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Cuestión de preposiciones

Adam adoptó un papel que le era ajeno por completo. Recordó sus tiempos de campamentos de verano y se convirtió en el «monitor malo» de Charlotte, el monitor al que le daba igual caer bien, el que insistía en que los chavales no se limitaran a obedecer las normas, sino que entendieran que esas normas llevaban detrás la fuerza de la superioridad moral, es decir, de Dios.

Charlotte se comportaba como tantas otras personas deprimidas antes que ella. A la llegada del amanecer seguía despierta, plenamente despierta, plenamente sobrecogida ante la perspectiva de tener que levantarse. Acusaba la rémora de la inercia, la fatiga del insomnio y algo mucho peor: el miedo. El período de sueño del insomne, tanto si duerme como si no, es como ese viaje en autocar de Charlotte de ocho, nueve, diez horas. Durante ese período no tiene deberes, ni obligaciones, ni responsabilidades, nadie a quien enfrentarse porque no hay nadie en absoluto. Tiene permiso oficial del mismísimo Dios para no ocuparse de nada durante unas horas.

La mañana en que Charlotte tenía el examen de Teatro Contemporáneo fue la peor. Adam había puesto el despertador a las ocho porque el examen era a las nueve y media y quería poder ducharse (sí, en el cuarto de baño del pasillo) y arreglarse el pelo y vestirse debidamente. Sonó el despertador y Charlotte no se movió en absoluto, aunque no dormía. Respondió con gruñidos indescifrables a las exhortaciones de Adam, que se levantó y apagó el despertador. Ella permaneció tumbada en un estado prácticamente comatoso; los ojos abiertos pero sin vida.

—¡Maldita sea, Charlotte! —le espetó Adam, delante de ella en camiseta y calzoncillos, con los brazos en jarras—. ¡Me he tomado muchas molestias por ti! Yo tampoco quería levantarme a las ocho, pero me he levantado. Y tú también te vas a levantar. Tienes un examen dentro de noventa minutos, y vas a ir, y vas a llegar al aula con pinta de persona que se preocupa por su aspecto, y vas a desayunar bien para tener azúcar suficiente en la sangre para poder concentrarte, así que… ¡venga, ya estás meneándote!

Charlotte no movió un solo músculo, pero sus ojos cobraron algo de vida. Con vocecilla adormilada dijo:

—¿Qué más da? Tanto si me quedo aquí como si voy… voy a suspender.

Y movió un músculo, en realidad dos, los frontales, que permiten enarcar las cejas para demostrar indiferencia.

—¿Ah sí? ¿Y eso por qué? Y, por favor, que la respuesta incluya un poquito de autocompasión.

—Esto no tiene nada que ver con la autocompasión —replicó la vocecilla—. Resulta que el señor Gilman es absolutamente… Yo no pienso como él. Es que no puedo. Está convencido de que esa tarada, esa «artista performática», Melanie Nethers, es el no va más del teatro contemporáneo. Shaw, Ibsen, Chéjov, Strindberg, O’Neill, Tennessee Williams… Todos están obsoletos? No son posmodernos? Está obsesionado con la posmodernidad? ¿Qué se supone que…?

Adam no la dejó acabar. Al tiempo que señalaba su cuerpo yacente e inerte con ambas manos, exclamó:

—¡Charlotte, esto no está bien!

—No se trata de que…

—¡No está bien y punto! ¿Me oyes?

—Si está bien o no…

—¡No puedes saltarte por el morro un examen final! ¿Quién te has creído que eres? ¿Cómo puedes ser tan inconsciente?

—Bueno, la verdad es que…

—¡No tienes ni la menor idea acerca de la verdad! —Esta vez Adam apretó los dientes y le hizo un gesto con las manos, crispando los dedos como si tuvieran garras—. ¡¡Estás cometiendo una tremenda equivocación!! ¡¡Vas a desperdiciar un gran intelecto y una gran oportunidad!! ¡¿Quién te ha dado derecho a hacer tal cosa?! ¡¿Quién diablos te has creído que eres?!

—Pues para mí…

—¡¡Esto no está bien!!

—Es que…

—¡¡Levanta!! ¡¡Levanta ya!! ¡¡Esto no está bien!! ¡¡No puedes quedarte ahí tumbada!!

—¿Quieres…?

—¡¡No!! ¡¡No quiero!! ¡¡Esto no está bien!! ¡¡Es una equivocación!

—¿Quieres dejarme…?

—¡¡No!! ¡¡No quiero!! ¡¡Tu futuro pende de un hilo que está a punto de romperse!! ¡¡Tienes que tomar una decisión ya, no hay término medio!!

En la avalancha de implacable moralina de Adam hubo algo que hizo mella en Charlotte, que entró en sintonía con el credo evangélico de Cristo que, sin darse cuenta, se había llevado consigo a Dupont, zurcido, por así decirlo, en el forro de la ropa. Asimismo, sin que ninguno de los dos lo supiera de forma consciente, se produjo un estremecimiento de mujer (¡sí, eso, un delicioso estremecimiento!), porque un hombre había hinchado el pecho, se había embozado en una capa de superioridad moral y… ¡había tomado las riendas encaramado a los hombros de Abraham!

Ese instante fue un punto de inflexión. Charlotte se puso las pilas, hizo lo que le decían y llegó al examen con tiempo de sobra, pero regresó al piso de Adam convencida de que aquel examen también le había salido fatal y quejándose de la mentalidad extraña y retorcida del señor Gilman. Sin embargo, no se echó a llorar, no se vino abajo, sino que más bien recurrió al desdén, a la sorna y el odio como puntos de apoyo. No era lástima lo que sentía, sino ira, quizás un pecado capital, pero un indicio positivo en aquel caso en concreto.

Adam siguió metiéndose en la cama todas las noches y pegando su cuerpo «contra» el de ella a petición suya. A medida que transcurría la noche y Charlotte acababa por conciliar el sueño durante dos o tres horas, él también dormía. Sí, en cierto modo se acostaba «con» ella, y cada vez más amargamente consciente de lo irónico de la frasecita. Si se le hubiera ocurrido decir algo semejante en compañía de, pongamos por caso, Greg, Roger o Camille, cualquiera de ellos habría dado por sentado que Charlotte estaba haciéndole el favor de escurrirle los testículos todas las noches. «Escurrir los testículos»: así definía Camille el que una chica viviese con un chico. Nunca decía: «Esa pobre idiota lleva un mes viviendo con Jason», sino: «Esa pobre idiota lleva un mes escurriéndole los testículos a Jason». A efectos prácticos o cinéticos, Adam seguía viviendo «con» Charlotte de la misma forma: seguía abrazándola como una madre que acunase a una criatura de metro sesenta en su regazo, ella nunca le daba la cara en la cama y él la sujetaba por detrás, no como amante, sino como ese ser insignificante, ese amigo entrañable que se encarga de que una pobre chica se sienta protegida y segura, de que no se vea sola en este valle de yerros humanos en que nos vemos obligados a morar los mortales. Más de una vez el amigo entrañable había tenido una erección dentro de los calzoncillos. Más de una vez aquella menudencia endurecida había sentido la necesidad de adelantarse (con seis u ocho centímetros habría sido suficiente) y comunicar su presencia a Charlotte, sólo eso, meramente ponerla al corriente del particular, pero ¿cómo iba a arriesgarse? ¿Qué la había llevado hasta su cama sino la erección mecánica y distraída de otro hombre, un ariete que había derribado su portalón y hecho estragos en ella?

