Vista del monte Parnaso desde abajo
Aquella mañana, poco después de las diez, Charlotte acababa de bajar de clase del señor Crone, en el tercer piso de Fiske, donde había pasado una hora en la maravillosa compañía de noventa estudiantes haciendo un examen de Historia Medieval. Dos alumnos que reconoció de clase, un chico y una chica, estudiantes de tercero o de cuarto, según le pareció, estaban junto a la espléndida balaustrada con remate de latón que ornamentaba la amplia ringlera de escalones que recorrían la distancia que separaba el Patio Mayor de la entrada de Fiske.
—¿Qué te ha parecido el examen? —le preguntaba ella a él.
—¿Que qué me ha parecido? —El chico echó la cabeza atrás, puso los ojos en blanco hasta hacer desaparecer prácticamente los iris debajo de los párpados y soltó un sonoro resoplido hinchando los carrillos—. Pues me ha parecido que un animal de considerables dimensiones me daba por el culo sin mi consentimiento.
Su amiga no pudo reprimir las carcajadas, como si fuera lo más ingenioso que había escuchado en su vida. Luego siguió preguntando:
—¿De dónde ha sacado el segundo tema? «Compara los mercados de esclavos de Dublín y Bagdad en el siglo XI y»… ¿cómo era…? ¿«y las discrepancias entre el comercio de mercancías del norte de Europa y el de Oriente Próximo»?
—Y yo qué coño sé. He tenido que recurrir al rollo —replicó él—. ¿Tú crees que me pondrá mejor nota por haberle soltado cuatro chorradas superinspiradas, aunque fueran chorradas?
Ella volvió a reír a carcajadas. Y sin embargo, qué maravillosa compañía para Charlotte.
¡Ojalá estuvieran todavía en pleno examen! Al menos durante aquella hora había formado parte de un grupo de seres humanos dedicados a la misma tarea. Al menos había estado tan ensimismada en la prueba que le había resultado imposible pensar en lo sola que se encontraba.
La soledad no era simplemente una sensación, ¿verdad? No; era algo tangible, algo a flor de piel, un sexto sentido; pero no algo etéreo, como una intuición, sino algo físico, algo que provocaba dolor. Le dolía como si los fagocitos le devorasen la sustancia blanca del cerebro. No era sólo que no tuviera amigos, sino que ni siquiera disponía de un lugar en el que estar a solas. Su compañera de habitación le hacía el vacío día sí y día también para recordarle que Charlotte Simmons, la niña prodigio de las montañas, era un ser invisible e insignificante, y para dejarlo aún más claro no tenía reparo en ponerla de patitas en la calle en plena noche simplemente porque le venía en gana. ¿Y adónde podía ir entonces? A la sala de estudiantes, donde también eran palpables el deseo y el miedo sexuales en mitad de la madrugada.
Oteó el Patio Mayor y todos los cuerpos que corrían de un lado a otro, todas las cabezas que se inclinaban felices para charlar con sus amigos por teléfono móvil, con la esperanza de toparse con Bettina. Podría acabar siendo amiga suya. «¿Sexiliada?». A Bettina el sexilio le parecía de lo más normal en el contexto de la vida universitaria. Charlotte estaba dispuesta a hacer alguna que otra concesión ¡si por lo menos se conseguía una amiga! Ah, con qué tenacidad devoraban, devoraban, devoraban y devoraban los fagocitos…
Estaba tan desanimada que se convenció de que Bettina no aparecería en aquella escena soleada, sombreada, majestuosa, colosal y de tan delicados destellos, en pleno Patio Mayor, y acertó. Así que, por fin, se armó de valor y tomó el camino que conducía a la torre de la biblioteca. Allí al menos podría estudiar y sentarse a solas en un entorno donde no resultaría patética.
Estaba ya a medio camino, avanzando por un tramo del sendero frondoso y repleto de sombras marcadas, cuando se percató del rechinar de unas zapatillas de deporte; alguien corría a su espalda. No se volvió, pero de repente oyó:
—¡Eh! ¡Oye! ¡Perdona!
Miró por encima del hombro sin darse la vuelta y se sobresaltó tanto que se detuvo, paralizada por el miedo. Era el gigante de clase de Francés, el que había querido quedar como un idiota sin necesidad y luego le había tirado los tejos. «¿Quieres que vayamos a comer algo?». Giró sobre los talones y se quedó agarrotada. El otro día casi se le había echado encima. El mismo corpachón, la misma camiseta ajustada que mostraba los mismos músculos grotescos, la misma explanada de cabello rubio producto de aquel extraño corte de pelo militar. Se detuvo a un metro de ella. Charlotte sintió un impulso de echar a correr que chocaba con el deseo de no quedar como una cría. Prevaleció el anhelo de parecer una persona madura. Inmóvil, paralizada, horrorizada, logró preguntar, con enorme esfuerzo y voz entrecortada:
—¿Qué quieres?
