Eres el amo
La noche siguiente, antes de cenar, Vanee, con una expresión ultrasolemne, llamó a Hoyt a la sala de billar, por lo demás vacía, cruzó los brazos a la altura del pecho y anunció:
—Tío, más vale que hablemos en serio de esta mierda.
—¿De qué mierda, Vanee?
—Ya sabes qué mierda es. La mierda esa del gobernador de California. A ti el asunto te hace gracia, joder. A mí no. ¿Y sabes por qué?
«Ya sé por qué, Vanee, colega —pensó Hoyt—. Estás acojonado, y punto». Mientras esperaba a que los labios de su amigo dejaran de moverse, empezó a divagar…
… quienes se esconden y quienes mandan… Europa en la Alta Edad Media, una asignatura impartida por un viejo judío marchito llamado Crone[3] (un nombre muy apropiado,* según Hoyt), cuya monótona dicción podía inducir al coma, aunque era conocido por su notoria, o más bien gloriosa, manga ancha a la hora de calificar. Para sorpresa de Hoyt, la asignatura había calado en su imaginación. Había experimentado ese momento para el que viven los auténticos universitarios, en contraste con los miembros de Saint Ray: el fenómeno ¡ajá! En la Alta Edad Media, según el viejo Crone, había tres clases de hombres en el mundo: los guerreros, el clero y los esclavos. Nada más, ya fuera en China, Arabia, Marruecos, Inglaterra o cualquier otra parte. Noventa y nueve de cada cien veces, el líder del pueblo era, o había sido, un guerrero bautizado en el campo de batalla. En el caso número cien, el amo del cotarro era el sumo sacerdote de la religión correspondiente. Mahoma había sido guerrero y sumo sacerdote. Juana de Arco, lo mismo. Todos los demás pobladores de la Tierra eran esclavos de una u otra clase: siervos de la gleba, artesanos o directamente mercancía humana, incluidos pintores, poetas y músicos, que no eran más que tipos que vivían a merced de los líderes guerreros. En la Biblia, según Crone, el rey David empezaba siendo un niño esclavo que se ofrecía voluntario para enfrentarse en combate cuerpo a cuerpo al campeón filisteo: Goliat. Cuando, contra todo pronóstico, David venció al gigante, se convirtió en el guerrero por antonomasia de Israel. Entró a formar parte de la guardia personal del rey Saúl y fue coronado a la muerte de éste, pasando por delante del propio hijo del monarca, Jonatán.
A Hoyt le encantaba esa historia, la del don nadie que llegaba a rey. Él tenía ambiciones análogas. Su padre, George Thorpe, era…
—… contratan a un montón de matachines para intimidar a los testigos…
Matachines. De vez en cuando, alguna frase procedente de los labios tan serios como asustados de Vanee se abría paso hasta el cerebro de Hoyt.
—¿Qué quieres decir con «matachines»? —preguntó, no porque quisiera saberlo sino para que el otro creyera que le prestaba atención.
—Matones italianos —respondió Vanee—. Y esos tipos…
«Matachines. Venga, no me jodas, Vanee, colega —pensó Hoyt—. Mi padre se habría comido a tus matachines para desayunar». Según lo recordaba Hoyt, su padre, George Thorpe, era guapo hasta decir basta, con una buena mata de pelo moreno, la mandíbula fuerte y recta y un hoyuelo en la barbilla. A su viejo le encantaba que la gente le dijera que era «igualito que Cary Grant». Hablaba por la nariz con un acentillo de Nueva York que permitía intuir el paso por centros de enseñanza privados y hacía referencias indirectas, metidas con cuña en oraciones relativas, a sus días en Princeton, y a los de su padre antes que él, por no hablar de su paso por las Fuerzas Especiales en Vietnam, donde había visto con sus propios ojos enjambres de balas de AK-47 que se le echaban encima a cinco veces la velocidad del sonido. Parecían avispas verdes, aseguraba, pero, como había sido miembro de la élite de la élite, la Delta Forcé, no podía entrar en detalles. En rigor, no debería haber mencionado siquiera a su familia que había estado en la Delta Forcé. Hasta ese punto formaba parte de la élite. Sobre la base de estas credenciales, aderezadas con su deje finolis, se las arregló para entrar a formar parte del Brook Club, el más poderoso de toda la sociedad neoyorquina. Con su escudo de armas en la solapa, logró acceder a otros cuatro elegantes clubes del Nueva York más rancio. Gracias a tan firme reputación, fue reclutando a miembros de esas sociedades para que invirtieran en tres esotéricos fondos de cobertura que había establecido sobre la base de una estrategia consistente en vender en descubierto bonos de empresa. Eso sucedió durante la fiebre de los bonos que vivió Wall Street en los ochenta. A finales de esa década, se cambió el nombre de George B. Thorpe por el de Armistead G. Thorpe. Incluso a un Hoyt de ocho años le pareció extraño, pero tanto su padre como su madre le explicaron que Armistead era el apellido de soltera de su abuela paterna, a la que había querido mucho, y el niño se lo tragó. La madre de Hoyt, de soltera Peggy Springs, una guapa morenita deslavazada y sumisa como un conejillo de indias, era contable pública y tenía un máster en Economía por su alma máter, la Universidad del Sur de Illinois. Se dedicaba a amañarle los libros de cuentas a George B. Thorpe, y también a Armistead G. Thorpe, y a respaldar sus historias cuando llegaban a tales alturas que se venían abajo por falta de fundamentos, y estaba dispuesta a permanecer en la madriguera como la tímida conejita que era (por indicación de su marido) cuando él salía a la caza de inversores en comidas y cenas en alguno de sus clubes.
Hoyt siempre se había aferrado a la premisa de que las intenciones de su padre habían sido legítimas, pero ni siquiera un hijo podía pasar por alto que, hacia el final, su padre establecía nuevos fondos de cobertura sin otro propósito que conseguir dinero en efectivo con el que apaciguar a los inversores de los más antiguos, que empezaban a perder los estribos y lo amenazaban con pleitos. Llegó a convencer a una cajera (una estonia de veinticuatro años crecida en Vinalhaven, una isla de Maine, una rubia delgadita con la que le gustaba flirtear cuando estaba en el banco) para que invirtiera todos sus ahorros (es decir, un bono del Tesoro por valor de veinte mil dólares que sus padres, un vigilante nocturno y una ayudante de enfermería, le habían regalado al cumplir los veintiún años) en un fondo de cobertura basado en la venta en descubierto de futuros a cuenta de la venta de bonos. Era un asunto complicado, pero auténtica dinamita. Ella debía considerarlo una «cobertura frente a una cobertura con un efecto multiplicador o efecto “látigo”». ¡Toma ya! Le dijo a Peggy que imprimiera el papel de carta con membrete, el contrato y los prospectos necesarios sirviéndose de tipografías informáticas, tout de suite, y abriera una cuenta comercial para recibir el cheque. Ese fue uno de los numerosos tejemanejes que hizo al final, a la desesperada, antes de que sus fondos se vinieran abajo uno tras otro.
Hoyt y sus padres vivían a la sazón en una casa construida originalmente por un antiguo actor de películas del Oeste, Bill Hart, en Belle Haven, un barrio de Greenwich (Connecticut), cerca del estrecho de Long Island. A George Thorpe le pareció aconsejable desaparecer una temporada, hasta que las cosas se calmaran. Siempre con la ira potencial de sus acreedores e inversores en mente, hacía tiempo que había puesto la casa a nombre de su pasiva Peggy. De repente quiso recuperar la propiedad, y de inmediato. Por primera vez, la madre de Hoyt dejó que el cerebro se impusiera a su medroso corazón. Fue posponiéndolo y posponiéndolo cada vez más. Conocía los chanchullos de su marido del derecho y del revés, y era imposible que esa vez todo volviera a su cauce. Un jueves por la mañana, él mencionó, como quien no quiere la cosa, que se iba a un congreso de agentes inmobiliarios que se celebraba durante el fin de semana en Sea Island (Georgia). Esa misma tarde hizo un par de maletas y se marchó camino del aeropuerto de La Guardia. No volvieron a verlo. Los banqueros, las aseguradoras y los inversores se cernieron sobre Peggy. Ella no les ofreció nada, salvo una carita inocente y despistada, y se las arregló para conservar la casa. Consiguió trabajo en el departamento de contabilidad de Stanley Tool, en la cercana ciudad de Stamford, y se las apañó para llevar a casa el dinero necesario para pagar las mensualidades de la hipoteca, ganándolo con el sudor de su frente. Sin embargo, los días de Hoyt en el costoso colegio privado Greenwich Country Day habían tocado a su fin.
