Los pelos de la perilla de Lenin
¿Qué te pasa? —preguntó Beverly al ver a Charlotte sentada en su escritorio ante su «nuevo» ordenador, mirando las musarañas—. Pareces una estatua. Hace un cuarto de hora que no te mueves. Ni siquiera has parpadeado. ¿Te encuentras bien?
«De modo que las cosas funcionan así», pensó Charlotte. Precisamente porque aquella misma mañana le había plantado cara por primera vez, y había sido cortante y sarcástica, y la había despreciado por ser una cotilla movida sólo por la crueldad y el interés en la vida sexual de los demás, de repente Beverly le preguntaba qué tal estaba sin venir a cuento, de compañera de cuarto a compañera de cuarto, sin que hiciera falta más motivo; es decir, que el desdén manifiesto había sido una sacudida tal para la niñata de Groton con la que compartía habitación que la había empujado a tratarla como a una igual. Charlotte sintió una triste satisfacción por haber hecho ese descubrimiento sobre la naturaleza humana, pero no fue más que eso, una sensación triste y secundaria.
Y breve. Nada podía quitarle de la cabeza el presagio que, desde hacía media hora, había pasado, mediante metamorfosis, de crisis en estado embrionario a catástrofe oficial, documentada, sin remedio posible.
—No, nada —contestó sin volver la cabeza ni siquiera un centímetro hacia Beverly, que también estaba delante de su ordenador, en las profundidades de su jungla de cables, alargues y juguetitos tecnológicos—. Estaba pensando.
Beverly regresó a su conversación mediante mensajes instantáneos con Hillary (que estaba a un metro de distancia, al otro lado de la pared, en la habitación 514), adornada por una alegre serenata de pitidos electrónicos de alerta y risitas sofocadas. Al parecer resultaba tan divertido porque se daban cuenta de que chatear con la vecina de habitación a través de Internet era una tontería.
Charlotte apenas se fijaba, ya que en su cerebro estaba grabada a fuego la imagen que acababa de ver en la pantalla:
Notable
Notable bajo
Bien bajo
Suficiente
Un notable pelado, ni siquiera alto, en Francés; un notable bajo en Historia Medieval; un bien bajo en Teatro Contemporáneo y un suficiente en Neurociencia… Un suficiente en Neurociencia… Un suficiente en Neurociencia… Como muchos otros estudiantes antes que ella, Charlotte había creído que, si era lo bastante pesimista antes de tiempo, si se sumergía lo suficiente en los malos presagios, los resultados no podrían ser tan malos como aseguraban sus miedos. Por alguna extraña razón, el mero hecho de pensar en ello de antemano con tal desesperación provocaría una especie de hechizo que serviría de protección ante cualquier destino realmente calamitoso. Pero no, sus notas habían aparecido en la pantalla, hacía apenas media hora, como prueba clara y diáfana de su error. No había hecho clic en Imprimir. Y tampoco en Archivar. Las había borrado de inmediato, ¿y de qué había servido? De nada. Era otro intento de que se produjera el hechizo, aunque por supuesto no tenía la menor esperanza de que funcionara.
Notable, notable bajo, bien bajo y suficiente… Cuántas cosas se había llevado por delante su desplome académico. Hacía al menos media hora que estaba allí sentada, paralizada, no sólo un cuarto de hora como había detectado Beverly. Suficiente y bien bajo; en la práctica, en Dupont cualquier nota inferior a un notable bajo equivalía a un suspenso, sólo que no la expulsarían por haber suspendido dos asignaturas y haber aprobado por los pelos las otras dos. Ahora le darían una especie de libertad condicional académica durante el segundo semestre e informarían a sus padres de lo sucedido. Por suerte, ellos no tenían ordenador y seguramente tardarían unos días en enterarse por correo ordinario. ¿Qué podía hacer? ¿Por qué no había reunido el valor necesario para decírselo en Navidad? De ese modo habrían estado preparados para la que se les venía encima. Ahora tenía que llamarlos por teléfono (disponía de veinticuatro horas) para asegurarse de que no les llegaba la notificación por correo antes. ¡Debería hacer esa llamada en ese preciso instante! Pero eso supondría tener que comunicarles las notas ella misma, una a una, con toda su irreversibilidad glacial en aquel preciso instante… pero en aquel preciso instante seguía trastornada, así que decidió hacer la llamada más tarde. Y la señorita Pennington… Una vez hubiera recibido la mala noticia su madre, quizá Charlotte podría resucitar el plan de pedirle que no le contara nada a su profesora. Pero ¿y si la señorita Pennington llamaba por casualidad a su madre? Pensar en pedirle que urdiera una mentirijilla era algo inimaginable. ¡Un sufi en Neurociencia! Y pensar que no hacía mucho más de un mes que había estado en el despacho del señor Starling y que éste le había ofrecido las llaves del reino, del laboratorio en el que estaba creándose la nueva concepción de los animales humanos, una generación entera antes de que ellos llegaran a comprender que había sucedido algo de tal calibre. Notaba el cambio de tono del profesor (tenía la sensación de estar escuchándolo en aquel momento) el día en que había empezado a dirigirse a ella como si fuera algo más que una alumna, como si fuera una joven colega en la mayor aventura de la vida intelectual desde el ascenso del racionalismo en el siglo XVII…
Sonó el teléfono y, movida por un simple reflejo, contestó.
—Charlotte… Soy Adam —dijo su voz entrecortada con una nota de agonía—. Ha sucedido algo catastrófico. Tienes que ayudarme. Vente para aquí, por favor… ¡Por favor! ¡Te necesito! Te necesito ahora mismo…
—¡Adam! Espera…
—Tengo un… ¡Charlotte! ¡Por favor! ¡Qué desastre!
—Pero ¿qué ha pasado?
—¡Por favor, Charlotte! No tengo fuerzas… Te lo cuento todo ahora… ¡Tú ven en cuanto puedas! ¡Por favor! Tienes que ayudarme, antes de que me…
—¿Necesitas un médico?
—¡Ja! —Fue una risa seca, cortante y amarga—. Pasa al punto tres y tráeme directamente un forense. O al punto cuatro y monta una comisión para hacerme un homenaje.
—Voy a llamar al médico.
—¡No! No me pasa… ¡La única persona que puede ayudarme eres tú! ¿Cuánto tardarás?
—¿Estás en tu piso?
