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Portarse como un hombre

—Adelante, señor Gellin —lo invitó Quat, una bola de sebo embutida en un jersey y una camiseta, al tiempo que se repantigaba con toda la falta de garbo del mundo en el sillón giratorio situado detrás de su mesa. Peinó el aire con un brazo rechoncho en un gesto de bienvenida tan majestuoso que parecía digno de un… un… Adam no sabía a qué le recordaba. ¿A un pacha? Pero tampoco tenía la capacidad de concentración necesaria para proseguir la comparación, de la forma en que le latía, le latía, le latía, le latía el corazón, empujándolo machaconamente, venga, venga, venga, venga, a hacer… lo que estaba haciendo en el despacho de Quat, fuera lo que fuese.

¿Se hacía ilusiones sin fundamento? Sabía lo que estaba haciendo. De otro modo, aquél habría sido el último sitio del mundo donde se le habría ocurrido asomar la cabeza. En realidad lo que quería era dejar margen para cambiar de opinión y echarse atrás en el último momento.

Al igual que la mayoría de los despachos de profesores de Dupont, aquél era pequeño y anticuado (mobiliario de madera oscura, molduras de madera oscura, un par de altas ventanas de doble hoja una al lado de la otra), pero las paredes del señor Quat estaban llenas a rebosar de carteles chillones de la década de los sesenta, o eso le pareció a Adam… Uno de Bob Dylan, retocado de tal manera que el pelo parecía un conglomerado de extensiones teñidas de diferentes tonos pastel. Otro repleto de espirales y letras arremolinadas que anunciaba a los Grateful Dead. Otro con una cobra en el que se proclamaba el poderío marcial de algo denominado «Ejército Simbiótico de Liberación»…

—¿Y bien? —preguntó el profesor—. ¿Le gustan mis carteles?

—Sí, señor —respondió Adam, cuyos nervios auparon su tono de voz una octava más de lo debido, y carraspeó.

—¿Sabe qué son?

—No, señor. ¿De los años sesenta?

—¡Ah! Así que tiene usted nociones de historia antigua, señor Gellin —bromeó Quat, y sonrió como quien lleva mucho tiempo de vuelta de todo.

El pacha; quizá la palabra fuera ésa, porque Adam la relacionaba con la imagen de un gordo engreído. El mismo jersey gris andrajoso con cuello de pico encima de una camiseta visible por el escote (o al menos parecía el mismo que había llevado durante la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica) ceñía las lorzas de grasa del señor Quat, que aun así le colgaban y cambiaban de forma cada vez que se movía. Por ejemplo, temblaron como gelatina cuando hizo otro imponente gesto con el brazo para señalar un sillón colocado al otro lado de la mesa, un sillón de biblioteca, de los de madera con apoyabrazos robustos y respaldo bajo y curvo.

—Adelante, señor Gellin, siéntese.

Adam tomó asiento y el profesor le preguntó:

—¿A qué se debe el que esté usted informado sobre los años sesenta? Para la mayoría de los alumnos, la década de 1960 no se diferencia mucho de la de 1760.

—Es que he cursado la asignatura del señor Wallerstein: Mezclas Transversales en los Estados Unidos del siglo XX.

—Mezclas Transversales —repitió Quat con una risotada, como si aquellas palabras fueran de lo más jocosas—. ¿Eso dice? No había oído ese término desde… no recuerdo cuándo. Se remonta a Talcott Parsons… Todo el mundo subestima a Parsons. Que su lectura sea tan tediosa es un problema. —Miró por la ventana y sonrió, como si recordara tiempos más amenos.

Adam no aventuró ningún comentario. ¿Quién hostias era Talcott Parsons? Bueno, Quat al menos parecía animado y bien dispuesto. ¡Adam había oído hablar de sus queridos años sesenta!

