Una jornada de solidaridad con
la comunidad gay y lésbica
Adam consideraba ya que su estudio, su cajoncito descalabrado, era un sanatorio para una sola paciente, la chica a la que amaba, el amor de su vida… ¡Sentía deseos de proclamar su amor a los cuatro vientos! Deseaba literalmente subir a un promontorio con Charlotte a su lado y pasarle un brazo por la cintura y alzar el otro al cielo para decir: «¡Contempladla! ¡Admirad su belleza inefable! ¡Ésta es la chica a la que amo! ¡Es… mi vida entera!», pero ¿a quién iba a decírselo? A nadie conocía mejor que a los mutantes, pero de ahí a pregonar a su camarilla intelectual: «Estoy enamorado»… No, la simple imagen de las risillas estúpidas y las miradas de soslayo le resultaba insoportable.
Al mismo tiempo, tenía una profunda preocupación alojada en algún lóbulo posterior del cerebro: la acusación de plagio contra Jojo seguía sin resolverse, y no parecía que estuviera ocurriendo nada. El caso permanecía latente, al menos de cara a la galería, pero Adam había mentido a un funcionario instructor siguiendo los consejos de Buster Roth, que no era su amigo. ¡Corría el riesgo de que lo expulsaran de Dupont! No alcanzaba a imaginárselo siquiera. Era algo tan irreal como el concepto de la muerte. Sin embargo, ¡ahí estaba! ¡Había cavado su propia fosa! Aquel desastre inimaginable… ¡podía ocurrir!
Pasaba todo el tiempo posible con Charlotte. Dormía pegado contra ella en la camita individual, alborozado por la dependencia que ella demostraba (no pegaba ojo si Adam no la abrazaba durante al menos un par de horas) y frustrado por el hecho de que «acostarse contra ella» no fuera ni mucho menos «acostarse con ella». «Cuestión de preposiciones» fueron las palabras que le vinieron a la cabeza. «Tiene gracia», se dijo con cara de palo.
En cualquier caso, no podía estar en todo momento con ella. Había empezado la semana de los exámenes finales del primer semestre y tenía que lucirse para entrar en la contienda por una beca Rhodes. Al mismo tiempo, se había propuesto recuperar el reportaje sobre la Noche de la Gran Mamada para que Hoyt Thorpe entendiera el mensaje de Charlotte Simmons y Adam Gellin: «La venganza es nuestra y nos resarciremos». Además de eso había un asunto tan mundano como latoso: cuatro horas de reparto de pizzas todas las noches. Su tarea de monitor de deportistas se la pagaban por horas, pero el departamento de Deportes había dejado de hacerle encargos. Adam Gellin, mutante del milenio y príncipe, Príncipe del Amor en un cuento de hadas, tenía que meterse en aquel destartalado utilitario japonés y pasear pizzas de aquí para allá.
Charlotte se había aficionado a permanecer lánguidamente en la cama durante el día. Si se levantaba, nunca se ponía nada salvo una camisa de leñador canadiense de tejido sintético que tenía Adam. Estaba claro que no abrigaba la menor intención de salir de casa. Uno de los deberes más urgentes de Adam era asegurarse de que se pusiera las pilas, al menos el tiempo suficiente para vestirse (con la misma ropa que había llevado) y presentarse a los exámenes. Ella se quejaba de que no podía ir, porque no había tenido oportunidad de estudiar, pero él le aseguró que era un genio, que había trabajado tanto y con tal maestría durante la primera parte del semestre que le bastaría con la carrerilla que había tomado. Lo hecho, hecho estaba; era hora de dejarlo atrás y lanzarse hacia el futuro de mil millones de voltios que la aguardaba y hacia su vida intelectual sin parangón, etcétera, etcétera: bocanadas de tópicos tan espantosos como necesarios, en resumidas cuentas, pero no le cabía duda de que los halagos y el optimismo empezaban poco a poco a surtir efecto.
En su fuero interno, la compasión, el dinero y la caridad se veían las caras con un ansia en todo momento latente, humeante, mortificante, de ser víctima de un virginicidio a manos (y a boca, pecho y vientre) de su amada. De vez en cuando, su sentido de la caridad le aconsejaba llevarla al centro médico y ponerla en manos de un profesional que la tratara por depresión. No es que fuera meramente infeliz, eso lo entendió él tras el primer día, sino que estaba deprimida. Pero el deseo lo refutaba: eso le daría la puntilla… La meterían en una especie de manicomio pasado por el filtro del siglo XXI y de mil teorías modernas. Y se arriesgaría a que la diagnosticaran «clínicamente» deprimida y la enviaran a casa… Y eso Adam no podía permitirlo. Lo que necesitaba era amor, muchos cuidados, ánimos, elogios, visiones de un futuro radiante… y orden. Tenía que establecer una rutina positiva para que Charlotte la siguiera. ¡Sí! «Tienes que presentarte a los exámenes». ¡Sí! «Tienes que adecentarte tanto si sales de casa como si no». Y ante sí mismo: ¡Sí! «Este cajón miserable y paupérrimo donde vivo debe ofrecer un aspecto ordenado».
El primer día que Charlotte, temblorosa, acudió a rendir un examen (el de Neurociencia), Adam se incrustó los ojos de un sargento de instrucción de película y analizó su estudio: sí, era una pocilga con todas las de la ley. Y el cuarto de baño en un pasillo común… Puesto que servía a los cuatro estudios (o sea, a cuatro chicos que apenas se saludaban con un gesto de la cabeza), a nadie le parecía que mereciera la pena mantenerlo limpio. La porquería, los olores fétidos, la mugre en la ranura donde el suelo embaldosado lindaba con la bañera (en la que se veían manchas de cobre verdoso corroído de más de un palmo en torno al agujero del desagüe), la acumulación de pelillos de afeitados diversos que formaban un lodo en el fondo del lavabo, la virulenta cenefa fangosa cerca del borde del lavabo, la arenilla de las baldosas (que eran de esas antiguas y pequeñitas de forma octogonal y estaban agrietadas aquí y allá), el moho negro que se propagaba por la cortina de la ducha (un plástico cutre del color de los tubos de alimentación intravenosa combado allí donde faltaban tres anillas de sujeción), la pintura del techo llena de burbujas y medio desconchada por efecto de la mala ventilación: Adam nunca lo había visto con unos ojos de verdad, como los de Charlotte. Poner orden en aquella ignominia se convirtió en un reto. Encontró en el sótano una pala para quitar nieve, un viejo cepillo gris de fregar con mango de madera y una botella de amoniaco medio llena. Raspó la pintura sembrada de desconchones del techo. Se puso de rodillas y fregó el moho y las manchitas de pintura de la cortina de la ducha, la mugre del lavabo, las manchas de herrumbre y las salpicaduras de la bañera y (a cuatro patas) el suelo de baldosas, hasta casi asfixiarse con el amoniaco. Recogió todas las prendas sueltas y demás detritus del cajón. Hizo la cama con pliegues de hospital tal como tenía por costumbre su madre. Barrió la maleza de pelusa y pelos, tiritas arrugadas, comprobantes de cajeros automáticos, botellas vacías de mejunjes a base de zumo de frutas diluido de la marca Snapple, capuchones de plástico negro de bolígrafos desechables ya desechados, anuncios recogidos en el buzón y tarjetas desprendidas de revistas. Le llevó tres horas largas.
Acababa de disponer todos los chismes, las zapatillas de deporte, los rimeros de papeles del escritorio, las fundas de gafas, el botiquín y la taza de Community Coffee (que tenía que llevar al cuarto de baño cada vez) en pulcros montones e hileras cuando Charlotte regresó del examen de Neurociencia. Entró en el cajón con expresión abatida. Adam esperó a que se le iluminara al ver el orden reluciente del piso. Sonrió, abrió los brazos de par en par en un gesto cómicamente exagerado, y anunció:
—¡Bienvenida a una nueva vida de orden y limpieza chez Gellin!
Charlotte se precipitó hacia él, le echó los brazos a la cintura, apoyó la cabeza en su pecho y rompió en sollozos desgarradores.
—Ay, Adam, lo he tirado todo por la ventana, por la ventana, por la venta-ah-ah-ah-ah… —Las convulsiones llegaron tan rápido que ni siquiera pudo acabar la palabra.
—Lo dudo mucho…
—¡No había estudiado lo suficiente ni de lejos! ¡Ha sido horrible! ¡Ahora todo el mundo va a dejarme por imposible! He decepcionado a todo el mundo-oh-oh-oh-oh-oh… —Boqueó—. El señor Starling, la señorita Pennington… todo el mundo-oh-oh-oh-oh-oh…
Lágrimas incesantes. Adam se preguntó quién sería la señorita Pennington.
—¡Venga! ¡Tranquilízate! ¡Todo el mundo se queda así después de un examen difícil! Te garantizo que te ha ido mejor de lo que crees.
—Aydiosmío, como si las cosas no fueran ya bastante mal… ¡El señor Starling ya ni me mira! Cree que me he convertido en no sé qué-eh-eh-eh-eh…
—¡Ya vale! ¡Ya vale! —Adam lo berreó como una orden, cosa que lo sorprendió a él mismo—. ¡No pienso tolerarlo!
