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El alma sin comillas

Eran ya las nueve y media cuando Charlotte salió de casa de Adam y, en plena oscuridad, empezó a atravesar Ciudad de Dios en dirección a la universidad y el Patio Menor. Qué alivio zafarse por fin de la atmósfera agobiante y psicológicamente contaminada de aquel cajón… y qué mal sabor de boca se le había quedado. Se sentía utilizada. Adam había experimentado una recuperación milagrosa y en un abrir y cerrar de ojos había dejado atrás la neurastenia terminal y la muerte inminente e inmanente. Una vez se hubo levantado de la cama y puesto a leer sus treinta y cuatro correos electrónicos y empezado a hacer llamadas y a tratar de decidir con Greg qué entrevistas de prensa y televisión convenía dar y cuáles no, su ego había recargado las pilas a tal velocidad que Charlotte prácticamente había sido capaz de ver y oír el proceso mecánico. Había recuperado el color y la claridad de la mirada, y también la ironía y el fanfarroneo intelectualoide. «Mañana» había regresado a su vocabulario. Se había enfrascado tanto en el correo electrónico y el teléfono que había tenido que hacer un esfuerzo para encontrar tiempo de darle las gracias y despedirse de ella.

Tras recorrer una manzana de Ciudad de Dios, no obstante, a Charlotte se le había agotado la sensación de alivio, y no precisamente por los temidos gamberros de la barriada, que de todos modos no habían hecho acto de presencia. Acababa de empezar una larga noche y aún tenía muchos deberes para el día siguiente, pero además había algo que la obsesionaba. No podía pensar en otra cosa cuando bajó del ascensor en su planta de Edgerton y echó a andar por el pasillo. ¿Cómo iba a explicarle ese algo a su madre? Las nueve y media era tardísimo para llamar a casa, teniendo en cuenta el ciclo diurno de la gente de campo, pero ya no tenía elección. ¿Qué podía funcionar mejor? ¿El arrepentimiento, la confesión (una confesión estrictamente académica, por supuesto), la humildad, una petición de perdón y una promesa de poner remedio a ese algo y enderezarse? ¿Y si lo dejaba caer como si tal cosa? «Mamá, ¡soy yo! No, nada, que quería oír tu voz y ver qué tal estaba todo el mundo… Qué bien, ¿y qué tal la angina de pecho de la tía Betty…? Vaya, qué alivio. Oye, por cierto, que he tenido un problemilla con el tema académico. No es que sea el fin del mundo, y además no me costará mucho solucionarlo, pero ¿te acuerdas de que en Navidad te comenté que…?». Sí, claro, con la impresión que debió de llevarse todo el mundo al verla así y escuchar lo que decía… Su madre no era tonta. Sería imposible que se tragara la patraña de que su niña prodigio se había hundido en la depresión debido a un simple problemilla. Bueno, ¿y si le ofrecía una confesión íntegra y sincera, una explicación de lo más abyecta sin dejarse nada de nada en el tintero, si se ponía en manos de la misericordia materna como cuando era niña? La maravillosa catarsis que surgía siempre después, el placentero bálsamo de la misericordia de su madre… Siempre la había reconfortado, precisamente porque su madre se negaba a ser «realista» en relación con «las cosas de hoy en día»… Ay, su madre, que siempre la acogía en su regazo y tenía una oración que compartir… ¡Zas! Sólo de pensarlo sintió un tremendo escalofrío. Sería tan arriesgado como tratar de correr más rápido que una mecha encendida para llegar antes a la dinamita.

Vueltas y vueltas y vueltas iba dándole a la cabecita hasta que se pasó de largo y tuvo que retroceder un par de pasos hasta la puerta de su habitación. La abrió y… ¡toma ya! Allí estaban Erica y Beverly. Aydiosmío, ¿cómo iba a poder llamar?

Beverly ladeó el morro y exclamó:

—¡Bueno bueno! No tenía ni idea de dónde te habías metido. Tu teléfono… —Señaló con un gesto el teléfono blanco de la habitación—. ¿Qué pasa? Me está rayando cantidad.

