El fantasma del interior de la máquina
Había pasado un mes y el equipo de baloncesto del entrenador Buster Roth ya había obtenido veintiuna victorias y ninguna derrota, y estaba a punto de empezar la competición de la Liga Nacional Universitaria, lo que llamaban «la locura de marzo», y Dupont tenía todos los puntos para volver a ganar. Hacía varios años que resultaba imposible encontrar una entrada para un partido en casa, en el Buster Bowl, pero las maniobras, las maquinaciones, las promesas de favores, las exigencias de devolución de favores, los halagos, las cesiones, las utilizaciones de contactos varios, los enchufes y los simples pagos a golpe de billetera (se decía que los revendedores sacaban mil dólares por entrada) para presenciar el partido de aquella tarde contra la Universidad de Connecticut habían alcanzado proporciones de sublevación. Los antiguos alumnos con conocimientos musicales se habían peleado (no físicamente, pero sí por teléfono, por correo electrónico, por fax, por mensajero y por correo ordinario) para obtener el privilegio de tocar en la banda de ex alumnos denominada Los Hijos de los Charlies (es decir, los hijos de la gran madre de todos, la Madre Dupont), que iba a actuar en un bloque formado por cuatro filas situadas cerca de un extremo de la cancha.
En aquel momento, cuando aún quedaba una hora antes del inicio del encuentro, aquellos fieles hijos de la universidad, ataviados con americanas malva de ribetes amarillos (ellos mismos pagaban ese uniforme encantados de la vida), interpretaban El swing de los Charlies con una energía cinética y un brío sin parangón, por no hablar del volumen. El tema, obra del famoso compositor y antiguo alumno Slim Adkins, se había convertido en un clásico interpretado por orquestas de jazz de todo el mundo.
Los dos equipos aún tenían que emerger de los vestuarios para el calentamiento. En ese momento, la cancha estaba repleta de artistas, entre ellos las animadoras, que agitaban el trasero; las bailarinas, conocidas como las Chazzies, que también agitaban el trasero; los gimnastas, que arrojaban por los aires a sus compañeras, que hacían mil piruetas, antes de cogerlas al vuelo; y los hermanos Zulj (dos gemelos eslovenos de segundo que estaban especializándose en Biología Clonótica, es decir, el estudio de las células madre indiferenciadas, y que resultaba que también eran malabaristas), que estaban haciendo juegos malabares con objetos bastante preocupantes, como potentes petardos de bola encendidos en serie. Aunque ya hacía casi un mes que era testigo de aquellos episodios, Charlotte aún seguía con enorme curiosidad aquellos estrafalarios despliegues que parecían surgir como por arte de magia del mismísimo suelo al ritmo del acompañamiento invariablemente excesivo de Los Hijos de los Charlies siempre que los jugadores no estaban en la cancha. Era lo más parecido a un circo de verdad que había visto en su vida.
En realidad, ella misma se sentía parte del espectáculo previo al partido. Ella, que no era más que una simple novata de dieciocho años, se sentaba justo detrás del banquillo de Dupont, hacia la mitad de la pista. Sólo había una zona con mejores asientos en todo el recinto, y era la reservada a los canosos (es decir, los donantes más importantes de la universidad, en su mayoría señores de edad avanzada y pelo cano), que se situaban inmediatamente más abajo, pegados a la cancha, en lo que se conocía como el Palco de los Canosos. Sus esposas formaban el Bosquecillo de Pinas, porque iban todas con el pelo teñido de rubio platino. Muchos alumnos se quejaban entre dientes de los privilegios de los canosos y las pinas, ya que creían que aquellos puestos aventajados les correspondían a ellos por ser los verdaderos seguidores del equipo, y no a aquellos vejestorios adinerados que únicamente querían dejarse ver respirando el aire más preciado siempre que su sentido del privilegio se lo aconsejaba.