Charlotte dejó de llorar de repente y lo miró con la boca entreabierta y los ojos llorosos y resplandecientes, con un respeto curiosamente rayano en el placer, como les sucede a veces a las mujeres cuando un hombre toma las riendas y les suelta una buena reprimenda.
El equipo entró en el CircumGlobal Lexington en un autocar de alquiler Mercedes SuperLuxe blanco con estilizadas franjas azules de aspecto aerodinámico en los lados. Jojo iba sentado hacia la mitad, al lado de Mike. Los asientos eran como los de primera clase de un Boeing 767. Las ventanas estaban tintadas igual que gafas de sol, tanto era así que en un primer momento no alcanzó a distinguir nada, pero luego los vio. Como los demás jugadores, nunca admitía conscientemente lo reconfortante que era la mera presencia de los mirones y las grupis. Había bastante gente delante de la entrada del hotel… Le sorprendió que Lexington, que él siempre había tenido por una ciudad universitaria de Kentucky, fuera lo bastante grande y tuviera el nivel suficiente como para un CircumGlobal. Había por allí muchos blancos con corbata y pinta de tener pasta, probablemente a la espera de un taxi para salir a cenar o lo que fuera, y también… seis, ocho, quizá diez grupis blancas. Las grupis siempre eran blancas, aunque al menos el ochenta y cinco por ciento de los jugadores del baloncesto universitario de primera fila eran negros. Un asunto curioso, el de las grupis.
Jojo se incorporó todo lo ágilmente que podía erguirse un tiarrón de dos metros ocho dentro de un autocar. Fueran cuales fueran sus problemas, por mucho que un novato que iba de guais le hubiera arrebatado la titularidad, por mucho que un profesor de Historia que se la tenía jurada a los deportistas se hubiera propuesto conseguir que lo expulsaran de Dupont, al margen de todo ello, los diez minutos que les llevaba entrar en un hotel de lujo y deambular por el vestíbulo a la espera de que los alumnos encargados se ocuparan del equipaje e hicieran los trámites en recepción eran diez minutos de paraíso terrenal. Sabía perfectamente que todos los miembros del equipo, incluidos los manguitos, notaban el mismo subidón, aunque nadie, incluido él, era tan memo como para decirlo en voz alta. Durante esos diez minutos, eran gigantes que dominaban el mundo.
Los jugadores bajaron del autocar, encorvados para no golpearse la cabeza contra la puerta, y los mirones contuvieron la respiración, no fuera que alguno de aquellos gigantes se hiriese el cráneo. Luego fueron soltando el aire lentamente a medida que los hombretones ponían pie en tierra y se erguían, cual monumentales navajas al abrirse.
Las grupis se adelantaron a saltitos. Eran chicas blancas atractivas cuyos rostros, si hubieran optado por dejarlos sin maquillar, habrían sido de monitoras de guardería cariñosas y entregadas. Tal como iban, no obstante, sus ojos brillaban desde las profundidades dispuestos a disfrutar de la noche, sus párpados lucían pestañas postizas como puentes voladizos, sus labios relucían con una gama pasmosa de tonalidades, los vaqueros ceñidos les llegaban a la mitad de la cadera, llevaban los ombligos visiblemente perforados por aros de plata de los que colgaban breves ristras de perlas… Así pues, parecían putas. Al menos eso suponían los huéspedes adultos del hotel, que no habían visto semejante troupe en la vida. Pero no lo eran: eran voluntarias, ofrecían sus cuerpos a cambio del honor de permitir que aquellos gigantes famosos se sirvieran de las fisuras de sus entrañas y de sus rostros como mejor les pareciese. Eran como las rameras del templo del budismo… o el hinduismo o lo que diablos fuera. El nombre de Shakti la Zurda pasó como un destello por el cerebro de Jojo… La asignatura se llamaba Historia de la Religión en Asia y África, pero él sólo se acordaba de las rameras del templo. En su momento aquella idea le había hecho experimentar una perversa concupiscencia, pero en su estado de ánimo actual se compadeció de las grupis. ¿De quién serían hijas? ¿Tendrían sus padres la más remota idea de todo aquello? Jojo ya estaba harto de aquellas rameras voluntarias de cancha de baloncesto, qué placer tan vacío y decadente, exento de cualquier emoción más allá de la puramente animal, a menos que el engreimiento huero se considerase una emoción.
—¡Treyshawn! —chilló con voz de pito una chica, una rubita cuyos pechos parecían un par de pelotas hinchables de quita y pon.
—Eh, guapa —respondió él por la comisura de la boca, como si no hubiera nada más tedioso en el mundo.
—¡Hola, Jojo! ¿Te acuerdas de mí?
La miró con el rabillo del ojo. No estaba mal, la verdad. Una chica blanca alta y morena, de rasgos delicados y piernas estupendas gracias a una faldita minúscula. Jojo no sólo no se acordaba, sino que no iba a rebajarse a contestar. Por otro lado, había sido el segundo al que habían abordado, precedido únicamente por Treyshawn. Así que no lo habían olvidado, a pesar de que ya no salía de titular en los partidos fuera de casa. Empezaba a saborear el empujoncillo recibido en el ego cuando…
—¡Vernon!
—¡Vernon!
Dos de ellas, dos grupis de lo más jugosas, llamaban a gritos al hombre que le había costado la titularidad en el equipo de los campeones nacionales.
Conforme los chicos entraban por las puertas giratorias al vestíbulo del CircumGlobal Lexington, todo empezó de nuevo, la admiración, los ahhhs, las miradas descaradas. Descollaban muy por encima de los pardillos del vestíbulo del hotel. Eran como una raza completamente nueva, más evolucionada. Buster Roth exigía que sus chicos llevaran chaqueta y corbata en los desplazamientos. Los blancos (Mike, los manguitos y él mismo) vestían americana de sport azul marino con pantalones caqui, salvo uno de los manguitos, que llevaba pantalones grises de franela. A los jugadores negros, sin embargo, les iba lucir palmito, ir a la moda. Lucir palmito e ir a la moda en esa temporada suponía llevar trajes rectos de tres o cuatro botones. Treyshawn vestía uno de cinco hecho a medida, con el superior abrochado bien arriba y el inferior un par de metros más abajo. Con aquel traje parecía una chimenea. El entrenador sabía lo que se hacía. Cuando el equipo entraba en el vestíbulo de relumbrón de un hotel como el CircumGlobal, no eran meros gigantes sino seres capaces de arrasar. Eso saltaba a la vista en las caras boquiabiertas de todos los señores encopetados que se alojaban en el hotel.
Jojo se había regodeado con esa sensación muchas veces. Aquel día, sin embargo, convergían demasiados problemas al mismo tiempo. Ya no era titular. La humillación inmediata que eso suponía ya era considerable, pero ¿y las implicaciones a largo plazo, su sueño…? No, más que su sueño era lo que daba por supuesto, lo que había dado por supuesto durante toda la vida, que iba a jugar en la NBA… ¡en la NBA! ¡El ascenso a lo sublime que iba a dar sentido a su vida entera! No era más que eso, algo que había dado por supuesto y que ahora resultaba infundado. Aún disponía de una oportunidad para cambiarlo todo, pero no iba a cambiar gran cosa si lo expulsaban de Dupont. Había necesitado mucho tiempo para comprender por fin de qué pie calzaba aquel profesor de Historia que lo acusaba de plagio, el señor Quat. Ni por un instante se había permitido pensar que el entrenador no fuera a solucionar el problema, porque Buster Roth era una leyenda en Dupont; pero resultaba que ni siquiera él, por mucho que contara con la ayuda del rector, podía hacer que el gilipollas de Quat diera su brazo a torcer. Aquel cabrón sabía muy bien que Jojo no era capaz de hacer un trabajo así, y tarde o temprano se las arreglaría para demostrarlo. Con el tiempo, si la cosa se prolongaba lo suficiente, el maricón de Adam (¿era Tellin, o Kellin?, ¿cómo hostias se llamaba?), Adam lo que fuera, acabaría por derrumbarse. Desde luego se lo iban a follar vivo. «No va, no va, Jojo». La pena menos severa sería la expulsión durante un semestre, precisamente ése en que se jugaba la mayor parte de la temporada de básquet y el torneo de la Liga Nacional Universitaria, la época conocida como «la locura de marzo».
O podía suspender La Época de Sócrates. El asunto lo superaba ampliamente, tal como le había advertido el entrenador. Estaba flipado con Sócrates y Platón… la ecuación de Sócrates entre conocimiento y virtud, la diferenciación de sus «definiciones universales» frente a las ideas de Platón y tal, pero no estaba acostumbrado a tantas lecturas, como los estudiantes de verdad, ni a hacer trabajos, lo que implicaba aportar nuevos puntos de vista y analogías y cantidad de cosas que nunca se había tenido que currar, o utilizar palabras finas como «dialéctica», «ética eudemonológica» o «actitudes intelectualistas y sobreintelectualistas». Cuando tenía oportunidad, se sentaba delante del ordenador. Mike quería jugar al Grand Theft Auto, el StuntBiker o el NBA Streetballers, pero a Jojo le daban las doce de la noche navegando por Internet en busca de términos. Un insuficiente en La Época de Sócrates tendría las mismas consecuencias: apartado de cualquier actividad deportiva durante un semestre.