—Los años sesenta… —comentó el profesor con una risilla inexplicable—. Ahora que ya ha transcurrido casi medio siglo parecen una anomalía prodigiosa. —Miró por la ventana hacia el Patio Mayor. Soltó otra risilla sin la menor indicación de qué era lo divertido y volvió a posar la mirada en Adam—. Ya vio usted con qué tenemos que vérnoslas ahora… La jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica. Y los proveedores subcontratados por la universidad que pagan sueldos vergonzosos a sus empleados, la mayoría latinos sin papeles… —Otra risilla. Apartó la vista—. La hipocresía es tan densa que se masca en el ambiente. —Volvió a mirar a Adam—. Cincuenta años y no ha cambiado nada. ¿Y sabe por qué no ha cambiado nada?

Siguió mirando de hito en hito a Adam mientras la pregunta flotaba en el aire.

—Sí, señor —respondió Adam, sin saber qué otra cosa hacer con ella.

—Pues porque… ¿Sabe lo que están haciendo todas las fuerzas progresistas hoy en día? Andan ocupadas combatiendo el humo. Por lo visto, todo el mundo cree que, si no hay humo ya no habrá fuego.

Y también ese comentario quedó suspendido en el aire. Adam no sabía ni remotamente de qué hablaba Quat, de modo que contestó:

—Sí, señor.

—¿Y sabe usted por qué ya nadie se atreve a extinguir el fuego? Eso es lo que no entiende nadie. Por lo visto, ya nadie ve el fuego. Ahora es tabú eso de señalarlo directamente y decir: «Mirad, ahí hay fuego. Lo tenéis delante de las narices, ahí mismo». —Apuntó al suelo con dedo acusador—. No está permitido, ni siquiera en los círculos llamados políticamente correctos de la universidad. El que salió con eso de la corrección política, fuera quien fuese, era todo un genio, sabía lo que se hacía el muy rastrero. Es precisamente por esa tergiversación tan avispada por lo que ahora se considera vulgar llamar al fuego «holocausto»… Ésa es la palabra justa, sólo que ha adquirido un significado muy concreto; en griego «holocausto» se refiere a algo abrasado por completo… En fin, que resulta «vulgar» mencionarlo. La corrección política podría haber dado mucho de sí, podría haber servido para defender causas progresistas, pero ¿quiere saber usted para qué ha servido en realidad? —Quat dejó de mover los labios y se quedó mirando fijamente a Adam, a la espera de algo.

El pobre estaba desconcertado. ¿Qué fuego? Sólo fue capaz de decir con voz ronca:

—Sí, señor.

—Pues ha servido para poner a la gente camino de la cárcel… Sí, piénselo bien. Estamos en el punto de mira de francotiradores y gamberros. Ya vio usted a los gamberros del otro día. Hasta tuvieron el descaro de ponerse uniformes paramilitares: esas bermudas color caqui. Están dispuestos a atacar algo tan inofensivo como una jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica. ¿Cuántas veces tiene que repetirse la historia? Esto se remonta a la Rusia de 1917, donde los gamberros fueron derrotados. ¡Milagro! Y a la Alemania de 1933, donde salieron victoriosos, lo que significa, claro está, que salieron victoriosos quienes los enviaron, las fuerzas… el fuego… —Quat lanzó el comentario al aire como una especie de zepelín.

Adam, en un acto reflejo, contestó:

—Sí, señor.

Claro que el profesor no le había planteado ninguna pregunta. Se quedó mirando al alumno fijamente y ladeó la cabeza como suele hacer la gente cuando está a punto de ahondar en un alma.

—Ahora bien… probablemente se preguntará por qué le cuento todo esto.

Eso era quedarse corto. Lo único que había intuido Adam hasta el momento era que se estaba levantando un viento, y que de alguna manera imprecisa soplaba a su favor. El señor Quat no habría empezado en plan «progresista» esto y «progresista» lo otro si no pensara que hablaba con un simpatizante. Aun así, Adam no se atrevió a pronunciar nada más intrépido que su respuesta comodín:

—Sí, señor.

—De acuerdo. Voy a decírselo. En un contexto muy amplio —hizo un gesto enfático con la mano y el antebrazo—, la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica es de los actos de protesta más moderados que podemos echarnos a la cara. ¿Me entiende? Yo he tomado parte en muchas manifestaciones.

—Sí, señor.

