28

Un dilema acuciante

En Dupont, las chicas aprendían enseguida el protocolo de la sala de lectura Ryland de la Biblioteca Conmemorativa Charles Dupont, que era donde cualquier noche, menos los sábados, se encontraba la mayor proporción de estudiantes del sexo masculino de todo el recinto universitario. Unas mesas de estudio largas, recias, de aire medieval, llenaban el amplio espacio de un extremo a otro. En la parte trasera, unos ventanales góticos alcanzaban una altura descomunal antes de exfoliarse en lóbulos de piedra ornamentados y filigranas completadas con vidrieras. Era quizá la segunda sala de estudio más majestuosa de todo el país, por detrás de la sala de lectura principal de la Biblioteca del Congreso.

Prácticamente todos los chicos de la sala de lectura Ryland iban a estudiar. Las chicas, en cambio, iban a estudiar y a reconocer el terreno masculino. Las reconocedoras se sentaban en las sillas orientadas hacia la entrada, mejor cuanto más cerca de un pasillo. Si una chica se colocaba de espaldas, quería decir que su único objetivo era estudiar. Si se ponía de espaldas en mitad de una de las mesas y al fondo, debajo de los lóbulos exfoliados y las filigranas (es decir, lo más lejos posible no sólo de la entrada, sino también de los pasillos), quería decir que prácticamente era invisible. O al menos eso significaba para Charlotte Simmons, que en ese preciso instante ocupaba ese lugar en concreto.

En toda la mesa había únicamente dos personas más: un chaval flacucho y con pinta de empollón, también de espaldas a la entrada, que dedicaba grandes esfuerzos a ocultar que estaba buscando petróleo en sus fosas nasales con la uña del meñique, y una friqui sentada del otro lado en un extremo. Lo de «friqui» se había colado en el vocabulario de Charlotte por osmosis social, y aquella chica era desde luego una superfriqui. Delgada y pálida, estaba cubierta de acné y llevaba un pelo corto moreno y rizado hecho un lío. Vestía una camiseta verde que acentuaba lo plana que era y una cazadora de Dupont también verde que le daba aire masculino. Charlotte vio a la legua que era una colgada.

¡Cuánto se equivocaba! Al poco rato oyó unas risitas sofocadas y el frufrú de bolsas de plástico. Se volvió hacia la friqui…

¡Jerséis de cachemir de colores pastel! Tres chicas, una de ellas rubia y las otras dos castañas claras, habían aparecido en el lado de la mesa de la friqui y estaban dobladas por la cintura, hablando con ella con los temidos cuchicheos de grupito. Una llevaba un jersey de cachemir amarillo limón merengue; otra, un jersey de cachemir azul cielo primaveral; y la tercera, un jersey de cachemir rosa algodoncito. Charlotte no las reconoció, pero los jerséis de cachemir de colores pastel en la sala de lectura por la noche proclamaban a gritos una cosa: ¡hermandad femenina! Y lo mismo los bolsitos que llevaban. Regresaban de lo que las reconocedoras denominaban «mirar escaparates».

La rubia del azul cielo primaveral exclamó sin dejar de cuchichear al oído de la friqui:

—¡Cómo me gusta ir de rebajas, cabrona!

—¡Aydiosmío, pero qué buena mercancía! —exclamó cuchicheando la friqui.

—Cuéntame el rollo ese de Zurbarán y te hago un dos por uno con unos chulazos que me acaban de entrar, tía.

Las tres reinas del cachemir, reunidas en torno a la friqui, habían empezado la fiesta del cuchicheo, acontecimiento social en el que las chicas susurraban conversaciones enteras, susurraban risas, hablaban haciendo restallar determinadas consonantes, como la p, y bisbiseando las vocales, hasta que a todo el que estaba en un radio cercano le entraban ganas de chillar: «¡Callaos de una puta vez!». No había nada peor que aquellas conversaciones murmuradas que se colaban debajo de la piel como un molesto picor. Charlotte se llevó la mano a los ojos para cubrírselos como si llevara anteojeras, para que al menos no la reconocieran.

La friqui y sus amigas seguían parloteando sobre buenas mercancías y chulazos a dos por el precio de uno, y haciendo un ruido que recordaba al de las vacas al rumiar, y riendo sin dejar de cuchichear, y tratando de hacerse entender a pesar del alboroto que estaban montando.

—¿Por qué no nos vamos a ver tiendas un ratito, Dover? —¿De verdad alguien había bautizado a una hija suya como «Dover»?—. Me da en la nariz que hace mucho que no te pruebas nada nuevo.

—Ya, si no tengo nada que ponerme. ¿Sabes lo que dice la gente, que la ropa que hacen hoy en día es de muy mala calidad? Pues sí, tía.

—Uuuuuh, no miréis, pero ¿no es ése el tal Clemens, el del equipo de lacrosse?

—¿Dónde?

—¡Es verdad, tía!

—¡He dicho que no miréis!

—¡No he podido aguantarme! ¡Qué bueno está ese chulazo!

Risa-cuchicheo, risa-cuchicheo.

—A lo mejor es ropa de mala calidad.

—O a lo mejor se ha perdido. En mi vida había visto un jugador de lacrosse en la biblio. A ver, que alguna vaya a preguntarle si sabe dónde se ha metido.

Risa-cuchicheo, risa-cuchicheo.

Charlotte se moría de ganas de apartar la mano anteojera para echar un vistazo y comprobar si lo conocía. Al fin y al cabo, tenía cierto contacto con el mundo de los jugadores de lacrosse… De pronto se vio en la gala, en aquel patio tomando copas, y Harrison le dedicaba flores y la llamaba «nuestra Charlotte», y Hoyt estaba encantado de la vida porque su pareja tenía tanto éxito con Harrison, y ella nunca había sido tan feliz, porque se sentía muy guapa, muy mona, muy aguda y muy envidiada, y Hoyt la miraba con cariño… «¡Oh, Hoyt! ¡Aquella mirada era sincera! No eres lo bastante buen actor como para saber fingir que… me quieres».

Y al punto reapareció la riada de lagrimones y el escozor le inundó las cavidades nasales y la laringe. No podía permitir que na die la viera llorar, mucho menos en aquella sala, y menos que menos la friqui y las tres princesas del cachemir que serían miembros de alguna hermandad…

Tomando aire con dificultad y tratando de restañar la marea, apartó un poco la mano y separó los dedos para mirar a hurtadillas. Las cuatro, las tres princesas y la friqui, miraban hacia la entrada. En sus rostros vio a cuatro mapaches con cercos negros en torno a los ojos, cuatro mapaches que salían de ronda por la noche, pero no en busca de comida sino de chicos. De repente una de ellas la miró directamente a la cara. Charlotte había apartado la mano de la cara… ¡y la vieron!

