3

Y la sirena se sonrojó

El padre de Charlotte, al volante de la camioneta de reparto, su madre, junto a la puerta derecha, y Charlotte, apretujada entre los dos, avanzaban por el acceso más vistoso de la Universidad de Dupont, Astor Way, una avenida flanqueada por plátanos cuyas ramas en verano se arqueaban desde ambos lados hasta encontrarse y formar un túnel verde, exuberante y fresco con un millar de rendijas por las que se colaba el sol. Los plátanos estaban plantados a intervalos tan regulares que Charlotte se acordó de las columnas que había visto en Washington durante su visita con la señorita Pennington.

—Pero bueno, qué gozada —exclamó la madre de Charlotte—. En mi vida había…

En lugar de terminar la frase, alzó las manos, imitó la forma del túnel arbolado y miró a Charlotte sonriendo y con los ojos como platos. Eran más o menos las dos de la tarde. Desde las cuatro y media de la madrugada, cuando habían salido de Sparta siendo aún noche cerrada, había ido preparándose para lo mucho que iba a impresionarla Dupont.

Su esposo giró el volante para meterse en un aparcamiento que indicaba «Patio Menor» y que ofrecía sombra bajo los árboles, y su vieja camioneta fue asimilada por un concurrido enjambre de coches, furgonetas, todoterrenos y, como mínimo, un camión de alquiler Ryder de color amarillo. De todos ellos surgían estudiantes de primero, padres, bolsas de lona, maletas con ruedas, lámparas, sillas, televisores, equipos de música, cajas y más cajas, caja tras caja, cajas de todos los tamaños posibles o de todos los tamaños que podía llegar a imaginarse Charlotte. ¿Qué demonios llevarían sus nuevos compañeros en todas aquellas cajas? ¿Y qué le faltaba a ella? Pero fue una preocupación fugaz.

Unos chicos con bermudas caqui y camisetas malva con la palabra «Dupont» escrita en amarillo en mitad del pecho ayudaban a la gente a descargar sus vehículos y lo colocaban todo en unos carritos que empujaban, colmados hasta los topes, hacia el edificio contiguo al aparcamiento. A Charlotte le había sido asignada una habitación en el Pabellón Edgerton (un «pabellón», así se llamaba en Dupont lo que según la terminología burocrática y nada elegante de la universidad pública habría sido «Sección E, residencia de alumnos de primer curso»). No se trataba de un ala de una residencia, sino de un edificio entero ubicado en el Patio Menor, la zona del recinto universitario en que iban a residir los mil seiscientos estudiantes recién llegados aquel curso. Había sido el primer colegio mayor construido en Dupont y cien años atrás había acogido a todos y cada uno de los alumnos del centro.

El aparcamiento estaba tan abarrotado y el follaje de los árboles era tan denso que, al principio, Charlotte apenas logró distinguir el edificio en sí, que en realidad era enorme, una impresión que se intensificaba gracias a sus muros de piedra de aspecto rústico, gruesos y de tonalidad marrón. En concreto, el muro que había ante ella era monumental. Ninguna fortaleza había tenido jamás un aspecto tan formidable, pero Charlotte Simmons sólo pensaba en asuntos intangibles relacionados con aquella colosal estructura. Eran dos cosas que la habían obsesionado durante las diez horas de viaje desde Sparta: cómo sería su compañera de habitación y qué significaría en la práctica el término «residencia mixta», que no presagiaba nada bueno.

A lo largo de la primavera y el verano, Dupont había sido un concepto abstracto y maravilloso, un premio que sólo se ganaba una vez en la vida, el trofeo más importante del mundo para una jovencita de las montañas; en resumen, un castillo en el aire. Y de repente estaba allí, delante de sus narices, el lugar en que iba a vivir durante los nueve meses siguientes y a enfrentarse a… ¿a qué? Su compañera de habitación era una tal Beverly Amory, de un pueblo de Massachusetts que se llamaba Sherborn y tenía mil cuatrocientos cuarenta habitantes; no sabía nada más de Beverly Amory. Bueno, al menos, también era de un pueblo y tenían eso en común… En cuanto a la vida en una residencia mixta, aún sabía menos cosas. Fuera como fuese en la práctica, el simple concepto, ahora que había llegado el momento de la verdad, resultaba alarmante.

Los tres habían bajado ya de la camioneta. Su padre se dirigía hacia la trasera para abrir la portezuela y la cubierta de fibra de vidrio que había colocado cuando se le acercó un chico empujando un carrito y lo saludó:

—¡Bienvenidos! ¿Otra nueva incorporación?

—Pues sí —respondió el padre de Charlotte con tono receloso.

—¿Puedo echarles una mano?

Sonreía. El padre de Charlotte, no.

—No, gracias.

—¿Seguro?

—Segurísimo.

—Vale. Si cambian de opinión, llamen a cualquiera de nosotros. —Y se alejó hacia otro vehículo.

El padre de Charlotte se volvió hacia su mujer y comentó:

—Seguro que quería propina.

Ella asintió con gesto de complicidad, consciente de las artimañas a que recurría la gente al otro lado de las montañas Azules.

—No creo, papá —intervino su hija—. A mí me parece que son estudiantes.

—Eso da igual —respondió él—. Ya verás. Cuando entremos nos encontraremos a esos «estudiantes» ahí plantados y a la gente rascándose el bolsillo. Además, lo nuestro tampoco cuesta mucho de cargar.

Abrió la cubierta de fibra de vidrio y bajó la portezuela trasera. La verdad es que Charlotte no había llevado demasiadas cosas, sólo una bolsa de lona grande, dos maletas y una caja de libros. Su padre se había molestado en cubrir la trasera abierta de la camioneta no tanto para proteger las cosas de Charlotte de las inclemencias del tiempo (que según la televisión iba a ser bueno en toda la costa Este) como para contar con cierta intimidad en caso de que el matrimonio tuviera que pernoctar allí por algún motivo. Llevaban los sacos de dormir y una nevera portátil con bocadillos y agua que bastarían para aguantar todo un día.

Fiel a su palabra, el padre de Charlotte cargó los dos bultos más pesados; se colgó la bolsa de lona al hombro y consiguió colocarse la caja de libros bajo el otro brazo. Costaba creer que fuera capaz de algo así, aunque en realidad estaba fuerte como un toro debido al trabajo físico realizado a lo largo de su vida. El folleto informativo de Dupont indicaba que era recomendable ir vestido «con ropa de mudanza», por lo que se había puesto una vieja camisa a cuadros de manga corta cuyos faldones colgaban por fuera de unos bastos pantalones de sarga gris que usaba para ir de caza. Charlotte echó un vistazo al aparcamiento y se sintió aliviada al comprobar que casi todos los demás padres vestían más o menos igual que el suyo: camisas y pantalones informales (en algunos casos cortos). No obstante, el atuendo de los demás tenía algo distinto. Por descontado, también inspeccionó a las otras estudiantes de primero con el mismo barrido veloz, y se quitó otro peso de encima. Se había agobiado pensando que quizás irían arregladísimas, aunque no le parecía probable. Prácticamente todas llevaban pantalones cortos, lo mismo que ella. Los suyos eran de tela vaquera y cintura alta, con la blusa (como la llamaba su madre) de algodón estampada sin mangas metida por dentro, un conjunto pensado para dejar claro no sólo que tenía unas piernas atléticas y esbeltas, sino también que podía alardear de cinturita de avispa. Enseguida se percató de que casi todas sus futuras compañeras llevaban chanclas o zapatillas de deporte, pero se imaginó que sus Keds blancas podían integrarse sin problemas en esa segunda categoría. No vio a ninguna madre vestida exactamente como la suya, que llevaba una camiseta y un vestido sin mangas de tela vaquera que le llegaba por debajo de la rodilla. Unos calcetines de deporte asomaban por encima de las playeras como si quisieran alcanzar el dobladillo del vestido. Jamás en la vida se había atrevido Charlotte a dudar siquiera mentalmente del buen gusto de su madre, y mucho menos de su autoridad. Mamá era mamá y punto.

Y, así, la madre de Charlotte agarró la maleta de mayor tamaño y ella, la otra. Pesaban, desde luego, pero la hazaña de su padre sí que era algo espectacular. Los demás lo observaban, seguramente preguntándose cómo podía llevar tanto peso un solo hombre, de lo que Charlotte se sintió orgullosa, o ligeramente orgullosa. Pero entonces se fijó en que, debido a la forma en que sostenía la caja, el antebrazo parecía enorme, lo que a su vez hacía que el tatuaje de la sirena también pareciera enorme, y se enrojeciera debido al esfuerzo, con lo que daba la impresión de que la pobre criatura se había ruborizado. ¿Era eso lo que estaba mirando todo el mundo en realidad? Sin poder evitarlo, Charlotte se avergonzó, ya que sí se atrevía a dudar del buen gusto de su padre y del tatuaje en particular.

Atravesaron una ruidosa caravana de carritos y por fin cruzaron el formidable arco de entrada y el corredor de piedra de casi cinco metros de altura, hasta llegar al Patio Menor, que resultó un patio interior de la longitud de un campo de fútbol americano, con árboles añejos y una alfombra de césped frondoso rodeada por setos de boj y enormes amapolas de un rojo anaranjado que resplandecían en medio de arriates de nébeda de un azul casi lavanda. La entrecruzaban senderos desgastados que parecían llevar allí una eternidad. Todo el patio estaba rodeado por hileras de edificios que, a juzgar por su aspecto, se habían construido en diversas épocas y estilos ligeramente distintos. Aquel lugar evocaba la imagen de una fortaleza cuyo patio de armas se hubiese transformado por arte de magia en un paisaje idealizado, arbóreo y florido. El traqueteo, el estrépito del aluminio, el rechinar de las ruedas, los chirridos, los empujones y las sacudidas de los carritos reverberaban en las paredes. ¡Qué montañas de bultos tan colosales arrastraban y acarreaban los chicos de las camisetas malva en su camino hacia los pabellones! Ya dentro de Edgerton, transportaban las pertenencias de todo el mundo hasta el ascensor, pero el padre de Charlotte no quiso saber nada del tema. Siguió avanzando con paso firme, a pesar de la tremenda carga que soportaba. Sudaba, y la sirena ya estaba totalmente sonrojada.

Charlotte vio a dos chicos de malva que miraban de reojo el tatuaje. Uno le dijo al otro en voz baja: «Menuda obra de arte». El segundo contuvo una risita. Charlotte se quiso morir.

