1

—Dentro de cinco años el pene será obsoleto —declaró el vendedor.

Hizo una pausa para que nuestros pasmados cerebros absorbieran esta apabullante información. Por mi parte, no sabía cuántos prodigios más podría asimilar antes del almuerzo.

—Con la campaña promocional adecuada —continuó sin recobrar el aliento—, podríamos tardar sólo dos años.

Tal vez fuera incluso cierto. Cosas más extrañas he visto en mi vida. Pero me abstuve de llamar a mi agente bursátil para pedirle histéricamente que vendiera todas mis acciones de suspensorios.

La rueda de prensa se celebraba en un vasto auditorio perteneciente a Bioingenieros Unidos. Tenía capacidad para mil espectadores, y en ese momento albergaba un quinto de esa cantidad, la mayoría apiñados en las filas delanteras.

El vendedor de BioUni era tan anónimo como el animador de un programa de juegos. Hasta en la voz.

Una persona genérica. Pronto llegará el día en que cada profesión tenga rostros y cuerpos estandarizados como uniformes.

El vendedor continuó:

—La sexualidad tal como la conocemos carece de gracia, flexibilidad e imaginación. Cuando una persona llega a los cuarenta años, ya ha hecho todo lo que podría hacer con su sistema sexual actual, su sistema «natural». Basta con ser moderadamente activo para haber hecho todo una docena de veces. Se ha vuelto aburrido. Y si es aburrido a los cuarenta, ¿cómo será a los ochenta, o a los ciento cuarenta? ¿Alguna vez han pensado en ello? ¿Cómo será su vida sexual a los ochenta años? ¿Quieren ustedes repetir los actos de costumbre?

—Haga lo que haga, no lo haré con él —me susurró Cricket al oído.

—¿Qué tal conmigo? —respondí—. Después de la presentación.

—¿Qué tal después de mis ochenta? —Me codeó las costillas, pero sonreía. No puedo decir lo mismo del energúmeno que estaba sentado frente a nosotros. Trabajaba para Cuerpo Perfecto, pesaba doscientos kilos (ni un gramo de grasa) y nos miraba airadamente por encima del declive de una maciza espalda, flexionando los músculos de las cejas. Era increíble que pudiera volver la cabeza y mirar por encima del hombro. Se oía el crujido de la barba crecida.

Aceptamos la insinuación y nos callamos.

—En Bioingenieros Unidos —continuó el vendedor— no dudamos que, dados veinte o treinta millones de años, la Madre Naturaleza habría remediado algunas de estas limitaciones. —Puso una sonrisa que lograba ser artera y desenfadada al mismo tiempo—. Más aún, pensamos que esa vieja dama se habría inclinado por este sistema, tan bueno lo creemos.

»Y qué hay con eso, dirán ustedes. Se han introducido muchas mejoras desde los días de Christine Jorgensen. ¿Que tiene ésta de especial?

—¿Christine qué? —susurró Cricket, tecleando sobre su brazo izquierdo con los dedos de la mano derecha.

—Jorgensen. Primer cambio de sexo, de varón a mujer, sin contar a los cantantes de ópera. ¿Qué enseñan hoy día en periodismo?

—Encuentra la perspectiva correcta, y las patrañas nacen por generación espontánea. Vaya, Hildy, no sabía que habías salido con esa tía.

—Hice cosas peores. Si ella no hubiera insistido en guiar el paso en la pista de baile…

Un brazo —tenía que ser un brazo, pues nacía de un hombro, aunque yo habría podido meter ambas piernas en una de esas mangas— se enganchó en el respaldo de la butaca de delante, y tuve el privilegio de apreciar al mastodonte en todo su esplendor, desde ese cabello amarillento cortado a cepillo y esa mandíbula que parecía un arado hasta un pescuezo más ancho que las caderas de Cricket. Alcé las manos para aplacarlo, hice la pantomima de cerrarme los labios y arrojar la llave. Frunció el entrecejo una vez más —Dios me ayudara si ese sujeto llegaba a creer que yo le tomaba el pelo— y se dio la vuelta. Me pregunte dónde conseguiría las pesas diminutas que debía usar para mantener en forma los músculos de la frente.

