El tonto
En su mayoría no se habían visto en todo el verano y las clases habían empezado esa misma mañana, pero al caer la tarde los chicos de la hermandad de Saint Ray ya se habían sumido en un estado de lasitud sin rumbo. Fuera o no el primer día, el lunes por la noche seguía siendo el punto más bajo del ciclo semanal en la vida social de Dupont.
De la sala de estar delantera llegaba el sonido de «los cuartos», un juego para emborracharse en el que los chicos se disponían más o menos en círculo en torno a una mesa, cada uno con un vaso de plástico translúcido de tamaño gigante lleno de cerveza. Hacían rebotar de canto monedas de un cuarto de dólar e intentaban meterlas en los vasos de los demás jugadores. Si acertabas, tu oponente tenía que echar la cabeza atrás y engullir su medio litro de cerveza. También había un vaso en el centro y, si metías la moneda dentro, tenían que beber al mismo tiempo todos tus oponentes. Aullidos viriles por doquier cada vez que una moneda alcanzaba su objetivo o fallaba por los pelos. Huelga decir que las mesas, magníficas piezas de anticuario que llevaban allí desde que se construyera aquella enorme mansión de estilo neoclásico antes de la Primera Guerra Mundial, estaban melladas por todas partes. Costaba creer que alguna vez hubiera habido miembros de Saint Ray lo bastante ricos y lo bastante devotos de la gran cadena fraternal como para construir un palacio semejante y comprar aquel mobiliario, y no sólo para ellos mismos (al fin y al cabo, sus días en Dupont no serían tantos), sino para todas las generaciones venideras de Saint Ray.
Desde la sala de la terraza llegaba la música de un CD de Swarm, emitida a todo volumen por un par de altavoces fijados a la pared con vista a las fiestas. Todo el mundo estaba empezando a hartarse del denominado beat cañero de Swarm; no obstante, el grupo seguía metiendo ruido aquella noche en aquel rincón. Sala de la terraza, sala de estar delantera, sala de estar trasera, comedor, vestíbulo (cavernoso), sala de billar (la antiquísima mesa de billar, con el fieltro raído y manchado desde que una noche aciaga unos miembros de la hermandad borrachos hasta las cejas la utilizaran para jugar a los cuartos), salón de naipes, bar… Era probable que tal variedad de habitaciones para recibir nunca volviera a construirse en casa alguna, y menos en una única planta.
Allí en la biblioteca había aproximadamente una docena de estudiantes repantigados en divanes, sillones, butacas, canapés, asientos en la repisa de la ventana… la mayoría con bermudas caqui y chancletas, viendo SportsCenter, un programa del canal de deportes ESPN, en un televisor de pantalla plana de cuarenta pulgadas mientras bebían cerveza, se lanzaban pullas, soltaban gracias y de vez en cuando dirigían exclamaciones de pasmo o admiración hacia el aparato. Diez años atrás, un escape proveniente de un cuarto de baño en la planta superior había dado al traste con la acumulación avejentada y fortuita de libros en la biblioteca, y las estanterías de nogal antaño elegantes, que conservaban los despojos de hermosas molduras victorianas en los bordes, ahora contenían latas de cerveza vacías y cajas de pizza que apestaban a queso rancio. A esas alturas, el único resto de la sabiduría acumulada por la humanidad durante milenios que quedaba en la biblioteca era el televisor.
—¡Haaala! —exclamaron dos o tres chicos al unísono.
En la pantalla, un enorme defensa de fútbol americano llamado Bobo Bolker acababa de arremeter contra un quarterback con tanta fuerza que éste había caído al suelo bajo el peso de Bobo como si no fuera más que un uniforme lleno de huesos. Bobo se levantó y empezó a menear sus gruesos brazos al tiempo que contoneaba las caderas en una danza de superioridad.
—¿Sabes cuánto pesa ese cabrón? —preguntó Vanee, un rubio que estaba reclinado en un sillón sobre la base de la columna vertebral, cerveza en mano—. Ciento cuarenta kilos, hostia puta. Y mira cómo se mueve el cabrón.
—Esos tipos son mitad seres humanos y mitad creatina —comentó Julián, un auténtico mesomorfo, con brazos gruesos y cortos y un vientre amplio y pesado que le daban todo el aspecto de un luchador. Tanto se había hundido en el sofá que podía mantener una lata de cerveza en equilibrio sobre el abdomen.
—¿Creatina? —repitió Vanee—. Ya no se meten creatina. La creatina es una droga de diseño. Ahora se meten testosterona de gorila y cosas así. No me mires así, Julián. No me estoy quedando contigo. Se meten testosterona de gorila, coño.
—Y una mierda, testosterona de gorila. ¿De dónde iban a sacarla?
—La compran. Está a la venta en el mercado negro. —Vanee se las había arreglado para pronunciar una frase entera sin un solo taco. La tregua sería pasajera.
—Vale —aceptó Julián—, pero entonces explícame una cosa. Me da igual que me pongas como ejemplo al mayor traficante de la historia de la humanidad, joder: ¿quién hostias va a meterse en la jungla para recoger testosterona de gorila?
Todo el mundo se partió de risa, y de inmediato se volvieron hacia un chico sentado en un voluminoso sillón del rincón como para buscar su aprobación. ¿Le parecería divertido a Hoyt?
El comentario de Julián le había hecho gracia de veras, pero sobre todo estaba encantado de que esa situación se diese cada vez más a menudo. Los chavales soltaban alguna parida o hacían una observación supuestamente interesante, sobre todo en lo tocante a qué era guay y qué no, y todos se volvían para ver qué opinaba Hoyt. Era una reacción inconsciente, lo que constituía mayor prueba si cabe de que lo que ansiaba, lo que había predicho, ya era una realidad. Desde que había corrido el rumor de que Vanee y él habían noqueado a aquel guardaespaldas mamón en lo que los muchachos de la hermandad de Saint Ray ya denominaban la Noche de la Gran Mamada, habían pasado a ser leyendas en vida.
