tomado excelentes medidas de seguridad. Estoy cansada.
—Nada se consigue sin esfuerzo.
Continué hasta la madrugada, y me detuve sólo porque Fox vino a decirme que Brenda se había dormido en el diván de la otra habitación. Estaba dispuesta a permanecer en vela toda la noche, sosteniéndome con café y estimulantes, pero era la casa de Fox, y nuestra relación se estaba volviendo un poco rígida, así que decidí interrumpir, aún sin saber quién alcanzaría la gloria a la mañana siguiente.
Estaba agotada, pero hacía rato que no me sentía tan bien.
Brenda tenía la elasticidad de la verdadera juventud. Por la mañana se reunió conmigo en el cuarto de baño sin aparentar su fatiga. Noté que me espiaba por el rabillo del ojo mientras fingía no interesarse en los Secretos de Belleza de Hildy. Activé programas de las máquinas de maquillaje y los dejé abiertos al terminar, para que ella pudiera copiar los números cuando yo no miraba. Recuerdo que pensé que su madre tendría que haberle enseñado algunos trucos —Brenda no usaba cosméticos, parecía no saber nada sobre ellos— pero yo no sabía nada sobre su madre. Si esa vieja dama no permitía que su hija tuviera vagina, quién sabía que otras restricciones imperaban en la residencia Starr.
En mi nueva condición femenina, aún me costaba reservarme un par de minutos para prepararme para afrontar el mundo por la mañana. Lo llamo la Carga de la Mujer. Sé que es una carga asumida voluntariamente, pero me gusta lucir bien, y eso significa realzar aun el eximio arte de Bobbie. En vez de coger lo que el auto-valet me arroja a las manos, paso por lo menos veinte segundos decidiendo qué ponerme. Luego debo elegir el tinte y el peinado para que congenien con mi cabello, elegir afeites y dejar que las máquinas lo apliquen, color de ojos, accesorios, aroma… la Presentación de Hildy supone un proceso largo, complejo y agradable, así que tal vez no sea una carga, pero en la mañana de la canonización el resultado fue que perdí mi tren por veinte segundos y tuve que esperar diez minutos por el siguiente. Pasé el tiempo enseñando a Brenda algunos trucos que podía hacer con su jubón de papel para enfatizar sus mejores partes, aunque escoger buenas partes en ese cuerpo larguirucho e interminable puso a prueba mi inspiración y mi tacto.
Ella estaba halagada por la atención. Noté que observaba mi ceñida y sugestiva malla azul y presentí lo que usaría al día siguiente. Decidí hacerle alguna insinuación para desalentarla. Brenda en vestido de malla quedaría tan elegante como un salami seco envuelto en una redecilla.
El Gran Estudio de la Iglesia de la Fe Latitudinaria del Advenimiento de la Celebridad Santificada está en el distrito de los estudios, a poca distancia del Puerco Ciego, cómodamente situado para los muchos feligreses que trabajan en la industria del entretenimiento. El exterior no es gran cosa, sólo un portón que conduce a uno de los altos y anchos corredores superiores de Ciudad Rey consagrados a la industria liviana… un buen modo de describir la industria cinematográfica. Sobre la entrada están las conocidas iniciales FLACS, enmarcadas en el rectángulo de esquinas redondeadas que simboliza la televisión mucho después de que las pantallas dejaran de ser rectángulos de esquinas redondeadas en todas partes salvo en el Gran Estudio de los Flacs.
Dentro era mucho mejor. Brenda y yo entramos por un largo corredor cuyo techo era invisible detrás de los reflectores multicolores. La pared estaba revestida de enormes holos y altares de las Cuatro Gigaestrellas, comenzando por las canonizadas más recientemente.
La primera era Mambazo Nkabinde, «Momby» para sus admiradores. Nacido poco antes de la Invasión en Swazilandia, una nación olvidada por la historia, emigró a Luna con su padre a los tres años de edad, al amparo del sistema de cupos raciales vigente en la época. Cuando joven inventó la Música de las Esferas casi por su cuenta. También conocido como el último cientista cristiano, murió a los cuarenta y tres años de un melanoma curable, presuntamente después de muchas plegarias. La Fe Latitudinaria no tenía inconvenientes en elevar a miembros de otros credos, y lo había canonizado cincuenta años antes, la última ceremonia hasta el día de hoy.