—Sí. —Con amargura—: En mi cuchitril, en mi agujero.
—Bueno, voy para allá. Tardo… No sé, lo que se tarde en ir a pie.
—Date prisa, por favor. Te quiero. Te quiero más que a mi vida.
Colgaron. Charlotte se quedó inmóvil en su destartalada silla de respaldo recto y volvió a dar un buen repaso a las musarañas. ¿De verdad era algo tan horroroso? Ella también tenía una catástrofe personal de la que ocuparse. Lo último a lo que quería tener que enfrentarse era a Adam en pleno ataque de «te quiero más que a mi vida», pero ¿cómo iba a negarse después de todo lo que había pasado?
Se puso el anorak que le daba aspecto de granada de mano y se marchó sin dirigir una sola palabra a Beverly, que seguía ocupada con sus pitidos y sus risitas, mensaje va, mensaje viene, por intermediación de una estación repetidora tejana situada a más de tres mil kilómetros, en Austin.
Charlotte apenas había llegado al descansillo de la escalera cuando la puerta de Adam se abrió de golpe. Estaba claro que la esperaba pegado a la mirilla. Apareció en el umbral con el cuerpo envuelto en una de sus mantas sintéticas de color verde a modo de capa. Tenía las mejillas demacradas y lívidas, y los ojos reflejaban miedo. Antes de que Charlotte tuviera tiempo de comprender qué sucedía, los brazos de Adam salieron disparados de la manta. Llevaba vaqueros y una camisa de cuadros de tonos muy poco afortunados como un verde pasillo, un marrón de pintura antióxido y un gris de relleno de sobre acolchado para envío de libros. La abrazó y con ello cayó al suelo la manta. No fue el abrazo de un chico a una chica, sino el de Studs Lonigan a su madre en el momento de regresar a casa para morir, si es que Charlotte recordaba fielmente el libro.
—Charlotte… ¡Oh, Charlotte! Has venido…
Le dio miedo que tratara de darle un beso, pero él se limitó a ponerle la cabeza en el hombro y soltar un ruidito que podría haber sido un gemido. La aferró como si le fuera la vida en ello. Era todo muy violento. Charlotte no sabía dónde poner las manos. ¿Quizá debía abrazarlo también? ¿Mecerle la cabeza? Todo lo que se le ocurría implicaba el peligro de que Adam lo malinterpretara, así que se limitó a decir:
—Venga, Adam… Vamos dentro. Que estamos en la puerta de la calle.
Y entraron, con lo que al menos se libró del férreo abrazo. Se quitó el anorak y se sentó en el borde de la cama, que estaba hecha un lío. Adam se colocó a su lado e hizo ademán de pasarle el brazo por la espalda. Charlotte se levantó de un brinco y agarró la tumbona plegable, con su estructura de aluminio y sus anchas cinchas de plástico que formaban un dibujo a cuadros aún más cutre que el de la camisa. La desplegó y se sentó todo lo deprisa que pudo. Él, todavía en el borde de la cama, la miró fijamente como si acabara de abandonarlo y rechazarlo.
—Adam —empezó ella con cierta severidad—, tienes que serenarte.
—¡Ya lo sé! —replicó él, al borde de las lágrimas, y dejó la cabeza gacha—. Ya lo sé, ya lo sé… Es que tengo un… ¡Ya no sé qué! —Pegó la barbilla a la clavícula.
Charlotte optó por hablarle con toda la tranquilidad, la dulzura, la ternura y el aire maternal de que fue capaz.
—No puedo hacer nada, Adam, hasta que me cuentes qué te ha pasado.
Él levantó la cabeza poco a poco y la miró. Tenía los ojos llorosos, pero al menos se aguantaba las lágrimas. En voz baja y pesimista contestó:
—Ha acabado con mi futuro, eso es lo que ha pasado.
Charlotte decidió mantener el aire tierno y maternal.
—Pero ¿quién?
Él procedió a relatar, de forma extensa pero razonablemente tranquila y sencilla, su malograda estrategia y su desastrosa entrevista con el señor Quat. La miraba fijamente y reprimía la desesperación respirando hondo y suspirando.
—Quiere hacer de mí… —respiración honda, suspiro— un ejemplo; o sea que quiere… —respiración honda, suspiro— expulsarme, pero aunque acabe con una simple… —Apartó la mirada antes de comentar—: Ja, «simple». —Y volvió a clavar los ojos en los de ella—. Aunque acabe sólo con una expulsión temporal… «sólo»… pues el resultado será el mismo. En mi expediente constará una expulsión por haber infringido las normas. A tomar viento la Rhodes. A tomar viento también cualquier curso de posgrado, que era mi último recurso. A tomar viento cualquier trabajo decente, ni siquiera dar clases en un instituto. ¿Qué me queda? —Respiración honda, suspiro desesperado—. A tomar viento mi gran reportaje del Wave de mañana. Acabaré desacreditado, desprestigiado, ninguneado. «Escrito por el negro de un jugador de baloncesto», «Una calumnia despreciable». Todo el mundo me odiará. Será lo único que voy a sacar en limpio de ese reportaje.
Sumido en la más absoluta desesperación, volvió a dejar caer la cabeza.
—¿Qué reportaje, Adam? ¿Quién te va a odiar?
Volvió a mirarla, esta vez con la frente arrugada.
—Tiene que ver con Hoyt Thorpe.
El rostro tierno y maternal de Charlotte se tensó de golpe. Se quedó tan aturdida que hasta Adam, en el estado en que se encontraba, debió de percatarse de ello.
—Es un reportaje sobre cómo lo ha sobornado el gobernador de California para que tenga la boquita cerrada y no cuente lo de la Noche de la Gran Mamada. Yo lo explico todo con pelos y señales. Uno de los republicanos más poderosos de este país va a pedir mi cabeza. Pues se la regalo… No sería tan terrible como que me desprecie la Universidad de Dupont en pleno, estudiantes, antiguos alumnos, profesores, personal administrativo y de servicios…
—¿Por qué el personal de servicios?
—¿Que por qué? —Una respiración honda y, con un profundo suspiro, a punto de desplomarse—: No sé… No me acuerdo… Pero con todos los demás estás de acuerdo, ¿verdad? Eso es lo que querías decir, ¿no?
—Yo no he dicho eso.
—Pero es lo que querías decir, claro.