Así que Hoyt se rio, como dando su bendición a Julián, y bebió otro buen trago de cerveza.
—¡Hostia puta! —exclamó Boo McGuire, un chaval regordete que tenía una pierna encaramada a un brazo del sofá y un codo doblado detrás de la cabeza—. Me da igual que sean como armarios: si se meten testosterona de gorila, deben de tener los huevos como perdigones, joder.
Y volvieron a partirse de risa, porque, como bien sabían los habituales de SportsCenter, el efecto adverso de ingerir testosterona para aumentar la masa muscular era que la fábrica de testosterona del propio cuerpo dejaba de funcionar y los testículos se atrofiaban. La sala entera volvió a mirar a Hoyt para ratificar que Boo McGuire había soltado una chorrada divertida.
Justo en ese momento Ivy Peters, un chico notable por lo gordas que tenía las caderas (y por el detalle de que las cejas negras se le juntaban por encima de la nariz), apareció en el umbral y preguntó:
—¿Alguien tiene porno?
Delante de la barbilla le colgaba uno de esos micrófonos que se llevan para hablar por un móvil de manos libres.
No era una petición fuera de lo habitual. Muchos chicos hablaban sin tapujos de cómo se masturbaban al menos una vez al día, como si fuera una suerte de prudente costumbre de mantenimiento del sistema psicosexual. Por otro lado, entre los miembros más guais, Ivy Peters estaba considerado uno de los «errores» de la hermandad. Se habían dejado engatusar por el hecho de que su padre, Horton Peters, era consejero delegado de Gordon Hanley, y la mayoría de los miembros de Saint Ray sin aptitudes concretas daban por sentado que acabarían por trabajar en algún banco de inversiones, Hoyt entre ellos. Al principio a sus espaldas y luego ya a veces a la cara, habían empezado a referirse a él como Imbécil Pringoso, míster Pringoso o simplemente IP, teniendo buen cuidado de que entendiera que no eran las iniciales de Ivy Peters. A Hoyt se le nubló el gesto de inmediato, como solía ocurrirle cada vez que veía a IP de un tiempo a esta parte. Gordon Hanley… Para que te contratara un banco de inversiones así hoy en día era necesario un expediente de puta madre, y sus notas… Se negó a pensar en ello. Ya se plantearía el problema en junio, que acababa de empezar septiembre.
Vanee estaba dirigiendo a IP un displicente amago de saludo. Sin mirarle apenas, le dijo:
—Prueba en la tercera planta. Allí tienen alguna que otra revista para mancos.
—Las revistas ya no me hacen nada —respondió el error—. Necesito vídeos.
—¿A qué viene el micro, IP? —intervino Boo McGuire—. ¿Es para llamar a tu hermana mientras te la machacas?
El aludido hizo caso omiso del comentario. Julián se levantó del sofá y abandonó la sala.
Hoyt se echó otro perezoso trago de cerveza al gaznate y soltó:
—No me jodas, IP, son las diez de la noche. Dentro de una hora empezarán a llegar los pellejos de lefa para pasar la noche. ¿Verdad, Vanee, colega? —Lanzó a su amigo una mirada de lascivia simulada y luego volvió la vista hacia IP—. Y tú andas buscando vídeos y un polvete manual.
El error se encogió de hombros y levantó las palmas de las manos como para decir: «Quiero pomo. ¿Qué pasa?». No se dio cuenta de que Julián se le acercaba por detrás… ¡Pumba! Le rodeó el pecho con los brazos de modo que los de IP quedaron inmovilizados a los costados, y empezó a arremeter con el vientre y la pelvis de luchador contra el culo gordo del error igual que un perro en celo.
Todo el mundo volvió a partirse de risa.
—¡Déjame en paz, mariconazo grotesco! —gritó IP, con la cara desencajada de ira mientras meneaba el cuerpo violentamente para zafarse.
Risas incontenibles, una andanada tras otra.
—¿Por qué hostias eres tan «grotesco», Julián? —preguntó Boo McGuire, que había dejado de reír un instante para tomar aliento. La repetición de una palabra tan exquisita hizo que el ataque de risa arreciara.
IP se zafó por fin y fulminó con la mirada a Julián, que, haciendo pucheros, espetó:
—¿Qué? ¿No puedo metértela un poquito?
Entonces el error se volvió y fulminó también a todos los presentes, sacudiendo la cabeza. Sin decir palabra, se dirigió a zancada larga hacia el vestíbulo, camino de las escaleras.
Un jugador grande y robusto del primer equipo de lacrosse llamado Harrison Vorheese le gritó:
—¡Que disfrutes del pajote, IP! —Y las carcajadas resonaron por toda la biblioteca.
El abrazo de oso en celo de Julián era una suerte de pulla entre miembros de la hermandad que se conocía como «meterla» y que, por lo general, se dispensaba a los miembros que incurrían en actitudes de pringao como hacer a hurtadillas un trabajo en la biblioteca a la hora de SportsCenter o ir a la biblioteca a las diez de la noche en busca de vídeos porno, sobre todo si el sujeto en cuestión era ya un error oficial.
—¿A qué coño viene eso de pasearse por la casa con un micrófono colgando? —comentó Boo—. IP está hecho un friqui de la tecnología. Deberíais ver la de pijadas que tiene en su cuarto.
Harrison, estimulado por el éxito de la gracia del «pajote», se dirigió a Hoyt:
—Y hablando de pellejos, ¿sabías que…?
Boo lo interrumpió:
—¿Qué hostias es todo eso de los pellejos, Hoyt? A las siete y media de la mañana me ha parecido ver salir de tu habitación a una chavalita vestida en plan disco.
Todo el mundo soltó un «¡Buuuuu!» de consternación fingida.
—Como iba diciendo… —continuó Harrison.