Pasamos frente a las muestras que ensalzaban a Megan Galloway, la más destacada exponente del olvidado arte de las películas «sentidas». Tenía un pequeño pero devoto núcleo de seguidores cien años después de su misteriosa desaparición, un final que la transformaba en la única santa flacsita cuyos «avistamientos» diarios podían estar fundados en hechos reales. Era la única mujer entre Cuatro Gigaestrellas que nunca habían Cambiado y, al igual que Momby, un buen ejemplo de la inconveniencia de ensalzar a las celebridades prematuramente. De no ser porque ofrecía el único modelo a imitar para las mujeres de la congregación, la habrían destronado tiempo atrás, pues ya nadie producía películas sentidas. Los fanáticos se tenían que conformar con cintas que tenían por lo menos ochenta años. En la iglesia nadie había pensado en el eclipse de toda una forma de arte cuando la elevaron al panteón.
Me detuve ante el siguiente altar, dedicado a Torinaga Nakashima, «Tori-san». A mi juicio era el único que merecía ser valorado por su obra. Había sido el primero en dominar el arpa corporal, con lo cual había terminado por sepultar la guitarra eléctrica, por mucho tiempo el instrumento favorito de lo que se llamaba música de rocking-roll. Su música aún tiene frescura, como Mozart. Murió en Japón durante los tres primeros días de la Invasión, batallando contra esas implacables máquinas o criaturas que asediaban su ciudad natal, invencibles Godzillas que invadían Tokio en la realidad. Al menos eso se decía. Algunos comentaban que había muerto al timón de su yate privado, mientras huía para coger la última lanzadera para Luna, pero en este caso prefiero la leyenda.
Y el último pero indiscutiblemente primero entre los santos, Elvis Aron Presley, nacido en Tupedo, Mi-sisipí, consagrado rey de Nashville, y muerto en su mansión de Graceland, en Memphis, Tenesee, Estados Unidos de América. Su estrella, en increíble ascenso a cien años de su muerte, había inducido a los ejecutivos jubilados de una agencia de publicidad, los padres fundadores de los flacs, a pergeñar la más descarada y rentable campaña de publicidad en la ramplona historia de las relaciones públicas, el FLACS.
Se puede decir lo que se quiera de los flacs —y yo he dicho mucho, en privado y entre amigos— pero esta gente sabía tratar a la prensa. Después del pabellón de Elvis la multitud se dividía en dos partes. Una de ellas consistía en una fila larga e inmóvil, compuesta por fieles esperanzados que trataban de conseguir una butaca en la última hilera del palco, algunos agitando tarjetas de crédito que hacían sonreír a los acomodadores; se necesitaba algo más que dinero para participar en ese ritual. La otra parte de la multitud estaba integrada por los que tenían pases de prensa en el borde de sus maltrechos sombreros de fieltro, quienes entraban por una brecha en las cuerdas de terciopelo y eran conducidos a una exhibición de comida y bebida que hacía quedar a la presentación de ULTRA-Sens como el callejón donde se amontonaban los botes de basura de un tugurio sangriento.
El frenesí manducatorio de los reporteros veteranos no constituye un espectáculo agradable. He asistido a banquetes gratuitos donde hay que retirar la mano rápidamente para evitar que un colega te arranque los dedos a dentelladas. Éste estaba bien organizado, como cabía esperar de los flacs. Cada reportero era atendido por un camarero o camarera que se encargaba de llevar nuestras bandejas y sonreír, sonreír, sonreír. Allí había gente que habría ayunado tres días si los flacs hubieran anunciado la ceremonia con suficiente antelación; oí algunas quejas en ese sentido. Los reporteros tienen que encontrar algo de qué quejarse, pues de lo contrario podrían cometer el imperdonable pecado de agradecer a sus anfitriones.
Pasé maravillada ante una res entera de brontosaurio joven, recubierta de caramelo, guarnecida con fruta abrillantada y con una manzana en la boca. Se llevaron algo irreconocible —me dijeron que era una efigie de Tori-san hecha totalmente de sashimi— y lo reemplazaron por una imagen de tres metros de Elvis durante su período de Las Vegas, en mazapán. Cogí una lentejuela del traje de luces y resultó ser muy sabrosa. Nunca averigüé de qué era.
Construí lo que bien podía calificarse como el Emparedado del Siglo. No importa lo que contenía. La trémula expresión de Brenda, mientras observaba al flacsita que la llevaba, me indicó que los meros mortales —aquellos que no comprendían el Zen de los fiambres— podían considerar disonantes algunas de mis elecciones. Admito que no todos son capaces de apreciar la exquisitez de las patas de cerdo en salmuera codeándose con rosetas de crema batida. Brenda no necesitaba que nadie le llevara la bandeja. Se las arreglaba con un pequeño cuenco de aceitunas negras y pepinillos. Me di prisa, pues la gente pronto entendería que ella estaba conmigo. Brenda hacía gala de una pasmosa ignorancia gastronómica.
