Interludio provinciano

Queridos mamá y papá:

»Tengo que reconocer que se me empañaron los ojos al veros partir en la vieja camioneta».

¿«Veros partir en la vieja camioneta»? ¿«Se me empañaron los ojos»? Suspiró y refunfuñó, desanimada. Pero ¿qué se creía que estaba escribiendo? Levantó el bolígrafo de la primera hoja de una libreta de papel pautado y se reclinó como mejor pudo, porque aquella silla de madera sin brazos tampoco daba mucho de sí. Miró la torre de la biblioteca por la ventana. De noche la iluminación le daba un aire aún más majestuoso. La veía, pero no acababa de verla. La ropa desechada de Beverly amontonada en el suelo, la red de alargues de Beverly conectados a tiras de enchufes con protección contra sobrevoltaje, el asqueroso revoltijo de sábanas de percal de su cama sin hacer, sus cajas de CD tiradas por todas partes, sus tubos de productos de belleza destapados, sus paquetes de lentes de contacto desparramados, todo su alfabeto de maquinitas bautizadas a golpe de acrónimo: el PC, la TV, el CD, el DVD, el ADSL, el VHS, el MP4, todas inactivas en ausencia de su dueña, todas dormidas como serpientes de cascabel con un único ojo abierto, un minúsculo diodo verde que quedaba avizor… Por todas partes había recuerdos de las costumbres indolentes e indulgentes de su compañera de habitación… Charlotte se daba cuenta de ello en parte, aunque por otra ni se enteraba.

Se balanceó hacia delante con otro gemido de culpa no excesivamente aguda para afrontar la carta a su familia… «La vieja camioneta». Su pobre padre dependía totalmente de aquel trasto y ella se refería a él como si fuera algo pintoresco. «Se me empañaron los ojos…». ¡Por favor! Se imaginó a sus padres leyendo aquello. «Menudas florituras…».

Arrrrrrrrrrancó la hoja de la libreta y se la guardó. Podría aprovecharla para algún borrador. Se encorvó sobre el escritorio y volvió a empezar:

«Queridos mamá y papá:

»Espero que no os pareciera que me quedaba muy triste cuando os fuisteis el otro día. Al ver que os alejabais me di cuenta —iba a escribir “de que he emprendido un largo viaje”, pero la alarma anti-florituras se disparó otra vez y se decidió por—: de lo mucho que iba a echaros de menos. Pero desde entonces he estado tan ocupada estudiando, conociendo a gente y —se le ocurrió algo grandilocuente como “desentrañando las idiosincrasias tribales de Dupont”, aunque se conformó con—: acostumbrándome a las diferencias que no he tenido tiempo para la nostalgia, aunque supongo que sí echo de menos Sparta.

»El nivel de las clases no es tan alto como me temía. ¡Si hasta el profesor de Francés me ha dicho que tengo “un nivel excesivo” para su asignatura! Como tenía una forma un poco extraña de enseñar literatura francesa, o eso me parece a mí, no me ha importado pasarme a un grupo un poco más avanzado. Me da la impresión de que cuesta más entrar en una universidad como ésta que mantenerse. Me imagino que ni siquiera debería pensar así para no llevarme ninguna sorpresa —fue a escribir “porque no tengo la presciencia de hechos futuros” (¿cómo sonaría una palabra como “presciencia” en el condado de Alleghany?), pero lo dejó en—: porque no soy adivina.

»La biblioteca que tenemos aquí es una maravilla. Seguro que os acordáis de la torre. Es el edificio más alto del recinto. Tiene nueve millones de libros sobre todos los temas imaginables, a veces tantos que no sabes por dónde empezar. Y además siempre está llena. A medianoche hay tanta gente como a mediodía. Por ejemplo, hace poco fui una noche —lo cambió por “tuve que ir una noche”— bastante tarde para utilizar un ordenador y sólo había uno libre de entre veinticinco. Conocí a alguien —empezó a escribir “con quien discutí por el turno”, pero acabó poniendo—: que llegó al mismo tiempo que yo y también lo necesitaba. —Menudo derroche de información: ni nombre, ni sexo.

»Por el momento mi mejor amiga es una chica de Cincinnati que se llama Bettina y vive en el mismo piso que yo. Nos conocimos una noche cuando, por casualidad, a las dos nos costaba dormir y decidimos bajar a la sala de estudiantes de la planta baja para leer un rato. Bettina es una persona muy risueña y jovial, nada tímida. Si le interesa conocer a alguien, se acerca sin más y se presenta.