Ironía, ironía, cuan exquisita la ironía… Y entonces, una noche ocurrió algo inesperado: Charlotte concilio el sueño apenas un minuto después de acostarse y rodearla él con sus brazos. Durmió de un tirón por primera vez en al menos seis semanas. Y despertó descansada e incluso demostró ciertos indicios de optimismo. Lo mismo ocurrió la noche siguiente, y por la mañana quería levantarse. El fin del insomnio era prueba considerablemente sólida de que estaba superando la depresión.

Transcurridos unos días, sugirió que volvieran a la disposición inicial, con Adam en el futón y ella en la cama, o viceversa, porque se sentía mucho mejor y ya no tenía miedo por la noche. Adam dudó. ¿Cómo iba a renunciar a la tentadora (si bien frustrante) perspectiva de tener el cuerpo de ella contra el suyo todas las noches y durante todo el tiempo que dormía con ella en el sentido metonímico de la expresión? Por otro lado, era de lo más incómodo dormir con alguien en una cama tan estrecha y, además, hacer de enfermero sin compensación, en especies o en dinero, algo que resultaba imposible disfrutar durante más de diez días.

Y así llegó la mañana en que daba comienzo el segundo semestre, y Charlotte decidió que regresaría a su habitación en Edgerton para reunirse con sus ropas y demás pertenencias. En modo alguno era aquello una ruptura. De hecho, Adam la acompañó de regreso al Patio Menor y subió con ella en el ascensor de Edgerton hasta la puerta de su habitación, en la quinta planta. Charlotte la abrió (no estaba cerrada con llave) y lo invitó a pasar, de modo que entró.

Una enorme mata de pelo con mechas rubias llenaba la habitación entera. ¡Era espectacular! ¡Qué chica tan alta y tan esbelta! Pensándolo mejor, la palabra era «flaca», y esa nariz y esa barbilla: la compañera de habitación de Charlotte. Adam la reconoció de inmediato por la descripción que le había hecho.

—Hola, Beverly —dijo la hija pródiga. Fue el saludo más frío y receloso que había oído Adam en su vida, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una compañera de habitación con la que, por lo que creía, llevaba sin verse o hablar diez días. Luego añadió con la misma voz gélida—: Te presento a Adam. —Y con la mirada todavía fija en su compañera, agregó con tono inexpresivo—: Adam, te presento a mi compañera de habitación, Beverly.

Adam forzó una amplia sonrisa, una bien grande, y saludó:

—Hola. Encantado.

Beverly dispuso la boca en la sonrisa más muerta que había visto nunca Adam. Sus labios se extendieron unos diez milímetros por cada comisura, pero el resto de su fisonomía no tomó parte en aquella farsa. En ese mismo medio segundo sus ojos le dieron un repaso, de la cabeza a los pies y otra vez hasta la cabeza. Ya tenía más que suficiente, de modo que dedicó el resto del segundo a Charlotte.

—Así que regresa la compañera de habitación —comentó, aunque su expresión venía a decir: «No sabes la gracia que me haces»—. Ya pensaba que te habías vuelto a Carolina del Norte con el rabo entre las piernas, pero luego te vi por ahí un par de veces durante los exámenes finales, así que me imaginaba que estarías viviendo en paseo Ladding, o en alguna parte.

Charlotte se puso roja como un tomate. Estaba sin habla, tanto así que Adam temió que rompiera a llorar. El silencio se prolongó lo suyo antes de que Charlotte respondiera:

—Estaba viviendo con Adam.

—Ah —respondió Beverly. Su voz logró el tono preciso de sorpresa sarcástica combinada con interés fingido. Dirigió a Adam una mirada de reojo, de la cabeza a los pies y luego otra vez hasta la cabeza, con una expresión que no habría dicho más claro «persona sin la menor trascendencia» aunque lo hubiera gritado. Adam se sintió herido y furioso antes de que su mente lograra procesar los detalles.

Poco después, a su debido tiempo, en el umbral, Charlotte lo abrazó al despedirse, pero no fue el abrazo que él tanto había llegado a apreciar (hasta el punto de vivir para ello), en el que lo rodeaba con los brazos y apoyaba la cabeza en su pecho. En realidad no fue mucho más que un abrazo de cortesía. Le dio un beso, pero prácticamente ni le rozó la mejilla. Sin lugar a dudas no había sido más que un beso de cortesía. Con un susurro, la mujer que amaba le dijo:

—Llámame? O te llamo? Prometido?

Mientras descendía en el ascensor, Adam sopesó los pros y los contras y llegó a la conclusión de que el resultado se decantaba claramente hacia la columna de los pros. Claro que no le había dado un abrazo fogoso al despedirse, con esa asquerosa niña bien delante, la niña bien que se había dignado a mirarlo exactamente dos veces, no le había dirigido una sola palabra y a todas luces lo consideraba una persona sin la menor trascendencia… Claro, como él no llevaba camisa rosa de cuello de botones en plan pijo, ni pantalones caqui Abercrombie & Fitch sin raya… ¿Era eso, niñata de mierda? O quizá porque él no era un capullo de una hermandad, ni andaba por ahí con media sonrisa de chulo prepotente, ni torcía los labios con un indicio de coquetería ni mantenía la mirada un poco más de lo necesario, dando a entender que si cambiaran las circunstancias podía caer un polvo sin problemas… ¿Era eso, niñata de mierda? Menuda puta de hermandad, maldita douche en estado embrionario, maldita recogedora de semen en exclusiva para tíos de Saint Ray y Phi Gam… «Eres una guarra anoréxica que mira por encima del hombro a todo el mundo, ¿verdad?, un borujo purulento de ideas convencionales, gustos convencionales y pasiones convencionales malogradas que has escogido como si fueran bolsitos de alguna marca elegante y ridículamente cara… ¡Qué razón tengo, ¿eh?! Eso es lo que hay, ¿verdad? Y dentro de diez años, cuando estés en tu casa de veraneo de… de… de Martha’s Vineyard con tu maridito, un clon de Saint Ray, viendo un reportaje de 60 Minutes en el que Morley Safer —le pasó por la cabeza que para entonces el presentador tendría cerca de un siglo— entreviste a Adam Gellin, creador de la Nueva Matriz del siglo XXI, ése será el título del reportaje, te volverás hacia tu gigantón clonado de anchas mandíbulas y cabeza de titanio (corpulento pero sin nada dentro), que estará sentado a tu lado, y le dirás: “Ah, si lo conozco desde hace mucho; era el novio de mi compañera de habitación de Dupont”». No, con esa niñata de mierda delante no iba Charlotte a demostrar la hondura de sus… sus sentimientos hacia él. No podía esperarse tal cosa. Sin embargo, había dicho abiertamente, con toda franqueza: «Estaba viviendo con Adam… y me trae sin cuidado que lo sepas, niñata de mierda. ¡Estoy orgullosa! ¡Entérate! ¡Ya puedes ir acostumbrándote!». Y le había susurrado (era capaz tanto de sentir el susurro angelical como de oírlo): «Llámame? O te llamo? ¿Prometido?». Prometido, claro que sí… «Prométemelo, prométemelo».

Adam abandonó Edgerton, el Patio Menor y el pórtico Mercer con imágenes de un cuerpo apetitoso bailándole por la cabeza.

El teléfono sonó y Charlotte despertó, procedente de las profundidades y sin saber dónde estaba. No tardó en descubrirlo.

—¿Quién coño llama a estas horas? —Desde debajo de un revoltijo de sábanas, Beverly gruñía, malhumorada, enfadada porque la hubiera despertado una llamada que no era para ella, hostia. Con voz somnolienta—: ¿Qué hora es, joder?