Con objeto de arreglar los asuntos de George, Peggy llamó a la oficina de la asociación de antiguos alumnos de Princeton para que le dieran más datos sobre su expediente, pero no consiguieron localizar su nombre, ni el de su padre, Linus Thorpe. Del mismo modo, el ejército no acertó a encontrar ningún dato sobre el capitán George Thorpe. Peggy descubrió un buen fajo de viejas cartas íntimas de mujeres que tenían como destinatarios a George Thornton, George Thurlow y George Thorsten.
En resumidas cuentas, no llegó a encontrar ni un solo documento oficial del pasado de su marido ni, ya puestos, de su existencia sobre la faz de la Tierra. Hoyt, que sólo tenía dieciséis años, despejó todas las dudas de un plumazo. A sus ojos, su viejo siguió siendo (tenía que seguir siéndolo) un héroe militar férreo y agresivo. Lo que pasaba era que la Delta Forcé era una unidad secreta de las Fuerzas Especiales y lo más probable era que tuviesen que destruir todos los expedientes.
Unos años antes, al pasar el chico del colegio de primaria al instituto Greenwich County Day, siendo un chaval bajito y flacucho, dos abusones bien grandes del curso inmediatamente superior lo escogieron para atormentarlo con especial saña. Su tortura preferida consistía en encerrarlo en el escobero del bedel, situado en un pasillo rara vez transitado, y dejarlo allí para que gritara y aporreara la puerta hasta que alguien se diera cuenta. Perdió clases enteras de esa forma, en detrimento de su rendimiento académico, pero, naturalmente, no podía explicar a los profesores lo ocurrido porque no había nada (¡nada!) tan rastrero como un chivato. Tras soportarlo tres semanas, se decidió a contárselo a su madre, haciéndole prometer previamente que no se lo diría a su padre, cosa que Peggy hizo a renglón seguido, claro. Su viejo lanzó a Hoyt su más cruel mirada de búsqueda y exterminio en el campo de batalla vietnamita y dijo que pensaba ir al colegio al día siguiente, coger al director por la pechera, si era necesario, y decirle que todas esas gilipolleces se iban a acabar. La palabra fue en efecto «gilipolleces», ya que George consideraba que compartir tacos entre padre e hijo formaba parte del proceso educativo que iba a hacer de su chico todo un hombre.
¡Ay, Dios mío, no! ¿Contárselo al director? Sí que había algo peor que ser un chivato, y era mandar a mamá o papá a que se chivaran por uno.
«En ese caso —aseguró su viejo—, tienes que tomar una decisión». Hoyt podía pegar un buen puñetazo en los morros a uno de los abusones o a ambos (su padre le hizo una demostración soltando un golpe al aire, pero no con el puño sino con el antebrazo, cosa que él dio por sentado que era el modo de actuar de un miembro de la Delta) o bien él, su viejo, acudiría al director en persona. ¡Pero era imposible pegarles semejante puñetazo en los morros! ¡Eran más grandes que él! ¡Lo destrozarían! Nada de eso, afirmó su padre. Un buen puñetazo en la nariz, sobre todo si les hacía sangre, y no volverían a molestarlo en la vida, ni ellos ni nadie más de todo el colegio. Y no sólo eso, sino que a partir de entonces, en noventa y nueve de cada cien veces sería capaz de imponerse en cualquier confrontación con sólo una mirada amedrentadora y un par de «mecagüen la puta». «Mecagüen la puta», eso también lo compartió con él.
Pero… pero ¡estaba seguro de que la cosa no saldría bien!
Su progenitor se encogió de hombros y le dijo que vale, pero que entonces iba a ver cómo su padre entraba con una mala hostia (¡«mala hostia»!) de cuidado en el colegio y montaba la de Dios es Cristo.
Eso lo convenció. A la mañana siguiente, uno de los abusones se le acercó y empezó a tocarle las nances. Hoyt farfulló su habitual respuesta nerviosa, y luego, sin el menor preámbulo, se precipitó hacia el chaval, que se quedó pasmado, y le soltó un buen golpe en los morros con el antebrazo. Salpicó sangre por todas partes. Todo lo que había predicho su padre se cumplió. Nadie iba a meterse con ese novato nunca más. Además, no volvió a verse en ninguna situación que no fuera capaz de controlar con una mirada imperturbable y unos cuantos comentarios aderezados con «mecagüen la puta».
Pero aquello había sido en el selecto Greenwich Country Day. De repente tuvo que pasar a un centro público, el Instituto de Greenwich, que no tenía mala reputación académica, para ser público, pero que se llenaba de una chusma… En su tercer día, Hoyt se vio acorralado en el pasillo, entre clase y clase, por un grupo de cuatro chicos de aspecto hispano. El que iba de jefecillo llevaba barba de una semana y una camiseta ceñida con mangas tan exiguas que permitían apreciar las venas marcadas, conseguidas a fuerza de levantar pesas, de los bíceps. Quería saber cómo se llamaba el nuevo.
—Hoyt, ¿eh? ¿Qué coño es eso: un nombre o un pedo?
Con sólo pensar en todos los preliminares, todas las estupideces, todas las burlas imbéciles, todos los desafíos rituales, Hoyt experimentó un tremendo bajón, así que, sin pronunciar palabra ni cambiar un ápice la expresión, atizó al chaval en la nariz con el antebrazo. Algo crujió y la sangre empezó a brotarle de la nariz como si fueran las cataratas del Niágara. El bocazas, el gracioso del grupo, retrocedió emitiendo un quejido sollozante y se llevó las manos con cuidado a la hemorragia de la nariz como quien acaricia a un hijo. La sangre empezó a escurrirle entre los dedos y brazos abajo. Los otros tres se echaron encima de Hoyt, y lo más probable es que le hubieran metido una buena paliza si no hubiese pasado por allí un par de profesores que los separaron. Los cuatro tipos duros juraron y perjuraron venganza y todo tipo de vejaciones contra el cabronazo anglo, pero lo cierto es que el asunto no pasó de ahí, y en los cuatro años que estuvo Hoyt en el instituto se le tuvo por un cabronazo anglo al que no había que tocarle los cojones.
Después de aquello, todas las facciones lo tenían por un tío guay. Cuando empezó a echar cuerpo y su barbilla hendida adquirió contornos viriles, todas las chicas lo consideraron guapísimo. Tenía catorce años cuando mojó, como solía decirse, por primera vez. Fue una noche en el sofá del salón de la chica, mientras sus padres dormían justo encima, pero no con una alumna del Instituto de Greenwich, sino con una del Greenwich Country Day. Sin planearlo conscientemente, Hoyt seguía moviéndose en los círculos sociales de los estudiantes del colegio privado. Vestía la ropa un poco más pija y pulcra de los chicos del Greenwich Country Day y llevaba el cabello, de tono pajizo, según su estilo, algo más largo pero sin llegar a lo auténticamente rebelde. Con eso sólo conseguía resultar más molón (adjetivo análogo a «guay» en el lenguaje adolescente) a los ojos de las chicas del insti, a las que no descuidó en absoluto. De hecho, fueron ellas quienes, en resumidas cuentas, lo ayudaron a sortear los ritos de paso sexuales del adolescente, como lo de la eyaculación precoz y el «cómo hacerlo».