Su habitación, la 516, estaba en el quinto piso de un edificio de seis en el que, según el sistema estadounidense de numeración, la planta baja era en realidad la primera. Al salir del ascensor se encontró en un pasillo avejentado, largo y lúgubre en el que los mayores fruncían el entrecejo, entraban y salían de las habitaciones, señalaban esto y aquello y refunfuñaban sobre una cosa y otra. El alboroto era tremendo y el impresionante desorden de cajas vacías parecía no tener fin, tiradas por todas partes de un extremo al otro, llenas de inscripciones e ilustraciones exageradas y con tantas solapas desgarradas y retorcidas que parecían haber estallado. Jóvenes de ambos sexos esperaban flemáticos a un lado, íntimamente horrorizados, unos más que otros, ante el empeño de sus padres en pasearse alegremente por donde podían verlos perfectamente sus nuevos compañeros de estudios.

Los chicos de las camisetas malva empujaban los carritos entre el caos de cartón como si fueran rompehielos. En el rellano de unas escaleras, cerca del ascensor, había un inmenso cubo de basura del color de la ternera seca repleto de cajas, envoltorios de plástico con burbujas, restos de envases, bolitas de espuma de poliestireno y otros desechos. Por el suelo del pasillo, o lo que se veía de él, había pelusa, más pelusa de la que había visto Charlotte en toda su vida, por todas partes pelusa. Hacia el final del pasillo vislumbró a dos chicos descalzos. Uno llevaba únicamente un polo y una toalla enrollada en torno a la cintura. El otro, una camisa de manga larga con los faldones por fuera y unos calzoncillos, y una toalla echada sobre el hombro. ¿Calzoncillos? Los dos iban por el pasillo en dirección al baño de los chicos, a juzgar por las toallas y los neceseres que también cargaban, pero ¿sin pantalones? Charlotte se quedó estupefacta. Se volvió hacia su madre y sintió alivio al comprobar que no se había percatado de nada. Se habría quedado más que estupefacta. Conociéndola, habría hecho caer la ira de Dios sobre alguien. Charlotte la arrastró a toda prisa hasta su habitación, que por suerte estaba un poco más allá.

Teniendo en cuenta el esplendor de Dupont, el dormitorio parecía de lo más espartano y, al igual que el pasillo, desgastado y estropeado. Dos ventanas de guillotina altas, una al lado de la otra, con estores amarillentos pero sin cortinas que taparan bien la luz, daban al patio, que ofrecía un aspecto impresionante desde allí arriba, y dejaban entrar mucha claridad. Era lo mejor que podía decirse de la habitación, porque todo lo demás resultaba lúgubre y avejentado: un par de camas individuales con somieres metálicos baratos y colchones bastante castigados, un par de cómodas de madera sencillitas que habían conocido épocas mejores, un par de mesitas de madera a las que nadie habría sido capaz de llamar escritorios, dos sillas de madera de respaldo recto, unas paredes ocre amarillo a las que no les habría ido mal una capa de pintura, un zócalo estrecho de madera oscura y unas molduras que quizás habían sido bonitas en su día, un suelo de madera grisácea por el desgaste… y un mar de pelusa.

El padre de Charlotte abrió la cremallera de la gran bolsa de lona y comentó que podían ir sacando las sábanas y haciendo la cama, pero a ella le pareció que debía esperar a su compañera y no elegir arbitrariamente qué lado de la habitación le correspondía. Su madre le dio la razón y se dirigió hacia las ventanas para comentar que se veía la punta de la torre de la biblioteca y un par de chimeneas. El padre opinó que esas chimeneas indicaban que Dupont tenía una central eléctrica propia, como era tan grande… Y se quedaron a esperar.

Se oía la procesión de carros por el pasillo y a los chicos de camisetas malva gruñir y de vez en cuando mascullar palabrotas mientras arrastraban sus cargas por el creciente vertedero de cajas. En cierto momento se oyó el chillido inconfundible de dos chicas emocionadas por haberse encontrado, con lo que Charlotte se sintió aún peor. No se le había ocurrido que pudiera haber alumnos de primero que ya tuvieran amigos.

Desde un punto cercano al ascensor un chico exclamó:

—¡Qué fuerte, tío! ¡Cómo mola!

La respuesta fue:

—¿Que cómo mola? Tío, está superanticuado. Menuda paja mental te has hecho.

Y entonces la voz amanerada de una chica pidió:

—Haz el favor de ahorrarnos ese lenguaje tan «subido de tono», Aaron.

Por las voces afectadas de los chicos, Charlotte se daba cuenta de que intentaban dejar claro que eran muy machos y muy guais porque les daba miedo y los ponía nerviosos que los demás chicos de la residencia pudiesen opinar lo contrario.

Al poco rato, oyó a una chica hablar en el pasillo, cerca de su puerta, al parecer sola:

—Edgerton. Acabamos de llegar. Qué asssssssco, está todo como supersucio, y tienen como una papelera de plástico enorme… ¿Todas son así? A mí ésta me parece que está fatal, tía, como vieja. —La voz iba acercándose—. Mmmmm, pues sí, ya lo sé… Es mono… Ken, creo, pero igual era Kim. ¿Hay algún tío que se llame Kim? No, tía, no puedo ir y decirle: «Oye, ¿cómo te llamabas?»… Mmmmm, creo que no… —Ya estaba ante la puerta de la habitación—. ¿Carne fresca?

En el umbral apareció una chica alta con un teléfono móvil pegado a la oreja y un bolso de tela al hombro. Era tan alta y tan delgada que a Charlotte le pareció una modelo de revista. Una melena larga y castaña, abundante, con mechas rubias. Unos ojazos azules enmarcados en una cara perfectamente bronceada… pero demacrada, una vez Charlotte alcanzó a verla bien, tan seca que en contraste la nariz y la barbilla parecían exageradas y le daban un aire algo caballuno. Un cuello largo y terriblemente delgado que surgía de una camiseta un azul grisáceo (hasta Charlotte se fijó en que era uno de esos algodones buenos, como hilo de Escocia) que llevaba por fuera de unos pantalones cortos caqui. Unas piernas con un bronceado fantástico, largas, largas, esbeltísimas, tan esbeltas que daba la impresión de que las rodillas eran demasiado grandes. Y lo mismo le pasaba a los codos por culpa de aquellos brazos flaquísimos. Sin soltar el móvil, mantuvo la mirada clavada en algún punto del suelo sin echar un simple vistazo al cuarto.

Hizo una mueca deliberadamente exagerada y añadió:

—Qué asssssssco, tía. Eso es una guarrada, Amanda. ¡Carne fresca!

En ese instante levantó la vista, vio a Charlotte y sus padres y, con el teléfono aún pegado a la oreja, abrió muchísimo los ojos como sorprendida, les sonrió ampliamente y agitó la otra mano de una forma sutil. Entonces volvió a bajar la vista, como si corriera una cortina, y dijo al auricular:

—Amanda… Amanda… Amanda… Lo siento, es que tengo que cortar. Estoy en mi habitación… Ajá, eso mismo. Me llamas luego, ¿vale? Chao.

Y dicho eso pulsó un botón del teléfono, lo soltó en el interior del bolso y volvió a enseñar los dientes a los Simmons.

—¡Hola! ¡Lo siento! ¡Qué rollo lo de los móviles! Soy Beverly. ¿Charlotte?

La aludida saludó y logró forzar una sonrisa, pero ya se sentía intimidada. Aquella chica era tan segura de sí misma y tan desenvuelta… Nada más entrar se había apropiado de la habitación. Y encima ya tenía una amiga en Dupont, o eso parecía. Se estrecharon la mano y Charlotte anunció con un hilo de voz:

—Éstos son mis padres.

La chica dirigió la sonrisa hacia el padre, lo miró a los ojos, extendió la mano y saludó:

—¿Qué hay, señor Simmons?

Él abrió la boca pero no consiguió articular palabra. Se limitó a asentir con deferencia y estrecharle la mano… sin fuerza, según observó Charlotte, a la que la vergüenza empezaba a dejar sin aplomo. «¡Oh, Dios mío, la sirena!». Le pareció que su nueva compañera miraba de reojo el antebrazo de su padre, que al agarrarle la mano la había hecho desaparecer dentro de la suya. «¿Qué sensación le dará esa manaza encallecida a alguien como ella?».

La chica se volvió hacia la madre.

—Hola, señora Simmons.

En ese caso no hubo la menor intimidación. La señora Simmons le estrechó la mano y replicó con voz cantarina:

—¡Bueno, bueno, encantada, Beverly! ¡Nos alegramos mucho de conocerte! ¡Nos hacía mucha ilusión!

Una voz de mujer:

—Aquí pone «quinientos dieciséis», ¿verdad?

Todo el mundo se volvió hacia el umbral.

Estaba entrando una mujer de mediana edad con una enorme cabellera de un rubio exagerado, cardada, ahuecada y cepillada hacia atrás de una forma peculiar, seguida de un hombre alto y con entradas, también de mediana edad. Ella llevaba un sencillo vestido sin mangas justo por encima de las rodillas. Él, un polo blanco con el cuello desabrochado que revelaba una papada incipiente, unos pantalones caqui y una especie de mocasines de cuero… sin calcetines. Tras ellos apareció uno de los chicos de las camisetas malva, bastante atractivo, empujando un carrito. Debía de cargar una tonelada de cosas en él, pues alcanzaba una altura de casi dos metros.

—Mami —intervino la chica—, ven a conocer a los Simmons. Papi…

Con una sonrisa generosa y cordial, el hombre se acercó al padre de Charlotte y le estrechó la mano (ella estuvo casi segura de que también miraba la sirena con el rabillo del ojo) y se presentó:

—¡Hola! ¿Qué tal estamos? ¡Jeff Amory!

—Billy.

Eso fue todo. «Billy». Charlotte se moría de vergüenza. El señor echó un vistazo a los bastos pantalones grises de su padre y ella a su vez echó otro a los pantalones caqui del señor Amory y al vestido de su esposa. Una marciana (o, en este caso, una pueblerina de Sparta, Carolina del Norte) habría pensado que iban vestidos prácticamente igual que sus padres. ¿Qué era entonces ese algo que…?

El señor Amory estaba saludando a la madre de Charlotte:

—¿Qué tal estamos? ¡Jeff Amory!