Eran las ocho en punto. Charlotte descolgó el auricular a mitad del segundo tono.

—¿Diga?

—Hola, soy…

No entendió lo demás, porque el bramido de Beverly surgió con toda su rabia de debajo de la maraña de sábanas. La cabeza seguía recostada plana sobre una almohada y aún tenía los ojos cerrados, pero su voz exigía que se la escuchara:

—¡Sal de aquí de una puta vez! ¡Llévatelo! ¡Son las tantas de la madrugada, joder!

Charlotte rodeó el auricular con la mano y preguntó:

—¿Diga? ¿Quién es?

—Soy yo, Adam. ¿Quién chilla así? ¿Beverly? ¿Te apetece desayunar en la cafetería antes de ir a Neurociencia?

—Supongo que… Tengo que pensar un momento.

Ir a la cafetería, es decir, a Mr. Rayón, suponía gastar tres o cuatro dólares, y recordaba lo rápido que se habían desvanecido los quinientos del primer semestre. Por otro lado, desayunar sola en la penumbra catedralicia de la Abadía… Pero sentía remordimientos por cómo se había despedido de Adam la noche anterior, con el abrazo y el beso inexistente que se darían a un primo carnal… Estaba claro que él esperaba algo más, pero ella no había querido demostrar más emociones. ¿Por qué? Bueno… Beverly estaba mirando, y los abrazos eran algo íntimo. «¡Sí, claro! Ya te gustaría que fuera ésa la razón». Había sido porque Beverly estaba mirando, sí, pero en concreto porque Adam no le había causado una buena impresión. Lo había dejado muy claro sin decir una sola palabra: con un simple vistazo, Beverly lo había colocado muy abajo en la escala de lo guay y en la del nivel, que era el baremo según el cual se medía lo mucho o lo poco que comprendía alguien la vida selecta, la vida con un nivel, en los círculos en que la gente disfrutaba de una existencia organizada en torno a la riqueza y a la clase que se compraba con ella, la clase que ofrecía el dinero… Y Charlotte (¡había que reconocerlo!) prefería que no se la viera por ahí abrazando a un tío situado tan abajo en la escala de lo guay y en la del nivel. De inmediato se apoderó de ella la culpa y el desprecio por sí misma y por su falta de empuje (después de que el pobre Adam acabara de salvarle la vida) y por su esnobismo (por desgracia, la palabra era ésa) en lo que a Adam se refería. ¡Era culpable! ¡Igual de culpable que Beverly! No, más, porque ella sí conocía a Adam, sabía lo maravilloso y caritativo y cariñoso que era, y le debía muchísimo.

Todo eso le pasó por la cabeza como un torbellino; así que imprimió el máximo entusiasmo a su voz y respondió:

—¡Muy buen plan! —No dijo «Muy buen plan, Adam» porque eso podría haber reactivado el desdén de Beverly.

Lo que activó, de todos modos, fue su ira, ya que empezó a montar uno de sus típicos numeritos matutinos, consistente en revolverse aparatosamente en la cama.

La voz de Adam por el auricular:

—¿Cuánto tardas?

Charlotte, en voz alta:

—Quince minutos?

Desde la cama:

—¡Cono, Charlotte, salte al pasillo, joder!

Por el auricular:

—¡Vale! Me paso por allí en un cuarto de hora.

Charlotte, en voz alta:

—¡Gracias! Hasta luego.

—¡Hostia, Charlotte! —Beverly se había incorporado y la observaba apoyada en un codo. Tenía la cabeza ladeada en un ángulo tan pronunciado que le rozaba el hombro—. ¡Te lo he pedido de buen rollo! ¡Estoy tratando de dormir, joder!

Charlotte miró aquel rostro somnoliento y se sorprendió de no sentirse amedrentada ni cortada. Ni siquiera tenía ganas de subrayar lo absurdo que era que hubiera dicho que se lo pedía «de buen rollo». Comprendió que estaba mirando con superioridad el rostro que tenía ante sí, el de una chica que existía en un plano distinto al suyo. Había resurgido de las cenizas. «Vuelvo a ser Charlotte Simmons, pero una Charlotte Simmons que ha caminado por encima de las brasas, que ha atravesado las llamas, y ha emergido con la fuerza necesaria para dejar las cosas bien claras y, por primera vez, ser franca».

—Beverly, quería preguntarte una cosa —empezó, con tal calma, con una voz tan segura, sin el menor rastro de disculpa y con una mirada tan a la altura de la de su interlocutora, que el gesto de Beverly pasó del enojo al recelo—. Me dijiste que querías detalles sobre lo sucedido en la gala de Saint Ray. Desde aquel día, ¿te has enterado de algún detalle? ¿Te lo ha contado alguien?

En la cara de Beverly apareció un rastro de atención.

—Alguna cosa he oído… —Y se encogió de hombros.

—Pues lo que has oído es verdad. Y si te han contado algún detalle, pues también es verdad. Y si no te has enterado de todos los detalles, cualquier cosa que se te ocurra también es verdad. O sea que ya lo sabes todo? Seguramente más a fondo que yo? He quedado para desayunar. Hasta luego.

Beverly la miró con la expresión más vacía que recordaba haberle visto Charlotte, que fue hasta el armario y encontró su vieja bata, la que había dejado de usar poco después de su llegada a Dupont debido a las burlas. Se la puso y se anudó el cinturón con un ademán exagerado, recuperó también del destierro las viejas zapatillas, agarró el viejo neceser de plástico y se fue derechita al baño. Beverly retiró el brazo lentamente y se dejó caer en la cama sin una palabra más.

Cuando Charlotte y Adam llegaron a Mr. Rayón, el local empezaba a llenarse de estudiantes hambrientos. La llegada matutina era siempre escalonada, porque la mayoría de la gente no se levantaba antes de las diez si podía evitarlo. Charlotte seguía sintiéndose fuerte. Sí, volvía a ser Charlotte Simmons. De todos modos, echó un vistazo alrededor. Se pusieron a la cola. ¡Qué resplandecientes y qué blancas y qué luminosas eran las paredes! ¡Y en lo alto, qué colores tan intensos y marciales tenían los estandartes! Las risas de las chicas y el repiqueteo de la cubertería de acero inoxidable contra la vajilla de loza se dejaban oír por encima del rugido tenazmente masculino de los chicos en pleno subidón de testosterona. Charlotte se sintió aliviada de estar con Adam y no sola entre aquella gente. No soportaba la idea de que la viera sola alguien que estuviera al tanto de toda la historia y la compadeciera.

Adam se había colocado tras ella. Se volvió y le dijo:

—Adam, a ver si no me pongo a llorar, pero es que quería decirte una cosa: me has ayudado mucho, muchísimo. Estaba convencida de que no iba a poder volver a salir a la calle. Tenía la impresión de estar atrapada en una… como en el torbellino del cuento de Edgar Alian Poe, y no había forma de escapar. Pero tú me has sacado, Adam. Vuelvo a sentirme como un ser humano. La verdad es que me has… Bueno, te estoy tan agradecida que me parece que no sabría expresarlo con palabras.

Ya mientras lo decía se daba cuenta de que tenía dos motivos, y uno de ellos hacía que se sintiera taimada. Por un lado lo decía porque lo sentía, vale, pero por otro porque, si la miraba alguna Crissy o alguna Gloria o alguna Nicole o alguna Erica o alguna Lucy Page o alguna Bettina, le interesaba que la vieran enfrascada en una conversación animada, para que quedara claro que Charlotte Simmons no había quedado reducida a una mera pueblerina recogedora de semen, tristona y menospreciada por todo el mundo.

