Sócrates
No era la primera vez que Jojo iba a ver al entrenador al Rotheneo, pero sí la primera que lo hacía por iniciativa propia. Y vaya si había tenido que andarse con rodeos para no contarle a Celeste, la madre de todas las secretarias, para qué quería ver al gran jefe… Jojo, con sus casi dos metros diez, entró en el vestíbulo del Rotheneo con la sensación de ser pequeño y mezquino.
El Rotheneo era un sector del edificio del Buster Bowl construido específicamente como zona de oficinas para Buster Roth y sus paniaguados. A algún cínico del periódico de la universidad se le había ocurrido lo de «Rotheneo» y ya todo el mundo lo llamaba así, aunque nunca en presencia del entrenador. Rotheneo era un juego de palabras con el término ateneo. Jojo no sabía lo que era un ateneo, pero sí estaba al tanto de que esa palabra tenía que ver con asuntos muy elevados, asuntos de naturaleza intelectual. A todas luces, el Wave consideraba a Buster Roth un ser inferior, un entrenador universitario de primera fila que se sacaba un sueldo anual de un millón de dólares y al menos el doble en concepto de contratos publicitarios, apariciones públicas, conferencias de motivación para empresarios del tipo «la vida es como un partido de baloncesto» y «acuerdos gancho», así llamados por la suerte de gancho que servía de símbolo a la empresa Nike, que aún era el principal promotor de ese tipo de contratos. Cuando se firmaba un acuerdo gancho, el entrenador vestía al equipo entero, de la cabeza a los pies (camisetas, pantalones, botas y calcetines) con productos de la empresa, cada uno de ellos identificado con su logotipo correspondiente, a cambio de… nadie acababa de saber nunca la cantidad exacta. Pero era del dominio público que Nike disponía por sí sola de un presupuesto de publicidad de doscientos mil millones de dólares y que los acuerdos gancho, modalidad también conocida como «marcar al hierro», era su canal publicitario más importante. Como entrenador de los campeones nacionales del año anterior, Buster Roth acababa de firmar un nuevo acuerdo gancho, esta vez con una empresa tan prometedora como And 1. Las cifras que se barajaban eran espectaculares. Fuera cual fuese la suma, el entrenador se embolsaba hasta el último centavo.
Y así era la atmósfera mental del Rotheneo, el palacio de un imperio deportivo bien avenido con una de sus colonias más importantes, la Universidad de Dupont. El vestíbulo del Rotheneo tenía paredes completamente blancas con hornacinas acristaladas y forradas de terciopelo malva donde se exhibían los muchos trofeos del entrenador. El de la Liga Nacional Universitaria del año anterior estaba en una vitrina situada justo delante de la entrada principal. Desde cualquier rincón, los trofeos estallaban en relumbres estelares gracias a los diminutos focos de alta intensidad instalados dentro de las propias hornacinas.
Los dominios del entrenador ocupaban toda la tercera planta. Había una sala de proyección, con una platea en pendiente y cuarenta localidades (elegantes butacas tapizadas que se cerraban al levantarte), dedicada en exclusiva al análisis de los partidos y los entrenamientos de baloncesto y del juego de próximos contrincantes. «Ahora fíjate en el número ocho, Jamal Perkins… ¡Mira eso…! Voy a rebobinar… Vale… ¿Ves cómo el muy hijoputa saca la rodilla cuando prepara una asistencia? ¡Los mamones de los árbitros no lo señalan nunca!». Jojo escuchaba la voz exasperada del entrenador en su cabeza.
El ascensor se abrió a una sala de espera con el techo alto, de al menos tres metros y medio. Unos focos dirigidos proyectaban deslumbrantes haces de luz sobre fotografías de escala épica enmarcadas con listones de aluminio pulido de lo más escueto (un milímetro y medio) y colgadas de más paredes de blanco impoluto. En un diván con forma de herradura y tapizado en elegante cuero pardo había sentados tres cuarentones blancos encorbatados y con pinta de empresarios. Enfrente del diván había un murete de vidrio grabado al aguafuerte con hileras diagonales en que se repetía la D mayúscula de Dupont en una cursiva ultramoderna. Detrás, en diversos cubículos de trabajo (así se había dado en denominarlos) estaba el harén de secretarias y ayudantes del entrenador, todas jóvenes con falditas cortas y muslos relucientes. La reina de tal serrallo era Celeste, una chica castaña alta y cimbreña con piel de porcelana. Más de un jugador había pensado en tirarle los tejos, Jojo entre ellos, pero se decía que ofrecía servicios muy personalizados al mismísimo entrenador.