Había al menos media docena de grupis en el vestíbulo, y eso que el CircumGlobal no era un hotel por el que fueran a permitirles deambular mucho rato ofreciendo sus rosáceas chuletitas de cordero. El entrenador había ordenado que hicieran caso omiso de las chicas. Incluso sonreírles daba una imagen rastrera, y no iba a tolerar que esas tías ensuciaran la reputación del programa. Sí, seguro… Jojo veía a los chicos comerse a los yogurcitos con miradas de reojo y luego cruzar risitas mientras intentaban prever el futuro, es decir, la vida después del toque de queda.
Mike y Jojo compartían una gran habitación con un par de amplias camas de matrimonio. Jojo no habría sabido aislar los detalles para explicárselos, pero le resultaba evidente que era un hotel de lujo: un par de gruesos y mullidos albornoces de felpa en el armario con el escudo heráldico del CircumGlobal (que databa de 1996) bordado en el bolsillo del pecho, lo mismo que en las sandalias de baño a juego…
Mike no perdió un instante. Fue de inmediato al inevitable armario de imitación caoba que albergaba el televisor, cogió el mando a distancia, se acomodó en un sillón y escogió una peli de porno duro, pago por visión, de la amplia selección del hotel. Jojo, por su parte, sacó dos libros y una libreta de espiral de su bolsa de Dupont y fue directo a la mesa, donde había una lámpara con una bombilla de más de cuarenta vatios (una de las ventajas de un hotel de lujo no apreciables a primera vista), y empezó a empaparse de la Metafísica de Aristóteles, donde se hablaba cantidad de Sócrates.
Salían del televisor los típicos relinchos y «anghhhs», los dos sonidos que delimitaban la capacidad interpretativa en el género de las películas para adultos. Desde donde estaba, lo único que alcanzaba a ver era una ensalada de cachas, ijadas, panzas, caderas, nodos hinchados, melones pendulones y menudencias endurecidas que se estremecían en sacudidas y chorretadas espasmódicas sobre una cama.
—¿Cómo hostias puedes ponerte a ver esa mierda, Mike?
—Ésa no es la cuestión —respondió el aludido—. La cuestión es cómo puedes ponerte tú a leer esa… Yo qué sé qué coño estás leyendo.
—Pues porque tengo que empollar, tío. Tengo el examen final de… —se abstuvo de mencionar a Sócrates— de una asignatura de Historia de la Filosofía que hago.
—¡Joooder! —se recochineo Mike, levantando las manos en un fingido gesto de sorpresa—. ¡Ya no me acordaba! Ahora comparto habitación con…
—Si mencionas a Sócrates, chaval, te corto los cojones. Que lo sepas.
—Eh, eso ni de coña, Sóc… quiero decir compañero. Después del toque de queda nos esperan unas pavitas que están que te cagas.
Jojo profirió un suspiro filosófico.
—Cuando hemos entrado en el hotel pensé, no sé… ¿de dónde salen las grupis? ¿Por qué vienen a tirarse a un montón de jugadores de básquet que saben que no volverán a ver en la vida? Es que no lo entiendo, tío. Tampoco es que sean unas matadas ni nada por el estilo. Algunas están buenas, no tienen pinta de zorras. Bueno, un poco sí. Pero, vamos, que no acabo de entenderlo.
—Y yo qué sé, tío, yo ni me lo planteo. Se ve que las hace felices. La verdad es que a caballo regalado…
Hubo algo curioso en las palabras de Mike. Jojo no habría sabido decir qué con exactitud, pero, si se le hubiera facilitado una transcripción de la conversación, probablemente habría acabado por dilucidarlo. Tarde o temprano habría caído en la cuenta de que su compañero había articulado tres frases seguidas sin usar las palabras «joder», «puta» o «mierda», ni ninguno de sus derivados o variaciones compuestas.
Por lo general, el toque de queda se producía justo antes de las doce, y, como era de esperar, a menos cinco sonó el teléfono. Jojo descolgó el que había encima de la mesa. Quienes hacían las llamadas eran los ayudantes del entrenador, Skyhook Frye y Marty Smalls.
—Eh, le estás cogiendo el tranquillo, Sky —dijo Jojo—. Sí, soy yo.
—Mañana tenemos un partido difícil, Jojo —anunció Skyhook—, así que no me toquéis los cojones, ¿vale? Venga, ¿dónde se ha metido Mike? Más le vale estar ahí, joder. Pero sin joder, claro.
Jojo le pasó el auricular a su amigo.
Mike escuchó a Skyhook, ofreciendo en todo momento esa mirada dirigida al techo que viene a decir: «Vaya coñazo de tío, ¿no?».
—¿Yo? —decía—. Pues en la cama. Me has despertado… ¿Qué? Oye, que yo nunca me quedo contigo, Sky… Vaaale, paz. —Colgó y le preguntó a Jojo—: ¿Cuánto esperamos?, ¿quince minutos o qué?
—Yo no salgo. Tengo mucho que hacer.
—No me rayes, tío. ¿En serio?
—¡Pues claro que en serio! No puedo andar haciendo el chorra. Dentro de nada tengo un examen de… de La Época de Sócrates.
—¿Qué hostias te ha dado con…?
Jojo lo atajó:
—¡Cuidadito! Ya te lo he advertido: yo puedo decir «Sócrates» pero tú no. Ya tengo bastante con oírselo todo el puto día al míster.
—¿Y te da igual que esté esperándote esa pava? —Mike hizo un gesto en dirección al vestíbulo.
—¿Qué pava?
—«¿Qué pava?». Pues la que iba enseñando las piernas hasta arriba. Prácticamente se ha tumbado en el suelo espatarrada en cuanto bajamos del autocar. Ya he visto cómo le dabas un buen repaso…
El recuerdo produjo un hormigueo a Jojo. No pudo evitarlo. Se la imaginó delante de él… aquellas fabulosas piernas largas, aquel suspiro de falda que apenas le cubría las caderas, y no llevaba nada debajo, y se había afeitado el vello púbico… ¡A tomar por saco! Apartó aquellos pensamientos de efectos tumescentes.
—Ah, ésa —respondió, e hizo una mueca dando a entender que no era más que una grupi del montón. ¿A qué venía tanto revuelo?—. Tengo que aprobar esta asignatura, eso es lo único que tengo en la cabeza. Es que si cateo ya la cago del todo.
Mike intentó camelárselo para que renunciara a su íntegra abstinencia de la vida tras el toque de queda, pero Jojo no estaba dispuesto a ceder.
—Bueno, tú mismo —cejó su amigo, al cabo—, si te pones en ese plan… Pero a mí no me vengas con hostias si alguna seguidora de Dupont insiste en subir conmigo luego.
—Vale, vale —respondió Jojo. Con toda intención, volvió a los libros antes de haber acabado de soltar el primer «vale».
En cuanto se fue su compañero, empezó a disfrutar de la vigorizante virtud de la abnegación. Era el momento perfecto para centrarse en la Metafísica de Aristóteles y quitársela de encima de una vez. Ya se imaginaba a Mike y probablemente a André, Curtis y Treyshawn, incluso a Charles, camino de algún bar con sus recogedoras de semen para mantener las mismas conversaciones descerebradas que en Chicago y en Dallas y en Miami, que servirían para engatusarlas un poquito antes del folleteo… Qué triste, qué pesado y qué superficial. Y es que ya lo había dicho el mismísimo Sócrates: «Si un hombre se corrompe con el convencimiento de que así alcanzará la felicidad, yerra por ignorancia, sin saber lo que es la auténtica felicidad».
Empezó a tomar notas, algo prácticamente nuevo para él, pero es que aquella asignatura, La Época de Sócrates, y aquel profesor, el señor Margolies, le habían llegado muy adentro. «Conceptos». Todo tenía que ver con «conceptos» y «pensamiento conceptual». La época de Sócrates había supuesto el nacimiento del pensamiento sistemático. Los griegos cambiaron el mundo a través precisamente de su forma de pensar. Sócrates creía en Zeus. De si creía también en todos los demás (Hera, Apolo, Afrodita y… y… Jojo nunca conseguía acordarse) no había quedado constancia, pero en Zeus seguro que creía. Jojo se planteó si en aquella época la gente se pondría de rodillas para rezar a Zeus o se cogería de las manos en torno a la mesa para bendecir los alimentos, como hacía su tía abuela Debbie. Bueno, daba igual. Sócrates estaba obsesionado con la lógica, con todos sus «razonamientos inductivos» y sus «silogismos éticos»… Jojo tenía delante la Metafísica, y Aristóteles decía: «Sócrates no otorgó existencia diferenciada a los conceptos universales o las definiciones; Platón, por el contrario, les dio existencia independiente, y eso fue lo que pasó a llamarse “las ideas”»… Estaba seguro de que eso entraría en el examen, de modo que decidió leerse el párrafo otra vez: «Sócrates no otorgó existencia diferenciada…».