Adam le colocó la mano en el pliegue interior del codo, le dio un ligero apretón y le acercó la boca al oído para decirle:

—Gracias, pero en realidad no he hecho nada. Lo único ha sido recordarte quién eres y lo que puedes llegar a ser. Me he limitado a recordártelo.

Por un instante, cuando se le acercó tanto a la cara, ella temió que fuera a darle un beso en la mejilla o incluso a buscarle los labios, o a cogerla del brazo o a abrazarla o a hacer cualquier otra demostración que la avergonzara. Eso sí que no. Pero tras el ligero apretón apartó la mano y se comportó con el máximo decoro.

Con una ancha sonrisa de alivio, Charlotte contestó:

—No te quites mérito. Lo que has hecho ha sido absolverme. En serio. Gracias a ti me he recuperado.

Aquella sonrisita radiante de felicidad no se ajustaba a la gravedad del sentimiento que quería expresar. Sorprendido, Adam juntó las cejas y movió nerviosamente la cabeza. La duplicidad de Charlotte, por muy inocente que fuera (porque lo era, ¿no?) estaba empezando a notarse. También aquello lo había dicho de corazón, pero al mismo tiempo con la intención de que cualquiera que por casualidad estuviera mirando viera que no sólo tenía compañía, sino que estaba de un humor excelente, que todo lo que había sucedido no la había amargado en absoluto. Charlotte Simmons resucitada era una jovencita feliz.

¡Y sí que había alguien mirando! Lo supo muy pronto, cuando se puso en la cola y notó que le daban unas palmaditas en el hombro. Era Bettina.

—¡Eh! ¿Dónde te habías metido? —Una Bettina risueña y animada.

—Por ahí —contestó y dio unos pasos para coger una bandeja.

—Eh, ¿qué te pasa? ¿Estás rayada?

—No —respondió Charlotte con tono evasivo, y siguió avanzando.

—Bueno, pues Mimi y yo estamos por ahí, por si quieres sentarte con nosotras.

—Ya estoy acompañada, gracias.

—¿Por quién?

—Se llama Adam.

—¿Quién es?

—Está ahí detrás, el de la camisa a cuadros.

Bettina miró atrás y luego preguntó:

—¿Qué es, un profesor ayudante o algo?

—No, un amigo. —La forma de contestar eliminaba cualquier posibilidad de continuar con el tema.

—Ahhh —dijo Bettina. Se le abrieron ligeramente las aletas de la nariz y las arrugó, como si Adam desprendiera mal olor desde lejos—. Bueno, vale, muy bien. Hasta otra.

Y se marchó, ofendida, para reagruparse con la otra víbora, Mimi.

Charlotte se ofendió con el veredicto tácito que había emitido Bettina sobre Adam, y se preocupó. ¿Tanta pinta de empollón y colgado tenía? Trató de evaluarlo mentalmente. Aunque así fuera, tampoco sería tan difícil que cambiara de aspecto. Unas lentillas o una operación de miopía con láser y adiós a las gafas. Eso lo primero. Luego cortar aquella pelambrera ondulada, darle forma y despedirse de la raya en medio. Con eso se centraría la atención en la cara. Tenía facciones finas. En realidad podría ser atractivo si se lo permitiera y no llevara una ropa tan cutre. ¿Por qué llevaría aquellos pantalones de lana azul marino con raya y el dobladillo vuelto…? ¿De lana? Ningún tío llevaba pantalones de lana. Y aquel cinturón como de viejo con aquella especie de cierre de imitación de plata en lugar de una hebilla normal y corriente, y la camisa a cuadros con rayas verdes y marrones y rojizas sobre un fondo gris harinoso… A Charlotte le daba en la nariz que Adam había decidido arreglarse para ir a desayunar con ella y que aquél era el resultado. Aquellas camisas de cuadros desprendían efluvios de estudiante de Ingeniería o incluso de Química. Y los náuticos burdeos con suelas como losas… ¿Cómo podía acertar siempre y comprarse lo más feo de la tienda? Alguna que otra camisa sencilla, de las de cuello de botones, unos pantalones caqui, unos vaqueros, unas chanclas, unos mocasines, aunque los mocasines iba a tener que elegirlos ella, no le costaría nada, ¡y Adam sería otra persona!

El desayuno de Charlotte ascendía a tres dólares con veinticinco por un zumo de naranja, cereales, fruta y tostadas. Era muchísimo. ¿De verdad le apetecía tanta cosa? ¿Era concebible devolverlo para recuperar el dinero? En su caso no, desde luego. Sabía que no era de esas personas capaces de salir airosas de una situación así… Su ánimo rehabilitado se desplomaba. Bandeja en mano, condujo a Adam hasta aquella mesa apartada, tras la mampara del sector tailandés, donde había tenido lugar su conversación íntima con Jojo, pero en esa ocasión la que se sentó de espaldas al comedor fue ella. Sabía el motivo por el que tomó aquella decisión, por el que eligió aquella mesa, aquella silla, pero luchaba para que no ascendiera hasta el nivel de la conciencia.

Se sentaron. Adam parecía muy contento. Nunca lo había visto tan radiante. Sí que lo había visto de buen humor, pero sólo tras algún tipo de combate intelectual y, a su modo, agotador. Le entusiasmaba competir verbalmente con Greg y con los demás imitantes, pero le costaba su esfuerzo, porque a todos se les daba bien. Evidentemente sentía pasión por ella, pero si trataba de besarla no sabía dónde meter las gafas, otra cosa que le costaba lo suyo. Se hacía un lío cuando buscaba la forma de decir algo apasionado sin que sonara cursi, otro gran esfuerzo. Nadie que lo conociera diría que era una persona despreocupada, pero en aquel momento parecía precisamente eso.

—No sé si te lo he contado alguna vez —dijo, echando la silla atrás hasta dejar sólo las patas traseras en el suelo y sonriendo como si acabara de descubrir América—, pero durante el primer semestre de tercero fui a Japón y pasé una semana con una familia en un pueblecito de pescadores a dos horas de Tokio en tren, bastante apartado, en una playa. Para desayunar no comían cosas totalmente distintas como nosotros. O sea, que nosotros, vamos, casi todo el mundo, desayunamos cosas que luego no volvemos a ver en todo el día, ¿no? Zumo, cereales, plátano en rodajitas, huevos, tortitas, tostadas, panecillos, bollos. En fin, que tenemos cosas que sólo comemos para desayunar y de las que no volvemos a acordarnos hasta la mañana siguiente. Pero ¿sabes qué desayunan en un pueblecito como aquél en que estuve? Pues los restos de la cena de la noche anterior: sopa de pescado, arroz recalentado, bolitas de masa sofritas si han quedado; y está muy bueno. Es que sólo con ese detalle, con lo del desayuno, se ve la diferencia histórica entre dos pueblos, entre dos culturas. Para empezar…

«Ya se ha lanzado otra vez», pensó Charlotte. Qué entrañable era aquella tendencia suya… casi siempre. Al fin y al cabo, era cierto que tenía una curiosidad intelectual de lo más maravillosa.

—… cosas de las que tratamos de privarnos…

Charlotte había perdido el hilo. ¿Cómo habían llegado a las cosas de las que trataban de privarse?

