6

El protocolo más elemantal

La noche siguiente, hacia las once, Charlotte estaba de pie junto a la ventana, en pijama y bata, haciendo un descanso del repaso de Historia Medieval, cuando se produjo un estallido de chillidos y risas masculinas en el patio. No era nada fuera de lo corriente (el griterío adolescente de distinta calaña formaba parte del ruido ambiental del Patio Menor), pero en aquella ocasión le picó la curiosidad y asomó la cabeza para escudriñar la oscuridad. Había caído un chaparrón y la tierra desprendía un olor húmedo e ionizado. ¿Eran simplemente chicas y chicos o más bien chicas con chicos? Trataba de verlos, pero las farolas del patio y la luz procedente de las ventanas del otro lado le impedían distinguir nada en la penumbra.

Los gritos empezaron a resonar en el enorme pasillo que, como un túnel, conectaba el patio y la calle. Sí, desde luego parecía que eran chicas con chicos. Y además se iban, estaban saliendo a las once de la noche de un jueves. ¿Qué encanto, qué picardía, qué desparpajo, qué coquetería había que tener para conseguir algo así? Se acordó del gigante rubio, del que con posterioridad había descubierto que era un jugador de baloncesto bastante conocido. Tenía aún presente cómo se le marcaban las venas de aquellos antebrazos descomunales. Demostraba tanto aplomo, y le había pedido que lo acompañara a algún sitio… El chico de la noche anterior, el de la biblioteca, el que al principio había sido tan grosero y hostil y luego de repente había querido ligar con ella, ése daba un poco de miedo, y no es que fuera feo, pero no parecía trigo limpio. Era supermanipulador y oportunista.

Se quedó junto a la ventana, imaginándose que aún escuchaba las canciones jubilosas de los alumnos que se encaminaban al mundo inimaginable del «salir por ahí». Su autocompasión era inconmensurable. Ya no tenía ni siquiera casa, sólo un cuarto emponzoñado por el desprecio de una antigua alumna de Groton, alta, delgada, sarcástica y creída, que ni muerta habría dejado que alguien la viera mantener una conversación normal con una pueblerina insignificante de las montañas Azules, y un baño en que lo último que podías encontrar era intimidad. ¡Cuánta intromisión! ¡Cuánta vulgaridad! Bandas de adolescentes que se vanagloriaban de los ruidos y los olores infectos de sus propias evacuaciones, que gemían, que gritaban al hacer fuerza, que suspiraban ostentosamente para demostrar su satisfacción, que se reían de explosiones procedentes del recto que hacían pensar en una vejiga de cerdo y de las cosas que sonaban chof o puf, y que chillaban desagradables comentarios para glorificar su propia ordinariez juvenil.

Apartó la vista de la ventana y se percató del tránsito alegre y ruidoso de gente (¿borracha?) por el pasillo. Se oía la percusión y los acordes simplones de un disco que alguien había puesto a un volumen excesivo. Bueno, por ella como si seguían viviendo de impulso en impulso. La autodisciplina había sido una de las cosas que siempre habían hecho que Charlotte Simmons fuese… Charlotte Simmons. Eso y la capacidad de concentración. Tenía un examen de Historia Medieval por la mañana y había que volver al escritorio para repasar durante media hora más las páginas de Esclavos de ojos azules: el tráfico de hombres de raza blanca en el norte de Europa durante la Alta Edad Media.

Aquel libro podía haberle resultado ameno, en particular la parte en que vendían a los galeses en el mercado de esclavos de Dublín. Cantidades tan importantes de galeses que, de hecho, en inglés antiguo esclavo se decía walsea (gales), del mismo modo que la palabra «esclavo» tenía su origen en los eslavos que los alemanes secuestraban de forma rutinaria y obligaban a trabajar. Pero resultaba tan pedante… Ahí lo tenía, encima de la mesa, debajo de la nariz, reflejando la luz por culpa del papel satinado barato en que publicaban sus libros pedantes los editores universitarios… Como fuese, aquellos dos se habían fijado en ella. Daba igual cómo fueran el gigante rubio y el aprovechado moreno, lo que importaba es que se habían sentido atraídos por ella, ¿no? Habían visto algo en ella que les había gustado… Pero ¿por qué se engañaba? No habían sido más que dos tropiezos fortuitos que habían durado un abrir y cerrar de ojos. ¿De qué podían servirle a una chica que se sentía tan sola?

—Quefuertetía, quefuertetía… En serio… ¿Yo? Pues yo no le daría el gusto-Una voz en el pasillo, justo delante de su habitación… Beverly.

Se abrió la puerta e hizo su aparición. Como ya era habitual, venía con la cabeza ladeada, el móvil pegado a la oreja y los ojos clavados en un punto inexistente. Tras ella entró otra chica, una rubia. Imponía por su mandíbula rectísima. Sin acabar de mirar a Charlotte, Beverly sonrió e hizo un gesto distraído con la mano destinado a reconocer la presencia de su compañera de cuarto junto a la ventana. Separó los labios del teléfono lo necesario para señalar a la rubia y anunciar:

—Charlotte… Erica.

Y dicho eso el saco de huesos se dejó caer en el borde de su cama y volvió a concentrarse en el aparatito negro.

—Hola —saludó Charlotte a Erica. Recordaba vagamente que los Amory habían mencionado a una tal Erica que en Groton había ido un curso por delante de Beverly.

—Hola —repitió la otra con tono brusco. Miró a Charlotte con una sonrisa apagada y repasó con la vista su bata de cuadros, su pijama y sus zapatillas… Sus zapatillas, su pijama y su bata. Luego centró la atención en Beverly y no volvió a mirar a Charlotte.

