LA REINA DEL IMPERIO BRITÁNICO
En ese momento no sabíamos nada del desastre.
Brindamos con champaña, una tradición entre los ingenieros profesionales. A los diez minutos Fox y yo abordamos el remolque para dirigirnos a una cámara de presión. Fox dijo que el modo más rápido de regresar a Ciudad Rey era por la superficie, y yo no me opuse. No me deleitaba viajar por el sistema de túneles que atravesaban la roca en torno de un disneylandia.
Acabábamos de salir a la luz del sol cuando el piloto automático nos informó que tendríamos que iniciar un compás de espera o aterrizar, pues estaban despejando el tráfico para dejar paso a los vehículos de emergencia. Algunos pasaron en silencio, con un relampagueo de luces azules.
Ninguno de ambos recordaba una emergencia de tal magnitud en la superficie. En ocasiones había fugas de presión en los túneles, desde luego, pues ningún sistema es perfecto. Pero era raro que se perdieran vidas en esos accidentes. Encendimos la radio, y lo que oímos me impulsó a hurgar entre las pertenencias de
Fox en el fondo del remolque, en busca de un pad de noticias. Era Sin Vueltas, y en otras circunstancias le habría hecho bromas despiadadas al respecto. Pero la noticia que salió en el pad bastaba para silenciar cualquier comentario jocoso.
Se había producido una fuga devastadora en una localidad de superficie llamada Nirvana. Los primeros informes indicaban la pérdida de algunas vidas, y las imágenes en vivo de las cámaras de segundad —las únicas disponibles en esos primeros diez minutos— mostraban cuerpos inmóviles junto a una gran piscina. La piscina burbujeaba violentamente. Al principio pensamos que era un gran jacuzzi, luego comprendimos con espanto que el agua estaba hirviendo. Lo cual significaba que allí no había aire, y que esa gente estaba muerta. Sus posturas eran extrañas. Todos parecían aferrarse a algo, como la pata de una mesa o una maceta de cemento con una palmera.
Una noticia de ese tipo evoluciona a saltos y fragmentos. Los primeros informes siempre son escuetos y erróneos. Oímos pasmadas estimaciones que hablaban de veinte muertos, cincuenta, doscientos. Luego se negaron esos informes, pero al mirar yo había contado treinta cadáveres. Era enloquecedor. Estamos malcriados por la cobertura instantánea, esperamos notas contundentes, rápidas, bonitamente enmarcadas por cámaras estables. Estas cámaras estaban más que estables, estaban inmóviles, y al cabo de unos instantes uno pedía a gritos un movimiento para ver qué había a los costados. Pero eso sólo sucedió diez minutos después de nuestro aterrizaje, diez minutos que parecieron una hora.
Creo que al principio me afectó más que a Fox. Él estaba escandalizado y horrorizado, naturalmente. También yo, a cierto nivel. El otro nivel, el del cazador de noticias, ardía de impaciencia, preguntando al piloto automático tres veces por minuto cuándo podíamos elevarnos y salir de allí para ir a cubrir la noticia. Sé que no es agradable, pero cualquier reportero comprenderá ese impulso. Uno quiere moverse. Uno confina el horror de las imágenes en ese rincón de la mente donde los policías y los médicos forenses guardan las cosas escalofriantes, y el pulso palpita de impaciencia aguardando más y más detalles. Estar varada a quince kilómetros de distancia era la peor tortura.
Entonces se mencionó un detalle que alarmó a Fox. Yo no capté su importancia. Sólo vi que Fox palidecía y temblaba.
—¿Qué sucede? —pregunté.
—La hora —susurró—. Acaban de mencionar la hora en que se produjo la fuga.
Escuché, y el anunciante la repitió.
—¿Eso fue…?
—Sí, a un segundo de la explosión.
Estaba tan obsesionada por ir a Nirvana que tardé un minuto en comprender lo que debía hacer. Encendí el teléfono de Fox y llamé a El Pezón, usando mi segundo código de urgencia para asegurarme un rápido acceso a Walter. Él me había dicho que el primer código quedaba reservado para comentar el fin del universo, o para una entrevista exclusiva con Elvis.
—Walter, tengo material sobre la causa de la devastación —dije cuando su feo rostro apareció en pantalla.
—¿La causa? ¿Estabas allí? Pensé que todos…
—No, no estaba allí. Estaba en Kansas. Tengo motivos para creer que el desastre fue causado por una explosión nuclear que presencié en Kansas.
—Suena improbable. ¿Tienes la certeza…?
—Walter, tiene que ser. De lo contrario es la mayor coincidencia desde que yo te gané esa escalera con un full.
—Eso no fue coincidencia.
—Claro que no, y algún día te contaré cómo lo logré. Entretanto, has perdido veinte segundos de valioso tiempo periodístico. Preséntalo de un modo que no te comprometa del todo, si quieres. «¿Habrá sido ésta la causa de la tragedia de Nirvana?»
—Pásamelo.
Tanteé el salpicadero y solté un juramento entre dientes.
—¿Dónde cuernos está la neuroalimentación de esta cosa? —le pregunté a Fox.
Me miró extrañamente, pero sacó un cable de un compartimento. Me lo enchufé en la toma occipital y dije las palabras mágicas que activaban la memoria del cristal y transcribían en cinco segundos las últimas seis horas de grabación de la holocámara.
—¿ Dónde estás, de todos modos ? —preguntó Walter—. Hace veinte minutos recibí una llamada para ti.