No lo dijo con simpatía y Charlotte volvió a sorprenderse por su reacción de calma e indiferencia: le daba exactamente igual.

—Pues mira, también es tuyo, Beverly. A ver, es que en realidad el aparato en sí es tuyo. O sea que no te cortes un pelo y contesta, o déjalo descolgado o desconectado. Si no estoy, ¿a mí qué me importa?

Beverly echaba humo. Para ella aquellas palabras equivalían a una regañina insolente. Señalando a Charlotte, se volvió hacia Erica y comentó con tono de hastío:

—Mi compañera de cuarto. Qué mona es.

Silencio. El momento se eternizó… se eternizó… y Charlotte tuvo tiempo de comprender que aún envidiaba a las Beverly y a las Erica y a las douches y a las trekkies de la Psi Phi. Las envidiaba por ser de buena familia, por tener dinero y toda la ropa que quisieran, porque daban por sentada su superioridad social y por cómo la alcanzaban y disfrutaban. Lo reconoció para sí, apenas poco más que una simple observación. Por motivos que no habría sido capaz de explicar, aquella gente ya no la intimidaba ni la acobardaba. Aquellas chicas eran lo que eran, y ella, a su vez, era Charlotte Simmons. Y en ese instante también cayó en la cuenta de las pocas veces que lo había dicho a lo largo de los dos últimos meses; y ya casi nunca aparecía aquella idea ardiendo por su mente con el viejo fuego de la rebeldía orgullosa.

Quizá para dar fin a la tensión y ahuyentar al ángel que en lugar de pasar de largo amenazaba con quedarse a vivir allí, Erica decidió intervenir:

—Bueno, Charlotte, supongo que hoy te habrás enterado de las aventuras del amigo Thorpe.

Interesante. Era la primera vez que Erica la llamaba por su nombre.

—Pues algo he oído.

—¿No has leído el Wave?

—No.

—¿Enserio?

—En serio, no.

—¡Aydiosmío, qué fuerte! ¡Tienes que leerlo! Yo diría que en la vida había ido a buscar el Wave para nada, pero hoy sí. Al amigo Thorpe se le ha ido la olla. A ver, nunca le ha funcionado muy bien el tema del control, pero es que ahora ya le ha patinado la neurona.

Erica se detuvo, como esperando ver qué reacción provocaba todo aquello en la chica a la que Hoyt Thorpe había arrebatado la virginidad en un episodio que había sido prácticamente una exhibición pública. Charlotte estaba absorta en otra cosa: la emoción que delataba la voz de Erica al dirigirse a ella, el entusiasmo descaradísimo de sus ojos encendidos al interrogar a la novata de triste fama y escudriñar su rostro en busca del menor indicio que pudiera revelar las emociones que supuestamente bullían en su interior.

En realidad, Charlotte estaba intrigada por lo poco que le importaba todo aquello a Charlotte Simmons. Contestó con un exagerado acento sureño de pueblo:

—Vaya por Dios? No tenía ni idea, ni idea?

Y dirigió a Erica una sonrisa altanera que, sumada al sarcasmo, dejó a la amiga de Beverly muda de asombro. Las dos antiguas compinches se miraron y se sonrieron como solían, con aquella falsa discreción taimada que tan irritante resultaba.

Sin decir más, Charlotte se quitó el anorak, lo colgó del respaldo de la silla, encendió el flexo, se sentó y se puso a leer una monografía titulada La imprenta y el nacionalismo. El primer párrafo hablaba del alcance, la demografía y la tecnología de la lectura desde los tiempos de Grecia y Roma… Grecia… Se acordó de Jojo y de su total carencia de astucia o ironía, lo que la llevó a pensar a su vez en Erica y Beverly, que tenían un grave exceso de ambas, lo que provocó que se arrepintiera de haber hablado a la primera con aquel sarcasmo y aire de superioridad, lo que hizo que sacara la conclusión, con aplomo nihilista, de que, total, daba igual.