En realidad no estaba pensando en «Dupont en pleno», sólo en Hoyt. ¿Estaba devorando aquella información frenéticamente para descubrir cómo iba a afectarle el escándalo? ¿Por qué? No habría sido capaz de dar una explicación racional aunque lo hubiera intentado. Los que podían salir mal parados eran Hoyt… y Jojo. Eso le dio pie a hacer una pregunta.
—¿Y cómo ha reaccionado Jojo ante todo esto?
Adam bajó la cabeza de nuevo y se puso los dedos delante de los ojos. Con voz apagada:
—No se lo he contado.
—¿No sabe nada? ¡Tienes que llamarlo, Adam! Se lo has contado todo al señor Quat, ¿no? Tienes… ¡tienes que decírselo a Jojo!
Con la cabeza aún entre las manos, Adam se puso a sollozar.
—Ay, mierda… Mierda, mierda, mierda… Jojo… Estaba tan seguro de que el señor Quat iba a archivar todo este asunto… Yo creía que le hacía un favor a Jojo.
—Pero no le avisaste.
Negó con la cabeza, sin retirarla de las manos que le cubrían el rostro.
—Ay, mierda, mierda, mierda… ¿Cómo voy a decírselo? Me mata. De ésta no se recupera, el pobre mamón. Aunque no lo expulsen, está acabado… —Más sollozos—. Se perderá toda esta temporada, y si no juega esta temporada, si lo expulsan temporalmente por haber copiado, dará exactamente igual lo que haga en cuarto. Me mata, el tío me mata. —Sollozos, sollozos patéticos.
Charlotte tenía la horrible premonición de que iba a desmoronarse de un momento a otro y de que no sería capaz de controlarse. Se levantó de la tumbona, se acercó a la cama y se quedó de pie a su lado. Le puso las manos en los hombros y se agachó hasta que la cara le quedó a unos quince centímetros de la suya, que seguía caída en un ángulo abatido. Con el tono de voz más tenue y tierno de que fue capaz, lo consoló:
—Jojo no va a matarte. Lo comprenderá. Se dará cuenta de que buscabas lo mejor, de que también lo hacías por su bien. Has aprovechado una oportunidad que te ha parecido buena pero las cosas no han salido bien. Comprenderá tus intenciones.
Adam empezó a agitar aquella cabecita a tanta velocidad y con un coro de sollozos tan patético que a Charlotte se le ocurrió que a lo mejor ni siquiera había pensado en Jojo hasta ese momento.
Por fin, Adam apartó las manos de la cara, pero aún dejó caer más la cabeza, hasta que le quedó la espalda arqueada como si fuese jorobado. Tenía los ojos cerrados con fuerza y se echó a temblar, cada vez con más intensidad, hasta que empezaron a castañetearle los dientes. Se oía el ruido que hacían.
—Abrázame, Charlotte —pidió con voz lastimera—. No sabes qué frío tengo.
Así pues, ella se sentó en la cama a su lado y le pasó un brazo por los hombros pensando qué iba a ocurrir entonces. Adam no la miró, ni a ella ni a nada más. Se puso a tiritar frenéticamente.
—Tráeme… una manta, por favor. Estoy helado.
Ella se levantó, fue hasta la entrada y recogió la manta del suelo. Era de un verde asqueroso. El tejido era tan áspero, de una sequedad tan antinatural, tan sintético y tan barato, tan horripilante, que apenas soportaba su contacto. Aun así, se la llevó. Desplomado de aquella forma, parecía el personaje de aquella escultura, El final del sendero, aquel indio a caballo al borde de un precipicio sin ningún sitio a donde ir; la civilización india había llegado a su fin, el hombre blanco la había exterminado. Aquella imagen, que había visto en un libro de texto de historia, siempre la había fascinado y entristecido. Echó la manta por encima de los estrechos hombros de Adam. Cuando fue a cerrársela por el pecho, la mano de él tocó las suyas. Estaba fría como el hielo.
—Dame un abrazo… Dame un abrazo, por favor, Charlotte.
—Seguía con los párpados apretados.
Ella le pasó el brazo por la espalda y lo atrajo hacia sí. Estaba temblando y castañeteando con tanta violencia que ella se imaginó que tenía la gripe y le puso la mano en la frente… Tuviera lo que tuviese, no había rastro de fiebre.
—Estoy… Tengo que echarme.
Y dejó caer la mitad superior del cuerpo sobre la cama. Le quedaron las piernas retorcidas, pero no levantó los pies del suelo. Seguía con los ojos cerrados con fuerza. Charlotte le levantó las piernas y se las giró para colocarlas encima de la cama. Qué poco pesaban… Le quitó los náuticos. Él quedó tumbado sobre un revoltijo de sábanas y mantas retorcidas, una bolsa de plástico de la tintorería arrugada y con la factura grapada, ropa interior abandonada, calcetines, una camiseta y las tripas de un ejemplar del Pbiladelphia Inquirer de hacía dos días. Parte de la manta con que lo había cubierto Charlotte le había quedado debajo de la cabeza y los hombros, pero el resto colgaba por el lateral de la cama hasta el suelo. Ella la recogió de nuevo e hizo la cama con él ya acostado. Tenía los ojos cerrados y confió en que estuviera durmiéndose, pero de pronto le dijo:
—Charlotte, tengo mucho frío.
—Te he puesto las sábanas y la manta por encima. Enseguida entrarás en calor.
—¡No, dame un abrazo! —suplicó—. Tienes que abrazarme. Tengo mucho frío. ¡Y tengo miedo, Charlotte!
Ella se quedó mirándolo un instante. Estaba temblando y castañeteando lo indecible. Sólo quedaba una posibilidad. Se quitó los Keds y se metió dentro con él, con los vaqueros, los calcetines y el jersey puestos.
Lo abrazó por detrás y estrechó el cuerpo contra su espalda, tal como la había abrazado él. Siguió tiritando y trepidando, pero su tormento fue disminuyendo gradualmente.
Cuando se incorporó para apagar la luz, Adam se puso a suplicar con voz somnolienta:
—No… no… Charlotte… no te vayas. ¡Te lo ruego! No me dejes. Abrázame. Eres todo lo que me queda.
Y así, apagó la luz y volvió a meterse con él en la cama. Si lo estrechaba entre sus brazos, respiraba con normalidad. Y allí se quedaron a oscuras, ella con los dos brazos en torno a él. Se le cortó la circulación del que quedaba debajo de su cuerpo.