Se lo dije, y respondió que pondría manos a la obra. Treinta segundos después el piloto automático recibió vía libre para volar. La prensa tiene ciertos privilegios en esas situaciones, pero yo no había podido ejercerlos mientras estábamos varados. Nos elevamos… y giramos en dirección opuesta.
—¿Qué diablos haces? —le pregunté incrédulamente a Fox.
—Regreso a Ciudad Rey —murmuró él—. No deseo presenciar personalmente nada de lo que acabamos de ver. Y no deseo presenciar cómo cubres la noticia.
Estuve a punto de arrancarlo a golpes del asiento, pero le eché otra ojeada y parecía peligroso. Tuve la sensación de que una palabra más desencadenaría una retahila de insultos que no deseaba oír y tal vez algo peor. Me contuve, calculando mentalmente cuánto tardaría en regresar a Nirvana desde la compuerta más cercana de Ciudad Rey.
Con gran esfuerzo, desactivé mi personalidad periodística y traté de actuar como un ser humano. Sin duda, pensé, podré hacerlo por unos minutos.
—No te creerás responsable de esto —dije. Fox clavaba los ojos adelante, como si necesitara ver adonde se dirigía el remolque—. Tú mismo me has dicho…
—Mira, Hildy, yo no puse la carga, yo no hice los cálculos. Pero lo hicieron amigos míos. Y esto nos afecta a todos. Debo telefonear. Tendremos que averiguar qué salió mal. Y sí, me siento responsable, así que no trates de convencerme de lo contrario diciéndome que no es lógico. Sólo quisiera que no me hablases por el momento.
No le hablé. Minutos después asestó un puñetazo en el salpicadero.
—Aún recuerdo que estábamos de pie, mirando. Ovacionando. Aún siento el sabor del champaña.
En cuanto aterrizamos bajé, llamé un taxi y le pedí que me llevara a Nirvana.
La mayoría de los desastres parecen totalmente previsibles con la ventaja de la retrospección. Si tan sólo se hubieran escuchado las advertencias, si tan sólo se hubieran implementado tales medidas de seguridad, si tan sólo alguien hubiera pensado en esta posibilidad, si tan sólo, si tan sólo. Hago una excepción con los desastres naturales como los terremotos, los huracanes y los impactos de meteoritos. Pero los huracanes son infrecuentes en Luna, los lunamotos son igualmente raros, y la selenografía tiene exactitud suficiente para predecirlos con gran precisión. Los meteoros son rápidos y devastadores, pero escasos y pequeños, y todas las estructuras vulnerables están dotadas con radares potentes para detectar los meteoros peligrosos y con láseres para pulverizarlos. La última fuga de cierta consecuencia había sucedido casi sesenta años antes del Colapso de Kansas. Los lunarianos se habían habituado a confiar en sus medidas de seguridad. Nos habíamos vuelto tan complacientes como para superar nuestro recelo innato ante el vacío y la superficie, al extremo de que los ricos retozaban y se bronceaban a la luz del sol debajo de domos diseñados para dar la impresión de que ni siquiera existían. Si alguien hubiera construido un sitio como Nirvana cien años antes, habría encontrado pocos interesados. En aquellos tiempos los ricos vivían en los niveles más bajos y seguros y los pobres asumían sus riesgos, separados de la Parca por sólo ocho o nueve compuertas.
Pero un siglo de mejoras tecnológicas, de sistemas de protección que trascendían el mero cuidado para entrar en la esfera de lo absurdo, de acumulación de conocimientos sobre la supervivencia en un ámbito hostil… esos cien años habían cambiado la marea en la sociedad lunariana. Las ciudades habían sufrido un vuelco, como según tengo entendido ocurre periódicamente con los lagos, y el fondo se había elevado a la superficie. Los niveles elegantes de Lecho de Roca eran ahora barriadas pobres, y las cámaras de vacío de los niveles superiores eran el sitio de moda, con las debidas refacciones. Todos los que aspiraban a ser alguien debían tener una ventana que diera a la superficie.
Había excepciones. Las viejas reaccionarias como Callie aún preferían las profundidades, aunque ella no sentía horror por la superficie. Y una significativa minoría aún padecía esa fobia tan común en Luna, el miedo a la falta de aire, y se las apañaba como podía. He leído que muchas personas de Vieja Tierra temían los lugares altos o el vuelo en avión, lo cual debía de ser un problema en una sociedad que valoraba los apartamentos en los áticos y el viaje rápido.
Nirvana no era el centro hotelero de superficie más exclusivo de Luna, pero tampoco era de los que se incluían en esos paquetes turísticos de tres días y dos noches. Nunca he comprendido la gracia de pagar una suma exorbitante por una vista «natural» de la superficie mientras uno se broncea bajo los cuidadosamente filtrados rayos del sol. Yo prefiero los disneylandias subterráneos. Si alguien quiere una piscina, bajo tierra hay muchas donde el agua está igualmente mojada. Pero los ámbitos terrícolas simulados resultan aterradores para muchas personas. A una sorprendente cantidad de gente le desagradan las plantas, los insectos que se ocultan entre las hojas, los animales. Nirvana satisfacía estas necesidades, y también la de ser visto con gente que tuviera dinero suficiente para derrocharlo en semejante sitio. La gerencia organizaba apuestas, bailes, bronceados y otros juegos asombrosamente infantiles, todo bajo el sol o las estrellas en la sobrecogedora belleza del Valle Destino.
Y más valía que fuera sobrecogedora. Los constructores habían gastado una apabullante suma de dinero para que pareciera así.