—Oye, ¿tú sabes qué diferencia hay entre estar «amargada» y «resentida»? —preguntó Erica a Beverly.

—Ay, no sé, es lo mismo, ¿no?

—Sí, quizás, en los dos casos es alguien que se siente tan insegura que se cree que la gente siempre la mira por encima del hombro.

—Sí, ya te entiendo —afirmó Beverly.

Charlotte estaba de espaldas, así que tuvo que imaginarse las muecas y las risillas contenidas.

Se marcharon al poco tiempo, y Charlotte se sintió muy afortunada, cosa que no tenía lógica, la verdad, porque era evidente que iban a salir, no era concebible que estuvieran en la resi por la noche antes de las dos de la madrugada. No se despidieron.

¡Vaya! Ya eran las diez menos diez, por lo que la llamada sería aún un poco más inconveniente. Se quedó mirando el teléfono blanco un buen par de minutos antes de reunir el valor necesario para marcar el número…

Un tono… otro… un tercero… y otro… ¡Cuatro tonos! Y en una casita tan pequeña. ¿Era posible que hubieran salido? No les pegaba nada… ¡Otro tono! Cinco… ¡No, por favor! Si tenía que esperar al día siguiente para contárselo a su madre y la carta llegaba por la mañana, sería como si no hubiera llamado… ¡Otro! Iban seis…

—¿Diga?

Su madre, gracias a Dios.

—¡Mami! Hola. ¡Soy yo!

—¡Pero bueno, Charlotte! ¿Ha sonado mucho rato el teléfono?

—Pues la verdad es que sí, mami? —contestó, poniendo instintivamente acento de Sparta para salvar un poco las distancias.

—Es que tu padre y yo estábamos viendo la tele con Buddy y Sam, y tus hermanos tienen puesta una peli… Una de ésas de mucho ruido, de las que explotan cosas todo el rato?

Charlotte se rio, como si la opinión sobre las pelis en que explotaban cosas todo el rato fuera de las cosas más divertidas que hubieran compartido en la vida.

También su madre se echó a reír.

—¡Es que casi ni lo he oído! Te noto de buen humor. ¿Qué tal todo?

—Ay, mami, estoy estupendamente. ¡Y más ahora que oigo tu voz! Bueno, en realidad ha pasado una cosa, mami, y me ha parecido que tenía que contártelo antes de que te enterases por carta? ¿Sabes? —Aceleró el ritmo para evitar que su madre pudiera hacer una pregunta—. Es un chasco, la verdad, bueno, un poco más, una buena decepción. Ay, mami, ¿te acuerdas de que en los parciales saqué cuatro matrículas?

Una pausa.

—Sí. —Con cierta cautela.

—Bueno, pues me parece que me he confiado demasiado, mami. Bueno, seguro. Y me he dejado llevar un poco por la inercia? ¿Sabes? Y, no sé, mami, pero es que, antes de poder evitarlo, pues ya era todo como un desplome, no sé si me entiendes?

Una pausa.

—¿Por qué no me cuentas qué quieres decir con eso de un desplome?

—Pues que algunas notas han bajado mucho, mami?

Charlotte cerró los ojos y volvió la cabeza para que el suspiro abatido no se oyera. Y luego lo soltó todo, las cuatro notas, con las apostillas de los dos bajos incluidas.

—¿Sacaste cuatro matrículas en los parciales y esto es lo que te han puesto como notas finales del semestre?

—Me temo que sí, mami.

—¿Cómo puede ser, Charlotte? —La voz de su madre parecía prematuramente comedida. ¿O quizá «entumecida» era mejor adjetivo?—. Los parciales fueron a principios de noviembre, si no me equivoco.

—Es verdad, mami. Ya te digo que me parece que las cosas empezaron a acumularse demasiado rápido y que no presté atención y que luego ya fue demasiado tarde.