»Por lo general duermo muy bien. Lo que pasa es que Beverly se acuesta muy tarde, a las —iba a poner “tres, cuatro o incluso cinco de la mañana”, pero prefirió—: dos de la mañana a veces, y cuando entra me despierta».

Volvió a recostarse en la silla y miró por la ventana algo situado a varios años luz de distancia en plena oscuridad. «Ahora o nunca», pensó. Aquél era el momento en que tenía que decidir si lo soltaba todo o se lo callaba. «¡Mamá, sólo tú puedes ayudarme! ¡No tengo a nadie más! ¡Escúchame! ¡Voy a contarte la verdad! ¡Beverly no se limita a volver a las tantas ni a “acostarse muy tarde”! ¡Mete a chicos en la habitación y le dan dale que te pego al metesaca-metesaca… a poco más de un metro de mi cama! ¡Tiene un comportamiento sexual inmoral! ¡Y no es la única! ¡Las chicas se “exilian” unas a otras! Niñas bien que han sacado mil quinientos en el SAT gritan: “¡Qué ganas tengo de echar un polvo!” o “¡Voy a salir a tirarme a alguien!”. ¡Y eso las chicas, mamá, las chicas, las chicas de Dupont, delante de todo el mundo! Mamá, ¿qué va a ser de mí…?».

Pero se puso rígida y se lo guardó todo muy adentro. La simple mención de… del sexo… haría que su madre, la cólera de Dios, se subiera a la camioneta, se plantara en Dupont y se la llevara de una oreja a Sparta, y el condado en pleno tararearía la misma canción: «Charlotte Simmons ha dejado la carrera. La pobrecita dice que Dupont es un sitio inmoral».

Así pues, escribió algo muy distinto: «Del mismo modo, cuando yo me levanto por la mañana a mi hora habitual despierto a Beverly. En fin, vamos acostumbrándonos la una a la otra, aunque no tenemos muchas oportunidades de convivir. Me parece que tiene por aquí muchas amigas del internado, y también pasa mucho tiempo con —iba a poner “sus(s) novio(s)”, pero acabó tachando el “también” y dejando la frase en—: pasa mucho tiempo con ellas. Me da la impresión de que nunca había oído un acento sureño. —Decidió eliminar la última frase. A pesar de lo que le habían comentado un par de personas, sabía que prácticamente no tenía nada de acento—. Beverly y yo nos llevamos bien, a pesar de todo.

»¡Es increíble la importancia que le dan aquí al deporte! Los mejores jugadores de fútbol americano y de baloncesto son famosísimos. En el campus todo el mundo los conoce de vista. En la clase de lite francesa que os comentaba había cuatro jugadores de baloncesto, y eran tan altos que a su lado todos nos sentíamos enanos. Conocí a uno. Fue muy simpático y me felicitó por mis intervenciones en clase. A los deportistas les gusta comportarse como si el trabajo académico los trajera sin cuidado, pero yo creo que a éste sí le interesa, aunque no quiera reconocerlo».

Se moría de ganas de escribir: «Me invitó inmediatamente a ir a comer algo, que es lo que se hace antes de echar un polvo», pero ni siquiera se planteó en serio tirar por esos derroteros.

«Al principio me resultaba extraño vivir en una residencia mixta, pero enseguida te acostumbras a los chicos, es como tener vecinos. —Le habría gustado añadir: “Ahora ya casi ni me fijo en ellos, sólo cuando Beverly se trae a sus ligues a la habitación para tirárselos”, pero en realidad escribió—: Eso no quiere decir que no me quede mucho que aprender de Dupont, pero lo cierto es que todos los de primero estamos en el mismo barco. Las chicas van por ahí “en manada” —lo puso entre comillas para que sus padres no creyeran que las consideraba animales descerebrados, sobre todo porque eso era precisamente lo que eran, conejitas descerebradas, asustadas y podridas de dinero que sufrían un celo crónico y desesperado—, porque si no se sentirían perdidas y solas. ¡Y sólo con lo primero ya hay más que suficiente!