Valle Destino era una grieta de tres kilómetros cavada en los escabrosos picos y los abruptos peñascos que Luna habría tenido si Dios hubiera contratado a un diseñador más barroco, las particularidades que todos imaginaban antes de la era del espacio y el envío de las primeras y desalentadoras fotos lunares. Aquí no había cerros ondulantes y poceados, ni deprimentes y grisáceos campos de escoria, ni pedrejones con los bordes limados por mil millones de años de días tórridos y noches gélidas, ni ese espantoso y tedioso polvo que cubre todo lo demás en Luna. Aquí los cráteres tenían bordes afilados coronados por dientes mellados. Los peñascos se elevaban arqueándose como rompientes. Los pedrejones estaban cuajados de cristales volcánicos multicolores que despedazaban la luz del sol en un millar de colores o relucían con un tibio rojo rubí o un azul zafiro, como iluminados por dentro (lo cual era literal en algunos casos). Extrañas protuberancias cristalinas brincaban al cielo o se esparcían por el suelo como siniestras criaturas marinas, cuarzos del tamaño de edificios de diez pisos se incrustaban en el suelo como si los hubieran lanzado de gran altura, y estructuras plumosas con cabellos más finos que fibras ópticas, tan frágiles que se partían con el escape de un traje de presión, relucían en la oscuridad como erizos de mar. El horizonte estaba esculpido con igual cuidado para presentar una cordillera cuya tosca belleza era la humillación de las Rocosas, hasta que uno emprendía una excursión y comprendía que era una insignificancia magnificada mediante una astuta iluminación y trucos de perspectiva forzada.
Pero el suelo del valle era el sueño de un amante de las rocas. Era como entrar en un geodo descomunal. Y esa geología desnuda había sido la causa de la caída de Nirvana.
Había cuatro domos de placer, y uno de ellos se encontraba al pie de un peñasco denominado, en típica y jadeante prosa nirvanesca, el Umbral de la Paz Celestial. Estaba formado por diecisiete de las columnas de cuarzo más grandes y diáfanas jamás sintetizadas, y toda la estructura estaba plagada de nichos para reflectores, láseres y proyectores de imágenes. Durante el día creaba atractivos efectos con la luz del sol, pero el verdadero espectáculo llegaba por la noche, cuando las luces funcionaban constantemente. Estaba diseñado para ser tranquilizador y relajante, sugiriendo la paz eterna de un paraíso desleído. Las imágenes que se veían en su interior no estaban bien definidas. Eran borrosas, elusivas e hipnóticas. Yo había asistido al espectáculo inaugural, y a pesar de mi cinismo sobre ese lugar, tuve que admitir que el Umbral casi valía el precio de una entrada.
La detonación de Kansas había sacudido una fisura desconocida a pocos kilómetros de Nirvana, produciendo un breve y brusco temblor que elevó Valle Destino unos centímetros y lo dejó caer de golpe. El único daño que sufrió el lugar, aparte de muchos cacharros rotos, fue que una de las columnas se aflojó y se desplomó sobre el Domo # 3, conocido como Domo del Umbral. El domo era grueso, fuerte y transparente, sin feas líneas geodésicas que turbaran la vista, pues estaba formado a partir de gran cantidad de componentes hexagonales unidos en un proceso que se discutió sin cesar en las semanas siguientes, y que yo no comprendo en absoluto. Estaba reforzado por un intensificador de campo molecular. Tenía fuerza suficiente para resistir el impacto de la Torre # 14, al menos el tiempo suficiente para realizar una evacuación. Y había resistido unos cinco segundos. Pero una vibración atravesó el material, y el intensificador de campo la magnificó, y tres de los paneles hexagonales de cuatro metros del lado opuesto a los peñascos se fracturaron en las junturas. Faltó poco para que el volumen de aire que intentaba salir por ese agujero lo pusiera en órbita. Junto con el aire se soltó todo lo demás, incluidas las personas que no se aferraban a algo, y muchas que sí se aferraban. Debió de ser una ventolera espantosa. Algunos cuerpos volaron hasta el borde del valle.
Cuando llegué allí, la acción había terminado. Así es una fuga. Hay unos minutos durante los cuales la persona expuesta al vacío puede ser salvada; después de eso, sólo queda trabajo para el médico forense. Con la excepción de algunas personas atrapadas en cámaras herméticas que pronto serían rescatadas —y no hay tableteo de palabras que pueda infundir interés a estas operaciones rutinarias—, la nota sobre el Colapso se limitaba a exponer cadáveres y tratar de encontrar una perspectiva adecuada.
Los cadáveres no eran la nota. Al lector medio de El Pezón le gustan la sangre y la truculencia, pero hay un umbral de repulsión que podría definirse como el «factor qué asco». Los ojos reventados y las lenguas hinchadas están bien, al igual que cualquier grado de laceración o desmembramiento. Pero en una muerte por fuga de aire ocurre lo siguiente: el cuerpo contiene cierta cantidad de gas en diversas cavidades. Gran parte del gas está en el intestino. Lo que sucede cuando ese gas se expande explosivamente y sale a borbotones por su salida natural no sirve como material principal para un reportaje. Mostrábamos los cuerpos, era inevitable, pero no nos demorábamos en ellos.
No, la verdadera noticia era la misma que en todos los desastres. Número dos: niños. Número tres: coincidencias trágicas. Y siempre el gran número uno: celebridades.
Nirvana no era sitio para niños. No estaban prohibidos, pero nadie alentaba a mamá y papá a llevar al crío, y la mayor parte de la clientela no lo habría hecho de todos modos. ¿Qué habría dicho eso de su relación con la nana? Sólo tres niños murieron en el Colapso de Kansas, lo cual les brindaba mayor atracción a ojos de los lectores. Busqué a los abuelos de un chiquillo de tres años y logré grabar su reacción genuina cuando se enteraron de la noticia de la muerte del nieto. Después de eso necesité un par de tragos. Una reportera a veces hace cosas más sucias que otras.