—Pero ¿qué cosas se acumularon, Charlotte? ¿Para qué era demasiado tarde? —La voz de su madre reflejaba cierta irritación, no le gustaban aquellas ambigüedades.

Charlotte desechó todas las cartas que tenía preparadas en la manga. No había elección. Tenía que pasar sin más dilación a la explicación radical, que al menos estaba ligada a la verdad, aunque fuera tangencialmente.

—Mami, lo que pasa es que… después de los parciales me eché novio. Bueno… es que lo conocí y ya está. ¿Sabes?

Sin comentarios.

—Es un chico muy simpático, mami, y muy listo. Escribe en el Wave, el periódico de la universidad. En realidad, puede que salga mañana en la tele, en las noticias. Si me entero con antelación os llamo y os lo digo. —Ay, no, vaya metedura de pata. Si encendía el televisor y veía a Adam hablando sobre sexo oral…—. En fin, que es de un grupo de estudiantes muy inteligentes que tienen una especie de… sociedad.

Silencio absoluto.

—Es estimulante sólo escucharlos cuando tienen ideas y las diseccionan. ¿Sabes?

—¿Y por eso has acabado sacando las notas que has sacado? ¿Porque te has echado novio y es listo?

Ese comentario le dolió como un latigazo. Si no era sarcasmo (y no recordaba que su madre hubiera recurrido a él jamás), se le acercaba mucho. Tuvo la impresión de que la habían pillado en una mentira. Su madre siempre había condenado cualquier mentira, y ante esa luz despiadada e implacable los embustes siempre se arrugaban y sucumbían.

—¡No, si no digo que sea por culpa suya, mami! He sido yo. —La buena hija reconocía generosamente que la responsabilidad era suya—. Creo que me he centrado demasiado en él. ¿Sabes? Es muy atento y muy respetuoso, y lo último que intentaría sería aprovecharse… —Se detuvo, comprendiendo que su madre no necesitaba más pistas que los enormes saltos de lógica, o ilógica, que estaba dando de frase en frase. Decidió contraatacar en otra dirección—. Ya he iniciado una recuperación absoluta, mami. Me he montado una disciplina. Y voy a…

—Perfecto. Hasta ahora no he entendido ni palabra de lo que me cuentas, ni palabra, sólo sé que has sacado muy malas notas. Cuando decidas contarme qué ha sucedido, qué está pasando, yo encantada de escucharte. —La voz materna estaba sometida a un tremendo control, lo cual en cierto modo era peor que la irritabilidad o el sarcasmo—. ¿Sabe algo de todo esto la señorita Pennington?

—No, mami, nada de nada. ¿Crees que debería contárselo? —Desesperadamente, Charlotte esperaba recibir cierto apoyo por haber acudido antes a su madre.

—¿Qué vas a contarle, Charlotte, lo mismo que me has contado a mí?

No se le ocurrió qué contestar.

—Me da la impresión de que lo que necesitas en este momento, hija, es hablar con tu propia alma, sentarte y hablar largo y tendido, y con sinceridad.

—Ya lo sé, mami.

—¿Ah sí? Confío en ello.

—Lo siento, mami.

—Sentirlo no cambia las cosas, nena. Nunca las ha cambiado y nunca las va a cambiar.

Una larga pausa.

—Te quiero, mami. —El último recurso de la pecadora, el más rastrero.

—Y yo a ti, Charlotte, y tu padre y Buddy y Sam también. Y la tía Betty y la señorita Pennington. Hay mucha gente a la que seguro que no quieres defraudar.

Después de colgar, Charlotte se quedó sentada en la silla, muy afligida, tan vacía que no le salía del alma llorar. Se había imaginado que contarlo todo de una vez sería un alivio, y había confesado, sí, pero no se había desfogado en absoluto ni había solucionado nada. Era una cobarde desagradecida y una mentirosa. Sólo había conseguido excretar una mentira hedionda e innegable.