Cuando entró Jojo, se puso en pie y exclamó:
—¡Vaya, llega el hombre misterioso! Siéntate, Jojo. —E hizo un gesto en dirección al diván.
—Eh, Celeste —saludó él, y lo dejó así.
No tomó asiento de inmediato. Echó los hombros atrás para realzar el abombamiento de sus pectorales bajo la camiseta y dio a los empresarios unos segundos para admirar su sobrecogedora estatura y sus músculos y asimilar el hecho de que allí mismo, aunque no lo reconocieran, tenían a todo un deportista de Dupont. Y si no lo entendieron entonces, desde luego lo captaron pocos minutos después, cuando Celeste lo hizo pasar al despacho antes que a ellos.
Allí estaba el entrenador, retrepado con aire majestuoso en una elegante silla giratoria detrás de un enorme tablero de caoba (su mesa) en la nave salediza a que daba lugar el imponente muro curvado de vidrio de su esquina del edificio. Tenía los dedos entrelazados detrás de la cabeza y los codos desplegados. Vanidoso aún con respecto a su cuerpo antaño atlético, había tensado los bíceps, que en esa postura sobresalían de las mangas cortas del polo, e hinchado el pecho para crear una suerte de impresionante convexidad por encima de la barriguilla en ciernes. El despacho no era grande en cuanto a metros cuadrados, pero, con la amplia curva de vidrio, el techo alto refulgente gracias a una serie de focos dirigidos, la caoba, las paredes de un blanco pasmoso y el mobiliario de acero inoxidable tapizado en cuero color tabaco, resultaba espectacular.
—Adelante, Jojo —dijo, en voz baja para lo habitual en él.
Luego le lanzó una mirada con la que estaba familiarizado todo jugador del equipo: bajó un poquito la cabeza y levantó la vista hacia los ojos de Jojo con los dientes apretados y los labios apenas entreabiertos en una leve sonrisa. Jojo tuvo la sensación de que el entrenador acababa de radiografiarle las entrañas y de averiguar todos sus secretos, incluidos aquéllos que él mismo desconocía.
—Bueno, ¿a qué debo sorpresa tan agradable, Jojo? Celeste te llama el hombre misterioso.
El pobre se quedó allí plantado, sintiéndose violento. Cayó en la cuenta de que no había pensado, en términos concretos, lo que quería decir.
—Bueno, supongo que debería… esto… agradezco de veras que se haya hecho un hueco…
—Venga, hombre, siéntate —lo interrumpió el entrenador, y señaló una silla semicircular de cuero marrón acolchado con estructura de acero inoxidable.
Jojo tomó asiento pero no consiguió encontrar postura en el maldito cacharro. El respaldo formaba un ángulo recto con el asiento, que era demasiado bajo. Tuvo la sensación de que la cabeza le quedaba un palmo por debajo de la del entrenador.
Buster Roth le ofreció una sonrisa benévola.
—Me parece que no las tienes todas contigo, Jojo. ¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?
—Bueno… —Empezó a frotarse el dorso de las manos con las palmas—. Yo no diría «mal» exactamente.
—Vale, entonces… ¿Qué, Jojo?
—Es un asunto académico, entrenador.
La voz del entrenador se tornó un tanto arisca:
—¿De qué asunto académico se trata? ¿Qué asignatura? Ya os lo he dicho un centenar de veces: no dejéis que las cosas vayan a más. En cuanto veáis que surge algún inconveniente, acudid a uno de nosotros. No dejéis que estas pejigueras sigan su curso.
—No es nada de eso, entrenador. —Se frotaba las manos con tanta fuerza que el otro no pudo por menos que mirárselas—. Es que… supongo… Lo que quiero decir es que tengo la sensación de que no estoy aprovechándolo bastante, eso es todo.
—¿Aprovechando el qué, Jojo? —El entrenador juntó las cejas. Evidentemente, no tenía la menor idea de lo que estaba diciendo su pupilo.
—La oferta académica, entrenador, mis clases.
—¿Qué clases? No tienes problemas para aprobar, ¿verdad? Lo último que sé es que tenías una media de dos coma dos. ¿Qué problema hay, Jojo?
—Bueno… —respondió el aludido, a duras penas. Había entrelazado las manos y las había hundido tanto entre los muslos que tenía encorvada la parte superior del torso—. Es que… Por ejemplo, estoy en un curso de Francés de nivel superior para cubrir los créditos lingüísticos, ¿sabe?