Después está la noticia sobre lo que pudo haber sucedido, con cierta perspectiva humana. «Pensábamos pasar la semana en Nirvana, pero no fuimos porque blablablá.» «Regresé a la habitación a buscar tal o cual chisme cuando de pronto sonaron todas las alarmas y pensé dónde está mi querido maridito.» El público siente un apetito insaciable por esas noticias. Creo que subconscientemente todos piensan que los dioses de la fortuna los favorecerán cuando suenen las trompetas de la calamidad. En cuanto a las entrevistas con los supervivientes, me resulta la mar de aburridas, pero al parecer pertenezco a una minoría. Por lo menos la mitad declaró: «Dios velaba por mí.» La mayoría de esas personas ni siquiera creía en Dios. En esta perspectiva teológica la deidad actuaba como un asesino a sueldo. Si Dios velaba por ti, respondía yo para mis adentros, debía tener entre ceja y ceja a esos pobres diablos que lanzó al éter como jabalinas de caucho.
Después había un puñado de historias que no encajaban en ninguna de estas categorías, las que denomino tragedias enternecedoras. La mejor de Nirvana fue la pareja de amantes que se encontraron a dos kilómetros de la fuga, aún cogidos de la mano. Sus cuerpos no estaban en óptima forma porque habían volado por el agujero del domo, pero eso era aceptable, y estaban bastante presentables porque en su raudo vuelo habían dejado atrás sus gases de escape. Simplemente yacían allí, dos personas de sonrisa dulce, al pie de una formación rocosa que el fotógrafo logró enmarcar como si fuera la ventana de una iglesia. Walter y sus competidores pagaron un buen fajo para proyectarlo en primera plana.
La reportera de esa noticia fue mi vieja rival Cricket, y eso demuestra el valor de la iniciativa. Mientras los demás rondábamos las ruinas de Domo # 3, escarbándonos nuestras periodísticas narices, Cricket alquiló un traje de presión y siguió a las cuadrillas de rescate, llevando una cámara con película verdadera para obtener la máxima claridad. Sobornó a un equipo para que demorase la recuperación de los cadáveres mientras ella les ponía sonrisas en la cara y les cerraba los párpados para cubrir los ojos reventados. Sabía lo que buscaba en esa imagen, y obtuvo una nominación para el Pulitzer de ese año.
Pero la gran sensación eran las celebridades muertas. De los mil ciento veintiséis muertos de Nirvana, cinco habían sido Importantes. En orden ascendiente de magnitud, había un político del distrito de Clavoius, un cantante pop de Mercurio, los animadores de un programa de televisión y Larry Yeager, cuya última película se estrenó tres semanas antes de lo previsto para sacar partido del luto público. Su carrera estaba en decadencia, pues de lo contrario no habría estado en Nirvana, pero si estar con vida en ese lugar era un inequívoco indicador de que su estrella hacía implosión y pronto sería un agujero negro —antes Larry sólo se desplazaba en las órbitas más raras—, para una carrera postuma el lugar de la muerte importaba menos que el modo de morir. Morir trágicamente es lo mejor. Morir joven es bueno. Morir en forma violenta, extraña, notoria… todos estos elementos se combinaron en el Colapso de Kansas para quintuplicar el valor de mercado de las regalías de la sucesión Yeager.
Claro que también estaba la otra historia. El «cómo» y el «porqué». Siempre me interesan mucho más el dónde, el cuándo y el quién. Cubrir las investigaciones sobre el Colapso representaría, como de costumbre, una serie interminable de reuniones aburridas y horas de testimonios sobre cuestiones que yo no tenía capacidad tecnológica para manejar. El veredicto final no se daría en meses o años, época en que El Pezón se interesaría nuevamente en el «quién». Ejemplo: «¿Quién cuernos pagará este descalabro?» En el ínterin, El Pezón podía regodearse en especulaciones, difamaciones y trituraciones, pero ésa no era mi especialidad. Leí ese material con inquietud todos los días, temiendo que surgiera el nombre de Fox, pero no sucedió así.
Entre una ocupación y otra —las cuales consistían principalmente en fastidiar a viudas y huérfanos, aunque me duela admitirlo— el Colapso me tuvo alterada durante una semana. Traté de ahogar mi lucidez en una serie de mejunjes, principalmente margaritas, mi veneno predilecto, y mantuve mis ojos alerta ante los síntomas de una depresión. Vi algunos —es imposible cubrir semejante noticia sin sentir algo de pesadumbre y una pizca de autodesprecio— pero nunca llegué a deprimirme de veras, como en esas depresiones que terminan con un «adiós mundo cruel».
Llegué a la conclusión de que estar ocupada era la mejor terapia.
Una de las mil ciento veintiuna otras personas que murieron en Nirvana era la madre de la princesa de Gales, Enrique XI, rey de Inglaterra. A pesar de su pomposo título, nunca había hecho nada que mereciera un artículo en El Pezón, hasta que murió. Y allí se publicó la necrológica, con un pequeño diagrama de un reportero inexperto que aludía a la ironía de la situación mencionando a algunos parientes notorios: Ricardo III, Enrique VIII, María Estuardo. Walter tachó la mayor parte para la siguiente edición, con las inmortales palabras «a nadie le importa un bledo esa bazofia shakesperiana», y lo sustituyó por una nota lateral sobre Victoria Hanover y sus exóticas ideas sobre la sexualidad, que habían caracterizado toda una época.
