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EL PRIMER HOMBRE EN LA LUNA

He leído algo sobre resacas alcohólicas. Hay que creer que esa gente exageraba. Si tan sólo una décima parte de lo que dicen es verdad, no tengo el menor deseo de experimentarlas. La resaca se curó mucho antes de mi nacimiento. Era un sencillo problema químico que no requirió sesudos descubrimientos científicos. A veces me había preguntado si era buena idea. En la psique humana está arraigada la creencia casi bíblica de que debemos pagar nuestros excesos de algún modo. Pero cuando pienso en eso, mi lado racional pronto se impone. Sería como desear el retorno de las hemorroides.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, tenía buen sabor en la boca.

Demasiado bueno.

—OC, en línea —llamé.

—¿En qué puedo servirte?

—¿A qué viene este gusto a menta?

—Creí que te apetecía la menta. Puedo cambiar el sabor.

—La menta no tiene nada de malo. Pero es muy extraño despertarse con un sabor en la boca… bien, tal vez no signifique nada para ti, no creo que el gusto sea una de tus especialidades, pero te aseguro que es perturbador.

—Me pediste que trabajara en ello. Lo hice.

—¿Así, simplemente?

—¿Porqué no?

Estaba por responderle, pero Fox se movió en sueños y se dio la vuelta, así que me levanté y fui al cuarto de baño. Había cogido una pildora de limpieza dental, pero me quedé mirándola.

—¿Entonces necesito esto?

—No, Está tan extinguido como el cepillo de dientes —contestó.

—La ciencia continúa su marcha. Bien, estoy acostumbrada a lo que llaman shock del futuro, pero no a ser la causa.

—Los humanos suelen ser la causa de los nuevos inventos.

—Ya me lo has dicho.

—Pero nunca se sabe cuándo un humano se tomará el tiempo necesario para resolver un nuevo problema. Ahora bien, yo no tengo talento para plantear esas preguntas. Como has señalado, mi boca no sabe mal por la mañana, así que no tenía por qué hacerlo. Pero tengo gran capacidad sobrante, y cuando me hacen una pregunta como la tuya, la analizo y a menudo encuentro una solución. En este caso, sinteticé un nanobot que busca los desechos que normalmente se pudrirían en la boca mientras duermes, y los transforma en cosas que saben bien. También limpian la placa y el sarro y tienen un efecto benéfico sobre las encías.

—Temo preguntar cómo me hiciste ingerir esta cosa.

—Está en el suministro de agua. No necesitas mucha.

—¿Conque hoy todos los lunarianos se levantarán con gusto a menta?

—Viene en seis deliciosos sabores.

—¿Ahora preparas tus propias campañas de publicidad? Hazme un favor, no digas a nadie que fue culpa mía.

Me metí en la ducha y la gradué hasta ponerla tan caliente como podía aguantar. Nunca digas nada sobre las duchas, Hildy, me advertí. El maldito OC encontrará un modo de limpiarte el pellejo sin ellas, y enloquecería sin mi ducha matinal. Me gusta cantar en la ducha. Mis amantes me han dicho que el efecto estético es prescindible, pero me agrada. Mientras me enjabonaba pensé en un mundo infestado de nanobots.

—OC, ¿qué sucedería si me sacaran del cuerpo todos esos diminutos robots?

—Sería muy impráctico, por decir lo menos.

—Hipotéticamente.

—Al cabo de un año tendrías una hipotética muerte.

Solté el jabón. No sé qué respuesta esperaba, pero no era ésa.

—¿Hablas en serio?

—Tú preguntaste, yo respondí.

—Pues… demonios. No puedes dejarlo así.

—Supongo que no. Entonces déjame enumerar las razones. Primero, eres propensa al cáncer. Miles de millones de organismos manufacturados trabajan día y noche buscando y devorando tumores en tu cuerpo. Casi todos los días encuentran uno. Si no los controlara, pronto te comerían viva. Segundo, el mal de Alzheimer.

—¿Qué diablos es eso?

—Un síndrome asociado con el envejecimiento. Dicho con sencillez, te carcome las células del cerebro. La mayoría de los seres humanos la contraerían al llegar a los cien años en su estado natural. Esto es un ejemplo de la tarea de reconstrucción que se realiza, continuamente en tu cuerpo. Las células cerebrales decadentes son eliminadas y reemplazadas por células saludables para que la red neural no sufra descalabros. Hace años que habrías olvidado tu nombre y cómo llegar a casa; la enfermedad comenzó a manifestarse cuando empezaste a trabajar en El Pezón.

—¡Ja! Tal vez esas cosas no han funcionado tan bien como creías. Eso explicaría… olvídalo. ¿Hay algo más?

—Enfermedades pulmonares. El aire de los túneles no es saludable para la vida humana. Hay enrarecimiento, pero la atmósfera no se purifica como corresponde porque reemplazar pulmones es mucho más barato y sencillo. Podrías vivir en un disneylandia para compensarlo; allí debo filtrar el aire con mayor rigor. Lo cierto es que varios cientos de alvéolos se reconstruyen todos los días en tus pulmones. Sin los nano-bots, pronto empezarías a extrañarlos.

—¿Por qué nadie me habló nunca sobre esto?