—¿Duermes? —le susurró.
—No. —La voz de la perdición.
Charlotte sabía que estaba mirando fijamente un agujero negro con los ojos bien abiertos y aterrado. Lo sabía muy bien. Pasó toda la noche abrazándolo así. De vez en cuando cabeceó algo, pero de algún modo él se daba cuenta y la despertaba con súplicas: «Abrázame. Por favor, no me abandones».
Al cabo de un rato empezó a resultar bastante pesado tener que mimar a alguien de aquella forma, pero tenía que pagar una deuda muy alta. Adam no había dejado de alentarla y la había hecho volver del pozo más hondo, pero a ella no se le ocurría ninguna forma de alentarlo.
Tenía entre los brazos a alguien sentenciado de verdad… Y entonces se acordó de Jojo, y luego de Hoyt. Aquel pobre muchachito que estaba abrazando, tan debilucho, era una especie de Sansón insulso: había provocado el derrumbamiento del templo sobre todo el mundo.
Hoyt salió de Phillips al Patio Mayor tan cabreado que murmuraba para sí lo bastante alto como para que lo oyera la gente. En ese preciso momento, mientras iba por la acera que bordeaba el patio, había adoptado la voz remilgada, aflautada, amariconada y «finolis» del hijoputa de Quat: «No pretendo poner en tela de juicio su sinceridad, señor Thorpe. Estoy seguro de que es usted de lo más sincero. Yo simplemente apunto que, de forma inconsciente o no, ha hecho un batiburrillo de diversas teorías más bien trasnochadas de la derecha religiosa y las ha presentado como si fueran una argumentación. Y eso resulta tedioso lo haga quien lo haga».
En un sendero que cruzaba el patio en diagonal por delante de la fuente de San Cristóbal y en dirección a Mr. Rayón, adoptó de nuevo su propia voz: «¿Ah sí? Pues yo simplemente apunto que es usted el mismísimo Jesucristo degollado, aleteando y cacareando sin parar: “¡Tolerancia! ¡Tolerancia! ¡Tolerancia con los dóciles para que puedan heredar la tierra!”, y ni siquiera se da cuenta. Va de judío intelectual supervaliente que pasa de esa mierda de Dios, que está de vuelta de todo». Eso tendría que haberle dicho, pero el cabrón apenas le había dejado pronunciar palabra… Jerome Quat y su «ingenio intelectual»: «En Dupont tenemos en gran estima la libertad de expresión y la diversidad de puntos de vista, señor Thorpe, pero ¿me permite sugerirle que, para ahorrar tiempo, pospongamos esta diatriba suya? Puede lanzarla inmediatamente después de clase, y estoy seguro de que todos los que quieran le prestarán oídos». «Gordo calvorota de mierda…».
Algún estudiante que otro lo miraba al cruzarse con él, pero ¿cómo iban a saber si hablaba solo o no? En el campus todo el mundo parecía hablar solo. Todo el mundo llevaba la cabeza apoyada en la palma de la mano para hablar por el móvil. Había un cuatro o cinco por ciento que no se paseaba por el recinto con el móvil tradicional, pero porque iba con uno de esos con micrófono por debajo de la barbilla y un auricular tan pequeño que casi no se veía. Pensarían que llevaba uno de ésos, y si no que les dieran por culo.
Total, que otra vez se había cargado de una puta pedrada su propio tejado, ¿no? El mamoncete obeso y calvorota de Jerome Quat iba a reír el último; seguro que le ponía mala nota, pero ¿cómo era posible que todos los demás se quedaran sentados y se limitaran a escuchar todas aquellas chorradas políticamente correctas sin decir nada? Borregos de mierda… Se tragaban las paridas que les soltaba sin decir ni mu y las regurgitaban cada vez que les hacía una pregunta. Cuando le pillabas el tranquillo a aquello, ya daba igual que te lo creyeras o no, era lo único que quedaba bien decir, aquella mierda, así que la gente seguía repitiéndola, porque, al fin y al cabo, siempre era mejor quedar bien que ser el típico tío al que no podía invitarse a ningún lado por el peligro de que a media conversación soltara una pedorreta.
Al pasar por delante de la fuente de San Cristóbal, aquel magnífico ejemplo escultórico… ¿Cómo se llamaba el francés que la había hecho? Era un genio de la hostia, el tío ese… ¿Había alguna otra universidad en todo el país con una escultura tan guapa? Ni de coña… «Soy alumno de Dupont. Estoy empapado de toda la fuerza y de toda la belleza y de todas las tradiciones de esa gran figura… ¿De qué estará hecha? De bronce, supongo. ¿De cobre? No, qué va. Tiene que ser bronce…». Hoyt se calmó un poco. Quat ya no podía hacerle nada, porque Hoyt Thorpe no era el típico tío que tenía que hacer pasillos por todos y cada uno de los bancos de inversiones del país para tratar de justificar su expediente académico, que cantaba como una almeja, y encontrar un curro. A veces ocurrían milagros, como le había dicho su padre en una ocasión: «Les ocurren a los que están preparados para aprovecharlos. Nadie tiene suerte así, sin más. Hay que saber reconocer la fortuna cuando se te pone delante». Hoyt Thorpe, alumno de Dupont, Hoyt Thorpe, miembro de Saint Ray, estaba bien preparado, lanza en ristre, y el milagro había ocurrido. Hoyt Thorpe tenía un trabajo esperándolo, con el beneplácito de Jerome Quat o sin él, y no en una sala de calderas de tres al cuarto iluminada con fluorescentes a punto de fundirse en Chicago o Cleveland, sino con los más poderosos entre los poderosos, Pierce and Pierce, en Nueva York. Noventa y cinco mil al año para empezar (¡para empezar!), sin límites a la vista. A él mismo le costaba creerlo, pero lo había logrado.