Después se volvió hacia ella, echó la cabeza atrás, sonrió de oreja a oreja, abrió los brazos como si acabara de encontrarse a un amigo después de varios años y exclamó:

—¡Bueno, tú debes de ser Charlotte!

A ella no se le ocurrió absolutamente nada que decir y se limitó a contestar:

—Sí, señor. —Y se sintió como una niña pequeña.

—Hoy es un día decisivo —prosiguió Amory—. ¿Estás preparada para todo esto? —Hizo un amplio gesto con el brazo en dirección a las ventanas, como si quisiera abarcar todo el recinto universitario.

—Creo que sí. O eso espero. —¿Por qué no se le ocurrían más que esas fórmulas de cortesía infantiles?

—Cuando yo empecé a estudiar aquí…

—En la Edad Media… —terció su hija.

—Gracias, cariño. ¿Ves qué compañera de cuarto tan educada tienes, Charlotte? En fin, me parece recordar —sonrió con aire irónico a Beverly—, a pesar de esos episodios de Alzheimer que ya voy teniendo —volvió a mirar a Charlotte—, que esto es enorme, o al menos me lo parecía por entonces, pero enseguida se acostumbra uno.

—¿Cómo está usted? Valerie Amory —le dijo entonces la madre de Beverly al padre de Charlotte—. Me alegro de conocerlo. ¿Cuándo han llegado?

Antes de que Billy pudiera responder, se oyó al señor Amory:

—Vaya, vaya. A ver dónde ponemos todo esto.

Se había dado la vuelta y estaba hablando con el chico que había llevado el carrito hasta allí. Alto, delgado, de aspecto atlético, cabello castaño aclarado por el sol con un flequillo que le cubría un poco la frente. Charlotte se fijó en todos los detalles. En el carro había una montaña impresionante de trastos.

La señora Amory se puso a saludar a la madre de Charlotte. Con una sonrisa, una mirada penetrante y una entonación que denotaba una confidencialidad cómplice e inexplicable, le tomó la mano y dijo:

—Señora Simmons… Valerie Amory. Es un enorme placer.

—Bueno, muchas gracias, Valerie —respondió la aludida—. ¡Qué maravilla tener la posibilidad de conocerlos a todos! Y llámeme Lizbeth. Casi todo el mundo me llama así.

Por el rabillo del ojo, Charlotte pilló, o eso le pareció, a Beverly mirando fijamente sus vaqueros cortos de cintura alta.

—Beverly, ¿seguro que no te has dejado nada? —preguntó el señor Amory, observando la montaña de bultos del carrito. Meneó la cabeza y sonrió a los padres de Charlotte. Recorrió la habitación con la mirada y añadió, dirigiéndose todavía a su hija—: ¿Dónde crees que vas a poner todo esto?

Gracias a los dibujos de las cajas, Charlotte adivinaba la presencia de una pequeña nevera (en la caja más voluminosa), un microondas, un ordenador portátil, un fax, una cámara digital, un cepillo de dientes eléctrico, un televisor…

La señora Amory, que se había concentrado en Charlotte, le agarró firmemente ambas manos con las suyas y empezó un discursito:

—Bueno, Charlotte… —Acercó la cara y la miró a los ojos con intensidad—. Qué ganas teníamos de conocerte. Yo también recuerdo este día como si fuera ayer. No sucedió aquí, sino en Wellesley, ¡y no tengo intención de decirte cuándo!, pero sí te digo que dentro de cuatro años —y lo subrayó con un chasquido de dedos— te sorprenderá comprobar adonde…

—¡Ay, papi! —se quejó Beverly—. ¿Es que tienes que preocuparte por todo? Dejadlo en cualquier lado. Ya me encargaré yo.

Su madre se volvió bruscamente hacia ella.

—Ja, ja, cariño —ironizó antes de añadir—: Espero que Charlotte sea un poco más organizada.

Algo se estrelló contra el suelo.

—¡Ay, coño! —exclamó Beverly.

Todo el mundo la miró. Ya estaba agachándose para recoger el móvil. Se incorporó y, sorprendida por el silencio, esbozó una sonrisa burlona. Charlotte vio cómo la señora Amory miraba de reojo a su madre, que parecía haberse quedado petrificada. Si alguien hubiera soltado una palabrota en su casa, fuera quien fuese, le habría leído la cartilla.

La señora Amory forzó una risita y, sonriendo y negando con la cabeza, intentó salvar la situación.

—Beverly, acabas de decir «ostras», ¿verdad?

Su hija no entendió a qué se refería, pero de pronto, se hizo la luz en su cabecita, puso los ojos como platos y se llevó la yema de los dedos a los labios, en un típico gesto de arrepentimiento fingido.

—¡Huy! —exclamó, mirando alrededor con rezumante ironía—. Lo siento. —Y así, sin más, se volvió hacia el atractivo chico de la camiseta malva, que estaba empezando a descargar sus cosas—. Ponlo por ahí… Ken. —Le dedicó una sonrisa coqueta—. Se me dan fatal los nombres. Te llamas Ken, ¿no?

—¿Por ahí? —repitió el señor Amory—, pero si va a hacerte falta un almacén…

—Kim —corrigió el chico.

—Ahhh… Ya me parecía a mí que había entendido «Kim», pero es que no me… Yo soy Beverly. —A Charlotte le pareció que lo miraba un par de fracciones de segundo más de lo necesario antes de preguntar con voz tenue y al mismo tiempo insinuante—. ¿A qué curso vas?

—A cuarto. Todos —señaló el carrito— somos de cuarto.

La señora Amory se decidió por el padre de Charlotte en un intento de cambiar de conversación, aunque hubiera que pagar el peaje del aburrimiento.

—Perdón, ¿a qué hora decía que han llegado?

—Ah, pues hará una media hora.

—Viven ustedes en la parte occidental de Carolina del Norte, ¿no? —Sonrió. A Charlotte le pareció que se le escapaba la vista hacia el tatuaje de forma brevísima.

—Pues sí. Más al oeste no se puede ir sin salir del Estado. Bueno, no, tampoco, pero sí que hemos tardado nuestras buenas diez horas en llegar hasta aquí.

—¡Santo cielo! —Otra sonrisa.

—¿Y ustedes como han venido desde Massachusetts? —quiso saber el padre de Charlotte.

—En avión. —Otra sonrisa más.

Charlotte se percató de que el señor Amory daba un buen repaso a su padre, de la cabeza a los pies. Su rostro rubicundo, quemado por el sol como el de un jornalero, con una tonalidad entre rojiza y amarronada, la sirena, la camisa a cuadros y los pantalones de sarga gris, las zapatillas viejas…

—¿A qué aeropuerto? —continuó Billy.

—A uno que está a ocho o diez kilómetros, a las afueras… Jeff, ¿cómo se llama el aeropuerto donde aterrizamos?

—Boothwyn —respondió el aludido, sonriendo a la madre de Charlotte, que seguía fiel a la seriedad.

—Vaya, qué gozada —repuso Billy—. No sabía ni que tenían aeropuerto por aquí.

Charlotte se fijó en que los ojos de Beverly Amory recorrían el atuendo de su madre, hasta donde el vestido vaquero descendía por debajo de las rodillas y ascendían los calcetines de deporte…

—No, si es muy pequeñito —decía la señora Amory. Sonrió otra vez—. Ni siquiera debe de ser un aeropuerto. Seguro que ése no es el término más preciso. —Y volvió a enseñar los dientes. Las sonrisitas parecían más de paciencia que de alegría.

—¿Puedo ayudarles en alguna otra cosa? —preguntó el mozo, Kim, que ya había acabado de descargarlo todo. Había colocado las cajas formando una construcción de dimensiones considerables.

—Yo diría que ya está todo —respondió el señor Amory—. Muchísimas gracias, Kim.

—De nada, a su disposición —contestó el joven mientras salía por la puerta con su carrito. Y mirando a las chicas añadió—: Y que os vaya bien el curso.

—A ver si es verdad —apostilló Beverly con una sonrisita muy peculiar.

¡Prácticamente se había hecho amiga suya! Charlotte se sintió aún más inepta. No se le ocurría nada que decir, a nadie y mucho menos a un chico de cuarto tan guapo.

Su madre ladeó la cabeza y miró a su marido, que apretó los labios y frunció el entrecejo. Sí, muy bien, el chico no se había quedado a esperar una propina. ¿Y qué?

Se oyó un timbre amortiguado que curiosamente recordaba al rasgueo de un arpa. El señor Amory se metió la mano en el bolsillo y extrajo un teléfono móvil minúsculo.

—¿Diga?… Pero ¿cómo…? —Su porte risueño se había desvanecido. Hablaba al diminuto teléfono con cara de pocos amigos—. ¿Cómo puede haber sucedido una cosa así?… Ya lo sé… Mira, Larry, ahora no puedo ponerme a discutir esas cosas. Estamos en la habitación de Beverly con su compañera y sus padres. Te llamo luego. Y mientras da un par de voces, por el amor de Dios. Boothwyn tampoco es que sea tan pequeño como para que no haya un solo mecánico…

Cerró el teléfono doblándolo por la mitad y se dirigió a su esposa:

—Era Larry. Dice que hay no sé qué fuga hidráulica en el control del timón de dirección. Lo que nos faltaba.

Silencio. Entonces volvió a sonreír, paciente, y preguntó:

—Bueno, Billy… ¿Dónde se alojan… Lizbeth y usted?

El padre de Charlotte respondió que no, que en realidad no tenían previsto quedarse, que iban a volver a Sparta enseguida, lo que dio lugar a que su esposa y la señora Amory tuvieran una breve charla sobre los rigores de realizar un viaje de ida y vuelta tan largo el mismo día. Valerie aseguró que en cuanto pudieran se marcharían y dejarían tranquila a su hija, para que Charlotte y ella pudieran organizarse por su cuenta, y, además, ¿no quedaban apenas un par de horas para que se celebrara una reunión de todos los nuevos alumnos del pabellón? ¿No lo había visto en el programa? Sí, era cierto, corroboró Beverly, pero ¿les importaría ir a comer algo antes de marcharse? No sabía si los demás también, pero ella estaba des-fa-lle-cida. Tanto el señor como la señora Amory arrugaron la frente, pero acto seguido él sonrió a los padres de Charlotte como si fuera la paciencia personificada en lucha contra los más terribles pesares y los invitó a acompañarlos, junto con su hija, si les apetecía, ya que por lo visto tendrían que ir a comer algo rápido. Le parecía recordar que por allí cerca había un pequeño restaurante llamado Le Chef.