Se había rebajado hasta el punto de hacer pasar por su novio a Adam Gellin, el joven que quizá saldría al día siguiente por televisión. Qué mentira, qué mentira, ¿y para qué? Su madre no era idiota. No se había tragado una palabra. Lo único que le había quedado claro era que su niña prodigio, por algún motivo sin duda abominable era una mentirosa.

—Probablemente no debería llamarte, pero es que tenía que decírtelo: eres la hostia, tío, la hostia.

A medida que las palabras le llegaban por el auricular, Adam ronroneaba. Había ronroneado mucho a lo largo de la mañana. ¡Llamadas! ¡Correos electrónicos! ¡Unos mil! ¡Cartas metidas por debajo de la puerta! ¡Hasta un par enviadas por mensajero! Estaba ebrio, ebrio de la mejor manera en que podía estarlo un ser humano, ebrio de triunfo, y ebrio de venganza satisfecha, plenamente resarcido. Incluso aquel cuchitril de mierda resplandecía cuando paseaba la mirada por él, resplandecía como… bueno, como un santuario.

Aun así, aquella llamada en particular era especial: a aquel tío le debía mucho.

—Gracias, Ivy —dijo con la boca pegada al móvil—. Significa mucho para mí, viniendo de ti. No habría…

—¿Qué es más que «la hostia»? —continuó la voz eufórica—. ¿«La rehostia»? ¡Pues ha sido la requetehostia, chaval! ¡Misión cumplida! Ojalá pudieras venirte para ver a ese pobre hijoputa arrastrarse como un alma en pena por la hermandad. No ha abierto la boca, que yo sepa, pero es que hay cosas que no hace falta decirlas con palabras. El cabronazo se ha encontrado con una noticia pero que muyyyyy chunga.

—Tú sí que eres la rehostia, Ivy. Tengo que salir pitando para una rueda de prensa, pero quiero preguntártelo otra vez, porque es que le he dado mil vueltas, joder, y no consigo imaginarme cómo has conseguido esos documentos de Pierce and Pierce y las cintas de la hermandad. ¿Cómo lo has hecho?

La voz lanzó una sonora carcajada.

—Hay cosas que es mejor que no sepa nadie, y menos tú. No sé si me entiendes. Digamos que hay ciertos amigos de la familia que antes trabajaban en Gordon Hanley y han pasado a, digamos, otros bancos de inversiones y que… bueno, vamos a dejarlo así. Y lo de las cintas… digamos que la mayoría de los miembros de Saint Ray se creen por encima del trabajo manual y no saben nada de cables y de pijadas, pero de vez en cuando, supongo, aparece alguien que… que… Creo que más vale dejarlo así. Mira, mejor para ti que te olvides incluso de que acabo de decirte eso.

—Oye, Ivy, es que tengo que irme, en serio —se disculpó Adam—, pero alguna vez tenemos que vernos y contarnos con detalle nuestras respectivas batallitas.

—Buena idea. Cuando haya pasado toda esta mierda. Mira, si te parece te invito a cenar en Il Babuino, en Filadelfia. Igual te suena. Está a la altura de cualquier restaurante de Nueva York, y no hay ruido y puedes hablar con tranquilidad. Además, en esta hermandad no hay ni dios que se crea lo bastante rico como para ir. Ni siquiera nuestro amigo Phipps.

—¡De coña!

—Te contaré toda la mierda que esos gilipollas, el gilipollas de primera y el gilipollas de segunda (bueno, Phipps no es tan cabrón), toda la mierda que me han hecho tragar el sumo gilipollas y sus colegas. Ya te contaré qué hostias hicieron en la gala que celebramos en Washington.

—Ya he oído algo sobre esa gala en particular, Ivy.

—¿Ah sí?

—Sí, me han hablado un poco de una tal Gloria.

—¡No me jodas! Qué fuerte. ¡Qué cabronazo eres, Adam! ¡Te enteras de todo, tío!

—De todo no, te lo juro… de todo no, ni de lejos. ¡Pero, oye, de eso también podemos hablar! Ahora tengo que irme cagando leches a la rueda de prensa, de verdad.