En el patio arreciaba el frío cada vez que una racha de viento soplaba a ras de la costra endurecida de nieve. Se abrochó el abrigo, aunque prefería dejárselo abierto. En invierno, era el look Saint Ray, el look más guay de la uni: botas hasta los tobillos, pantalones caqui sin raya, un voluminoso suéter con cuello redondo, camisa de franela con dos botones desabrochados y, encima de todo, un abrigo azul marino de buen paño como el suyo, largo y recto, hasta bastante más abajo de las rodillas, forrado de seda del mismo tono, un abrigo que también casaría a la perfección con un esmoquin. El look era tan guapo por el contraste entre el rollo informal y el abrigo tan de vestir. Era el estilo de alguien que tenía a su favor la plena libertad de la juventud, que podía mandarlo todo a la mierda y al mismo tiempo estaba al tanto de los últimos acontecimientos del otro mundo, un mundo más añejo de dinero y poder, dos cosas que ofrecían emociones por derecho propio. Un abrigo así costaba unos mil dólares en Ralph Lauren. Hoyt había encontrado el suyo por cuarenta y cinco en una tienda de ropa de segunda mano de Filadelfia Sur llamada «Tócala Otra Vez, Sam». Eso sí que era guapo. El abrigo largo y recto te hacía una figura alta, esbelta y llena de glamour, te hacía rebosar esa potencia sexual de los diez años posteriores a la pubertad, pero, al mismo tiempo, sabías dónde se cortaba el bacalao. En cierta ocasión, Hoyt se lo había oído decir a un amigo de su padre, un viejo de cara coloradota. Debía de tener ocho o nueve años como mucho, pero desde entonces siempre recordaba a aquel señor diciendo: «Soy muy viejo, estoy muy gordo y bebo más de la cuenta, pero siempre sé dónde se corta el bacalao».
Esos recuerdos felices consiguieron que recuperase su forma de ser habitual. Cuando llegó a las inmediaciones de Mr. Rayón, ya iba tarareando un tema disco titulado Press Zero. Sólo recordaba una frase: «Si quieres que te dé más opciones, marca cero», pero no se lo podía quitar de la cabeza… «Si quieres que te dé más opciones, marca cero. Si quieres que te dé más opciones, marca cero». Cuando pasó por Halsey ya movía los labios y cantaba entre dientes. «Si quieres que te dé más opciones, marca…».
No llegó a acabar la frase. Lo que vio en la entrada de Mr. Rayón le pareció rarísimo. Hacía un frío de mil demonios, pero había todo un pelotón de estudiantes en la calle, al menos una veintena. Tenían la cabeza gacha y estaban en silencio, salvo alguna que otra carcajada de un tío o el gritito risueño de una tía. ¿Qué hostias hacían? Entonces vio los periódicos. Tenían periódicos entre las manos y los escudriñaban, a la intemperie, con semejante frío. Otros tantos hozaban cual gusanos para llegar a la caja metálica expendedora de periódicos que había delante de Mr. Rayón. En concreto, era una caja de color amarillo taxi… Debía de ser el Wave. ¿Un montón de alumnos allí plantados sin poder apartar la mirada del periódico universitario? Aquello era megarraro.
Hoyt se sumó a la muchedumbre. Una chica profirió uno de esos chillidos agudos que solían oírse en las fiestas. Los chicos empezaban a hacer comentarios. Estaban entusiasmados hasta el punto de gritar en putañés a pleno pulmón.
—¡Esta puta mierda es la rehostia!
—¡Qué coño un alumno! Pero ¿qué dices, joder?
—¿Dónde está Jeff, tío? ¿Dónde coño se ha metido? Me parece que él conoce a este mamón.
—Pero ¿en un periódico pueden poner «mamada», hostia puta?
—… El Auditorio. ¡Es la misma familia, joder!
—¿Cómo coño se llama? Yo qué sé, tía…
—¡Te cagas, el mismo! ¡Yo estaba delante!
—¡… Mamada! ¡Esto es increíble!
¿«Mamada»? Hoyt tuvo la sensación de que se le arremolinaba el cerebro. Empezó a abrirse paso a codazos como quien no quiere la cosa para llegar a la caja amarilla antes de que se acabaran los periódicos.
—¡Perdón! ¡Paso! ¡Tengo que reponer existencias! —gritó al tiempo que metía la pierna izquierda por delante de la derecha de un tío algo más avanzado que él que vestía una vieja casaca militar con siluetas fantasma allí donde se habían arrancado galones y demás insignias.
Se imaginó que la autoridad descarada de aquella pasada de abrigo que llevaba intimidaría a la mitad de ellos, pero el de la casaca de las siluetas fantasma era terco y le propinó un empujón con la cadera como quien no quiere la cosa. Hoyt contraatacó, también como quien no quiere la cosa, prolongando el alcance de la pantorrilla izquierda por delante de la espinilla derecha de aquel cabeza cuadrada, para lo cual tuvo que volverse un poco… Entonces vio a una chica, una chica guapa, con pinta de noruega (melena rubia lisa y lustrosa de largura kilométrica peinada con raya en medio) que lo miraba con unos ojazos tremendos. Propinó un leve codazo a otra chica, un cardo de tía, y ambas lo miraron fijamente. Entonces a la tía buena (era preciosa, le encantaba aquella pinta de noruega, el pelo rubio, los ojos azul intenso, la delicada estructura ósea de la cara, los revolcones en la nieve, en bolas, y luego a la sauna, en bolas) se quedó boquiabierta y se le dilataron las pupilas. Le lanzó una mirada con la que prácticamente lo devoró durante dos, tres segundos… y exclamó:
—Aydiosmío… Aydiosmío… ¿No eres…? ¡Eres tú! ¡Eres Hoyt Thorpe!
Incapaz de pensar en ninguna otra respuesta que quedara bien, Hoyt le ofreció aquella encantadora sonrisa suya con aire de vamos a ver si pillamos algo y dijo:
—Pues sí, el mismo. ¿Ya has comido?
De súbito, una infinidad de miradas se fijó en él. Un rumor general recorrió la muchedumbre. ¡A por él! Los alumnos se arracimaron en torno a Hoyt como si acabaran de ser teletransportados. Un tío que estaba justo delante, cerca de la rubia escandinava, un pardillo larguirucho con pinta de estudiante de Química, cuello largo y nuez del tamaño de una calabaza, exclamó:
—¡De puta madre, tío! ¿De verdad le dijiste eso de «Eres un puto caramono»? —Se interrumpió y se volvió hacia un tipo a su lado que sostenía un periódico—. No, oye, ¿cómo era? Es que aún tiene más gracia.
Hoyt cerró un ojo y abrió la boca por la comisura de ese mismo lado, como para dar a entender: «No tengo ni idea de qué dices».
