En plena noche
Era en los últimos diez kilómetros de subida por la carretera 21 cuando la gente se daba cuenta de la altura de Sparta en su enclave montañoso. La vieja carretera de dos carriles serpenteaba y serpenteaba, siempre con una pendiente tan pronunciada que todo viajero tenía la sensación, en plenas tripas, de que el vehículo ascendía con dificultad, con gran dificultad, con enorme dificultad, penosamente, fuera cual fuese el vehículo en que iba. Dentro de un autocar, en especial si iba lleno, Charlotte siempre había tenido la sensación de que el embrague iba a partirse en cualquier momento y el vehículo iba a iniciar una caída libre por la ladera de la montaña; sin embargo, los autocares ya no iban a Sparta, no por lo empinado de la cuesta (y eso que la carretera 21 podía quedar intransitable con bastante rapidez si nevaba), sino porque la demanda había caído en picado. Desde que las fábricas se habían trasladado a México y el cine, el único del condado de Alleghany, había cerrado, Sparta no era precisamente un destino de primera fila, excepto para los turistas y los veraneantes que acudían entusiasmados por la belleza inmaculada del paraje, aún no corrompida por la mano del hombre.
En esos diez últimos kilómetros de ascenso por la carretera 21, en aquella noche de diciembre en concreto, todo era inmaculado. Acababa de empezar la primera nevada de verdad de la temporada y, a juzgar por cómo el viento arrastraba la nieve (en una oscuridad ensombrecida aún más por el imponente bosque que llegaba hasta el borde mismo del asfalto y ocultaba la mayor parte del cielo), los dos carriles abiertos por la mano del hombre estaban a punto de desaparecer ante los ojos del conductor bajo los enormes remolinos que lo cruzaban; pero luego reaparecería, y el padre de Charlotte seguiría avanzando, encorvado sobre el volante, entrecerrando los ojos y soltando maldiciones entre dientes, ya que sabía que la carretera desaparecería de nuevo. De momento, la vieja camioneta seguía ascendiendo, aunque ya había derrapado ligeramente en alguna que otra curva. El padre de Charlotte se había concentrado tanto en la conducción que había dejado de hacerle a su hija, acurrucada a su lado en el asiento delantero, mil preguntas sobre Dupont. Su madre, sentada al otro lado, también se había callado. Miraba al frente tan fijamente como su esposo, e incluso había empezado a clavar el pie derecho en el suelo, como si pudiera frenar, un instante antes de que el conductor pisara el pedal de verdad, y luego a contonear el torso un instante antes de que su marido girara el volante para sortear la curva siguiente; y, cada vez que pasaba de las cortas a las largas y de las largas a las cortas en busca de algún ángulo de luz que le ayudara a distinguir la calzada entre los copos y los remolinos de nieve, también ella se encorvaba y se echaba adelante como él, como si acercar la cabeza al asfalto fuera a permitirles verlo mejor.
Sólo Buddy y Sam, que iban dando tumbos a izquierda y derecha en el ridículo asiento trasero, se habían desentendido lo suficiente de las condiciones meteorológicas como para proseguir con la continua descarga familiar de preguntas sobre la fantástica universidad de la que acababa de regresar su hermana para pasar las Navidades.
—Charlotte —preguntaba Buddy, recién cumplidos los once años la semana anterior—, ¿cómo es Treyshawn Diggs?
—No es amigo mío —contestó ella con tono apagado, sin expresión, aunque era consciente de que lo mínimo que debía responder era: «Pues la verdad es que no somos amigos, Buddy», y decirlo con simpatía y buen humor. Pero no podía. No podía ofrecer ni rastro de simpatía.
—¿Ah no? —En la voz de su hermano hubo tanto sorpresa como decepción—. Pero lo conoces, ¿verdad?
—No —insistió ella con la misma voz mortecina—, para nada.
—Pero lo habrás visto alguna vez, seguro. ¿Cómo es un tío de dos metros diez?
Charlotte guardó silencio. Sabía perfectamente que su actitud era inexcusable, pero estaba tan deprimida que la Autodestrucción no lograba descender de su pedestal, tan prendada estaba de la Pena.
—Nunca lo he visto, Buddy.
—Pero lo habrás visto jugar…
—No, jamás. Es casi imposible encontrar entradas para los partidos, y además cuestan una fortuna. Ni siquiera lo he visto por la tele.
—¿Y a André Walker? Es una pasada —terció Sam, que sólo tenía ocho años y ya sabía quién era André Walker. Por un lado parecía extraño, y por el otro patético.
—Tampoco lo he visto nunca —contestó ella.
—¿Y a Vernon Congers? —quiso saber Sam.