—No es fabuloso —aseguró—, pero sí bueno; y rápido.

El padre de Charlotte miró a su mujer con nerviosismo, y su hija supo por qué. Cualquier restaurante desconocido que se llamara Le Chef, o ya puestos Le cualquier cosa, debía de costar más de lo que él estaba dispuesto a gastar. Pero la madre de Charlotte le hizo un ligero gesto dándole a entender que la buena educación exigía sentarse a comer con los padres de la compañera de habitación de su hija, ya que los habían invitado.

—He visto que justo antes de llegar al recinto ¿estaba La Sartenada? Seguro que queda a menos de un kilómetro de aquí. Yo comí en una Sartenada una vez cerca de Fayetteville y estuvo estupendo; muy buena comida y muy rápida.

Otro silencio. Los tres Amory se miraron perplejos y entonces el cabeza de familia recurrió a la sonrisa más paciente del día para acceder:

—Muy bien… Cómo no, vamos todos a La Sartenada.

Charlotte observó a los padres de Beverly. Los dos estaban muy bronceados y tenían la piel totalmente tersa. Parecían de otro país que los suyos.

De repente su padre se excusó y salió de la habitación. A los pocos minutos regresó algo aturdido.

—Me ha pasado una cosa rarísima —anunció a todos—. Me he puesto a buscar el servicio de caballeros y unos tipos que había por ahí me han dicho que no hay, que esto es una residencia mixta y sólo hay un lavabo, y que es un lavabo mixto. Voy y miro dentro y hay chicos y chicas a la vez.

La madre de Charlotte apretó los labios con fuerza.

—Ay, yo no me preocuparía por esas cosas —recomendó la señora Amory—. Por lo visto, uno se acostumbra enseguida. ¿No es eso lo que decía Erica, Beverly? Beverly tiene una buena amiga del colegio, Erica, que inició sus estudios aquí el año pasado.

—Desde luego a ella no le importaba —confirmó Beverly con un tono de lo más despreocupado.

—Me imagino que los chicos deben de ser muy atentos —añadió su madre. Charlotte se dio cuenta de que se esforzaba para calmar los miedos de aquellos pueblerinos.

Los Simmons se miraron. Ella hacía todo lo que podía para contenerse.

Bajaron los seis al aparcamiento y el padre de Charlotte señaló la camioneta de reparto, con su cubierta de fibra de vidrio, y propuso:

—¿Por qué no vamos todos en nuestra camioneta? Las chicas y yo podemos sentarnos detrás. —Miró a Beverly con optimismo—. Tenemos por ahí unos sacos de dormir para sentarnos.

—Se lo agradezco, Billy —respondió el señor Amory con su sonrisa de paciencia—, pero quizá sea mejor ir en nuestro coche. Tenemos seis asientos. —Y señaló un gigantesco todoterreno de lujo blanco, un Lincoln Navigator.

—¡Bueno, pero por favor! —exclamó la madre de Charlotte sin poder reprimirse—. ¿De dónde han sacado eso? Si no es indiscreción.

—Lo hemos alquilado —contestó el señor Amory, y, anticipándose a la siguiente pregunta, añadió—: Llamas con antelación y te lo llevan directamente hasta el avi… Hasta el aeropuerto.

Así pues, fueron a La Sartenada en el Lincoln Navigator. La tapicería era toda de cuero, las ventanillas parecían cristales de gafas de sol de tan negras y había tiras de madera exótica barnizada aquí y allá. Charlotte se alegró de que los Amory no hubieran visto lo que había debajo de la cubierta de fibra de la vieja camioneta, o dentro de la cabina, ya puestos.

La Sartenada tenía un cartel en el tejado: una monumental sartén negra de más de dos metros de diámetro, con el nombre del restaurante escrito con grandísimas letras curvadas en el interior. A su alrededor había círculos de luces rojas y amarillas.

Desde el momento en que traspusieron el umbral, un increíble despliegue de colores vivos y chillones exigió a gritos su atención desde todos los ángulos. Todo era enorme, incluidas, justo al entrar, en la pared que había delante, unas fotografías a todo color de las especialidades de la casa cuyo detallismo resultaba alarmante: ingentes platos de gruesas tajadas de carne roja y robustas empanadillas de carne picada que refulgían y rezumaban jugo, grandes lonchas de queso fundido, auténticos torrentes de salsa de carne, patatas cortadas en distintas formas y fritas hasta alcanzar distintas tonalidades del amarillo al marrón, cebolla frita y pollo frito, incluso un plato denominado pollo en salsa dulce de Sam que parecía consistir en una colosal empanada de carne de pollo picada y frita, enterrada bajo un grueso manto de salsa a base de crema de leche en pleno borboteo. Y todo ello quedaba tan ampliado en las imágenes que las rodajas de tomate (el único producto vegetal que se veía, aparte de las patatas y la cebolla fritas) daban una sensación de peso aplastante.

Varias personas echaban vistazos al comedor pero no acababan de entrar, de modo que el señor Amory comentó esperanzado:

—Parece que está bastante lleno, ¿verdad? Quizá deberíamos probar en otro sitio.

Charlotte giró la cabeza para ver qué opinaba Beverly y se la encontró de espaldas, aferrada al brazo de su madre y apoyada contra su hombro, señalando las fotografías de los diluvios de salsa de carne y crema de leche. Creyendo que los Simmons miraban hacia otro lado, hizo una mueca de repulsión, como si fuese a vomitar.

Muy parlanchín de repente, al menos para lo que era habitual en él, el padre de Charlotte aseguró al señor Amory que conseguirían mesa antes de lo que parecía. ¿Veía aquel mostrador? Sólo había que ir hasta allí y dar el nombre, y uno se sorprendía de lo deprisa que iba todo. Así pues, el señor Amory apretó los dientes y encabezó el cortejo hasta el mostrador, que era una enorme estructura de madera, como un podio situado sobre una tarima en un salón de actos, pero mucho más ancho y formado por grandes tablones. En La Sartenada todo era enorme. Había algo de cola, pero avanzaba a buen ritmo.

Tras el mostrador se encontraba una chica de porte dinámico vestida con camisa y pantalones en rojo y amarillo (el uniforme de la cadena de restaurantes). La camisa contaba con el adorno de una especie de broche que en realidad era una miniatura de unos siete centímetros del cartel que había en el exterior.

Sonrió al señor Amory con alegría.

—¿Cuántos?

—Seis. A nombre de Amory. A, m, o, r, y.

Ella se limitó a entregarle un objeto que tenía la forma y el tamaño de un mando a distancia de televisor, con un círculo de lucecitas piloto en un extremo y un número (el 226) en el otro.

—Les daremos la señal cuando esté lista su mesa. ¡Que les aprovechen sus sartenadas!

El señor Amory se quedó mirando el objeto como si acabara de subirle trepando por la pierna. En el mango llevaba un anuncio: «Pruebe nuestro chile con carne. ¡Y viva México!».

—Se encenderá cuando tengan la mesa —explicó el padre de Charlotte señalando el aparato—. Así no hace falta que hagamos cola. Podemos echar un vistazo en la tienda de souvenirs o algo así.

Dicho y hecho. Los guio hasta la tienda, donde había gran cantidad de souvenirs, muñecas y chocolatinas, todo ello de un tamaño desproporcionado, incluidas las chocolatinas. El señor Amory le mostró el artilugio a su esposa sin pronunciar palabra.

—Mmmm —musitó ella, ladeando la cabeza y sonriendo de una forma que incomodó a Charlotte.

Los Amory se concentraron en observar a la gente que pululaba por el local. Muchos sostenían un aparato idéntico. Delante del padre de Charlotte y de los de Beverly había un hombre obeso, de unos cuarenta y cinco años, que llevaba una camiseta de béisbol recortada con el número 87 a la espalda. Entre esa prenda y unos pantalones cortos de baloncesto sobresalía una enorme barriga al desnudo. A su lado había una joven con pantalones negros tan rolliza que apoyaba los codos en el tubo de grasa que le rodeaba la cintura, mientras que los antebrazos sobresalían por los lados a modo de alitas.

—¿Vas mucho con tus padres a La Sartenada? —preguntó Beverly a su nueva compañera. Charlotte percibió un tonillo condescendiente.

—En Sparta no tenemos nada así —fue su contestación.

Cerca del tabique de cristal que permitía ver a los cocineros en acción sonó un pitido aflautado y estridente y se vieron destellos rojos y amarillos. Era el aparato que sostenía una mujer oronda vestida con lo que parecía un mono de mecánico. Hizo señas con impaciencia a dos niñas y juntas se encaminaron al comedor.

—¿Lo ve? —indicó el padre de Charlotte—. Ahora va a ir hasta el mostrador a enseñarle a esa chica las lucecitas parpadeantes y el número, y alguien las acompañará hasta la mesa. —Otro pitido estridente—. Lo que les decía. No se tarda nada. Y una cosa se la garantizo: no van a irse con hambre. —Sonrió a los tres Amory, yendo de una cara a otra.

La madre de Beverly le dedicó una breve sonrisa, pero en sus ojos ya no había expresión alguna.

Aunque estaba preparado, cuando el artilugio empezó a soltar aquel pitido agudo y las luces rojas y amarillas se pusieron a parpadear, el señor Amory se sobresaltó. Billy no pudo contener la risa. El otro le dedicó una mueca congelada y una breve risita:

—Ja.

Llevó el aparato hasta el mostrador sosteniéndolo entre el pulgar y el índice, como quien sujeta un pajarillo muerto por la punta de un ala.

El sobre de la mesa era de un plástico amarillo intenso y resplandeciente. El comedor estaba hasta los topes. El rumor de lo que parecía un millar de animadas conversaciones llegó hasta ellos como una ola. Cotorreos, gorjeos y carcajadas estallaban por encima del oleaje. La camarera, que también llevaba un broche en forma de sartén, llegó no con un bloc de notas sino con un aparato de plástico negro parecido a una calculadora de bolsillo con antena. Las cartas, plastificadas, tenían unos cuarenta centímetros de alto y estaban repletas de fotografías en color similares a las de tamaño gigante que colgaban de la pared. Tras estudiarla considerablemente, la señora Amory se decidió por un plato de pollo frito y le pidió a la camarera que hiciera el favor de no incluir los dados de patata «fritos al estilo Sartenada» ni los aros de cebolla «fritos en abundante aceite». Ella contestó que lo sentía, pero que no podía, ya que (según aseguró levantando el cacharro negro) aquello solamente le permitía introducir el número del plato, que se transmitía de inmediato a la cocina. Los Amory se miraron y encajaron aquel revés con deportividad. Todo el mundo pidió y la camarera apretó muchos botones.