Y eso fue todo. No se atrevió a volver a mirar. La riada amenazaba de nuevo. A la mínima…

Si se iba de la biblioteca en aquel momento, no tenía la menor posibilidad de salir bien parada del examen de Neurociencia, y si no sacaba buena nota la mala situación en que se encontraba derivaría a desastrosa. Tenía tantas lecturas pendientes en libros que sólo se encontraban allí…

Contrayendo los abdominales logró retener la oleada de convulsiones que amenazaban con apoderarse de sus pulmones, su traquea, su barbilla… todo su cuerpo desde el plexo solar hacia arriba. No podía permitir que sucediera algo así en aquel lugar tan expuesto. Se levantó y metió los libros y apuntes de mala manera (sí, de mala manera) en la mochila, empujó la silla para colocarla en su sitio (con lo que produjo un traqueteo involuntario que resonó en toda la gran sala) y se fue por el corredor a buen paso hacia la puerta. Ni con pistolas de rayos los cuatro pares de ojos de mapache habrían logrado clavársele en la espalda con más dolor; y, si ella hubiera tenido ojos y oídos en la nuca, no habría podido ver más claramente el resplandor de aquellos labios inferiores relucientes a golpe de Stila, ni en modo alguno podría haberla escaldado más el vapor que surgía de sus cuchicheos.

Cegada por las lágrimas que le anegaban los ojos, Charlotte arremetió contra las puertas de vaivén de la entrada y las abrió de un empellón…

—¡Jo, tío! —exclamó una voz masculina al otro lado al tiempo que se oía el estrépito de una caída.

Charlotte se detuvo en seco y se encontró el paso bloqueado por un chico a cuatro patas, de espaldas. Había libros desparramados por el suelo a su alrededor. Dos habían acabado abiertos, boca abajo; en otro el lomo se había desprendido de las tapas de cartoné. Los demás habían aterrizado aquí y allá. El chico volvió la cabeza por encima del hombro con la rabia más absoluta dibujada en el rostro…

—¡Aydiosmío, Adam! —exclamó ella—. No sabía que… ¡Lo siento en el alma! ¡Es que ni me he dado cuenta! —Se quedó estupefacta, sosteniendo las puertas abiertas de par en par en un reflejo absurdo.

Él se giró hacia ella con mirada recelosa. Entonces pareció caer en la cuenta de que se trataba de Charlotte. Logró esbozar una especie de sonrisa.

—Vas por ahí como una apisonadora —comentó, y sacudió la cabeza como añadiendo «idiota», pero logró conservar la sonrisa.

—Te lo juro, Adam, ¡no me di cuenta de que alguien iba a entrar! ¡Lo siento!

—La puerta tiene un cristal, Charlotte.

—¡Shhhh! —coreó el interior de la sala de lectura.

—¡Hay gente que intenta estudiar! —gritó una voz de chico.

—¡Largaos de una vez y cerrad la puerta ya, coño! —añadió otra, aún más rabiosa.

Charlotte las soltó y se cerraron. Adam logró ponerse en pie y echó un vistazo a los libros desparramados.

—Bueno, ha sido una forma de encontrarme contigo, o tú conmigo… o lo que sea…

—¡No sabes cómo lo siento! ¡Iba con tanta prisa!

—Bah, no pasa nada. No me he hecho daño, no te preocupes. —Cuando llegó al «no te preocupes» ya estaba agachándose para recoger los volúmenes desperdigados—. Hace la tira que no te veo. —Entonces levantó la vista—. ¿A qué te has dedicado? ¿Dónde te has escondido?

Charlotte se encogió de hombros y miró el suelo, como si observara los libros, porque las lágrimas empezaban a rebosar.

—Son todos sobre Enrique VIII y la ruptura de Inglaterra con la Iglesia de Roma —explicó, señalando con la cabeza los libros que volvía a tener entre los brazos.

Charlotte ya no pudo seguir conteniendo la riada.

—¡Charlotte! ¿Qué te pasa?

Ella levantó la cabeza y, al notar las lágrimas que se deslizaban por las mejillas, volvió a bajarla.

—No, nada, es que he tenido un mal día. No es nada. —Las primeras convulsiones ya asomaban.

—Me parece que es algo más que un mal día. ¿Puedo echarte un cable?

Las convulsiones de verdad la arrollaron. Apoyó la cabeza en el hombro de Adam y rompió a sollozar.

—Espera, que dejo esto —pidió él y colocó el montón de libros en el suelo, pegado a la pared. Luego se incorporó y le pasó un brazo por la espalda. Ella acurrucó la cabeza en su pecho y las convulsiones iniciaron sus oleadas—. Venga, tranquila, shhh —la consoló Adam. La gente que pasaba los miraba—. ¿Quieres que vayamos abajo? ¿Podemos hablar en el archivo?

Ella apenas logró responder asintiendo con la cabeza contra su pecho. Adam se olvidó de los libros y la llevó hacia las escaleras muy despacio, sin dejar de abrazarla.

—Ay, Adam —susurró ella con la voz tomada—. No me gustaría que… ¿Y tus libros?

—Bah, tranquila. No los tocará nadie. Son de historia religiosa y seguro que nadie sabe qué quiere decir «matriz» en ese contexto. La ruptura del rey Enrique con Roma fue el hecho más importante de la historia moderna. Toda la ciencia moderna surge de ahí. La gente no entiende por qué todos los precursores de la biología humana son ingleses u holandeses… ¡Oh!

Se detuvo cuando ella le pasó el brazo por la cintura y le apoyó la cabeza en el hombro. De vez en cuando se le caía hacia adelante por obra de los convulsos sollozos.

—No te preocupes, mujer —le dijo—. Tú sácalo todo, cariño. Yo estoy aquí contigo.

Incluso estando como estaba en las profundidades borrosas del desconsuelo, el «Cariño, estoy aquí contigo» le pareció un comentario cursi que daba a entender demasiadas cosas… ¿Y el «tú sácalo todo»? ¿En qué teoría moderna y descerebrada se basaba eso? En las montañas se educaba a la gente para que se lo guardara todo dentro, siguiendo la teoría de que el desplome emocional era contagioso. En las montañas los hombres eran fuertes… pero ahora ella sólo tenía a Adam.

Hacía menos de veinticuatro horas que había regresado a Dupont y ya la embargaba una soledad más desesperante que cualquier cosa que hubiera sentido la niñata de pueblo que había aterrizado en el gran Dupont hacía cinco meses. Había vivido con el espejismo de haber hecho amigas: Bettina y Mimi. La luz glacial y cortante, pero sumamente clara, de la crueldad femenina (al estilo de Bettina y Mimi) le había demostrado su error. Sólo eran tres chicas que habían coincidido en el primer círculo del infierno del cuelgue. La Comisión de Grandes Fiestas… Se habían arrimado para darse calor, pero sin dejar de maldecir al destino que las había seleccionado como colgadas, porque entre colgadas debían seguir. Lo que ahora estaba sufriendo Charlotte no podía despacharse con un diagnóstico tan benigno como la añoranza del hogar. Acababa de regresar de allí, y precisamente había descubierto que Sparta, el condado de Alleghany y la carretera condal 1709 ya no eran un refugio al que poder acudir.