Charlotte no tenía nada de dinero, pero, lo mismo que ellos, disfrutaba sabiendo que su posición era prácticamente la mejor que existía. De eso se darían cuenta todos sus compañeros, y se preguntarían quién sería aquella chica tan guapa, eso en caso de que no estuvieran ya al tanto de que se trataba de la novia de Jojo Johanssen, Charlotte Simmons. Una vez había corrido la voz, el mundo había empezado enseguida a verla con otros ojos. Ya llamaba «entrenador» a Buster Roth, y él la había apodado «Char», y precisamente la semana anterior le había dicho: «¿Sabes qué, Char? Le has venido a Jojo que ni caída del cielo».
Al parecer (porque en realidad nunca había llegado a decirlo), «el entrenador» le achacaba la repentina mejora en la cancha de Jojo, que a lo largo del último mes se había convertido en otro jugador, o quizás había vuelto a ser el Jojo de antaño. De repente se le daba tan bien encestar, así como arrebatar rebotes, hacer pantallas y «alterar la conducta» de los gigantes de la defensa contraria que había recuperado su puesto en el cinco inicial (esto es, ya no era titular sólo en casa, como blanco simbólico y sólo durante un rato, para que Vernon Congers lo sustituyera antes del fin del primer período). Charlotte aún no tenía la menor idea de qué era «hacer pantallas». Por su parte, «alterar la conducta», una de las expresiones preferidas del entrenador, parecía tener relación con los ataques físicos. Charlotte nunca veía a Jojo empujar al contrario, o pegarle codazos, o golpes con el antebrazo, pero se decía que se le daba a las mil maravillas todo aquello, y también «sumotizar» a los jugadores del equipo contrario, lo que al parecer era arrojarse sobre ellos y derribarlos con la potencia bruta de toda su masa corporal, cual luchador de sumo. Una cosa que sí había comprobado con sus propios ojos era lo alto que estaba saltando Jojo últimamente. Ver a alguien de ciento trece kilos y dos metros ocho lanzarse hasta aquellas alturas resultaba espectacular.
No sólo el entrenador, sino también el compañero de cuarto de Jojo, Mike, y su amigo Charles parecían darse cuenta de que no era una novia más. Aquella muchachita de pueblo (Charlotte disfrutaba imaginándose cómo debían de percibirla) era para Jojo, además de otras cosas, una memora, una maestra y una niñera. Era impresionante (de nuevo adoptó la perspectiva de ellos) comprobar hasta qué punto tenía pillado al gigante aquella novata. Charlotte tenía la impresión de que Jojo la consideraba el catalizador de su nuevo yo (le hacía mucha gracia utilizar, hasta el exceso, aquella palabra, «catalizador»), el estudiante deportista que estudiaba de verdad y que había tomado la determinación de llevar una vida más ordenada que la del «ligón deportista» que había sido hasta hacía poco. Charlotte había formulado algunas normas de conducta y era evidente que él, como muchos otros conversos en las primeras fases de fervor, se hallaba en estado de gracia con su nuevo ascetismo y dichoso, como quien redescubre a Dios, al obedecer la primera ley de Charlotte, que decía que podían ser novios e ir juntos a todas partes, pero que iba a tener que ganarse su amor a su debido tiempo.
En aquel momento, sentada en el pasillo de las gradas, Charlotte iba mirando a la gente que descendía y ascendía por los escalones de aquel acantilado del Buster Bowl, pero hacía tiempo que ya no se fijaba en ellos como individuos. Estaban allí y nada más… Y entonces reparó en una figura vestida con bastante más elegancia que la masa de aficionados al baloncesto (un traje de tweed verde azulado, una camisa blanca con una sutil trama de cuadros azules y una corbata de seda negra).
