Prólogo: Un alumno de Dupont

Cada vez que se abría la puerta de los servicios, la embestida amplificada de Swarm, el grupo que ofrecía un estruendoso concierto en la sala de actos del piso superior, entraba a tumba abierta y resonaba en todos los espejos y superficies de cerámica hasta doblar su volumen. Pero entonces un muelle hidráulico cerraba la puerta, Swarm se desvanecía y se oía de nuevo a los estudiantes ebrios de juventud y cerveza soltando gracias, o al menos hablando a voz en cuello mientras permanecían delante de los urinarios.

A dos de ellos les parecía de lo más divertido pasar la mano una y otra vez por delante de los detectores electrónicos que ponían en funcionamiento las cisternas. Uno le dijo al otro en tono de exclamación:

—¿Cómo que zorra? ¡Si me dijo que estaba revirgada!

Los dos se partieron de risa.

—¿De verdad te dijo eso? ¿Revirgada?

—¡Sí! ¡Revirgada, o virgen rediviva, algo así, tío!

—¡Igual se cree que ése es el efecto de la píldora del día siguiente!

Renovadas carcajadas. Habían llegado a esa fase de la noche universitaria en que cualquier comentario resulta devastadoramente divertido si se suelta a gritos.

Los urinarios seguían expulsando agua, los chicos seguían desternillándose ante sus respectivos ingenios y en alguno de los cubículos de la larga hilera de retretes alguien estaba vomitando. Se abría la puerta y Swarm entraba otra vez a la carga.

Nada de ello distraía al único alumno que en ese momento se encontraba delante de la hilera de lavabos. Su atención estaba absorta en lo que veía en el espejo, que no era sino su propio rostro, blanco y atractivo. En el interior de su cabeza soplaba un vendaval. Le gustaba. Enseñó los dientes. Nunca los había visto así. ¡Tan uniformes! ¡Tan blancos! Vibraban de pura perfección. Y la mandíbula recta... la barbilla con esa hendidura perfecta... el cabello tupido y de un castaño pajizo... esos brillantes ojos color avellana... ¡Todo eso era suyo! Ahí mismo, en el espejo... ¡Era él! De súbito tuvo la sensación de ser otra persona que se miraba por encima del hombro. Su primera encarnación estaba hipnotizada por su propio atractivo. En serio. Y la segunda analizó el rostro del espejo con distanciamiento y objetividad antes de llegar a la misma conclusión: estaba de muerte. Luego los dos se examinaron los brazos allí donde salían de las mangas del polo. Se puso de lado y flexionó uno para que resaltara el tríceps. «Qué cachas estás», coincidieron sus dos encarnaciones. No se había sentido tan feliz en toda su vida.

No sólo eso, sino que estaba a punto de realizar un profundo descubrimiento que tenía que ver con el hecho de que una persona contemplara el mundo a través de dos pares de ojos. Ojalá fuera capaz de fijar ese momento en la mente y recordarlo para ponerlo por escrito al día siguiente. Pero no, esa noche, con todo el barullo que tenía en la cabeza, le resultaba imposible.

—¡Eh, Hoyt! ¡Pasa!

Apartó la mirada del espejo y apareció Vanee con su mata de pelo rubio tan despeinada como siempre. Eran de la misma hermandad; de hecho, Vanee era el presidente. A Hoyt le sobrevino un impulso acuciante de contarle lo que acababa de descubrir y abrió la boca, pero no dio con las palabras y no emitió sonido alguno, de modo que volvió las palmas de las manos hacia arriba, sonrió y se encogió de hombros.

—¡Tienes buena pinta, Hoyt! —aseguró Vanee camino de los urinarios—. ¡Muy buena pinta!

Hoyt cayó en la cuenta de que en realidad le estaba diciendo que parecía borracho de cuidado, pero, en el estado sublime en que se encontraba, ¿acaso tenía la menor importancia?

—Eh, Hoyt —dijo Vanee, ya delante del urinario—. Te he visto arriba, comiéndole la oreja a esa putilla. Dime la verdad. ¿Seguro, pero seguro, que te parece que tiene un polvo?