»En fin, ya veis que todo está saliendo más o menos como esperaba. A veces tengo que sentarme a reflexionar para darme cuenta de que esto no es un sueño, de que de verdad estoy en una de las mejores universidades del país. —Y pensó: “En la que del primero al último dejan a Channing y a Regina en pañales”—. Dupont no es como Sparta, pero ya he descubierto que haber crecido en Sparta conlleva ventajas de las que gente de Boston o Nueva York que he conocido no ha disfrutado jamás. —Le habría encantado explicarlo así: “No se dan cuenta de que no todo lo que uno dice tiene que ser irónico o sarcástico, no siempre hay que hablar con cinismo y superioridad, no todo tiene que ser asqueroso, repugnante y fétido y desprender un hedor nauseabundo a sexo y a pústulas reventadas.” ¡Ojalá hubiera una forma de meter esa opinión en una carta a su madre sin hacerle hervir la sangre! Se conformó con—: Hay cosas que no se compran con dinero.

»No pretendía alargarme tanto. Tendría que haberos escrito antes para ir manteniéndoos al día. Les mando muchos besos a Buddy y a Sam; también a la tía Betty y al primo Doogie. Decidles que los echo de menos y que va todo bien.

»Con todo mi cariño,

Charlotte» Se reclinó… Tenía ante ella una extensa mentira cargada de buenas intenciones.

Se pasó un buen rato sentada en la silla mirando por la ventana, prácticamente en trance. Los reflectores del patio hacían subir sombras por las paredes de la torre de la biblioteca como si no fueran en absoluto sombras, sino enormes trazos de acuarelas. La parte inferior de los arcos múltiples y de los relieves decorativos reflejaba la luz en algunos rincones. ¿Y si llamaba a la señorita Pennington? Sería mucho más objetiva que su madre. Era culta además de inteligente. La señorita Pennington… Hizo un esfuerzo de imaginación, pero ¿qué sabía la señorita Pennington sobre el sexo de este lado de las montañas? Nada de nada, por descontado. Era una solterona poco agraciada y entrada en años que se había tirado toda la vida en Sparta. Se reprendió de inmediato por haber pensado así de quien tan bien se había portado con ella. Sin embargo, era cierto. Una «solterona»: ¿la definiría así la gente de Dupont? No, los sabihondos obsesionados con el sexo de Dupont se colarían por la barrera hematoencefálica de la señorita Pennington y bucearían por sus venas y sus arterias como tremátodos sedientos hasta hallar pruebas, por muy peregrinas que fueran, de lesbianismo, transexualidad o algo igual de repugnante. La revolcarían por su estiércol sin dejar por un momento de «defender» con total hipocresía el respeto a su «orientación». ¡Qué falsos eran! Y, a pesar de todo, ¿qué sabía la pobre señorita Pennington de todo aquello, qué podía saber? Además, Charlotte estaba convencida de antemano de cuál sería su respuesta: «Ocúpate en algo, empieza un proyecto, no les hagas caso. Sé tú misma, sé independiente, lleva tu propio ritmo, nada a contracorriente, tendrán que admirar tu valor, como ha sucedido aquí».

«¡Ay, la buena de la señorita Pennington! No comprende nada. En Sparta eso resultaba muy sencillo. No me costaba mantener la pose, mirar siempre por encima del hombro a los Channings y las Reginas, con mi desdén de aprendiza de intelectual, mientras me llamaban “mojigata de mierda” y muchas cosas más y me preguntaban (Regina llegó a decírmelo a la cara) cuándo iba a “dejar de ir de estrecha por la vida”. Resultaba sencillo, porque a media tarde se acababa la escaramuza y me iba a casa con mis padres y mis hermanos. Sí, también era superior a ellos, incluso a mi madre. ¡Qué bien conocía a mi familia ya a los trece años, del derecho y del revés! Pero, no obstante, aquella cabaña desvencijada de la carretera condal 1709 me acogía siempre; era mía. Apestaba por el queroseno y por la estufa de carbón, pero allí nadie podía hacerme daño, nadie lo intentaba, nadie podía mirar a papá a la cara cuando se le quedaba aquella mirada helada, nadie se atrevía a provocar al primo Doogie hasta hacerle enseñar los colmillos. Una vez le tiró piedras al grandullón de Dave Cosgrove porque me había guiñado el ojo con sarcasmo y me había dicho: “¿Qué? No parece que vayas a darme ese regalito que guardas con tanto esmero entre las piernas, ¿eh, Charlotte?” Eran piedras enormes que podían haberlo matado. Luego el primo Doogie se había quedado plantado con otro pedrusco en la mano diciendo: “A ver si te atreves a volver a hablar así, gordinflón. Hace mucho que no le meto un palo por el culo a un buen cerdo para asarlo a la parrilla.” Dave, que debía de pesar casi cuarenta kilos más que el primo Doogie, se fue con el rabo entre las piernas. Por eso dejó de hacerse el machito cuando apareció en mitad de la fiesta, después de la entrega de diplomas: porque se topó con el primo Doogie».