En la Tierra no existía hogar para ella, no existía un solo remanso de paz donde descansar. Tras un viaje de doce horas en autocar, contando las dos que había tenido que esperar en la terminal de Filadelfia el coche de línea a Chester y luego, una vez allí, la media que había dedicado a aguardar el autobús de la universidad, Charlotte había llegado al pabellón Edgerton, a la habitación 516, a medianoche, rogando al Señor que no estuviera Beverly. Dios atendió sus plegarias: Beverly había vuelto (su maleta a medio deshacer estaba encima de la cama), pero luego había salido. Charlotte deshizo el equipaje, se desvistió, se metió en la cama y apagó la luz, todo ello a un ritmo frenético, y allí estaba tumbada, en las garras del ya implacable insomnio, cuando apareció Beverly hacia las tres de la madrugada borracha y diciendo tonterías sin sentido. Charlotte fingió dormir. Se pasó la noche en vela escuchando a su compañera roncar, hablar, borbotear, eructar y crepitar sumida en su sopor etílico. Se levantó a oscuras a las seis, lo cual requirió un tremendo esfuerzo de voluntad. La persona deprimida busca la inercia más absoluta y no desea jamás levantarse de la cama, pero en el caso de Charlotte el miedo a la humillación y a su anverso, la compasión, pesaba más. Por encima de todo, quería asegurarse de ser capaz de vestirse y abandonar la habitación mientras aquel bicho raro seguía inconsciente. Sólo de pensar en el repaso que le daría Beverly, en sus preguntas, en sus insidiosos comentarios sarca tres (o en cómo la dejaría de lado, como había sucedido el primer mes), se le caía el mundo encima.

Nada más ponerse en pie, había notado la cabeza como una cascarilla seca. Mojarse la cara en el baño no había logrado reanimarla lo más mínimo. Los pasos rutinarios necesarios para vestirse le habían provocado más deseos de dormir. Y entretanto seguía nerviosa ante la posibilidad de que Beverly despertara. ¡Qué malsano era todo! ¡Qué tétrico! Pasar tanta humillación ante la simple perspectiva de que su compañera de cuarto recuperase la conciencia en su presencia… No tener ni un solo viejo amigo, ni un solo amigo nuevo… Sentir miedo de los gestos más elementales que pudieran conducir a nuevas amistades… ¡Qué desesperada era su existencia! ¿Por qué no se la llevaba Dios consigo en plena noche?

Cuando el comedor abrió ella ya estaba allí esperando, tal como había previsto. Muy pocos estudiantes desayunaban tan temprano. En cuanto terminó se puso el viejo anorak acolchado, se echó la capucha por la cabeza y se fue a toda prisa a las dos clases que tenía, Historia Medieval y Francés, aunque en ninguna de las dos abrió la boca. Después de la segunda, con la cabeza aún escondida bajo la capucha, se dirigió a la carrera a la biblioteca en busca de refugio y anonimato. Se había saltado el almuerzo. La idea de deambular por el recinto en mitad del día la ponía demasiado nerviosa. Por la tarde, cuando la sala de lectura estaba en su momento de mayor tranquilidad, trató de concentrarse en una monografía titulada Exégesis neurocientíficas del yo, el alma, la mente y el ego, y se echó a temblar. Después de haber estudiado la ilusión del libre albedrío todo el semestre con la tranquilidad y la comodidad de la observadora iluminada conceptualmente, ¡de repente estaba arrinconada! ¡Allí mismo! No había adonde ir, no había ni una sola nueva dirección que plantearse, nada a lo que aspirar más que la Gran Inercia. Aprovechó la caída de la noche, temprana durante el invierno, para escabullirse hasta el comedor en el momento en que abría para la cena, a las cinco y media. Engulló un plato de pasta y se largó antes de que empezara a llegar gente. Con la energía a flote, aunque fuera brevemente, debido a los hidratos de carbono, regresó a la sala de lectura decidida a concentrarse en la neurociencia conceptualmente, en serio, para mantener aquellas manos insidiosas apartadas de su sistema nervioso central y del ordenador analógico y químico conocido como cerebro… y entonces había sido cuando se había lanzado en brazos de Adam, que encima la llamaba «cariño». No obstante, su abrazo escuálido era todo lo que tenía.

Adam seguía con el brazo en torno a su cariño cuando llegaron al archivo del sótano, consistente en una serie de venerables acantilados de anaqueles metálicos que acogían hileras e hileras de libros. Los riscos eran tan numerosos y estaban tan pegados unos a otros, ocupando toda la altura de la sala, que la sensación de que estaban a punto de desplomarse sobre el visitante habría sido abrumadora si el techo no hubiera sido tan bajo, apenas unos dos metros treinta. Así estaban colocados los volúmenes, con unos setenta centímetros entre acantilado y acantilado, en un espacio sin ventanas tan vasto y de iluminación tan miserable (colgaban del techo unos tubos fluorescentes de luz febril) que el extremo más alejado de los riscos se perdía en una tremenda penumbra invadida por el polvo de miles de libros muertos. De hecho, aquella altísima torre del mundo académico había sido reformada con la última tecnología del siglo XXI en cuanto a sistemas de calefacción, ventilación y refrigeración propios de una época en que prevalecía especialmente el aislamiento del mundo. Adam mantuvo su abrazo de salvador, que los obligó a apretujarse para pasar por los estrechos pasillos que discurrían entre los acantilados.

Avanzaron hasta adentrarse bastante en aquel vasto espacio. Alejados del mundo, se sentaron en un rincón donde se unían dos riscos bibliográficos.

Charlotte había logrado contener las lágrimas.

—Bueno, ¿qué te pasa? —le preguntó Adam.

—Nada, de verdad, es una tontería que hice. Es mejor que no te enteres… ¿O a lo peor ya lo sabes?

—¿Que si ya lo sé? ¿El qué?

—Será que no.

—¿Qué te ha pasado, Charlotte?

—Bueno, ¿alguna vez has hecho algo que, no sé, no te pegara nada o que fuera completamente en contra de tus convicciones morales y de todas tus creencias y luego te has arrepentido muchísimo?

—Bueno… Toma ya… Vale, sí, seguro que… Sigue…

—Más aún, ¿has hecho algo tan horripilante que se haya convertido en…? ¿Algo que te haga sentir una vergüenza tremenda cada vez que lo piensas, y eso que lo piensas siempre, a todas horas?

—Charlotte, deja de irte por las ramas. No tengo ni idea de qué quieres decir.

—Bueno, pasé un fin de semana muy interesante justo antes de las vacaciones. —No lo dijo sonriendo.

—¿Qué hiciste?

Charlotte volvió la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.

—Adam —empezó en voz baja—, no me odies.

—Pero ¿por qué? ¿De qué va esto?

Y entonces, allí sentados en el suelo, le contó toda la historia. De principio a fin.

Cuando hubo terminado, él guardó silencio. De nuevo le pasó el brazo por la espalda y ella apoyó la cabeza en el hombro que le ofrecía y cerró los ojos. También la rodeó con el otro brazo, y la aferró durante un buen rato sin decir palabra. Charlotte se sentía bien en sus brazos, por muy escuálidos que fueran. Confiaba plenamente en él, sabía que no iba a tratar de darle la vuelta a la situación y buscar una oportunidad para deslizar una mano por un lado y por otro y más allá… No iba a acariciarle la pierna con la excusa de consolarla. En él no había malicia. Era tranquilizador y protector. Empezó a mecerla con delicadeza; sólo eso, mecerla como a un bebé. Si no hubiera sido consciente de que estaba tirada en el suelo, entre el fondo de nueve millones de libros de la biblioteca, quizá se habría dormido apaciblemente.

