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El rey de la casa

Ya casi había oscurecido, y por el sendero del margen del Bosquecillo se acercaban a saltitos unas luces amarillas parpadeantes, una detrás de otra, tenues luces amarillas, arracimadas aquí, espaciadas allá, pero una procesión entera de luces, todas en la misma dirección, avanzando a saltitos y parpadeando por el sendero del margen de la arboleda. Adam apretó los frenos de la bicicleta y se detuvo, aunque ya llegaba tarde a la reunión del Daily Wave.

Le llevó un instante dilucidar el espectral desfile: corredores. Las luces amarillas, que parpadeaban con objeto de alertar a los conductores por la noche, formaban parte de los reproductores de CD que llevaban sujetos con velero a la parte superior del brazo. Pero esos brazos… ¡eran casi inexistentes! Las corredoras eran chicas, por lo poco que veía Adam, y la mitad era terriblemente delgada, sin pechos, sin trasero, nada salvo huesos, pelo, camisetas, pantalones cortos, aparatosas zapatillas y lucecitas parpadeantes. Estaban decididas a quemar hasta la última caloría que pudieran exprimir de sus pellejos enjutos o a morir, literalmente, en el intento.

Adam se imaginó el artículo de inmediato («Maratón de anoréxicas»), y seguro que en el Wave nadie pondría pegas a su retraso si llegaba con un tema así de bueno, además del auténtico bombazo que les llevaba esa noche, concerniente a (también veía ya el titular de ese artículo) «El gobernador, la mamada y la trifulca».

Se apresuró y dejó atrás a pedaladas Crowninshield y el Patio Menor, preguntándose si sería difícil convencer a las anoréxicas para que les permitieran fotografiarlas. «Las muertas vivientes que no piensan descansar…». ¿Las entrevistas? Eso no era problema para un periodista emprendedor como él. Y nada de advertencias ñoñas en plan: «Los nombres se han cambiado». Ya lo veía impreso. Ya lo sentía impreso. Las nuevas ideas para un artículo tenían algo casi químico, le provocaban un subidón visceral. «El gobernador, la mamada y la trifulca»; aunque el memo de Greg Fiore no iba a tener agallas para incluir «mamada» en un titular. Pedaleó más rápido.

En el mundo real (en contraposición a la cómoda crisálida de Dupont), las redacciones de los periódicos no se diferenciaban demasiado de las oficinas centrales de una aseguradora: el mismo enmoquetado sintético sombrío e invencible, las mismas hileras de cubículos de trabajo con espaldas jóvenes encorvadas sobre pantallas de ordenador de un azul levemente febril. Sólo las oficinas de los periódicos universitarios como el Wave mantenían el desorden bohemio-lumpen de las redacciones de la mítica era de Luna nueva del siglo XX, aunque por supuesto nadie en el Wave, aparte del propio Adam o posiblemente Greg, el jefe de redacción, había oído hablar de Luna nueva ni de su era, más de setenta años atrás, en el siglo anterior, lo cual para los estudiantes del momento era la prehistoria.

Al entrar, Adam se encontró con Greg reclinado sobre las patas traseras de su vieja silla de biblioteca, de madera, de cara a otros cinco miembros de la redacción, dos chicos y tres chicas, que se habían acomodado como habían podido, ante un telón de fondo de cajas de pizza desechadas relucientes de queso grasoso, canastillas en las que habían llevado alitas picantes y barritas de pollo rebozado, agrietadas tapas translúcidas de vasos de café y de granizados y batidos gigantescos, bandejas de poliestireno con restos de comida que se habían tornado de un gris mohoso, bolsas diversas y arrugadas y hojas de periódico y textos impresos esparcidos por una moqueta desgastada hasta la extenuación y cubierta de manchas aframbuesadas de bebidas alcohólicas derramadas tras una importante ingestión de cafeína o algo peor. ¡Era el no va más! Las cajas de cartón… Después de la reunión iba a tener que ir a PowerPizza para currar unas horas repartiendo pizzas sin parar.

Una china delgadita llamada Camille Deng («qué pedazo zorrón», pensó Adam) estaba diciendo:

—Creo que aún tenemos más de un asunto pendiente en lo que respecta a la homofobia. No me trago la excusa de la administración de que el personal de limpieza creyó que estaba «combatiendo la homofobia».

—¿Por qué no? —replicó Greg, que se reclinó aún más sobre las patas traseras y la miró apuntándola con la nariz. «Greg y su pose de “tengo que ser un periodista duro de pelar”», pensó Adam. Greg, con su cuello raquítico y su barbilla huidiza.

—Bueno —continuó Camille—, ¿crees que es una mera coincidencia que se acerque el Fin de Semana de Puertas Abiertas y la administración, que siempre anda diciéndonos que apoya al cien por cien la diversidad y todo lo demás, querrá que los padres vean descripciones de cómo hacen el amor los chicos de Dupont escritas en las aceras con tiza? «Somos maricones y no nos callarán». ¿Crees que a los mandamases de Dupont no les importa que salga a la luz algo así? Porque a la gente GLBT no hay quien la calle, eso te lo digo yo.

—¿Por qué hablas en tercera persona? —preguntó un melenudo pelirrojo, Randy Grossman—. ¿Seguro que no tienes tú también algún problemilla? No sé, ¿algo de homofobia interiorizada que te impide aceptarte como lesbiana?

Camille profirió un «anghhh», el gruñido de desprecio sumo.

«Yo también tengo un problemilla de homofobia interiorizada que se centra en una sola persona: Randy», pensó Adam. Desde su salida del armario se había convertido en un coñazo y además era agresivo. Como el resto de la redacción del Wave, Adam lo había admirado entonces por su valor, pero luego le habían entrado ganas de que volviera a meterse dentro.