Inexplicablemente, cayó presa del desánimo; era el señor Starling, que subía por los escalones hacia ella. No se le ocurría otra persona cuya presencia en un partido de baloncesto le hubiera sorprendido más. Por otro lado, ella tampoco había asistido a tantos encuentros universitarios y en realidad no tenía ni idea de a qué tipo de gente le gustaba aquel deporte. Un instante después Starling la vio. Ella se dio cuenta porque establecieron contacto visual y el profesor apretó los labios en un gesto adusto y apartó la vista. Se quedó desolada, no podía hacerle eso, no sería capaz… pero entonces, todavía durante el ascenso, volvió a mirarla. Ya más cerca, sonrió. Y ella le devolvió la sonrisa, convencida de que acababa de evitarse una catástrofe. Cuando Starling alcanzó la altura de Charlotte, miró su rostro implorante con ternura, o eso pensó ella, y la saludó:
—Hola, señorita Simmons.
—¡Señor Starling! ¡Hola!
Aminoró la marcha hasta casi detenerse, sin dejar de mirarla… («¡Ay, dígame algo, se lo suplico!») y volvió a sonreír (pero ¿cómo?, ¿cómo?, ¿como diciendo: «No se preocupe, no le reprocho que haya echado por la borda sus grandes cualidades»?) y reanudó su ascenso por el acantilado del Buster Bowl.
Charlotte se revolvió en el asiento («¡No! ¡Tengo que contarle todo lo que pasó!»), pero no se puso en pie de un brinco ni lo llamó, porque ¿qué podía contarle que no hubiera ya supuesto él sin mucha dificultad?
En ese instante los integrantes de la banda se pusieron en pie y se entregaron a una repetición delirante, casi violenta, del tema oficial, y fue como si a las Chazzies, a las animadoras, a los acróbatas y a los hermanos Zulj se los tragara la tierra con la misma facilidad con que los había expelido. El equipo de Dupont saltaba a la cancha con sus chándales malva y amarillo, haciendo botar gran cantidad de pelotas anaranjadas. Con aquel atuendo (era asombroso) todos los jugadores parecían treinta centímetros más altos. Era debido a los pantalones largos (malva y con anchas bandas amarillas laterales), que acentuaban la tremenda longitud de aquellas piernas, que no destacaba tanto cuando se los quitaban y se quedaban sólo con los pantalones cortos, anchos y poco ajustados por la cintura, de acuerdo con la moda combativa del momento. Con chándal, en cambio, parecían un orden de seres humanos totalmente nuevo, la raza de gigantes que realmente eran.
Distinguir a Jojo no costaba mucho, claro. Tal como resplandecían su chándal, su mesetilla de cabello rubio y su enorme rostro blanco bajo los potentes focos LumiNex, parecía medir tres metros, como mínimo, y eran tres metros de músculos densos y fuertes. Cuando llegó al centro de la pista, alzó la vista hacia Charlotte, como acostumbraba hacer últimamente, y le dirigió un rápido saludo cómico consistente en hacer girar el índice y el corazón de la mano derecha, bien pegados, delante de la frente. La primera vez se había sentido violenta, pero con el tiempo se había acostumbrado y se sentía como si la iluminara un foco que revelara al mundo su condición de famosa. De todas las primerizas de Dupont, ¿cuántas había que de verdad fueran más conocidas que Charlotte Simmons? En cierto modo, la fama conseguida después de que le hubieran saltado el precinto en una gala de Saint Ray (lo que, al parecer, todo el mundo menos ella sabía de antemano que era un eufemismo de «bacanal») le había servido para ascender de la nada social al prestigio del que disfrutaba como novia de la superestrella Jojo Johanssen, de un modo aún más espectacular; qué gran proeza.
Un par de semanas antes, dos chicas que iban en un descapotable europeo nuevo, blanquísimo y muy reluciente habían visto a Jojo por la universidad al volante de su todoterreno Annihilator, y se habían detenido a su lado y hecho sonar el claxon para llamar su atención, además de hacerle gestos con la mano. Charlotte, que iba sentada a su lado, había estirado el cuello para ver de quién se trataba… y le costó creer lo que veía. Eran Nicole, la douche, tan estupenda ella, y una amiga que también resultó douche. Las dos hacían gestos de coquetería y gritaban a Jojo. Al ver emerger la cabeza de Charlotte parpadearon varias veces (no daban crédito), pero acto seguido Nicole chilló con una alegría desbordante:
—Eh, Charlotte.