—No, si es que estaba sentada en una mesa del IM con Harrison y otro jugador de lacrosse, que es de la Phi Gam, y una tía que se llama Ellen —decía Beverly—, y me había puesto los Diesel de tiro bajo, ¿vale? Pues entonces por casualidad me miro en el reflejo de un cristal y, puaaaaaj, me veo un culo… ¡Como si acabara de parir, tía! Era como si tuviera un tubo alrededor de la cintura, y luego vas tú y cada dos por tres me dices: «Venga, tía, que por un trozo de pastel de chocolate no va a pasarte nada». Pues tengo como… como un tubo. ¡Y un pedazo culo!

Erica emitió una carcajada entrecortada y exclamó:

—Ay, Beverly, el día que tú tengas el culo gordo…

—Es Erica —anunció Beverly por el móvil—. Se cree que lo digo de coña… Venga, no, te lo diría… ¿Qué? ¿Ése? Ya sé que lo único que quieres es cambiar de tema, pero no sé si te he contado que el tío quería que nos enrolláramos en el deportivo ese suyo. Es biplaza y tiene el cambio de marchas manual ahí en medio entre los…

La rubia de la mandíbula recta rio entre dientes, suspiró y se tapó los ojos con las manos, haciendo muecas y diciendo:

—¡Qué pasada!

—Total, que me alegro de que en el IM no hubiera mucha luz —seguía Beverly—. Cono, ¿qué hago con este michelín descomunal?… ¡Y un huevo! Siempre me dices lo mismo, pero ya me gustaría a mí ser delgada de verdad.

Erica se reía a mandíbula batiente, pero no miró a Charlotte ni una vez para ver cómo reaccionaba ante todo aquello.

—¡Pues claro que voy a ir! —exclamó Beverly—. Pero ¿me dejas la camisa de hacer babear a los capullos?… Sí, ésa tan escotada. Hasta parecerá que tengo tetas.

Charlotte estaba sumida en la más profunda consternación por cuatro o cinco motivos diferentes. Las palabrotas de Beverly le parecían escandalosas. Alguna que otra vez la había escuchado decir improperios, por lo general un «coño» y en un par de ocasiones «joder», pero jamás la había visto metida en una espiral de obscenidades de tal calibre, como… como Regina Cox, pero aún peor. Aquel espontáneo lenguaje lascivo le parecía escandaloso. Y el que lo soltara alegremente delante de otras personas le parecía aún más escandaloso. Además, el hecho de que a su amiga Erica, en lugar de molestarla, le resultara hilarante era también escandaloso para Charlotte. Y por lo demás, el que ninguna de las dos se dignara dirigirle ni siquiera una mirada de soslayo durante el transcurso de aquel espectáculo telefónico de extraordinaria vulgaridad, en cierto modo empeoraba aún más la situación. Por un momento creyó que aquella escena tan irritante era culpa suya. Su sola presencia en aquella habitación se había convertido en una vergüenza inconmensurable. ¿Cómo podía quedarse allí plantada al lado de la ventana, observando y escuchando a dos chicas que le hacían el vacío?

Ninguna la miró ni por un instante cuando se acercó al escritorio y se sentó. Reanudó la lectura de Esclavos de ojos azules, o más bien se dedicó a contemplar la página, ya que no podía dejar de prestar atención a las otras dos, que estaban a menos de un metro de ella, charlando y riendo.

Beverly por fin había cerrado el teléfono con un golpe seco y estaba declarando:

—No tengo nada que ponerme.

Con el rabillo del ojo, Charlotte vio que tenía los brazos en jarras. Había abierto un cajón de la cómoda y lo cerró con rabia.

—No tengo… ¡nada que ponerme!

—Voy a echarme a llorar, Bev —aseguró Erica.

Su amiga empezó a suspirar y a revolver los demás cajones y luego el armario. A Erica parecía que todo aquello le resultaba de lo más entretenido.

—Bueno, supongo que tampoco es el fin del mundo —concluyó Beverly.

—No, tía, claro que es el fin del mundo. Es superfuerte. Siguieron parloteando. Charlotte trató de desconectarse pero no pudo evitar escuchar a Erica:

—Eso no es sarca tres, Bev, eso es sólo sarca dos. Jo, si es casi tan evidente como un sarca uno. Qué fuerte que te dejaran salir de Gro-ton sin haber aprobado esta asignatura tan importante. A ver, sarca uno es cuando te miro y digo: «Ay, por favor, una camisa granate. Este año se lleva una barbaridad». Eso es sarcasmo normal y corriente, deliberado, del de toda la vida. ¿Vale?

—Esta camisa no te gusta para nada, ¿verdad? —intervino Beverly.

—¡Bev, tía, no me haces ni puto caso! Sólo era un ejemplo. Yo intento espabilarte un poco y tú… ¡Qué sensible eres! A ver… Con sarca dos dices lo mismo, pero con tono comprensivo, como si fueras supersincera: «Ay, tía, Beverly, me encanta ese color. Granate. Está súper súper súper de moda. Claro, por eso favorece tantísimo». Cuando llegas a «favorece tantísimo» lo dices exagerando a saco, alargando la i en plan «tantiiiiiiísimo», tú supersincera, hasta que la otra por fin se da cuenta de que es coña. En realidad lo que querías decir es que el color no te gusta, que no está de moda y que no favorece para nada. La gracia está en que la otra tarde en enterarse, así le sienta peor. ¿Vale?

—¿Estás segura de que sólo quieres ser buena tía y darme un ejemplo?

—De lo que estoy segura es de que te estás rayando cantidad, ca-pulla. De eso sí que estoy segura. Si no te callas, no te explico lo que es el sarca tres.

Silencio.