Haciendo caso omiso de Randy, Greg contestó:

—Mira, Camille, un tío del turno de vigilancia de noche ve pintadas en la acera en las que se describe cómo se dan por culo y se meten el dedo por el ojete para sobarse la próstata… Yo mismo vi lo que quedaba de ésa. Y son las dos o las tres de la mañana. Los de seguridad avisan a los de limpieza, y los de limpieza deciden… Y tened en cuenta que estamos hablando del turno de noche…

—¿Qué importa eso? —lo interrumpió Camille—. ¿Es que los empleados del turno de noche tienen que ser automáticamente retrasados?

—Déjame acabar. Los de limpieza creen que se trata de vandalismo homófobo. «Más vale que nos deshagamos de esto antes de que amanezca». ¿Por qué es tan difícil de creer? Esos tíos están en plena madrugada, ¿y cómo diablos van a saber que se trata del Puño Gay/Lésbico, que asesta un golpe a favor de la libertad homosexual? Total, que se pasan el resto de la noche borrándolo todo y por la mañana no quedan más que manchas de tiza, y están convencidos de que han hecho lo más indicado. Yo lo entiendo, pero los del Puño se ponen como fieras. ¿Qué crees que ocurrió, que se juntaron un montón de tíos a las tres de la madrugada y celebraron una reunión sobre una posible mala publicidad durante el Fin de Semana de Puertas Abiertas?

«Greg tiene razón —pensó Adam—, y Camille es un zorrón, pero Greg acierta por motivos que no son». Como todo jefe de redacción del Daily Wave, Greg era en teoría un periodista de feroz independencia que no se mordía la lengua. En realidad no era el primero en la historia del Wave con tendencia a morderse la lengua en infinidad de ocasiones, porque la administración, y también los alumnos, disponían de infinitos recursos (morales, sociales y contundentes) para joderle la vida a cualquier jefe de redacción que se tomara al pie de la letra su cédula de independencia. Aun así, para él era importante considerarse (no sólo de cara a la galería, sino también en su fuero interno) un periodista de armas tomar capaz de airear trapos sucios cuando hiciera falta. En el fondo, nunca había habido la menor posibilidad de que el intrépido Greg Fiore denunciara a la administración por no haber defendido el derecho del Puño a explayarse sobre el sexo anal por las aceras en vísperas del Fin de Semana de Puertas Abiertas.

Naturalmente, Adam, como él mismo comprendía, no era del todo objetivo en lo tocante a Greg Fiore. Ni que decir tiene que él, Adam, era el estudiante de cuarto que en esos instantes debería estar sentado en esa silla destartalada apuntando con la nariz a los miembros del equipo desde su eminente puesto de jefe de redacción. No cabía culpar a Greg de la situación, pero igualmente le salía del alma estar resentido con él. No, en el fondo eran sus padres quienes tenían la culpa, más concretamente su padre, que los había abandonado a él y a su madre en circunstancias tan precarias que se había visto obligado a tener dos empleos para pagarse la universidad. Editar una publicación diaria como el Wave era un compromiso a jornada completa que no dejaba tiempo para cosas como repartir pizzas y hacer de sustituto del cerebro de Jojo Johanssen. Adam no podría haber aceptado el puesto de jefe de redacción aunque se lo hubiesen pedido de rodillas. Judíos sin dinero. Su padre era nieto de unos judíos sin dinero (Judíos sin dinero era una novela «proletaria» de los años treinta que había leído sólo por el título) que emigraron de Polonia a Estados Unidos en la década de 1920 y acabaron en Boston, donde siguieron siendo judíos sin dinero. Su padre Nat fue el primer Gellin, o Gellinsky (el tatarabuelo de Adam le había dado un pequeño recorte al apellido), en llegar a la universidad. Justo de dinero, se vio obligado a dejar la Universidad de Boston tras un par de años, después de lo cual se dio con un canto en los dientes al encontrar trabajo de camarero en Egan’s, un restaurante céntrico, grande, vistoso y popular al que iban los empresarios que gustaban de cenar respirando el mismo aire que empresarios más importantes aún, políticos de postín, presentadores de televisión, periodistas del Globe y el Herald y, de vez en cuando, alguna figura del mundo del espectáculo de paso por la ciudad. En resumidas cuentas, Egan’s era irresistible para esa criatura de la gran ciudad que debe estar «donde se cuece todo». Nat Gellin tenía las tres cualidades esenciales para triunfar en un establecimiento semejante: esmero, tacto y don de gentes; y en menos de diez años llegó de camarero a gerente, pasando por jefe de camareros y maitre. Adam apenas lo recordaba, pero su padre debía de tener mucha labia y mucha mano izquierda, porque Egan’s había sido desde siempre irlandés hasta los tuétanos. El local tenía un bar donde hacia las seis de la tarde había un jaleo de aupa debido a las animadas conversaciones de gente que tenía el convencimiento de estar bebiendo en el lugar más adecuado. Contaba con imponentes paneles de roble con adornos de latón pulido, con estanterías de cristal de más de dos centímetros de grosor repletas de hileras de botellas de licor iluminadas desde abajo como si estuvieran en un escenario… y con Nat Gellin, con su traje gris de estambre asargado, su camisa recién almidonada y su corbata azul marino con lunarcitos blancos, uniforme que había copiado al equipo de anfitriones oficiales del club 21, en Nueva York. Recibía a todos y cada uno de los clientes de Egan’s con una sonrisa ubicada entre un par de mofletes rubicundos. Tenía la habilidad de no olvidar nunca un nombre, ni siquiera el de alguien que acudía cada muerte de un obispo. Siendo todavía un mero camarero rebotado de la universidad, conoció a Frances Frankie Horowitz, que había acabado la secundaria, era guapa, resultona y alegre, y tenía un trabajo consistente en encauzar los partes de accidente y robo de los clientes de la aseguradora Allstate.