—… las calorías, los hidratos de carbono, el pan, la mantequilla, los bollos que mencioné antes, los hueyos, mientras que en Japón no hay nada «científico» que…

Le llegaba un delicioso aroma procedente del otro lado de la mampara de plástico color salmón. A través del extraordinario poder del sentido del olfato (el señor Starling les había hablado del tema), fue directo hasta un receptor de la memoria de Charlotte, evitando pasar por «la mente lógica» (la forma con que el señor Starling pronunciaba esas palabras las ponía necesariamente entre comillas), y evocó una visión detallada del rato que habían pasado Jojo y ella sentados a aquella misma mesa, aspirando el mismo aroma de comida tailandesa. Era un aroma a «ambrosía», el sustantivo al que recurría su madre para referirse a la comida que no era de este mundo; la buena mujer hacía incluso un postre que llamaba así y que se componía de rodajas de naranja con blancas virutas de coco y un toquecito de melaza, una capita muy fina que se colocaba en el fondo del cuenco (lo preparaba en cuencos de cereales), pero ¿por qué estaba pensando en la ambrosía y en su madre como algo del pasado remoto? ¿Quería decir eso que…?

—… y el yang de la vida, lo pasivo y lo agresivo, a grandes rasgos. Por consiguiente, los japoneses tienen la tasa más reducida de… ¿Qué te pasa? —La miró intrigado.

Vaya, debía de haber perdido el contacto visual. ¿De verdad se había puesto a contemplar una mampara de plástico?

—Ay, perdona —se excusó, ya centrifugando la mente para sacar a la superficie alguna mentirijilla… Ya la tenía—: ¿Eso que has dicho sobre las distintas culturas y las distintas dietas? Me ha hecho pensar en… en neurociencia. Te sorprenderías, o a lo mejor no, si vieras lo mucho que les cuesta a los neurofisiólogos descubrir exactamente qué vías neurales son las que… bueno… ya me entiendes… ¿Cómo se dice…? ¡Transmiten! Que cuáles son las que transmiten la sensación de hambre del estómago al cerebro.

Adam se la quedó mirando mordiéndose el labio inferior, pasmado. Su gesto de felicidad absoluta de hacía unos momentos había desaparecido, con lo que ella volvió a sentirse culpable. Era un encanto de chico, y desde luego muy listo, pero ¿por qué se alegraba ella entonces de que nadie más estuviera escuchando aquella conversación? Deseaba conscientemente ser amiga de Adam, ser amiga íntima… No, más que eso: ¡deseaba quererlo! Con eso se resolverían muchos problemas. ¡Podría vivir la vida intelectual y la romántica con una única persona! ¡Todo lo que de verdad tenía importancia encajaría a la perfección! Volvería a encauzar su vida por el camino elevado que se merecía. Podría regresar a Sparta y presentarse ante la señorita Pennington sin miedo, sin culpa, sin mentiras… Pero lo cierto era que no quería a Adam, y no podía obligarse a quererlo. No sentía un hormigueo en el estómago sólo de pensar en él. Si fuera así, estaba segura de que el amor desterraría de su mente todas aquellas ideas baratas y ensoberbecidas sobre lo que significaba ser guay. Claro que Adam también tenía sus puntos flacos, como todo el mundo; por ejemplo, aquella tendencia tan apreciada por él de convertir las cosas comunes y corrientes en «ideas matriciales», y ni siquiera se daba cuenta de que era una pedantería.

Terminado el desayuno, insistió en acompañarla hasta Phillips, hasta la mismísima puerta del anfiteatro del señor Starling, y luego se quedó allí plantado sonriéndole hasta que ella se dio la vuelta para subir por las escaleras del anfiteatro hasta arriba y sentarse. Aún le dio tiempo para despedirse de ella con la mano, con un gesto discreto que recordaba casi a un saludo militar. Para colmo, moviendo exageradamente los labios, aunque sin emitir sonido alguno, le dijo: «Te quiero, cariño». Charlotte se quedó avergonzada hasta la médula. ¿Y si lo veía alguien? No obstante, se sintió obligada a hacerle un leve gesto con la cabeza y dirigirle una sonrisa impostada, pero él siguió allí plantado… Así que optó por bajar la vista en dirección al brazo de la silla, como si estudiara algo con la máxima concentración. ¿Por qué no podía irse como una persona normal? Prácticamente todos los compañeros de clase eran de tercero y cuarto, y no conocía a nadie, sólo a Jill, que se sentaba a su lado, y en realidad sólo habían intercambiado unas palabras (sin embargo, se alegró de que aún no hubiera llegado y no fuera testigo de cómo la miraba extasiado Adam). Y había varios especímenes evidentes del universo del cachemir en el aula, y ya se imaginaba cómo dirían: «Se ve que ahora esa paleta está tirándose a un colgado, a un empollón, a un friqui… A la tía le gusta probar un poco de todo, ¿eh?». Y por encima de todo oía ya las risillas, las risillas, las risillas, las risillas… Levantó la vista con toda la discreción de que fue capaz, es decir, sin mover la cabeza… ¡Gracias a Dios! Adam había desaparecido, por fin se había ido… pero ¿a qué obedecía el «gracias a Dios»?

—Buenos días, señoras y señores.

Era el señor Starling, ante el atril. Llevaba una chaqueta de tweed que habría parecido casi chillona si la iluminación del anfiteatro no hubiera destacado con tanta sobriedad sus tonos, el naranja, el amarillo, el marrón chocolate, el marrón cuero y cierto azul cielo que destilaba armonía y que les daba vida a todos, al menos a ojos de Charlotte Simmons… Otra punzada de culpabilidad y remordimiento. Podría haber mantenido una relación tan estrecha con aquel hombre y su labor precursora en la comprensión de la humanidad… en la nueva «matriz», como habría dicho Adam, sólo que el señor Starling ya había creado una matriz, y de verdad, no en sueños… En ese mismo instante Charlotte podría estar viviendo en la frontera misma de la vida intelectual; él le había dado esa oportunidad.

Se desmoralizó. Un día de éstos iban a salir las notas del primer semestre y su madre y la señorita Pennington descubrirían, por fin, la verdad, y a Charlotte, la niña prodigio de las montañas, no se le ocurría ninguna mentirijilla que pudiera ir preparándolas para el golpe.

Con su estilo socrático ambulante, el señor Starling iba recorriendo todo el estrado, iluminado por los focos cenitales, hablando de los orígenes del concepto de sociobiología, expuesto por un zoólogo de Alabama llamado Edward O. Wilson cuya especialidad había sido siempre el estudio de las hormigas y el complejo orden social y las divisiones laborales establecidas en sus colonias. Con un doctorado reciente bajo el brazo, siendo un joven profesor ayudante de Harvard, había viajado a una isla del Caribe conocida como isla de los Monos para ayudar a su primer estudiante de tercer ciclo en un estudio sobre los macacos rhesus en su habitat natural. Se habían puesto a hablar de determinadas similitudes (a pesar de las enormes diferencias en tamaño, fuerza e inteligencia) entre las hormigas y los monos.

—Y entonces Wilson experimentó el momento para el que vive todo investigador: se trataba del fenómeno ¡ajá!, ese fogonazo de síntesis que revoluciona todo un campo. Si había similitudes (analogías) entre la vida social de hormigas y monos, ¿por qué no iba a entrar en la misma ecuación el homo sapiens? Las analogías empezaron a ocurrírsele a montones. —Starling se detuvo y dio un buen repaso al auditorio con una sonrisa picara en los labios—. Pero, claro, del mismo modo que la naturaleza aborrece el vacío, la ciencia aborrece las analogías, que se consideran superficiales, algo «literario», lo cual para la mente científica, desde luego era así para Wilson, equivale a decir «impresionista». Muy bien… dado que la ciencia aborrece las analogías, ¿cómo se las ingenió Wilson para demostrar que, se tratase de hormigas o de seres humanos, la vida social de todos los animales era parecida, y más que parecida de hecho, ya que en todos ellos formaba parte de un único sistema biológico? —El profesor oteó a los ciento cincuenta alumnos que tenía ante sí—. ¿Quién tendrá la amabilidad de ofrecernos una respuesta?