—Aun así, usted estaba allí mismo, en primera línea, con una pancarta, lo que demuestra valentía en dos sentidos. El primero es el hecho mismo de que estuviera dispuesto a ponerse a favor de una causa mal vista. Además, según me cuenta Camille… Camille… —Con sólo pensar en ella, Quat esbozó una tremenda sonrisa, cerró los ojos y bajó la cabeza para sacudirla levemente. Cuando levantó la mirada hacia Adam, mantenía el gesto risueño—. Esa mujer es… ¡una bomba! Pero nació tarde. ¡Si hubiera vivido en 1968, habría hecho saltar por los aires la cúpula de esta institución!

Venga sonreír, sonreír y sonreír, cerró los ojos, bajó la cabeza y la sacudió un poco más, al parecer llena de imágenes de Camille Deng como una especie de Mother Bloor[7] china con lengua de acetileno (el señor Wallerstein hablaba a menudo de Mother Bloor) en actitud de batalla y encaramada a barricadas llameantes en las calles de Chicago durante la guerra de Vietnam.

Recobró la compostura y prosiguió:

—Pues bien, Camille me cuenta que no es usted gay, pero que fue uno de los alumnos dispuestos a plantarse delante de la plataforma con una pancarta en la que decía no sé qué sobre ser gay. Eso me demuestra que los tiene usted bien puestos.

El hombre que estaba de vuelta de todo ofreció a Adam su beneplácito en forma de sonrisa.

—Sí, señor —asintió el estudiante, que no tenía ni idea de cuál era la pregunta, si es que la había. Tenía el corazón venga latir, latir y latir.

Quat ladeó la cabeza de la misma manera otra vez:

—En fin, según tengo entendido, creo que usted podría… ejem… arrojar cierta luz sobre el caso Johanssen. Me dijo que había sido su monitor, ¿verdad?

—Sí, señor.

—De acuerdo. Muy bien, ¿qué me cuenta? ¿De dónde salió el trabajo?

—Sí, señor. Pero ¿puedo ponerlo en antecedentes?

Quat le ofreció otro movimiento de brazo digno de un pacha, como para decirle: «Adelante».

—Camille y yo —comenzó Adam—, y Randy Grossman, el alumno que habló justo antes que usted… Bueno, pues somos miembros de un grupo. Vamos, en realidad lo llamamos «cenáculo»… Sí, como el cenáculo de Ilusiones perdidas de Balzac.

Bajó la mirada y sonrió un tanto avergonzado, para dar a entender que estaba al tanto de la falta de modestia implícita en la comparación. Había llegado el momento de presentar las pruebas de la defensa. Había estado preparándolas hasta las cuatro de la madrugada y se veía capaz de soltarlas de carrerilla. Le contó lo mucho que se habían esforzado todos los Mutantes del Milenio por hacerse con el control del Wave y que, ahora que lo tenían, estaban decididos a publicar noticias de Dupont que de verdad tuvieran importancia, como la serie sobre el Consejo de Administración. Al explicar a qué se refería con «Mutantes del Milenio», tuvo buen cuidado de no mencionar su supuesto fundamental, es decir, que acabar de mero profesor universitario era lo más humilde e insignificante del mundo. Pasó de inmediato a hablar del papel de los mutantes como núcleo de resistencia de las causas progresistas en la universidad, ya fuera mostrándose a favor de los derechos de gays y lesbianas o simplemente movilizando a los estudiantes para que se pusieran las pilas y votaran contra el Partido Republicano. Enumeró las diversas maneras en que habían consagrado el Wave a ese fin y luego pasó al terreno más personal. Procedía de una familia (y ya había ensayado cómo dejar caer que su familia era judía: acumulando tatarabuelos, pogromos en Europa Oriental, el miedo a ser reclutado a la fuerza en el ejército polaco, la isla de Ellis, el Lower East Side y los talleres ilegales donde los inmigrantes trabajaban por una miseria en una sola frase sin perder hilo de la sintaxis), procedía de una familia que había luchado a favor de las causas progresistas durante generaciones. En el mismo momento en que pronunció esas palabras, vio en un flashback la imagen de su padre, Nat Gellin, el rey de la simpatía, maestro de ceremonias de Egan’s, el judío capaz de enjabonar a los irlandeses mejor que cualquier otro judío de Boston, pero no fue más que eso, una imagen fugaz, y no interrumpió su discurso. También había ensayado cómo dar a entender que los Gellin, anteriormente Gellinsky, eran judíos sin dinero, como bien dejaba prueba de ello el que Adam fuera el primer Gellin en tantas generaciones que estudiaba una carrera. (El gran Nat, que acabaría dedicado a servir a los hijos de Irlanda, razonó Adam, había dejado la Universidad de Boston a medias, por lo que no contaba). Y tampoco podría haber entrado en Dupont si no hubiera sido porque se le había concedido una beca y tenía dos trabajos, uno de ellos repartir pizzas en un destartalado utilitario japonés y el otro, como bien sabía el señor Quat, hacer de monitor para el departamento de Deportes. Y de allí ya pasó al climax. Tenía un sueño que por fin estaba haciéndose realidad: una beca Rhodes. Omitió lo del «Rhodie radical», pero incluyó lo de que podía abrirle puertas, y añadió algo de nueva cosecha sobre cómo, una vez atravesadas esas puertas, estaría en posición de dedicar su vida al avance de causas progresistas de forma considerable. Supuso que no era el mejor momento para mencionar su intención de convertirse en una matriz que origina las grandes teorías y conceptos que luego divulgarían «los intelectuales», es decir, la gente a cargo de los concesionarios de coches fabricados en cadena, por ejemplo, los profesores universitarios de Historia…