—Vale. Pues en el sarca tres el intervalo es aún más largo, de manera que cuando por fin lo pilla le jode muchísimo. La situación es la misma. La tía está preparándose para salir y se pone la camisa granate. A ella le parece que le queda de puta madre, que liga seguro. Hay que empezar con voz normal, ¿me entiendes?, como alabándola, pero sin pasarse un pelo. Así: «Hostia, Bev, me encanta esa camisa. ¿De dónde es? Es lo más. Una camisa superversátil. Te va de coña para ir a una entrevista de trabajo… y también si el juez te condena a cumplir servicios sociales». —Sólo de pensarlo, Erica se echó a reír.

—Ja, ja —respondió Beverly—. ¿Seguro que eso no es sarca cuatro y quieres meterme un gol, tía?

Erica se desternillaba.

—Eres la hostia, Bev. ¡Qué paranoia!

—¡Voy a quitarme esta camisa!

—Si tú te quitas la camisa, yo me… Bueno, nada, que es una camisa de puta madre, Bev, y lo sabes perfectamente.

Charlotte estaba roja de ira. ¡Qué pijas y qué tontas eran! La de la cara cuadrada le había dirigido una única palabra (un desvaído «hola») y después la había tratado como si fuera invisible. Y de repente se dio cuenta del porqué. Beverly había avisado a su amiga con antelación de que su compañera de cuarto era una persona insignificante, de ahí el saludo minimalista y la sonrisa marchita. Pero ¿quiénes se creían que eran? Charlotte ya iba haciéndose una idea. Ya había descubierto lo que había querido decir en realidad Beverly al afirmar, el día que se habían conocido, que había ido al colegio en un pueblo que se llamaba Groton. Era un colegio, sí, pero no un instituto público como los que podía imaginarse alguien como Charlotte Simmons, sino privado, tan pijo y tan prestigioso que no le hacía falta añadir nada a su nombre, bastaba con decir «Groton». Y además los alumnos no «iban» allí, sino que «estaban» allí, internos, lejos de casa.

Por otro lado, Beverly Amory de Groton no compartía habitación con Charlotte Simmons del Instituto Alleghany. Sólo la soportaba. No era nunca desagradable y de hecho estaba siempre alegre, aunque distante. Conversaba con ella sólo sobre temas impersonales, como el coste de las llamadas telefónicas desde el móvil. E incluso en ese caso era imprecisa; era evidente que alguien se encargaba de pagar sus facturas. Charlotte no estaba dispuesta a humillarse pidiéndole que compartieran aquel año en Dupont en un nivel de mayor camaradería, ni tratando de convencerla de ello. En Sparta le había ido a las mil maravillas sin ayuda de nadie y allí también podría arreglárselas perfectamente sola. La verdad inquebrantable era que poseía una inteligencia sin parangón ni allí ni en otro lugar. Con el tiempo, llegaría el día en que Beverly y la idiota que la acompañaba admirarían a Charlotte Simmons y se reprocharían no haberse hecho amigas suyas en su momento. Y cuando llegara ese día las dejaría ma-sa-cra-das.

Mientras ella miraba fijamente Esclavos de ojos azules y rebosaba indignación, Beverly se cambió de ropa con rapidez. Se oían sus gruñidos, sus «coños» y su respiración entrecortada. La habitación ganó en luminosidad. Debía de haber encendido el espejo de bombillas. Charlotte olfateó perfume.

De repente se dio cuenta de que su compañera estaba a su espalda.

—Bueno, Charlotte, hasta luego.

Levantó la vista. Beverly se había hecho algo increíble en la cara. Gracias a una sombra de color malva morado, un lápiz y un rímel o algo así, sus ojos destacaban como dos enormes joyas. Al mismo tiempo, había logrado blanquear las arrugas de debajo de los párpados inferiores. Los labios conservaban su color natural, pero resplandecían. Charlotte no se imaginaba cómo lo habría hecho, pero estaba sexy y provocativa. Erica se dignaba, por fin, dirigirle una mirada benevolente, como quien dedica un momento de atención a un cachorrillo.

—Que os divirtáis —les deseó Charlotte alargando la a.

Lo dijo sin rastro de sonrisa, sin un ápice de sinceridad. Seguro que se le notaba el resentimiento. Tendría que habérselo tomado mejor, por supuesto, y haberse comportado con simpatía y jovialidad, pero no habría logrado reunir un ápice de la hipocresía necesaria.

Cuando ya salían, Charlotte vio cómo Erica se inclinaba hacia el oído de Beverly y movía aquellas mandíbulas rectas. Seguro que estaba susurrándole: «¿Y a ésa qué bicho la ha picado?».

Una vez a solas, volvió a su puesto junto a la ventana para pescarlas riéndose a su costa al salir al patio. ¿Por qué mortificarse de esa forma? Retrocedió y se miró en el espejo de bombillas de Beverly, que seguía encendido. ¿Adónde irían a esas horas? ¿A quién verían? A algún chico. ¿Y de qué hablaría Beverly con los chicos? ¿De su culo? ¿Hablaría igual con los chicos? Y pensar que, teóricamente, una de las ventajas de haber sido aceptada en Dupont debía ser que ella, Charlotte Simmons, se despegara por siempre jamás del entorno basto, sórdido y vulgar y los vicios sin sentido de las Regina Cox y los Channing Reeves. ¿Exactamente qué esperaría conseguir Beverly con una camisa de seda granate tan escotada?

Se acercó al espejo y contempló su semblante a la luz de las bombillitas recalentadas. Después fue al armario de su compañera, lo abrió y observó su reflejo en el espejo de cuerpo entero. No sólo era más inteligente que ella, sino también más guapa. Beverly tenía un aire demacrado, un aura muy desagradable.

Regresó al escritorio y echó otro vistazo a Esclavos de ojos azules. Podía elegir entre eso y vérselas con las conversaciones nocivas e infantiles y las palabrotas de pseudomachitos de los chicos de fuera, tardoadolescentes privilegiados que se creían muy duros. Y que acaparaban el patio, el pasillo… y el baño del extremo del pasillo.