La rubia, aquella belleza de los fiordos, tenía el periódico doblado en la mano.
—Anda ya. ¿No lo has visto?
Hoyt negó con la cabeza, aunque lentamente, es decir, con elegancia.
La chica desplegó el periódico y sostuvo delante de él la primera plana, que llevaba el mayor titular que había visto nunca en ningún diario. Trece gruesas letras blancas sobre una franja negra de diez centímetros de alto que recorría toda la anchura de la página por debajo de la cabecera: ¿SEXO ORAL? ¿DÓNDE? Más abajo, a la derecha: UN POLÍTICO $OBORNA AL ALUMNO DE DUPONT QUE PRE$ENCIÓ SU E$CAPADA $EXUAL EN EL BO$QUECILLO. Más abajo aún, un subtítulo de menor cuerpo: UN EMPLEO DE 95.000 DÓLARE$ EN WALL $T. PARA EL MIEMBRO DE $AINT RAY POR PERDER LA MEMORIA. Y, por fin, la firma: «Adam Gellin».
Después, una serie de párrafos a dos columnas descendía hasta el final de la página, donde una nota rezaba: «Continúa en SOBORNO, pp. 4-7.»
«El gobernador de California, posible candidato republicano a la presidencia, untó a un estudiante de cuarto de Dupont…», «una alumna…», «sexo oral…». Los ojos de Hoyt llevaban tanta prisa que no fue capaz sino de leer en diagonal el primer párrafo del artículo. La parte izquierda de la página los atraía como un imán. Aparte de los titulares, la firma y los escasos centímetros de texto, el resto de la primera plana estaba copado por una fotografía. Era un primer plano de un tío que salía del IM con una rubia monísima levemente a la zaga que, a pesar de que tenía pinta de hacer un frío feroz y llevaba cazadora y vaqueros, aún se las arreglaba para enseñar una franja de vientre desnudo. Y el tío, el tío que ocupaba la parte central en primer plano, era un tío guay… Las botas, los pantalones caqui Abercrombie & Fitch sin raya, (lo que quedaba a la vista de ellos), la camisa con dos botones desabrochados, y el abrigo azul marino de paño bueno más recto, más largo y más guapo que había aparecido nunca en una fotografía… Con aquel abrigo el tío parecía altísimo, esbelto, guay, un tío que iba pisando fuerte por la vida. Del cuello levantado de cualquier manera del flipante abrigo sobresalían un cuello ancho, fuerte y recio (bueno, al menos bastante ancho, bastante fuerte y bastante recio) y un rostro… Hoyt no podía apartar la mirada de él… Era un rostro de mandíbulas cuadradas, una barbilla hendida a la perfección… Aquel tío parecía un cruce entre Cary Grant y Hugh Grant con un pelo más guapo, más espeso y más rubio que el de cualquiera de los dos… sobre todo más guapo, porque no llevaba raya. Se apreciaba una leve mueca desdeñosa en los labios, de ésas que decían: «Yo sí que sé, colega, y tú vas de culo». Quizás a la gente no le gustara ver una mueca así, pero es que era una mueca guapa, alucinante, la mueca más guay que pudieras echarte a la cara. Antes de que la maquinaria pesada de su cerebro tuviera oportunidad de ponerse en marcha para descifrar lo que significaba todo aquel embrollo, Hoyt pensó en tres personas: en él mismo; en Rachel, aquel súcubo de Pierce and Pierce que le había servido en bandeja el empleo de sus sueños en la banca de inversiones; en él mismo; en aquella comadreja empollona, taimada, cobarde y traicionera con cara de rata, Adam lo que fuera; en él mismo, en él mismo y en él mismo. Su subconsciente intuía ya mal rollo en la mitad derecha de la página, entre tanta letra gruesa, pero es que aquella fotografía… ¡Qué foto! ¿Podía quedar así de bien algún otro universitario?
Era ya la una del mediodía y a Charlotte iba costándole esfuerzo no reconocer que, después de llevar allí catorce horas, de prácticamente no haber pegado ojo, de haber comido sólo una rancia rebanada de pan integral con mermelada, de haber bebido únicamente un par de sorbos de zumo de naranja a punto de caducar y de haber soportado las insaciables exigencias psicológicas de su paciente, estaba ya como muy harta de ser la enfermera de Adam Gellin, insigne Mutante del Milenio. Además, iba creciendo su resentimiento y ya no se esforzaba por evitar fruncir el entrecejo. Por él, porque se sentía obligada a estar con él, había dejado de ir a dos clases por la mañana, y una de ellas era la nueva asignatura de Historia que hacía aquel segundo semestre, El Renacimiento y el Ascenso del Nacionalismo. Eso sí que era empezar con buen pie, ¿no?, después del desastre académico del primer semestre. Y lo peor, en cierto modo, era que saltarse una clase ya no le provocaba aquella punzada de culpa y desesperación experimentada por primera vez en octubre, la mañana en que se le habían pegado las sábanas después de haberse pasado la mitad de la noche en vela haciendo de lazarillo de una Beverly perjudicadísima. Entonces sí que lo había pasado mal. Luego había llegado aquella horrorosa mañana del lunes siguiente a la gala, cuando también se le habían pegado las sábanas (¡ja!, pero no porque se hubiera quedado dormida, las cosas habían sido muy distintas aquel día) y había acabado pasando la segunda mitad de la clase de Teatro Contemporáneo sudando, resollando, con el pelo hecho un asco, siendo objeto de las burlas de sus compañeros, que la ridiculizaban, y de la profesora ayudante, que la había castigado con una nota final justísima.
Una nota final… De una bofetada volvía a tener que afrontar el problema, no había posibilidad de evitarlo. Tenía que llamar a su madre aquella misma tarde, sería mucho más horroroso si le llegaba primero la carta con las notas del primer semestre de su niña prodigio: notable, notable bajo, bien bajo y suficiente. ¿No podría soslayar aquellos dos bajos? No, no era buena idea: los bajos también aparecerían en la carta.