La madre de Adam idolatraba al incomparable restaurador Nat Gellin. Incluso años después, en medio de monólogos de odio a la antigua usanza, se le escapaban comentarios como: «No hay otro judío en Boston capaz de hacer lo que hizo tu padre con ese restaurante irlandés». Lo que dedujo Adam de todo ello fue que un judío de éxito era aquél que triunfaba entre los gentiles.

Y Nat Gellin, de Egan’s, triunfó sin asomo de duda entre los gentiles. Dos años antes de que naciera Adam, se cameló a un banco perteneciente al Boston más rancio, el First City National, para que le concediera un préstamo prodigioso y compró la mitad del restaurante a los cinco hijos de Michael F. X. Egan, el dueño originario, que aprovecharon encantados la oportunidad de sacar algo de pasta al local sin más tardanza. Luego compró una casa a juego en Brookline, aunque ello supusiera hipotecarse hasta las cejas. Adam pasó los primeros cinco años de su vida en lo que tiempo después reconocería como una casa georgiana grande y elegante de Brookline, edificada en torno a 1910 en un pequeño solar, siguiendo las pautas urbanísticas de la época, en lo que sin duda era un muy buen barrio entonces y no había dejado de serlo demasiado. El orgullo de Nat también se incrementó hasta cotas máximas. Su ascenso de gerente asalariado a socio con pleno derecho a una parte de los beneficios le hizo creer que había accedido a un nivel social superior y, por así decirlo, romántico. Una noche, mientras rezumaba don de gentes en su restaurante, conoció a una rubia de veintitrés años recién licenciada en Wellesley, una protestante anglosajona con toda clase de contactos en las universidades más prestigiosas y en Beacon Hill, y, andando el tiempo, empezó a verse obligado a quedarse cada vez más tarde para atar todos los cabos sueltos en su establecimiento, tarea de complejidad infinita, tras la cual, sin embargo, llegaba el inevitable trayecto de regreso a Brookline y a Frankie.

Frankie. Él había madurado y ella no había sido capaz de seguirle el ritmo. Envejecer sí que había envejecido, eso sí, y ya no era tanto guapa, resultona y alegre cuanto regordeta, marchita y no muy distinta de cualquier madre estadounidense sin estudios superiores que empieza a ponerse fondona y a alejarse cada vez más del lugar donde todo se cuece, reducida a quedarse en Brookline haciendo mimos a su criatura, Adam.

Fue un domingo, mientras Nat seguía en su vena sombría al tiempo que soberbia y ella estaba en la terraza regando unos lirios, cuando decidió decírselo sin rodeos. Se sirvió precisamente de esas palabras: «No es culpa tuya, Frankie, pero yo he madurado y tú no has podido seguirme el ritmo».

No podría haberlo planteado peor. No sólo le estaba diciendo que la dejaba, sino también informándole que lo hacía porque era una imbécil sin un ápice de clase, una paleta de la que se avergonzaba. Adam era tan joven cuando ocurrió todo que su recuerdo sólo contenía una única instantánea de su padre: en concreto, de su barriga sebosa y sus genitales al salir desnudo del cuarto de baño. No, también conservaba una instantánea mental del momento en que su madre le comunicaba que papá se marchaba, aunque no recordaba con qué palabras se lo decía. Un par de años después ya fue lo bastante mayor para tener plena conciencia de que se mudaban de la imponente casa en Brookline a la segunda planta de un edificio no tan imponente del barrio bostoniano de West Roxbury, aunque aún era muy pequeño como para comprender lo que ello implicaba socialmente. Su posición personal era fabulosa: era el rey de la casa. Su madre lo había sentado en ese trono: lo ponía por las nubes, lo veneraba, sembraba su camino de pétalos de adulación. Puesto que sus profesores también estaban entusiasmados con él, nunca le pasó por la cabeza que el colegio al que asistía, junto con una buena cantidad de niños irlandeses, negros, italianos, chinos, canadienses y ucranianos indisciplinados, no distaba mucho de las más fangosas profundidades del sistema educativo público de Boston. Allí también reinaba, era un niño prodigio: el rey del colegio. Sólo después de cumplir los trece años y haber sido galardonado con una beca para el Roxbury Latin, un añejo y prestigioso colegio de secundaria privado, llegó a entender la caída en barrena que había supuesto pasar de Brookline a West Roxbury… y descubrió cómo había ocurrido.

Los trámites de divorcio de Nat Gellin reanimaron toda la dinámica energía que Francés Horowitz Gellin poseyera el día que lo conoció, salvo que ya no era «resultona», sino que estaba teñida de sed de venganza. Hubo una época en que Nat disfrutaba relatando a Frankie hazañas bélicas del negocio hostelero, y ella estaba al tanto de que los restauradores adoraban a los clientes que pagaban en metálico. En aquellos tiempos, el único comprobante de las cuentas pagadas en efectivo era la cinta impresa de la caja registradora, y la cinta se tiraba a la basura en cuanto el garito cerraba sus puertas por la noche. El dinero en sí era una tarta que los dueños tenían a su disposición para dividirla como mejor les pareciera. Durante tres meses, Frankie y su abogado salieron cada noche y rebuscaron las cintas en los cubos de basura de Egan’s. El abogado quería utilizar las pruebas como medida de presión para obtener un acuerdo más ventajoso con el próspero marido empresario de su dienta, pero Frankie fue directa al gobierno federal. Nat se libró con una multa, pero tan elevada que se vio obligado a vender su parte de Egan’s y la casa de Brookline, e incluso después de eso los banqueros siguieron teniéndolo acogotado. El acuerdo y la pensión alimenticia para ella y su hijo quedaron reducidos a meras palabras en un documento; ya no quedaba salvo una miseria que sacarle a Nat Gellin, renombrado anfitrión y ave nocturna. Pero, eso sí, bien desconcertado y pasmado (amén de pendiente de cobro) que dejó Frankie a aquel abogado absorto en los despojos de su caso.