—Tampoco.
Un gruñido de decepción procedente del asiento de atrás. Era Buddy. Un suspiro con tintes de quejido. Sam.
Aunque mueran todas las demás emociones, la culpa sobrevive. Charlotte se sorprendió al abrir la boca para decir:
—Sí que conozco a uno de los jugadores: Jojo Johanssen.
—¿Quién es? —preguntó Sam.
—A mí me suena —aseguró Buddy—. ¿De qué juega?
—De pívot, creo. Es blanco.
—Ah, vale —reaccionó Buddy—. En Dupont tienen a un blanco. El otro día jugaron contra Cincinnati. ¿Es bueno?
—Supongo.
—¿Es alto?
—Sí, altísimo —confirmó Charlotte. «Pobre Jojo», pensó. «Hasta mis hermanos conocen a Vernon Congers y a ti no te conoce nadie». Fue sólo un pensamiento ajeno a toda emoción. Todo le parecía de lo más absurdo.
—¿Cuánto mide? —perseveró Sam.
—No sé. —Iba a dejarlo así, pero entró en juego la culpa—. Cuando estoy a su lado tengo la impresión de que mide tres metros. Es enorme.
—¡Uau! —exclamó Sam.
Más culpabilidad. La altura de Jojo era el primer detalle colorido sobre Dupont que les ofrecía desde que bajara del autocar en Galax, justo al otro lado de la frontera con el estado de Virginia. Había llegado a las once y media de la noche y allí se había encontrado con los cuatro —mamá, papá, Buddy y Sam—, esperándola, con anchas y radiantes sonrisas de alegría (no, más que eso, ¡de entusiasmo!). «Nuestra hija (nuestra hermana) vuelve a casa por primera vez en cuatro meses desde la legendaria Dupont. ¡Qué ilusión! ¡Nuestra niñita (nuestra hermana mayor) estudia en Dupont! ¡Y viene a vernos!».
Charlotte se había obligado a sonreír, pero consciente de que sólo se le notaba en los labios, no en el resto de la cara. Y a saber qué pinta debía de tener esa cara. Hacía ya dos noches que no pegaba ojo. Quizá debería haber acudido a la enfermería. Quizá la habrían ingresado en el hospital… Quizá Dios se la habría llevado consigo en plena noche. No se le ocurría una solución mejor.
Sus padres habían empezado a bombardearla con preguntas sobre Dupont de inmediato. Al verlos tan felizmente convencidos de que ella iba a mostrar el mismo entusiasmo que ellos, de que iba a reaccionar con el mismo placer triunfal con que había llegado a Dupont en agosto, le parecieron inocentes y cargantes. Qué fastidioso, qué infantil era que se hubieran plantado allí, sonriendo de oreja a oreja, exaltados por algo de lo que no sabían la misa la mitad. En otras palabras (palabras que no llegó a decirse ni siquiera de pensamiento), qué cutres eran.
Todas aquellas preguntas la ponían de los nervios. ¿Qué tal estaba Beverly? ¿Se llevaban bien? ¿Cómo se vivía en una residencia? Estaban muy orgullosos de sus notas, aunque, claro, ya sabían que iba a arrasar. ¿Qué asignaturas le gustaban más? Y entonces metió baza Buddy y le preguntó, en broma, si tenía novio. Y su padre comentó, en tono también jocoso, que esa respuesta le interesaba.
Sólo su madre se percató de que su hijita del alma intentaba eludir el interrogatorio, asegurando que no sabía, haciéndose la tonta incluso, pero evidentemente deseaba que el cansancio del viaje, de diez horas, fuera el responsable de esa conducta. No estaba aún preparada para plantearse el que su niña prodigio pudiera estar de mal humor o, de hecho, sumida en un estado aún peor.
En realidad, a Charlotte no le había importado en absoluto que el viaje fuera largo y pesado. Había sido de los que la gente suele calificar de «eternos», y el deprimido desea que los viajes resulten literalmente eternos, porque mientras se encuentre en tránsito de un punto a otro sus preocupaciones, su desesperación, se alejan de su origen… al que inevitablemente luego regresan. En esas circunstancias, ¿qué mejor que acomodarse en un mullido asiento reclinable, en una nave espacial repleta de desconocidos, una nave espacial porque avanza velozmente y permite sentirse apartado de la Tierra (en lo alto del cielo, en aquel asiento), mientras se contemplan, tras grandes y gruesos ventanales de cristal teñidos de un tono tan oscuro que desde fuera nadie puede ver nada, paisajes felizmente ignotos que van pasando y alejándose? «Por favor, Dios mío, que dure eternamente, o si no ven a llevarme contigo en plena noche», había suplicado mentalmente.