¡Como si fueran uña y carne! Al día siguiente, se le acercó en Mr. Rayón y le propuso que se pasara por el pabellón Douche durante las inminentes sesiones de admisión. Le dijo incluso que se considerase formalmente invitada. Charlotte le dio las gracias, pero le aseguró que ni se atrevía a pensar en hermandades, porque no podía permitírselas ni de lejos.
—Ay, tú vente igual —insistió Nicole—, nunca se sabe cómo pueden acabar saliendo las cosas.
Así pues, la jovencita pueblerina había acabado siendo a su manera una presencia conocida en la universidad en un plazo extraordinariamente corto, apenas seis meses.
En aquel instante la multitud bramó al ver que Jojo, en un mate de calentamiento, pegaba un salto tan espectacular que, al machacar, al abalanzarse sobre el aro, pareció que había volado y caído sobre la cesta desde metro y medio de altura. La jugada se celebró con el habitual coro de «Va, va, Jojo».
Charlotte notó una mano en el antebrazo y se volvió. Era la madre de Treyshawn Diggs, Eugenia, que estaba sentada a su lado. Con aquella forma de hablar rotunda y campechana tan suya, le dijo:
—Nena, ¿qué dieta le has puesto a ese chico? ¡Lo tienes hecho un toro!
Se oyeron carcajadas y risas contenidas por toda la zona. La voz de Eugenia era tan atronadora que se escuchaba por encima de la letanía de «Va, va, Jojo» de los aficionados.
Clare, la hermana de veintisiete años de Treyshawn, sentada al otro lado de su madre, se inclinó hacia delante entre risas e intervino:
—¡Sí, Charlotte, no le des tanto al va-va con Jo-jo! ¡El tío se está descontrolando!
Más carcajadas y más risas contenidas.
Charlotte se sonrió y se sonrojó y volvió a sonrojarse con cara de ingenua, como tocaba. Se percató de que varias cabezas se volvían hacia ella. Con modestia, evitó las miradas, pero no pudo por menos que fijarse en una cabeza en concreto situada justo delante de ella, dos filas más abajo, una cabeza con un espeso cabello canoso peinado hacia atrás y cortado justo por encima de un cuello blanco inmaculado. Pertenecía al encargado de asesoramiento de Dupont el señor Lowdermilk, y estaba completamente vuelta, de modo que dejaba ver un rostro rubicundo que sonreía al sonrojado de Charlotte, y eso que no se conocían. Después, sin dejar de sonreír, se volvió y comentó algo al oído de una mujer sentada a su vera, seguramente su esposa, sin duda algo como: «No mires, pero dos filas por detrás, justo a nuestra espalda, está la novia de Jojo Johanssen. Dicen que es el motivo por el que se ha convertido en el mejor deportista de Dupont». Y si no había sido eso, habría sido algo parecido, estaba segura.
«Nena, ¿qué dieta le has puesto a ese chico?». Charlotte estaba encantada con el comentario, porque servía para comunicar no sólo una cosa, sino tres. Decía: «Eres la novia de Jojo Johanssen, lo tienes tan embelesado que hace todo lo que le dices… ¡y todo el mundo está al corriente! ¡Todo el mundo sabe quién eres!».
Y, por supuesto, apenas pasó un minuto antes de que la señora Lowdermilk, si es que lo era, se volviera ciento ochenta grados, fingiendo que en realidad miraba algo situado más arriba.
Charlotte echó un buen vistazo panorámico a las gradas… Le habría hecho ilusión que Bettina y Mimi hubieran acudido, aunque era sumamente improbable. Para el siguiente partido en casa, le gustaría que Jojo o el propio entrenador les hicieran llegar entradas sin que se enterasen de su origen. Ya no hablaba con ninguna de las dos. Si por casualidad se las cruzaba en Edgerton, las fulminaba con la mirada. Nunca llegaría a perdonarlas, jamás, ni aunque las tres tuvieran que vivir juntas en Edgerton durante cien años, por cómo la habían traicionado, por el regocijo morboso de la conversación que había escuchado por casualidad cuando creían que la vida de Charlotte estaba hecha añicos. «Qué insidiosas, que bichos… Por favor, queridas culebras, venid a ver en qué me he convertido».