Por fin, sin soltarla, Adam dijo algo:

—Jo, tú… —Una larga pausa—. Es muy fuerte, Charlotte, ¡pero ese tío es un capullo! ¡No te llega ni a la suela de los zapatos! Los tíos de las hermandades son unos imbéciles, Charlotte. Son misóginos. Son de lo más machistas, como animales. No han evolucionado. Les da miedo saltar a una nueva rama del árbol de la vida con la etiqueta «homínidos». Son una panda de gilipollas asquerosos, lo que te pasó no fue culpa tuya. Espero que lo comprendas. Es que tienen… los de las hermandades tienen esa mentalidad. Me he relacionado con ellos y lo sé, es como una mentalidad de grupo, y es peligrosa, porque cuando estás en su ambiente tratan de crear una atmósfera de… de… de, bueno, como de que sólo es guay lo suyo, y eres un colgado de mierda si no te ríes de las subnormalidades de las que se ríen ellos. No te imagino con esa gente, no tiene ningún sentido. Son inútiles, no sirven para nada, no tienen nada dentro del coco. Son como un estorbo, totalmente prescindibles. —Soltó un ruidito de desdén—. Sólo para estar en la misma habitación que ellos hay que bajar el nivel intelectual al mínimo. Para ellos una conversación ingeniosa es una sarta de insultos. ¡No están a tu altura ni de lejos, Charlotte! Tú puedes hacer lo que quieras, puedes llegar a ser lo que quieras. Sólo hay que verte. Eres guapísima, eres inteligente y sobre todo sientes curiosidad por la vida. ¡Tú necesitas aventuras! Y quiero decir aventuras de verdad, no la gala de una hermandad.

Su voz aumentaba de volumen y sus exhortaciones iban ganando en fervor, hasta el punto de que empezó a hacer gestos para enfatizarlas y se le cayeron las gafas. Trató de ponérselas bien, pero con eso se interrumpió el ritmo de su disertación, así que se las dejó en la mano.

—Tú no eres como ellos. Tú formas parte de otra especie. No, me equivoco, no formas parte de ninguna especie, ¡tú eres un ser único! ¡No hay nadie como tú! ¿Cómo has podido bajar el listón para situarte a la altura del rebaño? Tú eres… ¡eres Charlotte Simmons!

«Soy Charlotte Simmons». Sin conocer a su madre, sin siquiera haberla oído mencionar jamás, Adam había llegado a la misma declaración, al mismo argumento, lo cual no animó a Charlotte en absoluto. Tanto uno como otro, Adam y su madre, habían dado con la misma palabrería empalagosa, nada más. Eran cosas que también le decía la señorita Pennington, de la que Adam tampoco había oído hablar, pero Charlotte estaba más allá del alcance de un halago sincero, y las lisonjas vacías aún surtían menos efecto. El desprecio que siente por sí misma la persona deprimida es total y absoluto. «Soy Charlotte Simmons», qué engaño tan patético, tan endeble, qué forma de convencerse de lo que no era, etcétera, etcétera… Sólo el hueco escuálido de aquel abrazo le ofrecía cierto consuelo.

Después del «eres Charlotte Simmons» ya no escuchó nada más, oía las divagaciones abstractas y someras pero no las descodificaba, y eso que él siguió hablando y hablando. Charlotte se acurrucó hasta quedar prácticamente hecha un ovillo en el regazo protector, con la cabeza y el tronco apoyados en el pecho de Adam. Había dado con un paréntesis… no, no un mero paréntesis, sino un estado, un estado inalterable en una guarida maravillosa, alejada del mundo, bajo tierra, en una luz azulada, ni de día ni de noche, dos criaturas ocultas, a salvo, en las profundidades de un bosque metálico e infinito de libros muertos que nadie volvería a tocar jamás.

Se quedó así durante lo que le pareció una eternidad espléndida; ella sumergida en sus brazos y él bañando sus terminaciones nerviosas con un cálido torrente de palabras.

—Mira —Charlotte se preparó para un «cariño» que no llegó—, esto es Dupont, es el mismo Dupont con el que soñaste, lo que pasa es que no te has permitido encontrarlo. Aquí hay una vida apasionante que no conoces. Aquí hay gente… Una vez mencionaste la «vida intelectual», bueno, pues ya la has visto de cerca. Voy a contarte algo: Edgar Tuttle va a ser una gran figura en un futuro no muy lejano. Su mente es… Tiene tanta energía conceptual… ¿Te acuerdas de aquella tarde en que de repente nos soltó la historia social de las animadoras deportivas? Así, sin más, en mitad de una conversación normal y corriente. Siempre que habla vale la pena escucharlo, te lo digo yo. Y Roger… Bueno, hace unos chistes horrorosos, pero al mismo tiempo es un cerebrito. Y luego Camille… Que no te engañe tanta palabrota. Va de que es una especie de lanzallamas lésbico, pero yo la veo más como Camille Paglia. La tía se monta una posición ultrarradical mucho más a la izquierda que cualquiera y desde allí puede dejar en pañales a todo el mundo, por la izquierda o por la derecha. Vale, le gusta entrar a matar, pero con ella puedes estar seguro de una cosa: de que nadie, nadie, se va a ir de rositas si suelta las típicas gilipolleces de siempre. Charlotte, ésta es la gente que acabará asumiendo la función de pensar en este país.

Edgar Tuttle… energía conceptual… Camille… untrarradical… Las palabras de Adam se convirtieron en un reconfortante baño caliente. Charlotte se relajó y se acurrucó aún más entre sus brazos… Lo único que deseaba era flotar en aquella corriente templada y dejarse mecer en ella a perpetuidad.

—A ver, sólo tienes que pensar en lo que ha logrado el feminismo y en cómo ha sucedido. Un día, de repente, en mitad del siglo XX, no hace tanto, la verdad, se despertaron muchos empresarios… y muchos congresistas y senadores y funcionarios, aunque lo que más gracia me hace es lo de los empresarios. Bueno, pues se despertaron un buen día y dijeron: «Oye, tío, ¿sabes qué?, casi que tendríamos que hacer sitio para algunas mujeres en cargos directivos y pagarles sueldos decentes, y dejar de tratarlas como si fueran mujeres. No sé cómo ha sido, pero ahora las cosas son así y habrá que hacerse a la idea». ¡O aquí mismo! ¡En Dupont! O en Yale, o en Harvard, o en Princeton… De repente, de la noche a la mañana, todas las grandes universidades son mixtas, ¡y sin que nadie diga esta boca es mía! ¡Y tampoco puso peros nadie en las grandes empresas! ¡Nadie! Nadie, ni en el Congreso, ni en la Asamblea Legislativa de Pensilvania, ni en las universidades, ni en la prensa… Nadie ha debatido los derechos de la mujer. Todo ha sucedido a partir de una idea que se extendió por su propia fuerza intrínseca. Un puñado de gente sin poder alguno, sin dinero, sin organización, dio con una idea que caló en la política, en la economía y… y… y en todo lo demás, ¡y que provocó un cambio trascendental! Y la idea era que las mujeres no son un sexo, un género en sentido mecánico, sino una clase, una clase de siervas subyugadas para facilitar la vida de la clase dominante, la de los amos, es decir los hombres. ¡No hizo falta más! Era una idea tan evidente, una idea tan enorme que nadie había adoptado nunca la perspectiva necesaria para verla bien, pero un puñado de mujeres sí que se atrevió… Simone de Beauvoir, Doris Lessing, Betty Friedan y… y… no me acuerdo… unas cuantas más, y la concepción de la mujer, por parte tanto de las mujeres como de los hombres, cambió radicalmente. Podemos decir que eran intelectuales, pero en realidad están por encima de los simples intelectuales. Son una… una… supongo que el término justo es «matriz», porque son las madres de todo. Han creado la idea, y los intelectuales de a pie… pues han sido como concesionarios de coches, se han dedicado a vender el nuevo modelo que les enviaban los fabricantes, la matriz. Eso es lo que pretendemos ser los Mutantes del Milenio, una matriz. Estamos ya en un nivel en el que los chulos de las hermandades y toda esa peña…