Poco después, ya en la vieja camioneta que avanzaba con dificultad, Charlotte miró la nieve, que tal como la alumbraban los faros parecía salvaje y demoníaca. Quizá patinaran, volcaran, se desplomaran hacia la oscuridad, por allí a la izquierda, por aquella pendiente casi vertical, dieran vueltas y más vueltas de campana hasta que aquel trasto reventara y quedara convertido en chatarra. Un accidente… Su conciencia se batiría en retirada, no quedaría nihil; y exnihilo iba a surgir Dios para llevársela consigo en plena noche.
Tales caídas repentinas, tales accidentes mortales, habían ocurrido ya en la carretera 21, pero ¿qué sería de sus padres y de Buddy y de Sam? Nadie saldría ileso de un percance así. No estaba lo bastante enajenada como para desear que acabaran sus vidas sólo para que la de ella encontrara un final aceptable, un final que no ofreciera la menor satisfacción, la menor excusa para una crueldad exquisita, a las Beverly y las Gloria, a las Mimi… y que no granjeara más notoriedad en el mundillo de las hermandades a… a… No, no debía pasarles nada a sus padres, que la querían, que la querían incondicionalmente, con Dupont o sin Dupont, que sin duda la acogerían de nuevo en su seno, aun mancillada como estaba. Trató de imaginarse un accidente que sucediera de modo que Dios sólo se la llevara a ella.
Pasadas unas horas, cuando llegara el amanecer, sería demasiado tarde. Ah, qué inteligente era Charlotte Simmons, sí, pero no lo bastante para salir airosa. ¿Cuánto tardaría su madre en desmontar su fachada y descubrir que le había sucedido algo de una gravedad extrema, que su hija del alma había cometido un suicidio moral? ¿Cuánto tiempo? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? ¿Toda una hora? ¿Y qué iba a poder decirle a la señorita Pennington? ¿Que todo marchaba sobre ruedas? ¿Que jamás se había sentido tan viva, tan animada, tan desbordada de vida intelectual? ¿Y permitir así que la maestra que había visto en Charlotte Simmons la justificación de cuarenta años dedicados a la enseñanza, dejándose la piel en un instituto de pueblo, en la Atenas de las montañas Azules, en Sparta, disfrutara de tres semanas y media más de ilusiones, o cuatro incluso, antes de que llegaran las notas del primer semestre de la reina de las excusas en un sobre dirigido a los señores Simmons? Ellos no entendían nada de becas Rhodes, ni de cenáculos, ni de matrices de ideas, y mucho menos de los Mutantes del Milenio, no tenían ni idea de que la media de un estudiante debía ser casi perfecta para poder acceder a un tercer ciclo en alguna de las grandes universidades del país. No, ellos no, pero la señorita Pennington estaría al tanto de esas cosas.
Su padre no se salió de la carretera ni se precipitó al vacío, ni siquiera tardó todo lo que le habría gustado a una adolescente deprimida. Se plantaron en el centro de Sparta en un abrir y cerrar de ojos y se detuvieron ante uno de los tres semáforos, el del cruce de la Veintiuno con la Diecioho. El semáforo, colgado en lo alto en mitad el cruce, se balanceaba debido al viento. La nieve estaba empezando a cuajar de verdad. No había ni un solo peatón, nadie en ningún lugar de la calle. A un lado estaba el viejo juzgado, con su fachada de ladrillo, y en el contexto de la oscuridad y la nevada su aspecto antiguo y su mutismo eran de lo más apropiado. Podría haber sido una escena de una película ambientada a principios del siglo XIX, si no hubiera sido por el enorme poste indicador de granito pulido que se había levantado en un lado de la calle principal. Siguieron avanzando y pasaron por el lugar donde Charlotte había cruzado la calzada imprudentemente tras los pasos de Regina porque le había faltado el valor necesario para negarse a infringir la ley…
—¿Te acuerdas? —preguntó su madre, señalando a la derecha.
Nevaba con tanta intensidad que al principio le costó distinguirlo, pero allí estaba, a unos cincuenta metros de la calzada, en la pendiente de la colina, con un aspecto tan fantasmagórico como el del juzgado: el instituto. Charlotte se inclinó hasta colocarse casi por delante de su madre y escrutó el panorama entre la oscuridad y la nieve. Al principio no sintió nada. Estaba allí, sin más… Distinguió la prolongación que acogía la cancha de baloncesto, donde la «jovencita» había soltado su discursito en representación de todos sus compañeros de promoción en la ceremonia de entrega de diplomas. Allí estaba, no era más que un edificio, un edificio sombrío y apagado en mitad de una tormenta. Las lágrimas la pillaron desprevenida. Gracias a Dios, llevaba pañuelo. Las reprimió simulando un acceso de tos, y su padre la ayudó involuntariamente al comentar, con aquel acento suyo tan de Sparta:
—Mira el motel? Sólo se ven tres coches aparcados?