—Hablaba en términos generales, no específicamente —respondió Hoyt—. Específicamente, sólo permito la entrada de visitas selectas en mi habitación.
Risotadas y gruñidos.
—Joder, tío…
—Selectas, y una polla…
—¿De dónde ha salido?
—¿Cómo se llama?
—¿Qué os habéis creído que soy? —replicó Hoyt—, ¿un macarra? No os diría cómo se llama aunque lo supiera.
—Como iba diciendo… —insistió Harrison, pero las carcajadas y los gañidos dirigidos a Hoyt ahogaron sus palabras.
—¿Qué coño decías, Harrison? —le preguntó Vanee.
—Gracias —repuso el otro—. Resulta muy agradable toparse con un caballero en este puto antro de vez en cuando. Lo que decía es que si sabéis —miró a Vanee y luego a Hoyt— que Crawdon McLeod ha empezado a quilarse a vuestra mamona preferida.
—¿Craw? —se sorprendió Hoyt—. No me jodas.
—Te lo juro.
—Hostia. ¿Y él sabe quién es?
—Ni idea. Igual no puede evitarlo. A ver, acuérdate de que esa tía es un auténtico genio haciendo el biberón.
Todos cayeron presa de otro ataque y se desternillaron de nuevo. Harrison tenía radiante su cara recia y cuadrada. Estaba en racha.
—¿Sabe esa tía que vosotros sabéis que era ella la que estaba comiéndole la polla al gobernador? —preguntó Julián.
—Ni flores —contestó Hoyt, y tuvo que inclinar la lata de cerveza hasta ponerla casi vertical para echar un último trago. Se preguntó, sin darle mayor importancia, cuántas debía de haberse bebido en lo que llevaba de noche—. Lo más probable es que no. Me parece que no nos vio demasiado bien. Estábamos detrás de un árbol. —E ilustró con los brazos el diámetro del tronco.
Entonces reparó en que Vanee lo atravesaba con aquella mirada severa con que de un tiempo a esa parte andaba muy familiarizado. Su gran amigo no quería ser una leyenda en vida y no hacía más que suplicarle que se olvidara de todo el asunto. Habían tenido suerte. Hasta el momento no había aparecido nadie en su busca. O quizá sí.
Los políticos tenían sus propios métodos para tomarse la revancha, etcétera, etcétera. Hoyt observó la expresión cariacontecida de Vanee un par de segundos. Empezaba a levantarse una suave brisa en el interior de su cabeza. Aun así, decidió abandonar el tema.
—¿Creéis que alguna vez vendrán a buscaros? —insistió, no obstante, Julián.
Vanee se puso en pie y se dirigió hacia la puerta con ademán exasperado. Se detuvo justo lo suficiente para decirle a Hoyt, sin asomo de sonrisa:
—Venga, ¿por qué no hablamos un poco más del asunto? —Señaló el televisor—. ¿Por qué no pedimos a los de SportsCenter que nos pasen una repetición de la jugada? Así lo vería todo el país, joder.
Les dio la espalda y se marchó.
Hoyt vaciló y luego le dijo a Julián, aunque más que nada en aras de Vanee:
—No van a venir a buscar a nadie. Lo único que van a hacer es pasar por alto todo el embrollo, joder. No les merece la pena arriesgarse a tomar ninguna medida contra un alumno de Dupont. A ese cabrón se la estaba chupando una cría en el bosque. Syrie tiene diecinueve o veinte años y él es el gobernador de California, con sus cincuenta y nosecuantos tacos. Ella es una universitaria rubita y él un viejo canoso que le dobla la edad, qué digo, que casi se la triplica. Eso sí es grotesco.
Los otros lo miraban con los ojos abiertos de par en par. Hoyt y Vanee ya no eran críos, sino hombres hechos y derechos que se habían visto las caras con un gorila de armas tomar. Se habían visto involucrados en una auténtica pelea callejera y habían ganado.
Hoyt fijó la mirada en la pantalla del televisor con una expresión más bien contrariada, como para indicar que ese tema había quedado zanjado. Tampoco es que le importara gran cosa; en realidad, lo hizo sobre todo para impresionar. El alegre viento empezaba a soplar. Nadie dijo ni palabra. Todo el mundo cobró conciencia de nuevo de las monedas que rebotaban en la mesa de la sala de estar delantera, los chicos que lanzaban aullidos irónicos y el beat cañero de Swarm metiendo ruido en la sala de la terraza.
En la pantalla, el presentador de SportsCenter entrevistaba a un antiguo entrenador de la liga profesional, un viejo al que se le acumulaban los pliegues de la papada cada vez que volvía la cabeza. El tío explicaba la nueva formación de ataque de Alabama. Aparece un gráfico en pantalla y las líneas blancas serpentean para indicar cómo este tío bloquea a ese otro y éste a aquél, y el running back pasa por ese hueco de ahí… Al principio, Hoyt intentó concentrarse en la explicación. Naturalmente, lo que no te dicen esos cabrones es que a ese tío que bloquea a ese otro más le vale ser del tamaño de Bobo Bolker, porque seguro que el segundo es un espécimen de ciento treinta kilos de cibermúsculo aderezado con hormonas de gorila. De otro modo, ese running back acabará convertido en un saco de huesos… Tras unos treinta segundos así, Hoyt seguía mirando la pantalla, pero su cerebro ya no procesaba nada de lo que veía. Le había venido a la mente una idea, una idea fascinante y posiblemente de gran importancia.