Charlotte, como muchos otros, estiró el cuello en una dirección y en otra para ver si alguna mano se levantaba. Ella en concreto no tenía la menor idea. Apenas había echado un vistazo al libro de Wilson, que se titulaba Sociobiología. La nueva síntesis no Una nueva síntesis, sino La nueva síntesis, con artículo determinado. Le había resultado imposible, claro, con todo lo que le había pasado en los últimos meses. Había tantos alumnos estirando el cuello hacia los lados para comprobar si alguien se atrevía con aquel hueso que las sillas emitían un coro de chirridos y estridencias.

De repente se alzó una mano a poco menos de un metro de ella… Una chica sentada dos filas por delante con una larga y lisa melena castaño claro que se había cepillado hasta sacarle un brillo extraordinario. Ah, de esas cosas Charlotte sabía mucho.

Starling miró hacia las alturas. Su línea de visión era tal que Charlotte habría jurado que la observaba directamente, pero por supuesto no era así. Señaló, y fue como si la señalara a ella directamente con el dedo.

—¿Sí?

—Utilizó la alometría? —planteó la chica de la refulgente melena castaño claro—. Qué palabrita, ¿no? En la vida he oído a nadie decirla en voz alta?

Risas y murmullos por doquier. Innumerables rostros le sonreían. No sólo tenía acento sureño y convertía las afirmaciones en interrogaciones como Charlotte, sino que también hacía gala de una forma de hablar tímida, como de poquita cosa.

—¿Le importaría definirnos la alometría?

—Bueno, lo intento? —Risitas de apreciación—. La alometría… la alometría es el estudio del crecimiento relativo de una parte de un organismo con respecto al todo. Es una… cómo se dice… una pasada, porque permite describir muy bien la evolución morfológica… Así lo explicaría yo?

Carcajadas renovadas, ¡tenía al público en el bolsillo! ¡Cómo desgranaba aquellas explicaciones esotéricas con su acentillo sureño como de fiesta de debutantes en Savannah! ¡Aquella chavalita del Sur sabía lo que se hacía!

—Muy bien —la felicitó Starling, que se sonreía complacido—. Y quizá pueda explicarnos por qué le resultó útil al señor Wilson esa alometría.

—Bueno, es como el baile nuevo ese? —Risas y más risas antes de que pudiera siquiera mencionar el nombre del baile—. La alome-tría permitió al señor Wilson como… hacer el submarino? —Carcajadas, carcajadas y más carcajadas—. Se sumergió para profundizar… por debajo del nivel de la anécdota, el nivel de la superficie? Y encontró principios matemáticamente corroborativos? Y así no tuvo que decir que una hormiga era como un ser humano o un… un… no sé… un babuino era como un molusco? Y es que podía demostrar que la conducta en un determinado nivel es manifiestamente (¿o debería decir «alométricamente»?) la misma que en otro… O eso me parece a mí?

Risas, risas, risas, incluso aplausos dispersos, y un chico que gritó: «¡Cómo molas, tía!». Otra ronda de carcajadas, y entonces todos los ojos se volvieron hacia el profesor en busca de su reacción.

Éste sonreía sin quitarle ojo a la chica… es decir, sin dejar de mirar hacia Charlotte.

—Gracias —dijo. Una pausa, durante la cual siguió sonriendo a su nuevo descubrimiento, aquella niña prodigio tan coqueta con acento de Savannah—. A mí me parece absolutamente correcto. —Risas y más risas. Oteó toda el aula—. La ciencia aborrece las analogías, pero le encanta la alometría, o al menos la acepta, aunque sus ecuaciones le resulten insolubles. Claro que ese problema no nos interesa en este momento. —Se volvió otra vez hacia la joven humorista sureña y le sonrió de nuevo—. Gracias.

Al ascender por el anfiteatro, la sonrisa también llegó hasta Charlotte Simmons… y la atravesó. La antigua estrella de la clase, la del acento de pueblo sureño, ya no existía. Era como si Dios hubiera ideado una breve sátira para demostrar a Charlotte Simmons lo bajo que había caído, tanto como para ser sustituida por otra chica del Sur que se había materializado justo en sus narices, una chica del mismo tamaño, con el mismo cabello castaño claro, largo, liso y resplandeciente, que dejaba de una pieza a la clase con su inteligencia, hablando con acento sureño (aunque de la parte costera, mucho más elegante). ¿Por qué no había leído aquello Charlotte Simmons? ¿Por qué no había perseverado? ¿Por qué no había encontrado tiempo para pensar en aquellas cosas y así vivir una vida intelectual? Sabía que no le convenía detenerse demasiado en la respuesta. No podía permitirse otra llorera. Adam tenía razón: las lágrimas, todas las lágrimas, desde el momento del nacimiento, eran llamadas que pedían protección. Pero tampoco quería detenerse en Adam ni en los diálogos matriciales de los Mutantes del Milenio.

Una vez fuera, después de clase, se encontró con un día nublado y oscuro, como si estuviera por llover. De nuevo el misterio de por qué aquella luz hacía aflorar un verde tan intenso de la hierba del Patio Mayor. De todos modos, la penumbra encajaba con su estado de ánimo en aquel momento, de odio morboso hacia sí misma, y la agradeció.

No obstante, tenía una preocupación más inmediata. Echó un vistazo rápido y furtivo al Patio Mayor, con miedo a que Adam estuviera esperándola aquí, allá, por allí cerca, y volviera a pegársele. Estaba convirtiéndose en un… tumor. «Te quiero, cariño».

¡Aydiosmío! ¿Cómo podía pensar ella esas cosas? Adam era el único amigo que le quedaba. Pero, claro, no es que lo pensara, sino que era una sensación que le subía arrastrándose por debajo de la piel… «Cariño…». ¿Cómo podía evitarlo?

—¡Eh, hola! ¡Eh!

Una voz justo a su espalda, pero no era la de Adam. Se volvió poco a poco. No tenía ninguna prisa. ¿Quién podía haber en toda la universidad que gritara su nombre para darle una buena noticia?

Y allí estaba Jojo. No representaba una mejoría excesiva con respecto a Adam, si es que había mejoría alguna. Se le acercaba a grandes zancadas. Exhibía lo que al parecer quería ser una sonrisa obsequiosa que seguramente le servía para convencer a cualquiera de que hiciera algo por él. Charlotte ya estaba acostumbrada. Al menos no llevaba una de aquellas camisetas sin mangas tan asquerosas, sino una camisa azul marino, quizá de franela, con botones y cuello, y encima una chaqueta North Face amplia y acolchada abierta del todo, con la que parecía un mastodonte pues le daba más corpulencia. ¿Cómo la había…? Ah, claro, recordaba de la otra vez, cuándo terminaba la clase de Neurociencia.

Ya lo tenía justo delante, mirándola con su sonrisa manipuladora tan transparente. Charlotte se negó a devolvérsela.

—¿Qué tal? ¿Todo bien?

Ella no contestó. Se limitó a levantar las cejas para arrugar la frente, con lo que transmitía el mensaje: «No me agobies».

—No te he contado la buena nueva —declaró él con una sonrisa aún más generosa y más alegre.