Ya habían salido de la ciudad. Las únicas luces que quedaban eran los faros de la vieja camioneta de reparto, que se reflejaban en la nieve, que caía en grandes ráfagas y daba mil vueltas furiosas ante el bosque, oscuro como boca de lobo.
—Bueno, hijita —dijo su madre con brío—, ¿sabes dónde estamos?
Charlotte fingió espabilarse de sopetón.
—¿Te suena? ¡Has estado lejos durante cuatro largos meses!
—Qué alegría estar en casa —logró contestar Charlotte con un hilo de voz, y acto seguido hundió la cara en el hombro del basto anorak de su madre, para hacerle creer que se había puesto cariñosa y melancólica y de paso no viera las lágrimas que le caían por las mejillas.
Consiguió aguantar el tipo hasta que entraron en casa, fueron hasta el salón y su padre accionó el interruptor de la luz… y allí estaba, la mesa de merendero, pero con algo nuevo: tenía un bonito mantel recién planchado y encima, en el centro, había una cestita de mimbre repleta de pinas, pinaza y bayas de acebo bien rojas. También vio unas sillas de madera alabeada de tono claro que no estaban antes y que, de hecho, eran muy poquita cosa. Estaba también el abeto navideño, como siempre. Y había coronitas de acebo, relucientes con sus rojas bayas y colgadas por todo el cuarto a la altura de los ojos. Eso era nuevo. Habían encerado el suelo. La habitación estaba como los chorros del oro, con todos los detalles en su sitio. Su madre había hecho todo eso por ella. Su padre estaba ya llenando la estufa de carbón panzuda. Charlotte respiró hondo. El aroma rural de un cuarto saturado con años de humo de carbón le llenó los pulmones, prácticamente inundó todo su cuerpo.
Una carcajada y un extraño estruendo musical: alguien había encendido el televisor. En la pantalla, un hombre vestido de negro con una cabeza blanquecina totalmente pelada, en forma de bala y con unos enormes auriculares negros a modo de cepo se reía, de pie, de lo que debía de haber sido el chiste más gracioso del mundo, mientras apretaba con ambas manos una especie de teclado electrónico que era el responsable del estruendo. Buddy y Sam, por supuesto; lo primero era lo primero: poner la tele.
El patriarca abandonó la estufa y se acercó a los niños.
—¡Eh, apagad eso! ¡Son más de las doce! No son horas de ver la tele, sino de irse a la cama.
Aquel discurso tan familiar, con tono severo pero a la vez cariñoso… Charlotte no pudo aguantar más. Rompió a llorar, aunque en silencio. Su madre le pasó el brazo por los hombros y le preguntó:
—¿Qué te pasa, nenita?
Gracias a Dios, su padre, Buddy y Sam estaban ocupados con el televisor y su destino inmediato. Charlotte consiguió dejar de llorar, pero sabía que tenía los ojos rojos, hinchados, delatores.
—No es nada, mamá. Es que estoy cansada. El viaje en autocar… Y toda la semana me he quedado hasta tarde estudiando…
El televisor se apagó. Su madre aún le pasaba el brazo por los hombros, los hombros de la buena hija, a la que le daba vergüenza mirar a su padre y sus hermanos pequeños, porque no había forma de ocultar que había llorado.
—Es que está cansada? —la excusó su madre.
Oír el cerrado acento de su madre y sentir de nuevo ganas de llorar fue todo uno, pero logró contenerse.
Cuando se metió en la cama en su antigua habitación, aquel hueco de metro y medio de ancho, se quedó tumbada sin poder dormir, cosa que ya esperaba. Su mente era una máquina subida de revoluciones que se negaba a bajar el ritmo. No dejaba de pensar en el día, en el viaje de regreso a casa, pero no como lo haría una persona relajada, de acuerdo con episodios o incidentes, sino que para ella todo el día era una serie de escenas representadas en un escenario, con un decorado sombrío, un telón de fondo inhóspito para algo terrible, algo que se cernía sobre ella… No había salida, sólo el final, que era inevitable. ¿Cuándo iba a enterarse su madre de que estaba sucia, manchada hasta el punto de que la redención resultaba imposible? ¿Cuándo se enteraría la señorita Pennington de que su gran creación, la joven que representaba el orgullo de toda su carrera, designada por ella para tener la vista puesta en el futuro y crear una gloria que iluminara el mundo… cuándo se enteraría la pobre señorita Pennington de que su alumna estelar había tirado su futuro por la borda, lo había destrozado en cuatro cortos meses de la forma más sórdida e infantil, había perdido los papeles por un chulo de una hermandad (¡de una hermandad!), el paradigma de todo lo inmoral, lo absurdo, lo infantil, lo cruel, lo irresponsable, lo grosero y lo repugnante de la juventud norteamericana?