Jojo tenía una imagen mental de Sócrates y sus discípulos, aunque no sabía de dónde la había sacado. Estaban todos sentados con sus togas. Sócrates tenía una larga melena cana y barba blanca, y vestía una toga impoluta, y todos los alumnos llevaban coronas de laurel en la cabeza, y togas… Se preguntó cómo se las arreglarían para llevar cosas en la toga, que eran como sábanas, ¿no? Pero quizá no tuvieran tantas cosas que llevar… ni las llaves del coche, ni el móvil, ni un boli, ni tarjetas de crédito… Sí, pero ¿y el dinero? Dinero tenían que tener. O quizá no, a lo mejor no lo llevaban consigo todos los días. ¿Qué diablos iban a comprar? No tenían CDs, ni coches a los que poner gasolina, ni Gatorade, ni barritas de cereales energéticas y tal… Luego pasó a preguntarse cómo se las apañarían con la toga para ir al baño… Se imaginaba toda clase de situaciones difíciles… Ya puestos, si los discípulos llevaban coronas de laurel todos los días, ¿de dónde las sacaban? ¿Quién se las hacía? Las mujeres, imaginó, pero ¿qué mujeres? Sócrates no decía gran cosa de las mujeres… ¿Quién fregaba los platos? ¿Quién lavaba la ropa? Igual tenían esclavos, ¿o eso era sólo los romanos? Bueno, no podía perder el tiempo con tanta tontería, había que volver a la Metafísica… Era la hostia de difícil de leer. ¿Qué sería eso de «Del mismo modo que el cuerpo del hombre se compone de materiales tomados del mundo material, la razón del hombre forma parte de la razón universal o de la mente del mundo»? A Jojo le producía una gran satisfacción descifrar todo aquello. Ojalá hubiera empezado a tomárselo en serio de crío, o en el insti. «Sócrates pasaba por alto las partes irracionales del alma —decía Aristóteles—, y no otorgaba la importancia suficiente a la debilidad del hombre, que lo lleva a hacer aquello que sabe errado». Jojo recapacitó: Sócrates se había pasado la vida diciendo que el meollo del asunto era la razón del hombre, no la falsa felicidad de cosas como ir por ahí tirándose grupis, y de pronto aparecía Aristóteles y saltaba con que la debilidad moral, como tirarse a las grupis, también era el meollo del asunto. Se quedó con la duda de si Aristóteles, Platón y Sócrates tendrían grupis. ¿Serían muy famosos? Cuando iban de viaje y dormían en un… no, probablemente no había hoteles por aquel entonces, o serían distintos, porque…
Llamaron repetidamente a la puerta, que al parecer era de metal pese a que estaba pintada de color madera.
—¿Quién es? —gritó Jojo.
—La camareraaa… —aseguró una voz que acentuó la última sílaba y medio canturreó la palabra entera, como tenían por costumbre en los hoteles.
Con un suspiro, molesto al verse interrumpido, Jojo fue hasta la puerta y la abrió.
—¿Jojo? Soy Marilyn.
Una carita joven y guapa con cantidad de maquillaje en los ojos… y unas piernas largas, unas piernas fabulosas, que parecían aún más largas de lo que eran, ya que los pies quedaban en un ángulo de cuarenta y cinco grados con respecto al suelo sobre un par de sandalias de finas tirillas y tacones de unos diez centímetros. Subían y subían, aquellas piernas fabulosas, hasta la faldita más insignificante del mundo. Sí, era ella.
Con timidez coqueta:
—¿Puedo entrar?
—Esto… Claro, claro —respondió Jojo, un gigante de lo más cortés. Mientras sostenía la puerta abierta para franquearle el paso, empezó a buscar una excusa para decirle que no podía quedarse. ¿Cómo había sabido en qué habitación estaba?
La chica entró y se quedó delante de él, que dejó que la puerta se cerrara sola.
—¡Uau! —exclamó, con los ojos como platos y una encantadora sonrisa infantil—. En la tele pareces alto… ¡pero es que eres altísimo!
Jojo estaba confuso. La chica era una de esas personas que de inmediato se intuyen agradables y bien educadas.
—¿Cómo sabías en qué habitación estaba?
—Me lo han dicho tus compañeros. —Siguió ofreciéndole el gesto más simpático y risueño imaginable—. Dicen que estudias mucho y te encuentras solo, y que necesitas un respiro… Y aquí estoy yo.
Jojo sacudió la cabeza.
—Ah, ésos… —Miró el suelo y meneó la cabeza un poco más. Ella no se movió. Su rostro no estaba a más de cuarenta centímetros del de Jojo, y eso debido a que le sacaba más de un palmo de altura—. Mira… Marilyn… Te llamas Marilyn, ¿verdad?
Ella asintió con la misma expresión sencilla y colmada de adoración.
—Eres muy amable por ofrecerme un respiro y tal, pero tengo que estudiar. No hagas caso a mis… —se contuvo de decir «putos»— compañeros, sobre todo a ese tío… al blanco. Mike.
Ella no cambió de expresión en ningún momento: risueña, encantadora, directa, no parecía una puta en absoluto.
—Bueno… ¿Te importa si me quedo a mirar?
—¿A mirar? ¿Cómo que a mirar?
—A mirar cómo estudias.
Él escudriñó su rostro en busca de ironía y no encontró ni rastro. Era diferente de la mayoría de las grupis. No derramaba a borbotones «o sea» y «supertal» y «supercual» en todas las frases. No coqueteaba demasiado con la mirada.
—¿Por qué ibas a querer verme estudiar?
Ella lo observó con la misma expresión franca y candorosa, sonriente todavía, pero la sonrisa había adquirido un leve sesgo, como sugiriendo que era un poco duro de mollera.
—Luego puedes estudiar un rato largo —añadió.
En cuanto la palabra «largo» hubo abandonado sus labios (¡toma ya!) tendió la mano y le agarró el paquete. Y lo miró a los ojos con la misma sonrisa, que seguía diciendo: «Ay, espabila». Ya le había bajado la cremallera y le había metido la mano dentro.
Jojo sacudió la cabeza para negarse, aunque sin demasiada convicción. Ya le había introducido la mano por la bragueta de los calzoncillos y él, involuntariamente, cerró los ojos y con tono ronco, como si hubiera entrado en trance, dijo:
—Ay, jodeeeeer… Ay, jodeeeeer…
Cuando llegaron a la cama, ella ya se las había arreglado para desabrocharle el cinturón y el botón superior de los pantalones. Como a tantos hombres antes que a él, a Jojo el cerebro se le había bajado a la entrepierna.
Durante las horas siguientes apenas se enteró de lo que pasaba…
Ascendió hacia una abertura en lo alto de una suerte de pozo oscuro para encontrarse con una luz cegadora. Por un instante no supo dónde estaba. De la honda oscuridad a la luz insoportable; le dolían los ojos, eso era lo único que notaba, eso y el olor a cerveza derramada.
Al instante siguiente, la voz de Mike:
—Ay, joder, colega, no quería… —Emitió un silbido agudo—. Vaya, sí que está bueno tu amigo Sóc… ejem… tu amigo griego. Cómo te cuidas. Va, va, Jojo. Si llego a saber que la historia esa de Sóc… esto… era así, yo también me la estaría empollando.
Medio grogui, Jojo se incorporó sobre un codo. Mike y una rubita tonta estaban unos cinco pasos puerta adentro con la mirada fija en él… ¡En ellos! Porque él estaba con la tía esa. ¿Marilyn? La tía esa estaba tumbada boca abajo, en pelota picada, con el muslo de Jojo al sesgo sobre su trasero desnudo. ¡Se habían quedado dormidos! Jojo no sabía qué decir. Permaneció en la misma postura, despatarrado y estupefacto, sumido todavía en un profundo estado hipnótico. Intentó dilucidar qué era peor, quedarse allí tumbado como estaba o retirar el muslo del trasero de la chica y dejar que la grupi de Mike echara un buen vistazo a sus genitales.
—Jojo —dijo Mike—, te presento a Samantha.
Él se limitó a mirarla. La chica llevaba el pelo rubio tan corto y tan rizado que le hizo pensar en una mata de hiedra desbocada. Vestía un top de encaje, similar en cierto modo a una bata de señora, y vaqueros, un contraste exagerado que estaba muy de moda y se consideraba provocativo.
—Samantha, saluda a Jojo.
—Hola, Jojo.
—Y a Marilyn —añadió Mike.
—Hola, Marilyn —saludó la grupi, a pesar de que la aludida tenía pinta de estar en coma.
—Se llama Marilyn, ¿verdad, colega? —preguntó Mike con una mueca burlona—. Parece hecha polvo.