En una palabra, me aburría.

No era la primera vez que anunciaban el Milenio Sexual. La más reciente había sido en marzo, para mayor precisión, y antes de eso los anuncios se habían sucedido con infalible regularidad. Era como las historias del fin del mundo, o las máquinas de movimiento perpetuo. Un gaje del oficio de periodista que se repetía cada varias semanas. Sospecho que era igual cuando los titulares se esculpían en tablillas de piedra y la edición dominical se arrojaba desde el lomo de un lanudo mamut. Ya había perdido la cuenta de las veces que me había sentado en un auditorio para escuchar a un joven locuaz que proclamaba el Descubrimiento del Siglo exhibiendo más dientes que los que Dios le había dado. Era un precio que se pagaba por ser reportero.

Había cosas mucho peores. Entrevistar políticos, por ejemplo.

—… probado en más de dos mil sujetos voluntarios… con un margen de error aleatorio del uno por ciento…

No las tenía todas conmigo. Era indudable que el anuncio no sería tan revolucionario como prometía ese tío, pero me preguntaba si al menos tendría sustancia suficiente para que yo pudiera pergeñar una nota aceptable para Walter.

—… registró un incremento del sesenta y tres por ciento en su sensación orgásmica, una elevación de dos a uno en el índice de satisfacción y una total ausencia de depresión postcoito.

Como decía mi viejo tío J. Walter Thompson, deja la ropa cincuenta por ciento más blanca, limpia los dientes y no produce mal aliento.

Me agaché para coger el pad que nos habían dado a todos al entrar. Consulté las preguntas de la encuesta y les di una rápida ojeada. Mi detector de pamplinas comenzó a chillar con tal estridencia que me temí otra reacción airada de mi amigo Tensión Dinámica.

Las preguntas eran basura. Hay empresas que utilizan encuestas para precaverse contra lo que llaman el «efecto lameculos», esa humana tendencia a dar al prójimo la respuesta que desea oír. Preguntas a la gente si le agrada un nuevo refresco, todos dicen que sí y lo escupen en cuanto les das la espalda. BioUni no había contratado a una de esas empresas. A veces eso basta para indicar falta de confianza en el producto.

—Y ahora, el momento que todos esperaban. —Sonaron trompetas. Las luces se atenuaron. Los reflectores barrieron el telón de terciopelo azul que estaba detrás del podio, que comenzó a deslizarse hacia el costado con el vendedor a bordo—. Bioingenieros Unidos presenta…

—Redoble de tambor —anunció Cricket, una fracción de segundo antes. Le di un codazo.

—… el futuro del sexo… ULTRA-Sens.

Hubo aplausos de cortesía y el telón se entreabrió para mostrar a una pareja desnuda, de pie y abrazada bajo una luz violeta. Ambos eran lampiños. Se volvieron hacia el público, la cabeza erguida, los hombros hacia atrás. Ninguno de ambos parecía varón ni mujer. La única diferencia era que el sujeto más menudo tenía más busto y un trazo de rimel. La tez era lisa y tersa entre ambos pares de piernas.

—Otro reforzador de sensaciones —dijo Cricket—. Pensé que esto sería totalmente nuevo. ¿No introdujeron el sistema Sens hace tres años?

—Claro que sí. Pagaron una fortuna a media docena de celebridades para la promoción, y aun así no consiguieron más de diez o veinte mil abonados. No creo que quede un centenar.

Así es la vida. Si organizan una rueda de prensa, hay que enviar un reportero. Si arrojan carnada al agua, a comer se ha dicho.