Gracias a la preparación relativamente rigurosa recibida en el colegio, Hoyt llevaba un año largo de ventaja a la mayoría de sus compañeros de clase del Instituto de Greenwich. Tuvo buen cuidado de mantener esa ventaja, no porque le interesaran lo más mínimo los estudios, sino más bien porque las buenas notas eran indicio de pertenencia al estamento superior. Al comienzo de su penúltimo año en el instituto, los amigos de su antiguo colegio privado empezaron a hablar de cómo las buenas calificaciones en sí no bastaban para entrar en una de las mejores universidades. Hacía falta un «gancho», a veces también llamado «ganzúa», algún logro notable al margen del currículo académico, ya fuera el deporte, el oboe, una beca de verano en un laboratorio de biotecnología… cualquier cosa. Y Hoyt no tenía nada. No hacía más que darle vueltas. Una noche vio por la tele un breve reportaje sobre una organización benéfica de Nueva York, llamada Cosecha Urbana, que enviaba camionetas con refrigeradores a las cocinas de los restaurantes por la noche y recogía alimentos, que de otro modo habrían acabado en la basura, con objeto de llevarlos a los comedores de beneficencia para indigentes. A Hoyt se le encendió una bombilla en la cabeza. Convenció a un compañero de clase más bien pardillo pero con acceso a la camioneta Chrysler Pacifica de sus padres para que se sumase a él en una empresa denominada Patrulla Nutritiva de Greenwich. Así rezaban los carteles de aspecto profesional pegados con cinta adhesiva a las puertas de la camioneta. Hoyt había conseguido que la nueva profesora de Plástica, una rubia de veintitrés años con un buen polvo (a todas luces estaba loquita por Hoyt, pero se contenía), se encargase del diseño gráfico, que incluía dos sudaderas blancas con la leyenda PATRULLA NUTRITIVA DE GREENWICH sobreimpresa en verde oscuro. En realidad, la Patrulla Nutritiva no recogía muchos nutrientes (sólo hidratos de carbono en forma de pan sobrante de dos panaderías), porque no contaba con refrigeración para la carne, la verdura ni demás alimentos frescos. De esta guisa se presentaron los dos limosnaderos en la Primera Iglesia Presbiteriana, que tenía un comedor de beneficencia. Hoyt sólo llegó a ver en una ocasión a los destinatarios últimos de su generosidad, cuando Clara Kelin, una redactora del Greenwich Times falta de ideas, oyó mencionar al reverendo de la iglesia, el señor Burrus, la historia de la patrulla y escribió un reportaje acompañado de una fotografía a tres columnas de Hoyt con su sudadera blanca y el brazo sobre los hombros de un habitual del comedor que ofrecía un acusado contraste. A un lado estaba él, el caballero de blanco, y al otro, el pobre hombrecillo, un arco iris de tonos deslucidos, con el pelo gris grasiento, la piel amarronada, grisácea y enfermiza, la enorme bolsa de basura de plástico color pardo cagarruta que había convertido en poncho, y los vaqueros, que a esas alturas ya eran gris ceniza, al igual que las zapatillas Lugz, con las franjas reflectantes ya también apagadas.
Adjunta a la solicitud de Hoyt a Dupont, la foto resultó una bomba en la oficina de selección de alumnos. Ahí tenían a un joven atractivo que no sólo era compasivo con los desfavorecidos, sino también imaginativo y emprendedor. Había creado y organizado un servicio motorizado de recogida de alimentos, con uniformes y todo, para ofrecer a los necesitados comida nutritiva de los mejores restaurantes de una ciudad adinerada, algo que Hoyt no trató de desmentir. Tampoco hizo ningún daño que fuera hijo de un matrimonio separado y que su madre se hubiera visto obligada a desempeñar un trabajo pesado en un sitio llamado Stanley Tool. En los tiempos actuales esas cosas eran sin duda una ventaja añadida a la hora de solicitar la admisión a una universidad.
Hoyt tuvo que hacer hincapié en sus credenciales de «humilde pero digno» con objeto de obtener una beca parcial, cosa imprescindible. Sin embargo, presentarse así le resultaba mortificante y nunca se lo contó a nadie en Dupont. Si alguien le preguntaba, decía que había ido a «un instituto diurno» de Greenwich. Cualquiera que tuviese la menor noción acerca de esa ciudad lo interpretaba como una manera nada pretenciosa de referirse al Greenwich Country Day, e incluso aquéllos que no lo conocían daban por sentado que se trataba de un centro privado. Decía que sus padres estaban divorciados y él era banquero de inversiones y trabajaba a escala internacional (al menos se había trabajado a la rubita estonia del banco). El detalle de Stanley Tool y su departamento de contabilidad se cuidaba de no mencionarlo.
A Hoyt no le pasó por la cabeza, siquiera que ésa fuera otra de las tendencias en común con su padre: la de disimular alegremente su pasado y fabricarse un pedigrí. En resumidas cuentas, era un esnob de segunda generación. Tenía una planta tan estupenda, parecía tan confiado, proyectaba tal aura, había cultivado un acentillo de Nueva York tan logrado, que a nadie se le ocurrió poner en tela de juicio su autobiografía. No tuvo el menor problema para acceder a la que todo el mundo consideraba la hermandad más selecta de Dupont, Saint Ray, antes bien: se lo disputaron tres más, aunque ninguna estaba a la altura de Saint Ray, claro. Él ya había elegido la mejor, la que correspondía por derecho propio al típico estudiante de categoría social superior, alguien como Vanee, cuyo padre, Sterling Phipps, forofo del golf, se había jubilado a los cincuenta después de dirigir un fondo de cobertura pasmosamente fructífero llamado Short Iron y tenía mansiones en Cap Ferrat y Carmel (en la costa californiana), en Southampton y Nueva York (con carné de socio tanto en el club de golf Shinnecock como en el National Links), así como un apartamento de veinte habitaciones en el 820 de la Quinta Avenida neoyorquina, el cual Vanee consideraba su casa. Uno de los tíos de Vanee había financiado la mayor parte de la construcción del Auditorio Phipps. Que los Vanee Phipps de Dupont lo admiraran e incluso demostraran un respeto reverencial por su atrevimiento aristocrático tenía una importancia capital para Hoyt. Mientras contemplaba el gesto inquieto de su amigo allí en la sala de billar, tenía un nivel de alcohol en sangre que no andaba muy lejos de la perfección. Estaba más convencido que nunca de que su papel en la vida era el de abrirse paso como caballero entre las hordas de estudiantes atrapados por su propia mentalidad de esclavos… pero eso le trajo a la cabeza el mes de junio siguiente. El caballero iba a necesitar un puesto de trabajo en la banca de inversiones. Era la única salida, pero… ¡las putas notas! «¡Deja de pensar en ello! No te pongas mustio delante de Vanee…».
—¡… Venga aquí a buscarnos! —decía éste, con la voz casi una octava por encima de lo normal, una entonación nada favorecedora.
—Vanee —repuso Hoyt—, no vamos a quedarnos esperando a que venga a buscarnos el gobernador. Vamos a invitarlo a que venga.
—¿Que vamos a qué? Pero ¡qué dices, coño!
A Hoyt le encantó detectar miedo en la expresión de su compañero. Él tampoco tenía ni idea de lo que decía, pero el concepto general le daba buen rollo. No pudo resistirse a acojonar a Vanee un poco más.
—Si conseguimos que venga, estaremos en posición de hacer que el muy cabrón se ponga a cuatro patas y suplique. Por un instante, Vanee no dijo nada.
—Hoyt, si tú… —empezó por fin—. ¿Alguna vez se ha sincerado alguien contigo y te ha dicho que estás chalado?
El aludido no pudo reprimir una risotada y un mueca burlona. Era una idea de puta madre. Se convertiría en una leyenda en vida aún mayor… Ya sólo faltaba averiguar el modo de llevar al gobernador de California al campus de acuerdo con las condiciones del caballero Hoyt. Pero él sabía una cosita que haría que ese politicucho se echara a temblar como un flan.