En la pantalla, la moviola de la jugada del Bosquecillo… Qué pena que fuese imposible. Todo miembro de Saint Ray debería ver algo así. Todos deberían meditar sobre lo que suponía esa aventurilla en realidad. Iba más allá de Vanee y de él mismo. Era algo más que ser una leyenda en vida. Tenía que ver con algo más serio, con la esencia de una hermandad como Saint Ray, y no simplemente en el sentido de unión fraternal como la de Vanee y él, que habían luchado hombro con hombro y todo eso… Empezaba a cobrar forma un concepto… Las hermandades tenían un único objetivo, y ese objetivo era la forja de auténticos hombres. Nada le habría gustado más que convocar una reunión de toda la hermandad y darles una charla sobre este preciso asunto, pero, naturalmente, no era posible. Se le reirían antes de empezar. Además, no estaba muy seguro de ser capaz de pronunciar un discurso, nunca lo había probado. Su mejor baza era el humor, la ironía, la displicencia, ser asqueroso en plan guay, al estilo del clásico universitario Desmadre a la americana. En clase de lite estadounidense siempre hablaban de El guardián entre el centeno, pero Holden Caulfield no era más que una nenaza neurótica y llorona. Para su generación, la generación de Hoyt, la inspiración era Desmadre a la americana. La había visto al menos diez veces… Esa parte en que Belushi se magrea los mofletes y dice: «Soy una espinilla»… Flipante… Y Dos tontos muy tontos, y Swingers, y Tommy Boy, y Sospechosos habituales, y Aquellas juergas universitarias… Le encantaban esas pelis. Se partía el culo… Qué asquerosos, tanto que resultaban de lo más guay… Pero ¿algún otro miembro de la hermandad comprendía la chicha de la cuestión, lo que convertía todo ello en algo tan alucinante? Probablemente no. La clave estaba en cómo ser un hombre en la Era de la Nenaza. Una hermandad como Saint Ray, si la entendías de veras, hacía de ti un hombre que destacaba de la horda común y corriente de universitarios estadounidenses, pasivos y sumisos. Saint Ray era una MasterCard que te daba patente de corso para imponerte; le encantaba la metáfora. Naturalmente, uno no podía ir por la vida en plan miembro de una hermandad, saltándose las reglas por el morro. Ser de una hermandad era una suerte de preparación básica. Una de las cosas que aprendías en Saint Ray (si eras miembro de verdad y no un error como IP) era lo desconcertada y arredrada que se quedaba la gente cuando les plantaban cara quienes no aguantan que les toquen los cojones. La cabeza le volvía una y otra vez, casi a diario, a un momento concreto de aquella noche en el Bosquecillo… Cómo lo atesoraba… El gorila (era capaz de verle el cuello recio), el guardaespaldas, lo sorprende por detrás, lo pilla completamente desprevenido, y dice: «¿Qué hostias os creéis que estáis haciendo, mamones?». El noventa y nueve por ciento de los universitarios (a) se habría quedado petrificado ante la pose de tipo duro y el cuerpo musculoso del matón y (b) habría intentado apaciguarlo tomándose la pregunta al pie de la letra y contestando: «Esto… Nada, sólo estábamos…». Muy al contrario, él, Hoyt Thorpe, había contestado: «¿Que qué estamos haciendo? ¡Pues mirar a un puto caramono gilipollas, eso es lo que estamos haciendo!». Era lo último que esperaba oír aquel cabronazo. Le colapso su diminuto cerebro, dio al traste con su numerito de matón intimidador y lo llevó a lanzar el furioso puñetazo casi a ciegas que precipitó su caída. Las palabras «puto caramono gilipollas» y la insolencia con que le había devuelto la pregunta formulada por el propio gilipollas («¿Que qué estamos haciendo?») no respondían a una estrategia meditada. No; habían sido un reflejo condicionado. Había soltado la frase a vuelapluma, como quien dispara nada más desenfundar en un momento de crisis. Había salido triunfante gracias a una costumbre adquirida, el instinto de no dejar que le tocaran los cojones… Empezó a atisbar algo más colosal incluso… Allí donde miraras en la universidad te encontrabas con gente que se metía con los miembros de las hermandades: la administración, que les achacaba las plagas del alcohol, la maría, la coca, el éxtasis, y los pardillos, los empollones, los siniestros, las bolleras, los hornos, los bisex, los sadomasos, los negratas, los hispanos, los indios y demás diversoides llorones que los acusaban de racismo, sexismo, clasismo (a saber qué hostias era eso), machismo, antisemitismo, pseudofascismo, homofobia… El único valor arraigado de verdad en aquella santa casa era la blandenguería tolerante con los fracasados… El vendaval de la noche mágica empezaba a soplar, y el concepto iba adquiriendo envergadura… Si Estados Unidos tuviera que volver a entrar en guerra, a luchar por el destino del país, y no sólo en una mera «acción policial», los mandos sólo saldrían de un lugar, al margen de las academias militares: las hermandades. Eran los únicos hombres cultos que además estaban preparados para pensar y reaccionar como hombres. Eran los únicos…
El concepto habría adquirido más envergadura de no ser porque un tal Hadlock Mills (apodado Heady, abreviatura de headlock, una llave de lucha libre) apareció por la galería de entrada y anunció con una leve sonrisilla:
—Hoyt, ha venido a verte una señorita.
Se levantó del sillón, dejó la lata vacía de cerveza en una estantería de nogal y se despidió:
—Lo siento, chicos, me reclaman mis deberes de anfitrión.
Y sin más se fue de la sala. No tardó en reaparecer en el umbral seguido por una morenita preciosa (top de tirantes, pantalones cortos y chanclas).
Volvió la mirada hacia ella y pidió:
—Saluda a mis amigos, esto… Ven, acércate y saluda.
Cuando la chica se adelantó, le pasó el brazo con tacto por los hombros.
—Hola —dijo ella, e hizo un saludito con la mano. Tenía una sonrisa encantadora, lo que la hacía parecer más guapa aún.
Los chicos le devolvieron la sonrisa, adoptando un aire amable e incluso caballeroso, y añadieron algún que otro «Hola» e incluso un «¡Bienvenida!» de labios de Julián, el grandote.
—Bueno, hasta luego —dijo entonces Hoyt, y con el brazo levemente apoyado en sus hombros se la llevó hacia las escaleras.