Enrique XI estaba en Nirvana sólo porque era encargado de la fontanería del Domo # 3. No el sistema de aire, sino las cloacas.
Lo cierto es que en mi primer día libre después del desastre, mi teléfono me informó que alguien que no figuraba en mi lista de «llamadas aceptadas» quería hablarme, y se identificaba como Elizabeth Saxo-Coburgo-Gotha. Quedé desconcertado un instante, y luego recordé que era la aplastante máquina de luchar que yo conocía como Gales. Acepté la llamada.
Dedicó los primeros minutos a repetir sus disculpas, a preguntarme si había llegado su cheque y a pedirme que la llamara Liz.
—Te llamaba por lo siguiente —dijo al fin—. No sé si te has enterado, pero mi madre murió en el desastre de Nirvana.
—No lo sabía. Lo lamento. Debí haber enviado una tarjeta de pésame o algo por el estilo.
—Olvídalo. No me conoces tanto, y de todos modos odiaba a ese condenado hijo de perra. Me hizo la vida imposible durante años. Pero ya que se ha ido, celebraré una especie de fiesta de coronación mañana, y me preguntaba si querrías venir. Con algún acompañante, por cierto.
Me pregunté si esa invitación era producto de su culpa por haberme molido a golpes, o si estaba buscando una nota en el pad. Pero no mencioné esas cosas. Estaba por rehusar cuando recordé que había algo de lo cual deseaba hablar con ella. Acepté.
—Ah —dije yo, cuando ella estaba por colgar—. ¿Qué hay del vestido? ¿Debe ser formal?
—Semi. No es preciso venir con uniforme. Y la recepción posterior será informal. Es sólo una fiesta, en verdad, Ah, y sin regalos. —Rió—. Sólo puedo aceptar regalos de otros jefes de Estado.
—Eso me excluye. Hasta mañana.
La coronación real se celebró en la Suite # 2 del hotel Howard's del puerto espacial, un establecimiento de clase media muy concurrido por viajantes y empresarios que sólo estaban de paso en Ciudad Rey. En la puerta me detuvo un hombre con uniforme militar rojo y negro coronado por un gorro de piel de un metro de altura. Yo recordaba ese atuendo de las novelas históricas. Estaba rígidamente cuadrado ante una garita del tamaño de un féretro vertical. Miró la invitación, abrió la puerta, y el rugido de la fiesta se derramó en la entrada.
Liz había logrado una buena concurrencia. Era una lástima que no hubiera podido alquilar un salón más grande. La gente estaba apiñada, tratando de mantener en equilibrio pequeñas bandejas con aceitunas y galletas con queso y pasta de anchoas en una mano y copas de papel con ponche y champaña en la otra mientras la empujaban de todos los costados. Me abrí paso hacia la comida, como es mi costumbre cuando es gratis, y le eché una ojeada dubitativa. Debo reconocer que la mesa de BioUni era más alentadora. Servían los tragos dos hombres que lucían el estrafalario uniforme de los guardias de la Torre de Londres.
Claro que mi atuendo no era precisamente deslumbrante. Ella había dicho semiformal, así que pude haberme arreglado con el sombrero gris y el pase de prensa calado en el ala. Pero al fin decidí llevar la totalidad del tonto conjunto, entregando los pantalones abolsados y la chaqueta cruzada al autovalet con tiempo apenas suficiente para las modificaciones. Dejé sueltos los fondillos y las piernas y no me abotoné la chaqueta; formaba parte de la apariencia que mi gremio, en su infinita sabiduría, había votado doscientos años atrás cuando se escogían los uniformes de las profesiones. Se había imitado de películas sobre periodistas de la década de 1930. Yo había visto muchas, y me divertía la imagen que mis colegas querían proyectar en los actos formales: desprolijos, agresivos, rudos, descorteses, socarrones, pero con un corazón de oro cuando las cosas se ponían difíciles. Qué demonios, era un gran orgullo ser reportero. Para condimentarlo un poco, usaba una blusa blanca con un nudo de encaje en el cuello, en vez de esa horca reglamentaria conocida como corbata. Y me había sujetado el cabello en un moño, metiéndolo bajo el sombrero. En el espejo parecía Katherine Hepburn disfrazada de muchacho, al menos del cuello para arriba. De allí para abajo el traje colgaba como una tienda, pero la ingeniosa arquitectura de mi nuevo cuerpo permitía que cualquier cosa le sentara bien. Saludé con orgullo a mi reflejo: brindo por ti, Bobbie.
Liz me vio y se acercó con un grito. Ya estaba bastante achispada. Si algo había heredado de su difunta madre, era el gusto por el ron. Me abrazó, me dio las gracias por venir, se perdió en la multitud. Bien, la arrinconaría más tarde, después de la ceremonia, si aún podía tenerse en pie.
Lo que siguió no ha cambiado mucho en cuatrocientos o quinientos años. Durante una hora siguió llegando gente, incluido el gerente del hotel, que tuvo una apresurada charla con Liz —relacionada con su solvencia, sospecho— y luego abrió la puerta que conectaba con la Suite # 1, lo cual alivió un poco la presión. La comida y el champaña se terminaron, y nos reabastecie-ron. A Liz no le importaba el coste. Era su día de gloria. Era una típica fiesta diurna.