—¿Quién mlaiba poner ms dura? —farfulló Hoyt, intentando decir «¿Quién me la iba a poner más dura?», y de pronto cayó vagamente en la cuenta de lo maltrecho que estaba.

—¡Y además veo que riges, tío! —repuso Vanee. Centró la mirada en el urinario, pero al punto se volvió hacia Hoyt y añadió con toda seriedad—: ¿Sabes qué? Para mí que estás hecho una mierda, Hoyt. Me parece que es hora de volver a casita antes de que los plomos se te fundan del todo.

Su amigo puso una objeción incoherente, aunque sin mucho empeño, y poco después salían del edificio.

Era una tibia noche de mayo, con brisa agradable y una luna llena cuya luz daba justo el tono crepuscular necesario para que se viese la curiosa techumbre ondulada de la sala, conocida oficialmente en la universidad como Auditorio Phipps, una de las famosas creaciones modernas de la década de 1950 del arquitecto Eero Saarinen. La entrada, rebosante de luz, proyectaba un sendero ígneo que cruzaba una explanada e iba a morir sobre una hilera de plátanos en el umbral de otro de los grandes motivos de orgullo del recinto universitario, el Bosquecillo. En el momento mismo de fundar la Universidad de Dupont ciento quince años atrás, Charles Dupont, magnate del tinte artificial y coleccionista de arte (sin parentesco alguno con los Du Pont de Delaware), había imaginado un auténtico bosquecillo académico por el que los estudiantes de cualquier edad pudieran dar paseos contemplativos. Encargó el proyecto al legendario paisajista Charles Gillette. Los ejemplos del genio de Gillette abundaban por el recinto, empezando por el Patio Mayor, en su mismo centro, y siguiendo por los claustros de los colegios residenciales más antiguos, un jardín botánico, dos parterres con cenadores y varios aparcamientos tachonados de árboles, pero por encima de todo destacaba aquella obra maestra arbórea, el Bosquecillo, cuyo artero diseño no permitía intuir siquiera que Dupont estaba prácticamente rodeada por las barriadas negras de una ciudad tan grande como Chester (Pensilvania). Gillette había hecho que ubicaran cada árbol, cada reparo, cada arbusto y cada parra, cada claro cubierto de hierba, cada planta perenne, con todo primor, y así se habían mantenido durante casi un siglo. Abrió senderos que serpenteaban por sus terrenos para los paseos contemplativos, pero sin embargo, y aunque la práctica estaba desaconsejada, los estudiantes tenían por costumbre caminar por mitad de este triunfo del paisajismo estadounidense, tal como hacían en aquel momento Hoyt y Vanee bajo el resplandor de una oronda luna llena.

El aire fresco y la tranquilidad de las hileras de enormes árboles empezaron a aclarar las ideas a Hoyt, al menos en cierta medida. Tenía la sensación de estar en esa maravillosa intersección de la gráfica de la borrachera en que la línea ascendente ha llegado tan arriba como cabía esperar, sin hacer que la capacidad de razonamiento y coherencia se desplome hasta desaparecer del diagrama: el punto exquisito del perfecto equilibrio tóxico. Estaba convencido de tener otra vez la capacidad de pronunciar una frase coherente y hacerse entender, y el maravilloso vendaval seguía soplando en el interior de su cabeza.

Mientras atravesaban el bosque camino del paseo Ladding y el centro del campus no dijo gran cosa, porque estaba intentando fijar en la memoria aquel momento ante el espejo, pero el instante mágico no hacía más que zafarse... zafarse... zafarse... y, sin darse cuenta, le brotó una idea completamente distinta en el cerebro, como una burbuja. Era el Bosquecillo... el Bosquecillo... el famoso Bosquecillo que proclamaba el nombre de Dupont y te hacía sentirlo en los huesos, lo que a su vez suponía que esos huesos fueran infinitamente superiores a los de todos los estadounidenses que no habían estudiado en Dupont. «Soy alumno de Dupont», se dijo. Echó de menos al escritor capaz de inmortalizar esa sensación: la exaltación que prendía en su sistema nervioso central cuando conocía a alguien y de inmediato se las ingeniaba para introducir en la charla alguna indicación aparentemente fortuita de que iba a la universidad, y entonces esa persona le preguntaba (inevitablemente): «¿A cuál?» Y él, sin el menor aspaviento y en tono tan neutro como le era posible, respondía: «A Dupont.»