El chico se quedó pasmado. Alzó las manos con las palmas hacia arriba, como si estuviera levantando una enorme pelota de plástico. Era la viva encarnación de un buen chico incomprendido.
—Sólo quería pedirte perdón, nada más. En serio.
Aún asustada:
—¿Porqué?
—Por lo del otro día —contestó el gigante—, por cómo me comporté, por cómo me abalancé sobre ti sin más…
Se sonrojó, lo que para Charlotte resultó un indicio de que quizá fuera sincero, de que no había dado, simplemente, con otra forma de «tirarle los tejos» (ésa parecía la expresión que utilizaba todo el mundo en Dupont). Pero no era más que eso, un indicio, y Charlotte no respondió.
Él se apresuró a llenar el vacío de la conversación:
—Es que tenía esperanzas de encontrarme contigo por aquí. Me imaginaba la impresión que debías de haberte llevado y quería decirte que lo siento mucho.
Charlotte se limitó a fruncir el entrecejo. Aquel chico era demasiado grande, no podía ser normal. Tenía el cuello anchísimo, los brazos larguísimos, tantísimos músculos…
—Venga, así quedamos en paz. Te invito a comer en Mr. Rayón… Comer y punto. Nada más. Te lo juro.
Charlotte no dejaba de interrogarlo con una mirada intensa y recelosa. Sin embargo, había cierto tono de súplica en su voz…
—No sabes quién soy, ¿verdad? —prosiguió él, con una naturalidad que no denotaba engreimiento.
Ella hizo oscilar la cabeza con la lentitud de un ventilador eléctrico, como si quisiera responder: «Pues no, y ni tienes la más remota idea de lo poco que me interesa descubrirlo», aunque en realidad sí sabía que jugaba al baloncesto. Y además se le había encendido una chispita de curiosidad.
—Me llamo Joseph Johanssen y formo parte del equipo de baloncesto. Todo el mundo me llama «Jojo».
Charlotte seguía titubeando.
—Venga —insistió él—. Vamos y picamos algo.
Habría bastado con argumentar que llegaba tarde a clase o… En realidad no le debía ninguna explicación: podía negarse sin más e irse. Pero no podía moverse del sitio. Era como si su sistema nervioso autónomo hubiera tomado el timón. La otra Charlotte, la autónoma, la que sentía el dolor de la soledad, tiraba de las riendas.
Y así, sin saber muy bien por qué (la otra Charlotte no soltaba prenda), accedió.
—Muy bien —dijo con ligero desapego, como si en realidad estuviera haciéndole un favor engorroso y de lo más inútil.
Nunca había puesto un pie en Mr. Rayón. Estaba en la planta baja de un edificio de aulas de estilo gótico, inmenso y bastante imponente, Halsey Hall, cuyo exterior no ofrecía la menor insinuación de la descarga visual que embistió a Charlotte al entrar en el restaurante junto a Jojo. Las paredes, de un blanco exageradamente brillante, más que reflejar las descargas centelleantes y la iluminación industrial, las repelían a gritos. Unos estandartes pseudomedievales alineados militarmente colgaban a bastante distancia del suelo, donde había una flotilla de mesas que limitaban con los sectores de la cafetería y que estaban lacadas en un negro tan reluciente que el reflejo de la luz, tan intenso como el de las paredes inmaculadas, era prácticamente una bofetada. Los «sectores» eran en realidad cafeterías distintas (seis), sólo que sin tabiques de separación, y cada uno contaba con idénticas filas relucientes de tubos de acero inoxidable cromado en forma de U, destinadas a ir deslizando las bandejas por ellas. Los sectores iban de un extremo a otro del local y presentaban seis cocinas distintas: tailandesa, china, hamburguestadounidense, vegetariana, italiana y oriental. Los altavoces emitían un tema antiguo, I’m too sexy, cuyo mecánico y repetitivo ritmo de música disco daba la impresión de que el local estaba mucho más lleno de gente, cuando en realidad la masa de estudiantes en busca de almuerzo aún tardaría una hora en formarse.