¿Y Hoyt? Tampoco andaría por allí. Se pasaba el día con sus queridísimos «hermanos» viendo aquella estupidez del SportsCenter. Pero había algo curioso: nunca demostraba auténtico interés por un deporte en concreto. La pantalla de plasma arrojaba de continuo imágenes de mastodontes con las venas a punto de reventar que se daban tortazos y de paso luchaban para alcanzar la gloria, pero a él no parecían entusiasmarle. Charlotte nunca lo había escuchado expresar emoción alguna ante la victoria o la derrota de un equipo de Dupont. Claro, Hoyt era tan guay… No había nadie más guay… Ella no lo odiaba. Hoyt no la había traicionado en absoluto. Era como era, del mismo modo que un puma es un felino veloz que persigue a otros animales y no hay vuelta de hoja.
«Ay, Hoyt. Cómo me gustaría que vinieras a echar un último vistazo a lo que desechaste con tanto desdén, a lo que una vez amaste (¡porque me quisiste, lo sé muy bien!), aunque fuera únicamente por una noche, o una sola hora o un breve instante».
En cambio, no quería que Adam la viera en su estado actual, porque se quedaría aún más desolado al comprender que a él no podría amarlo jamás de aquella forma. Sintió una punzada de cariño hacia él tan aguda que se le cortó la respiración un instante.
—¿Te encuentras bien, nena?
Era Eugenia Diggs, que volvía a ponerle la mano en el antebrazo.
—Ay, Eugenia —suspiró mirándola con una sonrisa amable—, estoy perfectamente. Es que de repente me he acordado de una cosa. Pero muchas gracias por preocuparte.
Bueno, ya que no tenía más remedio que desilusionar a Adam (era inevitable), al menos el momento había sido de lo más adecuado. En cuanto se había publicado su famoso reportaje, Adam se había convertido en lo que siempre había deseado ser, una voz que provocaba que miles (¿cientos de miles?) de personas se quedaran mudas de asombro. Su gran «exclusiva» sobre el gobernador de California, Syrie Stieffbein, Hoyt, Vanee y una importante empresa de Wall Street no era ninguna matriz, pero tampoco estaba nada mal para un estudiante universitario de veintidós años. Todo había salido bien.
Entonces ¿a qué obedecía aquella sensación de incomodidad, a veces de desesperación, que la invadía por ejemplo en aquel momento y casi a diario? Ojalá tuviera alguien a quien contárselo, alguien que le confirmara que era una chica con mucha suerte, después de todo… Pero en el fondo sólo tenía a Jojo. Aparte de él, estaba igual de sola que el día de su llegada a Dupont. Era un encanto y resultaba enternecedor comprobar cómo acudía a ella constantemente en busca de ayuda, pero Jojo no estaba hecho para hablar con el alma de nadie, ni siquiera con la suya propia.
Ella era Charlotte Simmons. ¿Sería capaz algún día de tener esa conversación consigo misma, de hablar con su propia alma, como le había recomendado su madre? El señor Starling ponía la palabra «alma» entre comillas, lo que equivalía a decir que era una mera creencia supersticiosa, una forma antigua y primitiva de denominar al fantasma del interior de la máquina.