Durante toda su disertación, Quat mantuvo los labios apretados en una mueca pensativa, pero permitió que una sonrisa afable aflorase a las comisuras. También asintió una y otra vez en gesto de aprobación, instándolo a continuar. Durante la perorata de Adam sobre su sueño de alcanzar una posición destacada desde la que pudiera dedicar su vida a las causas progresistas, Quat asintió más a menudo y con mayor entusiasmo que en cualquier otro momento, llegando a cerrar los ojos de tanto en tanto al hacer uno de sus exagerados asentimientos, como si se concentrara al máximo en lo que estaba escuchando.

Cuando Adam finalizó, el profesor asintió un poco más y dijo:

—Bueno, espero que consiga usted la beca Rhodes. Da la impresión de que se ha esforzado mucho y de que le ha ido bien, y le felicito por ello. —Una pausa—. Y eso, supongo, nos lleva al señor Johanssen y a su trabajo. —Ladeó la cabeza una vez más y aguardó.

Adam respiró hondo. Había llegado el momento. Estaba en la frontera: o bien cruzaba hacia territorio ignoto o bien permanecía allí. ¿Qué era más arriesgado? Si no se movía, su estrategia dependía de Buster Roth, que no era amigo suyo. ¿Qué iba a impedir al entrenador convertirlo a él en chivo expiatorio para salvar a Jojo? Nada. Ni siquiera conocía a Roth, y eso que técnicamente llevaba dos años trabajando para él. Eran dos personas de categorías completamente distintas. En cambio, con Quat… Llevaba con él apenas una media hora y ya se sentía como si fuera un paisano, un compatriota. Lo notaba, lo sabía, no había modo de que el señor Quat fuera a volverse contra él… ¿En qué situación quedaría entonces Jojo? Eso no lo había pensado con detenimiento, pero parecía de lo más razonable deducir que, si el señor Quat desestimaba el caso contra uno de ellos, también tendría que sobreseer al otro… Aquel limbo, aquel no saber, aquel tener una espada sobre la cabeza constantemente, era insoportable… Y sí, de momento tenía una oportunidad, mientras la manifestación siguiera fresca en la memoria del señor Quat… ¡Al agua! Y de pronto se dio cuenta de que ya había cruzado la frontera.