Quizá debería contárselo todo a todo el mundo a primera hora de la mañana y acabar de una vez. Pero ¿qué conseguiría? No eran problemas que permitieran pasar página y seguir adelante como si nada. No tenía ni idea de qué hacer, como no la había tenido en la parada del autocar en Galax.
Soplaba el viento. Bien. «Que esta tormenta sea larga y oscura, Señor. Si tiene que llegar la mañana, que sea lúgubre y gris. Que la nieve se acumule y paralice el mundo».
Se quedó tumbada escuchando la tormenta y tratando de no sentir los acelerados latidos de su corazón, rezando para que los gemidos y los lamentos la hicieran conciliar el sueño de una vez. ¿Podría volver a dormir algún día? Allí, en su antigua cama, el estrecho refugio donde su padre se ponía de rodillas, se inclinaba hacia ella y le decía: «Calentito, blandito, mullidito, resguardadito y abrigadito… Ahhh», y siempre se quedaba dormida antes de darle tiempo a terminar la letanía tres veces… «Calentito, blandito, mullidito, resguardadito…».
Decidió decírselo ella misma. Con una vocecilla apenas audible, empezó:
—Calentito, blandito, mullidito, resguardadito y abrigadito… Ahhh… Calentito, blandito, mullidito, resguardadito y abrigadito… Ahh… Calentito, blandito…
Se detuvo y emergió de debajo de las mantas. Hacía un frío tremendo, pero era lo que menos la preocupaba. Se puso de rodillas junto a la cama, cerró los ojos y juntó las palmas de las manos con fuerza, con la punta de los dedos pegada a la barbilla. Para sí repitió la letanía de la infancia:
Ahora que me abandono al sueño,
ruego al Señor que guarde mi alma.
Si muero antes de despertar,
ruego al Señor que mi alma se lleve consigo.
Bendice a mamá, a papá, a Buddyy a Sam, y diles, cuando…
Se detuvo. Quería hacerlo bien.
Y cuando, Señor amado, desciendas hasta aquí, llévate
contigo en plena noche a un ser ya sin alma…
Charlotte fue víctima del insomnio durante toda la tormenta, que empezó a amainar hacia las tres o cuatro de la madrugada. Se habría levantado con la impresión de no haber pegado ojo si no hubiera recordado vagamente un sueño tenido poco antes de despertar. Se encontraba en Ciudad de Dios y era todo muy desagradable; los detalles se habían desvanecido.
La luz del día creó un marco radiante en torno a la persiana, y eso que ella había rezado para que amaneciera un cielo plúmbeo y encapotado… Se oía a unos niños jugando en la nieve. Salió de la cama y levantó la persiana. La nieve era una cegadora lámina de luz que llegaba hasta el bosque. Allí estaban Buddy, Sam y el pequeño Mike Creesey, que vivía muy cerca, junto con Eli Mauck, todos ellos bien enfundados en voluminosos anoraks (con los que parecían cuatro granadas de mano) y jugando a fintar por un lado y otro un bulto cubierto con una lona.
Le apetecía quedarse en la cama eternamente, pero el sol ya estaba alto y sólo de pensar que su madre tuviera que entrar a sacarla de la cama y viese lo deprimida que estaba, decidió hacer un esfuerzo sobrehumano y vestirse; unas cosas daban más miedo que otras. Se vistió con los vaqueros de pitillo y la chaqueta de punto que se había llevado a Dupont y que se había puesto sólo una vez. No se había atrevido a volver a casa con los Diesel, esos Diesel en los que había despilfarrado una cuarta parte del presupuesto del semestre. Eran una prueba comprometedora de su degradación personal. La cabeza le iba a mil otra vez, le dolía como si la tuviera llena de cenizas del carbón de la estufa.
Entró en la cocina y se encontró con su madre, que parecía ocupada en estudiar una receta. «Por favor, mamá, no digas nada. Tú sigue con lo que estás haciendo. No tienes obligación de dejarlo todo porque haya aparecido yo, de verdad». Sólo quien lo ha experimentado en carne propia sabe cuánto hace sufrir a una persona deprimida tener que conversar. Se prometió hacer acopio de fuerza de voluntad y comportarse como una persona normal que vuelve a casa por Navidad, pero ¿lo lograría?