—A ti te parece guay, ¿verdad?, que alguien te diga que estás chalado. Te lo tomas como un halago —decía Vanee, que no daba crédito a la expresión embobada que había asomado a la cara de Hoyt—. Pues no lo es. No estás chalado en plan guay, Hoyt, estás loco y punto.
Su interlocutor no pudo reprimir otra carcajada.
—¡Eh, ahora tienes la oportunidad, tío! Mantente a mi lado y te convertirás en una auténtica leyenda en vida.
—¿Yo? Conmigo no cuentes. Ya he tenido leyenda suficiente. Las leyendas me la traen floja, si quieres que te diga la verdad.
—Anda ya. Podrías estar montado en el dólar, chaval, y ni siquiera te has enterado. Deja que pille un birra y te cuento lo que vamos a hacer.
Al entrar Jojo en la sala de estudio, con Charles Bousquet y Vernon Congers justo delante, escuchó cómo el primero se metía con el robusto primerizo, como tenía por costumbre, ya que Congers era a) un novato y b) una presa fácil.
—Venga, tiiío —le decía Charles—. Flipo con lo que acabas de decir. ¿Qué coño te pasa? ¿Quieres que la gente se crea que tienes espacio por amueblar en la azotea?
Congers se limitó a mirarlo enfurruñado. Siempre le costaba procesar las pullas de Charles y, por lo visto, no acababa de entender lo del «espacio por amueblar en la azotea».
—De acuerdo, ahora una facilita —continuó Charles—. ¿Qué estado es éste?
—¿Qué estado?
—Sí, qué estado. Estados Unidos de América consta de cincuenta estados, y ahora nos encontramos en uno de ellos. ¿Cuál, Vernon?
Congers reflexionó, preguntándose si sería una pregunta con segundas. Arrugó el entrecejo.
—Pensilvania.
—Eso es —lo animó su torturador—. Vale, ¿y cuál es la capital de Pensilvania?
Congers estaba en un aprieto y, al mismo tiempo, no era lo bastante ingenioso para desviar el humillante interrogatorio. Vaciló con cara de pocos amigos y por fin contestó:
—Filadelfia.
—¡Dios santo, Vernon! ¿Filadelfia? La capital de Pensilvania es una ciudad que se llama Harrisburg. —Lo deletreó—. Está a unos doscientos y pico kilómetros al oeste de aquí. Harrisburg.
A esas alturas Curtis, Alan y Treyshawn ya habían pegado la oreja, y el primero dejó escapar una risilla.
—¿A quién hostias le importa? —se rebotó Congers.
—Venga, Vernon —insistió el inquisidor—, estas cosas hay que saberlas. Ahora eres famoso. Piensa en la prensa, coño. ¿Y si los periodistas empiezan a hacerte preguntas? Esto no es un campamento de scouts, chaval, ¡esto va muy en serio!
Esta vez risas sofocadas, contenidas, pero claramente audibles. Congers tenía los ojos cada vez más entornados.
Charles no le daba tregua:
—¡Hay que saber un poco de geografía, tío! Vete a pillar un mapa o mira la bola del mundo o ponte a ver el History Channel o algo así. ¿Qué le dices a tu mami cuando te pregunta dónde andas?
Risas descaradas. Congers ya no ocultaba su furia. Fulminó con la mirada a Charles y luego al resto del grupo.
—Vete a tomar por culo —dijo, y entró a toda prisa en la sala, un aula pequeña de Fiske destinada a las dos horas de estudio obligatorio para los jugadores de baloncesto todas las noches después de cenar.
Erupciones desatadas de risa. Jojo tomó aliento. Su lado cruel disfrutaba viendo ridiculizado a su joven rival, pero Charles se había pasado. Había empezado a hablarle al chaval con acento del gueto, lo que hasta al propio Congers le había parecido una burla descarada. Y, aún peor, había sacado a colación el tema de la madre de Congers. Sólo había sido una broma, y no había dicho nada malo de ella, aunque sí dado a entender que no sabía dónde estaba su propio hijo. Jojo tenía la confianza suficiente con sus compañeros negros para saber que el tema de sus madres era un asunto espinoso, sobre todo en el caso de alguien como Congers. No sabía gran cosa de él, pero sí que era el típico chaval educado únicamente por su madre, al estilo del gueto, en su caso en una ciudad a las afueras de Nueva York llamada Hempstead o algo parecido. Charles, por su parte, se había criado en un barrio de Washington razonablemente adinerado y tenía por padre al director de algún organismo de seguridad del Departamento de Estado y por madre a una maestra de lengua y literatura que enseñaba en un centro público.
Congers se acomodó en una silla hacia el fondo y, ¡plaf!, machacó un clasificador de anillas contra el tablero incorporado al asiento, como si culminara un salto a canasta. A pesar de su cara aniñada, era mucho más corpulento y fuerte que el otro: medía unos dos metros cinco y pesaba unos ciento diez kilos, con un cuerpo esculpido, musculoso y sobre todo recio, mientras que Charles estaba en los dos metros y tenía una buena constitución, gracias a Perro Loco, el entrenador que se encargaba de fortalecerlos, pero era más delgado, poseía un rostro de facciones delicadas y pesaba cerca de veinte kilos menos que Congers. Jojo se fijó en las dimensiones porque Congers estaba tan furioso que se preguntó si el asunto podía llegar a mayores.
El período de estudio comenzó como era habitual, es decir que, a menos que estuvieses sordo o tuvieras la capacidad de concentración de Charles Bousquet, ya podías olvidarte de estudiar. Los cuatro de siempre se dedicaban a hacer pedorretas, gastar bromitas por lo bajini, picarse unos a otros, lanzar ataques por sorpresa con caramelos Blue Shark como misiles o hacer el borde de algún otro modo. Uno de los ayudantes del entrenador, Brian Glaziano, estaba sentado en una silla cerca de la tarima, de cara a los estudiantes deportistas, en teoría para asegurarse de que se centraran en los libros, pero era blanco, joven y un don nadie en el mundo del básquet en comparación con los jugadores de élite a quienes tenía el deber de imponerse.
Jojo llevaba un clasificador y un par de libros de texto consigo. Sentado a su mesa, se dedicó a hojear un catálogo de accesorios de automóvil, soñando despierto con la manera más guay de embellecer el Chrysler Annihilator. Se había colocado una fila por detrás de Congers, tres o cuatro metros hacia un lado. Al oír que el novato abría las anillas del clasificador, Jojo miró vagamente en dirección a él y fue testigo de una cosa de lo más rara: Congers sacó una hoja del clasificador (papel pautado común y corriente), se la metió en la boca y se puso a masticarla. Debía de saber a rayos, con tanto ácido o lo que fuera que ponían en el papel barato. Después cogió otra y también se puso a masticarla, y luego una tercera… Venga masticar y masticar sin tragárselas. Ya tenía los mofletes hinchados como los de esas ranas o lo que fueran de los documentales educativos que te hacían ver en el colegio. Sus ojos eran apenas ranuras furiosas. Antes de que Jojo se diera cuenta, se sacó de la boca un prodigioso pegote de pasta gris y empezó a darle forma esférica, como si fuera una bola de nieve. Comenzó a rezumarle entre los dedos saliva y una suerte de mucosidad pastosa que le goteaba sobre el regazo. Se puso en pie, con sus dos metros cinco, levantó la bola de engrudo y la lanzó con fuerza (¡chof!) contra la coronilla de una rapada cabeza morena situada tres filas por delante. Charles, claro. Hasta ese momento, puesto que la nuca de una cabeza morena rapada no se diferenciaba mucho de otra, Jojo no se había dado cuenta de que era él.
Al principio, Charles no hizo nada salvo levantar la vista de los libros y mirar al frente. Luego, con toda intención, sin perder la compostura, al estilo de Charles Bousquet, sin volverse aún, echó la mano atrás y se despegó la pasta de la nuca para inspeccionarla. Después se palpó el cuello de la camiseta allí donde había quedado empapado de masilla viscosa. Sólo entonces se volvió para mirar.