Los demás se quedaron sentados en silencio y cruzaron alguna que otra mirada de soslayo. Por fin Boo comentó en voz baja, tanto que apenas se oyó por encima de la del presentador de SportsCenter.
—Es la misma tía, la de anoche. ¿Y os habéis fijado? Aún no sabe cómo hostias se llama.
Charlotte llevó la vista del profesor, el doctor Lewin, a las ventanas y al techo, y del techo a las ventanas y al doctor Lewin. Ya estaba bastante avanzada la segunda semana de clases y los enigmas y contradicciones de Dupont seguían aumentando, sin visos de que nada fuera a cambiar. Se dijo que era inevitable. Se daba cuenta de que había llevado una existencia sobreprotegida tras la muralla de las montañas Azules, pero, aun así, todo resultaba… muy extraño.
El aula, amplia, estaba situada en una esquina, con dos ventanales de bisagras emplomados de estilo gótico inglés que constaban de multitud de pequeños cristales, algunos al parecer colocados al azar, grabados de forma exquisita con imágenes de santos, caballeros y, por lo visto, personajes de libros antiguos. Puesta a suponer, Charlotte habría asegurado que un par de ellos estaban sacados de Cuentos de Canterbury. Y aquel caballero, el de allí, desde luego recordaba a Don Quijote a lomos de Rocinante… El techo era aún más espléndido. Jamás se habría imaginado que un aula pudiera tener un techo tan alto. Lo atravesaban transversalmente cinco o seis arcos de poca profundidad de una cálida madera oscura. En los puntos en que se unían a las paredes, descansaban sobre cabezas de madera tallada con rostros cómicos que miraban libros abiertos, también de madera, colocados bajo la barbilla.
Toda aquella elegancia era lo que hacía que un personaje como el doctor Lewin resultara tan curioso. La semana anterior, para la primera clase de la asignatura, había aparecido con una camisa de algodón a cuadros y unos pantalones, un atuendo de lo más normal. La camisa era de manga larga y los pantalones eran también largos. Sin embargo, aquella mañana llevaba una camisa de manga corta que mostraba en exceso unos brazos flacuchos y peludos y unos vaqueros cortos que dejaban al descubierto unas piernas huesudas e hirsutas. Cualquiera habría dicho que era un niño de siete años que, con el toque de una varita mágica, se había convertido en un ser alto, viejo, calvo en la coronilla y peludo por el resto del cuerpo, un niño de siete años osificado, con unas gafas de cristales gruesos sostenidas en lo alto de la frente, que por alguna extraña razón estaba impartiendo clase a treinta universitarios, y nada menos que en Dupont.
La asignatura se llamaba «La novela francesa moderna: de Flaubert a Houellebecq». En la clase de la semana anterior, el doctor Lewin les había encargado leer Madame Bovary, de Flaubert, para aquel día, pero mientras el niño de siete años superdesarrollado se dirigía a sus alumnos las cosas, de acuerdo con la mentalidad de Charlotte, iban cobrando un cariz cada vez más rocambolesco.
El doctor Lewin tenía la nariz enterrada en un volumen encuadernado en rústica que sostenía un poco más abajo de la barbilla, de modo que el parecido con las cabezas de madera que hacían las veces de remates de los arcos resultaba más que razonable. En un momento dado, bajó el libro, dejó resbalar las gafas hasta el puente de la nariz, levantó la vista y propuso:
—Analicemos por un instante las primeras páginas de Madame Bovary. Nos encontramos en un colegio masculino… La primerísima frase dice así. —Volvió a subirse las gafas hasta la frente y el libro hasta la barbilla, cerca de aquellos ojos miopes—: «Estábamos en hora de estudio cuando entró el director, seguido de un nuevo alumno vestido con ropa de calle y de un bedel que cargaba un pupitre enorme». Etcétera, etcétera… Ujum, ujum… —Mantuvo la cara contra el libro—. Y luego añade: «En el rincón, detrás de la puerta, medio escondido, estaba el nuevo, que era un chico de pueblo de unos quince años y más alto que cualquiera de nosotros».
Bajó la novela, las gafas volvieron a deslizarse hasta la mitad de la nariz, levantó la vista y prosiguió:
—Bien. Habréis observado que el libro empieza con «Estábamos en hora de estudio» y «más alto que cualquiera de nosotros», en referencia a los compañeros de clase de Charles Bovary como colectivo, presumiblemente, si bien más adelante no se cuenta nada más en primera persona del plural, y pasadas unas páginas dejamos de ver a esos chicos para siempre. A ver, ¿puede decirme alguien por qué utiliza Flaubert ese recurso?
Lewin contempló a los alumnos a través de sus lentes binoculares. Silencio sepulcral. Era evidente que, aunque a Charlotte no le parecía difícil, la pregunta había dejado bloqueados a los demás. A ella le intrigaba algo muy distinto. El doctor Lewin estaba leyéndoles una traducción del clásico de Flaubert ¡en una clase de nivel superior de literatura francesa! Gracias a sus buenos resultados en las pruebas de aptitud para alumnos avanzados, Charlotte había podido saltarse «Introducción a la literatura francesa», pero los demás debían de ser todos alumnos de segundo ciclo, y el profesor estaba leyéndoles la obra en versión traducida.
Estuvo a punto de levantar la mano para responder a la pregunta, pero al ser nueva, y además de primero, tuvo reticencias. Por fin la alzó otra chica sentada a su derecha en la misma fila, la segunda.
—¿Para que el lector se sienta integrado en la clase de Charles? Aquí dice… —miró el libro y puso el dedo índice en la página— aquí dice: «Empezamos a repasar la lección». —Y levantó la vista esperanzada.
—Bueno, llevas algo de razón —repuso el profesor—, pero no has dado en el clavo.