Jojo no contestó. Seguía mirando con expresión amodorrada a la rubia de Mike, que le sonreía coqueta (¡muy coqueta!) y con tantas ganas que le resaltaban los hoyuelos de las mejillas y los ojos se le reducían a meras rayitas. Llevaba unas pestañas postizas tan largas y tan cargadas de rímel que parecían hileras de cerillas carbonizadas. ¿Estaba coqueteando? Pero si él seguía en pelotas con una pierna encima de una tía que también estaba en bolas…
De repente Marilyn empezó a dar señales de vida. Se giró hacia Jojo de tal modo que la pierna de éste quedó trabada con su cuerpo, luego levantó la cabeza, perpleja, y vio a Mike y su grupi, y entonces se volvió hacia Jojo, le dio un beso en los labios y le dijo:
—Tengo que ir a hacer un pipí.
Y se levantó y fue al cuarto de baño desnuda por completo, como si fuera la situación más natural del mundo.
Mike le dio un repaso con aire de aprobación.
—¿Qué andabas estudiando, Jojo, a Helena de Troya?
Jojo se sentó en la cama, consciente de que así apoyaba el pene, flácido pero aún morcillón, en la sábana bajera, luego recogió la de arriba y la manta, amontonadas al final de la cama, y echó un vistazo a su ropa y a la de la tía esa, tirada por el suelo de cualquier manera durante el primer acceso de lujuria.
—¡Es enorme! —le susurró a Mike su grupi, al tiempo que hacía un seña en dirección a Jojo.
—Ya, tiene muchas cosas enormes —comentó él, más en aras de Jojo que de la chica—, pero no todas, claro.
Jojo no se dignó mirarlos siquiera. Se limitó a tirar de la sábana y la manta, taparse y tumbarse de costado para dar la espalda a Mike y su acompañante.
Poco después, Marilyn regresó del cuarto de baño. Por alguna razón llevaba una toalla a la cintura que la cubría hasta las rodillas, pero se llegó hasta Jojo con los hombros erguidos y los pechos rampantes, abandonó la toalla también en el suelo y se metió en la cama. Antes no se había fijado, pero la tía llevaba el vello púbico rasurado. ¿Cómo se ponía de moda una cosa así, quién corría la voz?
Mike apagó por fin la luz. Jojo oyó a los dos recién llegados desvestirse y acostarse entre risillas, guasas y comentarios en plan «Ah, no, de eso nada». Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, Marilyn ya le había metido la mano entre las piernas.
—Hummmm… —le susurró al oído— me parece que tu amiguito no tiene mucho sueño. —La sensación de su aliento al infiltrarse entre los diminutos pelillos del oído lo excitó.
—Ay, jodeeeeer… Ay, jodeeeeer…
Había pasado ya una humillación tan grande que no tenía sentido comportarse con discreción, y mucho menos con corrección, ¿verdad?
Lo último de que fue consciente antes de volver a dormirse, fue de que se follaba a su grupi con el más absoluto abandono moral («moral» fue la ingrata palabra que se presentó por sorpresa para aguar la fiesta de su sistema nervioso central) mientras escuchaba los «annghhhs», «sisisisís», «aunnoaunnoaunnós» (la grupi) y «asicariñoasicariñoasicariño» de la cama de al lado. En la oscuridad (casi absoluta pero no absoluta) alcanzó a ver a la chica de Mike a horcajadas sobre éste, botando arriba y abajo.
Le recordó a un rodeo. Lo único que le faltaba era un sombrero de vaquero que zarandear al aire mientras montaba a su semental.
Al cabo de un rato (ni idea de cuánto) volvió a despertarse. La oscuridad era absoluta y Mike le decía a voz en grito:
—¡Jojo! ¡Jojo! ¡Ehjojo!
—¿Ehhhh? —se las arregló para contestar, aunque lo que quería decir era: «¿Qué?».
—¿Nos montamos un trueque?
—No.
—Si cambias de opinión, me lo dices. Samantha te encantaría, te lo digo yo. Saluda a Jojo, Samantha.
—Hola, Jojo —obedeció la grupi.
—¿Lo ves? —insistió Mike—. Es buena chica.
A pesar de lo adormilado que estaba, Jojo se sintió asqueado. La luz que se colaba por debajo de la puerta le permitió ver que Mike y su grupi iban al cuarto de baño.
Se volvió hacia Marilyn y la abrazó, esta vez de una manera compasiva y culpable, con ansia de salvarla. Ella tenía algo que le hacía pensar que era buena chica.
Marilyn no interpretó correctamente las intenciones de Jojo y volvió a ponerle la mano entre las piernas, pero esta vez su tacto no lo excitó. Abrazándola más fuerte aún le susurró al oído:
—Salta a la vista que eres buena tía. ¿Por qué haces esto?
—¿El qué? —susurró ella.
—Bueno… —No sabía cómo expresarlo—. Ir de pu… Pues ser tan cariñosa con alguien como yo. Todo esto de… ponerte a mi disposición y tal. Ni siquiera me conoces, y esa chica tampoco conoce a Mike.
—¿Lo dices en serio? —Lo preguntó como si sólo hubiera dos posibilidades: o Jojo bromeaba o era un poco corto.
—Pues… sí. ¿Por qué?
—¿De verdad que no lo entiendes?
—No.
—Eres famoso. —Lo más evidente del mundo.
—¿Y?
—Pues que todas las tías quieren follarse a un famoso. —Lo afirmó con el mismo tono de voz dulce y sincero con que decía todo lo demás—. Si alguna dice que no, miente. Te lo digo yo.
Por mucho que lo intentó, a Jojo no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada.
Un momento después, ella añadió:
—Todas las tías, te lo juro.
Cuando Jojo despertó por la mañana, la chica se había ido. Se sintió despreciable.
Un par de altavoces resonaban a lo largo y ancho del Patio Mayor.
—¡Pensadlo bien! En serio, pensadlo bien… ¿La libertad de expresión sólo atañe a la expresión convencional? Eso es lo que da a entender la uni, aunque no se atreven a dejarse de tapujos y decirlo bien claro, ¿no? Es que no lo entienden. ¿O debería decir «no entienden» y punto?
Una leve oleada de risillas entre la multitud.
—Es que los escritores heteros pueden escribir sobre relaciones sexuales heteros empezando por las lúbricas secreciones del conducto vaginal, que les parecen «jugosas» (de verdad, «jugosas») y luego van y hunden la cara en ese jugoso pastel. Y se supone que eso es pasión romántica…
Con eso Randy arrancó grandes carcajadas. El soso de Randy Grossman estaba hablando en público, subido a un precario estrado dispuesto en la explanada de la entrada a la torre de la biblioteca, el mismo lugar donde hablaban rectores y dignatarios en asambleas y ceremonias de entrega de diplomas. ¿Cuántas personas se habían reunido? ¿Cuatrocientas, quinientas? Cientos de estudiantes con vaqueros se agolpaban en el césped de cara a Randy. Durante la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica los alumnos debían llevar vaqueros para demostrar su apoyo a los derechos de gays y lesbianas. Adam se los había puesto, y no sólo eso, sino que estaba a los pies del estrado, unos tres metros por debajo del nivel del micrófono, junto con nueve compañeros, todos ellos con varas de pino sin desbastar a las que habían pegado pancartas. La suya rezaba: ¡LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN TAMBIÉN TIENE PLUMA! En otras palabras, se había convertido en uno de los abanderados de Randy Grossman. Se planteó hasta qué punto resultaría extraño que ocultase la cara tras la pancarta.
—Pero si se nos ocurre escribir con tiza en una de las sagradas aceras de Dupont algo sobre el jugo de pastel esquimal (y el que no lo haya probado que no lo critique)… Bueno, es una práctica consistente en que un tío se mete un cubito de hielo en la boca y luego tu polla y después te acaricia la próstata con dos dedos… Bien. ¿Os parece más raro que lo del hetero que mete la cara en el pastelón y lame fluidos corporales y de paso toda clase de bacterias y virus de transmisión sexual, además de algún que otro resto de orina?
Con esto Randy obtuvo aullidos, gritos, risotadas que más parecían cantos tiroleses. A Adam le habría gustado colarse por una grieta de la explanada de la biblioteca y desaparecer. Desde el punto de vista moral y político, consideraba que lo que estaba haciendo no era sólo algo obligado y justificado, sino también valiente, noble incluso, hasta cierto punto. El Puño Gay/Lésbico, y Randy en concreto, había retado a todas las personas progresistas de la universidad, alumnos, profesores, personal administrativo, a todos y cada uno, a sumarse a la manifestación de la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica, de modo que ya nadie pudiera desentenderse diciendo: «Bah, esa gente otra vez». Cualquier causa progresista atañía a todo el mundo. De otro modo, nunca alcanzarían el impulso necesario. Randy los había pillado a Edgar y a él en la redacción del Wave y no les había dado opción de zafarse, así que allí estaba, en la explanada delante de la biblioteca, el lugar más destacado del Patio Mayor. Había equipos de televisión y veía las cámaras con sus lucecitas rojas, indicativas de que estaban en funcionamiento, enfocadas directamente hacia él… o al menos hacia la zona en que estaba, pero era imposible que no lo filmasen.