—¿Qué importancia tiene? Si hubieras investigado lo habrías descubierto. No es un secreto.

—Sí, pero… pensé que esas cosas se habían logrado mediante ingeniería genética.

—Un error muy común. Los genes son manipula-bles, por cierto, pero se resisten a ciertos cambios sin alteraciones inaceptables en la configuración del cuerpo que producen y definen.

—¿Puedes ser un poco más claro?

—Es difícil. Se puede explicar mediante complejas teorías matemáticas que se relacionan con los efectos caóticos y la holografía química. A menudo no existe un gen único para tal o cual característica, buena o mala. Se trata más bien de un patrón de interferencia generado por los efectos superpuestos de varios genes, a veces una gran cantidad. Manipular uno genera efectos laterales no deseados, y es imposible manipular todos sin producir cambios no deseados. Los genes malos están configurados de este modo, igual que los buenos. En tu caso, si yo erradicara los genes defectuosos que insisten en producir cánceres en tu cuerpo, ya no serías Hildy. Serías una persona más saludable, pero no más sabia, y perderías muchas aptitudes y perspectivas que tú valoras, aunque resulten contraproducentes en un sentido puramente práctico.

—Todo lo que hace que yo sea yo.

—Sí. Hay muchas cosas que puedo cambiar sin afectar tu… alma es la palabra más sencilla, aunque es un poco imprecisa.

—Es la primera que entiendo de las que has dicho. —Reflexioné un rato sobre eso, mientras cerraba la ducha, salía goteando, cogía una toalla y me secaba—. No tiene sentido que el cáncer esté en los genes. Parece atentar contra la supervivencia.

—Desde el punto de vista evolutivo, cualquier cosa que no te mate antes que tengas edad para reproducirte es irrelevante para la supervivencia de la especie. Incluso hay una perspectiva filosófica que sostiene que el cáncer y otros males similares son buenos para la especie. La superpoblación puede ser un problema para una especie triunfadora. El cáncer saca de en medio a los viejos.

—Ahora no.

—No. Un día será un problema.

—¿Cuándo?

—No te preocupes por eso. Pregúntamelo de nuevo en el Tricentenario. Como medida preliminar, ahora se desalientan las familias numerosas, lo cual está en las antípodas de la ética que prevalecía antes de la Invasión.

Quería oír más, pero vi la hora y tuve que darme prisa para coger el tren.

Base Tranquilidad es la mayor atracción turística de Luna, dada su importancia histórica, pues es el sitio donde un ser humano holló otro planeta por primera vez. ¿ Cierto ? Si alguien se traga eso, tal vez logre interesarlo en una magnífica propiedad en Ganímedes con una gran vista del volcán. La verdadera atracción de Tranquilidad está por encima del horizonte y recibe el nombre de Parque Armstrong. Como el parque se encuentra dentro de la Reserva Histórica Planetaria Apolo, la Cámara de Comercio Lunar puede proclamar que tantos millones de personas visitan todos los años el lugar del primer alunizaje, pero los anuncios muestran la montaña rusa, no el Módulo de Excursión Lunar.

Muchos turistas encuentran tiempo para viajar en tren hasta la base y pasar unos minutos mirando el pequeño módulo, y una hora recorriendo precipitadamente el museo cercano, donde se expone la mayor parte de los artefactos espaciales que van desde 1960 hasta la Invasión. Luego los chicos empiezan a berrear porque se aburren, y los padres sienten más o menos lo mismo, así que regresan a la tierra de los perritos calientes y los entretenimientos de precios exorbitantes.

No hay tren directo a la base, y no es por casualidad. El tren nos deja al pie de esa explosión de luces de treinta pisos que constituye el letrero y la entrada del Ataque Terminal, que en los anuncios se denomina «el mayor contractor de esfínteres del universo conocido». Una vez cometí la imprudencia de subir, y garantizo que se aprenden cosas que nunca nos dijeron en la escuela de astronáutica. Es un descenso de veinte minutos en un vehículo de levitación magnética, seis g en una caída libre que llega al décimo círculo del infierno y garantiza un desmayo y siete canas o el reembolso del dinero. Se trata de dos montañas rusas, el Grana Mal y el Petit Mal (el segundo para los gallinas). Después de cada viaje limpian los coches del Grana Mal con mangueras. Si alguien entiende dónde está la fascinación, le ruego que no pase por mi casa para explicármelo. Estoy armada y se me considera peligrosa.

Pasé frente al letrero a la mayor velocidad posible —30.000.000 (¡cuéntelas!) treinta millones de luces— y noté que la fila de dos horas para el Grana Mal estaba astutamente oculta por la taquilla. Llegué al tren después de evitar las ofertas de mil buhoneros que vendían desde muñecos inflables hasta sacapuntas parlantes para afilar los lápices de souvenir. Abordé el tren, limpié un asiento sucio de caramelo y me senté. Usaba un jubón descartable de papel, así que no le di mayor importancia.

La base tiene superficie suficiente para jugar un partido de minibéísbol. Esos tíos no se alejaron mucho de su nave, así que no tenía sentido preservar una superficie mayor. Está rodeada por una estructura semejante a un estadio, sin techo, que tiene un mirador de cuatro niveles con todas las ventanas hacia dentro. Arriba hay un nivel no presurizado.