Algo sobre la Asamblea Legislativa de Pensilvania… y el sexo… y el género… y una clase de siervas y otra de amos… y concesionarios de coches… Desechos que arrojaba la marea y sólo algún que otro trozo que se depositaba en la mente de Charlotte, pues básicamente se concentraba en flotar y dejarse mecer, con los ojos cerrados, por la oleada dócil y a la vez ferviente de las palabras de Adam, a treinta y siete grados, lo mismo que el cuerpo de Charlotte… un estado perfecto de privación sensorial. Notaba cómo se escapaba la tensión de sus nervios, cómo abandonaban su cerebro las toxinas, cómo se desvanecía el tiempo, y su cuerpo, por fin relajado hasta la perfección, se hundía en el de Adam bañado por el torrente, el torrente, el cálido torrente de sus palabras…

Adam se sentía tan lanzado (por no decir convincente) que transcurrió un buen rato antes de intuir que la chica que tenía entre los brazos, la hermosa chica que milagrosamente tenía entre los brazos, ya no lo escuchaba. Estiró el cuello para mirarla a la cara. ¿Se había dormido? Tenía los ojos cerrados y el cuerpo por fin relajado, pero no respiraba como si durmiera.

Dejó de hablar, aunque no había llegado a exponer lo que quería acerca de que los «intelectuales» no tenían ni idea de qué había dicho Darwin realmente. Estaba al tanto de que a ella le interesaba Darwin. Bueno, tenerla al fin entre los brazos era suficiente, ¿verdad? Qué lugar tan raro para algo así: sentados en el suelo de hormigón en las entrañas del archivo. Vaya sitio lúgubre, y sin embargo la tenía entre los brazos… Había soñado con ello, pero no en un lugar tan extraño. ¿Y si le diera un beso tierno y suave en los labios, una especie de beso de consuelo después de lo que había tenido que soportar? Mala idea. Semejante maniobra después de todo lo que ella acababa de confiarle… quizá no lo interpretara como un gesto de consuelo. Además, era físicamente imposible en esa posición. Charlotte tenía la cabeza caída sobre el pecho protector. Cuando él agachó la suya para mirarla, apenas alcanzó a verle la cara. Para acercar la boca hasta la de ella tendría que cambiarla de postura por completo, y eso podía despertarla del hechizo en que estaba sumida. Tendría que quitarse las gafas y dejarlas… ¿dónde? Una vez más, y ya iban tres mil, se planteó someterse a una operación correctiva, pero ¿y si era él esa persona de cada cinco mil que movía los ojos un milímetro justo en el momento menos indicado y el rayo láser le freía los globos oculares?

Se quedó contemplando la penumbra atiborrada de libros. Debería darse por satisfecho con estar abrazándola… Y así fue, durante un rato. Los dos puntos de presión donde su estructura pélvica descansaba sobre el hormigón empezaron a molestarle. Una de las piernas se le estaba durmiendo a la altura del muslo. Era de lo más frustrante tener a su ser más querido entre los brazos pero sumida en un hechizo, un trance, en el País del Sopor, en un coma por estrés… Sí, alguna vez había oído hablar de esa posibilidad… Miró el reloj. ¡Llevaban ahí abajo más de una hora! No parecía que ella fuera consciente de dónde se encontraba.

La tuvo en sus brazos un poco más, pero la situación empezaba a resultar tediosa. La abrazó un poco más fuerte… Nada. Luego empezó a mecerla de nuevo… Nada. Al cabo, agachó la cabeza tanto como pudo y dijo:

—Charlotte… Charlotte…

Al principio nada, pero luego ella levantó la cabeza de su pecho y le ofreció una mirada de hastiada desilusión.

—Perdona —se disculpó él—, pero me parece que deberíamos levantarnos. Llevamos un buen rato sentados en este suelo de hormigón.

Charlotte pareció molesta además de desilusionada, pero empezó a incorporarse. Él se puso en pie con presteza para disfrutar de la dicha inefable de tenderle la mano para ayudarla. Ella le dio las gracias de una manera mecánica, distraída… pero entonces, sin añadir palabra, le pasó un brazo por dentro del suyo y apoyó la cabeza en su hombro camino de la escalera.

Cuando llegaron al imponente vestíbulo gótico, Charlotte apartó la cabeza de su hombro, pero le cogió el brazo con más fuerza aún.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó él—. ¿Un poquito mejor, quizá?

—Sí.

Fuera, el Patio Mayor tenía una capa de nieve de quince o veinte centímetros, con una corteza de hielo que se veía cuarteada allí donde las farolas del paseo la bañaban con sus pálidas coronas de luz. Lo barría un viento penetrante y, en la oscuridad, las grandes moles de piedra de los edificios góticos que daban al patio semejaban barcos varados en el hielo.

Adam no quería que aquello acabara. El aspecto que poco antes había ofrecido Charlotte en sus brazos lo tenía absolutamente arrobado. Se devanó los sesos en busca de alguna manera de… ¿Acaso invitarla a comer algo?

—La verdad es que tengo hambre. ¿Por qué no nos pasamos por Mr. Rayón? Invito yo.

—¡No! —Fue más un grito de perplejidad que de rechazo—. Quiero irme a la cama, nada más. —Y se cubrió la cabeza con la capucha, similar a la de una parka, de su abrigo acolchado.

Una vez más la apoyó, ahora encapuchada, en el hombro protector. Y una vez más él se enardeció al recordar la presión de las extremidades de ella contra su brazo. Le iban pasando por la cabeza todas las estrategias concebibles, pero todas se topaban con el hecho de que había acudido a él ya traumatizada, deshecha en lágrimas, a causa de la rapiña sexual de un golfo como Thorpe. Sentía odio por aquel cabronazo, aquel engreído.

Echó a andar en dirección al Patio Menor, donde, otra vez presa de la frustración, sin duda sería incapaz de pensar en ningún comentario lo bastante tierno y lo bastante guay y lo bastante seductor como para… para… para…

No habían recorrido más de treinta metros cuando Charlotte le aferró el brazo con más fuerza todavía, se detuvo y lo miró, sus ojos dos pequeñas esferas que reflejaban la luz desde el escondrijo de la capucha.

—Adam… por favor, no me dejes —le suplicó con voz menuda.