Estaba boca abajo, al fondo de todo, y había una franja de luz en el techo y algo la sacudía por el hombro, la sacudía…

—¡Charlotte! ¡Charlotte! ¡Charlotte! —Era apenas poco más que un susurro, pero no cesaba.

Volvió la cabeza y trató de apoyarse en un codo. Una franja de luz se colaba por la puerta entreabierta e iluminaba por detrás la silueta flaca y huesuda que se inclinaba sobre ella.

—¡Charlotte! ¡Despierta! ¡Despierta! ¡Tienes que hacerme un favor! —Era la voz apagada pero insistente de una buena confidente. Beverly.

Logró incorporarse lo suficiente como para hincar ambos codos en la cama. Gruñó y trató de ajustar los ojos a la luz y de entender qué sucedía.

—¿Qué hora es?

La misma voz apagada e íntima, como si fueran uña y carne:

—Las dos, las dos y media, no sé. Es tarde. Necesito que me hagas un favor muy, muy grande. —Una ráfaga de aliento a alcohol.

—Estaba durmiendo —se quejó Charlotte, pero más que a reproche sonó a simple constatación de lo obvio, fruto de la confusión.

—Ya lo sé, y lo siento mucho, pero tienes que ayudarme, sólo por esta vez, Charlotte. —Beverly empezó a frotarle el hombro que acababa de sacudir insistentemente—. Sólo por esta vez. Venga. Te prometo que no volveré a pedírtelo, te lo prometo.

Insistía tanto… Charlotte se quedó apoyada en un codo, aturdida, hipnopómpica.

—Sólo por esta vez… ¿qué?

—Es que hay un tío, Harrison —explicó la misma voz queda e insistente—, por favor, no me dejes tirada. Es que me gusta mucho. Desde que llegamos. ¡Tú me entiendes, Charlotte!

Se había puesto de rodillas junto a la cama, de modo que tenía la cabeza casi a la misma altura que la de Charlotte. Más aliento a alcohol. Los ojos le escocían. Charlotte se volvió.

—¡Charlotte, te lo ruego!

Volvió a mirar a su compañera de habitación. El rayo de luz procedente del pasillo la mareaba. Emanaba directamente de un punto situado detrás de Beverly y creaba reflejos cegadores sobre los hombros de su blusa de seda, que estaba casi desabrochada del todo.

—Tengo que traérmelo aquí. De verdad. ¡Tienes, tienes, tienes que echarme una mano! Tienes que ir a dormir a otro sitio. Sólo por esta vez. Te juro que no volveré a pedírtelo. ¡Charlotte! —Cerró los ojos, irguió la barbilla estirando el cuello, se llevó los puños a las mejillas y sacudió la cara con un gesto que pretendía ser una súplica desesperada entre amigas.

—¡Mañana tengo un examen! —exclamó Charlotte, perpleja.

—Puedes dormir en la habitación de al lado, la de Joanne y Hillary. Tienen un futón.

—¿Qué? ¡Pero si casi ni las conozco!

—Yo sí. Seguro que lo entienden. Es algo supernormal.

—¡Tengo un examen! ¡Necesito dormir!

Beverly volvió la cabeza y emitió un gemido que dejaba clara su estupefacción ante una habitante de su mismo planeta tan tozuda y poco dispuesta a colaborar, tan ignorante del protocolo más elemental. Acto seguido la miró a los ojos y, con un tono que indicaba que estaba haciendo todo lo humanamente posible por dominar su temperamento, contraatacó:

—A ver, Charlotte, escúchame. No vas a quedarte sin dormir. Te tumbas en el futón y no tardas ni tres segundos en dormirte. Haz el favor. ¿Tengo que suplicarte? Tampoco es para tanto. Necesito la habitación. ¡Venga, Charlotte! ¿No puedes hacerme este favorcito de nada? Yo por ti lo haría.

Charlotte se daba cuenta de que su fuerza de voluntad iba debilitándose. Estaba confundida. Beverly iba borracha, pero había logrado dejar claro, por la forma de exponer la situación más que por sus palabras en sí, que oponerse a su petición supondría quedar como una ignorante de la etiqueta más elemental, como una terca o incluso como una rencorosa dispuesta a violar deliberadamente las reglas consuetudinarias de comportamiento de las universitarias.

Se incorporó para sentarse. Sabía que le convenía negarse, sabía que no había motivo alguno por el que renunciar a pegar ojo en toda la noche cuando al día siguiente tenía un control de una asignatura difícil, pero sin embargo dijo:

—¿De quién es el futón? Ni siquiera las conozco. —Y con eso, por supuesto, selló su destino.

—De Hillary, creo —contestó Beverly, ansiosa por consolidar su ventaja—. Pregúntaselo a ella, pero dará igual. De Hillary, de Joanne… Tú pregúntaselo a Hillary. Serán supercomprensivas, sea de quien sea.

Poco a poco, aún mareada y con una sensación de desazón por haber sufrido una gran derrota, por haber sido incapaz de mantenerse firme, Charlotte bajó las piernas de la cama, rebuscó por el suelo con los pies hasta encontrar las zapatillas y se puso la bata como buenamente pudo.

—Llama a la puerta y ya verás —le dijo Beverly—. Hillary es supermaja y superenrollada. Siempre está dispuesta a hacer un favor a quien sea, es una pasada.

Su murmullo era una riada de palabras que iba desbordándose con el objetivo de arrastrar a su indecisa compañera de habitación.

Y lo consiguió. Sin comerlo ni beberlo, Charlotte se encontró en el pasillo, paralizada sólo de pensar en llamar a la puerta de alguien a quien apenas conocía a las dos y media de la madrugada o la hora que fuera. La tal Hillary no le había parecido un alma especialmente caritativa; hablaba con voz estridente y con un acento tan afectado que a Charlotte le había dado la impresión de que era inglesa o algo así. En realidad era de Nueva York y prácticamente siempre que hablaba lograba meter en la conversación las palabras «en St. Paul’s» con calzador. Se trataba, según había deducido Charlotte, de un internado del estilo de Groton.