Mecánicamente:

—¿Qué buena nueva, Jojo? —Y echó a andar por la acera que rodeaba el Patio Mayor, con la esperanza de alejarse de Phillips por si aparecía Adam en su busca.

Jojo la siguió.

—Pues que este semestre hago Francés doscientos treinta y dos. Sus ojitos se abrieron todo lo que daban de sí, como si la declaración tuviera que provocar una inmediata reacción.

Sin demasiado interés:

—¿Yeso qué es?

—Pues poesía del siglo XIX: el amor cortés, la pastoril y los simbolistas, y hacemos las lecturas en francés. En serio. Y la tía da la clase en francés. Se llama Boudreau. Es que es francesa, vamos, la cosa no es como Gabacho para Mazas. Yo de todo eso ya paso —concluyó, dirigiéndole la sonrisa infantil que invita al cumplido.

Lo cierto era que se había quedado impresionada e incluso se dignó sonreír levemente.

—Vaya… Te estás envalentonando, Jojo. ¿Sabes algo de los simbolistas? ¿De Baudelaire? ¿De Mallarmé? ¿De Rimbaud?

—Qué va, pero de eso se trata, ya lo aprenderé. No se lo he dicho a nadie, ni siquiera a mi compañero de cuarto, Mike. Ni al entrenador, ni de co… ¡ni de broma! Lo de Sócrates aún no lo ha superado. Y eso es lo otro.

La miró fijamente con los ojos como platos y la mueca expectante de un niño, con los labios ligeramente separados, y Charlotte no pudo resistirse a desempeñar el papel que se esperaba de ella:

—¿El qué?

—¡Pues que he sacado un bien alto en La Época de Sócrates! ¡Acabo de verlo en el ordenador!

—Enhorabuena —lo felicitó, porque la noticia la había sobresaltado—. ¿Ya han salido las notas?

—Sí, esta mañana.

Charlotte frunció el entrecejo sin darse cuenta. Iba a tener que plantar cara a sus propias notas en el ordenador, el de su cuarto, el que había supuesto que su familia se apretara el cinturón y se dejara la piel reparándolo, incluidos sus hermanitos, para regalárselo por Navidad. Por el amor de Dios, ¿cómo podía haber dejado que sucediera lo que había sucedido?

Jojo malinterpretó su gesto.

—¿No te parece buena nota? ¡Todo el mundo creía que iba a pegármela!

—No, no, es que acabas de recordarme algo. También habrán salido mis notas.

—¡Ya, pero tú de esas cosas no tienes que preocuparte! Yo sí. El entrenador aún está enfadado conmigo, el muy gil… el muy tonto. Dice que por culpa de La Época de Sócrates han habido muchos problemas. Aún me llama…

Seguía diciendo «han habido», eso sí…

—… Sócrates, aunque… aunque me lo dice siempre con una palabrota pegada. Pero voy a decírselo igualmente. ¡He sacado un bien alto, Charlotte!

Para ella, la más pura tristeza. Un bien alto le parecía patético, teniendo en cuenta cómo se inflaban las notas en Dupont y en todas partes, pero ella se daría con un canto en los dientes si lo sacaba en Neurociencia, después de aquel trabajo, aquel parcial y aquel desastre tan absoluto de examen…

—Y además hice el trabajo yo sólito. No me ayudó nadie, nadie. «La vida ética: Sócrates frente a Aristipo y los postsocráticos». ¡Se quedaron de piedra, tía! —Echó un vistazo alrededor y empezó a subirse la cremallera de la chaqueta North Face—. Jod… Vaya, qué frío empieza a hacer. Vamonos a Mr. Rayón.

—Es que no…

—Ya lo sé, no tienes dinero. Te invito. Eso tampoco se lo cuentes a nadie, que la gente se cree que uno es maricón… ¡Ay, perdona! Quiero decir que se creen que uno es como… como un blando, pero da igual. ¡Vamos!

Jojo estaba de muy buen humor, orgullosísimo de su estupendo bien alto. Quería llevarla a Mr. Rayón… Charlotte experimentó una de esas sensaciones que las chicas tratan de evitar que se conviertan en ideas con cara y ojos. Quizá sí que debía aceptar la invitación de Jojo. Mentalmente, el desayuno con Adam en Mr. Rayón había servido para anunciar algo a… a todo el mundo que importaba. Estaban ante una niñata imprudente y presumida que había perdido la virginidad con un conocido ligón en una gala, y el ligón, muy en su papel, se había ido de la lengua. ¡Pobrecita protoputa! Su reputación estaba tan destrozada que había acabado saliendo con el primer colgado que pasaba por allí (o sea, Adam). Pero si reaparecía con Jojo Johanssen, guay a más no poder…

—Vale —accedió—, pero de verdad que no tengo un centavo.

La mañana estaba muy avanzada y Mr. Rayón no llegaba ni a la mitad de su aforo. Jojo se decantó por la cola del sector hamburguestadounidense y, mientras ambos deslizaban las bandejas por los tubos de acero inoxidable de la cafetería, la gente se acercaba a saludarlo como si lo conociera de verdad. Cogió un bagel completo (así se llamaba el que llevaba incrustados doscientos mil tipos de semillas y trocitos de esto y aquello) y Charlotte se decantó por copos de avena con rodajitas de fresa. Jojo miró los cereales con recelo y después empezó a dirigirla hacia el mismo rincón, el contiguo al sector tailandés y separado por la mampara de plástico color salmón, pero ella se detuvo.

—Ahí no, Jojo. ¿Qué te parece por ahí?

Y entonces fue Charlotte la que lo llevó hasta una mesa, una mesa para cuatro situada en medio del local.

—Aquí hay mucho ruido —se quejó él.

—A esta hora no.

El deportista se encogió de hombros y se sentaron. Hubiera ruido o no, él seguía de un humor estupendo.

—¡He sacado un bien alto! ¡Un bien alto en La Época de Sócrates! ¡Una asignatura de nivel trescientos! ¡Lo he conseguido! Una pasada, ¿no?

Charlotte volvió a felicitarlo y decidió concentrarse en los copos de avena antes de que se enfriaran. Las fresas no eran gran cosa. No era temporada. De repente, Jojo arrugó la frente.

—Pero tampoco quiero engañarme —aseguró—. Aún tengo un problema. O dos. El entrenador y el rector Cutler… ¡Sí!, los dos han ido a ver al hijo… al cabrón ese… bueno, lo siento, pero eso es lo que es, ¡un cabrón de campeonato! Total, que los dos han ido a ver a Quat y el tío no se baja del burro, el muy… —Decidió no utilizar ningún adjetivo—. Si tengo que ir a una vista, o como llamen a esas… —Decidió no utilizar un sustantivo—. Bueno, es que, ¡joder! Ay, lo siento, lo siento, pero es que me pongo hecho una furia… Es que son…

Charlotte lo interrumpió:

—Has dicho que tenías dos problemas.

No le apetecía escucharlo echar pestes del señor Quat, sobre todo porque resultaba que el señor Quat tenía razón.

—Sí —contestó Jojo con un suspiro largo y triste—. Y tienes que ayudarme con los dos, Charlotte. Ya te he dicho que este semestre me he matriculado en Francés doscientos treinta y dos. Estoy orgulloso de mí mismo. Lo de Gabacho para Mazas y todas esas estupideces… —Hizo un gesto de desprecio con la mano dedicado a Gabacho para Mazas y todas esas estupideces—. Pero ahora tengo un problema. Es la señorita Boudreau. ¡Es que no tengo ni idea de qué dice la tía! Es que da la clase ¡en francés! Ahora soy otra persona y estoy orgulloso de ello y tal, ¡pero es que no sé qué co… qué demonios dice la tía! ¿Me entiendes? La poesía la leo bien. A ver, bien, bien, tampoco, me paso con el diccionario como ocho veces más que con el pu… con el dichoso libro… pero me lo leo, con eso no tengo problema. Ahora estamos con Víctor Hugo. Qué tío, el mundo debía de ser muy diferente en su época…

—¿Víctor Hugo? No sabía que hubiera escrito poesía.