—Sí…
—Y leemos los libros traducidos, en vez de en francés, cosas así.
—Con el señor Lewin, ¿verdad?
Jojo asintió.
—Es estupendo, un auténtico apoyo para nosotros, Jojo. Entiende la importancia del deporte en la educación superior. Los profesores de Dupont son buena gente, pero de vez en cuando, como bien sabes, te topas con algún gilipollas que se la tiene jurada a los deportistas. Lewin no es así. Es un tío como Dios manda.
—Pero hacemos todas las lecturas traducidas, entrenador. No estoy aprendiendo nada de francés.
—¿Y qué? ¿Qué quieres, especializarte en filología? Dios bendito. Además, no es verdad. Aprendes francés más que de sobra en esa clase, literatura francesa a porrillo. Muchos de los nuestros han estudiado esa asignatura. Todos me dicen que es un profesor magnífico. Aprenden todo lo necesario sobre los grandes autores franceses, no sé, como Proust… —El entrenador rebuscó en su base de datos algún otro nombre, sin resultado—. Y en realidad aprendes más sobre… esos grandes escritores porque Lewin no te obliga a estar todo el día traduciendo. Yo también tuve que aprender un idioma extranjero en la universidad, ¿sabes? Todo eso de traducir es una pérdida de tiempo y una comedura de tarro. No te olvides de que esto es Dupont, Jojo, no podrías matricularte en una asignatura de Francés mejor en todo el país. Por el amor de Dios, date por satisfecho; Lewin es estupendo.
Así que Jojo se dio por satisfecho en lo referente a «De Flaubert a Houellebecq».
—Bueno… pero eso no es lo único, entrenador. El otro día hablaba con una compañera que me dijo no sé qué de Sócrates. No es que fuera algo así como… complicado, ni nada. No intentaba dárselas de lista, lo que pasa es que se imaginó que todo el mundo sabía algo de Sócrates. Y, bueno, me sonaba el nombre, entrenador, pero nada más, y como que lo de Sócrates es los cimientos de la filosofía.
—Los cimientos de la filosofía, ¿eh? ¿Quién te ha dicho eso, Jojo?
—Esa chica.
—Esa chica —repitió el entrenador—. Bueno, yo puedo contarte algo de Sócrates, Jojo. Se suicidó. Se tomó una copa de cicuta hasta la última gota. ¿Sabes lo que es la cicuta?
—¿Algo de un árbol?
—Muy bien —lo felicitó el entrenador, aunque a Jojo no lo convenció su expresión. ¿Se estaba burlando de él?—. En este caso es un veneno elaborado a partir de las hojas de un árbol. Sócrates era un hombre de firmes principios, Jojo. Prefirió suicidarse a… Bueno, sea como sea, tenía que ver con sus principios. ¿Y sabes una cosa, Jojo? Eso es lo único que te hará falta saber acerca de Sócrates en toda tu vida. Eso es lo único que le hace falta saber a nadie. Aún eres muy joven para entenderlo, pero te bastará con tener una vaga idea de quiénes son esos personajes cuando salgan sus nombres en una conversación. Y tampoco vas a conocer a nadie que sepa más que eso, salvo por algún que otro empollón, que en cualquier caso es gente que no cuenta para nada.
—Ya lo sé, entrenador, pero igualmente, ¿no debería aprender algo más de todas esas cosas? Bueno, no sé, como usted dice, esto es Dupont, y quizá mientras estoy aquí ¿no debería…? Ya que estoy aquí y hay cantidad de asignaturas a mi disposición en vez de… Por ejemplo, una de Economía que estoy haciendo…
La voz del entrenador dejó escapar un deje de hastío:
—¿Qué asignatura de Economía es ésa, Jojo?
—Se llama Fundamentos de las Fluctuaciones del Mercado. Con el señor Baggers.
—Lo conozco bien. Un tipo estupendo. Y un profesor estupendo, también.
—Sí, claro, entrenador, pero también es como una clase de economía para tontos.
Lacónicamente:
—¿Ah, sí? ¿Y eso qué quiere decir?
—Los demás alumnos lo llaman «Finanzas para Mazas».
—Vaya. Igual se te ocurre algo mejor.
—Hay una asignatura de Filosofía, entrenador, que alguien me ha recomendado.
—Esa chica, supongo.