Su madre levantó la vista del libro de recetas, sonrió con toda la alegría del mundo y exclamó:
—¡Bueno, bueno! ¡Ya hemos amanecido! ¿Has dormido bien?
—Sí —contestó Charlotte, y se obligó a sonreír—. ¿Qué hora es?
—Ay… Casi las diez y media. Has dormido nueve horas y media. ¿Te encuentras mejor?
—Sí, mucho mejor. Es que anoche estaba destrozada? —Dejó caer unas gotas de acento de Sparta y acto seguido se le ocurrió protegerse por lo que pudiera caerle encima más tarde—: Aún estoy un poco… como mareada. No sé por qué será. ¿Qué estás preparando, mamá?
—¿Te acuerdas de que una vez, cuando tenías nueve o diez años, quizá por tu cumpleaños, no estoy segura, preparé algo que no había hecho nunca y tú lo llamaste «misterio»? Fue la primera vez que te gustó un variado de verduras. Siempre querías las cosas solas, puré de patatas solo como la una, judías verdes solas como la una, y no soportabas nada que tuviera zanahorias, pero el misterio te gustó? Bueno, pues hace mucho que no comemos misterio, y se me ha ocurrido que sería buena idea para la cena de hoy, ya que estás en casa?
—¿La cena de hoy? —repitió Charlotte simplemente para ofrecer una respuesta. Su cabeza no podía detenerse en algo tan insignificante como si iban a cenar misterio de verduras o no.
—Anoche no te lo dije, como estabas tan cansada?, pero es que esta noche… —Se detuvo y sonrió de oreja a oreja—. ¿Te fijaste en que hay una novedad en el salón? Me da en la nariz que no.
La conversación era ya una carga tremenda, insoportable, de una pesadez inexplicable, una invasión absoluta de su mente, pero Charlotte mantuvo el tipo:
—No, me parece que no me fijé… Ah, calla, ¿quieres decir las coronas de acebo?
—Bueno, sí que son nuevas, pero yo me refiero a algo más importante que el acebo. —Otra sonrisa de absoluta dicha—. ¡Ven!
Se dirigió al salón y Charlotte la siguió.
La luz que reflejaba el campo de nieve al otro lado de la carretera condal 1709 resultaba deslumbrante. Iluminaba la habitación con una intensidad que Charlotte no recordaba haber visto jamás. Daba la impresión de que hasta el aire estaba iluminado. Era algo mágico, pero en un sentido escalofriante para una persona deprimida que buscaba refugio en la penumbra, apagando de un soplo la luz de la cumbre de toda alma humana, como dirían en la Iglesia del Evangelio de Cristo, de la que tan devota era su madre.
—¿Ya lo ves, hija? ¡Si te descuidas te muerde!
Charlotte regresó al instante presente, al lugar actual, y se concentró en algo que estaba a punto de morderla… ¡Sí, claro! Las sillas, las ocho sillas antiguas de madera alabeada, como las que había en las mesitas en que servían helados y refrescos en la tienda de McColl, con asientos rígidos y unas varas alabeadas de lo más sencillo a modo de respaldo, todas recién lijadas, aceitadas, teñidas y enceradas, a juzgar por su aspecto, y pegadas a la mesa de merendero formando dos hileras perfectas, de modo que los respaldos casi rozaban el mantel blanco.
—¿Las sillas? —preguntó Charlotte—. ¿De verdad que ya estaban ayer? —Un retazo de memoria, unas sillas vislumbradas la noche anterior, durante aquel terrible acceso de lágrimas y agonía.
—¿Las sillas y qué más? ¿Con qué combinan?
Charlotte volvió a observarlas.
—Las sillas están pegadas a la mesa? Habéis quitado los bancos de toda la vida?
—Presta más atención.
Charlotte levantó un extremo del mantel y descubrió que la mesa de merendero había desaparecido y en su lugar había una de verdad. Miró intrigada a su madre, que esbozaba la sonrisa más feliz del mundo. Charlotte apartó un poco más la tela. Era una mesa vieja de pino barato, de lo más corriente y sin ningún adorno tallado, lo que se llamaba una mesa de cocina, aunque quizá procedía de un taller, porque debajo del sobre, por ambos lados, había sendos cajones con tiradores metálicos. Sin embargo, al igual que las sillas, había sido restaurada hasta recuperar prácticamente el máximo esplendor de su nada elegante existencia, encerada y abrillantada arduamente hasta arrancarle un lustre relativo.
—¿De dónde ha salido, mamá?
—Pues de casa de los Paulson, en Roaring Gap.