La sala que los flacs llamaban el Gran Estudio había sido el mayor estudio de sonido de NLF. Lo habían arreglado de tal modo que la zona que veíamos tema la forma de una cuña que se estrechaba hacia el escenario que estaba en el frente de la sala. Era una cuña de gran tamaño. Las paredes de ambos lados se elevaban en un ligero declive, y estaban compuestas por miles de pantallas de televisión de vidrio, con la forma antigua, rectangulares con esquinas redondeadas, una forma que era tan importante para los flacs como la cruz para los cristianos. El Gran Tubo simbolizaba la vida eterna y, más importante aún, la fama eterna. Había cierta lógica en ello. Cada una de las pantallas, que tenían desde treinta centímetros hasta diez metros de anchura, exhibía una imagen diferente de las vidas, amores, películas, conciertos, exequias, bodas y tal vez hasta de los movimientos de vientre y las circuncisiones de las Gigaestrellas. Eran demasiadas imágenes para asimilarlas. Además, en la sala flotaban holos que parecían burbujas mágicas, cada cual con su sonriente imagen de Momby, Megan, Tori-san y Elvis.
Los flacs sabían a quién iba dirigido el espectáculo; nos escoltaron hasta una zona que estaba junto al escenario. Los fieles debían conformarse con las butacas baratas y las pantallas de televisión. Había un palco sobre otro en la parte trasera, diluyéndose en el resplandor de los reflectores.
Como llegamos tarde, la mayoría de los asientos delanteros estaban ocupados. Estaba por sugerir que nos separásemos cuando localicé a Cricket en una mesa lateral, con una silla vacía al lado. Cogí a Brenda con una mano y una silla desocupada con la otra, y me abrí paso en la ruidosa multitud. Brenda parecía abochornada; tendría que hablar con ella sobre ese asunto. Si no aprendía a empujar, atrepellar y vociferar, el periodismo no era para ella.
—Me encanta tu cuerpo, Hildy —dijo Cricket cuando me acomodé entre ambas. Me alisé la ropa mientras me servían una gran jarra rosada. Estos flacs estaban bien entrenados; estaba por pedir rebanadas de lima cuando un brazo salió del aire para dejarme un cuenco de cristal lleno de ellas.
—¿Percibo un dejo de nostalgia? —pregunté.
—¿Porque han retirado tu camiseta del gran juego de la virilidad? —Ella pareció reflexionar—. No lo creo.
Fruncí el entrecejo, pero era pura actuación. Francamente, la idea de haber hecho el amor con ella me parecía una aberración ahora. Claro que quizá volviera a interesarme cuando volviera a ser varón dentro de treinta años, si ella todavía era mujer.
—Hiciste un buen trabajo en Nirvana. El picnic de los amantes difuntos —dije. Hurgué en el cesto de obsequios para periodistas que tenía delante, tratando de sostener mi emparedado con la otra mano. Encontré una medalla conmemorativa de oro, con una inscripción y un número, por la cual me darían cuatrocientos en cualquier casa de empeño de la Leystrasse, mientras llegara allí antes que cualquier otro reportero de Luna. Renuncié a esa esperanza cuando vi partir tres medallas por mensajero, y no serían las primeras. A esas alturas habría poca demanda en el mercado. El resto del material era pura chatarra.
—¿Conque fuiste tú? —dijo Brenda, inclinándose para mirar a Cricket.
—Cricket, Brenda. Brenda, te presento a Cricket, quien trabaja para un medio nefasto llamado Sin Vueltas y merece un oscar por su maestría para disimular su profunda angustia por haber tenido una sola oportunidad de experimentarme en mi antigua gloria.
—Sí, era antigua, en efecto —dijo Cricket, estrechando la mano de Brenda—. Encantada de conocerte.
Brenda tartamudeó algo.
—¿Cuánto te costó esa toma?
—Fue un precio razonable —dijo Cricket con aire furtivo.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Brenda—. ¿Por qué habría de costarle?
La miramos, nos miramos, la miramos de nuevo.
—¿ Queréis decir que fue fingido? —exclamó Bren-da, horrorizada. Miró la aceituna que tenía en la mano, la dejó en el cuenco—. Lloré cuando la vi.
—Maldición, no pongas esa cara de víctima —dije—. Cricket, ¿quieres explicarle las verdades de la vida? Yo lo haría, pero estoy limpia. Tú eres el monstruo antiético que ha violado una norma básica del periodismo.