«¿Y por qué sigues esperando en lo más profundo de mi cabeza, mamá, siempre que estoy despierta, esperando a que tenga esa conversación? Aunque me imaginara que mi “alma” es algo real, como crees tú, ¿qué iba a decir? Muy bien, le diré: “Soy Charlotte Simmons”. Con eso el “alma” se quedará contenta, porque en realidad no existe. Entonces ¿por qué no dejo de escuchar las mismas preguntas una y otra vez de labios del fantasma? “Sí, pero ¿qué quiere decir eso? ¿Quién es esa chica?” Y a eso Charlotte Simmons contesta: “No puede definirse a una persona singular”. Pero el fantasmilla inexistente replica: “Bueno, pues entonces ¿por qué no enumeras algunos de los atributos que la diferencian de las demás alumnas de Dupont, algunos de sus sueños y ambiciones? ¿No era Charlotte Simmons la que ansiaba una vida intelectual? ¿O quizá lo único que buscaba desde el principio era que se la considerase alguien especial y que se la admirase por eso mismo, sin importar cómo lo consiguiera?”».
Qué ridiculez… pero Los Hijos de los Charlies la salvaron de responder a esa pregunta pesada y aburrida. Las americanas malva con ribetes amarillos se levantaron de sus asientos y atacaron un tema muy, muy viejo de los Beatles titulado / Want to Hold Your Hand. Lo interpretaron como si lo hubiera compuesto John Philip Sousa como marcha para banda militar con trompetas, tubas, carillón y un buen bombo. Los dos equipos habían acabado de calentar y, ¡abracadabra!, las animadoras, las Chazzies, los acróbatas y los gemelos Zulj salieron a la cancha y con ellos llegó un maremoto de música, locura y alegría, de «uuuuuuhs» y «aaaaaaahs». Los Zulj estaban haciendo juegos malabares con navajas de barbero con la hoja abierta. Si no las agarraban siempre por el mango de nácar… «Uuuuuuh» y «aaaaaaah», más de catorce mil aficionados al baloncesto tenían la impresión de que eran ellos los que estaban a punto de perder los dedos. Eran las últimas cabriolas del circo antes del inicio del encuentro.
El fantasma del interior de la máquina seguía cotorreando tan tranquilo, pero ya no había posibilidad de prestarle atención. En menos que canta un gallo el circo se desvaneció, los músicos se sentaron y allí, bajo los focos LumeNex, sobre un rectángulo resplandeciente de parquet marrón miel, empezó el partido.
Un jugador blanco descomunal con una pequeña mata de pelo rubio en lo alto de una cabeza por lo demás afeitada parecía dominar él solo toda la cancha, llena de excelentes jugadores negros, controlando los dos tableros y lanzándose sobre el aro para hacer mates desde lo alto. Nadie se interponía en su camino y él alteraba la conducta de los hombres de Connecticut, los derribaba como si fuera Sansón o la Masa.
Dupont había logrado poner el marcador en 16-3 cuando Connecticut pidió tiempo muerto. El circo volvió a la pista, Los Hijos de los Charlies se levantaron de sus asientos, multitud de traseros se agitaron, las acróbatas hicieron saltos mortales por los aires y los potentes metales de la banda gimieron con más fervor y más ruido que nunca. Pero el bramido de la multitud lo ahogaba todo; de acantilado en acantilado y de la cúpula al suelo resonaba un único clamor: «¡Va, va, Jojo! ¡Va, va, Jojo! ¡Va, va, Jojo! ¡Va, va, Jojo!».
Con unos segundos de retraso, Charlotte se dio cuenta de que se volvían cabezas hacia ella buscando disfrutar de su éxtasis por las hazañas de su novio, de compartirlo. «¡Aydiosmío!». Ojalá no se hubieran percatado muchos de ellos de la cara tristona de distracción y falta de interés que había estado poniendo. Cambió a la correcta como quien chasquea los dedos. Como la masa se había puesto ya a aplaudir de forma rítmica siguiendo la cadencia monótona del «Va, va, Jojo», Charlotte se imaginó que sería mejor unírseles. Así pues, mantuvo la amplia sonrisa que abarcaba toda la cara y empezó a dar palmas mostrándose bastante entusiasmada.
«Aydiosmío…». La banda había atacado Elswing de los Charlies y, en un santiamén (tal era la intensidad del momento), los espectadores, ya enfervorizados, comenzaron a cantar la letra a voz en grito. Era evidente que a la novia de Jojo Johanssen le correspondía unir su voz a la de la multitud.