—… Llamadlo grafiti si queréis, no pasa nada. —Animado por los aplausos y las risas, Randy voceaba cual Jesse Jackson o alguien por el estilo—. Pero el grafiti también puede ser arte, y el arte puede ser objeto de un acto de vandalismo, como el que ha cometido esta universidad con uno de los grandes logros caligráficos de su historia…
Adam no tenía ni idea de que el soso de Randy fuera capaz de algo así, aunque, la verdad, no estaba bien que cuando quería hacer hincapié en algo lanzara las manos al aire con los codos pegados a la caja torácica. Evidentemente, no había nada de malo en los gestos afeminados (no estaba bien clasificar de esa manera gestos, andares y lenguaje corporal, en términos generales), pero es que era innegable que Randy hacía muchos, que se le veía mucho plumero, y eso no podía pasarle inadvertido a nadie entre los cientos de personas reunidas en el Patio Mayor… ni a nadie que viera los vídeos que estaban grabando, que serían emitidos… ¿dónde?, ¿ante una audiencia de cuántos miles de personas?, ¿millones?, ¿en todo el país? Claro que no podían emitir referencias a la felación y al cunnilingus por televisión, ¿verdad? Y mucho menos la pancarta que enarbolaba Camille, en la misma hilera de abanderados, hacia el otro extremo, que rezaba: ¡FÓLLATE UN PEZ! ¡FÓLLATE UN PEPINO! ¡FÓLLATE CUALQUIER COSA! ¡FÓLLATELO TODO! La misma empresa se había encargado de confeccionar todas las pancartas, incluida la de Camille, pero no cabía duda de que la autora de aquella arenga de perversión polimórfica había sido ella misma. En fin, daba igual, lo importante era que los millones de espectadores se apercibirían del afeminamiento de Randy de inmediato… ¿y de qué más?
Verían a Adam Gellin como uno de los leales soldados felaciónicos del Puño Gay/Lésbico (¡LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN TAMBIÉN TIENE PLUMA!). En resumidas cuentas, hablando en plata: verían a Adam Gellin, un maricón que se pirraba por el sexo anal y los pasteles esquimales. Sintió asco de sí mismo por pensar siquiera algo semejante, por ser tan medroso. Evidentemente, Edgar estaba pasando por lo mismo. Se había colocado en un extremo de la hilera de abanderados (o portapancartas), al pie del estrado, a los pies de Randy Grossman. Su pancarta ponía: MATRIMONIO PARA GAYS Y LESBIANAS ¡YA! Desde el momento en que la había cogido y la había enarbolado, había empezado a palidecer. Los dos tenían el mismo problema, y Adam estaba convencido de que Edgar, al igual que él, no se atrevería a mencionarlo por vergüenza. Y tenían otra cosa en común: la aparente carencia de relaciones sexuales con mujeres. Más de una vez se había preguntado si Edgar sería gay, y él probablemente se habría preguntado lo mismo de Adam. Quizá sí que Edgar era gay. ¿Quién podía saberlo? ¿Por qué estaba todo el mundo tan obsesionado con las etiquetas? ¿Qué tenía de malo decir que uno no tenía pareja, sin especificar nada más? ¿Por qué había cedido y permitido que Randy lo forzara a acudir? ¿Para que la universidad entera llegase a la conclusión de que Adam era homosexual? Sin embargo, se había portado estupendamente y había hecho lo que tantos otros que apoyaban de boquilla los derechos de gays y lesbianas no se habrían atrevido a hacer. Y sus pensamientos empezaron a reseguir el mismo círculo vicioso.
—… Su querida «verdad», de la que probablemente están convencidos —decía el líder del pueblo gay—, ¡ni siquiera saben cuál es su verdad! ¡Se la han hecho a medida ellos mismos para su uso y disfrute! ¿Qué clase de verdad es ésa? ¡El engaño más absoluto! ¡La estafa a uno mismo! ¡La estafa a uno mismo! Los del Consejo de Administración, el círculo que controla Dupont, son tan retrógrados que no se conforman con estafarnos a vosotros y a mí, también… Adam no daba crédito. Randy hablaba cada vez en tono más alto y estridente. Se creía todo un orador, estaba poniéndose retórico… Figurae repetitio, figurae sententiae… El soso de Randy Grossman, líder del pueblo…
—Uhhh… Uhhh.
Un coro de abucheos se alzaba procedente de las últimas filas de la multitud. Adam, que estaba a ras de suelo, no alcanzaba a verlo, pero Randy, en el estrado, sí lo veía, y empezó a gritar:
—¡Eh! ¡Nenas! ¡Sí, vosotras! ¡Las mariconas reprimidas del fondo!
—¡Uhhh…! ¡Uhhh…! —El coro cada vez alcanzaba mayor volumen.
—¡Las de las bermuditas! ¡Qué monas vais! ¡Qué rollo tan machote! Lo del pastel esquimal os ha puesto cachondas, ¿eh? Os morís de ganas de volver a la hermandad para probarlo, ¿verdad?
A los de las primeras filas, vestidos con vaqueros, les encantó. Se deshicieron en los gritos y aullidos que, en pleno subidón de adrenalina, lanza la gente próxima al éxtasis motivado por las graves heridas infligidas al enemigo.
Pero los abucheos de los agitadores alcanzaron el nivel de clamor, y luego prorrumpieron en un cántico. En un primer momento Adam no alcanzaba a entender lo que decían, pero luego lo pilló.
—¡¡Chupa… pollas!! ¡¡Chupa… pollas!! ¡¡Chupa… pollas!!
Era tan descaradamente homófobo que no se lo creía. Más de un estudiante había sido expulsado definitivamente o durante un semestre por mucho menos, sobre todo si se trataba de algo antigay.
Entonces logró verlos. Algunos se abrían paso violentamente entre los de vaqueros, como si tuvieran intención de tomar al asalto el estrado y hacerse con el micrófono. Otros se habían acercado por los flancos del gentío. Ya entendía la referencia de Randy a «las bermuditas»: todos sin excepción vestían pantalones cortos, sobre todo de tela caqui, de los que se llevaban con chancletas en primavera y a principios de otoño, sólo que llevaban botas de obrero y hacía un frío del carajo. Al principio Adam no lo entendió, pero luego sí. «Queréis que todo el mundo vaya con vaqueros para demostrar su apoyo a los gays, ¿verdad? Pues vais a ver lo que es la burla más absoluta, ¡aunque tengamos que helarnos los cojones!». Debía de haber varias docenas y, a medida que iban acercándose, su cántico se impuso a las tentativas de acallarlos de la multitud pillada por sorpresa.
—¡¡Chupa… pollas!! —coreaban—. ¡¡Chupa… pollas!!
Pero alto ahí. Ahora que estaban cerca, Adam cayó en la cuenta de que no decían «chupapollas», no, era: «¡¡Chuta… ollas!! ¡¡chuta… ollas!! ¡¡Chuta… ollas!!».
—¡Estáis obsesionados con chupar pollas! —gritaba Randy pegado al micrófono—. ¡Estáis obsesionados con chupar pollas! ¡Sois más mariconas que nosotros! —les espetó a voz en cuello por todo el Patio Mayor—. Reconocedlo…
—¡¡Chuta… ollas!! ¡¡Chuta… ollas!! ¡¡Chuta… ollas!!
—… Queréis chuparos unos a… —Randy interrumpió su análisis a media frase. De golpe y porrazo había caído en la cuenta de que gritaban «¡¡Chutaollas!!».
Algunos estaban a escasos quince pasos, y eran corpulentos. ¿Qué pretendían? Adam se echó hacia delante y miró a derecha e izquierda a los demás portapancartas. No quería ser el primero en romper filas, pero tampoco el último.
Levantó la vista. Randy ya no estaba en el estrado. El muy mamón debía de haberse rajado. Adam se puso la pancarta (¡LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN TAMBIÉN TIENE PLUMA!) delante de la cara, pero ¿de qué iba a servirle? De nada. Asomó la cabeza… En primer plano: ¡Hoyt Thorpe! Era él quien llevaba la voz cantante.
—¡¡Chuta… ollas!! ¡¡Chuta… ollas!!
El miedo y el odio se apoderaron de la amígdala de Adam con similar intensidad. ¡El torturador de la mujer a la que amaba! ¡Y ahora convertido en una amenaza física para su propio pellejo! Lo racionalizó y llegó a la conclusión de que, si se enfrentaba físicamente a aquel cabronazo no haría más que jugar a favor de los que estaban reventando la concentración… y además, Thorpe lo reconocería, y con eso se pondría en peligro el reportaje sobre la Noche de la Gran Mamada y…
¿Qué era eso? Una furiosa voz de mujer se hizo oír por todo el Patio Mayor:
—¡¡Que os den por el culo, mariconas reprimidas!! ¡¡Hijos de puta! ¡¿A qué viene esa pijada de las bermuditas?! ¡¿Es que tenéis ganas de que venga algún pedófilo y os la endiñe por el ojete?!
Camille: no podía ser nadie más. A Adam no le hacía falta mirar siquiera para estar seguro, pero miró, de todos modos. Camille tenía el rostro crispado como no se lo había visto nunca.
—¡¿Tantas ganas tenéis?! ¡¿Por qué no os bajáis los calzoncillos, os agacháis y dejáis que os la metan de una vez?! ¡¡Sed un poco hombres!! Pero no, ¡¡lo que sois es unos mamones de mierda que dais asco!!