La primera persona a quien vio fue Jojo, que, pasmado, lo miraba a la cara. Charles lo observó un instante y luego, al llegar por lo visto a la conclusión de que era un sospechoso sumamente improbable, centró su mirada láser en Congers, quien de repente tenía la cabeza gacha, prácticamente metida en el clasificador, y garabateaba con un boli como si tomara apuntes.
—¡Tú! —le gritó.
Todo el mundo alargó el cuello para ver qué ocurría, todo el mundo salvo Congers, que continuó garabateando con la cabeza gacha.
—¡Tú! —repitió Charles—. ¡Sí, te lo digo a ti, neg… mamón descerebrado de mierda! —Charles iba a decir «negrata», pero se contuvo porque estaban presentes Jojo y Mike. Los negros jamás pronunciaban la palabra prohibida, ni siquiera en broma, cuando podía oírlos alguna persona blanca.
Congers ya no tenía elección. No había modo de fingir que no se había dado cuenta. Se puso en pie al tiempo que apartaba la silla con un fuerte chasquido metálico. Respiró hondo. Su camiseta ceñida era más una fina película que un tejido, y dio la impresión de que sus poderosos pectorales, deltoides, trapecios y dorsales se hinchaban a ojos vistas. Miró a Charles de hito en hito y le dijo en un tono forzado, constreñido, insólitamente agudo:
—¿Tú qué te has creído…? —Se interrumpió y luego añadió—: Hijoputa.
Y acto seguido salió al pasillo entre las hileras de sillas y avanzó lentamente hacia Charles. Un luchador profesional no habría resultado más corpulento e imponente. Charles se puso en pie y también salió al pasillo. Se encaró al otro, adoptó una pose firme con las piernas separadas, cruzó los brazos, inclinó la cabeza y pegó la len gua a la mejilla. Congers estaba a cuatro pasos escasos de él. Por un momento que a Jojo le pareció interminable, los dos se enfrentaron absolutamente inmóviles en un duelo de miradas.
Entonces Congers señaló con el índice a Charles una, dos, tres veces, sin pronunciar palabra, antes de decir con la misma voz forzada, constreñida:
—Vuelve a abrir la boca, hijoputa, y… —Otra vez dejó la frase inconclusa.
—¿Y qué, descerebrado de mierda? —replicó Charles con aire aburrido. No movió un músculo. Se limitó a quedarse cruzado de brazos y con la cabeza ladeada en actitud de escepticismo.
Congers lo siguió fulminando un momento y luego dijo con tono solemne:
—Ya me has oído. —Y se dio la vuelta mientras mascullaba—: Hijoputa.
Y regresó a su mesa.
Ni el menor sonido en toda la sala, ni una carcajada, ni una risilla, ni siquiera un «oh, oh, oh» entre dientes. Todo el mundo, Jojo incluido, sentía vergüenza ajena por el novato grandullón, lo compadecía demasiado como para hurgar lo más mínimo en el modo en que había intentado vérselas con Charles, el tío más guay, para luego echarse atrás como una nenaza.
Jojo y Mike seguían exaltados por el incidente cuando regresaron a la suite. Las ventanas del saloncito común estaban abiertas, pero había tal oscuridad en el exterior que no se veían siquiera la torre de la biblioteca o las chimeneas de la centralita eléctrica. Jojo se sentó en un sillón reclinable y se puso cómodo, pero Mike empezó a pasearse arriba y abajo. Basta con que un joven se llene los pulmones una sola vez de la atmósfera del combate físico masculino para que la adrenalina corra por sus venas.
—«Mamón» y «descerebrado» fue lo que más lo jodió —decía—. Seguro que no se habría enfadado tanto si llega a llamarlo «negrata». Cuando se levantó y fue hacia Charles creí que iba a…
Jojo lo interrumpió.
—¿Sabes una cosa, Mike? Esas horas de estudio son una farsa. Resulta imposible estudiar en ese sitio, joder. Hostia, siempre hay alguien haciendo el borde o soltando chorradas o haciendo pedorretas… Y pasamos dos putas horas sentados sin hacer nada.
—Y que lo digas —coincidió Mike.
—Y además, ¿qué coño hace Charles allí? El entrenador no obliga a los manguitos a ir a la sala de estudio, y todo el mundo sabe que saca tan buenas notas como ellos. ¿Por qué lo hace estar allí sentado durante dos horas con unos tíos que se dedican a tirarse bolas babosas y tocarse los cojones?
—Jo, jo, jo —rio Mike irónicamente—. ¿No lo ves, Jojo? Al entrenador le importa un pijo lo que hagan los manguitos por la noche, porque no van a jugar. En realidad no forman parte del programa. Pero quiere que nosotros tengamos el día bien ocupado para que no podamos hacer nada que se salga del programa. No quiere que Charles ni ningún otro se dedique a deambular por el campus por la noche, pensando o haciendo alguna cosa contraproducente.
Jojo asintió, meditabundo. Quizá no le faltaba razón a Mike. Se levantaban cuando aún estaba oscuro, desayunaban en su propio comedor e iban a la sala de ejercicio a levantar pesas, o si no, salían a correr. El único momento en que veían a otra gente era cuando iban a clase, e incluso entonces ¿con quién hablaban en realidad? Quizá con alguna grupi que se pasaría luego para echar un polvo.
En ese momento le vino a la cabeza la chica de la melena castaña, la de la clase de Francés. Pero ésa no era ninguna putilla, y desde luego tampoco una fan. Lo había puesto en su sitio nada más abrir la boca. ¡Era pura! Su pureza, eso era lo que hacía de su atractivo algo singular, eso y el que fuera inalcanzable. Cómo le hormigueaba la entrepierna, ya notaba la tumescencia contra la bragueta. Ay, Dios… Cuánto le apetecería echarle un quiqui. No la había visto más desde entonces. Fiel a su palabra, ella no había vuelto a poner los pies en la clase de Francés del tío aquel.
—… Entrenamos durante tres putas horas y media, y luego ¿adónde vamos? De regreso al comedor, donde vemos las mismas caras otra vez, joder.
Jojo estaba tan absorto en su sublime visión que había perdido el hilo de lo que decía Mike.
—… O igual se pasa el rato en la biblioteca, coño, haciendo los trabajos él mismo, porque se ve que le interesan otras cosas además del básquet…
—¡La hostia! —exclamó Jojo, al tiempo que levantaba las manos con los dedos extendidos, como si sostuviera un balón por encima de la cabeza—. Se me había olvidado por completo, joder: tengo que entregar un trabajo mañana mismo.
—¿De qué?
—Historia de Estados Unidos, con ese cabrón de Quat. No sé de dónde han sacado la idea de que es un profesor que se porta bien con los deportistas. Aprecia tanto a los deportistas como yo a… a… yo qué sé. ¿Qué hora es?
—Cerca de las doce.
—Joder… Se va a pillar un buen cabreo si lo llamo ahora al busca.
—¿Quién?
—Mi monitor de Historia, un tal Adam. Pero es que no me queda otra salida. Hostia, cómo me jode hacerle esto. Es un buen chaval… Gracias a Dios es un pringadillo, lo aceptará sin tocarme los cojones.
Así que cogió el teléfono y llamó al busca del pringadillo, que le devolvió la llamada a su debido tiempo, y Jojo le anunció que necesitaba verlo de inmediato.