A cinco minutos de la presentación de ULTRA-Sens (acentuaban el uso de las mayúsculas), noté que ese fiasco sólo iba a interesar a las publicaciones especializadas. Sin duda mi fornido amigo de delante experimentaba sensaciones hasta la musculosa punta de los pies.

Una docena de bailarines desnudos y asexuados se acariciaban en el escenario en poses artísticas. Chispas azules volaban de sus dedos.

—Basta para mí —le dije a Cricket—. ¿Te quedas?

—Hay un sorteo después. Tres conversiones gratuitas…

—… al fabuloso sistema ULTRA-Sens —dijo el vendedor, redondeando la frase.

—Gane sexo gratis —dije.

—¿Qué es eso?

—Walter dice que sería el máximo titular.

—¿No debería incluir un OVNI?

—De acuerdo. Gane sexo gratis a bordo de un OVNI para Vieja Tierra.

—Mejor me quedo para el sorteo. Mi jefe me matará si ga no y no estoy aquí para recibirlo.

—Si gano yo, pueden enviármelo a la oficina.

Me levanté, apoyé la mano en un hombro macizo, me incliné.

—Necesitas trabajar un poco esos pectorales —le dije al híbrido de gorila, y me largué deprisa.

El vestíbulo no estaba igual que cuando yo había llegado. Enormes holos azules de conversos a ULTRA-Sens se entrelazaban eróticamente en los rincones, y habían traído grandes mesas. Hombres con uniforme tradicional de mayordomo británico pulían la platería y la cristalería.

Son privilegios del oficio. Nunca rechazo un viaje gratis en mi vida profesional, y nunca rechazo comida gratis en mi vida.

Fui a la mesa más próxima, hundí un cuchillo en una escultura de Sigmund Freud hecha de pate y unté una tajada de pan negro con esa pasta espesa y parda. Un mayordomo se acercó con cara de pocos amigos pero lo puse en su lugar con una mirada enérgica. Añadí dos gruesas tajadas de jamón ahumado encima del pate, las aderecé con queso crema, algunas lonjas de salmón, tan finas que se podía leer a través, y coroné mi obra con tres cucharadas de huevas de esturión blanco. El mayordomo observaba esta operación con creciente pasmo.

Era un clásico emparedado Hildy.

Estaba por asestarle el primer tarascón cuando Cricket se me acercó para ofrecerme una copa de champaña con forma de tulipán. El cristal emitió una nota gélida y musical cuando chocamos las copas.

—Por la libertad de prensa —sugerí.

—Por el cuarto poder —convino Cricket.

Los laboratorios de BioUni estaban en un extremo de un nuevo suburbio que se hallaba a setenta kilómetros del centro de Ciudad Rey. La mayoría de las aceras móviles y las escaleras mecánicas aún no funcionaba. Sólo había una terminal de tubo en operaciones, y estaba a dos kilómetros. Habíamos llegado en una flota de limusinas de colchón de aire. Aún estaban alineadas frente a la entrada del edificio, dispuestas a llevarnos de vuelta a la estación del tubo. O eso creía yo. Cricket y yo subimos.

—Lamento decirles esto —dijo la limusina—, pero no puedo partir hasta que haya terminado la demostración, o hasta que reúna siete pasajeros.

—Haz una excepción —le dije—. Tenemos plazos de entrega.

—¿Desea declarar una situación de emergencia?

Iba a hacerlo, pero me mordí la lengua. Regresaría a la oficina, pero luego tendría que dar muchas explicaciones y pagar una cuantiosa multa.

—Cuando escriba esta nota —dije, adoptando otra táctica—, tus jefes se enfadarán si menciono esta tonta demora y hablo mal de BioUni.

—Esa información me perturba y me alarma —dijo la limusina—. Siendo un mero subprograma de una rutina aún no del todo activada del ordenador del edificio BioUni, sólo deseo complacer a mis pasajeros humanos. Tenga la segundad de que haré todo lo posible para cumplir sus deseos, pues mi único propósito es brindar satisfacción y transporte veloz. Sin embargo —añadió al cabo de una pausa—, no puedo moverme.