Mientras bajaba por la estrecha escalera con la bicicleta a cuestas, Adam se repitió esas palabras: «De todo no, de todo no». No había sabido lo suficiente como para retener a Charlotte y hacer que lo amara tal como la amaba él. Veía imágenes suyas del día anterior como si la tuviera delante. Ni siquiera el mayor triunfo de su vida, ni siquiera un logro de semejante magnitud era suficiente para ganarse a Charlotte. No había chica más guapa sobre la faz de la Tierra…

Pero en aquel momento no podía permitirse estar tan alicaído. Tenía la rueda de prensa por delante y, justo después, todo un apartado en el programa de Mike Flowers en el canal público PBS. ¡Todo aquello era absolutamente increíble! Y en aquel momento no podía permitirse perder el ánimo.

Hoyt bebía a solas acodado a la barra del IM, encaramado a un taburete con la típica postura encorvada del fracasado que iba a un bar a beber a solas.

Y eso que no podía decirse que estuviera exactamente a solas. Con el rabillo del ojo detectó que se le acercaba otro estudiante, al que no había visto en la vida, y se inclinaba sobre el taburete vacío que tenía al lado.

—Eres Hoyt Thorpe, ¿verdad?

Volvió la cabeza apenas para mirarlo un instante y respondió afirmativamente en tono hastiado, como si ya le hubieran hecho la misma pregunta un millar de veces, cosa que había ocurrido, o al menos eso le parecía. Aquel chaval era muy alto y muy flaco, como muy blanco y bastante cara de cráter, y se sonreía en plan pelota. Se había dejado una de esas perillas de tres días, pero no en la barbilla sino por debajo. Era un fantasma, eso saltaba a la vista.

—¡De puta madre! —lo felicitó el fantasma—. ¡Eres la hostia, tío! Sólo quería decírtelo. —Y apretó un puño y se lo puso prácticamente delante de las narices a Hoyt, que apretó el suyo y lo entrechocó con el del notas sin mirarlo siquiera—. ¡Sigue metiendo caña! —lo azuzó el fantasma con entusiasta camaradería conforme se alejaba—. ¡Qué pasada!

«Sigue metiendo caña. Qué pasada». Eso era de la peli Aquellas juergas universitarias. El notas quería ir de guais y se quedaba en un puto quiero y no puedo; fantasma de mierda…

No eran más que las nueve y media y el ambiente apenas empezaba a caldearse en el IM. Por suerte, aún no se escuchaba música en directo ni el típico entusiasmo desatado de los estudiantes al salir «de fiesta». Estaban poniendo algún CD en el equipo de música. En aquel momento el solitario James Mathews y su solitaria guitarra cantaban y suspiraban aquella solitaria balada titulada But It’s All Right. En cualquier caso, era un alivio en contraste con lo habitual.

Cualquiera que lo viera probablemente pensaría que el tono flemático («me importa una mierda pinchada en un palo») con que respondía a todo aquello tenía por objeto demostrar a la peña que seguía siendo un tío guay y no se dejaba engatusar por toda la idolatría babosa de que estaba siendo objeto. Lo más gracioso (aunque no tenía ni puta gracia) era que la universidad entera se había tomado su «desenmascaramiento» por parte del mamón ese de Adam Gellin prácticamente como un relato en plan rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda sobre Vanee y él. El mamón aquel estaba convencido de que lo había jodido bien jodido con la mierda aquella del «soborno», pero la historia de la Noche de la Gran Mamada era tan fuerte que la peña prácticamente no se quedaba con lo demás. Hoyt había oído a más de un estudiante citar aquellas palabras: «¿Que qué estamos haciendo? ¡Pues mirar a un puto caramono gilipollas, eso es lo que estamos haciendo!», para luego partirse el culo de risa. ¿Qué era lo del supuesto soborno al lado de eso? Se le había presentado por el morro un trabajo de puta madre en Wall Street con un sueldo inicial de la hostia y lo había aceptado, ¿y qué? ¿A qué venía tanta historia?