Encontré a varias personas que conocía, me presentaron a otras cuyos nombres olvidé al instante. Entre mis nuevos amigos estaban el shaka de la nación zulú, el emperador del Japón, el maharajah de Gujarat, y la zarina de Todas las Rusias, o al menos gente con atuendos ridículos que se hacía llamar de esa manera. También una infinidad de condes, califas, archiduques, sátrapas, jeques y nabobs. ¿Quién era yo para cuestionar los títulos? Esas genealogías estaban en boga en la época en que Callie arrojó de mala gana mi ingrata y chillona humanidad a un mundo indiferente. Incluso Callie me había contado que tal vez estuviera emparentada con Mussolini, por parte de su madre. ¿Eso me convertía en heredera forzosa del Duce? No era una pregunta que me desvelara. Oí intensos debates sobre las reglas de la primogenitura —incluso sobre la Ley Sálica, nada menos— en una era de cambio de sexo. Alguien —creo que era el duque de York— me dio un discurso sobre ello poco antes de la ceremonia, explicándome por qué Liz era heredera del trono, aunque tenía un hermano menor.
Después de escabullirme con mi inteligencia casi indemne, me encontré en el balcón, disfrutando de un margarita de fresa. El Howard tenía vista, pero daba sobre la playa de cargas del puerto espacial. Miré las descomunales naves que arrojaban sus cargas interplanetarias a los tanques subterráneos. Estaba a solas, lo cual me desconcertó hasta que recordé haber visto una nota sobre cuánta gente había perdido el gusto por los paisajes de superficie después del Colapso de Kansas. Bebí el trago, extendí el brazo para palpar el dosel curvo e invisible que mantenía el vacío a raya, me encogí de hombros. Por alguna razón tenía la certeza de que no moriría en una fuga de aire. Tenía cosas peores que temer.
Alguien me ofreció otra bebida rosada, con sal sobre el ron. Acepté, me volví y miré hacia arriba —arriba y arriba—, donde vi la sonriente cara de Brenda, reportera juvenil y aprendiz de jirafa. La saludé con un brindis.
—No esperaba verte aquí —dije.
—Me hice amiga de la princesa después de tu… accidente.
—Pues no fue un accidente.
Comentó que la fiesta era muy bonita, y no la desilusioné. Ya cambiaría de opinión cuando hubiera asistido a unos millares más.
Había sentido curiosidad por la reacción de Brenda ante mi nuevo sexo. Para mi pesar, estaba encantada. Recibí el dato de una amiga homosexual de la sección de modas. Brenda aún era tan joven que todavía estaba explorando su sexualidad, descubriendo sus preferencias. Ya estaba bastante segura de que prefería las mujeres como amantes, al menos cuando ella era mujer. Para descubrir sus preferencias como varón tendría que esperar el próximo Cambio. A fin de cuentas, hasta poco tiempo atrás había sido neutra. El único problema que había tenido en su atracción por mí era que los hombres no le apetecían demasiado. Había pensado que todo sería platónico hasta que yo tuve la bondad de facilitar las cosas presentándome en la redacción con mi nueva y despampanante silueta.
Realmente no tenía coraje para describirle mis preferencias.
Y estaba en deuda con ella. Brenda se encargaba de escribir las notas sobre el Bicentenario de la Invasión, notas en las que yo no tenías ganas de trabajar. Claro que yo la ayudaba, respondiendo a sus preguntas, revisando sus borradores, puliendo su prosa, enseñándole a dejar suficientes ripios en las notas para que Walter tuviera algún pretexto para tachar y rezongar y ser feliz. Creo que Walter comenzaba a sospechar lo que ocurría, pero no había dicho nada porque sabía que era injusto pretender que yo cubriera el Colapso y trabajara en nuestro suplemento semanal. Antes de inventar su absurda sene de la Invasión tendría que haber previsto que siempre ocurría algo como el Colapso, y que como buen jefe tendría que enviar a su mejor gente, lo cual me incluía a mí. ¡Claro que sí! Si necesitabas a alguien que invadiera el dolor ajeno y echara un vistazo a cuerpos hinchados como maíz tostado, Hildy era la chica indicada.
—Cuéntame, tesoro, ¿qué sentiste al ver que el hombre le rebanaba la cabeza a tu papá?
—¿Qué? —exclamó Brenda, mirándome extrañada.
— Es la pregunta esencial en la sección desastres y atrocidades. No te lo cuentan en la escuela de periodismo, pero todas nuestras preguntas, aunque se hagan con delicadeza, se remiten a eso. La idea es detectar la primera lágrima, ese momento inefable en que tuercen la cara. Eso es oro, primor. Y será mejor que aprendas a explotarlo.
—No creo que sea verdad.
—Entonces nunca serás buena reportera. Tal vez deberías trabajar de asistente social.
Noté que la había herido, y me enfadé con ella y también conmigo misma. Brenda tenía que entender esas cosas, maldición. ¿Pero quién te nombró a ti, Hildy? Ella lo averiguará pronto, en cuanto Walter la saque de estas malditas notas de antropología comparada que nuestros lectores ni siquiera quieren ver y la mande adonde pueda escarbar la roña como el resto de nosotros.
Comprendí que había bebido más de la cuenta. Arrojé el resto de la bebida en la maceta de una planta que parecía sedienta, cogí una Coca de una bandeja que pasaba y realicé un pequeño ritual que detestaba pero que no podía evitar. Consistía en una serie de preguntas. ¿Te gustaría arrojarte por este balcón, siempre que pudieras abrir un agujero en esa barrera de ultralex? No. Magnífico, ¿pero te gustaría colgar una soga de ese montante y treparte a las vigas? Hoy no, gracias. Y así sucesivamente.