Me abrí paso a codazos entre las multitudes de turistas con cámaras que venían de Plutón y llegué al despacho de trajes alquilados. Cielos.

Si tuviera que escoger un solo sexo para toda la vida, sería el femenino. Creo que el cuerpo está mejor diseñado, y el sexo se disfruta un poco más. Pero en el cuerpo femenino hay algo que es definitivamente inferior al masculino —he hablado con ello con Cambiantes y con mujeres convencidas, y el noventa y cinco por ciento me dio la razón— y es el acto de orinar. Los varones lo hacen mejor. Es menos sucio, la posición es más digna, y el método ayuda a desarrollar coordinación entre la mano y el ojo y cierto sentido de expresión artística, como el que se requiere para escribir nuestro nombre en la nieve.

Pero a pesar de todo nunca es una gran molestia… salvo cuando uno alquila un traje de presión.

Casi trescientos años de ingeniería han presentado tres soluciones básicas para el problema: el catéter, los dispositivos de succión y (¡cielos!) el pañal. Algunos abogan por una cuarta solución: la continencia. Haced la prueba en un paseo de doce horas por la superficie. El catéter es sin duda el mejor. Es indoloro, tal como dicen… pero odio esa cosa. Además, como los succionadores, se desajustan. Si uno quiere reírse en grande, lo mejor es mirar a una mujer que trata de ponérselo en su sitio. Podría iniciar una nueva moda en bailes.

Nunca he adquirido un traje de presión. ¿Para qué gastar el dinero, cuando se usa una vez por año? He alquilado muchos, y todos apestaban. Por mucho que los esterilicen, quedan algunos olores del ocupante anterior. Ya es bastante malo en un traje de hombre, pero si uno quiere un tufo realmente fétido hay que probarse un modelo femenino. Todos los trajes de alquiler usan el método de succión, con un pañal por las dudas. En un sitio como Tranquilidad, donde los empleados duran poco y trabajan abúlicamente por una pésima paga, algunos detalles se descuidan de cuando en cuando. Una vez me dieron un traje que todavía estaba húmedo.

Me metí en uno y olfateé cautelosamente: no estaba mal, aunque el perfume era barato y burdo. Lo conecté y dejé que el personal lo sometiera a un somero chequeo, y recordé otra cosa que no me agradaba del método de succión. El aire que circula es capaz de congelarte la vulva.

Había métodos quirúrgicos para mejorar la inter-faz, pero me resultaban desagradables, y no tenían sentido salvo para quienes debían salir a la superficie con frecuencia por razones de trabajo. Los demás sólo teníamos que respirar con cuidado y abstenernos de beber café antes de una excursión.

La compuerta me condujo al techo, que no estaba atestado. Encontré un sitio apartado cerca de la baranda y aguardé. Apagué la radio del traje, salvo la señal de emergencia.

—OC, ¿cuál es mi ganancia?

El OC es bastante bueno para seguir una conversación que se ha iniciado hace horas, semanas o años, pero esta pregunta era demasiado vaga. Respondió tentativamente.

—¿Te refieres al método de limpieza bucal?

—Sí, pensé en ello. Tú hiciste el trabajo, pero lo cediste sin consultarme. ¿No habrá un modo de ganar dinero?

—Se define como un beneficio de salud, así que el coste de producción se sumará al impuesto de salud de todos los lunarianos, más una pequeña ganancia, que te corresponde. No te hará rica.

—Y nadie puede elegir. Lo recibirán les guste o no.

—Si se oponen, tengo un antibot disponible. Nadie ha llegado a ese extremo.

—Aún me parece un poco subversivo. Si el agua potable no es pura, nada lo es.

—Hildy, hay tantas cosas en las aguas municipales de Ciudad Rey que prácticamente podrías alzarla con un imán.

—Todo para nuestro beneficio.

—Pareces malhumorada.

—Qué va. Mi boca sabe maravillosamente.

—Si te interesa, el margen de aprobación supera el noventa y nueve por ciento. El sabor predilecto, sin embargo, es neutro con un deje de menta, y un beneficio lateral imprevisto es que funciona todo el día, limpiando el aliento.

Comprendí con abatimiento que el OC había erradicado la halitosis. ¿Cómo me sentía al respecto? ¿No debería alegrarme? Recordé el aliento de Liz en la noche de la víspera, ese agrio tufo a ginebra. ¿El aliento de un borracho debería oler como una lengua de cachorro? Sin duda me estaba portando como una vieja cascarrabias, y hasta yo me daba cuenta. Pero qué diablos, a fin de cuentas era una vieja. Con el correr de los años, era menos tolerante con los cambios, para bien o para mal.

—¿Cómo me oíste? —pregunté, antes que me venciera la melancolía ante las inconstancias del mundo.

—La radio que apagaste es traje a traje. Tu traje también controla tus signos vitales y los transmite si es necesario. El uso de tu voz de acceso se define como una llamada de emergencia, sin requerimiento de auxilio.

—Conque nunca me libro del paraguay protector de tu eterna vigilancia.

—Es para tu seguridad —dijo el OC, y le pedí que se largara.