Y pasó a contarle, con orgullo considerable, que los Paulson le habían pedido a su padre que la tirase en el vertedero, pero que él la había traído a casa y había trabajado en ella casi una semana entera y la había desmontado completamente y luego había vuelto a armarla hasta dejarla de lo más firme y había comprado tiradores nuevos para los cajones (los que llevaba estaban muy oxidados) y la había lijado y aceitado y encerado y abrillantado hasta dejarla convertida en una mesa nuevecita.
—Y no le digas que te lo he contado, pero ¿sabes por qué lo ha hecho? Porque la niña de sus ojos volvía a casa de la universidad. Sabía lo que debía de parecerte comer en aquella mesa de merendero y quería sorprenderte. Tu padre no habla mucho, hija, pero desde luego ve mucho.
—¿Y qué ha pasado con la otra?
—Pues está fuera, donde le corresponde. Están pensadas para el jardín. —La llevó hasta la puerta de la cocina y señaló el bulto tapado en mitad de la nieve. Buddy perseguía a Mike, que daba vueltas a su alrededor, y Sam y Eli se reían de ellos—. En primavera será una maravilla tenerla ahí fuera.
En cuanto regresaron al comedor y Charlotte volvió a posar los ojos en la mesa «nueva», tuvo un repentino acceso de llanto. Sonrió forzadamente con lágrimas en los ojos y echó los brazos al cuello de su madre.
—Ay, mamá —gimoteó—, qué buena… persona… que… es… papá… y qué buena… persona… que… eres… tú… y qué bien… que… me tratáis todos… —Y hundió la cara bajo la barbilla materna.
Su madre no supo qué responder y se limitó a abrazarla brevemente. Luego dijo:
—No hay por qué ponerse a llorar, nena, mi nena buena. Creo que a lo mejor hay una parte de ti que todavía es mi nenita.
—Una parte enorme, mami. He aprendido una cosa, y he tenido que irme hasta Pensilvania para eso. —«Pensilvania». Por algún motivo, no quería pronunciar la palabra «Dupont»—. Me da igual todo el mundo, pero a vosotros no quiero decepcionaros.
—Pero ¿cómo ibas a decepcionarnos? No logro imaginarme qué tienes dentro de la cabecita, hija. No he dejado de darle vueltas desde que bajaste del autocar ayer noche.
Bueno, ¿iba a haber mejor momento para contárselo todo, para confesarlo todo y suplicar su perdón? Pero ¿qué lograría con eso? ¿El perdón? Su madre jamás volvería a ser capaz de llamarla «mi nena buena», la miraría como si fuera otra persona. Si se enteraba se avergonzaría, daba igual cómo se enterase, daba igual que fuera a través de una confesión en toda regla. ¿Sería ella capaz de mirar a su madre a la cara al contárselo, y ver cómo cambiaba ese rostro al darse cuenta de en qué se había convertido su nena buena? Desde luego aquél era el momento… pero ¿cómo iba a afrontarlo?
—No me pasa nada, mamá. —Se tragó unas lágrimas—. Es que la última semana ha sido… no sé… horrible. He estado con mucho estrés? —Se arrepintió de haber dicho «estrés», porque sabía que su madre se fijaría en una palabra tan «moderna». ¿Qué era el estrés, en el fondo, si no lo que siempre se había llamado «flaqueza a la hora de hacer lo que hay que hacer»?—. Hemos tenido exámenes toda la semana, y no he dormido ni la mitad de horas que me hacían falta. Me he sentido sola, mamá. No me lo esperaba. La señorita Pennington me decía siempre que si soy muy independiente y que si soy diferente a los demás y todo eso. No soy diferente, mamá, me siento sola como todo el mundo. He tenido que irme hasta Pensilvania para comprender cuánta gente he tenido siempre aquí en casa, gente que hará todo lo que esté en su mano por ayudarme.
Su madre mantuvo un brazo en torno a la cintura de su hija. Sonrió y señaló la mesa que había restaurado su marido.
—Pues entonces con la cena de hoy vas a disfrutar de lo lindo.
—¿La cena de hoy? —Una sombra cruzó el rostro de Charlotte, pero su madre no se percató de ello.
—Esta noche vamos a tener oportunidad de comprobar la calidad de la mesa de tu padre. He… he invitado a unos amigos a cenar, a gente que sé que te apetecerá ver…
Horror sólo de pensarlo.
—¿Ah sí?
Su madre no captó el horror, sólo la sorpresa.
—Sólo a los íntimos… La señorita Pennington, Laurie, los señores Thoms… Todos se mueren de ganas de saber cómo te va por Dupont y todas esas cosas.
—¡No, no puedes, mamá! —Las palabras salieron de su garganta como una descarga involuntaria.
Su madre la observó desconcertada.