—Eh, tío, perdona el retraso. —Era Vanee, que por fin llegaba.

—¿Dónde coño te habías metido? He tenido que quedarme aquí sentado y portarme como un gilipollas para guardarte el taburete, joder.

Vanee lo ocupó.

—No he podido evitarlo, tío. Me he entretenido en la biblioteca con…

Ni siquiera pudo terminar la frase, porque se le acercó por detrás un tío que le preguntó:

—Oye, espera, tú eres Vanee Phipps, ¿no?

Vanee reaccionó igual que Hoyt, es decir, con actitud hastiada y reservada.

Una vez el admirador hubo terminado de postrarse sobrecogido ante el mito Phipps y se marchó, Vanee le dijo a su amigo:

—Qué, monstruo, querías ser una leyenda en vida, ¿no? Enhorabuena. Ya lo has logrado; lo has conseguido. A ver, tengo la impresión de que no vas a ser sólo una leyenda en vida, la cosa va para largo: dentro de muchos años la gente seguirá hablando de Hoyt Thorpe y la Noche de la Gran Mamada.

—¿Y tú qué, chaval?

—No, de mí también hablarán, fijo, pero tú te llevas la gloria de este dúo cómico, tío, tú eres el espabilado. Yo no tuve oportunidad de soltar ninguna de esas frases acojonantes tipo «¿Que qué estamos haciendo? ¡Pues mirar a un puto caramono gilipollas, eso es lo que estamos haciendo!». Joder. Ese poli debe de tener una memoria de la rehostia si ha podido repetirle al mamoncete la frasecita de marras palabra por palabra. ¿O no, Hoyt? —Y dirigió a su colega una sonrisilla ladeada de complicidad.

Hoyt la soslayó con delicadeza.

—¿Cuántos meses nos faltan para acabar la carrera, Vanee?

—No sé… Marzo, abril, mayo… Tres.

—O sea que tengo tres meses más para ser una leyenda en vida y para toda la eternidad, ¿no?

—Pues sí, pero siempre puedes volver todos los años para las reuniones de antiguos alumnos. Y seguro que te hacen homenajes y tal.

—Qué gracioso. Me parto el pecho contigo, Vanee. No, en serio. Pero bueno, ¿qué pasa a partir de junio? Tú ya estás colocado. Puedes ir al banco de inversiones que te apetezca y conseguir curro. Te has tirado bastantes ratos en la biblio en los últimos cuatro años, ¿no? Tu expediente será un pasaporte que te abrirá cualquier puerta de Wall Street, y además te llamas Phipps.

—¿De qué coño te quejas? —replicó Vanee—. Tú ya tienes trabajo en Pierce and Pierce, ni más ni menos que el banco de inversiones más de puta madre, y además tu sueldo inicial es ni más ni menos que un cincuenta por ciento más alto que el que puedan pagarme a mí o a cualquier otro. Cómo te pasas, ¿no?

—Tengo que enseñarte algo. Por eso te he hecho venir. Con esas palabras, descendió del taburete, se acercó al colgador situado junto a la puerta donde todo el mundo había dejado los abrigos, hurgó en un bolsillo interior de su joya azul marino, sacó un papel y regresó a la barra.

—Ten.

Vanee lo leyó. Era un correo electrónico. En el encabezamiento ponía: «Asunto: Re: Oferta». Había sido enviado desde rachel.free man@piercepierce.org.

Estimado señor Thorpe:

Le agradecemos el interés que ha demostrado por Pierce and Pierce y la oportunidad de entrevistarnos con usted cuando nuestro equipo visitó Dupont. Sus aptitudes son excelentes en muchos aspectos, pero, tras someterlo a una exhaustiva revisión por parte de nuestro comité ejecutivo de Recursos Humanos, lamentamos comunicarle que hemos llegado a la conclusión de que sus cualidades no acaban de encajar con nuestros requisitos.