A la sazón, a ella no le importó, porque se había vengado, y sí, había disfrutado de lo lindo. Le importó luego, cuando las cosas se torcieron tanto que tuvo que ponerse a trabajar en el departamento de televenta de una empresa de televisión por cable, haciendo esas llamadas en frío que molestan a la gente en su propia casa y la dejan preguntándose qué odiosa infeliz andará tan justa de dinero como para aceptar semejante empleo. Pero ni siquiera esas grandes dosis de desdén la desalentaron, porque estaba al servicio de una causa más importante: convertir a Adam en una estrella que iluminaría su vida.

Hasta que el niño empezó a ir a Roxbury Latin, nunca hubo dos personas tan entregadas la una a la otra. Adam fue cerebrito de principio a fin de sus tiempos escolares, y los elogios constantes, así como el brillo del éxito en la mirada del propio chico, iluminaron de veras la vida de su madre. Como parte del acuerdo, Frankie alentó la confianza (y el ego) de su hijo, que alcanzó proporciones de escándalo. Ya nada podía evitar que Adam dejara atrás West Roxbury y conquistara el mundo. Frankie no volvió a pisar una sinagoga tras su caída en desgracia, y Adam se educó sin religión alguna, o al menos sin otra cosa que los rudimentos del judaismo. Lo que sí hizo Frankie fue hablarle del pueblo de Israel. Tampoco en ese caso recordaba él qué palabras había empleado su madre, pero le había dejado claro que los judíos eran el pueblo más importante de la Tierra e Israel la nación más importante de la Tierra, y que Estados Unidos, un país desde luego estupendo en otros aspectos, estaba plagado de antisemitas. Esos fueron los cimientos sobre los que se edificaría la filosofía vital de Adam Gellin, al igual que la de muchos otros.

En Roxbury Latin, Adam aprendió mucho sobre las distinciones sociales, algo que a Frankie acabaría por no hacerle demasiada gracia. No se trataba en absoluto de un colegio elitista y más bien tenía una atmósfera de ascetismo protestante a la antigua usanza (siempre parecía que alguien estaba a punto de echarse de rodillas por los suelos para fregarlos a conciencia). Aun así, había unos cuantos alumnos bien asentados socialmente y muchos padres pudientes que tomaban parte en los proyectos del centro. Fue en Roxbury Latin donde Adam cayó por primera vez en la cuenta de que su madre, Frankie Gellin, de soltera Francés Horowitz, la mujer que no sólo lo había amamantado, sino que también había nutrido y nutrido su ego hasta convertirlo en un gigante entre la muchedumbre, entre la gente común y corriente de Boston, la mujer que había hecho todo eso, era en el fondo una persona de lo más común y corriente, una mujercita de hombros gordezuelos ya entrada en años y sin educación ni refinamiento, sin conocimiento del mundo ni curiosidad por él, una persona que apenas había leído y no podía conversar con él de Shakespeare, y mucho menos de Virgilio, y mucho menos aún de Emily Dickinson o J. D. Salinger. Resultaba bastante difícil entender ironías, alusiones o metáforas si no se tenía la menor idea de los referentes. Su madre no comprendía nada, nunca había comprendido nada. Adam encaró la senda de los veinte años convencido de ser una estrella, un joven brillante e infinitamente prometedor que había ido a nacer de padres equivocados.

De idolatrar a su madre, pasó de la noche a la mañana a no soportarla. ¿Por qué? No tenía la menor idea. Ni siquiera era consciente de que lo que sentía era resentimiento. Estaba convencido de que se trataba de algo cultural: ella carecía de educación y él se había empapado hasta los tuétanos de erudición en Roxbury Latin. Era incapaz de afrontar la verdad, que no era otra que su negativa a aceptar que había sido semejante nulidad social e intelectual, su madre, un cero a la izquierda que daba vergüenza ajena y no sabía ni hablar, quien había dado a luz a Adam Gellin, criatura del destino. Hacerlo habría echado por tierra los cimientos de su inmenso ego. (Y tampoco es que fuera el primer caso de complejo de madre venida a menos entre quienes se tienen por intelectuales).

—¿… O ha sido antes de que llegaras?

Con un sobresalto, Adam se dio cuenta de que Greg lo miraba directamente y le hacía una pregunta, aderezada probablemente con una pulla debida a su retraso, pero no tenía la menor idea de qué le había dicho. Se exprimió los sesos un instante y luego dijo:

—Lamento haber llegado tarde. —Miró a los demás con toda intención mientras hablaba, para que no diera la impresión de que se disculpaba ante Greg—. Pero me he topado con algo superincreíble y superauténtico.

Greg lanzó un suspiro impaciente, en plan «no me hagas perder el tiempo»:

—Vale, ¿qué es?

Adam era consciente de que no era buen momento para proponer el artículo, pero ese instinto conocido como ansia informativa se impuso al sentido común.

—Bueno, ya sabéis que el político que pronunció el discurso de la entrega de diplomas en primavera aspira a convertirse en candidato republicano a la presidencia, ¿verdad?

Greg asintió con impaciencia.

—Bueno, pues una noche, un par de días antes de la ceremonia de esta primavera, cuando el individuo estaba ya en la universidad, dos tíos de una hermandad (vamos, dos miembros de Saint Ray) lo pillaron en el Bosquecillo mientras le estaba haciendo una mamada una chica, una de tercero (sé cómo se llama, pero supongo que no podemos publicarlo), y se montó una trifulca con el guardaespaldas del gobernador…

Greg lo interrumpió:

—¿Y eso se supone que ocurrió un par de días antes de la ceremonia de entrega de diplomas?