Echó un vistazo a Adam. Seguía igual que antes: no se había movido en todo el día, tumbado en su lado de la cama con los ojos como platos y la vista clavada en un punto de la pared, como un loco, al parecer desconectado de la realidad. Pero bastaba que ella moviera un músculo para que el enfermo cobrara vida con preguntas ansiosas y horribles, con súplicas y con detonantes de la culpa (un tema que dominaba a la perfección). Charlotte tenía que superar una negociación, hacer cien promesas e informar de su itinerario sólo para poder salir e ir al baño del pasillo. Cuando tenía que ir él, salía arrastrando los pies, envuelto en aquella manta verde asquerosa y absurda que ponía la piel de gallina y con la cabeza gacha como un viejo, y se empeñaba en que ella se quedara allí fuera hasta que él terminase. Si hubiera aparecido alguno de los otros tres estudiantes que vivían en los cajones de aquel piso, la pobre Charlotte se habría muerto de vergüenza.
En fin, ¿cómo iba a conseguir que su paciente la dispensara un rato para volver al Patio Menor y telefonear a su madre? No podía dejar de hacerlo.
Con ternura:
—¿Adam?
Nada.
—¿Adam?
Nada.
—Mírame, Adam, haz el favor.
Sin reacción, los ojazos fijos en la pared.
Con severidad:
—Adam.
Nada. Así que decidió gritarlo con tono de bronca:
—¡Adam!
—Ahhh, ahhh —gemido, gemido—. Sí… Sí… ¿Qué?
Los ojos alocados se revolvieron en sus órbitas. La boca se quedó abierta.
—Adam, tengo que volver a la resi…
—¡No! ¡No! ¡Aúnno! ¡Nopuedes! ¡Telo suplico!
—Sólo un momentito y luego vuelvo enseguida, te lo prometo. Un sollozo lastimero:
—Aún no… Ay, Charlotte… No puedes, por favor… No me abandones ahora… justo ahora…
Etcétera, etcétera.
La desgastó hasta que tuvo que prometerle que no iba a irse. Tendría que llamar desde el móvil de Adam, que era el único teléfono que había allí, allí delante… Bueno, él ya estaba al tanto de todo, y en aquel estado le resultaba imposible pensar en nada más que en sí mismo.
Había vuelto a ponerse a temblar, a sollozar, a mirar el vacío…
—Adam, voy a llamar con tu móvil. —Lo recogió del pequeño escritorio.
—¡No! —dijo él, casi gritando—. ¡No puedes! ¡Te lo prohibo!
¿Se lo prohibía? Aquello sí que la enfureció. ¿Cómo se atrevía a aprovecharse de aquel modo de su propio sufrimiento? Charlotte desplegó el chisme.
—¡No, Charlotte! ¡Te lo pido por lo más sagrado!
¿Por lo más sagrado? Qué forma de exagerar. Apretó el botón de encendido. Había visto a Beverly hacerlo muchas veces…
—¡¡No!! ¡¡Charlotte!!
Bip-bip, bip-bip, bip-bip… Del aparatito empezaron a surgir montones de pitidos.
—¡¡Apágalo!! ¡¡Apágalo!! ¡¡No me martirices!!
¿Martirizarlo? Charlotte perdió la cuenta después de diez pitidos… Gemido, gemido, gimiendo:
—¡Van a acabar conmigo! ¡Van a acabar conmigo!
¡Los pitidos eran incesantes! Charlotte miró la pantallita, que ponía: «Tiene 32 mensajes en el buzón de voz».
Tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los gemidos y las protestas de Adam.
—¡Adam! ¡Tienes treinta y dos mensajes en el buzón de voz! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué aprieto para escucharlos?
—¡No! —aulló él. Aquellos ojos alocados la miraban desde un rostro que colgada por un extremo de la cama hasta quedar prácticamente boca abajo—. ¡No quiero decírtelo! ¡Vienen a por mí! ¡No quiero escucharlos! ¡Antes me muero!
Etcétera, etcétera.
—No puedes hacer que los mensajes no existan, Adam. Alguien trata desesperadamente de hablar contigo.
—Dame el golpe de gracia, venga, mátame —gimió con profusión de sollozos—. No me obligues a escucharlos.
Etcétera, etcétera. Se negaba a soltar prenda, no quería dar el brazo a torcer, no le decía qué había que hacer para escuchar los mensajes. Y entonces vio el portátil.
—Adam, voy a encender tu ordenador. —Protestas, protestas, protestas—. Voy a encender tu ordenador, Adam, a ver si tienes algún correo. —Gemidos, gemidos, sollozos, sollozos, muerte, muerte—. Adam, si no quieres que me vaya voy a tener que enterarme de qué pasa. No pienso quedarme aquí sentadita en la inopia. No tienes que leer los correos. No tienes ni que mirarlos. Sólo los veré yo. A ver, dime la contraseña. —No quería, no quería, no podía, no podía, el fin de todo, el fin de todo—. Bueno, pues entonces también va a ser el fin de mi estancia. No puedes tratarme así. Me niego en redondo. Es que ni siquiera tienes que enterarte de qué dicen, a no ser que quieras. Venga, da-me-la-con-tra-se-ña.
Esa dinámica se alargó durante varias rondas hasta que por fin Charlotte agotó la resistencia de Adam, que reveló el secreto. Ella se sonrió sin querer. Tenía que haberlo adivinado: era «matrici», las siete primeras letras de «matricial».
Se encorvó sobre el ordenador mientras él seguía gimiendo y gimoteando y anunciando su fallecimiento inminente. Nuevos mensajes: había tantos del día anterior y de toda la mañana que la lista llegaba al pie de la pantalla y continuaba. Tuvo que bajar y bajar y bajar para llegar al último. Había muchos de Greg, unos cuantos de Randy, otros de Edgar y de Roger, cuatro de Camille, varios que parecían proceder de la administración de Dupont, muchos de direcciones que no reconoció y no fue capaz de descifrar… y uno que identificó sin ninguna dificultad. Lo abrió.
Aullidos de lamentación de Adam mientras la impresora iniciaba su propia ristra de quejidos y sacudidas y protestas al cobrar vida y después expulsaba el mensaje con su peculiar tartamudeo. Charlotte volvió a leerlo en papel, se sonrió con suficiencia (ya lo había dicho ella) y extendió la hoja para enseñársela a su paciente.
—Esto te va a gustar —aseguró—. Te lo garantizo. No es de nadie que vaya a por ti. Más bien lo contrario. Adam seguía con aquel gesto de locura, pero al menos se calló: no sollozaba, ni siquiera rechistaba. Charlotte se le acercó y le tomó la mano, que colgaba de la cama en una postura de absoluta sumisión, con la palma hacia arriba y los nudillos apoyados en el suelo. Le levantó el brazo. Adam no se resistió. Dobló el papel en dos, se lo colocó en la palma e hizo que lo aferrara con los dedos, cerrándoselos uno a uno.