Cuando Armstrong y Aldrin llegaron en paz en nombre de toda la humanidad, se supuso que la zona de alunizaje, en el vacío del espacio, permanecería esencialmente inalterada durante un millón de años. No importaba que el escape del despegue hubiera tumbado la bandera y desgarrado gran parte de la tela metálica. Las huellas quedarían. Y han quedado. Cientos de ellas, formando trazos alocados en el polvo, alejándose del módulo, regresando, y ninguna llegando a la galería de los visitantes. No se ven otras huellas. El único cambio que los encargados del museo introdujeron en la zona fue enarbolar nuevamente la bandera y suspender un módulo en ascenso a treinta metros del suelo, colgado de alambres invisibles. No es la etapa ascendente de la Apolo 11, que se estrelló hace tiempo.

Muchas cosas no son lo que parecen.

En ningún pasaje de la literatura independiente ni en los miles de placas y exhibiciones audiovisuales del museo se menciona la noche de hace ciento ochenta años en que diez miembros de la fraternidad Delta Chi Delta, Capítulo de la Universidad de Luna, llegaron en sus bicicletas. Esto fue poco después de la Invasión, y el lugar no estaba custodiado como hoy. Entonces sólo había un cordel en torno de la zona de alunizaje, ni siquiera un centro de visitantes; los lunarianos post-Invasión no tenían tiempo para esos lujos.

Los miembros de la fraternidad tumbaron el módulo y lo arrastraron más de cinco metros. Sus bicicletas borraron casi todas las huellas. Iban a robar la bandera para llevarla a su dormitorio, pero uno de ellos se cayó del asiento, se fisuró el visor y fue a sumarse a esa gran ceremonia de entrega de diplomas en el cielo. Los trajes de presión no eran tan seguros como ahora. Andar de chacota en un traje de presión no era buena idea.

Pero todo tenía solución. Base Tranquilidad era uno de los lugares más documentados en la historia de la historia. Existían decenas de miles de fotos, incluidas algunas detalladas tomas desde órbita. Varios equipos de estudiantes de selenografía pasaron un año restaurando la base. Se analizó cada metro cuadrado, se entablaron debates sobre el orden original de las huellas, y luego dos sujetos se pusieron a pisotear el lugar con réplicas de las botas de los tripulantes de la Apolo, midieron cada paso con láser, y fueron alzados con un cabrestante cuando terminaron. ¡Presto! Una recreación histórica que pasaba por la cosa real. Esto no es un secreto, pero muy pocos lo saben. Buscadlo si tenéis dudas.

Una mano me encendió la radio del traje.

—¡Quién pensaría en encontrarte aquí! —dijo Liz.

—Vaya coincidencia —comenté, pensando que el OC estaría escuchando. Liz se apoyó en la baranda y miró hacia la planicie. Más allá de la pared de la galería de visitantes vi a miles de personas mirando hacia nosotros a través del vidrio.

—Vengo a menudo —dijo ella—. ¿Viajarías más de medio millón de kilómetros en un juguete de hojalata como ése?

—No viajaría ni medio metro. Preferiría un palo con resorte.

—Ésos eran hombres. ¿Alguna vez has pensado en ello? ¿Cómo serían las cosas? Apenas podían moverse dentro de ese cascajo. Uno de ellos regresó con media nave destrozada.

—Sí, he pensado en ello. Tal vez no tanto como tú.

—Piensa en esto, pues. ¿Sabes quién fue el verdadero héroe, en mi opinión? El buen Mike Collins, el pobre fulano que se quedó en órbita. El que diseñó esta operación no pensó en todo. Supongamos que algo hubiera salido mal, que el módulo se estrellaba y esos dos morían al instante. Collins se queda en órbita, totalmente a solas. ¿Cómo se las apaña? No hay desfile con serpentinas para Mike. Debe asistir al servicio fúnebre y pasarse la vida lamentando no haber muerto con sus compañeros. Lo único que consigue es ser el chivo expiatorio nacional.

—No había pensado en ello.

—Pero supongamos que las cosas van bien… y así sucedió, en efecto, aunque yo nunca entenderé cómo. ¿Qué nombre usan para el Parque Planetario? El del tío que farfulló sus «primeras palabras» desde la superficie.

—Pensé que eran problemas de transmisión.

—No lo creas. Claro que también yo la pifiaría si me escucharan dos mil millones de personas. Esa parte debía ser más temible que la muerte… morir a la vista de todos, desear que nada saliera mal por tu culpa. Este pequeño ejercicio costó veinte o treinta mil millones de dólares, y en esa época mil millones eran una suma exorbitante.

Aún era una suma exorbitante para mí, pero la dejé divagar. Ella era la dueña del espectáculo; me había citado allí sabiendo que sólo me interesaba contarle algo en un sitio donde el OC no nos oyera. Estaba en sus manos.

—Vamos a caminar —dijo Liz, y echó a andar. Me di prisa para alcanzarla, la seguí hasta la superficie por varios tramos de escalera.

En la superficie se puede recorrer mucho terreno en poco tiempo. El mejor método es saltar con lapun, del pie, meciendo cada pierna al costado. No tiene caso saltar a demasiada altura, sólo se derrocha energía.