Él permaneció mudo, petrificado, temeroso de dar a esas palabras más importancia de la que en realidad tuvieran.

—No puedo regresar a mi habitación —explicó ella—. No puedo quedarme allí con mi compañera. Es como estar encerrada con… No puedo, Adam, es que no puedo… —Estaba al borde de las lágrimas—. ¿Y si me quedo contigo? ¿Me dejas?

—Claro. —Su imaginación se disparó a la estratosfera, pero aún no se lo creía del todo. Temiendo llevarse una tremenda decepción, optó por una postura caballeresca—: Tus deseos… —Se detuvo: no era lo suyo ponerse en plan caballero. Decidió ser él mismo—: Como quieras.

Charlotte entornó tanto los ojos que se quedó a oscuras. Giró la cabeza y la capucha apareció delante de Adam como un muro. Nunca conseguiría entenderla. Pero entonces volvió a mirarlo y sus ojos habían recuperado la luz.

—Me arreglo donde sea, Adam. Un sofá, el suelo, cualquier sitio. No quiero estar sola. No puedo explicarlo. Eres el único amigo que tengo… —Rompió a sollozar y la voz le salió en pequeños hipidos trémulos—: ¡El… ú-ni-co… a-mi-go!

Presa del llanto, hundió la cara, con capucha y todo, en la pechera de la chaqueta North Face de él, que la rodeó con ambos brazos.

—Claro que puedes quedarte en mi piso. —Ella dejó de llorar de súbito: qué valiente era—. No pienso dejarte sola. Puedes quedarte el tiempo que quieras. Voy a estar siempre a tu lado. Tú te echas en la cama y yo duermo en el futón.

—No, no. —Más sollozos—. Ponme —sollozo— donde menos estorbe. No —sollozo— me merez… —el «ez» se prolongó en una serie de atroces sollozos—: eh-eh-ez-ez-co…

Adam, en esencia un intelectual literario, no cayó en la cuenta de que estaba ante el típico cuadro de una persona deprimida que acaba de descubrir que es un ser despreciable.

Charlotte le pasó la mano por la cintura y apoyó la cabeza en su hombro, y Adam le rodeó los hombros y la atrajo firmemente hacia él. Resultó un poco dificultoso, porque él cubría más terreno con sus zancadas que ella, pero salieron del Patio Mayor de esa guisa y empezaron a recorrer las siete manzanas que los separaban de la antigua vivienda unifamiliar de Ciudad de Dios dividida en estudios donde vivía Adam.

Hablaron muy poco. Durante la mayor parte del trayecto Charlotte siguió sollozando levemente mientras él interponía sus «venga, venga», sus «no pasa nada» y sus «no te preocupes, no voy a dejarte, cariño». Los «no voy a dejarte, cariño» surtieron más efecto que lo demás. Apenas hablaron, pero el cerebro y el sistema nervioso central de Adam seguían funcionando a velocidad de vértigo.

Un momento: ¡euforia! ¡Su deseo más ferviente se había hecho realidad, así, sin más! Charlotte se iba a vivir con él ¡y había sido idea de ella! Y no era capaz de dar tres pasos sin aferrarse a su cuerpo. ¡Iba cogida de su brazo, con la cabeza apoyada en su hombro! Y le rogaba que no la dejara. Hacía de todo menos decir: «¡Tómame! ¡Soy tuya!». No obstante, estaba ebrio, loco de dicha. ¡Muy pronto alcanzaría una radiante felicidad! Dupont, la sociedad, el mundo, el cosmos, la existencia entera se veía reducida a dos personas: Charlotte Simmons y él mismo. Era ese maravilloso estado de inocencia denominado amor.

Al cabo de un momento: la Duda. Las cosas estaban saliendo demasiado bien. Se topaba con ella, literalmente, en la biblioteca y (¡eureka!) de repente era suya… pero ¿acaso porque estaba asqueada y desilusionada con el sexo? ¿Y porque había sufrido el trauma de la pérdida de la virginidad? ¿Cómo encajaba él en todo aquello? ¿Y su ardiente deseo de estrenarse con ella porque era tan inocente como él y no lo despreciaría por su inexperiencia?

Al cabo de un momento: «Pero va a pasar toda la noche conmigo, en la misma habitación, porque sólo hay una habitación, y es una habitación pequeña, y su cuerpo estará allí y sólo hay una cama como es debido, y en esta vida una cosa lleva a la otra, ¿verdad?».

Al cabo de otro momento: «Pero ¿cómo te llevas a la cama a una chica que ha acudido a ti huyendo de un zafio depredador sexual?». Y al cabo de otro momento…

… Y así siguió, on/off/on/off/on/off, y el circuito binario venga arder y arder.

A medida que se acercaban al edificio donde vivía, Adam empezó a temblar, emocionado sólo de pensar en lo que quizá, por un milagro, podría ser por fin suyo, y también ansioso por la impresión que pudiera producir el cuchitril a su amada. ¿Qué pensaría? El piso apestaba a suciedad, ropa asquerosa y mierda de toda clase tirada por ahí. El edificio en sí estaba en un antiguo distrito en proceso de desmoronamiento, lleno de casas de ladrillo visto de principios del siglo XX. Cada casa estaba a escasos dos metros de la contigua, lo que daba lugar a callejuelas umbrías que nunca veían la luz del sol y siempre estaban húmedas. Los ladrillos se habían oscurecido hacía mucho tiempo a causa de la mugre y el hollín. Los acabados de madera de las cornisas, las ménsulas, los aleros, las contraventanas, los marcos de las ventanas, las repisas, las puertas principales y los pequeños porches delanteros, todo estaba medio podrido, combado, descascarillado debido a la mala calidad de la pintura o la falta de mantenimiento. Una generación tras otra de cables negros colgaban entremezclados con la pintura blanca de la casa en paralelo a las tuberías de desagüe, que acusaban sus propios problemas. La mayoría de los edificios como aquél en que vivía Adam, habían sido divididos en estudios hacía mucho.

Aquella noche, sin embargo, Charlotte no estaba para visitas turísticas. Gimoteaba y se agarraba a él como si le fuera la vida en ello. La escalera que llevaba hasta su piso era un oscuro pozo empinado y estrecho pintado de marrón. Los peldaños repiqueteaban por causa de las viejas tiras de metal que los remataban. La escalera era demasiado angosta para que subieran uno al lado del otro, de modo que, mientras abría camino, Adam extendió una mano hacia atrás para que ella se cogiera, ya que insistía en aferrarse a él. Los cuatro tramos de empinada subida tenían un efecto desorientador incluso si se recorrían todos los días, pero en ese momento Adam estaba aturdido por otro motivo: el amor. Los dedos le temblaron al manipular las tres cerraduras de la puerta. La abrió, encendió la luz… y su buen ánimo cayó en barrena.