Jojo pidió una hamburguesa (lógicamente en el sector hamburguestadounidense) y una lata de Sprite. Charlotte rehusó tomar nada, en parte porque no podía derrochar el dinero y en parte para que el gigante no se creyera que se dignaba a comer con él o que, en modo alguno, permitía que aquel encuentro se convirtiera en una cita.
Cuando se dirigían a una de las deslumbrantes mesas negras, un chico sentado con tres amigos un par de mesas más allá se incorporó a medias, saludó con la mano y gritó:
—¡Va, va, Jojo!
El gigante le sonrió, casi de mala gana, le hizo un gesto con la cabeza y siguió avanzando. A Charlotte le pasó una idea aterradora por la cabeza: si jugaba al baloncesto, podía ser famoso en la universidad, ¿y qué pasaría si alguien la veía con él? Sintió deseos de poder colgarse un cartel que rezara: «Esto no es una cita. No lo conozco de nada. No me cae bien. No lo admiro. Me deja indiferente». Pero ¿quién iba a reconocerla? No había nadie en todo Dupont a quien le importara lo más mínimo con quién comía ella. Bueno, quizás a Bettina, pero eso a Charlotte debería darle igual, ¿no?
Se sentaron y el tal Jojo se inclinó sobre el plato de plástico de la hamburguesa, como si quisiera asegurarse de que no lo oía nadie, y preguntó:
—¿Te acuerdas de lo que me dijiste el otro día, después de la clase de lite francesa del señor Lewin?
Charlotte negó con la cabeza. Lo recordaba a la perfección.
—Me preguntaste por qué había decidido «soltar una tontería» al señor Lewin cuando hablábamos de Madame Bovary.
Charlotte no pudo reprimirse más:
—Bueno, ¿y por qué fue?
—¡Pues eso es lo que me pregunto yo desde entonces! —Su voz era apenas un susurro—. El libro me gustó mucho. Me dio que pensar. ¿Y te acuerdas de la otra cosa que me dijiste?
Charlotte no repitió el gesto de negación. Lo miró un instante y después, con la mayor sutileza, asintió.
—Me dijiste: «Sabías la respuesta a la pregunta, ¿verdad?». Pues sí. ¿Y quieres saber por qué hice ver que no tenía ni idea?
Se detuvo, evidentemente esperando a que ella insistiera, cosa que hizo:
—¿Porqué?
—Hay tres compañeros míos de equipo que siguen la misma asignatura. Hacer los deberes no está mal visto, porque, claro, hay que aprobar, y hay gente que incluso se permite sacar buenas notas (aunque en el equipo hay un tío muy listo que siempre intenta que la gente no se entere de qué ha sacado). Pero no puedes dejar que nadie descubra que una asignatura te interesa de verdad, ya me entiendes, que se vea que te ha gustado un libro. Si alguien se entera te da por culo.
—¡No hables así! —exclamó Charlotte con brusquedad, realmente ofendida.
Jojo se quedó mirándola, atónito.
—¡Oh, lo siento! ¡Se me ha escapado! —Una pausa incómoda. Por fin añadió—: ¿De dónde eres?
Charlotte apretó el gatillo de la metralleta, ra-ta-ta-ta:
—De Sparta, Carolina del Norte. Está en las montañas. No te sonará de nada. A nadie le suena de nada. Bueno, en realidad, tampoco sabes cómo me llamo, ¿verdad?
Jojo se había quedado sin habla.
Temerosa de haber llevado las cosas demasiado lejos, ella anunció con una leve sonrisa indulgente:
—Me llamo Charlotte. Muy bien, decías que te aterra la presión de tus condiscípulos.
Jojo apretó los labios hacia adentro.
—No es que… No me aterran mis condiscípulos exactamente… —Se interrumpió. Charlotte lo atenazaba con una mirada fría y recelosa—. Bueno, todo esto empieza en el instituto. En primero de instituto. Los entrenadores y todo el mundo se pone a decirte que vales. ¿Me entiendes? Que si eres muy alto para tu edad, que si tienes algo, que si vas camino de convertirte en un gran deportista. Empecé el instituto en un centro donde sólo dictaban los dos primeros cursos, ¡y antes de acabar ya había tres institutos, y me refiero a institutos públicos, que trataron de ficharme! Mi padre me aconsejó que de los tres fuera al que tuviese mejor historial, al que hubiese metido a más jugadores en los programas de baloncesto de la Primera División Universitaria, y acabé yendo al que quedaba más lejos de casa, Trenton Central.