Y luego observaba la reacción. Unos, grupo en el que estaban por lo general las mujeres, se mostraban admirados, sonreían, se les iluminaba la cara y decían: «¡Ah! ¡Dupont!» Otros, en su mayoría hombres, se ponían tensos e intentaban evitar que su cara delatase lo impresionados que estaban, y decían: «Ya.» O bien: «Humm.» O nada en absoluto.

No estaba seguro de con qué disfrutaba más. Todo el mundo, hombre o mujer, que formara parte en esos momentos, como era su caso, del alumnado de la Universidad de Dupont, o que hubiera obtenido una licenciatura en la Universidad de Dupont, conocía esa sensación, atesoraba esa sensación, buscaba de un modo u otro disfrutar de esa sensación a diario siempre que le fuera posible, ahora y durante el resto de su vida, y sin embargo nadie había expresado con palabras esa sensación, y desde luego ningún alumno de Dupont (ni ninguna alumna, si a eso vamos) había intentado nunca describírsela de viva voz a nadie, ni siquiera a otros miembros de tan selecta aristocracia. Después de todo, no eran tan necios.

Paseó la mirada por el Bosquecillo. Los árboles eran siluetas encantadas bajo una dorada luna llena. El vendaval seguía soplando alegremente, alegremente, y (un fogonazo de inspiración) comprendió que sería él quien lo pondría todo por escrito. Estaba convencido de tener madera de escritor. Nunca había dispuesto de tiempo para escribir nada aparte de trabajos académicos, pero de repente tuvo la certeza de que valía para ello. Qué ganas de que amaneciera el día siguiente, de despertar y plasmar esa sensación en la pantalla del Mac. Aunque también podía contárselo en ese mismo instante a Vanee, que iba unos pasos por delante en su paseo por el Bosquecillo encantado. Con Vanee sí que podía hablar de algo así...

De pronto, su amigo lo miró y levantó una mano con gesto de «alto ahí», se llevó el índice a los labios y se pegó a un tronco. Hoyt hizo lo propio. Entonces Vanee le indicó que asomaran la cabeza por un lado. A la luz de la luna, a siete u ocho metros, distinguieron un par de figuras. Una era la de un hombre con una buena mata de pelo cano, sentado a los pies de un árbol con los pantalones y los calzoncillos a la altura de los tobillos y los gruesos muslos blancos abiertos. La otra, la de una chica con pantalones cortos y camiseta, de rodillas entre sus rodillas, de cara a él. La abundante melena parecía muy rubia a la luz de la luna conforme su cabeza subía y bajaba sobre el regazo del hombre.

Vance volvió a esconderse detrás del árbol y susurró:

—Hostia puta, Hoyt, ¿sabes quién es ése? ¡El gobernador nosequé, de California, el tío que tiene que soltar el discurso en la entrega de diplomas!

La ceremonia era el sábado y estaban a jueves.

—Entonces ¿qué hace aquí? —preguntó Hoyt, un poco más alto de la cuenta, lo que hizo que Vanee volviera a llevarse el índice a los labios.

Acto seguido emitió una risilla desde lo más hondo de la garganta y murmuró:

—Para mí que es evidente de cojones.

Volvieron a asomarse. El hombre y la chica debían de haberlos oído, porque ambos miraban en su dirección.

—La conozco —dijo Hoyt—. Estaba en mi clase de...

—¡Joder, Hoyt! ¡Shhh!

¡Pumba! Algo cogió a Hoyt por el hombro derecho con una fuerza atroz desde atrás y una voz de tipo duro dijo:

—¿Qué hostias os creéis que estáis haciendo, mamones?

Hoyt se dio la vuelta y se encontró con un hombre, bajo pero corpulento, vestido de traje oscuro con una camisa y una corbata que apenas le abarcaban el cuello, más ancho que la cabeza. De la oreja izquierda le salía un cable translúcido en espiral.