—Exacto —contestó Adam.

—Y eso fue hace ¿qué, uno, dos… cuatro meses? Es una pasada de noticia, Adam, pero tenemos que cerrar la edición dentro de tres horas, ¿vale? Y el artículo del que tengo que ocuparme ahora es cosa de esta misma mañana, ¿de acuerdo?

—Ya lo sé, pero te estoy hablando de uno de los políticos más importantes de Estados Unidos y…

Greg volvió a interrumpirlo con tono sarcástico:

—Que sí, que es la bomba de noticia, Adam, pero…

—¿Se te ha pasado por la cabeza, Adam —intervino Camille sin más—, que en todos los artículos que propones las mujeres quedan como seres patéticos? ¿O a lo mejor sí se te ha pasado por la cabeza y la cosa es más grave?

«Tú sí que eres patética, zorrón», pensó el aludido, pero lo que dijo fue:

—¿A qué viene eso de «todos los artículos que propones»?

—Pues viene a raíz de cosas como el artículo que quieres hacer sobre los profes que persiguen a las tías. ¿Tienes la intención de que las mujeres queden a la altura del…?

—Pero ¿de qué vas, Camille? No es un artículo sobre mujeres, sino sobre profesores del sexo masculino.

—¿Os importa si nos centramos en…? —terció Greg.

—¿Cómo que de qué voy? —replicó Camille—. Lo importante aquí es de qué vas tú. Sabes muy bien que el subtexto viene a decir: «Ah, bueno, no ha cambiado nada, ¿verdad? Las estudiantes siguen siendo corderitos sexuales que necesitan protección frente a los machos todopoderosos que quieren seducirlas. No podemos dejar que anden por ahí enrollándose con quien les venga en gana, ¿verdad?». Tu discurso es la misma historia de siempre, la misma historia que… —hizo una pausa con la boca entreabierta, a la búsqueda de alguna analogía histórica o literaria— la misma historia que siempre se ha contado —concluyó sin mucha convicción—. El subtexto garantiza que las alumnas se sigan ciñendo al estereotipo de Caperucita Roja.

—Joder, Camille, no me vengas con subtextos. Vamos a hablar del texto. El texto dice…

—¡¡El texto dice que tenemos que alcanzar una conclusión sobre la mierda esa del «somos maricones»!! —chilló Greg—. ¡¡Sólo faltan dos horas para cerrar la edición!!

—¿Por qué es una mierda lo del «somos maricones»? —quiso saber Randy.

Greg lanzó un suspiro, puso cara de mártir y se golpeó la frente con el pulpejo de la mano. En voz queda, al tiempo que hacía un recorrido panorámico de Randy a Adam pasando por Camille, anunció:

—No-te-ne-mos-tiem-po-pa-ra-cues-tio-nes-se-mán-ti-cas. No tenemos tiempo para deconstruir textos, no tenemos tiempo para mamadas de hace cuatro meses, no tenemos tiempo para profesores salidos. Sólo tenemos tiempo para…

Adam desconectó. Sabía perfectamente lo que iba a hacer el pobre Greg, como también lo sabría cualquiera de los presentes que se hubiera molestado en pensarlo un instante. No sólo tendría miedo de acercarse siquiera a «El gobernador, la mamada y la trifulca», sino que publicaría un artículo en tono serio del fiasco ese del «somos maricones», a pesar de que el asunto era para partirse de risa, y escribiría uno de sus editoriales concesivo-adversativos, y eso si reunía el valor suficiente. En sus editoriales concesivo-adversativos, Greg siempre decía algo como: «Probablemente la postura de la administración al referirse a la eliminación de las pintadas como un error sin mala intención no se aleja de la realidad, pero sin embargo el Puño Gay/Lésbico tiene todo el derecho a hacer que la universidad se ciña a las normas más estrictas de bla, bla, bla…». Y también tendría buen cuidado de que nunca hubiera un hueco para «la mamada». Con sólo mencionarlo le había dado un susto de muerte al pobre Greg.

Y, así, el jefe de redacción discutía con Camille y Randy y miraba el reloj, como si la pura lógica de la hora de cierre de la edición fuera suficiente para que cedieran. No tenía huevos para hacer valer su autoridad y decir —como habría hecho él, Adam—: «Bueno, se está haciendo tarde y vamos a organizamos de la siguiente forma…».

Adam también consultó el reloj y cayó en la cuenta, con resentimiento, de que no iba a poder permitirse el lujo de quedarse para ver si se cumplían sus predicciones. Disponía de quince minutos para llegar al trabajo de la noche. Adam Gellin, criatura del destino, iba a pasar las cuatro horas siguientes en un utilitario japonés con portezuela trasera repartiendo porciones de pizza de anchoas y aceitunas; pastrami, mozzarella y tomate; jamón, parmesano, pimientos rojos y huevo; salchichas, alcachofas y champiñones; salmón ahumado, stracchino y eneldo, y berenjena, bresaola, rúcula, pesto, piñones, fontina, gorgonzola, bollito, misto, alcaparras, perejil, nata agria y queso al ajo a cualquier vago indolente con ganas de atiborrarse de comida (tanto dentro como fuera del recinto universitario) que cogiera el teléfono y llamara a PowerPizza.