Charlotte se quedó anonadada. Aquella chica estaba leyendo una de las mejores novelas de la literatura francesa de todos los tiempos traducida, y el doctor Lewin no había hecho el menor comentario al respecto. Miró de reojo a la chica que tenía a la izquierda y al chico de la derecha. Los dos tenían el libro traducido. Resultaba desconcertante. Ella misma había leído la traducción hacía años, en primero de instituto, bajo la tutela de la señorita Pennington, pero había dedicado los tres últimos días de forma casi exclusiva a releerla en el original, en francés. Flaubert era un escritor muy directo y claro, pero había muchas construcciones sutiles, muchas expresiones coloquiales, muchos nombres de objetos concretos que había tenido que buscar en el diccionario, ya que el autor hacía especial hincapié en los detalles precisos y concretos. Charlotte lo había analizado línea a línea, prácticamente lo había desmontado para luego volver a ensamblar las piezas, y nadie más estaba leyéndolo en francés… ni siquiera el profesor. ¿Cómo era posible?
Mientras, tres chicas más habían probado suerte, pero cada respuesta se alejaba un poquito más de la cuestión que la anterior. Al estirar el cuello para echarles un vistazo, Charlotte observó que los chicos de la clase parecían gigantescos, recostados como estaban en las sillas con tablero del aula. Tenían cuello ancho y manos grandes, y sus muslos hinchados tensaban las perneras de los pantalones holgados que llevaban. Y ninguno de ellos levantó la mano ni dijo esta boca es mía.
Aunque no habría sabido explicar por qué, de repente un resorte obligó a Charlotte a rescatar la reputación de toda la clase. Y alzó la mano.
—¿Sí? —dijo el doctor Lewin.
—Bueno, yo creo que lo hace así —empezó a argumentar Charlotte— porque en realidad el primer capítulo narra la vida de Charles Bovary hasta el momento en que conoce a Emma, que es cuando empieza la historia de verdad. Los dos últimos tercios del capítulo están escritos como una biografía clásica, pero Flaubert no quería empezar el libro así —notaba cómo se le encendía la cara—, porque creía que era mejor dar a entender algo con una escena muy gráfica y con los detalles adecuados. El objetivo del primer capítulo es mostrar que Charles es un paleto de pueblo, que siempre lo ha sido y siempre lo será, por mucho que estudie Medicina y tal. —Miró el texto para citarlo—. «Une de eespauvres choses, enfin, dont la laideur muette a des profondeurs d’expression —volvió a mirar al doctor Lewin— comme le visage d’un imbécile.» Así pues, la novela empieza con Charles tal y como lo vemos nosotros, los demás chicos, y esa explicación tiene tanta garra que a lo largo de todo el libro nunca nos olvidamos de que lo que es Charles es un tonto redomado, un idiota.
Lewin la miró sin decir nada durante lo que Charlotte calculóque serían diez o quince segundos, aunque por supuesto el lapso no fue tan largo.
—Gracias —contestó por fin, antes de dirigirse a toda la clase—. Ése es precisamente el motivo. Flaubert nunca explicaba algo de importancia así, sin más, si tenía oportunidad de mostrarlo, y para mostrarlo le hacía falta un punto de vista y, como muy bien acaba de contarnos… —se volvió hacia Charlotte pero, como no tenía ni idea de cómo se llamaba, se limitó a hacer un gesto en dirección a ella—, eso es lo que…
Y continuó por esos derroteros, confirmando implícitamente la superioridad del intelecto de Charlotte, que mantuvo la cabeza gacha, sin atreverse a mirarlo. Tenía las mejillas al rojo vivo. Se apoderó de ella un sentimiento conocido: la culpa. Sus compañeros de clase le cogerían manía a aquella chica de primero que se había presentado en su terreno para hacerles quedar mal.
Clavó los ojos en Madame Bovary y fingió estar ocupada tomando apuntes en su libreta de espiral. La clase siguió adelante con los mismos arranques, parones y silencios de antes, pero fue deteriorándose gradualmente hasta que el doctor Lewin acabó limitándose a preguntarles cómo avanzaba el argumento. Las chicas (tampoco había tantas) suministraban casi todas las respuestas.
—En el capítulo once —iba diciendo—, Charles, que ni siquiera es cirujano, intenta realizar una difícil operación para corregir el pie deforme de un mozo de cuadra llamado Hippolyte, pero hace una chapuza y su reputación se va al garete, lo que supone un momento crucial en la novela. A ver, ¿puede decirme alguien qué impulsa a Charles, que no domina en absoluto el bisturí, a intentar algo tan arriesgado?
Se hizo el silencio habitual… Y entonces, con un ánimo repentino en la voz, Lewin dijo:
—¿Sí, señor Johanssen?
Charlotte levantó la cabeza. El profesor estaba señalando hacia el fondo de la clase y su semblante cetrino había cobrado vida. Por primera vez llamaba a un alumno por su nombre. Charlotte alargó el cuello para ver quién era ese tal señor Johanssen. Al fondo había un chicarrón, una especie de gigante, que estaba bajando la mano en ese instante. Por cuello tenía una gruesa columna blanca que surgía de un torso musculoso apenas ocultado por una camiseta. Llevaba las sienes prácticamente afeitadas y pelo rubio muy cortito, al estilo militar.
—Lo hace —empezó el gigante— porque su mujer tiene muchas ambiciones y tal, y resulta que…
—¡Eh! ¡Pero si Jojo se ha leído el libraco! —Era otro gigante, esta vez negro, sentado delante del gigante blanco; había torcido tanto el cuello que Charlotte sólo vio la nuca de una cabeza afeitada por completo—. ¡El tío se lo ha leído!
—¡Qué fuerte! —exclamó otro gigante negro rapado, éste situado junto al blanco, y ambos negros hicieron chocar los puños en un gesto de celebración—. ¡Qué pasada!
Un tercer gigante negro, sentado junto al segundo, se animó a participar.