La comida llegó a una velocidad pasmosa, lo que dio pie al padre de Charlotte a dirigir al de Beverly una afable sonrisa de camaradería, como si quisiera decir: «Somos compañeros y formamos un equipo, ¿verdad?».

Los platos eran enormes.

—Exactamente lo que le había prometido, ¿no, Jeff?

Sonreía radiantemente a «Jeff» como si no pudiera existir un mejor ejemplo de buenos ratos pasados entre camaradas.

Todos los platos estaban repletos de frituras. El padre de Charlotte se abalanzó con entusiasmo sobre su pollo en salsa dulce de Sam bañado en generosas cantidades de cremosa lava. La señora Amory inspeccionó su pollo frito como si fuera un animal dormido. Se habían acabado las sonrisas y la charla.

Así pues, la madre de Charlotte, al parecer recuperada del incidente del «ay, coño» y buscando llenar el vacío conversacional, le pidió al señor Amory:

—A ver, Jeff, tiene que contarnos cómo es Sherborn. La verdad es que me ha entrado mucha curiosidad.

Una sonrisa, con paciencia de santo.

—Pues es… es un pueblecito, señora Simmons. La población es de… eh… ¿quizá mil habitantes? Tal vez alguno más.

—Venga, llámeme Lizbeth, Jeff. ¿Trabaja usted allí?

Un ceño fruncido de paciencia forzada.

—No, en Boston.

—¿Y dónde?

Paciencia a punto de reventar.

—Una aseguradora. Cotton Mather.

—¡Cotton Mather! ¡Yo he oído hablar de ella! Cuéntenos a qué se dedica en Cotton Mather, Jeff. Me interesaría mucho.

Amory titubeó.

—El cargo es consejero delegado. —Y entonces, como en un intento de cortar por lo sano cualquier pregunta derivada de esa revelación, se volvió velozmente hacia el esposo de su interlocutora—. Billy, díganos a qué se dedica usted.

—¿Yo? Bueno, básicamente a cuidar una casa de veraneo de Roaring Gap. Antes manejaba una cortadora de hormas en la fábrica de Thom McAn de Sparta, pero la empresa, bueno, pues se trasladó a México. A lo mejor usted sabe de esas cosas, Jeff. Yo no hago más que escuchar en la tele que la historia esta de la «globalización» es buena para el país, no sé muy bien por qué están tan seguros, si nadie ha probado nunca algo así, pero no hacen más que decírnoslo. Y, ¿sabe qué?, no es ningún chollo para quien vive en el condado de Alleghany, en Carolina del Norte. Los mexicanos nos han quitado tres fábricas. En el año 2002 apareció por allí Martin Marietta y montó una planta. Sólo han contratado a cuarenta personas, pero menos da una piedra. El recuento total es: México tres, condado de Alleghany uno.

—Billy —dijo su esposa.

Él sonrió tímidamente.

—Tienes razón, Lizbeth, tienes más razón que un santo. Mejor que no me lance a hablar de esas cosas. —Dirigiéndose a la señora Amory, añadió—: ¿Sabe usted, Valerie?, mi padre me dijo una cosa. Me dijo: «Hijo mío (nunca me llamaba Billy sino hijo mío), no hables nunca ni de política ni de religión en la mesa. Sólo sirve para que la gente se moleste o para que se aburra mortalmente».

—Todo un sabio, su padre.

—Ah, si usted supiera. Sí que era un sabio, sí, cuando quería. En parte, Charlotte estaba orgullosa de que su padre no se hubiera molestado en maquillar su forma de ganarse la vida: se sentía absolutamente a gusto consigo mismo. Y en parte sentía vergüenza ajena. Se hacía una idea general del cargo de consejero delegado, y Cotton Mather era una empresa importantísima; todo el mundo había oído hablar de ella, no sólo su madre.

El señor Amory no tuvo otra respuesta a esos comentarios que asentir cuatro o cinco veces con aire meditabundo.

Para superar aquella crisis, su mujer decidió intervenir:

—Charlotte, tengo la impresión de que casi no sé nada de ti. ¿Cómo has acabado viniendo a…? ¿Por qué has elegido Dupont?

¿A qué colegio has ido?

—¿A qué colegio?

—Bueno, ¿a qué instituto?

—Al de Sparta. Se llama Instituto de Secundaria Alleghany. Tenía una profesora de Inglés que me aconsejó que solicitara una plaza en Dupont.

—Y le han dado una beca integral —apostilló su madre—. Estamos muy orgullosos de ella. —Charlotte notó que se le enrojecían las mejillas, y no precisamente de modestia—. ¿Tú a qué instituto fuiste, Beverly? ¿Cuántos hay en Sherborn?

Beverly miró a su madre y después contestó:

—Fui a un colegio de otra localidad que se llama Groton.

—¿Y a qué distancia está?

—A unos cien kilómetros. Estaba interna.

Charlotte no sabía exactamente qué le estaba explicando Beverly a su madre, pero sí se dio cuenta del tono condescendiente.

—Jeff —intervino Billy mientras tragaba el último bocado del platazo de pollo en salsa dulce de Sam, patatas fritas y rodajas de tomate incluidas—, ¡qué buena idea has tenido! Hay que tener la panza bien llena para hacer lo que pretendemos nosotros, que es llegar a Sparta esta misma noche. ¡Una cosa que hacen bien en los sitios estos de La Sartenada es conseguir que nadie se quede con hambre!

Del plato de la señora Amory sólo había desaparecido una cosa: un trocito de pechuga de pollo, de apenas un par de centímetros cuadrados, del que había retirado la piel frita. El vasto plato conservaba su montaña de comida. Con cautela, muy precavida, Beverly se llevó a la boca un trocito de hamburguesa del tamaño aproximado de una moneda de cinco centavos y lo masticó poco a poco un buen rato. Luego, sin decir palabra, se levantó y salió del comedor. Regresó al cabo de unos minutos absolutamente lívida. Su madre le dirigió una mirada de preocupación, o tal vez de censura.

Charlotte apenas se fijó. La expresión «llegar a Sparta esta misma noche» la había afectado con una fuerza inimaginable, a ella, que era el gran prodigio de Sparta, a ella, a quien esperaba un futuro dorado al otro lado de las montañas.

Un poco más tarde, una vez se hubieron separado los Amory y los Simmons, Charlotte se despidió de sus padres en el aparcamiento del Patio Menor, junto a la camioneta.

Su madre sonreía y le decía:

—Bueno, y recuerda lo que te he dicho, cariño, no te olvides de escribirnos. Todo el mundo querrá saber qué tal te…

Sin pronunciar palabra, su hija la rodeó con los brazos y apoyó la cabeza contra la suya, y sus lágrimas empezaron a resbalar por la mejilla de su madre.

—Vamos, vamos, nena, tranquila. —Charlotte se le aferraba como si le fuera la vida en ello—. No te preocupes, cariño, que voy a pensar en ti a todas horas. Estoy muy orgullosa de ti y ya verás como aquí te va todo a las mil maravillas. ¿Y sabes de qué me siento más orgullosa? Pues de ti, de cómo eres, estés donde estés. Me imagino que en algunas cosas Dupont no te conviene demasiado. —Charlotte levantó la cabeza y miró a su madre—. Aquí va a haber gente que querrá que hagas cosas que no te harán gracia. Pero tú acuérdate de que desciendes de gente de montaña, por parte de tu padre y por la mía, de los Simmons y de los Pettigrew, y la gente de montaña tiene sus defectos, claro, pero entre ellos no está dejarse coaccionar. Sabemos ser muy testarudos. Nadie puede obligarnos a nada cuando hemos decidido que no nos interesa. Y si a alguien no le parece bien no tienes por qué explicarle nada. Te basta con decir: «Soy Charlotte Simmons y a mí esas cosas no me gustan». Y así te ganarás su respeto. Te quiero mucho, cariño, y tu padre también, y vayas donde vayas, en cualquier rincón del mundo, siempre serás nuestra nena, la mejor hija que se pueda tener.

Charlotte recostó la cabeza en el hombro materno y sollozó un poco. Vio a su padre junto a ellas y se llevó las lágrimas hacia él, rodeándole el cuello con los brazos, lo que lo sobresaltó visiblemente. No le hacía gracia demostrar las emociones en público. Entre sollozo y sollozo, Charlotte le susurró al oído:

—Te quiero mucho, papi. ¡No sabes cuánto!

—Y nosotros a ti —respondió él, sin saber lo mucho que habría significado para ella que hubiera tenido el aplomo de decirlo en primera persona del singular.

Agitó la mano mientras la camioneta se alejaba, y su madre sacó la cabeza por la ventanilla y miró hacia atrás, también agitando la mano, hasta que el patético vehículo con su cubierta de fibra de vidrio desapareció tras los árboles. Entonces Charlotte dio media vuelta y se dirigió a solas hacia la fortaleza de piedra.

Al cruzar el majestuoso arco de entrada vio a un chico y una chica, seguramente también novatos, que iban charlando. El arco tenía tanta profundidad que las palabras rebotaban en los muros de piedra. ¿Se conocían ya de antes o se habían hecho amigos aquel mismo día? «Soy Charlotte Simmons…». «Eres excepcional. Eres Charlotte Simmons…». Las palabras de su madre y de la señorita Pennington supusieron una inyección de ánimo. En el Instituto Alleghany había tenido que vérselas con la envidia, el resentimiento y el aislamiento social, ¿verdad? Y había tenido que afrontar el hecho de que no encajaba y abrirse camino por su cuenta. Y jamás había dejado que todo eso impidiera su predestinada ascensión hasta una de las mejores universidades del mundo. Pues bien, tampoco ahora iba a dejar que nada le impidiera seguir avanzando… Nada. Si tenía que hacerlo todo por su cuenta, pues lo haría todo por su cuenta.

Pero, Dios mío, qué sola se sentía.