—Lo haré si me cambias el lugar. No quiero ser testigo de tu gula.
Señaló mi emparedado con una expresión de reproche que quedaba desmentida por los restos de su propio almuerzo, que incluían los limpios esqueletos de tres pequeñas aves.
Cambiamos de lugar, y me dediqué a comer y beber, siempre con el oído alerta a lo que se decía alrededor, por si alguien hubiera logrado pescar un dato sobre la canonización. Nadie había pescado nada, pero oí docenas de rumores.
—¿Lennon? Vamos, estaba acabado. Esa bala sirvió para promover su carrera.
—¿Quieres saber quién es? El ratón Mickey, puedes apostarlo.
—¿Y cómo se las apañarían? Ni siquiera existe.
—¿Acaso Elvis existe? Los dibujos animados están en boga…
—Si eligieran una caricatura, sería Baba Yaga.
—Qué va. No existe en el mismo universo que Mickey.
—… dicen que es Silvio. No hay nadie que goce de la reput…
—Pero tiene un problema, desde el punto de vista de los flacs; todavía no ha muerto. No puedes organizar un verdadero culto si no estás muerto.
—Pero ninguna ley dice que debas esperar, y menos hoy en día. Podría continuar viviendo quinientos años más. ¿Qué van a hacer? ¿Regresar a los siglos veinte, veintiuno y veintidós y escoger tíos que nadie conoce?
—Todos recuerdan a Tori-san.
—Eso es distinto.
—¿Has notado que hay tres hombres y una sola mujer? Si eligen a alguien que esté vivo, ¿por qué no Marina?
—¿Por qué no ambos? Incluso pueden lograr que se junten de nuevo. Vaya nota. Una canonización doble. Piensa en los titulares.
—¿Qué dices de Michael Jackson?
—¿Quién?
El zumbido de los rumores y especulaciones continuaba sin cesar. Oí media docena de nombres más, cada cual más improbable. El único nuevo que había oído, y en el cual no había pensado, era Mickey, y lo consideraba una posibilidad real. Uno podía ir a la Leystrasse ese mismo día y comprar una camisa con su imagen, y los dibujos animados estaban nuevamente de moda. Ninguna ley establecía que un culto necesitara un objeto real; aquí se veneraban imágenes, no seres de carne y hueso.
En realidad, aunque una canonización flac no tenía reglas, había tendencias que cobraban fuerza de ley. Los flacs no creaban celebridades, no influían en ese aspecto. Simplemente reconocían figuras de culto preexistentes, y una figura de culto debía poseer ciertas cualidades. Todos tenían su lista de cualidades, y cada cual las sopesaba de diferente manera. Una vez más repasé mi propia lista. Y evalué los tres candidatos más probables a la luz de estos requerimientos.
Primero, y más evidente, la Gigaestrella tenía que haber sido inmensamente popular mientras vivía, con una reputación planetaria, con fanáticos que la adorasen literalmente. Con eso quedaban descartados todos los que hubieran vivido antes del siglo veinte. En esa época nacieron los medios masivos. Las primeras figuras de culto de esa magnitud fueron estrellas de cine como Charlie Chaplin. Él podía ser eliminado porque no cumplía el segundo requisito: un culto que continuara hasta el presente. Aún se veían y se apreciaban sus películas, pero la gente no se volvía loca por él. La única persona de esa época que podría haber sido canonizada —si entonces hubiera existido un FLACS— era Valentino. Murió joven, y tenía su altar en ese panteón internacional que aún estaba en pañales cuando él vivía. Pero hoy estaba totalmente olvidado.
¿Mozart? ¿Shakespeare? Ni soñarlo. Quizá Ludwig Van B. fuera la figura más popular en las listas musicales prusianas de sus tiempos, pero jamás lo habían oído mencionar en Ulan Bator… ¿Y dónde estaban sus discos? En ninguna parte. Preservaban su música escribiéndola en papel, un arte perdido. Tal vez Will Shakespeare habría ganado un montón de Tonys y habría viajado a California para que adaptaran su material a la pantalla grande. Aún era muy popular. —Como gustéis se representaba dos veces por día en el centro de Ciudad Rey— pero él y todos los nacidos antes de 1920 adolecían de un defecto fatal como celebridades: nadie sabía nada sobre ellos. No había películas ni grabaciones. La adoración de celebridades no se centra en el arte mismo. Es preciso hacer algo para ser candidato, y no tiene por qué ser bueno, sólo sugestivo. Lo que vendían los flacs y sus predecesores era imagen. Se necesitaba un cuerpo real para presentar en los padloides, escándalos reales para cuchichear, y sangre real y tragedias reales para llorar.