Mientras tanto, Mike había puesto la tele, una telecomedia, pero ya se aburría de lo lindo, así que insistió a su compañero de suite para echar una partida de un videojuego mientras esperaba al tutor. Jojo no se hizo de rogar. Mike tenía una PlayStation 3 nueva y era flipante. Las imágenes tenían profundidad y fluidez de movimiento; el sonido subía y bajaba justo como debía ser y producía un efecto envolvente, de modo que era como competir de verdad (fútbol, béisbol, baloncesto, boxeo, judo, lo que fuera) en un estadio inmenso con un montón de seguidores animando. Era de un realismo sobrecogedor. ¿Cómo diablos se les ocurrían esas cosas? Total, que Jojo y Mike se sentaron y cogieron los mandos para centrarse en el juego Stunt Biker. Te precipitabas en bicicleta por una pista de medio tubo, dando saltos dobles y triples en el aire, y haciendo toda clase de piruetas y demás, mientras te jaleaban miles de espectadores. Lo más guay de Stunt Biker eran las caídas. Si calculabas mal los saltos y te la pegabas, por lo general caías de cabeza. En la realidad (no en la PlayStation 3) la habrías palmado. Había vendavales de carcajadas cuando tu oponente se partía el cuello contra la superficie de hormigón del medio tubo…
Tan absortos estaban en el Stunt Biker y en las multitudes entusiasmadas que a saber cuánto tiempo pasó antes de que cayeran en la cuenta de que alguien, sin duda el monitor, estaba llamando repetidamente a la puerta de la salita común. Jojo se levantó y fue a abrir.
—¡Eh, Adam! —saludó. Abrió los brazos en un ademán de bienvenida. El tono y la sonrisa eran de los que se reservan para un amigo entrañable al que no ves desde hace tiempo—. ¡Adelante!
A juzgar por su aspecto, a Adam, el monitor de Historia, la visita no le alegraba tanto ni remotamente.
—Adam —repitió Jojo—, ya conoces a mi compañero de habitación, ¿verdad?, el amigo Microondas.
—Eh, ¿cómo va eso? —saludó Mike, sonriendo de oreja a oreja al tiempo que le tendía la mano.
El monitor se la estrechó con escaso entusiasmo, mantuvo la boca cerrada y adoptó una expresión que venía a decir: «Vale. Estoy esperando».
Stunt Biker seguía en la pantalla del televisor y se oía el barullo de la muchedumbre a la espera de más acción.
El monitor parecía la mitad de alto que Jojo y pesar una tercera parte, aunque comparado con los alumnos corrientes de Dupont no resultaba ni muy alto ni muy bajo. Tenía rasgos delicados, casi hermosos, y llevaba unas gafas de finísima montura de titanio, pero el pelo era lo que más destacaba: lo llevaba más bien largo, con abundantes rizos castaño oscuro que le caían en un flequillo por delante y en greñas bohemias por detrás. Y se hacía la raya en medio; ¡increíble! Sus holgados pantalones caqui y su jersey negro, con sólo una camiseta debajo, más que vestir su cuerpo colgaban de él. Parecía tan delicado como Jojo imponente y, aunque ambos eran estudiantes de último curso, semejaba mucho más joven.
Una pausa incómoda. Jojo cayó en la cuenta de que tenía que saltar al vacío.
—Adam… vas a matarme.
Apartó la mirada, bajó la cabeza y la meneó, sonriendo en todo momento como para decir: «Hay que ver cómo soy». Al cabo, borró la sonrisa, miró a su monitor y le soltó a bocajarro el problema.
—Muy bien —contestó el chico en un tono comedido—, ¿sobre qué se supone que es el trabajo?
—Sobre… esto… tiene algo que ver con la guerra de la Independencia.
—¿La guerra de la Independencia?
—Sí. Espera un momento. Lo tengo impreso.
Jojo se apresuró hacia su dormitorio.
Por entonces Mike ya había vuelto a la PlayStation 3 y proseguía con el Stunt Biker por su cuenta. De vez en cuando soltaba un «mecagüen la puta» al partirse el cuello. La muchedumbre lo aclamaba y gañía.
Jojo regresó con un correo electrónico que empezó a escrutar.
—Aquí dice… aquí dice… Dice que se supone que tiene que ser sobre… Aquí está: «La psicología personal de Jorge III como catalizador de la guerra de la Independencia norteamericana». El tío quiere entre ocho y diez folios. Por cierto, ¿qué es un catalizador? He oído hablar de esas pijadas pero no sé muy bien qué son.
—¡Mecagüen la puta! —exclamó Mike, centrado en la pantalla, que resplandecía con focos de estadio y colores intensos.
—¿Cuándo hay que entregarlo, Jojo? —preguntó Adam.
—Esto… mañana. La clase es a las diez. —Una sonrisa zalamera—. Ya te he dicho que me ibas a matar.
—¿A las diez de la mañana? ¡Jojo!
La manera en que lo dijo permitió a Jojo relajarse. ¿Qué importancia tenía Adam el monitor? Tenía la importancia de un chico situado en los peldaños inferiores de la jerarquía social masculina que está cabreado, tiene razones para estar cabreado y se muere por demostrar su cabreo, pero no se atreve a hacerlo delante de dos machos alfa, ambos físicamente amedrentadores además de famosos en el campus de Dupont. Jojo había disfrutado desde los doce años con esa superioridad tácita, fuente de satisfacción inexpresable. Literalmente inexpresable. Sólo un imbécil rematado expresaría semejante sensación a viva voz… a nadie.
A viva voz:
—Sí, ya lo sé. —Fingió una de esas muecas que indican lo disgustado que está uno consigo mismo—. Es que se me ha olvidado del todo, tío. Me he pasado las dos horas de estudio empollando para un examen de Francés que tengo dentro de poco, y bueno, ya sabes… La he cagado con el trabajo de Historia, joder.
—Bueno… ¿tienes algún apunte?, ¿algún texto?
—Nada… Me parece que el tío dijo que quería que fuese un trabajo de investigación o algo así.
—¡Mecagüen todo! —exclamó Mike. La muchedumbre abucheó más fuerte que nunca y la pantalla emitió el relumbre de un cambio de color.
Un gimoteo ascendente de Adam:
—Jojo, ¿tienes idea de lo que conlleva todo esto? ¿Investigar la vida de Jorge III y la historia de la Ley del Timbre y todo eso y organizado y redactar entre ocho y diez folios —miró su reloj de pulsera— en las próximas diez horas?
Un encogimiento de hombros:
—Lo siento en el alma, tío, pero tengo que entregar el trabajo. Ese cabrón ya me la tiene jurada. Se llama Quat. Está buscando cualquier excusa para catearme.
La atmósfera se cargó con la idea de que un suspenso podía dejar a un deportista fuera de la cancha durante todo el semestre siguiente.
Arreció el fragor de la muchedumbre y luego («¡Mecagüen la puta! ¡Mecagüen la puta! ¡Mecagüen la puta!») se convirtió en un gruñido insondable.
Adam siguió allí plantado con gesto sombrío, y por fin le espetó:
—De acuerdo… Dame esa hoja.
Jojo pasó un brazo enorme por los hombros del chico y le dio tal apretón que prácticamente lo levantó del suelo.
—¡Eres la hostia, Adam, eres el jefe! ¡Ya sabía que no ibas a dejarme colgado!
El tutorcillo se retorció indefenso, presa del poderoso abrazo de Jojo. Cuando el jugador cejó y lo liberó, el chico se quedó inmóvil con expresión desolada. Meneó la cabeza lentamente y se dirigió hacia la puerta. Justo antes de salir, se volvió y explicó:
—Por cierto, un catalizador es algo que precipita otra cosa… Algo que ayuda a poner en marcha otra cosa que no guarda relación directa con la primera, como el magnicidio de un archiduque serbio del que nadie había oído hablar, que fue el catalizador de la Primera Guerra Mundial. Es posible que te convenga saber lo que quiere decir la palabra, por si alguna vez tienes que hacer creer a alguien que sabes qué has escrito.
Jojo no entendió de qué diablos hablaba, pero intuyó que era una especie de reprimenda sarcástica; para un pardillo, representaría la actitud más parecida a decir lo muy cabreado que estaba en realidad. El macho alfa sonrió y se disculpó:
—Oye, tío, lo siento mucho. Te lo agradezco un mogollón. Te debo una.