En Dupont, en cambio, «llegar a casa» no permitía escapar de todo; precisamente era allí donde tenía que sumergirse en tanta porquería. Allí mismo, en su «propio» dormitorio, que en teoría debía ser un lugar de paz, descanso y refugio, allí mismo era donde la obligaban a meter la nariz en la inmundicia. No era una idea, sino más bien un instinto: lo que necesitaba era encontrar a alguien inteligente que además lo supiera todo y que la tranquilizara: sí, su situación era injusta, y sí, era su deber mantenerse firme y conservar la independencia, ser una isla de resistencia en mitad de la decadencia que la rodeaba. Esa persona, según el folleto informativo de Dupont, debía ser la delegada del pabellón. Ja, ja, qué gracia. Su delegada, Ashley, la había etiquetado como niñata pueblerina e inocentona y le había contado una mentira piadosa sobre el «resincesto». Tenía muy presente su rostro «sincero» y su melena rubia enmarañada… ¡Claro! La melena rubia, la melena rubia y las pecas: Laurie. Tampoco tenía mucha experiencia, acababa de empezar en la Universidad Estatal de Carolina del Norte, la NCSU, pero era sensata y madura, al menos en comparación con las demás chicas del Instituto Alleghany, y religiosa, de la Iglesia Baptista del Río Nuevo, «los mejores baptistas», los de Sparta, no los del campo, que se lavaban los pies en el templo, aunque también era cierto que los mejores baptistas también bautizaban a la gente mediante inmersión total en el río Nuevo en Semana Santa, cuando el agua estaba helada. ¡Sí, Laurie era una chica como Dios manda!

Charlotte se levantó de la silla y descolgó el teléfono «del cuarto», un inalámbrico blanco. El aparato en sí era de Beverly, pero ella podía utilizarlo introduciendo un código personal al hacer las llamadas. Casi nunca se empleaba: Beverly vivía pegada al móvil y Charlotte, al igual que sus padres, era capaz de casi cualquier cosa para evitar una llamada a larga distancia. Le parecía que estaba cometiendo una imprudencia, pero al mismo tiempo algo desconocido la espoleaba. Marcó el número de información de Raleigh, Carolina del Norte, para preguntar por la universidad de Laurie, colgó y volvió a marcar, esta vez el número de información general de la propia Universidad Estatal de Carolina del Norte. Todo aquello iba a resultar caro, pero, con una incontinencia producto de la euforia, se negó a pensar en eso en aquel momento. Contestó una grabación que le indicó que debía pulsar tal tecla si deseaba tal cosa, o tal para tal otra, o tal para la de más allá… Resultaba apabullante. Tuvo que colgar y volver a marcar. Menuda forma de despilfarrar el dinero. Esta vez se concentró en las instrucciones de la voz deshumanizada y pulsó tal tecla porque deseaba tal cosa, y de ahí pasó a poder elegir entre tal, tal y tal, y en tal le anunciaron que debía pulsar los números correspondientes a las cuatro primeras letras del apellido de la persona que buscaba, y así lo hizo: marcó el seis, el dos, el tres y el seis para indicar la M, la C, la D y la O. De ahí pasó a una serie de voces mecánicas que recorrieron los McDodd, los McDolan, los McDonough y los McDoover antes de alcanzar finalmente a los McDowell, momento en que tomó el relevo otra voz que le mencionó a A. J., Arthur, Edith, F. George, H. H. e Ian McDowell antes de llegar a L. McDowell. Charlotte estaba histérica. Era la primera vez que quedaba atrapada en un sistema de telefonía automatizada. Se jugó el todo por el todo y respondió que sí ante aquella L. Una cuadrilla de voces digitales mal hilvanadas le anunció el número de L. McDowell.

A saber cuánto costaban sólo las llamadas a la centralita, pero ya le daba igual: estaba embriagada de inconsciencia. Marcó el número, estiró el cable ovillado y se acomodó en la silla. El teléfono sonó siete veces, ocho, no había nadie; aunque la L fuera de verdad Laurie…

—¿Diga?