—¿Dónde vivías? —preguntó Charlotte, consciente de que se le escapaba el acento sureño.
—En Trenton, que está en Nueva Jersey. Pero a todos los del equipo, Treyshawn Diggs, André Walker, a todos les ha pasado lo mismo. En primero del insti ya todo el mundo te trata como si fueras lo mejor de lo mejor y los demás alumnos estuvieran por debajo de ti. Y la gente se pasa el día pensando en los libros y los exámenes y los deberes, pero tú «tienes algo». Vamos, que yo como que podía sentarme en la última fila, espatarrarme en la silla y poner el libro del revés. En clase a todo el mundo le parecía la bomba que hiciera esas cosas. Y luego ya en Trenton Central empecé a salir bastante en los periódicos locales por cómo jugaba y tal, y eso me dio un subidón tremendo.
Aún con timidez:
—Bueno… Era lo que querías, ¿no?
—Supongo, pero ahora me gustan otras cosas, como la literatura, aunque sea Gabacho para Mazas.
—¿Gabacho para Mazas?
—Es como llama todo el mundo a esa asignatura. Francés para tíos cachas. Hay una asignatura de alemán que llaman Kartoffeln para Mazas. Y una de geología que es Piedras para Mazas. Y luego hay una de literatura clásica, de griegos y romanos, que se llama Vox para Mazas. Eso de «Vox» no lo entiendo muy bien.
—Quiere decir «voz» en latín —explicó Charlotte—. ¿Te suena «voxpopuli»?
Por la cara que puso, no le sonaba.
—¿La voz del pueblo? —insistió Charlotte.
Jojo asintió con un aire distraído que prácticamente dejaba claro que tampoco entendía la versión desmenuzada.
—Ah, sí, y hago una asignatura de economía que se llama Finanzas para Mazas —continuó—. Al principio te parece como que es muy guapo, pero luego alguien te hace un comentario, como tú el otro día, y como que… te quedas hecho polvo.
—Pero ¿por qué te importa lo que piense yo? No soy más que una novata.
Jojo bajó la vista y se frotó la enorme frente con el pulgar, el índice y el corazón. Después miró a Charlotte con los ojos bien abiertos.
—No tengo a nadie con quien hablar de estas cosas. ¡Es que no me atrevo, hostia! Ay, perdona. Se me va el… —Se encorvó un poco más sobre la mesa—. Claro que eres más que una novata. Lo que me dijiste fue como… como si acabaras de llegar de Marte. ¿Me entiendes? No has llegado a Dupont ya con toda la mié… con todos los malos rollos típicos. Es como si hubieras llegado sin que nada te tape los ojos, como si vieras las cosas exactamente como son.
—Carolina del Norte cae muy lejos de aquí, pero tampoco es que esté en Marte. —Y sin querer le sonrió por primera vez.
De inmediato comprendió que aquella expresión de sinceridad del chico estaba impregnándose de algo más que su preocupación por los estudios. Sabía perfectamente que tenía que pararle los pies en el acto. La sola idea de que volviera a «tirarle los tejos» le resultaba desagradable e incluso aterradora… y sin embargo no quería pararle los pies. Su experiencia hasta ese momento había sido tan inexistente que le habría resultado imposible expresarlo con palabras, pero estaba disfrutando de los primeros indicios, los primeros de toda su vida, del poder que puede ejercer la mujer sobre esa criatura tan monomaníacamente hormonocéntrica como las bestias del campo, el Hombre.
—Charlotte… qué nombre tan bonito —comentó él.
Ella trocó su expresión hasta dejarla totalmente plana. Al parecer Jojo se lo tomó como un reproche, que era precisamente la intención de Charlotte, porque enjugó el escape hormonal de su gesto antes de proseguir:
—Lo que me pasa es que no sé nada de todas esas… cosas culturales. ¿Me entiendes?
—No.