Beverly ya había regresado cuando llegó a la habitación 516. Se adjudicaron cada una un lado (idénticos en su desnudez y austeridad) y se pusieron a hacer las camas e instalarse. ¡Cuantísimas cosas tenía Beverly! Dejó el ordenador, el fax, el televisor, la nevera, el microondas y los demás aparatos en sus respectivas cajas, pero desempaquetó los zapatos, tantos pares que a Charlotte le pareció que una sola persona no podía ser la dueña de todos ellos (como mínimo una docena), una docena o más de jerséis (casi todos de cachemir), faldas, faldas, faldas, camisas, camisas, camisas, camisetas, camisetas, camisetas, vaqueros, vaqueros, vaqueros…

Charlotte no poseía ni siquiera el más rudimentario de los muchos artilugios de Beverly. En Dupont un ordenador era una necesidad de primer orden, pero ella iba a tener que depender de los de la biblioteca principal. En lugar de una docena o más de zapatos, tenía tres: unos mocasines, unas robustas sandalias de cuero («Adidas Jesucristo», las llamaba Regina Cox) y los Keds que llevaba puestos.

Beverly le dio conversación como si estuviera cumpliendo con una obligación. En nada de lo que le dijo había el menor rastro de la emoción que debería sentir una chica al embarcarse con otra, su nueva compañera de habitación, procedente de otro rincón del país, en una aventura de cuatro años en una gran universidad. Le hablaba manteniendo una distancia cordial, con la entonación de quien se esfuerza por demostrar interés. Cuando Charlotte comentó lo fascinantes que parecían las asignaturas de Francés que había visto en el folleto informativo de Dupont, la respuesta de Beverly fue que, hoy en día, los franceses sentían tanto resentimiento hacia los estadounidenses que se palpaba en el aire cuando estaban delante. Y además eran supermuermos, los franceses.

Beverly apenas había tenido tiempo de meter con calzador la mitad de su ropa en el armario y la cómoda cuando llegó el momento de bajar a la reunión del pabellón. Los aproximadamente doscientos chicos y chicas de Edgerton se congregaron en la sala de estudiantes, un recinto de uso común que también había conocido tiempos mejores, incluso espléndidos, a juzgar por sus dimensiones y la decoración. El techo debía de tener una altura de más de cuatro metros y medio, con muchísimos arcos de madera oscura (de un tipo cuyo nombre Charlotte desconocía) que convergían en el centro. Habían colocado una cantidad increíble de butacas y amplios sofás de cuero, todo de color canela, formando un vasto semicírculo sobre los kilómetros cuadrados de alfombras orientales. Quedaban más butacas de cuero en los recargados rincones de lectura, con lámparas de pie de hierro forjado y pantallas de pergamino. Los nuevos inquilinos de Edgerton, casi todos en bermudas, se apretujaron en los sofás y las butacas o se quedaron de pie tras aquella formidable medialuna de tapicería de cuero, formando varias filas. Otros se sentaron tras ellos en el borde de largas mesas de roble que se habían llevado allí para la reunión. En cuanto Charlotte y Beverly entraron en la sala, la segunda se alejó y se colocó a un lado con dos chicas que al parecer ya conocía de antes. Bueno, ¿y qué? Charlotte ya se sentía totalmente distanciada de su compañera de cuarto, y seguirla como un perrito en aquella reunión no iba a cambiar las cosas. En realidad, al quedarse allí en medio rodeada de tantos chicos y chicas la animó bastante. No la intimidaban en absoluto. Más bien, con tanto pantalón corto, tanta chancla y tanta camiseta, parecían niños grandes. Seguro que la sala estaba llena de gente como ella, buenos estudiantes pero nerviosos porque sabían muy poco del lugar y emocionados por el simple hecho de haber llegado tan lejos. Eran gente de Dupont desde aquel mismo instante.

Ante los novatos congregados estaba una chica de vaqueros y camisa de hombre con botones en el cuello. Charlotte se quedó fascinada. Iba a dirigirse a doscientos desconocidos pero parecía absolutamente tranquila. Era guapa sin ir arreglada y tenía cuerpo de deportista, ¡y un pelo rubio impresionante! Lo llevaba muy rizado y muy largo, con aspecto despeinado pero de forma premeditada. Parecía la personificación del glamour universitario. Los informó de que iba a cuarto y era la delegada del Pabellón Edgerton, encargada de ayudarlos con cualquier problema que pudieran tener. Les pidió que no se cortaran a la hora de llamarla por teléfono, mandarle un correo electrónico o presentarse en su habitación a cualquier hora. Se llamaba Ashley Downes.

—La universidad ya no desempeña el papel de padre de los alumnos —aseguró—, y desde luego yo tampoco. Sois independientes. Eso sí, hay ciertas reglas; no son muchas pero existen, y si no os las explicara con franqueza os haría un flaco favor. Para empezar, en Edgerton y en cualquier otro pabellón del Patio Menor está prohibido el alcohol. Eso no implica sólo que no se pueda beber en público, sino que no puede haber alcohol dentro del edificio, y punto. Puede que no os sorprenda descubrir que en el campus de Dupont hay alcohol. —Se sonrió, y muchos de los nuevos alumnos rieron con complicidad—. Pero aquí no va a entrar, ¿vale? —Sonrió otra vez—. Por si os preocupa el tema, ya veréis que podréis ocupar el tiempo en un montón de cosas.

Charlotte estuvo a punto de suspirar audiblemente. ¡Qué alivio! En Sparta había logrado evitar el entorno alcoholizado de los Channing Reeves y las Regina Cox básicamente yéndose a casa por la tarde, estudiando y haciendo caso omiso del desprecio que le profesaban todos ellos (¡el mundo al revés!). Y si bien era del dominio público que en las universidades se bebía mucho, seguramente también en Dupont; al menos no iba a tener que lidiar con ello en el edificio donde iba a vivir, a Dios gracias. Si la delegada del pabellón pudiera tranquilizarla respecto de otro temita…

Sin embargo, la reunión terminó en un abrir y cerrar de ojos, o eso le pareció, y los nuevos alumnos abandonaron la sala mucho más animados y parlanchines que a su llegada. Ya iban conociéndose. Charlotte intentó quedarse rezagada, con la esperanza de hablar un momento con Ashley Downes en privado, pero la rodeaban unos ocho o diez chicos y no le apetecía hacerle la pregunta delante de nadie. Esperó con disimulo… y siguió esperando, cinco, diez minutos, antes de acabar rindiéndose.

De regreso en su habitación se encontró con Beverly, de pie ante su cómoda, mirándose en un espejo rodeado de bombillitas en todo el marco. Se volvió. Llevaba unos pantalones negros y una camisa de seda azul lavanda, sin mangas y desabrochada tres o cuatro botones por el escote. Así destacaba el bronceado, pero también los brazos, que casi parecían escuálidos. A Charlotte le recordó a una cigüeña engalanada. El maquillaje no la favorecía nada, ya que acentuaba aún más la nariz y la barbilla, ya de por sí desproporcionadas. Se había puesto un esmalte de uñas rosa anaranjado; le iba muy bien como remate de aquellos dedos tan morenos.

—He quedado con una gente en un restaurante —anunció— y llego tarde. Luego cuando vuelva ordeno todo eso. —Señaló una montaña de bolsas y cajas apiladas de cualquier forma.

Charlotte parpadeó atónita. Aún no había concluido el primer día y Beverly ya se iba a un restaurante. A ella ni se le pasaría por la cabeza algo así. Para empezar, no conocía a nadie. Y además disponía sólo de quinientos dólares para cubrir todos los gastos externos hasta el final del semestre, para lo que quedaban cuatro meses y medio. Iba a tener que comer siempre, tres veces al día, siete días a la semana, en la cantina de la universidad. Esa cantidad era la que le concedía la beca. A no ser que alguien la invitara a un restaurante, La Sartenada iba a ser el último durante una buena temporada.

Beverly se marchó y Charlotte se quedó sentada en el borde de la cama, encorvada, aferrándose las manos, pensando y pensando, observando el rascacielos de cartón de su nueva compañera, mirando por la ventana el atardecer. Oía voces y de vez en cuando risas procedentes del pasillo. Por fin, hizo acopio de fuerzas y se decidió. Ashley, la delegada del pabellón, había dicho que podían presentarse en su habitación a cualquier hora. Quizás aquello era un poco excesivo, ir a verla apenas una hora después de la reunión, pero… Se puso en pie. Ése era el mejor momento, si es que pretendía hacerlo.

La habitación de la delegada estaba en el segundo piso. A mitad del pasillo, Charlotte pegó un respingo al ver aparecer por una puerta a un chico en bermudas y sin camiseta que echó a correr hacia ella. Llevaba una libretita de espiral en una mano y volvía la cabeza para mirar hacia atrás mientras soltaba breves carcajadas entrecortadas. Al pasar junto a ella a toda velocidad, sin mirarla apenas, le dijo «¡Perdón!». Acto seguido salió corriendo también hacia ella una chica vestida con camiseta y bermudas que gritaba «¡Devuélvemela, cabrón!». No se reía. Charlotte se fijó en que iba descalza. Al pasar por su lado no dijo palabra.

Ante la habitación de la delegada vaciló, pero al final llamó con los nudillos. Al cabo de unos segundos se abrió la puerta y apareció Ashley Downes, con su impresionante cabellera de rizos rubios. Se había puesto otros pantalones y una camiseta sin mangas bastante escotada.

—Hola —saludó algo desconcertada.

—Hola —repitió Charlotte—. Lo siento mucho, señorita Downes…

—Mujer, llámame Ashley.

—Lo siento mucho. Es que acabo de ir a la reunión y luego he intentado decirte una cosa en un aparte, pero había muchísima gente. —Se sonrojó y bajó la barbilla—. Has dicho que podíamos venir a cualquier hora, pero ya me imagino que no esperabas que fuera tan pronto. Lo siento mucho.

—Bueno, pues pasa —repuso la delegada sonriéndole como si hubiera encontrado a una niña perdida—. ¿Cómo te llamas?

Charlotte se lo dijo y, una vez en el interior del cuarto, se quedó de pie y empezó a exponer, muy cortada, lo práctica que había sido la reunión y lo mucho que iba a aprovecharle lo que había aprendido, mientras se fijaba en que aquella habitación era individual y en ella reinaba un desorden sorprendente. La cama estaba sin hacer y había ropa desparramada por el suelo, incluido un tanga usado.