Sé que todavía hay lugares de Luna donde el polvo virgen se extiende hasta donde alcanza la mirada. No muchos, pero algunos. La riqueza mineral de mi planeta natal no es muy grande, y todos los lugares interesantes están identificados y cartografiados desde órbita, así que hay pocos incentivos para visitar las regiones más remotas. Aquí «remotas» significa «alejadas de los centros de habitación humana»; se puede llegar a cualquier sitio de Luna en vehículos aéreos o terrestres.

Todas las partes de la superficie que yo había visitado se parecían a la zona que rodeaba Base Tranquilidad, cubiertas con tantas huellas que uno se preguntaba adonde se había ido la multitud, pues en general no había un alma salvo nuestros acompañantes. Nada desaparece en Luna. Hace casi dos siglos y medio que está habitada por seres humanos. Cada vez que alguien fue a dar un paseo o soltó un tanque de oxígeno vacío dejó su testimonio, así que un lugar que recibió dos visitantes cada cuatro años da la impresión de haber recibido una muchedumbre hace unos minutos. Tranquilidad recibía muchas más visitas. No había un solo milímetro cuadrado de polvo intacto, y la capa de basura era tan espesa que en algunas partes había formado crestas. Vi latas de cerveza vacías de ciento cincuenta años junto a otras que vendían ahora en el Parque Armstrong. Al cabo de un trecho la basura escaseó un poco. Las huellas se agrupaban en sendas improvisadas. Supongo que los humanos tienden a seguir al rebaño, aun cuando el rebaño se ha ido y el terreno es tan chato que ya no importa adonde se va.

—Te fuiste temprano anoche —dijo Liz, y por su voz en la radio parecía estar junto a mí, aunque yo la veía a veinte metros—. Hubo bastante jaleo.

—Ya había bastante jaleo mientras yo estuve allí.

—Pues debiste de haber visto al duque de Bosnia ensarzándose con el cuenco de ponche.

—No, me lo perdí. Pero yo me ensarcé con él un poco antes.

—¿Conque eras tú? Pues entonces es culpa tuya. Estaba de pésimo humor. Parece que no lo marcaste bastante; a su entender, si no ha perdido un par de kilos de carne tras revolcarse en las sábanas, alguien no puso buena voluntad.

—No se quejó.

—Él no se quejaría. Creo que soy parienta suya, pero juro que ese hombre es tan imbécil que tiene menos sesos que un destornillador para zurdos. Cuando te fuiste a casa, se puso ebrio como una cuba y llegó a la conclusión de que alguien había envenenado el ponche, así que lo volcó y se puso a golpear a la gente en la cabeza con el cuenco. Tuve que apaciguarlo a puñetazos.

—Ofreces fiestas interesantes.

—¿No es la pura verdad? Pero no quería hablarte de eso. Nos divertíamos tanto que nos olvidamos por completo de los regalos, así que reuní a todos los presentes y me puse a abrirlos.

—¿Recibiste algo bonito?

—Bien, algunos tuvieron la sensatez de pegar el recibo a la caja. Con eso obtendré un poco de dinero. Llegué a uno que decía que era del conde de Donegal, lo cual debió ponerme sobre aviso, ¿pero qué cuernos sé sobre el maldito Reino Unido? Pensé que era una provincia de Gales o algo así. Sabía que no conocía a ese fulano, ¿pero quién puede acordarse de todos? Lo abrí, y era de los Traviesos Republicanos Irlandeses.

—Oh, no.

—Los enemigos hereditarios de mi clan. De pronto quedamos cubiertos por esa sustancia verde, y prefiero no saber de dónde vino, pero sé cómo olía. Y ahí se acabó la juerga. Mejor así. De todos modos, tuve que despachar a casa a la mitad de los huéspedes.

—Odio a esos idiotas. El día de San Patricio no puedes sentarte sin dar con un cojín lleno de popó verde.

—¿Y tú te quejas? Todos los irlandeses de Ciudad Rey se ensañan conmigo el diecisiete de marzo, así pueden contar a sus compinches cómo le atizaron a la maldita princesa de Gales. Y ahora sólo puede empeorar.

—En turbación viven las testas coronadas.

—Ya se las verán conmigo. Sé dónde vive Paddy Flynn, y me desquitaré aunque irrite al alcalde y a todos los concejales.

Reflexioné que había que recorrer un largo camino para encontrar un personaje tan pintoresco como la nueva reina. Una vez más me pregunté qué hacía en ese lugar. Miré a mis espaldas. El estadio de cuatro plantas que rodeaba la zona de alunizaje desaparecía detrás del horizonte. Cuando lo perdiera de vista, sería fácil extraviarme. Eso no me preocupaba demasiado. El traje tenía alarmas, detectores, una brújula y otros artilugios cuya existencia yo ni siquiera conocía. No era preciso ser exploradora para detectar la posición de mi sombra.

Pero la sensación de soledad era un poco opresiva.