—Vamos —dijo Cricket, bajándose del vehículo—, sabes que es inútil discutir con una máquina.

Yo sabía que Cricket tenía razón, pero hay algo en mí que no puede resistirse, ni siquiera con máquinas que no hablan.

—Tu madre fue un camión de basura —le dije, pateando el reborde de goma.

—Sin duda, señor. Gracias, señor. Por favor vuelva pronto, señor.

—¿Quién programó ese cacharro? —me pregunté más tarde.

—Alguien con mucho lápiz labial en el trasero —dijo Cricket—. ¿Por qué estás tan amargado? No hay que caminar tanto. Disfruta de la vista.

Tuve que admitir que el lugar era bastante agradable. Había poca gente. El olor de la gente nos rodeaba sin cesar, y su ausencia no pasaba inadvertida. Inhalé profundamente y olí a hormigón recién vertido. Absorbí los contornos, sonidos y olores de un mundo recién nacido: los contrastantes colores primarios de cables que brotaban de paredes inconclusas, como retoños en una rama desnuda; el lustre impoluto del cobre, la plata, el oro, el aluminio, el titanio; el silbido del aire en conductos vírgenes, circulando sin obstáculos e impregnado de ese penetrante aroma a aceite que, desde hace siglos, caracteriza las máquinas recién salidas de fábrica. Estas cosas me afectaban. Significaban calor, seguridad, protección ante el vacío eterno, la victoria de la humanidad sobre fuerzas hostiles que jamás dormían. En una palabra, progreso.

Me relajé un poco. Avanzamos entre pilas de componentes de acero inoxidable, aluminio, plástico, y sentí una paz tan profunda como la que habría sentido un granjero de antaño al otear sus ondeantes trigales.

—Aquí dice que hay una opción para mantener relaciones sexuales por teléfono.

Cricket se había adelantado unos pasos, y estaba leyendo el folleto de BioUni en el pad.

—Eso no es nuevo. La gente empezó a tener sexo por teléfono en cuanto Alexander Graham Bell lo inventó.

—Me tomas el pelo. Nadie inventó el sexo.

Me gustaba Cricket, aunque éramos rivales. Ella trabajaba para Sin Vueltas, el segundo periódico de Luna, y aunque aún no había cumplido treinta años ya se había ganado una reputación. Cubríamos las mismas notas y nos veíamos con frecuencia, aunque estrictamente como profesionales.

Ella había sido mujer desde que yo la conocía, pero jamás había demostrado el menor interés en mis sugerencias. Gustos aparte, yo había decidido que era una cuestión de orientación sexual. Ni dudarlo. Tenía que ser así. De lo contrario, significaba que yo no le interesaba en absoluto. Totalmente improbable.

En cualquier caso era una pena, porque hacía tres años que me caía la baba por ella.

—«Conecte el módem Sens (se vende por separado) al sistema sensorial primario —leyó—, y será como si su amante estuviera con usted en la habitación.» Apuesto a que Bell no pensó en eso.

Cricket tenía carita de niña y naricilla respingada, y al pensar arrugaba mucho la frente. Un efecto calculado, sin duda, pero no por ello menos seductor. Tenía un labio superior corto y un labio inferior largo. Aunque este detalle parezca desalentador, Cricket sabía lucirlos con encanto. Tenía un ojo verde y normal, y otro rojo, sin pupila. Mis ojos eran iguales, excepto que el normal era castaño. Las rojas holocámaras de la prensa nunca duermen.

Cricket usaba una blusa roja con volados que iba bien con su cabello platinado, y la segunda insignia de nuestra profesión, un maltrecho sombrero de fieltro gris con una tarjeta que decía PRENSA. Recientemente se había hecho hacer los tacos, que estaban poniéndose nuevamente en boga. Yo lo intenté y no me gustó demasiado. Es una operación sencilla. Se acortan los tendones de las plantas de los pies, elevando los talones en el aire y desplazando el peso a la parte delantera del pie. En casos extremos se llegaba hasta los dedos, como un bailarín de ballet. Era una moda tonta, pero producía líneas atractivas en los músculos de la pantorrilla, el muslo y las caderas.