—Pero hay una cosa… —Por fin había llegado al grano, pero no sabía cómo expresarlo.

—¿Por qué no te sientas? —ofreció la delegada.

Charlotte se acomodó en una silla de madera y Ashley Downes en el borde de la revuelta cama.

Pasó apuros unos instantes más antes de lograr decir:

—Es que en realidad no has hablado de lo de la residencia mixta. Bueno, sí, desde luego que lo has mencionado, pero hay una cosa… —Volvió a quedarse sin palabras.

La delegada la miraba ya como si tuviera seis años. Se inclinó hacia ella y preguntó en voz baja:

—¿Quieres decir… del sexo?

Charlotte notó que asentía como si en efecto fuera una niña de seis años.

—Sí.

Ashley Downes se inclinó un poco más, apoyando los antebrazos en las rodillas y entrelazando los dedos.

—¿De dónde eres?

—De Sparta, Carolina del Norte.

—De Sparta, Carolina del Norte. ¿Y cuánta gente hay en Sparta?

—Unos novecientos habitantes. Está en las montañas.

Le habría costado explicar, incluso para sí, por qué se había visto obligada a añadir esa particularidad geográfica.

Ashley apartó la mirada y reflexionó un instante antes de decir:

—No tienes que preocuparte. Sí, esto es una residencia mixta, y sí, en las residencias mixtas de Dupont hay actividad sexual. ¿En qué piso estás tú?

—El quinto.

—Vale. Esto es una residencia mixta, pero eso no quiere decir que haya chicos corriendo de un lado a otro por los pasillos y metiéndose en las camas de las chicas o, si vamos a eso, de otros chicos. En realidad, más bien quiere decir que no los hay. No hay ninguna regla que lo prohíba, pero queda mal. Se considera patético, una cosa de colgados, acabar enrollándose con alguien de la misma resi. Se llama resincesto.

—¿Resincesto?

—Resincesto. Sí, como cometer incesto dentro de la resi. Mira, a final de curso en Edgerton siempre dan una camiseta estampada con una lista de cosas divertidas o tontas que han pasado en el pabellón, y el año pasado uno de los puntos era: «Resincesto: tres»; o sea, tres casos entre doscientos alumnos. Ya ves que es sólo cosa de unos pocos colgados.

Charlotte notó que se ponía a sonreír como una cría de seis años nada más dejar de llorar. Siguió sonriendo y asintiendo y expresando su profunda gratitud y asegurando que no había querido molestarla ya la primera noche. Se puso en pie. La delegada la imitó y le pasó el brazo por los hombros para acompañarla hasta la puerta.

—Perdona, ¿cómo te llamabas?

—Charlotte Simmons.

—Bueno, Charlotte, voy a decirte una cosa. Esto no es Sparta, pero ya verás como tampoco resulta Sodoma y Gomorra.

A las ocho y media, de nuevo en la 516, Charlotte se sentía agotadísima. Llevaba en pie desde las tres de la madrugada, todo el día con los nervios de punta. Ver cómo «Jeff» y «Valerie», de un pueblecito encantador de Boston, él consejero delegado de la aseguradora Mather, y «Billy» y «Lizbeth», de la carretera condal 1709, en un pueblucho de las montañas de Carolina del Norte, él prácticamente en el paro, solucionaban el problema de tener que respirar el mismo aire había resultado agotador y espantoso. Decidió darse una ducha, meterse en la cama, leer un rato y dormirse.

Al instante se le cayó el alma a los pies. Santo cielo, ¿ducharse en un baño mixto? Sólo de pensarlo se estremecía, pero no tenía elección. Se puso el pijama, las zapatillas y la bata de franela (de poliéster) de cuadros escoceses, cogió el neceser y la toalla, hizo de tripas corazón y enfiló el pasillo. No había movimiento, gracias a Dios. Por el camino saludó con vacilantes gestos de asentimiento a una chica y luego a un chico, los dos con aspecto de estar más solos que la una, lo mismo que ella.

Entró en el baño despacio, sin hacer ruido, como si el sigilo fuera primordial. Era un sitio espacioso, sin ventanas y mal iluminado, con sendas filas de lavabos y urinarios añejos y en estado precario, ya amarillentos, cubículos de chapa gris para los inodoros, duchas estrechas con cortinas raídas, para ofrecer algo de intimidad… En una de ellas corría el agua. Por lo demás, el baño parecía milagrosamente vacío. Quizá si se metía a toda prisa en un cubículo… Llevaba menos de quince segundos sentada cuando le pareció oír un resoplido apagado al que siguieron una explosión intestinal prodigiosa, sin duda producto de un espasmo del esfínter (y que le hizo pensar en una vejiga de cerdo), y en rápida sucesión un chof chof chof y luego una voz masculina:

—¡Coño, tío! ¡He salpicado tanto que se me ha metido el agua directamente por el ojete!

¡Qué guarrada! Qué ordinariez, qué grosería, qué vulgaridad… Pero, sobre todo, la sola idea de que hubiera un chico o un hombre defecando a tres o cuatro cubículos de ella resultaba inconcebible.

—¡Qué peste! —exclamó una voz masculina y grave en un cubículo muy cercano al suyo—. ¿Qué coño has comido, Winnie? Voy a echar la pota. —Hizo ruidos como si estuviera vomitando—. Eres repugnante, tío. ¡Aquí hace falta máscara de gas!

Efectivamente, el aire estaba impregnándose de un olor nauseabundo, fétido, gaseoso.

Charlotte levantó las piernas y apoyó los pies contra la puerta para que aquellas bestias no vieran las zapatillas por debajo y se percataran de su presencia.

—No seas tan cruel, joder —pidió la primera voz—. Tengo el ojete helado. ¡Como si fuera una diana, tío, el agua me ha dado de lleno!

El segundo chico se echó a reír.

—Eres la hostia, Winnie. Qué cutre.

—¿Ah sí?

—Pues sí. ¡Si es que no sabes ni jiñar, tío! ¡Qué fuerte! ¿Quieres ver un truño cagado con arte, y sin hacer nada de ruido? Pues pásate por aquí antes de salir. Te lo dejo sin tirar de la cadena.

—Pues tú lo que eres es un guarro, Hilton.

—No intentes escaquearte, chaval. Tienes que pasar por aquí y aprender a jiñar como Dios manda.

Charlotte no sabía si quedarse allí con los pies levantados o salir corriendo. Pero no, santo cielo, no podía pasarse la vida sentada allí con los pies en alto. Así pues, en un arrebato de histeria se levantó, se subió el pantalón del pijama y volvió a ponerse la bata, recogió el neceser, salió del cubículo y fue a toda prisa a lavarse las manos. ¡De lo contrario, no podía irse! Oyó a alguien tirar de la cadena y un ruido sordo que indicaba que habían abierto el pestillo de un cubículo. Y luego otro.

—¡Eh, colega! Cono, no has venido a verlo.

—Eres un friqui. ¿Por qué no te lo llevas a la habitación y lo cuelgas encima del cabecero?

Charlotte alzó la vista y por el espejo vio a dos chicos, dos simples chavales. ¡Ninguno de los dos aparentaba más de quince o dieciséis años! ¡Eran críos que al hablar impostaban un tono grave para parecer hombres! Tenían sendas latas de cerveza en la mano. ¡Pero si estaba prohibido! Los dos iban desnudos de cintura para arriba. Uno llevaba una toalla en torno a la cintura, sólo eso y chanclas. Tenía las mejillas, el cuello y el torso tan rechonchos, con una fina capa de grasa aún muy tierna, que Charlotte no pudo evitar pensar en bebés, pañales y polvos de talco. Su compañero vestía bermudas caqui y botas. Era el más delgado de los dos, pero aún no había superado esa fase del desarrollo en que la nariz parece enorme porque la barbilla aún no ha crecido. Echó la cabeza hacia atrás, se llevó la lata a la boca, la inclinó hasta dejarla casi vertical, bebió durante una eternidad, con la nuez subiendo y bajando como un émbolo, y después agitó todo el cuerpo de forma espasmódica como si hubiera entrado en éxtasis.

—¡Qué buena está la birra, me cago en Dios! —gritó. El de la carita de bebé y la toalla dejó escapar sus buenas carcajadas ante aquella blasfemia escatológica.

Iban directos hacia Charlotte y se detuvieron ante un lavabo no muy lejos del suyo. Soltaron las latas de cerveza en la estrecha repisa de cristal haciéndolas sonar. Ella empezó a secarse con su toalla. Con el rabillo del ojo veía que el niño rollizo de carita de bebé la miraba.

—Hola —la saludó—. Qué guay la bata.

Ni caso.

—En serio —intervino el flacucho con nariz de adolescente—, me flipan los cuadros escoceses. ¿De qué clan eres?

Al de la carita de bebé le hizo mucha gracia.

—Kmart —apuntó.

Y el de la nariz desproporcionada rio y rio.

Charlotte no les contestó y recogió el neceser. Tenía la cara al rojo vivo. No se miró en el espejo, pero se imaginó que estaría como un tomate.

El de la nariz apuntilló, tapándose la boca con la mano en un fingido susurro:

—No nos entiende. Será guiri, de un intercambio de ésos. Los escoceses hablan otro idioma, ¿no?

Más risas.

Antes de darse la vuelta para marcharse, Charlotte vio por el espejo a una chica que se dirigía hacia los lavabos. También llevaba únicamente una toalla, pero había logrado enrollársela desde las axilas hasta las rodillas. Ya no se oía correr agua en la ducha. Era de rostro rechoncho y pecoso y llevaba la melena rojiza mojada y pegada al cuero cabelludo y la espalda.

Cuando llegó a los lavabos, el de carita de bebé la saludó:

—Hola, guapa. Estamos buscando un poco de conversación y a alguien que nos comprenda.

La chica apenas los miró de reojo. Se concentró en el espejo y se llevó los dos índices a un ojo para separar bien las pestañas, como si buscara algo que se le hubiera metido dentro. Sin apartar la vista de su reflejo, contestó:

—Pues que haya suerte.

En el momento en que Charlotte salió del baño, a los chicos no se les había ocurrido aún ninguna réplica. La otra seguía sin hacerles caso.