Estaba por decir una frase amable, neutra y tranquilizadora, ideal para alentar a las reporteras novatas e idealistas, cuando la banda jamaicana, que había tocado todas las canciones patrióticas inglesas desde tiempos de la Gran Armada española, atacó repentinamente God Save The Queen, y alguien pidió a esa caterva de borrachos que moviera el culo para ir al salón principal, donde se celebraría la coronación. No con esas palabras, por supuesto.
En el salón de baile otra banda tocaba una espantosa versión moderna de Rule Britannia. Ésta era la parte pública del espectáculo, y supongo que Liz consideró oportuno hacer alguna concesión a los gustos contemporáneos. La música me parecía atroz, pero Brenda chasqueaba los dedos, así que sospecho que el ritmo estaba de moda.
Algunos canales especializados y algunos pads habían enviado reporteros, pero la multitud del salón de baile consistía esencialmente en la misma gente que yo había tratado de eludir en las suites uno y dos, sólo que aquí no había bebidas. Muchos tenían cara de desear que todo terminara de una vez para ir a empinar otro trago.
Un toque que Liz no había esperado era el decorado. Por los susurros que oí, había reservado el salón por una hora. Cuando terminara la coronación, se celebraría una boda judía, así que las paredes estaban cubiertas de estameña blanca y repulsivos querubines, y un gran letrero proclamaba mzel tov! Liz parecía confundida. Miraba en torno con esa expresión de desconcierto que uno pone al entrar involuntariamente en un lugar extraño. ¿Habría habido un error?
Pero la coronación misma se realizó sin tropiezos. La proclamaron «Isabel III, por Gracia de Dios y el Reino Unido de Gran Bretaña, Escocia, Gales e Irlanda y de sus otros Reinos y Territorios, Reina, Emperatriz de la India, Cabeza de la Mancomunidad de Naciones y Defensora de la Fe».
Claro que era fácil mofarse, y yo lo hice, pero para mis adentros. Noté que Liz lo tomaba en serio, casi a su pesar. Por espurias que fueran las pretensiones de algunos de esos payasos sobre sus antiguos títulos, el de Liz era impoluto e incuestionable. El príncipe de Gales vivía y trabajaba en Gales en tiempos de la Invasión, y ella era su descendiente.
Las joyas de la corona no habían acompañado al rey en su exilio a Luna; estaban sepultadas con el resto de Londres… de Inglaterra, de Europa, de toda la superficie del planeta Tierra. Liz usaba una bonita corona, con orbe y cetro. Mientras se mostraban estos objetos, un hombre de Tiffany's revoloteaba en las cercanías. No la Tiffany's de Platz, sino la tienda barata de Leystrasse, donde un letrero proclamaba «Por convenio con su majestad, la reina» aun mientras ponían la tiara en la cabeza de Liz. Las joyas eran alquiladas, y pronto ocuparían un escaparate que anunciaba condiciones de crédito E-Z.
Cuando el Imperio existía de veras, y aun cuando se convirtió en mera atracción turística, era tradición una procesión después de la coronación. Pero es difícil organizar procesiones en los conejares de Luna, donde las ciudades están divididas en galerías protegidas contra la presión y en pasajes conectados por los «tubos» o trenes subterráneos. Después de la ceremonia todos abordamos una serie de coches y cruzamos la ciudad con rumbo al vecindario de Liz, cada vez más sobrios y desorientados.
Pero todo estaba bien. La verdadera fiesta comenzó cuando llegamos a la recepción que se celebraba en el Albergue Masónico, entre el apartamento de Liz y el estudio donde ella trabajaba. Entre otras virtudes, el albergue le salía gratis, con lo cual ella podía gastar el resto de su magro presupuesto real en comestibles, bebidas y entretenimientos.
Esta reunión era distendida y jovial, como a mí me gustan. La banda era buena, y tocaba temas de los años de adolescencia de Liz, con lo cual estaban a medio camino entre mi época y la de Brenda. Eran temas que yo podía bailar. Salí taconeando al corredor público con mis Oxford acordonados —nunca se inventó un zapato más ruidoso—, encontré un buzón y llamé a mi autovalet. Le pedí que empacara ese atrevido y lustroso vestido negro que lucía un corte desde los tobillos hasta las zonas de riesgo y me lo enviara por tubo. Fui a un descanso público, me platiné el cabello y me dejé una larga onda. Cuando salí a los tres minutos, el paquete me estaba esperando. Me saqué el disfraz que llevaba puesto, lo metí en la cápsula de retorno y encorseté mi exuberancia en el escueto interior del vestido. Bastaba con meterse en esa cosa para sentir un orgasmo. Me dejé los pies descalzos. Adiós Katherine Hepburn; Verónica Lake al acecho.
Bailé sin parar durante dos horas. Tuve una pieza con Liz pero naturalmente ella tenía mucha demanda. Bailé con Brenda, que era muy buena aunque visual-mente improbable. En general bailé con hombres, y rechacé varias ofertas interesantes. Ya había escogido mi presa, pero no tenía prisa a menos que él decidiera irse súbitamente.