Rap a todo volumen de fondo.

Muy avergonzada:

—¿Está Laurie McDowell, por favor?

Vacilante:

—Yo misma…

¡Charlotte estalló de euforia! ¡Laurie! ¿Por qué no la había llamado mucho antes? ¡Laurie tenía que estar al tanto! ¡Laurie lo comprendería! Escalofríos de alegría. Sintió impulsos de echarse a reír, estaba felicísima.

Casi un chillido:

—¡Laurie! ¿Sabes quién soy?

—Noooo…

—Regina Cox —contestó entre risas, dejándose llevar por el júbilo.

—¿Regina…? ¡Charlotte!

Alaridos, risas, interjecciones, «qué fuertes», más alaridos y más risas. La música seguía dale que te pego. «Métemela en el conejito de alguna putilla/la polla, chupapollas…». Un pitido: Doctor Dis. ¿Desde cuándo le gustaba el rap a Laurie?

—Regina… Ay, Charlotte, eres como superdi… Es que, vamos, el día que Regina… ¿Dónde estás?

—En mi cuarto, en la resi.

—¿En Dupont?

—Sí, en Dupont.

—Pues no pareces muy emocionada. ¿Cómo es? ¡Qué fuerte, tía! ¡He estado a punto de llamarte como cien veces! ¡Esto es superfuerte!

—Sí, y yo… lo mismo.

—¡Estás en Dupont! —siguió exclamando Laurie—. ¡Cuéntamelo todo! Estoy superinteresada, tía. No, espera, que voy a bajar la música. Casi no te oigo.

¿Desde cuándo hablaba Laurie con tanto «súper»? El telón de fondo rapero empezó a apagarse, y lo último que entendió Charlotte con claridad fue una de aquellas rimas obscenas y facilonas de Doctor Dis: «Me sobas los cojo-nes./Los chupas como bombones…». Por un momento la asaltó la inquietud de que la distracción hiciera olvidar a Laurie lo que estaban a punto de comentar, es decir, cómo era Dupont. Por otro lado, no quería volver a sacar el tema ella misma, por miedo a que se notara que tenía muchísimas ganas de hablar de ello.

Su amiga regresó al aparato.

—Lo siento, no sabía que lo tenía tan alto. ¿Sabes quién es ese cantante?

—Doctor Dis —repuso Charlotte. No quería ahondar en el asunto. No le interesaba irse por las ramas y acabar hablando de un cantante idiota y analfabeto, si es que podía decirse que los raperos eran cantantes. Sin embargo, la curiosidad la carcomía—. No sabía que te gustaba el rap.

Un poco a la defensiva:

—Algunas cosas sí.

Fin de la explicación. Silencio. Era como si la conversación se hubiera escapado por un agujerito. Charlotte buscó algo que decir desesperadamente.

—¿Pasa lo mismo que aquí? —preguntó por fin—. En Dupont la gente sólo pone rap y reggae, menos algunos a los que les gusta la música clásica y tal. En mi clase hay muchos músicos.

—Pues sí, aquí también tienen mucho éxito el rap y el reggae, pero hay mucha gente, sobre todo tíos, que escuchan country y bluegrass? Yo en Sparta ya me harté de esas cosas. Pero bueno, aparte de eso, ¡la NCSU es como superguay!. ¡Es enorme! Durante las dos primeras semanas como que me volvía loca? Es gigantesca?

Charlotte se sintió aliviada al comprobar que existía otra universitaria con acento de Sparta, otra persona que pronunciaba las vocales como en Sparta, otra persona que hablaba con las frases afirmativas de Sparta, que se interrogaban a sí mismas modestamente justo antes de terminar. Laurie lo comprendería, sí, pero para eso tenía que recuperar el tema en cuestión.

—En Dupont —decía su amiga— ¿tenéis que hacerlo todo por Internet?

—Bueno, hay muchas…

La otra no la dejó terminar:

—Aquí te matriculas de asignaturas por Internet, envías los trabajos por Internet, si tienes que preguntarle algo a un profesor ayudante sobre los deberes, le mandas un correo… Pero no me importa. —Y así, con desbordante entusiasmo, fue contándole la infinidad de cosas por las que la NCSU era superguay—. ¿Todo el mundo dice siempre que las universidades públicas son para gente de pueblo y tal? Pues aquí hay gente superguay. He hecho un montón de amigos? Me alegro de haber venido aquí.