Se quedó allí plantada unos instantes, intentando reunir valor, pero con la autoestima bajo mínimos por haber sido tan débil. Un rapero martilleaba monótonamente la letra de una canción («Tú me sobas los cojo-nes/Los chupas como bombo-nes»), no muy fuerte pero sí a un volumen suficiente para que el disco se escuchara fuera de la habitación. Miró a derecha e izquierda, en parte esperando ver al tío que tenía tan ansiosa a Beverly. En su lugar aparecieron dos chicos y tres chicas, riendo a carcajada limpia, como si la diversión no pudiera ser mayor.

—Tu autoestima está firmando cheques para los que tu cuerpo no tiene fondos, tu autoestima está firmando cheques para los que tu cuerpo no tiene fondos —repetía uno de ellos fingiendo una voz profunda.

Risas, risas, risas.

Al ver a Charlotte se callaron y, al pasar por su lado, la repasaron de arriba abajo. Bata, pijama de dos piezas, zapatillas de estar por casa…

—¡Anda que no! —exclamó uno de los chicos mientras se alejaban, lo que dio pie a una nueva tanda de carcajadas.

Las risas y el tono de burla de aquel «anda que no» fueron para Charlotte como un puñetazo directo al plexo solar que sacudió su cuerpo y todo su sistema nervioso. Acababa de sufrir una derrota catastrófica sin oponer resistencia, había dejado que la expulsaran de su propia cama, de su habitación, y eso era lo único que tenía en la eminente Dupont: un catre situado en la mitad de un cuartucho. Ya sólo le quedaban el pijama, las zapatillas y la bata con que cubría su cuerpo desnudo, aunque por algún motivo la convertían en motivo de escarnio. ¡Charlotte Simmons! Su propio nombre le resonó en el interior del cráneo. ¡Nada! Todo lo que había sido Charlotte Simmons había sido arrasado, y sólo quedaba aquella… aquella cascarilla muerta pero incapaz siquiera de desprenderse como debería… ¡Se quedaba parada para que la ridiculizaran! La derrota más absoluta… Una sensación que de inmediato dio paso a una soledad desesperada, no una simple emoción, sino un mal, un padecimiento… ¡El Leteo! ¡El olvido! Ni un solo ser al que acudir…

Sólo quedaba Hillary, en la habitación de al lado, alguien a quien ni siquiera conocía. Respiró hondo y se dirigió a la puerta de la 514. Tomó aire otra vez, vaciló y por fin llamó con los nudillos. Nada. Tocó con más insistencia. En el interior, una voz masculina preguntó, al parecer a otro ocupante del cuarto:

—¿Quién coño llama a estas horas?

Qué bochorno. Pero no tenía otra salida. Acercó la boca a la puerta y llamó en voz baja:

—Hillary. Hillary. —Nada. En un susurro más alto—: ¡Hillary! ¡Hillary! —Nada—. ¡Soy Charlotte! ¡La vecina! ¡Comparto habitación con Beverly! Es que…

—¡Déjame en paz!

Hillary en persona. Aquella voz era inconfundible. No parecía la persona encantadora que había descrito Beverly, la que siempre estaba dispuesta a hacer un favor a quien fuera, la que era «una pasada». Pero ¿qué alternativa había?

—Hillary, por favor… ¿Puedo…?

—¡Que me dejes en paz!

—¿Quién coño es ésa? —decía el chico.

Charlotte estaba atónita. Se había quedado tirada en el pasillo, cuando por la mañana tenía un examen de Historia Medieval. Crone era un profesor apasionante. Tenía que meterse en una cama, pero ¿dónde?

«Venga, sácamela…/Métemela en el conejito de alguna putilla/la polla, chupapollas…/Conmigo vas a ver las estrellas…». El rapero del disco seguía, incansable.

Renunció a la 514 y se situó ante la 512. Un momento. Allí había dos chicos. Pasó a la 510, una habitación compartida por dos alumnas. Ni siquiera sabía cómo se llamaban, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Llamó a la puerta. Nada. ¡Por favor, Dios mío! Llamó con mayor insistencia. Nada. Giró el pomo y empujó ligeramente. No estaba cerrada con llave. La abrió lo suficiente para meter la cabeza. En el cuarto entró una rendija de luz. Alguien soltó un bufido y se dio la vuelta. En cada cama dormía una chica y habría una tercera encima de un futón en el suelo. Charlotte la reconoció. Era Joanne, la compañera de Hillary, que obviamente la había echado del mismo modo que Beverly a ella. Charlotte era consciente de cómo le martilleaba el corazón. Estaba desesperada. Tenía un examen por la mañana y ningún sitio adonde ir, donde dormir. Estaba tirada en el pasillo, en bata, a las dos y media de la madrugada, y todo porque, por alguna razón, el deseo que sentía otra chica de llevarse a un chico a la habitación en plena noche tenía prioridad absoluta.