La adrenalina y el alcohol hicieron que a Hoyt le hirviera el tronco del encéfalo. Era un alumno de Dupont frente a un simio insolente de algún orden inferior.

—¿Que qué estamos haciendo? —le espetó, rociándolo de saliva sin darse cuenta—. ¡Pues mirar a un puto caramono gilipollas, eso es lo que estamos haciendo!

El hombre lo cogió por los hombros y lo lanzó contra el árbol, cosa que le hizo perder el aliento. Justo cuando el gorílilla echaba el puño atrás, Vanee se puso a cuatro patas detrás de él. Hoyt esquivó el puñetazo, que se estrelló contra el tronco, y lanzó el antebrazo contra su agresor (que apenas había empezado a gritar «Hostiiiaaa» del dolor) con todas sus fuerzas. El hombre cayó de espaldas por encima de Vanee y fue a dar al suelo con un topetazo que emitió un sonido repugnante. Comenzó a levantarse pero se dejó caer. Permaneció tendido de costado junto a una enorme raíz de arce a la vista mientras, con el rostro retorcido, se sujetaba un hombro con una mano cuyos nudillos ensangrentados se veían despellejados hasta el hueso. El brazo que debería haber encajado en el hombro lesionado estaba extendido formando un ángulo grotesco.

Hoyt y Vance, que seguía a cuatro patas en el suelo, se quedaron mirando el vivo retrato del sufrimiento. El hombre abrió los ojos, vio que sus adversarios ya no le atacaban y gimió:

—Brones... brones... —Luego, vencido por Dios sabe qué, retorció la cara en otra mueca ciega y se quedó allí tumbado entre gemidos—: Josdeputa... josdeputa... Los dos jóvenes cruzaron una mirada y, movidos por una única idea, se volvieron hacia el hombre y la chica, que habían desaparecido.

—¿Qué hacemos? —susurró Vanee.

—Correr como cabrones —respondió Hoyt.

Y eso hicieron. Cruzaron la arboleda a toda pastilla mientras troncos y arbustos, flores y follaje restallaban a su lado en la oscuridad y Vanee no dejaba de farfullar cosas como: «Defensa propia, defensa propia... Ha sido eso... Defensa propia», hasta que le faltó el aliento para correr y hablar al mismo tiempo.

Llegaron al margen del Bosquecillo, allí donde lindaba con la explanada del recinto universitario, y Vanee pidió:

—Para... el carro... —Tan corto de resuello iba que le era imposible pronunciar más de dos o tres sílabas sin respirar—. Tú... camina... No hay... que... levantar... sospechas...

Y así salieron del Bosquecillo, a paso tranquilo, sin otro indicio sospechoso que su respiración, más parecida a un par de sierras de mano, y el sudor que los empapaba de arriba abajo.

Vance tomó las riendas.

—No hay —boqueada— que hablar de esto —boqueada— con nadie —boqueada—, ¿de acuerdo? —boqueada—. ¿De acuerdo, Hoyt? —boqueada—. ¿De acuerdo, Hoyt? —boqueada—. ¡Hostias! —boqueada—. ¡Escúchame, Hoyt!

Pero su amigo ni siquiera lo miraba, y mucho menos lo escuchaba. El corazón le bombeaba tanta adrenalina como a Vanee. Sin embargo, en el caso de Hoyt, la hormona se limitaba a alimentar el alegre vendaval, que soplaba con más fuerza que nunca. ¡Había borrado del mapa a aquel hijoputa! Cómo había hecho caer al cabronazo tío cachas por encima de la espalda de Vanee. ¡Virgen santa! Qué ganas tenía de llegar al edificio de la hermandad de Saint Ray para contárselo a todo el mundo. ¡Él! ¡Una leyenda en ciernes! Levantó la cabeza y echó un vistazo a lo que los aguardaba, y entonces le sobrevino la oleada de euforia masculina (¡el éxtasis!) que comporta la victoria en la batalla.

—Míralo, Vanee —dijo—. Ahí está.