—Bueno… sí. Pero parece superinteresante. Se llama La Época de Sócrates.
El entrenador lo observó durante lo que pareció una eternidad con la clase de mirada —entre pasmada y malévola— que lanzaría un padre a un hijo adolescente que acabara de entrar en casa para informarle de que le ha destrozado el Lamborghini en una carrera ilegal. Luego apretó el botón del interfono.
—Celeste, tráeme el directorio de asignaturas… Sí. De toda la universidad.
Luego volvió a lanzarle la misma mirada, sin decir ni palabra. Jojo tuvo la sensación de que una suerte de rayo lo marchitaba y lo hacía menguar.
Celeste entró a paso ligero y dedicó a Jojo una sonrisa coqueta, casi lasciva (¿quéee?), al tiempo que entregaba el directorio al entrenador, que giró la silla para quedar de espaldas, lo abrió por un punto determinado y empezó a pasar páginas con el dedo índice; luego se volvió otra vez de cara a Jojo.
En tono neutro:
—¿No será ésta? —Leyó del directorio—: «Filosofía trescientos ocho: La Época de Sócrates: Racionalismo, Irracionalidad y Magia Animista en el Pensamiento Griego Primitivo. Señor Margolies».
—Sí, esa misma —respondió Jojo, alentado—. ¡Recuerdo la parte esa de la magia animalista!
El entrenador puso cara de paciencia sobrehumana, pero no hizo ningún comentario. Una pausa. Y luego:
—Filosofía trescientos ocho. ¿Sabes lo que significa eso del trescientos ocho?
Jojo negó con la cabeza.
—Pues que es del nivel más alto. Las asignaturas trescientos son las más difíciles. ¿Has hecho alguna asignatura trescientos?
Jojo volvió a negar con la cabeza.
El entrenador volvió a consultar el catálogo.
—¿Sabes lo que significa «racionalismo, irracionalidad y magia animista»?
—Así, en general, más o menos.
—Estupendo.
Jojo notó aflorar la emoción a su garganta.
—Vale, entrenador, tiene razón. En realidad no tengo ni idea, pero es que quiero aprender algo. Y tengo que ir a clase igual, ¿no? Estoy harto de… pues bueno, de escurrir el bulto como hasta ahora. ¡No soy el típico mazas idiota, y estoy harto de comportarme como si me creyera que lo soy!
El entrenador hizo caso omiso de la perorata y siguió insistiendo:
—No sabrás, por casualidad, quién es el señor Margolies, ¿verdad?
—No, pero se ve que es muy bueno.
—Sí, muy bueno —repitió el entrenador con tono mesurado, contemplativo. Y, luego, ¡toma ya!—: ¡¡Muy bueno a la hora de comportarse como uno de los gilipollas de los que te he hablado!! ¡¡A ese cabrón le encantaría echarte el guante!! ¡¡Te devoraría los hígados y los escupiría por la comisura de la boca, joder!! La Época de Sócrates… Mira, descerebrado de mierda, voy a aclararte las cosas. Por lo que a ti respecta, ¡¡estamos en la puta época de Jojo!! ¿Te enteras? ¿Tienes la menor idea de lo que quiero decir, mecagüen la puta? ¡¡¡Tienes que currártelo ahí!!! —Tendió el índice de la mano derecha hacia la pista de baloncesto con tanta fuerza que un espasmo le recorrió el hombro y la parte superior del torso—. ¡¡Y tienes que currártelo este año!! ¡¡O estás jodido!! La Época de Sócrates… ¡¡Estás aquí para hacer cosas con una pelota redonda de color naranja!! —Describió la forma de un balón con las manos—. ¡¡No tienes que pensar en otra época que no sea ésta, hostia puta!!
Jojo nunca había mostrado su ira a Buster Roth, pero con el «descerebrado de mierda» el otro se había saltado la barrera entre entrenador y entrenado.