El chaval ni siquiera había acabado de salir por la puerta cuando Jojo se volvió hacia Mike y le soltó:
—¿A qué viene tanto «mecagüen la puta»? Vale que seas un microondas de triples en la cancha, pero no tienes ni puta idea del Stunt Bike.
Apenas había cerrado la puerta y dado unos pasos por el pasillo, Adam oyó el barullo sofocado de Jojo y su compañero de habitación a los mandos de la PlayStation 3, que lanzaban gritos triunfales o doloridos y reían… Se reían de él, sin duda. Los dos mamones iban a quedarse ahí jugando con esa estupidez de videojuego, como si tuvieran doce años, y gritando «mecagüen la puta» y riéndose de Adam Gellin. Y, mientras, él tenía que ir pitando a la biblioteca y ponerse a fusilar libros, tomar notas y permanecer despierto toda la noche para redactar entre dos mil quinientas y tres mil palabras que pudieran colar por un trabajo de un cretino como Jojo Johanssen. En realidad, el tío no era tan corto, lo que pasaba era que se negaba a utilizar la cabeza, por principio. Daba pena. No, daba más que pena: era patético. Jojo era un bárbaro, pero también un cobarde que no se atrevía a quebrantar el código del estudiante deportista, según el cual no era guay comportarse en modo alguno como un universitario. Por esa razón, él, Adam, estaba condenado a pasar la noche en blanco, mientras Jojo dedicaba unas horas vacuas a su videojuego y luego dormía el sueño del niño que sabe que tendrá todo lo que necesita cuando despierte.
Empezó a arderle la cara de furia y humillación. ¡Mierda! Con qué suficiencia, con qué condescendencia había fingido aquel patán que se alegraba de verlo. Qué simulación de arrepentimiento tan transparente, cuando sin duda sabía desde mucho tiempo antes que debía entregar el trabajo al día siguiente. Cómo le había pasado el brazo por los hombros en un repugnante remedo de camaradería. «¡Eres la hostia…!». ¡Ese hijoputa forrado de músculos! ¡Lo había levantado en volandas como si fuera dueño de su pellejo! «¡Eres el jefe!», cuando lo que en realidad quería decir era: «No eres el jefe. ¡Ni siquiera eres un hombre! ¡Eres mi sirviente! ¡Eres mi esclavo, chaval! ¡Te tengo por los cojones!».
A su espalda resonó un fuerte gañido sofocado de alegría viril. ¡Jojo y su compañero se estaban riendo de él! ¡No eran capaces de aguantarse! Adam desanduvo el camino de puntillas y se detuvo delante de la puerta de la suite. ¡Se reían otra vez! Pero resultó que se reían de Vernon Congers y de cómo Charles no hacía más que meterse con él y cómo Congers no tenía la menor idea de cómo afrontarlo. Vale, de momento no se estaban riendo del esclavo. Aun así, Adam enfiló el pasillo con la cabeza gacha, pensando en todas las réplicas devastadoras con que debería haber machacado al gigante. Hacía tiempo que se había reconciliado, al menos a nivel racional, con la dicotomía amo-sirviente que comportaba su trabajo. Por otra parte, no todos los deportistas a quienes hacía de monitor adoptaban aires de superioridad, algunos se mostraban agradecidos del mismo modo que podría o debería estarlo un niño necesitado, en cuyo caso se daba la típica relación entre maestro y pupilo, y la gratificación psicológica era para él. Sea como fuere, los trescientos dólares mensuales que se le pagaban por ese servicio eran cruciales para su subsistencia en Dupont, al igual que los aproximadamente cien (todo en propinas, porque no tenía sueldo) que obtenía repartiendo pizzas, sobre todo en habitaciones de estudiantes, para PowerPizza. Naturalmente, llevar pizzas a domicilio a cambio de una propina también daba lugar a una relación amo-sirviente, pero en la actualidad los alumnos y la gente joven en general temían adoptar cualquier actitud que no fuera la más igualitaria en sus tratos con el trabajador humilde.
Fuera cual fuese el trabajo que desempeñara, tenía que hacer concesiones. El inconveniente de repartir pizzas era que resultaba repetitivo hasta la estupidez, y no disfrutaba de un horario flexible. En PowerPizza hacía un turno de seis horas de un tirón. Siendo tutor de deportistas, tenías que someterte al ego de tipos grandotes y estúpidos que podían llamarte al busca cuando les viniera en gana, y aceptar el hecho de que eras cómplice de una farsa institucional conocida como «el estudiante deportista». Pero el trabajo era variado y de vez en cuando interesante, y podías hacerlo en gran parte por tu cuenta. Además, los imbéciles de tus pupilos dependían en cierto modo de ti, al margen de cómo se comportaran.
Pasillo adelante, procedente de detrás de la puerta ante la que pasaba, oyó un viejo CD de Tupac Shakur a todo volumen: el tema clásico, la canción sobre su madre… Debía de ser el crack de primero, Vernon Congers, cuya habitación parecía un santuario dedicado a Tupac, con dos paredes empapeladas de arriba abajo con fotografías del legendario mártir de las guerras de la música rap. Adam había sustituido en una ocasión a uno de sus monitores habituales.
Pasó por delante de otra puerta, entreabierta unos centímetros. Efectos sonoros de peli de acción y una voz masculina que decía: «Treyshawn, que quede entre tú y yo, pero yo no trago esa mierda. ¿Pillas lo que te digo?». Ah, sí, Treyshawn la Torre Diggs…
En la suite de enfrente, dos hombres reían y una mujer chillaba en un tono de ofensa fingida: «¡Curtís, eres una nenaza, en serio!». Un chillido más agudo: «¡Quítame las manos de encima, maricona…!». Curtis Jones.
Adam siguió adelante. Detrás de esa puerta, de la otra, de la de más allá, se oían los inconfundibles chasquidos de las fuerzas contendientes en los videojuegos. Ah, la sinfonía del pasillo donde vivían los tíos grandes del baloncesto, las leyendas vivas en pleno ocio nocturno. Adam se sonrió, pero ¡joder!: «La psicología personal de Jorge III como catalizador de la guerra de la Independencia norteamericana» para un marmolillo que no sabía lo que significaba «catalizador»…
Lejos de ser un lugar tranquilo a medianoche, en la histórica Biblioteca Conmemorativa Charles Dupont había todo un despliegue de actividad. El rumor de numerosas personas en movimiento (además del ocasional chirrido de las zapatillas de deporte al rozar el suelo de piedra) resonaba en las bóvedas de la sala principal. Imponente y umbrío, aquel espacio cavernoso se tragaba la luz de las arañas del techo y la devolvía más tenue. Aun así, el vestíbulo y la amplia zona de ordenadores de un lado y la enorme sala de lectura del otro, así como las mesas de préstamos y referencia en el de más allá, rebosaban de estudiantes. Muchos de ellos no se ponían a hacer los deberes hasta después de las doce, y siempre había un buen número enfrascado en sus tareas a la salida del sol: la biblioteca de Dupont nunca cerraba sus puertas. Mantenerse despierto hasta las dos, tres o cuatro de la madrugada, también entre semana, formaba parte del ciclo convencional (si bien excéntrico) de la vida estudiantil en Dupont.
Dos chicas que parloteaban en voz queda al tiempo que miraban hacia un lado y otro se cruzaron justo por delante de Adam. Fuera lo que fuese lo que buscaban, no era a él. Las dos llevaban los ojos maquillados, brillo de labios y pendientes. Una iba con un top cortado que parecía una especie de batita de encaje y la otra con una camiseta ceñida, y ambas llevaban los vaqueros tan ajustados que les marcaban una profunda hendidura por detrás. Nada fuera de lo normal, salvo que estas tías iban en plan putón descarado. Muchas chicas se arreglaban para ir a la biblioteca a medianoche por la sencilla razón de que allí había chicos.