La crudísima diatriba de Camille insufló vida a los de vaqueros, que también prorrumpieron en gritos. Thorpe y los demás capullos recién salidos de la hermandad (¡también estaba Vanee Phipps!) seguían moviendo los labios al ritmo del cántico… «¡¡Chuta… ollas!! ¡¡Chuta… ollas!!», pero ya no se los oía. Hoyt Thorpe alzó la mano para contener a sus muchachos y evitar una batalla en toda regla y luego se los llevó lentamente camino del otro extremo del Patio Mayor. Nadie alcanzaba a oírlos, pero seguían con su cántico. Hoyt Thorpe volvió la mirada por encima del hombro y lanzó a Camille una sonrisa sobrada y desdeñosa al tiempo que se alejaba.
Los demás integrantes de la hilera de portapancartas estaban volviéndose hacia derecha e izquierda, hablando unos con otros con suma excitación al tiempo que dirigían miradas a los patanes en retirada. Adam aprovechó el momento para escabullirse. Se fue paseando como quien no quiere la cosa camino de la biblioteca, con el asta de la pancarta apoyada en el hombro como si fuera un rifle. Miró en derredor, dejó la pancarta boca abajo en la explanada y entró en la biblioteca por la puerta principal con todo el aire de despreocupación que logró adoptar. No tenía la menor idea de qué hacer. Lo importante era no seguir plantado en el Patio Mayor con un cartel encima de la cabeza que daba a entender que era gay.
Se quedó en el vestíbulo, sin más, contemplando el techo y apreciando sus maravillas una por una, como si no las hubiera visto nunca, el techo abovedado, todas las nervaduras, el modo en que se habían instalado de forma que apenas se notaran todas las lámparas, los focos y las luminarias… Le produjo una sensación de gran calma… pero ¿por qué? Pensó en todas las razones posibles excepto la auténtica: que la existencia del lujo ostentoso al que uno tiene acceso (y como estudiante tenía todo el derecho a acceder a la fabulosa Biblioteca Conmemorativa Charles Dupont) produce una sensación de bienestar. Sin embargo, conforme iba mermando un temor quedó espacio para que medrara otro. La profunda preocupación que tenía Adam pasó a la parte anterior de su cerebro: el caso de plagio, que no acababa de resolverse. No quería volver a ver a Jojo en la vida, y temía volver a encontrarse ante Buster Roth. Zafarse de la presión corruptiva del «programa» le había supuesto un enorme alivio… claro que aún no se había zafado del todo. Jojo y «su» trabajo sobre la psicología de Jorge III. ¿Cómo podían pensar que alguien como Jojo podía llegar a hacer un trabajo sobre la psicología de cualquier cosa a menos que se lo redactara otra persona? Una oleada de paranoia… Estaba siguiendo la estrategia que le había marcado Buster Roth. Se lo imaginaba en ese mismo instante como si lo tuviera delante. ¿Qué le importaba a Roth la suerte del antiguo monitor de Jojo Johanssen? Nada. El entrenador sería capaz de empalar el cadáver de Adam Gellin en un espetón si creyera que con eso beneficiaba al «programa». Empezó a devanarse los sesos, intentando imaginarse cómo podía servirse Buster Roth de su declaración (sobré que no había ayudado a Jojo a hacer el trabajo en absoluto) para que el jugador tuviera más posibilidades de salir bien parado. Cerró los ojos. Así estaba, plantado en el vestíbulo con los ojos cerrados, torturándose mentalmente mientras oía el eco de miles de pasos en la piedra labrada del imponente espacio…
—¿Adam, qué haces? ¿Por qué no estás fuera?
Era Randy Grossman, con una expresión desesperada y acusadora. Adam sabía que la pregunta más pertinente era por qué no estaba fuera él, por qué había desaparecido, pero la sensación de culpa lo abrumaba hasta tal punto que fue incapaz de organizar su argumentación. Lo cierto era que quería escaquearse de la manifestación. La causa de Randy y el Puño Gay/Lésbico no podía ser más justa: gays y lesbianas se merecían no sólo disfrutar de una igualdad de derechos, sino también ser recibidos con los brazos abiertos, aceptados, abrazados con todo el cariño del mundo, como hermanos, iguales tanto moral como socialmente a los heterosexuales (en muchos casos, superiores incluso). ¡No le cabía la menor duda! Pero que lo confundieran con uno de ellos… ¡Puajjj! Con sólo pensarlo se le ponía piel de gallina. No se imaginaba nada más perjudicial o más repugnante, por lo que se sintió más culpable todavía, allí plantado en el imponente sanctasanctórum de la Biblioteca Conmemorativa Charles Dupont, observando la expresión horrorizada de Randy, que había hecho algo valiente y noble, había salido del armario, se había jugado el todo por el todo, había superado cantidad de temores y limitaciones y se había preparado para luchar. Y eso era precisamente lo que había hecho aquel día, luchar subiéndose a un estrado en pleno Patio Mayor como cabecilla del alumnado en la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica. Y a Adam le ponía la piel de gallina sólo verlo, cosa que le hacía sentirse más culpable si cabe.
Empezó a farfullar y a hacer bolas de nieve imaginarias en un intento de explicar a su superior moral, Randy, que no estaba escaqueándose (¡ni pensarlo!), lo que pasaba era que… ejem… le había dado un… un espasmo muscular, sí, eso, un espasmo muscular, de tanto sostener en alto la pancarta, y había tenido que descansar un rato, pero ya se disponía a volver al combate y tal y cual.
Moralmente acogotado (por Randy Grossman, nada menos), salió de la biblioteca con el rabo entre las piernas, recogió la pancarta (Randy Grossman, su superior en la Masada del siglo XXI, vigilaba con desconfianza todos sus movimientos) y regresó a la trifulca, al alboroto retórico de la megafonía que hacía que unos pardillos se creyeran líderes, al campo de batalla… ¡Porque en eso precisamente podía convertirse! Hoyt Thorpe bien podía haberse replegado sólo para reorganizarse y ¡atacar!, ¡lanzarse al asalto! ¡Ya se imaginaba la mueca sobrada de su cara! Sin embargo, la vergüenza pesó más que el miedo y Adam se reubicó en la línea de guardias pretorianos, delante del estrado, con un cartelón encima de la cabeza que daba a entender que era gay.
—… Ni siquiera recurriendo a su hinchada y al mismo tiempo refinada hipocresía pueden encontrar fundamentos en el derecho legal o la moral o el simple decoro para oponerse al matrimonio entre personas del mismo sexo. No sólo eso…
Esta vez era la voz de un hombre (no un alumno) la que atronaba por los altavoces y resonaba en las fachadas de piedra de los edificios más venerables de Dupont. Adam se puso la pancarta delante de la cara para así poder volverse hacia el estrado y ver quién era. Era un gordo cincuentón con un ceñido jersey gris de cuello de pico que hacía resaltar varios pliegues nada favorecedores en sus carnes. Adam no lo reconoció, pero, a juzgar por su elocución, le pareció más que probable que fuera profesor de la universidad.
—… De tal modo que la derecha religiosa opta por hacer hincapié en la premisa de que el matrimonio tiene como único objetivo la procreación, pero, si consultamos su propio texto sagrado, ¿cuántas veces hace hincapié su propio santo profeta, Jesucristo, en el asunto de la descendencia? Ninguna… Ni una. Sólo menciona a los niños una vez, y lo hace como respuesta a una pregunta. Lo hace en lo que la derecha religiosa denomina Nuevo Testamento, en el Evangelio de san Marcos, en el versículo cuarenta y dos, en el que Jesús dice: «Dejad que los niños se acerquen a mí, pues suyo es el reino de los Cielos». Eso es todo lo que dice su propio profeta sobre el tema de los niños. ¡Nada más! ¡Que vengan a estrecharme la mano aquí, a la vista de todos! ¡Nada más! ¡Vamos a hacernos la foto, que nos vea todo el mundo! Y ¿sobre esa base nos están diciendo que su religión es contraria al matrimonio entre personas del mismo sexo? ¡Ni siquiera saben lo que dice su propia religión! ¡Estamos ante un claro vacío de conocimiento, y tendríamos que levantar todo un puente para que ellos lo cruzaran!
Alaridos, risas que más parecían aullidos, al arremeter el sabio contra los filisteos.
—Muy bien, mi esposa y yo tenemos dos hijos, y los queremos, estamos muy unidos a ellos y haríamos lo que fuera por ellos, pero ¿creemos que nuestro matrimonio gira únicamente en torno a ellos?