E ilusoria. Localicé a otro grupo de cinco en la cresta de una loma, a mi izquierda. Un relampagueo me obligó a mirar, y vi uno de los trenes del Grand Mal arqueándose en un tramo de trayectoria libre. Giraba con ambos extremos unidos, una maniobra que yo recordaba vividamente porque viajaba en el coche frontal, colgada de mis correas y mirando el paso de la superficie cada dos segundos cuando un pegote de caramelo y orozuz se desparramó en el vidrio que tenía enfrente, tras pasar a poca distancia de mi cuello. En ese momento yo lamentaba todo lo que había comido en los últimos seis años, y me preguntaba si pronto vería una buena parte de todo eso junto a los sabrosos manjares del parabrisas. Contener el vómito debe haber sido una de las hazañas más notables de mi vida.

—¿Alguna vez subiste a esa cosa? —me preguntó Liz—. Yo voy cada dos años, cuando me siento deprimida. Juro que la primera vez mi trasero absorbió la mitad de la espuma del cojín. Después te acostumbras, y es sólo como un enema de pinchos.

No contesté —nunca sé cómo contestar a semejantes declaraciones— porque mientras hablaba ella se había detenido para esperarme, y tecleaba botones en un aparatejo que llevaba en la mano izquierda. Vi un relampagueo de luces rojizas, que una por una se pusieron verdes. Cuando todo el panel estuvo verde, Liz abrió una válvula de mi traje y estudió el contenido. Pulsó botones, se enderezó e hizo un gesto aprobatorio con el pulgar. Colgó el aparato de una correa de mi cuello y me miró con los brazos en jarras.

—Conque quieres hablar donde nadie nos oiga. Pues habla, tesoro.

—¿Qué es esto?

—Un modificador de señales. Distorsiona todas las señales que emite tu traje, pero no tanto como para que envíen una cuadrilla de búsqueda. Las máquinas orbitales y subterráneas reciben señales tranquilizadoras, pero no los verdaderos mensajes, sólo lo que quiero que oigan. No puedes anular las alarmas de emergencia. Si la señal se interrumpe, ya es una emergencia. Pero nadie nos oye ahora, puedes creerme.

—¿Y si se presenta una verdadera emergencia?

—¿Qué puedo decirte? No abras el traje si quieres postergar tu sepelio. ¿Qué tienes en mente?

Una vez más me costaba empezar. En cuanto dijera las primeras palabras me resultaría fácil, pero esas primeras palabras me costaban más que a un novelista primerizo.

—Esto puede llevar un tiempo —pretexté.

—Es mi día libre. Vamos, Hildy. Te adoro, pero corta y da baraja.

Narré mi letanía por tercera vez. Se mejora con la práctica, y esta vez no demoré tanto como cuando se lo conté a Callie y Fox. Liz caminaba junto a mí en silencio.

Esta vez había decidido contarlo a partir de donde lógicamente debía haber comenzado las dos veces anteriores: por mis intentos de suicidio.

Y era mucho más fácil contárselo a alguien a quien no conocía bien. Agradecí que ella guardara silencio de cabo a rabo. Creo que no habría tolerado ninguno de sus insólitos refranes.

Cuando finalicé, Liz permaneció callada varios minutos más. No me desagradaba. Al igual que antes, experimentaba un raro momento de paz después de confiarle mis preocupaciones.

Liz no practica gestos a la italiana, pero le gustaba mover las manos mientras hablaba. Esto es frustrante en un traje de presión. Muchos ademanes y afectaciones requieren tocarse la cabeza o el cuerpo, y eso es imposible cuando se está enfundado en un traje. Parecía tener ganas de morderse los nudillos, o de frotarse la frente. Al fin se volvió para mirarme con suspicacia.

—¿Por qué acudiste a mí?

—No esperaba que resolvieras mi problema, si a eso te refieres.

—Pues tienes razón. Me simpatizas, Hildy, pero francamente no me importa si te matas. Si quieres hacerlo, allá tú. Y me disgusta que hayas recurrido a mí para esto.

—Lo lamento, pero ni siquiera era consciente de lo que hacía. Aún no sé qué hacía.

—Bien, de acuerdo. No tiene importancia.

—Por lo que he oído —dije, tratando de expresarlo con delicadeza—, si quieres hacer algo que no es estrictamente legal, Liz es la chica indicada.

—Conque eso has oído. —Me miró desnudando los dientes, pero no era una sonrisa. Parecía muy peligrosa. Era peligrosa. Para ella sería muy fácil organizar un accidente en la superficie, y yo sería impotente para detenerla. Pero esa expresión duró apenas un segundo, y pronto fue reemplazada por su habitual semblante afable. Liz se encogió de hombros—. Has oído bien. Sospeché que querrías venir aquí para hacer negocios. Pero después de lo que has dicho, no te incluiría en mi clientela.

—Simplemente razoné —continué, preguntándome qué le vendería a esa clientela— que si estabas habituada a hacer transacciones ilegales, cosas de las que el OC no se enteraba, tendrías métodos para ocultar tus actividades.

—Entiendo. Claro. Éste es uno de esos métodos. —Sacudió la cabeza, caminó en un breve círculo, cavilando—. Te diré, Hildy, he visto un rodeo, un hombre de tres cabezas y un pato pedorreando bajo el agua, pero esto es lo más descabellado que he visto. Esto cambia todas las reglas.

—¿En qué sentido?

—En muchos sentidos. Nunca oí hablar de esos implantes de memoria. Lo investigaré cuando regresemos. ¿Dices que no es un secreto?