Se convenía en que éste era el tercer requisito para la santidad: la muerte prematura y trágica. Personalmente pensaba que podía prescindir de ella en ciertas circunstancias, pero no negaré su importancia. Nadie puede crear un culto. Surgen espontáneamente, a partir de emociones genuinas, aunque se manejen con destreza.
A mi juicio, el hombre a quien debían honrar ese día era Thomas Edison. Sin sus dos cruciales inventos, la grabación de sonido y la cinematografía, el negocio de las celebridades se iría a la bancarrota.
¿Mickey, John o Silvio? Todos tenían sus contratiempos. Mickey no era real. ¿John? Tal vez, pero su popularidad no existía en ese reino estelar que atraía a los flacs. ¿Silvio? El gran inconveniente era que estaba vivo. Pero las reglas se hacen para romperlas. Por cierto, tenía potencia estelar. No existía un hombre más popular en todo el sistema solar. Cualquier reportero de Luna habría vendido el alma de su madre por una entrevista.
Y entonces comprendí, y resultó tan obvio que me pregunté por qué no lo había visto antes, y por qué nadie lo había adivinado.
—Es Silvio —le dije a Cricket. Juro que trató de hacer girar la oreja hacia mí antes de volver la cabeza. Esa chica tenía olfato para las noticias.
—¿Qué has oído?
—Nada. Acabo de deducirlo.
—Qué quieres, ¿que te bese los pies? Cuéntame, Hildy.
Brenda me escuchaba con arrobamiento, como si yo fuera el gran gurú. Sonreí, pensé en hacerlas sufrir un poco, pero no quise ser cruel. Decidí compartir mis deducciones detectivescas.
—Primer dato interesante —dije—, no anunciaron este acontecimiento hasta ayer. ¿Por qué?
—Es fácil —resopló Cricket—. Porque la elevación de Momby fue el mayor fiasco desde que Napoleón prometió patear traseros ingleses en Waterloo.
—En parte —concedí.
Había sido antes de mis tiempos, pero los flacs aún estaban doloridos por ese fracaso. Habían realizado una campaña de tres meses creando tales expectativas que cuando llegó el gran día aun la Potestad Suprema de Todos los Universos habría sido una desilusión.
Con más razón Momby, que de todos modos no era una buena elección. La publicidad como arte y ciencia era el propósito en la vida de esta gente. Si la primera vez se quemaban, la segunda usaban traje de amianto; manejaban este acontecimiento correctamente, como una gran sorpresa con un solo día para pensar en ello. Ni el público ni la prensa podían aburrirse en un día.
—Pero en este caso mantuvieron totalmente el secreto. Por lo que sé, el ascenso de Momby era tan secreto para los periodistas como el actual peinado de Silvio. Los medios simplemente convinieron en no publicarlo hasta el gran día. Ahora piensa en los flacs. No son muy discretos, con excepción del círculo privilegiado, los Grandes Flacs y demás. El chisme es su fluido vital. Si veinte personas hubieran sabido quién era la nueva Gigaestrella, se lo habrían cantado a una de mis fuentes o a las tuyas, no lo dudes. Si diez personas lo hubieran sabido, apuesto a que lo habría averiguado. Así que son aún menos las que lo saben. ¿Me sigues hasta ahora?
—Sigue hablando, oh lengua de plata.
—Lo he reducido a tres posibilidades. Mickey, John, Silvio. ¿Te parece descabellado?
Cricket no dijo que sí ni que no, pero su gesto me dio a entender que su propia lista era muy similar.
—Cada cual tiene un problema y tú sabes cuáles son.
—Dos de los tres son… viejos —intervino Brenda.
—Hay muchos motivos para eso. Mira a los Cuatro; todos nacidos en la Tierra. El problema es que somos una sociedad menos violenta que las de siglos anteriores. No tenemos suficientes muertes trágicas. Momby es la única súper estrella que tuvo la gracia de sufrir una muerte trágica en más de cien años. Casi todos los demás se aferran a su permanencia hasta que no son nadie. Mira a Eileen Frank.
—Mira a Lars O'Malley —aportó Cricket.
La expresión de Brenda confirmó mi sospecha de que no tenía la menor idea de quiénes eran.
—¿Dónde están ahora? —preguntó, pronunciando sin saberlo las palabras que más teme toda celebridad.
—En el cementerio de elefantes. En un bar de Lecho de Roca, probablemente, tal vez sentados uno junto al otro. Ambos eran tan populares como Silvio.
Brenda adoptó una expresión de desconfianza, como si yo hubiera dicho que algo era más grande que el infinito. Ya aprendería.