—¡Va, va, Jojo! ¡Eres la hostia!
Y los tres se pusieron a golpearse los puños.
—¡Jojo sabe lo que le pasa al tal Charles! ¡Se ha leído el tocho!
—¡Es lomas!
Los tres se habían vuelto hacia el gigante blanco, Jojo, y le ofrecían los puños para que se uniera a aquella alegre mofa del sistema educativo.
El gigante blanco empezó a alzar un puño y se detuvo a medio camino. Esbozó una sonrisa, pero acabó separando los labios desconcertado y cruzando los brazos como si quisiera rescatar las manos de su desfachatez, aunque después, por fin, logró sonreír como si también a él le hiciera gracia la burla.
—Muy bien, señores —terció el profesor para apaciguar los ánimos—, vamos a ver si nos tranquilizamos. Gracias… ¿Señor Johanssen? Decía usted…
—Esto… Un momento… un momento… —empezó el señor Johanssen con una sonrisita de suficiencia—. Ah, sí. Que hizo la operación porque su mujer quería dinero para comprarse no sé qué cosas. —Acabó sonriendo abiertamente, como si quedar como un ignorante fuera divertido.
El doctor Lewin replicó con frialdad.
—Me parece que se equivoca, señor Johanssen. Queda muy claro que no cobra nada por la intervención.
Apartó la vista del señor Johanssen y buscó otras manos.
Charlotte estaba atónita. Era evidente que al principio el chico se había tomado en serio su intervención. Y, además, iba muy bien encaminado. Las ambiciones sociales de Emma Bovary eran la raíz de todo. Pero luego había decidido hacerse el tonto.
Oteó los ventanales emplomados… Los arcos, las tallas, los murales del techo… Los tesoros de la Universidad de Dupont. Algo estaba sucediendo en aquel majestuoso salón y le resultaba imposible comprenderlo.
Al terminar la lección se demoró con la esperanza de hablar con el doctor Lewin. No le costó demasiado, ya que no se quedó rezagado nadie más. El profesor estaba metiendo sus papeles en una mochila de nailon. Otro toque preadolescente. Los accesorios infantiloides le daban un aspecto no más juvenil sino más decrépito, y conseguían subrayar la caída escoliótica de los hombros, la concavidad del pecho y el raquitismo hirsuto de los miembros.
—¿Doctor Lewin? Perdone…
—¿Sí?
—Me llamo Charlotte Simmons. Estoy en esta clase.
Una sonrisa mordaz.
—Lo sé perfectamente, señorita. Por cierto, aquí en Dupont no utilizamos tratamientos como «profesor» o «doctor». Llamamos a todo el mundo «señor»… O «señora» o «señorita», a gusto de cada cual. A no ser que se dirija usted a un médico, claro.
—Lo siento, señor Lewin… No lo sabía.
—Bah, se hace por puro esnobismo, aunque parezca lo contrario. A quien da clases en Dupont se le presupone el doctorado. En fin, que es el tratamiento habitual, pero a lo que íbamos… La he interrumpido.
—Mire, es que… Bueno, hay algo que no entiendo. —Estaba tan nerviosa que le salía la voz ronca y apagada—. Yo creía que íbamos a leer Madame Bovary en francés, pero todo el mundo la está leyendo traducida, y yo la he leído en francés. Con un gesto seco, el señor Lewin se bajó las gafas de su lugar de apoyo en la frente y la observó un momento.
—¿A qué curso asiste usted, señorita Simmons?
—A primero.
—Ah. Una alumna avanzada.
—Pues sí.
Un enorme suspiro antes de cambiar por completo de porte y mirarla con una sonrisa de tedio y a la vez de confidencialidad.
—Cariño… No debería llamarla así. Al parecer es degradante para las alumnas, pero en fin… Me parece que esta asignatura no es adecuada para usted.
Charlotte se quedó desconcertada.
—¿Porqué?
El señor Lewin frunció los labios y los deslizó de un lado a otro rozándolos con los dientes.
—Si quiere que le sea totalmente sincero, tiene usted un nivel excesivo.
—¿Un nivel excesivo?
—Esta asignatura está pensada para alumnos de segundo ciclo con… hum… dificultades con el idioma francés, pero que tienen que aprobar una serie de créditos lingüísticos sea como sea. Está claro que es usted una chica muy inteligente, seguro que sabrá deducir quiénes son casi todos estos alumnos.
Ligeramente boquiabierta, Charlotte contestó:
—Pero es que el título de la asignatura me gustó tanto… Me parecía maravilloso.
—Bueno, lo siento. Lo comprendo perfectamente. Ojalá se lo hubiera advertido alguien. A mí tampoco me hace una ilusión especial impartir esta asignatura, pero por lo visto su existencia resulta necesaria. Me lo tomo como un servicio social.
Jojo no se precipitó hacia ninguna parte al salir del aula. No tenía otra clase hasta al cabo de una hora y los descansos entre asignatura y asignatura le ofrecían prácticamente la única oportunidad de pasear por el recinto universitario y dejarse ver. No pensaba en ello conscientemente, era más bien una adicción inocua. Lo que más le gustaba (y ocurría a menudo) era que algún alumno a quien no había visto en la vida lo aclamara con un «Va, va, Jojo», una sonrisa de oreja a oreja y un leve gesto con la mano que en realidad era todo un saludo marcial.
Era uno de esos días de septiembre en que el aire es agradable y seco y el sol resulta cálido, dorado y manso, incluso para una piel clara como la suya. También notaba cierta calidez interior. Treyshawn, André y Curtis lo habían tratado como a un igual. Incluso le habían ofrecido chocar los puños. El señor Lewin se había mosqueado un poco, pero lo importante era que lo habían tratado como a uno de ellos.