—¿Lo ves? ¡Ya sé una cosa que tú no! —La miró fijamente a los ojos—. ¡Pero tienes que echarme una mano! Si no se me van a fo… me van a destrozar vivo.

—Pero ¿cómo quieres que te ayude, Jojo?

—He aprobado La Época de Sócrates, y eso que nadie daba nada por mí. Ahora, si salgo bien parado de una asignatura de Francés de verdad y de otra de Filosofía que también estoy haciendo… De ésa no te he hablado… La Religión y el Declive de la Magia en el Siglo XVII… ¡Sí! Bueno, que si lo hago bien también en ésa pues los muy cabrones tendrán que tener microprocesadores en vez de corazón para no dejarme en paz con lo otro. ¿Me entiendes?

Con tono monótono:

—Pero ¿cómo quieres que te ayude, Jojo?

—Bueno, pues lo que se me he ocurrido es… A ver, tú sabes francés. Me acuerdo de cómo leíste aquel libro en clase del señor Lewin aquel día (no me acuerdo del título del libro). Es que, vamos, la gente se miraba…

Madame Bovary —apuntó ella.

—¡Eso! Si no me hubieras dicho lo que dijiste aquel día, aún estaría, ¿cómo me dijiste?, soltando tonterías. Eso me dijiste, que soltaba tonterías. Tú sabes mucho de eso. Total, que se me ha ocurrido que la única forma que tengo de que no me jo… de que no me fastidien es llevarme una grabadora a clase y luego ir a verte y que tú me digas qué ha contado. A lo mejor puedes ayudarme con algún poema. A ver, puedo hacerlo yo solo… pero ¿sabes lo de las metáforas y tal? A veces es… ya me entiendes… difícil.

—¿Sabes cómo se llaman los que hacen esas cosas?

Con voz neutra, receloso:

—No. ¿Cómo?

—Pues monitores.

—¡No! —exclamó Jojo—. ¡Ya te lo he dicho! ¡Yo de todo eso ya paso! Ahora voy a…

Y se lanzó a una explicación de por qué, si lo ayudaba Charlotte, las cosas serían distintas…

Con el rabillo del ojo, Charlotte divisó a Lucy Page Tucker y a Gloria, que entraban en Mr. Rayón. Iban a tener que acercarse a su mesa si querían llegar a los mostradores, y la situación era perfecta. Primero verían a Jojo, que estaba más o menos de cara a ellas. Después se dejarían vencer por la curiosidad; se morirían de ganas de saber quién era aquella chica. Charlotte no estaba prestando demasiada atención a lo que decía Jojo, pero le había cogido el tranquillo a la conversación. En cuanto él dejó de mover los labios, ella levantó la barbilla, forzó una sonrisa de animación exagerada y coquetería y comentó:

—Ay, Jojo, Jojo, ¿qué te hace creer que yo —bajó la cabeza, se llevó una mano al pecho, puso los ojos como platos y lo miró— sé tanto francés como para hacer de monitora?

—¡Pero si es lo que acabo de contarte! —replicó él, también muy animado—. Para mí eres mucho más que una monitora… ¡Eres la chica que me ha hecho cambiar! ¡Has sido la única persona que ha tenido el valor de plantarme cara y decirme la verdad! Yo creía que era superguay… y en realidad me pasaba el día soltando tonterías. Tú eres la que me ha inspirado.

Se había inclinado mucho hacia ella y le dirigía una mirada muy elocuente. Sin darle tiempo a reaccionar, le agarró la mano entre las suyas. Instintivamente, Charlotte miró de soslayo a izquierda y derecha. Tanto Lucy Page Tucker como Gloria habían recogido bandejas en el sector italiano y la observaban. Charlotte centró la mirada en Jojo, soltó con premeditación la más alegre de las risas y retiró la mano de entre las suyas. Era imposible que aquellas dos brujas no lo hubieran visto.

—¿Qué te hace gracia? —quiso saber Jojo.

—Nada, es que estaba pensando en la cara que pondrá mucha gente cuando se entere de que te has transformado en un estudiante de verdad.

Jojo sonrió un instante y luego se puso muy serio y una vez más la miró con aquellos ojos que decían que quería desnudarle su alma y transmitírsela por el quiasma óptico.

—Charlotte, creo que sabes… espero que lo sepas… que no hay forma de que seas una simple monitora para mí.

«Charlotte». Interesante. Era la primera vez que la llamaba por su nombre en toda la conversación. Y aquella mirada… Desde luego si era algo era conmovedora.

Como contestación, Charlotte le ofreció una sonrisa de absoluta comprensión, algo muy distinto (eso pretendía precisamente) de una sonrisa de emoción, alegría o ternura, por no hablar siquiera de amor. En ese mismo instante volvió a mirar de reojo hacia el sector italiano para ver si quizá todavía… ¡Sí, allí seguían! Sólo habían avanzado unos pasos por los tubos sobre los que deslizaban las bandejas. No tuvo tiempo de estudiar sus caras para ver si aún la observaban, porque Jojo se lanzó a soltar otro discurso y a seguir conmoviéndola con la mirada.

—No es sólo… No es sólo por el rollo académico, Charlotte. —«Charlotte»; dos muescas—. No sé si lo sabes o no, pero me has enseñado una… No quiero ponerme en plan… pues eso, pero me has enseñado una nueva forma como de… —Involucró todo el corpachón en la declaración, en un esfuerzo por hacer el discurso con soltura, retorciéndose de un lado para otro, como para dar impulso al cerebro, y mientras trabajaba un enorme pedazo de arcilla invisible con las manos—. Bueno, tú ya me… Una nueva forma de… pensar en las cosas… lo de estar en Dupont y tal… Y que no basta con hacer virguerías con una pelota naranja y eso… Y lo que es una relación, o lo que debería ser… No se me da muy bien decir estas cosas… pero ya me entiendes…

Charlotte mantuvo la sonrisa benevolente. Ojalá Lucy Page y Gloría captaran ampliamente el inquieto lenguaje corporal de Jojo.

Greg y Adam eran los únicos que quedaban en la redacción del Wave.

—Te lo aseguro —decía el segundo—, ¡vas a ser el director más importante de todo el puto país, Greg! ¡Vas a publicar lo más de lo más! ¡Esto no hay quien lo rebata! ¡Está constatado a prueba de bombas! Tenemos a dos abogados de Dunning, Sponget y Leach, ¡Dunning, Sponget y Leach!, que lo han revisado y han dado el visto bueno… ¡Está constatado a prueba de bombas! ¡Está constatado a prueba de libelos! ¡Serás el director más acojonante que haya pasado directamente de un periódico universitario al New York Times! ¡Eso sí que es montárselo en plan Mutante del Milenio, Greg! Siempre estamos hablando de intelectuales públicos y pijadas por el estilo… ¡pues tienes al intelectual público en el espejo! ¡Carpe diem, colega!

Pausa… Pausa…

—Oye, ¿quién era el último tío de Dunning y Sponget con el que hablamos… el viejo, Button, o…?

«Me parece que al intrépido director se le está pasando el acojo-ne —se dijo Adam—. Al menos algo va por buen camino».