—¡Usted es igual que todos los demás! ¡Se cree que soy imbécil!, ¿a que sí? Se cree…
—Eso no es lo que he dicho…
—¡Cree que sólo sirvo para una cosa en este mundo! Cree que soy un animal que saca ahí para coger la maldita pelota redonda de color naranja cuando rebota en el tablero y preparar jugadas para que otros…
—Eso no es lo que he…
—… otros animales puedan meter su pelota redonda de color naranja en su…
—¡Jojo! ¡Escucha! Eso no es…
—… puto aro y ahostiar a los cabronazos del otro equipo…
Jojo reparó en que acababa de mencionar tres cosas en vez de una. Eso dio lugar a un instante de vacilación en su chorro de ira, suficiente para que el entrenador pudiera meter baza:
—Jojo. —Tenía las manos levantadas en actitud de «tranqui, tranqui»—. ¡Venga ya! ¡Como si no me conocieras! Hace tiempo que somos buenos amigos. Desde aquella noche… ¿Te acuerdas de aquella noche? Un segundo, una milésima de segundo después de medianoche, el uno de julio… Ya había marcado tu número de teléfono, sólo me quedaba el último dígito, y cuando mi reloj señaló las doce cero cero marqué ese último dígito… Era un siete, ¿verdad? Hasta me acuerdo del puto número. ¿Tengo razón o no? Y te dije: «Jojo, soy el entrenador Roth. Quiero que vengas al equipo de Dupont, en toda mi carrera no había tenido tantas ganas de fichar a nadie». Eso era la pura verdad entonces, Jojo, y sigue…
—¡Sí, pero acaba de llamarme «descerebrado de mierda»!
—… y sigue siéndolo. Por el amor de Dios, no quiero ponerme en plan sensiblero, Jojo, pero siempre te he tratado como a un hijo. Como a mi primogénito. Si no fuera así, no habría dicho algo como… como lo que acabo de decir. Pero tú y yo estamos tan unidos que podemos usar palabras gruesas para dejar las cosas claras, y ni siquiera me refería a ti, o sea, a ti en concreto, a Jojo Johanssen. —Abrió los brazos de par en par, como si Jojo Johanssen fuera una de las cosas más grandes del mundo—. Me refería a esa decisión en concreto que quieres tomar, a matricularte en la asignatura de un gilipollas como Margolies. Y ya está. Si lo que pasa es que no me ha parecido sensato, y tú eres tan sensato como el que más entre todos los jugadores que he entrenado. ¿Por qué dependo de ti para preparar jugadas? Voy a decirte por qué. Tú sabes de qué va este deporte, Jojo. Otros se limitan a jugar, pero tú sabes de qué va el básquet, no te limitas sólo a jugar. No sé si me entiendes.
Por un lado, Jojo no se creía ni una palabra. Y sin embargo, por el otro empezó a ronronear, muy a su pesar, ante las caricias.
—Sí, pero no debería haberme dicho eso, entrenador.
Entrenador. Hasta él cayó en la cuenta de que los halagos habían conseguido que su ira descendiese por debajo del umbral entre entrenador y entrenado.
—Pues claro que no debería habértelo dicho, joder, pero me puede la emoción cuando se trata de un gran jugador como tú. Será un defecto personal que tengo, Jojo, pero disfrutar de la posibilidad de entrenar a alguien como tú… Ésa es la esencia de este deporte para un entrenador. Algún día, algún día con el paso del tiempo, dentro de muchos años, cuando decidas poner fin a tu carrera en la cancha, es posible que tú también quieras ser entrenador. Ah, seguro que tendrás cantidad de opciones. Alguna vez recuérdame que te cuente todas las grandes cosas que han hecho nuestros jugadores tras colgar la camiseta. Cuando alguien juega al básquet como tú se abren muchas puertas, Jojo, y tendrás montones de opciones. Pero si quieres ser entrenador, serás un gran entrenador, Jojo, un gran entrenador, y entenderás lo mucho que significa —se golpeó en el pecho con el puño— tener un jugador tan bueno y tan inteligente como tú en estos momentos.
Jojo apartó la mirada, apretó los labios en un gesto de furia contenida, hinchó su gran pecho, lanzó un suspiro y asintió varias veces, levísimamente, como para decir: «No crea ni por un instante que no sigo furioso con usted. Pero aun así estoy dispuesto a que me halaguen, porque me lo merezco».
—Ya sabes que lo que hacemos aquí en Dupont es básquet del bueno, Jojo —prosiguió el entrenador con la voz más tranquila del mundo—. No hay básquet mejor que el que hacemos aquí, pero esto también es una universidad, y yo me considero profesor, y soy profesor. Sé que algunos jugadores me escuchan decirlo y se creen que lo digo porque queda bien, pero lo digo de corazón, en la vida he dicho nada tan de corazón. Hablábamos de Sócrates, ¿verdad? Bueno, pues Sócrates era griego, y en la época de Sócrates los griegos tenían un refrán: mens sana in corpore sano, mente sana en cuerpo sano.