—Bueno, pues de dónde sale tal idea y de dónde sale tal otra. La gente no hace más que decir nombres, como si todo el mundo tuviera que conocerlos, pero yo ni idea. ¡Es que nunca me había molestado en prestar atención! Me da vergüenza. A ver, por ejemplo, tengo un profe de Historia de Estados Unidos que se llama Quat y que dice que los primeros colonos de Norteamérica eran puritanos… —Se detuvo de sopetón—. No, me equivoco. Lo que dijo fue que eran protestantes, no puritanos, aunque tenían algo que ver con los puritanos, ¿vale? Y luego dijo que en Inglaterra la revolución protestante… No, espera, ¿no sería la reforma protestante? Sí, era eso, la reforma. Total, que la reforma protestante… Bueno, lo que dijo, casi exactamente, fue: «La reforma protestante se alimentó del racionalismo, pero no fue el racionalismo el que la provocó». ¿Vale? Y yo me pongo a mirar alrededor a ver si alguien levanta la mano y pregunta qué es eso del racionalismo. ¡Pero no! Toda aquella gente tiene notas de pena, por eso están en mi clase, y aún así sabían de qué estaba hablando. Y, bueno, pues a mí me dio corte levantar la mano, porque me imaginaba que todo el mundo me miraría y diría: «Qué corto es el mazas este».
—¿Dirían «Qué corto es el mazas este»?
—O lo pensarían. ¿Tú sabes qué es el racionalismo?
A Charlotte le dio pena.
—Bueno, sí, pero yo tenía una profesora que me prestaba mucha atención? Y me hizo leer mucho sobre Martín Lutero, y Calvino y John Wycliffe y Enrique VIII y Tomás Moro y Descartes? Tuve bastante suerte.
—Bueno, da igual, lo importante es que sabes qué es, como toda esa gente de mi clase. Yo nunca he leído nada de ese Decar ni de toda esa gente. ¿Cómo se llamaba el otro? ¿Wycliffe? Es que ni siquiera había oído esos nombres.
—¿Nunca has tenido que estudiar filosofía?
Con autocompasión:
—Los mazas no estudian filosofía.
Charlotte lo miró con actitud de maestra.
—¿Sabes qué son las «artes liberales»?
Pausa. Cavilación.
—… No.
—Viene del latín? Es lo mismo que «humanidades»? —Charlotte era la viva imagen de la paciencia y la amabilidad—. En latín, «liber» quiere decir «libre»? También quiere decir «libro», pero eso es pura coincidencia, creo. En fin, que los romanos tenían esclavos de todo el mundo, y algunos eran muy inteligentes, por ejemplo los griegos. Los romanos permitían que los esclavos estudiaran todo tipo de materias prácticas, como matemáticas o ingeniería, para que pudieran construir cosas, o como música, para que fueran artistas? Pero sólo los ciudadanos romanos, la gente libre?, la gente que era «liber»?, podía estudiar cosas como retórica, literatura, historia, teología o filosofía? Lo que pasaba es que eran las artes de la persuasión, y no querían que los esclavos aprendieran a presentar argumentos que pudieran animarlos a unirse y rebelarse o lo que fuera? En fin, que las artes liberales, las humanidades, son las artes de la persuasión, y no querían que nadie que no fuera ciudadano libre las conociera y pudiera persuadir a los demás.
Jojo la miraba con las cejas arqueadas y una sonrisa constreñida, una sonrisa de resignación, y se puso a asentir, asentir, asentir y asentir. Estaba haciéndose la luz en el interior de aquel cabezón.
—Entonces, los deportistas somos un poco los esclavos. Ni siquiera quieren que pensemos. De tanto pensar podríamos distraernos y dejar de lado lo que pretenden que hagamos. —Seguía asintiendo—. Qué pasada, Charlotte. —Era la primera vez que la llamaba por su nombre. De repente la miró con una sonrisa totalmente distinta—. Tú sí que eres una pasada.
La mirada que puso al decirlo volvió a asustarla y se mantuvo firme en su papel de maestra de escuela.
—Haz alguna asignatura de filosofía. Seguro que te gusta.
Al parecer, Jojo captó el mensaje, porque retiró de la mesa los codos, que habían estado aguantando su corpachón anhelante, y se enderezó.
—Pero si no sé por dónde empezar.
—Es muy fácil —explicó ella—. Se empieza por Sócrates y por Platón y Aristóteles. Ésos son los cimientos de toda la filosofía, Sócrates, Platón y Aristóteles.
—¿Y tú cómo sabes todo eso?
La respuesta que le pasó por la cabeza a Charlotte fue: «Todo el mundo lo sabe», pero lo que contestó, encogiéndose de hombros, fue:
—Será que he prestado atención.
Jojo se quedó erguido en la silla, pero su sonrisa era cada vez más afectuosa y no le quitaba los ojos de encima, y lo que antes había sido un simple escape hormonal se convirtió en un torrente que manaba y manaba y manaba y manaba.
Charlotte no podía permitir de ninguna manera que aquello continuara. Y sin embargo, aquel poder le hacía bullir algo en la entrepierna.