Adam no soportaba la pizza, pero esa noche, plantado ante el mostrador de envíos de acero inoxidable, junto a la salida de servicio de PowerPizza, el ruido de los mexicanos troceando cebollas y pimientos rojos y el olor a salchichas cociéndose entre la lava de queso se abrieron paso hasta su estómago y le provocaron un hambre punzante. Llevaba sin comer desde el mediodía y no podría meterse nada entre pecho y espalda en las cuatro horas siguientes, y allí estaba, contemplando un buche caliente, la cocina de PowerPizza, donde una variopinta colmena de personas producía furiosamente comida en grandes cantidades. Las chicas del mostrador de la parte anterior del local gritaban a los cocineros, los cocineros gritaban a los mexicanos, los mexicanos se gritaban unos a otros en español, y Denny, el propietario, les gritaba a todos en algo que en teoría era inglés.

—Eiii, ¿qué haces ahí plantad-do, eh? —Había visto a Adam y levantó ambas manos en un gesto de «¡No tienes remedio!».

—¡No tengo más que siete pedidos! —respondió Adam, y señaló un montón de cajas de pizza a su lado en el mostrador—. ¡Debería tener ocho!

Denny, cuyo nombre de pila era en realidad Demetrio, parecía una caricatura del dueño de una pizzería, un inmigrante de Nápoles más gordo, calvo, impetuoso y acelerado de la cuenta, y ni siquiera era capaz de gritar sin levantar las manos. Por las noches, todo su negocio dependía de la rapidez: rapidez en el mostrador, en la cocina y, ante todo, en los repartos, que debían salir de inmediato y llegar calientes. Para tener garantía de ello, Denny había pergeñado una artera motivación que se encontraba entre lo más rastrero del sistema capitalista: los repartidores como Adam no trabajaban a sueldo, sino exclusivamente por las propinas. Los beneficios de Adam cada noche dependían de lo rápido que consiguiera llevar los pedidos a su lugar de destino. Lo que contaba era el volumen, porque los estudiantes no dejaban las mejores propinas del mundo. Ojalá hubiera podido llamar a las puertas con un cartelito colgado del cuello: «No me pagan ni un dólar, sólo saco la propina».

Un mexicano deslizó otra caja de pizza mostrador adelante, y Adam apenas la había cogido cuando el napolitano omnisciente gritó:

—¡Ya tienesa ocho! ¡Mueve el cul-lo y ponte ena marcha! ¡Ya harasel vago cuando hayas acabad-do!

Adam se alejó del mostrador a duras penas con una torre de cajas de pizza que se alzaba por encima de su cabeza. Los repartidores usaban un utilitario japonés con portezuela trasera que, con ocho años de antigüedad, estaba abollado y apenas tiraba. PowerPizza estaba en una hilera de locales comerciales orientados al público universitario, y la primera parada de Adam iba a ser a unas seis u ocho manzanas de allí, en un edificio en el que apenas había reparado nunca, porque no le constaba que viviera allí ningún estudiante. Por otro lado, no se imaginaba que nadie, salvo unos estudiantes de voraz apetito animal, tuviera ganas de devorar cinco pizzas de tamaño gigante. No obstante, el pedido ascendía a más de cincuenta dólares y, salvo que se topara con alguien muy rácano o muy despistado, la propina debería ser como mínimo de cinco pavos. Cuando no trabajaba era cauto al volante, pero en ese curro había que ser piloto de rallies para sacar algo de pasta. Atravesó la avejentada zona de viviendas situada detrás de PowerPizza, sórdida y apenas iluminada, sin apenas detenerse un instante en los stop.

El edificio era una deslucida construcción de ladrillo de cuatro o cinco plantas con un pequeño portal en el que había una hilera de unos veinte buzones, un panel de timbres y una puerta interior de cristal. Más allá Adam vio un vestíbulo que no era gran cosa pero tenía ascensor, gracias a Dios. Las cinco cajas de pizza eran tan difíciles de manejar que tuvo que dejarlas en el suelo para echar un vistazo a los timbres. Jones 3.º A, Jones 3.º A… Lo localizó, apretó el botón, esperó a oír el chasquido, abrió la puerta e hizo las acrobacias habituales, manteniendo la puerta abierta con el talón de la zapatilla mientras se inclinaba para recoger las cinco cajas del suelo. ¡Cono! Sintió un tirón en la espalda, cosa que lo puso de peor humor todavía. ¿Qué hacía la criatura del destino en una situación así? ¿Cómo era posible que él, Adam Gellin, fuera un repartidor entrando a espaldarazo limpio en un edificio de tercera categoría en una zona venida a menos de una triste ciudad de Pensilvania, cargado con cinco cajas de comida para idiotas, y tuviera pegada al culo una puerta de vidrio con cerrojo y bisagras de seguridad que intentaba impedirle la entrada? Y además la espalda le dolía de la hostia.

Cuando llegó al tercer piso, se encontró en un pasillo con siete u ocho puertas idénticas, pero no tuvo que adivinar en cuál esperaban cinco pizzas. Las sonoras carcajadas, los gritos, el fragor de un montón de gente hablando a la vez y el lánguido telón de fondo de un tema del estilo denominado sample rap de C. C. Good Jookin’, titulado Elliptical Rider, resultaban audibles tras la puerta del que sin duda era el 3.º A de Jones. «Serán negros», se dijo. Para su conciencia, eso no suponía ninguna diferencia. No obstante, su corazón era de otro parecer y se le aceleró. Respiró hondo y llamó al timbre. Nada salvo el sonido de la fiesta. Tuvo que llamar cuatro o cinco veces antes de que le abrieran. Se encontró frente a un chaval negro altísimo y con la cabeza afeitada, vestido con pantalones de militar y una camiseta que resaltaba su musculatura. Tenía los hombros, los brazos y los antebrazos tan gruesos y definidos que Adam no pudo por menos que parpadear. Detrás de aquella bestia, la penumbra neblinosa y humeante estaba puntuada por destellos de color eléctrico, al parecer procedentes de un televisor. Los rostros negros emitían retazos de conversación entreverados con el ritmo lento y excéntrico de Elliptical Rider. Un olor de una dulzura extraña impregnaba el aire.