¿Adónde podía ir aunque sólo fuera para echarse un rato? La delegada Ashley… Eran las dos y media, pero para eso estaban los delegados, ¿no? Para ayudar…

Al bajar en el ascensor intentó elaborar una forma de presentar la situación y tuvo que afrontar los hechos. Se acordó del pelo alborotado de Ashley y del tanga tirado por el suelo. ¡Debía de haberse creído que ella era una cría ingenua! Con gesto serio y responsable la había inducido a creer que no habría alcohol en Edgerton, porque la normativa lo prohibía. ¿Y sexo? No había que preocuparse, ya que el «resincesto» se miraba con malos ojos. Ashley la había dejado aliviada y aún más despistada que antes de ir a verla. Se acordaba de cómo había soltado su perorata con tanto aplomo aquel primer día en la sala de estudiantes, en la planta baja… sonriendo con aire tranquilizador a los nuevos alumnos, tan jovencitos y tan agitados. Se acordaba de todos los estudiantes de primero recién llegados al Pabellón Edgerton, ansiosos por descubrir cómo era la vida en Dupont, apiñados en los sofás y las butacas dispuestos en un gran semicírculo. Apenas habían pasado tres semanas y aquella comedia ya le parecía a todas luces cínica. Pedirle algo a Ashley en aquel momento sería humillarse.

«Bueno —se dijo cuando el ascensor llegaba a la planta baja—, al menos me queda la sala de estudiantes». Allí encontraría un rincón donde echarse y reprocharse haber sido tan inocente y débil como para ceder ante el numerito repentino, exagerado y a todas luces interesado que le había montado Beverly.

Una vez en la sala, se encontró con los sofás y las butacas en su ubicación habitual, bajo la tenue luz de tres enormes arañas de madera de estilo medieval, acompañados de una serie de mesas de madera oscura y sillas de respaldo rígido.

Echó un vistazo en derredor. En el centro, en mitad de aquel mar de mobiliario, había una isla formada por un par de enormes sofás tapizados en piel marrón, respaldo contra respaldo, mirando uno hacia cada lado, contiguos a una mesa de biblioteca antigua, larga y robusta, de madera oscura y arropada por dos lámparas altas de estilo arts and crafts que daban escasa luz. En aquel islote sombrío y mastodóntico se encontraban los tres únicos seres vivos que logró ver Charlotte. En el extremo más alejado de un sofá estaba sentada con las piernas (gruesas, por lo demás) cruzadas una chica que leía un libro encuadernado en rústica. En el otro había una chica esbelta, de espaldas, sentada en el borde de un cojín, inclinada hacia delante, hablando en voz baja con un chico también esbelto, apoyado en el brazo del sofá y echado hacia ella. Los dos llevaban camiseta y vaqueros.

¿Y la del libro? ¿Qué demonios llevaba puesto? Por lo visto sólo una camiseta holgada y unos calzoncillos de chico tipo bóxer. Y no sólo eso, sino que la postura había propiciado que se le abriera la bragueta. A Charlotte le parecía inconcebible que una chica se sentara así en público, por mucho que fueran las dos y media de la madrugada. Ya era bastante duro tener que presentarse allí en pijama y bata.

Decidió situarse lejos de los tres, en las profundidades de los escondrijos góticos de la sala. Iba a encaminarse hacia allí, pero las piernas no le obedecieron. De pronto su cuerpo se había hartado de tanto aislamiento, de tanta soledad y tanta autoflagelación, y se negaba a alejarse de la colonia que tenía ante sí, con su lujosa piel, su madera antigua tallada a mano, sus lámparas avejentadas que emitían una luz acogedora… y sus seres humanos.

Pero ni siquiera su cuerpo podía obligarla a acercarse a un desconocido y entablar una conversación, de modo que colocó una silla en el otro extremo de la chica gruesa con la bragueta abierta. Así quedaba delante de la pareja de los vaqueros, pero contaba con la profundidad de los dos sofás, de dimensiones considerables, y la anchura de la mesa, y además los dos estaban absortos el uno en la otra. Todo eso permitió a Charlotte sentir el distanciamiento necesario.

Cuando se sentó en la silla, la chica gruesa la miró desde su extremo del sofá, pero volvió al libro de inmediato. El libro… Estaba leyendo un libro. Charlotte sintió una necesidad abrumadora de no parecer una colgada, sola y perdida en plena noche, ni siquiera ante aquellos tres desconocidos. Resultaba esencial ocuparse en algo, lo que fuera.

Miró alrededor. Al final de la mesa, bastante cerca, había una revista. Se ruborizó (llegó de hecho a sentir el torrente de sangre que le inundaba la cara), asustada sólo de pensar que uno de ellos advirtiese que estaba desesperada por ponerse a leer lo primero que pillara, pero se levantó, hincó una rodilla en el cojín del sofá, alargó el brazo y agarró la revista para volver a toda prisa a su sitio.

Era un ejemplar del Cosmopolitan. Charlotte había oído hablar de esa revista y le sonaba que se publicaba desde hacía mucho, pero nunca había leído un número. No estaba en la biblioteca del Instituto Alleghany y desde luego jamás se le hubiese ocurrido comprarla. Su precio era de 3,99 dólares, pero no por una suscripción anual ¡sino por un sólo número! En casa nunca había visto ninguna revista de papel cuché. ¿Quién iba a salir a gastarse cuatro dólares en una revista? En la portada, una rubia de ojos grandes le sonreía con simpatía. Estaba todo lleno de titulares. El de mayor tamaño rezaba: «99 formas picantes de tocar a un hombre. Consejos frescos y frívolos para excitarle centímetro a centímetro (en nuestro preferido se utiliza una rosquilla glaseada)». No dio crédito a lo que leía. Hojeó la revista, que era muy gruesa, hasta encontrarlo. «Quieres darle más placer que ninguna otra. Es tu objetivo y tienes todo nuestro apoyo. Prepárate para ocupar el lugar que te corresponde como diosa sexual. Hemos consultado con algunos expertos muy entusiastas (hombres para caerse de espaldas que no se muerden la lengua pero sí otras cosas y que tenían montones de secretos de alto voltaje que contarnos) y reunido para vosotras las noventa y nueve formas más eróticas e ingeniosas a las que puede recurrir una chica para estimular, provocar y excitar a un hombre centímetro a centímetro». La primera decía: «Ayúdame a abrocharme la camisa o a ponerme bien la corbata ante el espejo. Cuando me vistes me entran ganas de desvestirme». La segunda recomendaba: «Si me mordisqueas el lóbulo de la oreja y tiras un poquito pierdo los papeles». Estaba escrito con un tono juguetón, consideró Charlotte, pero en el fondo… Y entonces llegó a «Cuando estamos en la cama y te pones encima, agárrame los huevos con una mano y tira con delicadeza. Es una sensación inesperada y muy excitante». Y siguió: «Ponme tú el condón. Me pongo a mil cuando veo cómo vas preparándome», «Pásame la lengua alrededor del glande y luego, sin avisar, métete todo el pene en la boca», «Quítate las bragas, mételas en el congelador y luego pásamelas por todo el cuerpo. No te rías. Es una pasada», hasta llegar al preferido de la revista: «Mi novia compra una rosquilla glaseada y me mete el pene por el agujero. Luego la va mordisqueando y de vez en cuando para y me lo chupa un poco. Las gotitas de azúcar que se le quedan en la boca me hacen cosquillas en la pumita».