No lo hizo. Cuando estuve preparada, lo separé del rebaño. Le hice unas cuantas insinuaciones, sobre todo con pasos de baile cuyo sentido ni un eunuco hubiera pasado por alto. Él quería sumarse a la poco concurrida orgía que celebraban en un rincón de la pista de baile, pero lo arrastré hacia lo que el Albergue llamaba, esquivamente en mi opinión, habitaciones íntimas. Pasamos una magnífica hora en una de ellas. Le gustaban los golpes y mordiscos. No es mi especialidad, pero puedo adaptarme a la mayoría de los gustos adultos siempre que también se atiendan mis necesidades. Él lo hizo muy bien. Se llamaba Larry, y afirmaba ser duque de Bosnia-Herzegovina, aunque tal vez sólo lo dijo para meterse entre mis piernas. Un par de veces le saqué sangre y me pidió que lo repitiera; accedí, pero al fin me cansé de esa actividad. Cambiamos códigos telefónicos y dijimos que nos llamaríamos, pero no era mi intención. Él era apetitoso, pero mi gusto por la masticación tenía un límite.
Regresé a la pista de baile envuelta en sudor. Había pasado momentos intensos. Me dirigí hacia la barra, esquivando bailarines. Los debiluchos se habían ido, dejando la mitad de los concurrentes, pero éstos parecían dispuestos a seguir de parranda hasta el lunes por la mañana. Acomodé mis gratamente irritadas posaderas en un taburete acolchado, junto a la Reina de Inglaterra, la Emperatriz de la India y la Defensora de la Fe, y Liz volvió lentamente la cabeza. Ahora sabía de dónde venían sus extrañas orejas. Había retratos de monarcas del pasado colgados en las paredes, y ella era la viva imagen de Carlos III.
—Tabernero —gritó ella, en medio del estruendo de la música—. Tráeme sal, tráeme tequila, tráeme el néctar de la lima, tus fresas más regordetas, tu hielo más gélido, tu cristal más delicado. Mi amiga necesita un trago, y me propongo prepararle uno.
—No tengo fresas —dijo el tabernero.
—¡Pues ve a buscar algunas!
—Está bien, majestad —le dije—. Me conformaré con la lima.
Liz me sonrió tontamente.
—Me gusta cómo suena eso. «Majestad.» ¿Hago muy mal?
—Es tu derecho. Pero no esperes que se me haga costumbre. —Ella me apoyó un brazo en el hombro y exhaló etanol.
—¿Cómo estás, Hildy? ¿Te lo pasas bien? ¿Meneando el trasero?
—Acabo de, gracias.
—No me lo agradezcas a mí. Y se te nota, dicho sea de paso.
—No tuve tiempo de refrescarme.
—No lo necesitas. ¿Quién se encargó de tu Cambio?
Le mostré el monograma de la uña. Ella lo miró sin mayor interés. Lo cual tal vez significaba que los temores de Bobbie en cuanto a su decadencia tenían fundamento —Liz debía de estar al corriente de esas cosas— o tal vez su margen de atención era muy limitado.
—¿Qué iba a decir? Ah sí. ¿Puedo hacer algo por ti, Hildy? Hay una tradición entre mi gente… bien, quizá no sea una tradición inglesa, pero es la tradición de alguien, qué diablos. Si alguien te pide un favor el día de la coronación, tienes que otorgarlo.
—Creo que es una tradición de la mafia.
—¿De veras? Pues entonces es tu gente. Sólo pídelo. Pero sé realista, ¿quieres? Si va a costar un montón de dinero, olvídalo. Me pasaré diez años pagando esta puñetera juerga. Pero, a fin de cuentas, es sólo dinero, ¿verdad? Y vaya fiesta, ¿eh?
—A decir verdad, hay algo que puedes hacer por mí, Liz.
Estaba por decírselo, pero el tabernero entregó los componentes de un margarita, y Liz sólo podía pensar en una cosa por vez. Derramó sal en la barra, la extendió, humedeció el borde de una copa ancha e hizo las cosas necesarias para preparar un brebaje fuerte con la total concentración del borracho veterano. Lo hizo en forma competente, y bebí un sorbo de un trago que en realidad no quería.
—Bien, nómbralo y es tuyo. Dentro de lo razonable.
—Bien… si quisieras entablar una conversación, y quisieras asegurarte de que no hay oídos indiscretos… ¿que harías? ¿Cómo lo harías?
Ella frunció el entrecejo y contrajo la frente. Parecía estar muy concentrada en sus pensamientos, mientras su mano jugaba con la capa de sal.
—Eso sí que es curioso. Es realmente muy curioso. Creo que nadie me preguntó nunca semejante cosa. —Miró de soslayo la sal, donde había escrito ¿OC? con el dedo. Yo asentí—. Ya sabes cómo son los micrófonos de hoy. Creo que no hay sitio donde no puedas espiar. Pero te diré una cosa. Conozco a algunos técnicos del estudio que son muy listos en estas cosas. Podría pi eguntárseío para que se comuniquen contigo.
Había borrado el mensaje original y había escrito «traje de presión». Asentí de nuevo, y noté que sabía cómo manejarse, aunque estaba muy, muy ebria. En sus ojos había un destello de curiosidad que no me gustaba del todo. Me pregunté en qué me estaba metiendo.
Hablamos un rato más, y ella anotó una hora y un destino en los cristales de sal. Luego alguien se sentó a su lado y comenzó a acariciarle los pechos. Ella mostraba mucho interés, así que me levanté y regresé a la pista.
Bailé casi una hora más, pero sin entusiasmo. Un tío me hizo una proposición, y era guapo y persuasivo, y un bailarín bueno y sensual, pero al final sentí que no había puesto todo su empeño. Cuando no soy la agresora, puedo requerir mucha persuasión. Al fin le di mi código telefónico y dijo que me llamaría en una semana, y tuve la impresión de que no lo haría.
Me duché, compré una blusa de papel en el vestuario, caminé tambaleándome hasta la terminal del tubo y abordé el tren. Me dormí en el viaje, y el tren tuvo que despertarme.