Vio el estudio con los ojos de su amada. ¡Eso no era un piso! ¡Era un cajón! Adam vivía en uno de los cuatro habitáculos resultantes de la partición de un dormitorio principal y otro secundario de dimensiones normales. Los otros tres los alquilaban sendos estudiantes de posgrado. El suyo tenía una anchura de poco más de tres metros y parecía más pequeño incluso al estar bajo un alero cuya inclinación eliminaba prácticamente toda una pared y amenazaba con hundirle la cabeza en la caja torácica a cualquier visitante nada más entrar. La «cocina» consistía en el «fogón», el «fregadero» y la «nevera» más diminutos de la historia, metidos con calzador en lo que había sido un armario empotrado en una existencia anterior más afortunada. Las comillas brotaron como una suerte de dermatitis en el cerebro de Adam a medida que pensaba lo que debía de estar pensando la chica de sus sueños. La «cama» era un colchón colocado encima de una puerta cutre obtenida en un almacén de madera, las esquinas apoyadas sobre pequeños bloques de hormigón. ¿Y las sábanas, la manta y la almohada de esa «cama»? ¡Dignas de una pocilga! Y de esa pocilga y del suelo asqueroso y cubierto de pelusa (ambos sembrados de calcetines sucios, zapatillas de deporte, ropa interior, pañuelos, pantalones de chándal, camisetas, toallas húmedas) brotaba tal olor que lo abrumó incluso a él, que respiraba ese aire hediondo un día sí y otro también. Y la chica de sus sueños aún no había visto lo peor: el cuarto de baño… que estaba en el pasillo y lo compartían los desgraciados de los cuatro cajones.

Adam le lanzó una mirada timorata. Ella lo observaba con expresión acongojada.

—Ya sé que no es lo que… —farfulló.

—¡Ay, Adam! —exclamó ella—. Gra… ah… ah… ah… —el «gra» se desglosó en sollozos— acias. —Le echó los brazos al cuello y apoyó la cabeza en su pecho. Empezó a hablar de un modo extraño, su voz amortiguada por la chaqueta North Face—. Estoy muy cansada, Adam. Estoy hecha polvo. Quédate conmigo, por favor. No puedes imaginarte cómo me siento. Esta noche no puedo estar sola. Es que… no puedo, Adam, no puedo… Y ya está: no pue-eh-eh-eh-eh-eh-eh-do. —Se aferró con más fuerza a su pecho.

Un aguacero de pensamientos azotó el cerebro de Adam; uno de ellos fue que Charlotte había perdido buena parte del acento sureño en ciertas palabras.

—No te preocupes, cariño, estoy contigo y voy a quedarme aquí mismo, a tu lado.

Ella dejó de llorar, cejó en el abrazo e irguió la espalda.

—Adam, Adam, Adam —susurró, al tiempo que sacudía la cabeza con expresión de asombro ingenuo—. No hay manera de que te lo agradezca…

«¡Claro que la hay!».

—… lo suficiente. Estoy nerviosa y muy cansada. —Una pausa—. ¿Dónde tienes el futón?

—Ahora mismo lo saco, pero tú no vas a dormir ahí. Eres mi invitada. Quédate con la cama. Voy a cambiar las sábanas y te la preparo en un momento.

—No…

—No me vengas con peros, Charlotte. Ésta es mi casa, a pesar de los pesares, y quien decide soy yo.

—No tienes por qué…

—Claro que sí, las cosas como son.

Ella bajó los ojos y asintió. Luego levantó la mirada hacia él, sus ojos grandes y llenos de ingenuidad; los fijó en su rostro durante lo que pareció un rato larguísimo. Las expectativas de Adam medraron, medraron, medraron y medraron…

—¿Dónde está el cuarto de baño?

Adam se preparó para lo peor. «Ah, el cuarto de baño está en el pasillo. Lo utiliza todo el mundo». Intentó hablar con tono despreocupado, casi displicente:

—Ah, sal por la puerta —señaló con un gesto de la cabeza hacia la entrada del cajón—, y está justo al lado?, la primera puerta a la izquierda. —Vaya fracaso, y encima había hablado como Charlotte, transformando las oraciones afirmativas en interrogativas.

Pero ella parecía ajena por completo a su voz trasquilada y a las implicaciones topográficas de sus instrucciones. Hacía tiempo que no le importaban esas cosas.

—Esto… Quizá sería conveniente que echaras el pestillo. Por si acaso.

En cuanto su amada salió por la puerta, Adam se apresuró a retirar la ropa de cama, apilarla en el suelo y volver a hacerla con sábanas limpias. Su cerebro y su sistema nervioso se habían sumido otra vez en una trifulca sináptica y dendrítica. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué se atrevería a intentar?

Se encontraba en el mismo estado de confusión al regreso de ella, que le ofreció una sonrisa tierna, casi atemorizada (¡maravillosa, maravillosa!) y luego, una vez más, lo rodeó con los brazos y apoyó una mejilla en su pecho, y él (ávido, ávido) la abrazó también. Por probar, probó a apretar la zona púbica contra la de ella, pero no supo encontrarla.

—Ay, Adam, Adam, Adam —él notó los músculos de la mandíbula amada moviéndose contra su esternón—, algún día sabré cómo decirte… sabré cómo explicarte… Anoche rogué a Dios… rogué a Dios que viniera y me llevara consigo en plena noche. Pero no podía dormir, y Dios sólo viene para llevarte consigo si estás dormido. Eres buena gente, Adam. Estoy segura de que no sabes qué horrible es haber hecho algo con tu vida que te impida volver a conciliar el sueño nunca más…

—Shhhh. Venga, Charlotte, no te flageles tanto. ¡No has hecho nada malo! Al contrario, aquí la víctima eres tú.

Lo soltó y enderezó la espalda, pero él siguió con los brazos en torno a su cuerpo. Ella lo miró, era el momento para un beso largo y sentido… pero aquella mirada no decía «Toma mis labios». Qué va, Charlotte meneaba la cabeza.

—Lo siento, Adam. No tenía intención de… no puedo desmoronarme así y esperar que tú…

—No digas tonterías.

—Ojalá pudiera explicártelo todo. Estoy desolada, Adam. Me has rescatado justo cuando estaba… no sé… al borde del precipicio. Gracias a Dios que te he dado a ti con la puerta. —Eso la hizo esbozar una sonrisa… ay, tan lánguida.

—Entonces supongo que los dos deberíamos dar gracias a Dios —respondió él, convencido de que era una indirecta prácticamente directa.

Ella le lanzó una mirada penetrante.

—Más vale que intente dormir. —Miró de reojo hacia la cama—. Estoy cansadísima. Pero no hace falta que apagues la luz. Si no quieres acostarte, no me importa. Me da exactamente igual.

¿«Si no quieres acostarte, no me importa, me da exactamente igual»? Adam no lo encajó demasiado bien y dejó de abrazarla.

—¡Claro, cómo no! —repuso, y señaló la cama con las palmas alzadas, como si fuera una presentación formal—. Ahí tiene usted su cama.

Lo dijo con un levísimo deje de ironía que ella no advirtió. Charlotte se volvió de inmediato, se dirigió a la cama, se acostó sin desvestirse y se tapó casi por completo con la sábana y la manta.

Un poco amohinado, Adam procedió a sacar el futón de debajo de la cama y prepararlo para acostarse. El dichoso trasto estaba cubierto de polvo, cosa de la que instintivamente culpó a Charlotte, quien había aceptado la cama sin quejarse demasiado.