Fiske Hall, el edificio del que acababa de salir, estaba en pleno Patio Mayor. Allí donde miraras había edificios de piedra de estilo antiguo que decían a voz en cuello «Dupont», incluso a la gente que sólo los había visto en fotografías. La famosa torre de la biblioteca estaba allí mismo. A lo largo y ancho del lustroso césped verde del patio, los estudiantes se apresuraban por los senderos camino de su siguiente clase. Él se detuvo en mitad de uno para sopesar qué dirección satisfaría antes sus ansias… Ya veía, o eso le parecía, a unos estudiantes que se daban codazos disimulados y señalaban con discreción su imponente figura. Sí, le encantaba esa sensación. Su prestigio en esa encrucijada en concreto de la vida universitaria, el Patio Mayor de Dupont, era incalculable. Qué día tan maravilloso. Se llenó los pulmones del aire límpido. Abrió los poros a la prístina luz del sol. No era cuestión de si algún estudiante le saludaría y entonaría un «Va, va, Jojo», sino de cuándo iba a ocurrir.
Una chica que venía detrás de él lo rebasó en dirección a la biblioteca, una chica con tipazo y piernas bonitas, buenas pantorrillas y una larga melena castaña que, evidentemente, al acercarse por detrás no lo había reconocido. Le gustó lo que alcanzaba a ver de su trasero, bien formado y firme bajo unos vaqueros cortos… Eh, alto ahí. Era la de la clase, la empollona. El pelo le sonaba, lo había observado a conciencia desde su sitio al fondo del aula. Daba igual que fuera tan listilla. En realidad, eso tenía algo atractivo y femenino. Encajaba en su aspecto. No era la típica tía buena, no tenía ese atractivo en que solían fijarse los tíos. No habría sabido expresarlo con palabras, pero lo que tenía, fuera lo que fuese, estaba por encima de todo eso. Parecía una ilustración de uno de esos libros de cuentos en que la joven está hechizada o algo así y no puede recuperarse a menos que la bese su joven amado, una de esas tías que parecen puras… Eso lo excitó aún más y reactivó la famosa comezón. A todas luces, había pasado por su lado sin tener la menor idea de lo cerca que estaba de una eminencia como él.
La siguió a zancadas con sus largas piernazas.
—¡Eh, hola!… ¡Hola! Espera un momento.
Ella se detuvo y se volvió, y Jojo se le acercó con una sonrisa encantadora a la espera de lo habitual, pero la tía no esbozó siquiera una sonrisilla coqueta, y mucho menos dijo algo como: «¡Pero si eres Jojo Johanssen!». De hecho, no dio la menor respuesta positiva ni exhibió el más leve indicio de vulnerabilidad. Lo miró… bueno, como a un tío desconocido que acababa de abordarla. Con su expresión aprensiva parecía estar preguntando: «¿Por qué me entretienes?». En voz alta no dijo nada en absoluto.
Al tiempo que ensanchaba más aún la sonrisa, él se presentó:
—Soy Jojo Johanssen… —Y aguardó.
Ella se limitó a seguir mirándolo.
—Voy a esa clase. —Señaló el edificio del que acababan de salir, y aguardó. Nada—. Sólo quería decirte… que has estado estupenda. ¡Cómo dominas! —Ella no sonrió siquiera, y mucho menos se lo agradeció. En todo caso, dio la impresión de estar más inquieta—. ¡No me estoy quedando contigo! ¡Te lo juro! Me has dejado impresionado, de verdad. —Nada; sus labios no se movieron en modo alguno ni adoptaron ninguna expresión. Jojo cayó vagamente en la cuenta de que decirle de carrerilla «¡No me estoy quedando contigo!», «¡Te lo juro!» y «de verdad» era como levantar una pancarta que rezara: FARSANTE. Había temor en los ojos de la chica. No quedaba nada por decir salvo aquello a lo que quería llegar desde un principio—: ¿Quieres que vayamos a comer algo?
Para cualquier miembro del equipo de básquet, esa pregunta (o alguna por el estilo) no era más que aclararse la voz antes de decir: «¿Quieres ver mi suite?», lo que a su vez era una mera formalidad antes de ponerle la mano en el hombro y empezar a montárselo con la tía. Le vino a la cabeza la imagen de Mike haciéndoselo con la rubia de melena revuelta… Qué asqueroso, pero vaya calentón…
Ella siguió mirándolo sin decir nada.
—Bueno, ¿qué me dices?
Por primera vez movió los labios:
—No puedo. —Le dio la espalda y se alejó a buen paso.
—¡Eh! ¡Venga! ¡Por favor! ¡Uau!
Ella se detuvo pero no se volvió del todo hacia él, que probó con su expresión más afectuosa, amable, tierna y comprensiva e insistió en voz queda:
—¿No puedes o no quieres?
Ella volvió a darle la espalda, pero de pronto se dio la vuelta y lo encaró.
—Sabías la respuesta a esa pregunta que te hizo el señor Lewin, ¿verdad? —Jojo se quedó sin habla—. Pero luego decidiste soltar una tontería.
—Bueno, podría decirse que…
Un leve susurro ronco:
—¿Porqué?
—Bueno, la verdad, joder, no he…
Aún se estaba estrujando el cerebro en busca de una respuesta cuando ella volvió a darle la espalda y se alejó a paso ligero en dirección a la biblioteca.
—¡Eh! ¡Escucha! ¡Ya te veré la semana que viene! —le gritó Jojo.
La tía aminoró el paso lo justo para decir por encima del hombro:
—No estaré. Voy a cambiar de asignatura.
—¿Por qué? —preguntó él a viva voz.
Le pareció oír que decía algo, nosequé, nosequé, «para tontos», nosequé, nosequé, «francés para ir de vacaciones».
Jojo se quedó mirando su figura menuda en retirada, pasmado. ¡No sólo lo había rechazado de plano, sino que prácticamente le había llamado tonto o corto o imbécil de cuidado!
Diosbendito… La famosa comezón le hormigueaba en la entrepierna cada vez con más intensidad.