Los miembros del equipo, y yo a título personal, disfrutamos con la entrevista y le deseamos suerte en su búsqueda de un empleo en el sector, en caso de que ése siguiera siendo su objetivo. Reciba un cordial saludo.

RACHEL E. FREEMAN

Relaciones con las Universidades

Departamento de Recursos Humanos

Pierce and Pierce

Vanee miró a Hoyt como si esperara algún comentario. Una larga pausa, como si Hoyt confiara en que Vanee fuera a hacer algún comentario. Al cabo preguntó:

—¿Qué te parece, Vanee?

—¿Que qué me parece? Pues no sé… pero da la impresión de que se echan atrás, ¿no?

—¡Pues claro! —exclamó Hoyt—. ¡Claro que se echan atrás, mecagüen la puta! ¿Cómo hostias se han creído que les va a salir bien la jugada?

—Pues no sé. ¿Tienes un contrato firmado o algo?

—¡No! No tengo ningún contrato, joder, pero en Wall Street es distinto, ¿no? Dar tu palabra es como firmar un puto contrato, ¿no? Si no, ¿cómo cojones pueden hacer transacciones de miles de millones por teléfono inversores y banqueros todos los días?

—Ni flores. Ni me lo había planteado. A ver, ¿oyó alguien cómo te prometía el trabajo?

—¡A eso voy precisamente, hostia puta! ¡Los testigos y todo eso no hacen ni puta falta! ¡En Wall Street, dar tu palabra es vinculante, joder!

Una pausa de perplejidad.

—Bueno, no sé. No sé qué decirte, Hoyt. No sé nada del rollo este de las ofertas de trabajo.

—Mira, quería verte por una razón muy concreta. Tu padre tiene que conocer a alguien del mundillo este, a algún abogado, a alguien que sepa cómo meterles un puro que te cagas si intentan hacerme una mala jugada como ésta. ¿Por qué no hablas con tu padre?

—Ay, no sé. Es posible que sí que conozca a alguien, pero lo que tengo claro es que no querrá ni de lejos liarse en todo este asunto. Si por él fuera, joder, obtendría un mandamiento judicial para impedir que la prensa mencionara mi nombre. ¿Sabes cómo reaccionó al enterarse? Pues su reacción fue decir que por qué no se lo conté en su momento y que qué clase de imbécil de hijo tenía que era capaz de no ir directo a la poli en cuanto ocurrió y presentar una denuncia por agresión contra el poli ese, como se llame. Joder, tío, no puedo ni mencionarle el asunto.

Hoyt apartó la mirada hacia el astroso revestimiento de madera oscura de las paredes del IM y lanzó un gran suspiro de resignación. Luego se volvió hacia su amigo.

—¿Qué voy a hacer, Vanee? ¿Qué coño voy a hacer el uno de junio? No tengo trabajo. ¿Y sabes de qué puedo echar mano? ¡De nada! Mi madre se ha ventilado todo lo que tenía, que era prácticamente cero, sólo para que yo pudiera seguir en este sitio de mierda. ¡Qué hostias voy a hacer! Tu expediente es un pasaporte. El mío… no tienes ni idea de lo malo que es. Sólo falta que le pongan alrededor la típica cinta amarilla de la poli, para que no se acerque nadie de lo asqueroso que es. ¿Crees que la Asociación de Antiguos Alumnos de Dupont va a concederme una pensión vitalicia por ser el tío más guay del mundo, una leyenda en vida, una leyenda de la universidad que se recordará siempre? ¡Me han dado por el culo a base de bien, Vanee!

Agachó la cabeza y luego levantó la mirada hacia su amigo.

—Hay una cosa que no acabo de entender. ¿Cómo coño se enteró el mamón ese de todo el rollo de Pierce and Pierce? Ellos ni de coña se lo habrían contado. Y esas conversaciones entre tú y yo en Saint Ray… Joder, no tenía citas textuales, pero para el caso como si las hubiera tenido… —Volvió a agachar la cabeza y la sacudió lentamente—. Me han dado por el culo, tío. Me la han metido hasta el fondo.