Charlotte cerró la revista y estudió otra vez la portada. ¿Sería una especie de parodia pornográfica del Cosmopolitan? La abrió por el índice. Una lista interminable de directores, gerentes, editores asociados y al final: «Editado por Hearst Communications, Inc. Presidente y consejero delegado: Victor F. Ganzi». Era inconcebible. Se colocó la revista en el regazo y se quedó mirando el vacío. La chica gruesa levantó la vista otra vez, pero de nuevo regresó al libro.

Charlotte se había puesto roja como un tomate. ¿Y si alguien (quien fuera, incluso uno de aquellos tres desconocidos) la veía leyendo aquella pornografía barata? Sería bochornoso… ¡Para morirse!

Con toda la indiferencia de la que fue capaz (es decir, con un leve temblor de manos), se levantó, volvió a arrodillarse en el sofá para dejar la revista en la mesa, y acto seguido le dio la vuelta para que la portada quedara boca abajo. ¡Por el amor de Dios! No intentó regresar a la silla, sino que se hundió en el sofá, ya que por mucho que lo deseó la tierra no llegó a tragársela.

Se quedó muy quieta. Se le había disparado el corazón. Directamente al otro lado de la mesa tenía a la parejita de los vaqueros. No sentía el menor interés por escuchar su conversación, pero de repente él empezó a hablar en un tono que hacía prácticamente imposible no prestarle atención.

—¿Qué? Tía, no lo entiendo. ¿Quieres que te lo haga… como favor?

El susurro de la chica también resultó audible.

—Venga, Stuart… ¿No lo entiendes? Soy de primero. No conozco a ninguno de esos tíos… Y para ti tampoco sería tanto trauma. Eres de cuarto. Y confío en ti.

—Vale, pero ¿yo qué saco de todo esto?

—¿No te resulto atractiva?

—Eres guapísima, por si aún no te habías enterado, cosa que dudo, pero ¿yo qué pinto?

—Bueno, sería una especie de favor…

—Ya. Creo que más bien quieres aprovecharte de mí.

—Bueno, seguro que ha habido mil veces que…

—¡Brittany! Te conozco desde que tenías nueve años y yo trece. Siempre has sido como una sobrina. Joder, sería como un incesto o yo qué sé.

—Seguro que…

—No sé siquiera si se me… Pues eso, que no sé si podría.

—Ajá. Pues entonces ¿qué hago?

En ese momento bajaron la voz y Charlotte ya no pudo escucharles, sólo se enteró de que la chica, Brittany, recurría a menudo a «ajá», «ah» e interjecciones de distinto tipo.

Charlotte bajó la barbilla hasta pegarla a la clavícula a medida que fue comprendiendo lo que acababa de escuchar.

—¿Sexiliada?

Giró la cabeza de golpe. Era la de los calzoncillos, la que estaba sentada en el otro extremo del sofá. La miraba fijamente y sonreía con la más absoluta cordialidad. Charlotte debió de quedarse estupefacta, porque le devolvió la pregunta:

—¿Sexiliada? —Durante esos segundos tuvo tiempo de desmontar la palabreja y comprender su significado, así que respondió—: Sí… supongo.

—Yo también.

—¿En serio? O sea que se llama así, estar sexiliada.

—Pues sí. —Se encogió de hombros, como resignándose a su destino—. Es la tercera vez en dos semanas. ¿Y tú?

Charlotte se quedó horrorizada al comprobar que una abominación de tal calibre no sólo era moneda corriente, sino que además tenía nombre.

—Es la primera vez… Mi compañera de cuarto me ha prometido que no volvería a hacerlo.

—Ja, ja —rio la otra—. Lo mismo dijo la mía. Tú hazme caso, a lo único a que se compromete es a no hacerte lo mismo otra vez esta noche. Con suerte.

Charlotte frunció la frente con gesto adusto. Aquello era demasiado.

—Bueno… pues yo no pienso aguantarlo.

Con desdén:

—Ahhhhhh… Mira, las cosas son así y punto. Acabas de hacerle un favor, así que cuando te toque a ti no podrá negarse. ¿A quién te han puesto de compañera?

—Se llama Beverly —contestó distraída, pensando en otra cosa: «¡Santo cielo! ¿Cuándo me toque a mí?».

—Mmmm, no me suena. ¿Ya tienes novio?

Pasmada:

—No.

—Ni yo. Los tíos se me acercan y creo que tienen interés, pero luego me piden que les presente alguna amiga mía, o cualquier otra cosa. En fin.