Era como si él no se diera cuenta, pero tampoco lo soltó.
—Te lo prometo, Adam, te va a gustar. Te va a encantar.
A Charlotte le pareció que transcurrían varios minutos. Por fin Adam volvió la cabeza hacia la mano y observó el papel como si se tratara de un animalillo inofensivo que se hubiera subido a bordo de un salto sin que nadie se percatara de ello. Poco a poco, sin incorporarse, se lo acercó a la cara, se puso las gafas (un síntoma de interés por la vida, como mínimo) y empezó a leer. Charlotte trató de imaginarse qué le pasaría por la cabeza al ir comprendiendo la magnitud de la noticia:
Señor Gellin:
No he modificado mis principios ni mis opiniones con respecto al tema del que hablamos, pero, teniendo en cuenta cómo le ha sentado usted las costuras a ese insidioso demagogo de extrema derecha, ese enemigo de la justicia civil (llevo una hora viendo lo que dice del tema la CNN), he decidido no tomar ninguna medida que pueda comprometer su excelente labor. Por consiguiente, puede considerar todo ese tema abandonado, borrado, olvidado. Aplausos por lo que ha logrado. Valor para la lucha que tiene por delante. No deje nunca de tratar de apagar el fuego, que sigue ardiendo. Acuérdese de la gente que está camino de la cárcel. Sea escrupuloso con su labor académica.
JEROME P. QUAT
Adam se apoyó en un codo y se incorporó. Miró a Charlotte perplejo. Acto seguido sacó las piernas por el lado de la cama y se sentó. Sin dejar de mirarla, se permitió sonreír, con cautela y ligeramente turbado, pero al menos sonreía.
Charlotte no recordaba qué aspecto tenía Lázaro al regresar de entre los muertos, ni siquiera si la Biblia lo mencionaba, pero era lógico que hubiera sido parecido al de Adam Gellin en aquel preciso instante.
Jojo estaba en la sala principal de la biblioteca a eso de las ocho y media, después de la hora de estudio con el equipo, leyendo que Platón era «un sucesor digno y a la vez indigno de Sócrates» y preguntándose por qué aquella gente, aquellos estudiosos de la filosofía, no hacían más que escribir frases en las que el final contradecía el principio o incluso lo hacía papilla, cuando sonó su móvil.
¡Mierda! No se podía hacer ruido en la biblio, había que poner el vibrador o si no apagarlo, y encima el tono de llamada era una versión digitalizada del tema de la película Rocky (ta-ra-rá, ta-ra-ra-ra…). Precipitadamente, tratando de disimular, lo desplegó, lo ocultó entre las rodillas, giró ciento ochenta grados la cabeza como si el culpable fuera alguien situado a su espalda y después se metió debajo de la mesa, como si buscase algo que se le hubiera caído, y susurró al teléfono:
—¿SÍ?
—¿Qué tal le va a mi griego preferido, tan griego él, aunque sea un tío de Nueva Jersey de origen sueco?
El entrenador nunca se presentaba diciendo: «Soy el entrenador Roth» o «Soy el entrenador» o cualquier otra cosa que pudiera indicar quién llamaba. No le hacía falta si telefoneaba a alguien del equipo o relacionado con él. Jojo pegó un respingo, aunque la voz del entrenador no parecía indicar que fuera a buscarle las cosquillas otra vez. Sin embargo, decidió no correr ningún riesgo.
—Pues muy bien, entrenador.
Seguramente no daría esa impresión visual, hablando entre susurros desde debajo de una mesa de la biblioteca.
—Sócrates, los griegos habéis nacido con la flor en el culo, te lo digo yo.
—¿Qué quiere decir, entrenador?
—Pues que nuestro amiguito Quat ha decidido no seguir con el tema. Se acabó, Jojo. Como si no hubiera pasado nada.
Silencio. Y luego:
—¿Cómo lo sabe?
—Pues porque acaba de llamarme el rector. Ha dicho: «Olvídense del tema. Bórrenlo de la memoria», o algo por el estilo.
—¡Qué fuerte! —exclamó el jugador con voz amortiguada—. ¿Qué ha pasado?
—Ni idea, Jojo. Ese Quat es más raro que un perro verde, joder.
—Qué fuerte —repitió con el mismo tono apagado—. Gracias, entrenador. No sé qué decir. Se lo agradezco cantidad. Me ha quitado… me ha quitado un peso de encima, estoy aliviadísimo.
—Me alegro de ser portador de buenas nuevas, Sócrates. Ya no tienes que beberte el cóctel de cicuta.
—¿El cóctel de cicuta?
—¡Joder, Jojo, que se supone que eres experto en Sócrates! Ya te he contado lo de la cicuta. ¿No te acuerdas?
—Ah, sí, claro. —Trató de reírse entre dientes—. El señor Margolies también nos lo ha dicho, entrenador. Es que me he liado con lo del cóctel. —Se rio un poco más tapándose la boca, para demostrar al entrenador que lo consideraba muy agudo.
Se despidieron y Jojo se levantó del suelo y regresó a la silla y a Platón, el digno sucesor de Sócrates, que luego resultaba en realidad indigno. Entonces levantó la cabeza y se recostó contra el respaldo para observar las enormes lámparas de madera de la sala y reflexionar un rato. Se le dibujó una sonrisa en el rostro. El entrenador… aquel tío era la hostia. Podía ser muy bruto (nadie lo había tratado nunca con tanta brusquedad sin acabar revolcándose por el barro), pero también cuidaba de sus chicos: si alguien se metía con ellos, el entrenador estaba siempre a su lado, revólver en mano, dispuesto a montar una segunda parte del OK Corral y a acabar con quien les tocara los cojones a sus muchachos.
Agitó la cabeza y sonrió. El viejo Quat era ya perro viejo, tendría que haber sabido que nadie se metía en los asuntos de Buster Roth y salía de rositas. El entrenador le había hablado de que los dos, técnico y jugador, eran ejemplos, les gustara o no, para todo el mundo en la universidad. En su momento no había comprendido del todo lo que quería decir, pero ahora sí. El entrenador era leal… y todo un hombre.