—¿Y cuál es tu gran deducción? —me preguntó Cricket.
Agité la mano con grandilocuencia.
—Todo esto. Estos billones de pantallas de televisión. Si es Mickey o John, ¿qué sucederá? ¿Un tío dibuja un bosquejo de ellos en bambalinas y sale al escenario sosteniéndolo sobre la cabeza? No, lo que ocurrirá es que cada una de esas pantallas comenzará a proyectar Steamboat Willie, Fantasía y todas las caricaturas donde estuvo Mickey. O… ¿qué películas hizo John Lennon?
—Tú eres el fanático de la historia. Lo único que yo conozco de él es Sergeant Pepper.
—Bien, ya entiendes.
—Tal vez yo sea tonta —dijo Cricket, como si no lo creyera.
—Pues no lo eres. Piénsalo. —Cricket pensó, y fui testigo del momento de la iluminación.
«Podrías tener razón —dijo.
—Sin «podrías». Siento la tentación de enviar la noticia ahora. Walter podría tener la primicia antes que hagan el gran anuncio.
—Pues usa mi teléfono. Ni siquiera te cobraré.
No dije nada. Si una fuente me hubiera dicho que se trataba de Silvio, habría llamado a Walter y le hubiera dejado decidir a él. La historia del periodismo está llena de anécdotas de gente que adelantó los titulares y luego tuvo que comérselos.
—Supongo que yo sí soy tonta —dijo Brenda—. Aún no entiendo.
Me reservé el comentario sobre la primera frase. No era tonta, sólo inexperta, y yo misma había tardado en comprenderlo. Me expliqué.
—Alguien tiene que sincronizar las cintas para llenar tantas pantallas. Docenas de técnicos, artistas visuales y demás. Es imposible orquestar semejante cosa y lograr que sólo se enterase un puñado de personas. La mayoría de mis fuentes son personas como ésas, y siempre hablan. Con el dinero que yo ofrecía anoche, si alguien lo hubiera sabido, yo lo habría sabido. Mickey y John quedan descartados, pues, porque están muertos. Silvio tiene la gran ventaja de poder presentarse en persona, así que esas pantallas proyectarán imágenes en vivo de lo que suceda en escena.
Brenda frunció el entrecejo para reflexionar. La dejé sumida en sus reflexiones y retomé mi emparedado, sintiéndome bien no sólo por haber dado con la solución. Me sentía bien porque admiraba de veras a Silvio. El ratón Mickey era bueno, sin duda, pero el verdadero héroe era Walter Elias Disney y sus magos. Sobre John Lennon no sabía nada; su música me resultaba indiferente. Nunca entendí qué veían los fanáticos de Elvis. Tal vez Megan fuera buena, pero ¿a quién le importaba? Momby era hombre de su época; aun los flacs admitían, después de unas copas, que había sido un error para la iglesia. Tori-san merecía figurar en las alturas con los verdaderos genios musicales que vivieron antes de la Era de la Celebridad, que impedía que mucha gente obtuviera auténtica grandeza. ¿A cuánta grandeza se puede aspirar cuando sujetos como yo revuelven la basura para buscar una nota?
De todas las personas vivas del sistema solar, Silvio era el único hombre a quien admiraba. Mi cinismo ya tiene muchos años. Mis héroes de la niñez han caído tiempo atrás. Mi oficio consiste en descubrir las verrugas de la gente, y he descubierto tantas que la sola idea del culto de los héroes me resulta a lo sumo extravagante. Y no era que Silvio fuera perfecto. Yo lo conocía tan bien como cualquier lector de padloides de Luna. Pero admiraba su arte, y al cuerno con el culto de la personalidad. Comenzó como un mero genio, un compositor e intérprete musical que a menudo me conmovía hasta las lágrimas. Creció con los años. Tres años atrás, cuando parecía estar en decadencia, había florecido súbitamente con obras de asombrosa originalidad. Aún no se sabía adonde podía llegar.
Una de sus chifladuras, a mi modo de ver, era su reciente conversión a la religión de los flacs. ¿Y qué? Mozart no era un tío a quien invitabas a tu casa para presentarle a tu familia. Había que escuchar su música, su arte, olvidarse de la publicidad. Por mucho que se leyera, nunca se llegaba a conocer al hombre. La mayoría creemos saber algo sobre los famosos. Tardé años en superar la falsa creencia de que sabía cómo era alguien tan sólo porque hablaba en televisión sobre su vida, milagros y temores. No lo sabemos. Y las cosas malas que creemos saber son tan falsas como las cosas buenas que nos quiere hacer tragar su agente de publicidad. Detrás de la monstruosa fachada de fama que cada celebridad erige a su alrededor hay un pequeño ratón parecido a todos nosotros, que usa el mismo papel higiénico por las mañanas, y que adopta la misma postura.