Al instante siguiente Adam cayó en la cuenta de quién era ese Jones del 3.º A: Curtis Jones, el escolta lanzador del equipo de baloncesto. En la pista parecía pequeño, porque media sólo («sólo» según el baremo de la Primera División) uno noventa y cinco. En el umbral de una puerta normal parecía gigantesco. A Adam se le quitó un peso de encima: podía ser una bestia malhumorada, pero al menos sabía quién era. Al igual que los demás jugadores, Jones vivía en Crowninshield, y Adam había coincidido con él algunas veces cuando ayudaba a Jojo. Fue a decir: «Hola, Curtis», pero se lo pensó dos veces y optó por:

—Hola… PowerPizza.

Si el tiarrón lo reconoció, si le alegró lo más mínimo que hubieran llegado las cinco pizzas o si la presencia de Adam lo satisfizo en cualquier otro sentido, logró contener su entusiasmo. Señaló una mesa próxima a la puerta y ordenó:

—Ahí.

«Ahí», ni siquiera «ponías ahí», y mucho menos «por favor».

Adam lo hizo y echó un vistazo a la habitación, grande pero prácticamente desamueblada salvo por una pantalla de televisión con DVD en la que estaba sintonizado el programa SportsCenter del ESPN, que nadie parecía estar viendo, y un sistema cuadrafónico de altavoces dedicados en esos instantes a reproducir la voz arrastrada y la percusión de Elliptical Rider. Jones no era el único joven alto y fornido con la cabeza afeitada que había allí. También estaba Treyshawn Diggs; difícil pasarlo por alto. Y André Walker, Dashorn Tippet… y unos cuantos chavales negros que no parecían deportistas ni estudiantes. Vaya humareda. El olor dulzón: marihuana. Mientras que a los deportistas negros, según había visto Adam, les gustaba la maría (así se referían invariablemente a ella), los blancos preferían el alcohol, y nadie se molestaba en fingir siquiera que se respetaba la norma de que los jugadores no debían tomar nada durante la temporada. La pantalla de televisión lanzó un intenso destello e iluminó una enorme cabeza blanca. ¡Jojo! Era él, Jojo. Estaba al fondo, hablando con Charles Bousquet. Casualmente, la enorme cabeza blanca se volvió hacia él.

—Eh, Jojo. —Por alguna razón, le pareció de suma importancia que Curtis Jones, tan silencioso y amedrentador, cayera en la cuenta de que el repartidor conocía a alguno de los presentes. Jojo se limitó a mirarlo sin expresión. ¿No veía quién era? Adam levantó la voz esta vez—: Eh, Jojo. —Y saludó con la mano.

El aludido asintió una sola vez, sin sonreír, y reanudó la conversación con Charles Bousquet. Adam no se lo podía creer, pero al mismo tiempo sabía que era cierto. Jojo pasaba de él. No quería darse por enterado de la presencia de su monitor en la misma habitación que su cohorte de gigantes. ¡Sólo hacía dos días que se había tirado toda la noche en vela buscando datos para redactarle un trabajo sobre un asunto de lo más complicado y lo había salvado de un suspenso catastrófico, y de repente aquel imbécil grandullón y desagradecido le metía un corte de muerte limitándose a saludarlo con un gesto insignificante!

Curtis Jones lo estaba fulminando con la mirada.

—Vale. ¿Cuánto es?

Adam rebuscó la factura de PowerPizza en el bolsillo del chubasquero, la miró y respondió:

—Cincuenta dólares y setenta y cuatro centavos.

Jones le arrebató el papel de entre el pulgar y el índice.

—A ver. —Lo estudió hasta que se le juntaron las cejas—. Hostia.

Miró a Adam como si éste intentara hacerlo víctima de algún timo indignante. Con ademán beligerante, metió la mano en el bolsillo de los vaqueros, sacó un grueso fajo de dinero sujeto con un voluminoso clip de oro, peló con el pulgar un par de billetes, se los entregó a Adam y se volvió sin pronunciar palabra.

El gigante ya le mostraba su ancha espalda antes de que Adam entendiera lo que tenía en la mano. Uno de cincuenta y otro de un dólar. ¿Uno de cincuenta y uno de un dólar? ¿Veintiséis centavos? Sin duda Curtis Jones iba a volverse para darle la propina de verdad.

Pero no. Adam se quedó de una pieza. ¡Era un pedido de cincuenta dólares! Daba igual quién fuera el cliente, no podía permitir que se aprovecharan de él. Hizo acopio de todo su valor.

—Eh, un momento. —Iba a decir: «Un momento, Curtís», pero no era lo bastante valiente para mostrar tanta familiaridad y se sentía demasiado cabreado como para humillarse con un «señor Jones», aunque tampoco habría cambiado nada; Jones ni siquiera lo había oído, con el ruido de las conversaciones y el sample rap de C. C. Good Jookin’.

Adam se quedó mirando otra vez los dos billetes. ¡Veintiséis centavos! La ira luchaba con el miedo, y el miedo llevaba las de ganar. Muy bien, iba a… iba a… Ya sabía lo que iba a hacer. Iba a sacarse del bolsillo los veintiséis centavos en calderilla y a decirle: «Eh, se te olvida el cambio». Y se los arrojaría. Bueno, no se los arrojaría exactamente, más bien se los soltaría. Rebuscó en los bolsillos. No tenía cambio, ni una moneda. Se devanó los sesos.

—¡Eh! ¡Curtís! —Se le escapó. Así, sin más.

Jones, que había echado a andar hacia Treyshawn Diggs, se detuvo, volvió un poco los hombros y miró hacia atrás.

—¡Qué pasa con mi propina! —Ya había apretado el gatillo y no había vuelta atrás.