Se propuso no mirarla, pero entonces ella dijo:

—¿Adam? Ay, Adam, no voy a poder agradecértelo nunca… Me has salvado la vida… Me has… salvado… la vida, Adam… No lo olvi-i-i-i… —sollozaba— daré nunca-ah-ah-ah… ¡Ay, Adam! No me dejes…

—No pasa nada, Charlotte. Estoy aquí mismo. Intenta dormir. —No lo dijo en un tono tan efusivo y cariñoso como habría cabido esperar.

Se volvió, limpió de polvo el dichoso futón, echó un par de mantas raídas encima, dobló la dichosa chaqueta North Face para utilizarla como almohada, apagó la dichosa luz, se desvistió hasta quedarse en camiseta y calzoncillos en la oscuridad, se tumbó en el dichoso futón, lanzó un sonoro suspiro de abatimiento y procuró conciliar el dichoso sueño…

¡La clínica! ¡Qué gran honor! Pobrecillas anoréxicas, chicas pálidas y huesudas sin la menor capacidad mamaria que le tendían sus brazos huesudos y blancos como el papel… Delante de él: una niña hambrienta y pálida, palidísima, con el vientre del tamaño de un coco, que le preguntaba:

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Muy sencillo —respondía el distinguido especialista, ¡que no era sino él mismo!—. Ahora estás empezando a comer, y tu cuerpo acumula la grasa en la zona donde tiene acceso más inmediato a ella, que es ahí… en el vientre.

A su espalda, una chica preciosa (no alcanzaba a verla, pero sabía que era preciosa) aseguró en voz tenue y cariñosa:

—Pero eso no es verdad, Adam… ¿Adam? ¿Adam? ¡Adam! ¡Adam!

Despertó en plena oscuridad.

—¡Adam!

Qué angustia transmitía aquella voz. Al ascender de las profundidades hipnopómpicas y alcanzar la superficie, cayó en la cuenta de que se trataba de Charlotte, que ocupaba la cama mientras él estaba tumbado en el suelo, encima del futón.

—¡Adam!

—¿Qué ocurre?

—¡No… sé… lo que… me pasa! —Las palabras le salían a borbotones—. ¡Abrázame… por favor! ¡Abrázame… por favor!

¿Qué hora era? En la oscuridad de la noche, Adam no tenía la menor idea. Retiró las mantas y se arrodilló junto a la cama. Notó temblar el colchón en cuanto lo rozó con el pecho.

—¿Qué te pasa?

—No… lo sé… Abrázame… Adam.

Estaba tumbada de costado, de cara a él. Eso era lo único que alcanzaba a distinguir. Se inclinó, le pasó un brazo por la nuca y otro por los hombros para abarcarla. Temblaba como si tuviera fiebre.

—Adam, estoy tan… Métete en la cama conmigo. Túmbate a mi lado. ¡Por favor! ¡Tengo tanto miedo…!

—¿A tu lado?

—¡Sí! ¡Abrázame! ¡Estoy perdiendo el control de mí misma! ¡Por favor!

Desconcertado, excitado, perplejo, entusiasmado, se metió en la cama y sus rodillas tocaron la parte posterior de los muslos de ella, que se había vuelto para darle la espalda y seguía con unos temblores terribles.

—¡Abrázame! ¡No sé qué me ocurre! ¡Ay, Señor, por favor! ¡Rodéame con los brazos!

Adam obedeció. Pegó el pecho a su espalda y notó el cierre del sujetador, su cabeza justo detrás de la de ella, que no dejaba de temblar.

—Ay, Señor… más cerca… Encaja las piernas en las mías… ¡Por favor!

Charlotte se había colocado en posición fetal y Adam tuvo que adelantar las rodillas para entrar en contacto de nuevo con la parte posterior de sus muslos. Era como si fuera una silla tumbada de lado y ella se hubiera sentado encima.

Por fin la tenía en la cama, pero estaba destrozada, con el cuerpo rígido, y él ya no sentía ni rastro de deseo.

—Abrázame más fuerte, Adam… No permitas que pierda el control de mí misma… Más fuerte…

Pasó un buen rato antes de que dejara de temblar, sus músculos se relajaran y su respiración se regularizara más o menos. Durante ese rato, Adam no paró de darle vueltas a la cabeza. Hoyt Thorpe la había dejado así. De diversas maneras, se lo imaginó como un cobarde que suplicaba merced. En una de sus fantasías lo tenía inmovilizado por medio de una llave de lucha libre, que era ilegal según las normas universitarias, y le daba a elegir entre rendirse o arriesgarse a que le partiese el cuello. «¿No me crees, mamoncete? Pues a ver qué te parece esto…». Entrelazaba los dedos en la nuca de Hoyt Thorpe y lo obligaba a agachar la cabeza y suplicar piedad entre gritos y gemidos.

Mientras tanto, tenía a su amada entre los brazos y se apretaba contra su cuerpo para mantenerla dentro de su propio pellejo.

Permanecieron de esa guisa largo rato. Incluso después de habérsele agotado el repertorio de maneras de mutilar a Hoyt Thorpe, Adam siguió pensando en lo que había hecho el capullo de Saint Ray, la barbaridad que había cometido, la maldad… No encajaba en la mentalidad de los Mutantes del Milenio que uno de sus miembros considerase el mal como algo absoluto, pero en ese momento, con aquella chica maravillosa entre los brazos, Adam tuvo la certeza de que sí lo era.

En ese preciso instante, las tres menos cuarto de la madrugada, esa misma persona, Hoyt Thorpe, se encontraba en la biblioteca de Saint Ray con Vanee y Julián. Estaba en su sillón, bebiéndose una cerveza mientras surcaba la noche a lomos de unas cuantas rayas de cocaína esnifada con ayuda de una pajita. El subidón siempre lo hacía sentirse un líder nato de la clase guerrera. También obraba milagros con su imaginación, de eso estaba convencido, como les ocurría a esos poetas franceses que fumaban hachís o algo parecido, aunque nunca conseguía recordar cómo se llamaban. Lo que era innegable era que lo hacía muy voluble.

—… La hostia esa de la jornada de solidaridad con la comunidad gay y lésbica. Más bien una jornada para ponerte a cuatro patas y que te dejen el culo como un bebedero de patos… Y quieren que todo el mundo de la uni, «hetero o gay»… ¡Gay! Si toda la vida se ha dicho «maricón», ¿no? O «julay», o «julandrón», o lo que sea, coño, pero ¿gay? Total, que quieren que todo el mundo se ponga vaqueros para demostrar su «solidaridad». Así que propongo que les demostremos nuestra solidaridad. —Extendió el dedo corazón—. Propongo que nos presentemos en la jornada de solidaridad con la comunidad esa con pantalones cortos caqui. ¿Os lo imagináis? ¡Sería la hostia! —Con los ojos chispeantes, miró a Vanee y Julián en busca de aprobación para aquella inspirada idea.

—Joder, una idea de puta madre —respondió Julián—. ¿No te has enterado de que estamos en invierno? Ahora mismo tenemos como ocho grados bajo cero en la calle.

—¡Pues por eso! —insistió Hoyt—. ¡Por eso! ¡Tampoco te vas a morir de frío, y esos mamones pillarán la indirecta, coño!

Vanee y Julián cruzaron una mirada.