La visión despertó en Adam un sentimiento de superioridad tan familiar como jactancioso. Una buena parte de los alumnos consideraban Dupont un campo de recreo de élite donde pasárselo en grande durante cuatro años con gente brillante y, en su mayor parte, de buena cuna, como ellos mismos, mientras que él y un pequeño ejército de Gedeón, cuyos integrantes eran en su mayoría conocidos suyos, estaban en Dupont como «Mutantes del Milenio» (término acuñado por su amigo Greg Fiore) y se dedicaban a…
Otra punzada de ira. Mucho después de que Jojo Johanssen y los de su calaña se hubieran visto reducidos a desperdiciar el resto de su vida bebiendo cerveza con la botella escondida en un bolsa de papel en alguna acera perdida, Adam Gellin y sus cofrades se dedicarían a…
¿… A qué? ¡Puf! Toda su superioridad se desvaneció en un instante, así, sin más, como si no hubiera sido más que aire desde un principio. Jojo podía echar un polvo cuando le venía en gana, le bastaba con salir al campus y señalar a alguien. Así mismo se lo había dicho él en cierta ocasión («y señalar a alguien»), y Adam se lo había creído. Es posible que tuviera otros defectos, pero Jojo no era fanfarrón. Había descrito casos auténticos. A él le parecía divertido. Uno en concreto se le había quedado grabado: Jojo había salido de clase y cruzaba el patio, sin pensar siquiera en nada parecido, cuando vio a una rubia de aspecto atlético con uniforme de tenis, una chica alta y esbelta con «piernas largas, hombros macizos y unas peras así» (había ahuecado las manos para indicar el tamaño), que iba hacia las canchas de tenis, donde una amiga y ella habían reservado pista. Él se cruzó en su camino y le entró, y diez minutos después estaban en su habitación dale que te pego. Para un jugador famoso era así de sencillo. Y la voz de aquella chica en la habitación de Curtis… Desde luego no había ido a pedirle una entrada para un partido. Adam se volvió y echó otro vistazo a las chicas de los vaqueros ajustados: aquellas dos estudiosas de medianoche iban a estar dándose un revolcón en menos de una hora, no le cabía la menor duda. ¡Sexo! ¡Sexo! ¡Estaba en el ambiente, mezclado con el nitrógeno y el oxígeno! ¡El campus entero estaba impregnado, rebosante, vibrante de sexo, en continuo estado de excitación! Tomatomatomatoma…
Intentó visualizar cuántos de los seis mil doscientos alumnos de Dupont estarían jodiendo en ese mismo instante, visualizarlo en el sentido de lograr ver a través de las paredes y detectar las bestias de doble espalda, venga meter y sacar, venga folla que te folla… ahí mismo, en ese dormitorio en Lapham; allá, en ese cuarto en Carruthers; ahí arriba, en el suelo de esa aula vacía de Giles; más allá, entre la maleza de evónimos, porque, a punto de reventar de lujuria, no habían conseguido cubrir todo el camino hasta una habitación; y ahí, contra una puerta trasera cerrada, al otro lado de la torre, porque hacerlo donde podían sorprenderlos les daba un irresistible subidón fetichista… Y allí estaba él, Adam Gellin, tan fantástico, tan superior en muchos aspectos… y tan virgen. Estudiante de último curso en Dupont y virgen todavía. Incluso para su coleto lo decía en voz queda. Confiaba desesperadamente en que el mundo no averiguara ese defecto suyo. Todo el campus follaba como perros en celo y él seguía virgen. En cuanto pudo, al final de su segundo año, se trasladó del colegio mayor Carruthers a un escuálido apartamento fuera del recinto universitario (poco más que un cubil para seres humanos creado cuando dos dormitorios corrientes de una casa unifamiliar del siglo XIX medio ruinosa habían sido transformados en cuatro «apartamentos» que compartían un único cuarto de baño en el vestíbulo), para evitar que los demás alumnos fueran dándose cuenta poco a poco de que le pasaba algo raro (a saber, una virginidad aguda). Pero ya se le estaba haciendo demasiado tarde, porque no tenía ni idea del asunto. Cuando le llegase el momento se comportaría como un auténtico inepto (lo intuía) y si algo podía hacer mal, lo haría mal (impotencia nerviosa, eyaculación precoz). ¿Cómo se las arreglaría para parar justo antes y ponerse un condón con elegancia (hacía falta acompañarlo de un chiste)? Seguro que con enfundarse el maldito chisme y tocarse la punta de la polla ya tendría suficiente para eyacular.
Mierda. La zona de ordenadores del catálogo de la biblioteca estaba abarrotada. Había unos veinte terminales dispuestos en forma de herradura detrás de un murete de roble repujado con tracerías de estilo gótico clásico, y tenía que localizar unos volúmenes de historia británica y estadounidense, y todas las pantallas que relucían con la envidia electrónica del siglo XXI tras las imponentes florituras del conspicuo derroche escultural del siglo XIV estaban ocupadas. Pero, alto ahí: al fondo del todo, casi oculto, había un monitor desocupado. Apretó el paso hacia los ordenadores. Si no fuese porque habría quedado como un pringado, habría echado a correr. Estaba a cinco metros escasos cuando (¡mierda!) una chica de larga melena castaña con aspecto de cría apareció por un lado y fue directa a esa última pantalla.
Adam no podía permitirse ser el de siempre, un tipo pasivo que jugaba de acuerdo con las reglas; esa vez no. Además, la tía parecía muy jovencita. A menos que se equivocara de medio a medio, sería de esas chicas dulces y dóciles que intentan evitar cualquier roce. Entró en el ruedo. Estaba lleno a rebosar de estudiantes encorvados haciendo tabletear las teclas. El resplandor de las pantallas daba a sus caras una palidez enfermiza, como si estuvieran rodeados de hielo seco. Con toda decisión, se llegó hasta la chica, que ya estaba sentada, y le dijo:
—Perdona, pero iba a usar éste —señaló el ordenador— cuando has pasado delante, y bueno, tengo que usarlo. —Adoptó un tono tan severo como fue capaz—. He de entregar un trabajo mañana por la mañana. ¿Qué tal si me lo dejas un momento? ¿Vale? ¿Te importa? ¿Queme dices?
Permaneció casi encima de la chica. Insistencia severa, nada de sonrisitas. Ella lo miró recelosa, con una pizca de miedo en los ojos, estudió su cara, deliberó y al cabo de unos instantes se las arregló para responder con una vocecilla asustada:
—Sí.
—¡Sssstupendo! ¡Gracias! Eh, te lo agradezco de veras. —Adam se relajó y adoptó un gesto más amable.
La chica vaciló de nuevo y por fin añadió con el mismo hilo de voz:
—Quería decir que sí me importa.
No se movió, no cambió de expresión y Adam no consiguió sostenerle la mirada. Sus ojazos azules lo observaban fijamente: no pensaba echarse atrás.
Fue él quien se vino abajo al sobrevenirle de súbito un aluvión de impresiones. El modo en que pronunció la i de «quería», «decir», «sí» e «importa» («Queriiiía deciiiir que siiií me iiiimporta»), con un acento sureño grave y arrastrado que le hizo pensar en una de esas películas de conflictos raciales que predican la amistad entre las razas y en las que todo el mundo canta un himno tipo Amazing Grace al final. No era dócil, no se la veía dispuesta a ceder en absoluto y tenía una hermosura inusual, al menos entre las calientapollas de Dupont. Poseía una belleza clara, franca, sin dobleces, un cuello agraciado, ojos grandes y perplejos, nada de pendientes, ni maquillaje, ni bríiío de labios… ¡Y vaya labio intactos y perfectamente delineados! Virginal… Era la única palabra que definía esa clase de rostro. Y no pensaba ceder un ápice.
Fue él quien se tornó dócil.
—Bueno… —Recurrió a una sonrisa débil y zalamera—. ¿Te importa si me quedo aquí y espero a que hayas acabado?
—De acuerdo —replicó la chica, y esta vez arrastró la e.
—Gracias. Te prometo que no te voy a meter prisa ni nada por el estilo. —Una sonrisa zalamera más amplia—. Por cierto, me llamo Adam.