Podría haber sido peor. Antes las mujeres metían los pies en trebejos puntiagudos con tacos de diez centímetros y se tambaleaban en un campo de un g para obtener un efecto parecido. Debía de ser paralizante.

—Aquí dice que también ofrecen un cerrojo de seguridad, para garantizar la fidelidad.

—¿Qué? ¿Dónde está eso?

Me dio el pad. No pude creer lo que leía.

—¿Eso es legal? —pregunté.

—Claro. Es un contrato entre dos partes, ¿verdad? Nadie está obligado a usarlo.

—Es un cinturón de castidad electrónico.

—Usado por ambos cónyuges. No como los gallardos caballeros de las Cruzadas, que follaban todas las noches mientras sus esposas buscaban un buen cerrajero. Lo que es bueno para ella es bueno para él.

—No creo que sea bueno para nadie.

Francamente estaba escandalizado, y no hay muchas cosas que me escandalicen. En nuestra sociedad se acepta que cada cual tenga sus gustos. Pero ULTRA-Sens ofrecía un sistema de seguridad donde cada integrante de una pareja podía encender y apagar la respuesta sexual del otro por medio de un código que el otro desconocía. Sin ese código no se activaba el centro sexual del cerebro, y la sexualidad se volvía tan excitante como una división complicada.

Usarlo implicaba darle a otra persona poder de veto sobre nuestra mente. No me podía imaginar confiando tanto en alguien. Pero la gente está chiflada. En eso se basa mi oficio.

—¿Qué tal por aquí? —dijo Cricket.

—¿Por aquí? ¿Qué hay por aquí?

Cricket se dirigía hacia una zona verde que, una vez concluida, sería un parque interno. Había árboles plantados en macetas. Había grandes rollos de césped apilados como en un comercio de venta de moquetas.

—No creo que encontremos un sitio mejor.

—¿Para qué?

—¿Ya has olvidado tu oferta? —preguntó.

A decir verdad, la había olvidado. Después de tantos años se había convertido en una broma. Ella me cogió la mano y me llevó hacia un tramo de césped desenrollado. Era blanco, mullido y fresco. Cricket se acostó con una expresión invitante.

—Tal vez no debería decirlo, pero estoy sorprendido.

—Bien, Hildy, nunca lo pediste de veras, ¿sabes?

Yo estaba seguro de lo contrario, pero tal vez ella tuviera razón. Mi estilo es jocoso e insinuante. Algunas mujeres prefieren las propuestas directas.

Me tendí sobre ella y nos besamos.

Desordenamos mi ropa. La de ella no cuenta porque usaba muy poca. Pronto nos estábamos moviendo a un ritmo que la Madre Naturaleza había tardado más de mil millones de años en componer. Carecía de gracia, flexibilidad e imaginación. No era ULTRA-Sens. Aun así era maravilloso.

—Vaya —murmuró Cricket cuando nos separamos—. Eso fue realmente… obsoleto.

—No tan obsoleto como para mí.

Nos miramos y nos echamos a reír.

Al cabo de un rato ella se levantó y miró las cifras que titilaban en su muñeca.

—Mi plazo de entrega vence en tres horas —dijo.

—También el mío.

Oímos un zumbido, echamos una ojeada y vimos que se aproximaba nuestra vieja amiga la limusina. Corrimos para alcanzarla, saltamos sobre el reborde de goma y aterrizamos junto a otros siete, que protestaron y refunfuñaron pero al fin nos hicieron lugar.

—Es un gran placer transportarles —dijo la limusina.

—Retiro lo que dije sobre el camión de basura —contesté.

—Gracias, señor.