Jojo no tenía ni la más remota idea de griego, pero, por alguna razón, aquello no le sonaba a griego. Se parecía más a… Ése era el problema, no tenía idea de a qué se parecía más. Se moría de ganas de interrumpir al entrenador para demostrarle la potencia del cerebro Johanssen, y sin embargo no le habría servido de mucho pegarle un corte diciéndole que tenía la intuición de que se equivocaba, porque no sabía ni de lejos cuál era la explicación correcta.
—¿Lo ves? —continuó el entrenador—. Los griegos sabían algo que nosotros hemos perdido de vista. Una buena mente no sirve de mucho a menos que forme un todo —levantó las manos y entrelazó los dedos— con un buen cuerpo. Mens sana in corpore sano, que en griego significa: «Si quieres una gran universidad, más te vale tener un buen programa deportivo». No sé si lo sabes, pero tú eres un líder educativo aquí en Dupont. ¡Eso es! Un líder. Eres un modelo a seguir para todo el campus. —Levantó la mano derecha a la altura de los ojos y trazó un arco de casi ciento ochenta grados para indicar todo el recinto universitario—. Ven a un tío como tú y ven el ejemplo al que deberían aspirar. Ahora bien, ninguno de esos chavales va a tener un cuerpo como el tuyo. —Hizo un gesto en dirección al cuerpo Johanssen—. Un cuerpo como el tuyo es un don de Dios, además de llevar cantidad de esfuerzo. Pero a eso deberían aspirar. La razón de que nuestro programa haga ligeramente más hincapié en el corpore es que enseñamos a todo el alumnado lo que protege, fortalece y otorga energía a la mens y le permite marcar la diferencia en el mundo. Todos somos educadores: yo, tú, el programa entero. Es lo que te digo: eres un modelo a seguir. Contribuyes a enseñar a toda esta gran universidad el ideal griego: mens sana in corpore sano. Cada vez que te veo en la cancha… Cono, cada vez que te veo en el campus… Todo el mundo te reconoce de inmediato, todos empiezan «Va, va, Jojo»… Les enseñas, les enseñas, les enseñas el ideal griego: mens sana in corpore sano, Jojo, mens sana in corpore sano.
Dicho eso, el entrenador se retrepó cómodamente en la silla giratoria y le lanzó una mirada salomónica.
Joder. A Jojo le pareció estar inmerso en una cuba de aceite. Todo resultaba tan pringoso que tenía la sensación de que cualquier cosa que intentara le saldría a mitad de velocidad. ¿Así era como iba a acabar su gran decisión, su gran viraje académico, con todo él flotando cual bicho muerto en una tinaja de viscosas chorradas al más puro estilo Buster? Con su último resquicio de valor moral dijo lenta, muy lentamente, y con voz ronca, muy ronca:
—Nunca me lo había planteado así, entrenador.
—Claro que no. No tenías por qué. Eres un tío estupendo y estás plenamente entregado al programa. Ahora te alejas unos pasos, lo miras todo desde una nueva perspectiva y entiendes el papel tan importante que desempeñas.
—Pero de todos modos me gustaría apuntarme a la asignatura de Sócrates.
El entrenador se cubrió los ojos con la mano y se masajeó la sien con el pulgar y el dedo corazón extendidos, giró unos veinte grados con respecto a Jojo y dejó escapar uno de esos suspiros que suenan como si un tráiler de dieciocho ruedas acabara de frenar. Sin volverse hacia su pupilo, levantar la cabeza ni retirar la visera manual del ceño, se limitó a pedir con voz tranquila y queda, si bien un tanto hastiada:
—Hazme un favor, Jojo. Da un buen paseo mañana antes de venir a entrenar. Piensa en lo que acabo de decirte. Piensa en tu papel en esta universidad y en tus obligaciones y lealtades en esta vida. O, si no quieres pensar en eso, entonces piensa en un pedazo de gilipollas resentido: se llama Margolies. En cualquier caso, tú piensa en algo, en lo que sea, en cualquier cosa que te haga usar la cabeza y no sólo actuar a golpe de impulsos momentáneos.
Siguió sin mirarlo. Y no cejó en su postura de aflicción ni dijo nada más.
Así pues, Jojo se levantó y permaneció en pie un momento. Todo aquello resultaba de lo más violento.
—Entrenador…
Decidió no continuar. Si hacía un último intento de defensa de La Época de Sócrates, sabe Dios lo que podría llegar a ocurrir.
Así que se dio la vuelta y se marchó.