Los dos tenemos una profesión y resulta que creemos que nuestro matrimonio también gira en torno al trabajo. Aún iría más lejos: resulta que creemos que nuestro trabajo es importante. Mi esposa es abogada, y siempre está de guardia, por voluntad propia, de modo que los tribunales puedan asignarle la defensa de acusados sin recursos en procesos penales en cualquier momento. Yo soy profesor en esta universidad, y resulta que creo (aunque, como es natural, no puedo garantizar que mis alumnos sean del mismo parecer)… —Amplia sonrisa, risilla cordial—. En fin, que considero que mi labor docente es una «santa vocación», por utilizar palabras con las que se sienta cómoda la derecha religiosa. Y nuestro matrimonio también gira en torno a todo esto. ¿Hay alguna razón para que un matrimonio entre personas del mismo sexo no eduque a una criatura, no pueda adoptar y criar algún niño de entre los millones que no tienen padres en este país, con el mismo amor y la misma dedicación que intentamos ofrecer a nuestros hijos mi esposa y yo? Claro que no. Esas dos cosas, el sexo de los cónyuges y la educación de un niño, no tienen nada que ver. ¡Nada en absoluto! Tener que oponerse a una argumentación tan absurda ¡resulta asombroso para cualquier persona con dos dedos de frente!
Con eso provocó un estallido de aprobación entre la multitud vestida con vaqueros que lo animó aún más.
—Semejante alarde de ignorancia —continuó— convierte en víctimas a los más vulnerables y desamparados, los niños de este país. ¡Los convierte en víctimas y los expone a abusos inenarrables!
Un estruendo de aprobación, pero Adam volvió a ponerse la pancarta delante de la cara. No pensaba sumarse al jaleo. Fuera quien fuese el viejales, era un cabronazo de lo más astuto. Como quien no quería la cosa, había dejado caer que estaba casado y tenía dos hijos. Sí, claro, ser gay era estupendo, una maravilla entre las maravillas, quizás incluso mejor, mucho mejor, que ser heterosexual, pero casualmente él había dado a entender que no lo era. A Adam no le hizo la menor gracia. Aquel profesor, quienquiera que fuese, estaba anotándose un buen tanto al dejarse ver en la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica, pero parapetado tras un micrófono que le servía para que todo el mundo se enterase de que, personalmente, no era maricón, mientras que Adam Gellin tenía que permanecer allí quieto y calladito, sosteniendo una pancarta que daba a entender que sí lo era. ¿Por qué no podía disponer él de un micro también, o al menos añadir otra frase a su pancarta? El texto rezaba: «¡La libertad de expresión también tiene pluma!». ¿Por qué no podía añadir: «¡Pero yo no, porque soy heterosexual!»?.
Joder, era casi tan largo como lo que ya llevaba escrito… La pancarta habría tenido que ser de más de metro y medio de alto. Asta incluida, el trasto alcanzaría dos metros y medio o tres de altura…
El carrozón estaba surcando los cielos vertiginosamente: espirales en barrena, bucles en apertura, caídas en picado, trompos invertidos… Ya no había quien lo contuviera.
Pero ¿quién era? Vencido por la curiosidad, se acercó con disimulo a Camille (que estaba de nuevo en su papel de guardia pretoriana), teniendo buen cuidado de mantener la pancarta de cara al público y el rostro detrás de ella.
—¿Quiénes ése?
—Jerome Quat —respondió Camille—. Es uno de los pocos profes que los tiene bien puestos. Los demás se limitan a firmar peticiones.
—¿Jerome Quat? —Adam se quedó de una pieza—. ¿El profe de Historia?
Camille asintió y a Adam un estremecimiento le recorrió la espalda. El corazón empezó a latirle como si tuviera un compromiso urgente en otra parte. ¡El profesor de Historia de Jojo! ¡El mismo que los tenía a los dos atrapados en una cajita como a un par de insectos! ¡Era ése!
El instinto le dijo que se esfumara de inmediato, pero, claro, no podía largarse en mitad del discurso… Randy y la culpabilidad… Así pues, siguió ahí, tapándose la cara con la pancarta que ponía en duda su heterosexualidad, pensando… Poco a poco, la mente alcanzó el ritmo de la amígdala.
El señor Quat descendió de las alturas de la oratoria tras un buen rato, aunque permaneció en el estrado para recibir aplausos y ovaciones (auténticas ovaciones), así como uno de los cánticos de aprobación estudiantil de moda, que decía: «¡Uuuuuh, uuuuuh, uuuuuh, uuuuuh!». Camille se había sumado al barullo y no dejó de gritar «uuuuuh, uuuuuh, uuuuuh, uuuuuh» mientras soltaba la pancarta en el suelo y abandonaba su puesto para llegarse detrás del estrado y felicitarlo. Adam la siguió. Quat había bajado por fin y estaba rodeado de líderes del Puño y admiradores… y, por lo visto, no tenía la menor prisa por alejarse de tantos halagos y demostraciones de gratitud.
Camille fue abriéndose paso a codazos hasta el gran hombre con su típica tenacidad Deng. Adam la siguió de cerca e incluso propinó algún codazo a un par de cuerpos tal como hacía ella. Cuando le puso la mano en el hombro, la chica se volvió furiosa, pero se sosegó al ver que era él.
—¡Es alucinante! —exclamó Adam—. ¡Es la hostia! ¡Nunca le había oído hablar! ¡Tengo que conocerlo!
—¡Yo te lo presento! —respondió ella—. ¡Es el único que los tiene bien puestos!
Cuando Camille llegó hasta Quat, levantó la mano para entrechocarla con la de él, cosa que el profesor hizo con entusiasmo.
—¡Señor Quat, es usted el único profesor hetero de toda esta puta universidad que los tiene bien puestos!
En vez de quedarse desconcertado, Quat le pasó el brazo por encima de los hombros, la estrechó contra sí y contestó:
—Llámame Jerry, Camille… Jerry. ¡Tú sí que los tienes bien puestos! Cómo has mandado a tomar viento a esos idiotas. ¡Ha sido glorioso!
Procedieron a interpretar todo un dueto de esa guisa antes de que Camille recordase que Adam seguía plantado delante de ellos, a un metro escaso.
—Señor Quat…
—Jerry.
—… éste es mi amigo Adam Gellin.
—Adam Gellin… —repitió Quat en tono pensativo.
—Te he hablado de los Mutantes del Milenio, ¿te acuerdas? —continuó Camille—. Pues Adam es del grupo. Se suponía que había cantidad de heteros liberales que iban a luchar codo con codo con el Puño, ¿no? Lo habían dicho muchos, pero son unos pichas flojas…
—¿«Unos pichas flojas»? ¡Camille, eres demasiado, hija mía! —exclamó Quat con una buena risotada.
—… y no han dado la cara, pero Adam sí. Estaba delante del estrado con una pancarta.
Quat estrechó la mano a Adam y empezó a rumiar de nuevo.
—Adam Gellin… ¿De qué me suena ese nombre? Precisamente el otro día…
—Adam es redactor del Wave —le informó Camille—. Escribió aquel artículo sobre el Consejo de Administración y su club de amiguetes. ¿Lo viste?
—¡Lo vio todo el mundo! Enhorabuena —felicitó a Adam—. Hay que ver cómo dejaste a esos pomposos… Pero no estaba pensando en eso… Era otra cosa… Precisamente el otro día, también…
Adam tomó aliento y lo contuvo. Probabilidades a favor y en contra. Deshojó la margarita… Pensó en Charlotte, que lo estaba esperando. ¡Mierda! Esta vez no iba a permitir que la timidez lo paralizara.
—Señor Quat —se lanzó—, creo que sé de qué le sueno. Hasta hace poco he sido monitor del Departamento de Deportes. Era el monitor de Jojo Johanssen. —Apretó los labios y miró directamente a los ojos al profesor. Intentó no tragar saliva, pero le fue imposible. Lo había dicho y ya no había vuelta atrás.
Quat no dijo nada durante unos momentos, y luego empezó a asentir.
—Ahhh. Comprendo. —Más asentimientos.
Parecía tan descolocado como el propio Adam.
Esa misma tarde, Adam agarró el móvil presa de una euforia que había disipado (al menos de momento) hasta el miedo por el asunto de Quat. Llamó a Greg a la redacción del Wave.
Tras tenerlo esperando (unos cinco minutos, o esa sensación le dio a él), Greg se puso al aparato y dijo, malhumorado:
—¿Qué ocurre, Adam? Estamos a punto de cerrar la edición.
—No tardo ni dos segundos. ¿Te acuerdas de la Gran Mamada?
—¡Hostia puta, Adam! —exclamó Greg—. Cuántas veces tengo…
—Una cosa, Greg, sólo una cosa. ¡Ya sé por dónde abordarlo! ¡Esto lo convierte en noticia! Acabo de hablar por teléfono con una fuente que está dentro, pero que muy dentro, de la hermandad de Saint Ray. Hoyt Thorpe se ha dejado sobornar por el gobernador de California para no decir ni pío sobre la Gran Mamada. Y apenas media hora antes de esa llamada he recibido otra de Hoyt Thorpe para decirme que había cambiado de opinión, y que no podemos publicarlo. ¡Un soborno, Greg! ¡Un alumno de Dupont acepta un soborno de manos del tío que tiene todos los puntos para ser el candidato presidencial republicano! Hostia, Greg… ¿Me oyes?
Al cabo, receloso, Greg contestó:
—Sí, te oigo.
—Tío, el soplo es de fiar. Esta fuente es incuestionable, ¡pero incuestionable que te cagas!