—Eso dijo el OC, y un amigo mío ha oído hablar de ello.

—Bien, eso no es lo importante. Es espantoso, pero no sé qué puedo hacer al respecto, y no creo que me concierna. Espero que no, al menos. Pero has dicho que el OC te rescató cuando intentaste suicidarte en tu propia casa…

»Lo que me permite ambular libremente es lo que en nuestro oficio llamamos la Cuarta Enmienda. Es la serie de programas informáticos que…

—Conozco el término.

—Bien. Búsquedas y capturas. Un ordenador omnipotente que, si lo dejamos suelto, haría quedar al Gran Hermano como mi solterona tía Vickie escuchando a través de las paredes con una taza de té. Combínalo con el hecho de que todos tenemos algo que ocultar, algo que no deseamos que nadie sepa, aunque no sea ilegal… ese amoroso derecho a la intimidad. Lo que nos ha salvado es que la gente que elabora las leyes tiene algo que ocultar, igual que los demás.

»Lo que hacemos en el «submundo del hampa», pues, es buscar ojos y oídos que no deben estar en nuestros hogares… y después realizamos allí nuestras transacciones. Sabemos que el OC está escuchando y observando, pero no la parte que redacta las órdenes de captura y derrumba las puertas.

—¿Y eso funciona?

—Hasta ahora sí. Parece increíble, pero he eludido problemas casi toda mi vida, usando sólo ese modo… tomando al OC a pies juntillas, ahora que lo mencionas.

—Suena arriesgado.

—En efecto. Pero en toda mi vida, nunca he sabido de un caso en que el OC utilizara pruebas obtenidas ilegalmente. Y no hablo sólo de arrestos. Hablo de establecer causas probables y emitir órdenes de arresto, que es la clave de todas las operaciones de búsqueda y captura. El OC, en una de sus encarnaciones, oye cosas que serían incriminatorias, o al menos suficientes para que un juez emitiera una orden de búsqueda o una interferencia. Pero el OC no se cuenta a sí mismo lo que sabe, ¿entiendes? Está dividido en compartimentos. Cuando le hablo, sabe que hago cosas ilícitas, y yo sé que él lo sabe. Pero ésa es la parte de su cerebro que trata con Liz, y tiene prohibido contarle lo que sabe a la parte de su cerebro que hace de polizonte.

Caminamos un poco más, meditando sobre esto. Noté que se había inquietado mucho con lo que yo le había dicho. Yo también me hubiera puesto nerviosa en su lugar. Nunca había cometido ningún delito más grave que una infracción; es muy fácil que te pillen, y nunca me había interesado hacer algo ilegal. Qué diablos, no hay tantos actos ilícitos en Luna. Las actividades que daban a las fuerzas de la ley el noventa por ciento de su trabajo —drogas, prostitución, juego, y las organizaciones que suministraban estos servicios a una población levantisca— constituyen hoy derechos inalienables en Luna. Salvo en caso de muerte, la violencia era apenas una infracción sujeta a una multa.

La mayoría de las cosas que aún merecían una ley rigurosa eran tan repulsivas que prefería no pensar en ellas. Una vez más me pregunté en qué estaba metida la reina de Inglaterra para ser «la chica indicada».

El mayor problema delictivo de Luna era el robo. Mientras el OC no goce de plenos poderes, siempre tendremos robos. Aparte de eso, somos una sociedad respetuosa de la ley, lo cual hemos conseguido reduciendo las leyes al mínimo indispensable.

Liz habló de nuevo, haciéndose eco de mis pensamientos.

—El delito no es un gran problema, y lo sabes. De lo contrario, la ciudadanía en su gran sabiduría reclamaría la jaula electrónica que siempre he tenido. Sólo habría que reescribir algunos programas, y tendríamos el mayor arreo desde que John Wayne llevó ganado a Abilene. Es algo que está siempre al acecho. En un mi-lisegundo el OC podría cantarles a los polis como un canario, y tres segundos después se imprimirían las órdenes. —Liz se echó a reír—. El único problema es que tal vez no haya suficientes policías para arrestar a todos, ni cárceles donde encerrarlos. Todo delito desde la Invasión pudo resolverse de esa manera. Te mareas de sólo pensarlo.

—No creo que eso ocurra.

—No, pensándolo bien, lo que está haciendo el OC es para tu propio bien. Pero me revuelve el estómago. A fin de cuentas, el suicidio es un derecho civil. ¿Qué derecho tiene ese cretino a salvarte la vida?

—Odio admitirlo, pero me alegra que lo haya hecho.

—Bien, yo también me alegraría, pero es una cuestión de principios. Escucha, sabes que difundiré esto, ¿verdad? Se lo diré a todos mis amigos. Aunque no mencionaré tu nombre.

—Claro. Sabía que lo harías.

—Tal vez deberíamos tomar más precauciones. No se me ocurre cuáles, pero tengo amigos a quienes les gustaría pensar en ello. Supongo que ya sabes qué me atemoriza. El OC ha desatendido un programa básico. Si puede burlar ese programa, puede burlar otros.

—Curarte de tus tendencias delictivas se vería como algo benéfico.

—Exacto, ahí es exactamente adonde te conduce ese modo de pensar. Les das una pulgada, y se toman un pársec.