Sonrió y arqueó las cejas. Era guapa de cara, con un aire rubicundo muy de campo (Charlotte había visto el mismo rostro muchas veces por Sparta), pero también rechoncha, retacona y regordeta. Tenía pocas posibilidades, por no decir ninguna, de convertirse en el ideal de mujer del siglo XXI, delgada, de carnes prietas, caderas estrechas y cuerpo bien definido. No lo llevaba en los genes. Y sin embargo allí estaba, en calzoncillos en la sala de estudiantes y en mitad de la noche, con ganas de echarse novio y de sexiliar a su compañera de habitación. Una chica simpática, alegre, de aspecto normal y que daba por sentado que aquél era el orden natural de las cosas.

—Me llamo Bettina —se presentó.

—Yo Charlotte.

Pertenecían a la primera generación de estadounidenses que se desenvolvía a las mil maravillas sin apellidos. La miró con gesto de ligero regocijo y le preguntó:

—¿De dónde eres?

—De Sparta, Carolina del Norte.

—No lo conozco. Pero ya me parecía a mí que tenías cierto deje sureño. ¿Dónde fuiste al insti?

Charlotte se puso rígida. Se consideraba la más cosmopolita del Instituto Alleghany y le gustaba creer que prácticamente no tenía acento, pero lo único que repuso fue:

—En Sparta. Fui al Instituto Alleghany. —Y entonces, para dejar de hablar de su pueblo, de su instituto y del acento sureño, preguntó—: ¿Y tú?

—Soy de Cincinnati. Fui al Colegio Seven Hills. ¿Siempre llevas pijama?

¡El mismo repaso que le había dedicado la amiga pija de Beverly! ¡Y los del pasillo! Pero qué manía tenía todo el mundo con su pijama. ¡Desde luego, peor era pasearse por ahí en calzoncillos con la bragueta abierta! Mientras estaba ocupada acumulando resentimiento se oyó un grito. Una chica entró a toda prisa en la sala de estudiantes, procedente del vestíbulo. Volvió a chillar. Era delgada y rubia y llevaba unos pantalones cortos que dejaban al descubierto unas piernas perfectas, y los gritos que emitía podría haberlos interpretado cualquier chica del planeta: eran los aullidos de una muchacha que se fingía mortalmente asustada por las payasadas de un individuo del sexo masculino. Y, sin hacerse esperar, entró tras ella un chico alto y esbelto, de cabello castaño corto con un flequillo discreto. Se movió con agilidad y la acorraló contra el respaldo del sofá. La rodeó con los brazos como si fuera a sacarla a rastras. Ella se revolvía y gritaba:

—¡No! ¡No! ¡Suéltame, Chris! ¡No puedes obligarme! ¡No me da la gana!

—¿Cómo que no, tía? ¡En eso habíamos quedado!

Y la sacó de la sala. Fue prácticamente coreográfico. Una chica atractiva y de buen tipo y un chico atractivo, alto, esbelto y atlético acababan de simular una pelea. Los dos se marcharon siguiendo su armonioso combate.

Charlotte y Bettina se quedaron en silencio, pero la primera sabía que las dos estaban pensando lo mismo. La chica perfecta se alejaba con el chico perfecto mientras ellas dos se quedaban en aquel lúgubre desierto de cuero reseco, dos pobres sexiliadas.

En parte, Charlotte sentía ganas de largarse de allí, aunque eso significara pasarse toda la noche, hasta el amanecer, dando vueltas sin rumbo fijo. No quería estar en el mismo saco que aquella chica tan… bueno, tan poco agraciada.

Pero al final aceptó los hechos: lo último que iba a hacer era irse de allí. Era capaz de asimilar los comentarios sobre su acento. Era capaz de olvidar el insulto implícito en la mención del pijama. Era capaz de aguantar esos golpes y muchos más. La habían echado de su cuarto, de su propia cama, la habían dejado abandonada, desarraigada, a la deriva, indefensa, prácticamente expatriada, pero al menos no estaba sola. Al menos, por muy poco que durase aquel intervalo, tenía un rostro alegre y risueño al que mirar. Formaba equipo con otro ser humano que había corrido su misma suerte (daba igual lo degradante o deprimente que fuera esa suerte), alguien con quien hablar… Alguien, incluso, a quien abrirle su corazón (eso, claro, si se armaba de valor).

Ojalá pudiera llamar a la señorita Pennington… o a su madre… Sí, hola, ¿señorita Pennington? ¿Mamá? Sí, estoy en Dupont, al otro lado de las montañas. En el jardín de Atenea, diosa de la sabiduría, donde se supone que se llega muy lejos. Pues bien, señorita Pennington, mamá, es que me olvidé de preguntaros una cosa: ¿os ha hablado alguien alguna vez del sexilio, de lo que significa quedarse tirada en la sala de estudiantes en plena noche para que tu compañera (es un decir) tenga oportunidad de aparearse con un tío que acaba de ligarse por ahí?

Era importante mantener viva la conversación con Bettina. Revolvió el interior de su cerebro hasta encontrar un:

—¿Quiénes eran? —Y añadió un gesto de la cabeza hacia la esquina en que el chico perfecto se había lanzado sobre la chica perfecta.

—Él, ni idea —contestó Bettina—, pero ella es de primero. Las otras dos veces que me han sexiliado también la he visto. Siempre está despierta hasta las tantas y tiene a un tío que la persigue. Está buena, vamos, supongo, pero es como muy, no sé, uuh, uuh, uuh, uuh. —Ladeó la cabeza, puso los ojos como platos y pestañeó exageradamente y con mucha coquetería—. Ahora bien, si me ofreciera cambiarme las piernas no me negaría.

—Ya, ya te entiendo —contestó Charlotte con un tono neutro y apagado, porque lo único que pretendía era ser simpática. En el fondo lo que quería decir era: «Pues espera a ver las mías. Yo he hecho cross por las montañas».

Al pensarlo recuperó un poco el ánimo. Se había quedado tan hecha polvo, tan destripada, tan entregada a la soledad, que se había olvidado de su gran fuerza: «Soy Charlotte Simmons».