Charlotte no supo qué responder. A Laurie le encantaba su universidad. Se sintió desilusionada, le habría gustado compartir su sufrimiento.

—Bueno, ¿y tú que tal? —preguntó Laurie—. ¡Tienes que contarme mil cosas de Dupont!

—Ay, pues es una maravilla. Bueno, supongo. Desde luego la gente no se cansa de repetirlo.

—¿Qué quieres decir?

Charlotte le habló del discurso del encargado de asesoramiento en la asamblea de nuevos alumnos, de los estandartes medievales, de las banderas de cuarenta y tres países, de las menciones aparentemente casuales a gente importante, de las menciones aparentemente casuales a premios Nobel…

—Eso es lo que dice todo el mundo, vale. ¿Y tú qué dices?

—Ay, yo qué sé. Seguro que sí es maravilloso, pero no sé de qué me sirve.

—¡Uau! —exclamó Laurie—. Se te nota encantada de la vida.

—¿Tú vives en una residencia mixta?

—¿Que si vivo en una residencia mixta? Pues sí. Como casi todo el mundo. ¿Y tú?

—Sí —contestó Charlotte—. ¿Y qué te parece?

—Oh, pues no sé. Al principio se me hacía superraro. Los tíos se pasaban todo el día haciendo ruido, pero ahora la cosa se ha calmado. Ya ni me fijo.

—¿Has oído hablar del sexilio?

—Sí…

—¿Te lo han hecho a ti?

—¿A mí? No, pero es una cosa que pasa.

—Bueno, pues a mí sí. Mi compañera de habitación apareció hacia las tres de la mañana y… —Charlotte le contó toda la historia—. Y lo peor fue cómo me hizo sentir culpable. Me trató como si por supuestísimo tuviera que saber que, si la tía se emborracha, se liga a alguien por ahí y se lo trae al cuarto, eso es lo más importante del mundo, más que mi derecho a quedarme en mi habitación y dormir la noche antes de un examen.

Una pausa.

—Supongo que aquí pasa lo mismo.

—En Dupont —continuó Charlotte—, todo el mundo considera que eres una especie de… de… una especie de monja… de reprimida patética si no has mantenido relaciones sexuales. Las chicas van y te lo preguntan directamente, a la cara, y son chicas que casi no conoces de nada. Te preguntan a la cara, delante de otras tías, si eres del CV, o sea, si eres miembro del Club de las Vírgenes, y si eres tan tonta que contestas que sí, ni te cuento, es como reconocer que tienes un defecto tremendo. Prácticamente te desprecian. Si no tienes novio eres una colgada, y si quieres novio tienes que acostarte con él. Es todo muy retorcido. ¿No te parece? Se supone que esta universidad es una maravilla, pero si no dejas de ir de estrecha por la vida, como decía Regina, no hay forma de integrarse. ¿No te parece muy retorcido? ¿Tengo razón… o es que no me entero de nada? ¿Ahí pasa lo mismo?

Otra pausa.

—Más o menos.

—Bueno, ¿y qué haces cuando sale el tema? ¿Qué dices?

Una buena pausa.

—Bueno, como que… No digo nada.

—¿Y qué haces?

Una pausa más prolongada.

—No sé, me lo tomo de otra forma. Yo nunca había vivido más que en Sparta. La uni es… No sé, me parece como una oportunidad para… para experimentar. Me hacía falta, pues, alejarme de Sparta durante una temporada.

—Bueno… Y a mí —coincidió Charlotte. No comprendía por qué Laurie comentaba algo tan evidente.

Una pausa todavía más larga.

—¿Crees que es posible que te hayas alejado pero te hayas llevado muchas cosas de Sparta contigo a Dupont? —preguntó Laurie por fin—. ¿Sin darte cuenta?

—¿Qué quieres decir?