—Señor Quat, lo que tengo que contarle… —comenzó. Una pausa—. Bueno, sinceramente, para decírselo voy a tener que ponerme en sus manos. De otro modo no veo cómo… No veo el modo de hacerlo. —Ofreció al señor Quat una mirada que suplicaba inmunidad de antemano. El profesor asintió, igual que antes, pero sin rastro de aquella sonrisilla—. A ver, cuando me contrataron en el departamento de Deportes me dieron… bueno, no un manual exactamente, más bien un folleto, supongo que podría decirse, con una serie de pautas para los monitores y los límites de lo que podíamos hacer por un deportista y tal. Seguro que todo era correctísimo. Era como… Bueno, que nos lo dieron por escrito, y ya está. Lo que pasa es que, poco a poco, se te iba transmitiendo el mensaje de que tenías que olvidarte de esas cosas y hacer todo lo que quisieran los deportistas, porque el programa entero dependía de que se las apañaran académicamente. Siempre estaban a vueltas con «el programa».

El señor Quat siguió asintiendo y Adam descendió gradualmente de su elevada visión de conjunto al pabellón Crowninshield y al ala extraoficial para jugadores de baloncesto de la quinta planta y a la llamada de Jojo al busca a las doce menos cinco de aquella noche en concreto…

—Señor Quat, no voy a ocultarle nada. Voy a decirle exactamente lo que ocurrió. Pongo… pongo mi destino en sus manos. Notó cómo el corazón le latía más fuerte. No sabía si lo que acababa de decir parecía dramático y convincente desde el punto de vista moral o sólo dramático y pomposo. En todo caso, el profesor le dirigió una sonrisa alentadora de padre y siguió asintiendo.

Alentado, Adam se lanzó a la piscina.

Se lo contó todo, omitiendo únicamente que Jojo y su compañero de habitación se habían quedado en su suite jugando al Stunt Biker en la PlayStation 3 mientras él pasaba la noche entera en la biblioteca escribiendo sobre una tema complejo con una prisa atroz. Se dijo a sí mismo que de esa forma se lo ponía mejor a Jojo.

Le habló sobre la lucha nocturna en la biblioteca entre el Tiempo y el Intelecto, y le contó incluso que, en medio de aquella pugna, no había podido evitar admirar la sutileza, la complejidad y la perspicacia implícita en la premisa del trabajo, y le había dado mucha pena no poder saborear las lecturas que debería haber hecho de cara a la preparación de un análisis de esas características. Le habló de la inmensa satisfacción irónica que suponía proponer un concepto psicológico (no, claro, era consciente de que no lo había desarrollado bien) para dar razón de la repercusión que iba a tener el excepcional carácter de Jorge III (una figura fascinante) en los asuntos internacionales, aun a sabiendas de que en el fondo aquello no era más que… bueno, un salvavidas proscrito que lanzaba a un «estudiante» deportista a punto de irse a pique. Quat seguía asintiendo a la manera de un pacha paternal cuando Adam llegó a la coda, el relato de cómo había pasado el trabajo por debajo de la puerta de Jojo a las ocho y media de la mañana y regresado a su piso de Ciudad de Dios para dormir durante doce horas de un tirón.

Se detuvo y le lanzó una mirada que poco menos suplicaba piedad con lágrimas de sangre.

Quat, aún recostado en el sillón giratorio, siguió asintiendo con aire pensativo. Dispuso un dedo índice en torno a la barbilla por encima de la perilla, puso el pulgar debajo de aquélla como si sostuviera una pipa y estudió el semblante de aquel alumno durante lo que pareció una eternidad. El silencio se convirtió en un sonido en el interior del cráneo de Adam, un sonido parecido al del vapor al escapar de uno de esos recipientes de cristal para hervir agua justo antes de que empiece a emitir un silbido. Sin articular palabra, se levantó de la mesa y paseó lentamente su corpulencia pendulona hasta el otro extremo del pequeño despacho, con la cabeza gacha. Seguía sujetándose la barbilla como una pipa. Luego desanduvo sus pasos sin mirar ni una sola vez a Adam, cuyos ojos, por el contrario, no abandonaron el rostro meditabundo ni, durante el momento en que alcanzaba el otro lado de la estancia, la pequeña guirnalda de rizos en la nuca de su cabeza calva.