Nuevamente teníamos a la vista la galería de los visitantes. Liz se detuvo, trazó líneas en el polvo con la punta de la bota. Pensé que querría decirme algo más, y sabía que no tardaría en hacerlo. Miré hacia arriba y vi otro tren arqueándose en las alturas. Liz me miró.

—Bien… el motivo por el cual querías evitar la intromisión del OC… creo que no lo mencionaste…

—No era para poder suicidarme.

—Tenía que preguntarlo.

—No puedo darte un motivo concreto. No he hecho mucho… bien, creo que no hice mucho para…

—¿Rebelarte contra un piélago de calamidades, y darles fin al oponerte?

—En cierto modo. He vivido en una especie de sonambulismo desde que esto ocurrió. Y creo que debería hacer algo.

—Conversar sobre ello es hacer algo. Tal vez todo lo que puedes hacer excepto… bien, alegrarte. Es fácil decirlo.

—Sí. ¿Cómo te resistes contra un impulso suicida recurrente? No he podido averiguar su origen. No me siento tan deprimida. Pero a veces sólo quiero… asestar golpes.

—Como yo.

—Lo lamento.

—Pagaste por eso. Vaya, Hildy, creo que no habría podido hacer más de lo que hiciste. De veras.

—Bien, yo creo que debería hacer algo. Y hay algo más. La… infracción. Quería averiguar si es posible liberarse de los ojos y oídos del OC. Porque… no quiero que me esté observando si lo hago de nuevo, demonios, no quiero que me observe. Quiero que salga de mi cuerpo, y de mi mente, y de mi vida, porque no me gusta ser uno de sus animales de laboratorio.

Noté que estaba gritando cuando ella me apoyó la mano en el hombro. Eso me enfureció, aunque comprendí que era un gesto de afecto y preocupación, pero un tullido no quiere piedad, tal vez ni siquiera compasión. Sólo quiere volver a ser normal, igual a los demás. Cada gesto afectuoso es un bofetón que le recuerda sus limitaciones. Al cuerno con la compasión, al cuerno con el afecto, no quiero que una persona perfecta y saludable me ofrezca ayuda y una secreta condescendencia.

De acuerdo, Hildy, si eres tan independiente, ¿por qué le cuentas tu historia a cada desconocido que pasa por la calle? Apenas conocía a Liz, y tuve que morderme la lengua para no decirle que me quitara de encima esas apestosas manos. Lo mismo me había pasado varias veces con Fox. Un día no podría contenerme y se lo diría, y él se marcharía. Me quedaría sola de nuevo.

—Alguna vez cuéntame el final —dijo Liz. Eso me alivió. Ella podría haberme ofrecido ayuda, y ambos habríamos sabido que era falso. Una simple curiosidad sobre el final de la historia me bastaba. Liz miró las paredes del centro de visitantes—. Es hora de orinar en el fuego y llamar los perros. —Buscó el modificador de señales.

—Una pregunta más.

—Adelante.

—No me respondas si no quieres. ¿Qué haces de ilegal?

—¿Eres policía?

—¿Qué? No.

—Lo sé. Hice averiguaciones sobre ti. No trabajas en crónicas policiales, no eres amiga de ningún policía.

—Conozco bastante bien a un par de ellos.

—Pero no sales con ellos. De cualquier modo, si fueras policía y lo negaras, tu testimonio quedaría invalidado, y tengo grabada tu negativa. No pongas esa cara de sorpresa. Tengo que protegerme.

—Tal vez no debí preguntar.

—No estoy enfadada. —Liz suspiró y pateó una lata—. No creo que muchos delincuentes se consideren como tales. No se despiertan diciendo: «Parece un buen día para infringir algunas leyes.» Sé que lo que hago es ilegal, pero para mí es una cuestión de principios. Los desesperados lo llamamos la Segunda Enmienda.

—Lo lamento. No soy experta en la Constitución. ¿De qué hablas?

—Armas de fuego.

Traté de mantener una expresión impasible. A decir verdad, había temido algo peor.

—Eres traficante de armas.

—Creo que es un derecho humano básico estar armado. El gobierno lunar está en desacuerdo. Pensé que por eso querías hablar conmigo, para comprar un arma. Te traje aquí porque tengo varias armas sepultadas en varios escondrijos a poca distancia.

—¿Me habrías vendido una? ¿Tan sólo me la hubieras entregado?

—Bien, tal vez te habría indicado dónde cavar.

—¿Pero cómo puedes enterrarlas? Hay satélites que observan mientras estas aquí.

—Si no te molesta, creo que conservaré algunos secretos del oficio.

—Oh, claro, yo sólo…

—Está bien, eres reportera. No puedes evitar ser una zorra entrometida.

Iba a quitarme el dispositivo electrónico que me colgaba del cuello. Le apoyé la mano. No había planeado hacer eso.

—¿Cuánto? Quiero conservarlo.

Ella me miró con ojos entornados.

—¿Quieres exponerte a un suicidio sin que te vean?

—Demonios, Liz, no planeo suicidarme. Pero me gusta estar a solas si eso deseo. Me gusta la idea de ser invisible.

—No es tan sencillo… pero supongo que es mejor que nada.