—No; es una pregunta… Pero a lo mejor te va bien planteártelo. A ver, en realidad lo que quiero decir es que la universidad es un período de cuatro años durante el cual puedes probarlo todo, absolutamente todo, y si no te gusta no pasa nada de nada? No sé si me entiendes? Nadie te controla? Puedes hacer cosas que si las hubieras probado antes de la uni, habrían provocado que tu familia se pusiera a pegar gritos y a tirarse de los pelos, y a mirarte con cara de no-sé-si-te-das-cuenta-de-lo-que-has-hecho? Y en Sparta todo el mundo te juzgaría y echaría humo y te criticaría por detrás y disfrutaría muchísimo? Y, si pruebas todas esas cosas cuando terminas la carrera y ya estás trabajando, todo el mundo dirá que qué coño te pasa, y tu jefe o quien sea te llamará a su despacho para soltarte —se le había escapado un «coño» que sacudió a Charlotte en el plexo solar. ¡Laurie!— un discursito o lo que sea, y si tienes novio o marido seguro que se pone hecho una furia o que te deja, hecho polvo como un perrito, lo que sería igual de desastroso, y te sentirías culpable? No sé, plantéatelo así, Charlotte. La uni va a ser la única época de tu vida, o como mínimo de tu vida adulta, en la que podrás experimentar de verdad, y en un momento determinado, cuando acabas, cuando te dan el título o lo que sea, los recuerdos de esos cuatro años se evaporan. Has probado tal y tal y tal y tal y has aprendido mucho sobre el mundo, pero nadie va a acordarse de nada de lo que has hecho? Es como una amnesia supertotal, no queda constancia de nada, y sales de la uni igualita que como entraste, pura como el agua mineral?

—Pero ¿probar qué cosas? —quiso saber Charlotte—. Dame un ejemplo.

—Bueno… —titubeó Laurie—. Has mencionado lo de tener novio y lo que espera de ti un novio y tal…

—Sí…

—Bueno, Charlotte, a eso voy. No es el fin del mundo. ¡Éste es el momento de soltarse el pelo! ¡De descubrir de verdad cómo es todo! ¡De descubrir cómo son los tíos, de conocerlos en serio! ¡De enterarte de verdad de qué pasa en el mundo! ¡Sólo tienes que dejarte llevar por una vez, sin pensar todo el santo día en lo que has dejado atrás! Eres un genio. Eso lo sabe todo el mundo. Lo digo con el corazón en la mano, Charlotte. Superenserio. Pero ahora se te han puesto delante otras cosas que puedes aprender, no hay mejor momento. ¡Aprovéchalo! ¡Es uno de los motivos por los que la gente va a la universidad! No es el único, pero sí tiene su peso.

Silencio. Finalmente Charlotte preguntó:

—Entonces estás hablando de… el acto…

Silencio. Y al cabo:

—No sólo eso, pero bueno… Sí.

Una pausa embarazosa.

—¿Tú lo has hecho, Laurie?

Con valor, sin nada de lo que avergonzarse:

—Pues sí. —Pausa—. Ya sé qué estás pensando, pero tampoco es para tanto. —Pausa—. Y te quitas un peso de encima. Es que… Bueno, ya me entiendes. —Pausa—. Si te decides, tú me llamas y, bueno, pues te cuento… Te cuento un par de cositas.

Laurie siguió explicando durante un rato, de forma impersonal, cómo tampoco era para tanto. Charlotte mantuvo el auricular pegado al oído, pero empezó a pasear la mirada sin rumbo. El haz de luz gris pálido sobre la pared de la torre… La curiosa diagonal irregular que formaban las ventanas iluminadas del otro lado del patio… El sostén que había acabado enroscado en torno al tacón de un zapato debajo de la cama de Beverly… Laurie le contaba que todas las chicas tomaban la pildora, y que no engordaban ni nada, que era lo que le habían dicho siempre…

A Charlotte le pasó por la cabeza una escena en que miles de chicas se levantaban de la cama por la mañana y arrastraban los pies hasta el baño con legañas en los ojos, se detenían frente a sendos lavabos esmaltados en gris crema, pequeños y descoloridos, con sus respectivas cadenitas anticuadas de las que colgaban tapones de goma negra, y sus respectivos armaritos con espejo en la puerta, y todas a la vez levantaban la mano, como zombis, miles de universitarias (veía miles de brazos y manos alzándose, en su edificio, en el de al lado, en el de enfrente, en el de atrás, en un número incalculable de edificios), todas levantaban la mano y abrían sus armaritos e ingerían la Píldora, que se la imaginaba del tamaño de las pastillas que daban a las muías en las granjas de abetos cuando tenían parásitos.

Ésa era la escena que se imaginaba, pero en realidad no oyó nada después de aquel «pues sí».