De regreso a su cuarto, el corazón le iba a mil. Estaba horrorizada. Tal como lo habían presentado los Amory, el concepto del baño mixto le había parecido soportable, aunque desde luego nada seductor. ¡Pero qué distinta era la realidad! Qué vulgaridad, qué chabacanería, qué descaro, y la gente prácticamente desnuda, pavoneándose con una toalla y nada más, y bebiendo, apenas dos horas después de que la delegada hubiera garantizado que no habría alcohol en el edificio, y mucho menos gente borracha… Ya estaba algo más que horrorizada: tenía miedo. ¿Cómo esperaban que viviera así, sin un mínimo de intimidad, de recato? El corazón seguía martilleándole el pecho. ¿Cómo podía ser real todo aquello? Estaba en Dupont… Channing, Matt, Randy Hoggart y Dave Cosgrove no habrían llegado a tales niveles de vulgaridad ni en la peor de sus borracheras.

Una vez en el dormitorio, se puso apresuradamente los vaqueros cortos y la blusa con que había llegado, agarró el neceser y la toalla y se fue a la sala de estudiantes. Recordaba haber visto un aseo cerca de la entrada. En la sala de estudiantes había un rumor alegre de risas y conversaciones. Los muebles agrupados en el centro habían desaparecido, sin duda para regresar a su sitio. Había muchos chicos y chicas, sus nuevos compañeros de promoción, repantigados en los sofás y las butacas de cuero, o de pie a su alrededor, divirtiéndose, haciendo amistades… Pero ella estaba tan angustiada que ni se le pasaba por la cabeza quedarse con ellos. ¿Y si alguien la veía meterse en el aseo con un neceser y una toalla? ¿Qué pensaría? ¿O qué sospecharía?

El cuartito resultó especialmente estrecho. Cerró el pestillo con cuidado y se sentó en el inodoro, aunque enseguida descubrió que tenía el sistema digestivo bloqueado al cien por cien. Se levantó y decidió lavarse lo mejor posible. Se quitó la blusa y el sujetador y al mirarse en el espejo vio una criatura desdichada, aterrada y medio desnuda… Se había olvidado la manopla. Mojó una punta de la toalla en el minúsculo lavabo y utilizó el dispensador de jabón líquido para enjabonarla chorrito a chorrito, aunque sólo consiguió ponerla perdida. Se lavó las axilas.

Alguien intentó abrir la puerta, pero el pestillo estaba echado.

Charlotte trató de agilizar su precaria higiene personal. Tenía que quitarse los pantalones y las bragas, pero el cuarto era tan diminuto que si se inclinaba se daba con el trasero contra la pared. Quizá si se quedaba derecha e intentaba bajarse la ropa poquito a poco…

El pomo volvió a girar, esta vez con más insistencia, de forma… ¿acusatoria? Se oyó un suspiro, más bien un gruñido emitido para que llegara al otro lado de la puerta.

Fuera, una voz de chica preguntó, no con modales demasiado buenos:

—¿Hay alguien?

—¡Aún no! —exclamó Charlotte, totalmente agotada.

—¿Aún no? —repitió la voz.

—¡Quiero decir que aún no he acabado!

Una larga pausa. Por fin la voz añadió:

—Eso como que está claro.

¡Pero tenía que lavarse los dientes! ¡Era imprescindible! Con esfuerzo, logró colocar un poco de pasta en el cepillo. Empezó a frotarse con frenesí.

—Oye, ¿no me digas que estás lavándote los dientes ahí dentro? —preguntó la voz de fuera.

Fue la gota que colmó el vaso. Charlotte estalló:

—¡Cállate ya! ¡Déjame en paz! ¡No me agobies!

Silencio… Silencio prolongado… Costaba creerlo, pero la voz se había callado. Sin embargo, Charlotte se apresuró. Todo aquello era demasiado. ¿Durante cuánto tiempo podía utilizar un aseo microscópico para lavarse? Quizá si se levantaba muy temprano todos los días y se llevaba la manopla…

Salió del aseo con su neceser y la toalla húmeda. A poco menos de un metro y medio esperaba una chica bajita con cara de pocos amigos y los brazos cruzados que clavó la vista, con resentimiento, en la toalla y el neceser. Tenía una cara ancha, tez cetrina, gesto adusto y una larga y densa cabellera morena con raya en medio. Cuando Charlotte pasó junto a ella, rezongó:

—Ya puesta, vente a vivir ahí dentro.

Tras tantos contratiempos, Charlotte se sentó por fin en la cama, apoyada contra la almohada, en paz, y se puso a leer una novela que le había recomendado la señorita Pennington, Ethan Frome, de Edith Wharton. Al medida que pasaba las páginas, la pasión no correspondida de Ethan y Mattie resultaba cada vez más conmovedora. Involuntariamente, acercó las rodillas al pecho y sintió deseos de cerrarse la bata para tapar mejor el pijama. ¡Pobre Ethan! ¡Pobre Mattie! Qué ganas de ayudarlos, de decirles qué podían hacer. ¡No pasa nada, podéis abrazaros, declararos vuestro amor mutuo, marcharos de ese puritano pueblo de Nueva Inglaterra en el que vivís atrapados!

Estaba tan absorta que apenas se percató del creciente alboroto en el pasillo. Aún con la puerta cerrada, de vez en cuando oía gritar a una chica, o a dos o más, y no eran los chillidos de amigas que se alegraran de verse después de mucho tiempo, sino de chicas que expresaban a golpe de alarido la hilaridad, genuina o no, que les provocaba alguna estupidez infantiloide de un chico. Pero se trataba de consideraciones que transcurrían paralelas a las vicisitudes de los protagonistas de Ethan Frome.

Al poco tiempo empezó a notar un cansancio extraordinario y se levantó, bajó los estores, apagó la luz, se quitó la bata y se metió entre las sábanas. Lo lógico habría sido quedarse dormida de inmediato, pero la actividad del pasillo iba a más. Bueno, sin duda sus compañeros estaban tan inquietos y tan emocionados como ella, y no todo el mundo se lo guardaba todo dentro. Le pareció escuchar a un chico gritar: «¡Con ésa no! ¡O mañana te despertarás con el síndrome del aycoño, diciendo: “Ay, coño, ¿cómo he caído tan bajo?”!», pero no sería eso, porque no hubo grititos ni risas tontas. Luego se calmaron un tanto las cosas. Tumbada con los ojos cerrados, oyó algún correteo, algo que se restregaba contra una pared, pero, al poco rato, los ruidos empezaron a flotar fuera del alcance de su conciencia. Por un instante vio las uñas rosa anaranjado de Beverly rodeadas de sus bronceados dedos, pero eso no quería decir nada. La imagen se transformó en una película proyectada sobre el interior de sus párpados y se durmió.

Se despertó sobresaltada. Un rayo de luz había entrado en el cuarto e iluminaba la colcha. Alguien daba golpes a un bombo con insistencia, alguien gruñía… ¿Era rap? ¿Qué era? Hincó un codo en la cama y medio se incorporó. Miró hacia la puerta y entonces…

—¿Queeeeeeeé pasa, colega?

En el umbral se recortaba la silueta desgarbada de un chico de camiseta y pantalones anchos. Tenía el cuello largo y una mata de rizos que le sobresalía por encima de las orejas. En la mano, cerca de la cabeza, se adivinaba el perfil de una botella de cerveza.

—¿Te he despertado?

—Sí… —Estaba tan sorprendida y desorientada que lo dijo como quien exhala el último suspiro.

—Es una visita de cumplido, tía. Ha llegado la hora de relajarse. —Levantó la botella y bebió un buen sorbo—. Ah, ah, ah.

—Estoy… intentando dormir —le informó Charlotte, aún atontada.

—No pasa nada. Ni te disculpes. Son cosas que pasan, joder. —Sonrió como un memo y añadió—: Ujuuú, ujuuú.

Charlotte seguía apoyada en un codo, observándolo. Pero ¿qué hacía? Los golpetazos… Sí, era rap. En el pasillo alguien había puesto un disco a toda pastilla. Le costó esfuerzo preguntar:

—¿Qué… hora es?

El chico se acercó la otra muñeca a la cara. Era todo muy misterioso, porque Charlotte sólo veía su silueta, con algún que otro reflejo de vez en cuando.

—Aquí dice… A ver… Dice… que es la hora de relajarse. En el pasillo se oyó un gran estrépito, seguido de los gritos de un chico:

—¡Has metido la pata hasta los cojones, chaval!

Risas estentóreas. La música rap seguía retumbando.

Los rizos del chico se volvieron para mirar y luego regresaron a su sitio.

—Salvajes —masculló—. Hay que exterminar a las bestias. Mira… Ehhhh, no hay que cortarse un pelo…

En un arrebato de rabia, Charlotte se incorporó apoyándose con ambos brazos en la cama.

—¡Ya te he dicho que quiero dormir!

—¡Vaaale! —contestó él, echando la cabeza atrás y extendiendo las palmas ante el pecho en un fingido gesto defensivo—. ¡Jo! ¡Perdona, tía! —Dio unos pasos de espaldas como si el grito lo hubiera dejado tambaleándose—. ¡Como si no hubiera venido! ¡Ni me has visto! —Y desapareció por el pasillo chillando—: Ujuuú, ujuuú.

Charlotte se levantó y cerró la puerta. El corazón le aporreaba la caja torácica. ¿Sería posible bloquear la puerta? No, porque Beverly tenía que entrar. Encendió la luz. Era la una y diez. Volvió a meterse en la cama y se quedó tumbada boca arriba con el corazón aún acelerado, escuchando el jaleo. «El alcohol está prohibido en el Patio Menor». ¡Ese chico estaba como una cuba! Era el tercer alumno borracho que veía con sus propios ojos desde el solemne pronunciamiento de la delegada, y por lo que se oía debía de haber muchos más. Tenía el espantoso presentimiento de que no iban a dejarla pegar ojo en toda la noche.

Transcurrió aproximadamente una hora y el jaleo fue remitiendo. ¿Y dónde diablos estaba Beverly? Charlotte miró fijamente el techo, miró fijamente las ventanas, se puso de un costado, se puso del otro. Dupont. Se acordó de la señorita Pennington. Se acordó de Channing y Regina… Channing y sus facciones regulares y pronunciadas. Regina era su novia. Laurie decía que lo habían hecho. Todo. Ah, Channing, Channing, Channing. Perdió la conciencia del tiempo, ya que se quedó dormida pensando en Channing Reeves y sus facciones regulares y pronunciadas.