El paseante se detuvo junto a su mesa y miró desde lo alto a Adam, que ya no era consciente del corazón ni de parte alguna del resto del torso y las extremidades, sólo del vapor. Levantó la vista hacia el rostro de quien era juez y jurado. Esas mismas palabras, «juez y jurado», le bulleron en el tronco del encéfalo.

Quat se manifestó por fin:

—Señor Gellin, me tomo el plagio, el que los alumnos copien, como quiera llamarlo, muy en serio. Así de pronto, no se me ocurre ningún atentado peor contra el aprendizaje y la erudición y la misión de la universidad en su conjunto. Es posible que entre los miembros del profesorado haya cínicos que crean que la universidad ya no puede jactarse de tener misión alguna, pero yo no me cuento entre ellos. Al mismo tiempo, comulgo por completo en lo que usted ha intentado lograr aquí y sus objetivos a largo plazo, que también son los míos. También creo entender las presiones que debe de haber ejercido sobre usted el Departamento de Deportes. En vista de ello, no estoy en posición de hacer lo que sinceramente preferiría hacer. —Ofreció a Adam un indicio de sonrisa, si bien un tanto hastiada—. Creo que lo que debemos hacer, tanto usted como yo, es dar ejemplo con este caso…

«¿Dar ejemplo?».

—… porque engloba infinidad de asuntos cruciales que deben dirimirse sin tardanza. El poder de un programa deportivo que se ha desmandado, la corrupción del ideal docente, la corrupción de un intelecto tan brillante y prometedor como el suyo…

«¿Qué?».

—… Y es cierto que a corto plazo los dos, yo igual que usted, tendremos motivos de sobra para lamentar lo que probablemente ocurra, pero a la larga será usted mejor persona, más fuerte, y esta institución aprenderá una lección que debería haber aprendido mucho tiempo atrás.

—¡Señor Quat! ¡No! No querrá usted decir que…

—Me temo que sí. Me temo que es mi deber. Hay algo que está por encima de sus perspectivas a corto plazo y mis perspectivas a corto plazo. Y, cuando todo esto haya acabado, tendrá usted razones en abundancia para estar agradecido, al igual que muchos otros, por el papel que le ha tocado desempeñar, aunque haya sido por casualidad.

—¡Señor Quat! ¡No puede! ¡He acudido a usted de buena fe! ¡Me he puesto en sus manos! ¡Va a acabar con mi futuro!

—Lo dudo —respondió con su más generosa sonrisa paternal hasta el momento—. Es usted joven, lo que es una tremenda ventaja que ninguno de nosotros entiende hasta mucho, mucho más tarde. Saldrá bien parado. Tiene usted capacidad suficiente.

—¡No! ¡Se lo suplico! ¡Se lo suplico! ¡No puede hacerlo! ¡Se lo suplico!

—Lo lamento. Lo lamento de veras, pero esto acabará pronto, ahora que se ha sincerado y me lo ha contado todo. No tendrá que pasar por ninguna investigación ni ningún proceso judicial de ninguna clase. Me hago cargo de cómo debe sentirse en este momento, pero confíe en mí, será una catarsis, tanto para usted como para todo el programa universitario y para esos jóvenes irremisible e innecesariamente corrompidos a los que, sin parar mientes en su auténtica situación, nos referimos con el eufemismo «estudiantes deportistas».

—¡Por favor! ¡Se lo ruego, señor Quat! ¡Se lo ruego! ¡No me haga esto! ¡No puede! ¡He confiado en usted plenamente! He puesto todo mi… ¡He puesto mi vida entera en sus manos! ¡Se lo ruego! ¡Se lo ruego!

—¡Señor Gellin! —lo interrumpió bruscamente el otro—. ¡Todo este suplicar no hace al caso! A la ultraderecha le encanta presentarnos como pedigüeños quejumbrosos y llorones. Presentan nuestra preocupación por los oprimidos como si fuera algo poco realista, irracional, maternal, bobalicón, femenino. Y lo peor es que se lo creen. Así pues, por su bien y por el de todos nosotros… debe portarse como un hombre.