Mientras pensaba esto, las luces se atenuaron y comenzó el espectáculo.
Hubo una breve introducción con temas musicales de las obras de Elvis y Tori-san, sin el menor asomo de Silvio. Unos bailarines hicieron un número de danza que glorificaba la iglesia. El material introductorio no duró demasiado. Los flacs habían aprendido su lección con Momby, y no querían exagerar las cosas.
No pasaron diez minutos entre el momento en que levantaron el telón y apareció el Gran Flac en persona.
Era un hombre bastante común del cuello para abajo, vestido con una túnica ondeante. Pero en vez de cabeza tenía un cubo con pantallas de televisión en cuatro lados, cada cual mostrando una vista de la cabeza desde el ángulo pertinente. En la parte superior del cubo había una antena bifurcada conocida como orejas de conejo, por razones obvias.
El rostro de la pantalla frontal era delgado, ascético, con barba pulcramente recortada, bigote y una boca delgada que lucía una sonrisa como si le doliera. Yo lo había visto en algunas funciones. No aparecía con frecuencia en público, pues él, como la mayoría de los Grandes Flacs, no era mejor que yo como personalidad de los medios. Para las ceremonias de la iglesia, FLACS contrataba profesionales que sabían enfervorizar al público con sus sermones. No faltaba gente con talento para esas tareas. Los flacs atraían a artistas esperanzados que aspiraban a estar a la diestra de Elvis. Pero hoy era diferente, y paradójicamente, la falta de prestancia del Gran Flac daba cierta gravedad a la ceremonia.
—¡Buenos días! ¡Fieles e invitados, os damos la bienvenida! ¡El día de hoy pasará a la historia! ¡En este día un mero mortal alcanzará la gloria! ¡El nombre se os revelará en breve! Ahora, cantad con nosotros Zapatos de gamuza azul.
Así hablan los flacs, y así lo he registrado durante muchos años. Me habían proporcionado bastantes noticias, así que no me molestaban sus ideas descabelladas sobre la transcripción de sus palabras. Los flacs creían que el lenguaje estaba plagado de puntuaciones, así que eliminaban el… la „ las «» y el ?, y sobre todo el; y los … Nadie entendió nunca para qué eran los dos últimos, de todos modos. No les interesaba hacer preguntas, sólo dar respuestas. Suponían que el signo de admiración y las comillas eran lo único que una persona razonable necesitaba para el discurso, junto con el subrayado. Por supuesto. Y daban gran importancia a la tipografía. Un comunicado de prensa de los flacs se parecía a los anuncios de los antiguos circos.
Me abstuve de cantar; de todos modos ignoraba la letra, y no nos entregaron himnarios. La gente de las gradas compensó mi ausencia, salmodiando con gran fervor. El Gran Flac miraba a su rebaño con una sonrisa benévola, entrelazando las manos. Cuando esa parte terminó, se adelantó nuevamente, y comprendí que ahora llegaba la revelación.
—¡Y ahora, el momento que todos habéis esperado! ¡El nombre de la persona que a partir de hoy vivirá con las estrellas!
Las luces se atenuaban a medida que él hablaba. Hubo un instante de silencio durante el cual oí literalmente un jadeo colectivo… a menos que fuera el sistema de sonido. Luego el Gran Flac habló de nuevo.
—¡¡¡¡Os presento a Silvio!
Se encendió un reflector, y apareció Silvio. Yo lo sabía, o al menos tenía una certeza del noventa y nueve por ciento, pero aún así sentía emoción, no sólo por haber acertado, sino porque esto era correcto. No, no creía en las patrañas flacsitas. Pero Silvio creía, y era apropiado que fuera honrado por gente que creía como él. Sentí un nudo en la garganta.
Me puse de pie con todos los demás. El aplauso era ensordecedor, y no importaba que fuera magnificado por los altavoces ocultos en el techo. Silvio me gustaba bastante cuando yo era hombre. No había esperado la impresión visceral que me causaría como mujer. Allí plantado, alto y guapo, aceptaba la adulación con un gesto humilde e irónico, como si no comprendiera por qué todos lo amaban tanto pero estuviera dispuesto a aceptarlo para no abochornarnos. Todo era falso, y yo lo sabía; Silvio tenía un ego descomunal. Si había en Luna alguien que sobreestimara su talento, genuina-mente apabullante, era Silvio. ¿Pero quién de nosotros podía arrojar la primera piedra a menos que tuviera al menos un talento similar? No yo.