—¿Qué es lo que ahí está, por el amor de Dios? —respondió el otro, que a todas luces quería seguir adelante, cuanto más rápido mejor.

Hoyt hizo un gesto que lo abarcaba todo.

El recinto de Dupont... La luna había convertido los edificios de la universidad en un inmenso claroscuro de formas umbrías que un pálido recubrimiento de tono blanco dorado hacía resaltar en toda su suntuosidad. Las torres, los torreones, los chapiteles, los imponentes tejados de pizarra... todo ello inefablemente hermoso e inefablemente grandioso. Los muros tenían el grosor de los de un castillo. Era una plaza fuerte. Y él, Hoyt, era uno de los integrantes de un círculo selecto, los elegidos que podían entrar en la plaza fuerte a voluntad y sentir su invulnerabilidad hasta los tuétanos. No sólo eso, sino que estaba en el orbe central del círculo selecto, a saber, Saint Ray, la hermandad de quienes habían sido elegidos para reinar sobre... bueno, sobre todo el mundo.

Le habría gustado impartir tan honda verdad a Vanee, pero es que, coño, el asunto tenía miga. Así que se limitó a preguntar:

—Vanee, ¿sabes lo que es Saint Ray?

La pregunta estaba tan fuera de lugar que Vanee se lo quedó mirando con la boca abierta. Al cabo, con la esperanza de poner a su cómplice otra vez en marcha, replicó:

—No, ¿qué?

—Una MasterCard para hacer lo que te venga en gana... Lo que te venga en gana. —No había un ápice de ironía en su voz. Sólo deslumbramiento. Y no podría haber sido más sincero.

—¡No me vengas con ésas, Hoyt! ¡Ni se te ocurra! ¡De eso que ha pasado en el Bosquecillo no tenemos ni idea, si la gente dice algo, ni nos hemos enterado! ¿Vale?

—Deja de preocuparte —respondió Hoyt, al tiempo que, con un ademán sublime, describía un arco con la mano como para abarcar todo el paisaje que tenía ante sí—. El orbe central... El círculo selecto.

Una vez más cayó vagamente en la cuenta de que no estaba siendo demasiado coherente. Reparó en el gesto de pánico que asomaba en el rostro de Vanee al resplandor de la luna. ¿Qué acojonaba tanto a su compañero? Él también era alumno de Dupont. Volvió a contemplar arrobado el reino bañado por el claro de luna que se abría ante ellos. La gran torre de la biblioteca; las famosas gárgolas, cuya silueta era plenamente visible en la esquina del colegio mayor La-pham; allá a lo lejos, la cúpula del estadio de baloncesto; la nueva estructura de vidrio y acero del Centro de Neurociencia o lo que fuera, hasta un edificio tan raro como aquél le parecía magnífico en esos momentos... ¡Dupont! En cuestión de ciencia, ¡premios Nobel a puñados! Aunque en aquel preciso instante no consiguió recordar ningún nombre. Los deportistas... ¡Gigantes! ¡Campeones nacionales de baloncesto! ¡Estaban entre los cinco primeros en fútbol americano y lacrosse! Claro que a él le parecía cosa de pringados ir a los partidos y animar. Los buenos estudiantes... ¡Legendarios! Claro que eran una especie de pardillos espectrales que flotaban por los márgenes de la vida universitaria. En cuanto a tradiciones... ¡tenían las más fantásticas! Travesuras transmitidas de generación en generación por... ¡los mejores! Una nubécula enturbió su visión: el número cada vez mayor de colgados, empollones, homosexuales, prodigios de la flauta y demás diversoides a los que se admitía ahora... ¡Daba igual! «Por un lado está su Dupont, que no es más que un diploma con el nombre de la universidad impreso, y por otro, la auténtica Dupont, ¡que es nuestra!»

Tenía el corazón tan henchido de gloria que quería compartirla con Vanee, pero el problema de la coherencia se agravó y no pudo mascullar más que:

—Es nuestra, Vanee, nuestra.

Su amigo se llevó una mano a la cara y gimió en un tono casi tan lastimero como el del matón del Bosquecillo:

—Hoyt, llevas un ciego de la hostia.