El tiarrón negro apenas ladeó la cabeza, levantó una ceja, entrecerró los ojos y le lanzó una mirada de desafío viril que venía a decir: «Eso, ¿qué pasa con tu propina?». Adam se quedó sin habla. Jones le dio la espalda y continuó hacia el centro de la sala.

—¡¡No me pagan por repartir las pizzas!! ¡¡Lo único que saco son las propinas!!

La habitación entera quedó en silencio salvo por el ritmo pasado por sintetizadores de C. C. Good Jookin’, que en el súbito mutismo dio la impresión de inflarse por efecto de la amplificación. El olor a maría se tornó de alguna manera más intenso. Los destellos cárdenos de SportsCenter deslumbraban a Adam. Era consciente de que la cara se le había puesto de un rojo candente.

Sin mirarlo siquiera, Curtis Jones anunció:

—Eh, el pavo dice que quiere propina. —Parecía mortalmente aburrido. Hilaridad, risillas sofocadas y el temor profundo (igghbh, igghhh, igghhh) de una risotada surgida de la boca del estómago—. ¿Alguien quiere dar propina a este pavo?

Unos cuantos igghhh, igghhh, igghhh graves y contenidos, pero nadie dijo esta boca es mía y nadie echó mano al bolsillo. Adam era plenamente consciente de que estaba en una habitación llena de caras negras vueltas hacia él.

Bueno, había una blanca: la de Jojo. Adam abrió los ojos de par en par en un gesto implorante y lo miró de hito en hito. «¡Jojo! Tú conoces a estos tipos: ¡no dejes que me hagan esto!».

Pero el jugador se quedó allí plantado como un edificio. Al cabo, torció la comisura de los labios, se encogió de hombros y ladeó la cabeza en dirección a Curtis Jones como para decir: «Tío, aquí manda él».

Los demás ya estaban hartos del espectáculo del repartidor quejica. Se reanudaron las conversaciones y el Elliptical Rider de C. C. Good Jookin5 se sumió en el barullo general. Jojo volvió a centrarse en Charles Bousquet como si su monitor no hubiera existido nunca. En el centro de la habitación, perfilado en contraste con el llamativo rectángulo de la gran pantalla de televisión, un tipo negro daba codazos disimulados a la mole de Treyshawn Diggs. Adam no les veía muy bien las caras, pero estaba seguro de que se estaban partiendo de risa a su costa: un blanquito con la cara desencajada en un gesto implorante, tembloroso ahí en medio, suplicando una propina en una sala rebosante de negros…

Horrorizado ante su propia humillación, se marchó cabizbajo. ¿Para qué molestarse en dar un portazo? No haría sino agravar la degradación, si cabía la menor posibilidad de que no fuera ya absoluta. Aquellos tíos, Jojo incluido, lo habían tratado como a un sirviente de la categoría más mísera y, peor aún, como a un hombre de la categoría más mísera, como a un capullo que no se atrevía a hacer otra cosa que lloriquear para que le dieran propina.

Mientras con la barbilla por debajo de la clavícula recorría el enmoquetado gris a zancadas mosqueadas, intentó consolarse. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía haber hecho? Estaba en terreno extraño en un apartamento lleno de tíos de otra raza, la mitad de ellos deportistas gigantescos, bien entrenados y musculosos. ¿Debía aborrecerse por no haber respondido al desafío de macho alfa de Curtis Jones y no haberse peleado con él? Claro que ésa no había sido su única opción, ¿verdad? Podría haberlo mandado a la mierda. Podría haberlos mandado a la mierda a todos. Podría haberles informado de que en el fondo eran unos cabronazos vulgares, analfabetos, infantiles, egocéntricos, descerebrados y racistas a la inversa. Salvo por Jojo, claro. «¡Y tú eres peor, pedazo de marmolillo con la cabeza al rape! ¡Te aterra tanto que los demás no te consideren un tío guay que tienes miedo de mostrar la menor amabilidad delante de alguien que te ha rescatado del desastre! ¡No eres más que un cretino adicto a la PlayStation 3 con una puntuación de novecientos en el SAT y un coeficiente intelectual de noventa! ¡Ni siquiera querías que se dieran cuenta de que me conocías, creído de mierda, cobarde!».

Pero no había dicho nada de eso, ¿verdad? El cobarde había sido él. Se había limitado a suplicar su propina, arredrado hasta el punto de no ver otra solución. Ya podía racionalizarlo todo lo que quisiera, que no había manera de eludir el meollo de la cuestión: se había echado atrás al menor indicio de desafío de hombre a hombre.

Casi había llegado al ascensor cuando las risotadas empezaron de veras. Salieron en oleadas por la puerta del 3.º A. Los cabrones le habían concedido unos instantes de gracia, pero ya estaban desahogándose. ¡Igghhh, iggghhhhh, igggghhhhh!… Su emasculación pública era ya definitiva.

Salió del edificio y miró a derecha e izquierda en la oscuridad aterradora sin procesar nada de lo que veía. Subió al utilitario japonés y se quedó allí sentado, aunque tenía otros siete pedidos por repartir, siete pedidos más que no tardarían en enfriarse.

De pronto algo despertó en su interior: era el rey de la casa, el hijo de Frankie Horowitz, saliendo del coma.

La criatura parpadeó, se desperezó y respiró unas bocanadas de aire fresco. Mientras Adam permanecía sentado en aquel diminuto utilitario, desvencijado tras ocho años de uso, la corona del soberano de Frankie apareció como por arte de magia sobre su pelo rizado.

Adam Gellin, criatura del destino. En ese preciso instante se hizo una promesa, la más dulce promesa que puede llegar a hacerse la bestia humana: «Me vengaré y cada uno recibirá su merecido».