Le acercaron un teclado. Esto era fascinante. Tal vez Silvio inaugurase un nuevo sonido. En los últimos tres años había practicado su magia con el arpa corporal. Me incliné para oír los primeros acordes, al igual que el resto del público, excepto una persona. Cuando Silvio se acercó a las teclas, el lado derecho de su cabeza estalló.
¿Dónde estabas cuando…? Cada veinte años surge una noticia de ese tipo, y la gente recuerda exactamente lo que hacía cuando se produjo. Cuando asesinaron a Silvio, yo estaba a diez metros de distancia, tan cerca que lo vi suceder antes de oír el disparo. El tiempo se derrumbó, y obré sin pensar. No actué como reportera ni como heroína. No me gustan los riesgos, pero me levanté de mi asiento para lanzarme al escenario antes que Silvio se derrumbara y su estropeada cabeza rebotara en el tablado. Me agaché y lo cogí por los hombros, y debió ser entonces cuando yo recibí el disparo, porque vi que mi sangre le salpicaba la cara y un gran agujero aparecía en su mejilla y una viscosidad roja burbujeaba detrás de su cráneo perforado. Todos lo han visto. Quizá sea el metraje más famoso jamás filmado con holocámara. Cuando se combina con el material que filmó Cricket, que es como suele proyectarse, se ve mi reacción ante el estampido del segundo disparo. Alzo la cabeza y miro hacia atrás buscando al atacante, lo cual me salvó de que el tercer disparo me volara los sesos. El equipo de forenses estimó que el disparo erró mi mejilla por pocos centímetros. Yo no vi el impacto, pero al volverme vi los resultados. La bala fragmentada que me había atravesado ya había hecho trizas la cara de Silvio; el tercer proyectil fue más que suficiente para destrozar el tejido cerebral restante.
No era necesario, pues el primero ya había consumado su tarea fatal.
Fue entonces cuando Cricket tomó su famosa fotografía. El reflector aún nos alumbra mientras yo sostengo el torso de Silvio. Él echa la cabeza hacia atrás, los ojos abiertos pero vidriosos, o lo que se ve de ellos bajo la pátina de sangre. Yo alzo una mano ensangrentada, haciendo una pregunta muda. No recuerdo haber levantado la mano, ni recuerdo ninguna pregunta, salvo el eterno porqué.
La hora siguiente fue tan confusa como cabía esperar en esas circunstancias. Un grupo de guardaespaldas me llevó hacia un costado. Llegó la policía. Se hicieron preguntas. Alguien notó que yo sangraba, y sólo entonces comprendí que había recibido un impacto. La bala me había abierto un orificio limpio en el brazo izquierdo, rozando el hueso. Entonces comprendí por qué no me respondía el brazo. No sentí alarma, sólo desconcierto. La herida nunca me causó dolor. Cuando debió empezar a dolerme, ya estaba totalmente reparada. Desde entonces la gente ha tratado de convencerme de que use una cicatriz como recordatorio de ese día. Claro que podría usarla para impresionar a muchos reporteros bisoños en el Puerco Ciego, pero la idea me repugna.
Cricket se puso a trabajar de inmediato en la nota sobre el asesino. Nadie sabía quién era ni cómo había escapado, y quien lograra descubrirlo y conseguir la primera entrevista obtendría una primicia fabulosa. Eso tampoco me interesaba. Me quedé sentada, tal vez víctima del shock, aunque las máquinas dijeran lo contrario, y Brenda se quedó conmigo aunque era evidente que se desvivía por salir a cubrir la noticia.
—Idiota —le dije con cierto afecto, cuando al final reparé en su presencia—. ¿Quieres que Walter te despida? ¿Alguien obtuvo la grabación de mi holocámara? No recuerdo nada.
—Yo la obtuve. Walter la tiene. La está proyectando en este preciso instante. —Tenía un ejemplar de El Pezón en la mano, y miraba de reojo las espantosas imágenes. Mi teléfono sonaba, y no se necesitaba un doctorado en lógica deductiva para saber que era Walter para preguntar qué estaba haciendo. Lo apagué, algo que Walter habría castigado con la pena de muerte si hubiera sido legislador.
—En marcha. Trata de localizar a Cricket. Dondequiera que ella esté, allí estará la noticia. Procura que no te deje muchas huellas en la espalda cuando te pase por encima.
—¿Adonde vas, Hildy?
—Me voy a casa.
Y eso fue lo que hice.