—¡Esta noche no, mamá! Acabo de llegar. Necesito un poco de tiempo… —Pero no logró improvisar un motivo.
—Pero si todos te caen muy bien. Los he invitado especialmente…
Charlotte comprendió que su reacción había destapado exactamente lo que deseaba ocultar. Con calma premeditada, contestó:
—Ya lo sé, mamá, pero es que no me lo has preguntado ni nada.
—Bueno, hija, lo siento mucho. Me imaginaba que la sorpresa te haría gracia. ¿Vas a contarme por qué estás a la que salta?
—No es eso, mamá. Lo que pasa es que… —Pero no logró decidir qué era lo que pasaba. No consiguió inventarse una mentira que le permitiera salir del paso. Se dio cuenta de que nunca había tenido que inventarse mentiras en aquella casa, sólo alguna que otra mentirijilla. No obstante, el engaño no le era totalmente ajeno. Cualquiera (desde luego era su caso) que haya sido alabado tanto, tan habitualmente y durante tanto tiempo, conserva en su interior las herramientas necesarias para arreglar un pinchazo en plena carretera—. Supongo que me he sorprendido, y ya está.
Sabía que no contaba con el valor necesario para pedirle a su madre que cancelara la cena, pero, aydiosmío, ¡Laurie y la señorita Pennington! No era lo bastante buena actriz como para engañarlas, aunque tampoco tuviera gran cosa que ocultar.
¿Cómo iba a sobrevivir? La máquina de remordimientos volvía a acelerarse, a ponerse al máximo de potencia y temperatura. Ni siquiera reducía el ritmo de trabajo cuando tenía ante sí períodos de inactividad. Desenterraba y exacerbaba defectos que se encontraban en estado latente. Durante la entrega de diplomas, el señor Thoms la había proclamado la ganadora de las menciones honoríficas de Francés, Inglés y Creación Literaria. Aquella noche, durante la cena, nada le daría a entender que Charlotte hubiera mantenido un interés especial por esas disciplinas en Dupont. Era consciente de que siempre había existido una vertiente egocéntrica en su carácter que se manifestaba como una desconsideración en su forma de tratar a los demás. La noche anterior había resultado evidente que debería haberles traído a Buddy y Sam algún recuerdo de Dupont… camisetas o, si hubieran sido demasiado caras, fotografías de Treyshawn Diggs y de André Walker, cualquier detalle, y a sus padres, ya puestos, quizá tazas con el emblema de Dupont o algo así… ¿Y lo había hecho? Ohhhh, no; y ya era demasiado tarde. En lugar de eso, iba a tener que comprarles a sus hermanos las chucherías de siempre en Kyte’s, que siempre se notaba que eran de Kyte’s.
Sólo le hacía falta tiempo. Iba a tener oportunidad de desempolvar muchas más cosas para torturarse. En ese estado se encontraba.
Se pasó el día buscando excusas para no salir de casa: la nieve, que el pueblo estaría abarrotado de gente que no quería ver porque le daría la tabarra con preguntas sobre Dupont, que en un día así debería dedicarse simplemente a leer un poco para preparar los exámenes finales… luego se puso a darle vueltas a todo lo que pudiera parecer un accidente: si tropezaba y caía bajo las ruedas de un coche o, mejor, una gran camioneta que pasara a toda pastilla por la 1709, si cayera de tal forma que el conductor no se diera cuenta de que se había tirado delante de su vehículo… Pero por la 1709 no pasaba nadie a toda pastilla aquel día, ni en camioneta ni en otra cosa, porque aún no habían limpiado la nieve con los tractores, y hasta las camionetas más grandes tenían que avanzar a paso de tortuga como todo el mundo.
Por suerte, su madre estaba ocupada preparando la cena (porque era eso, una cena, no una fiesta, por supuesto) y no le prestó demasiada atención. Cuando Charlotte le comunicó que iba a estudiar un poco para los exámenes finales, no le pareció raro. Pero la pobre Charlotte era incapaz de leer una línea en el estado en que se encontraba. Para una persona deprimida, las palabras impresas se convierten en algo irrelevante, impertinente, lo mismo que las imágenes de una pantalla. Se había llevado a Sparta un libro de apenas doscientas páginas recomendado por el señor Starling, El cerebro social, de Michael Gazzaniga, famoso por sus estudios sobre pacientes que tenían seccionadas las conexiones entre ambos hemisferios cerebrales, conocidas como cuerpo calloso. Un mes antes, la obra de Gazzaniga le había parecido fascinante.
Sentada en la butaca, abrió el volumen por una página al azar. «¿Por qué un ser humano (cerebro) funciona más deprisa cuanto más sabe, mientras que una máquina (ordenador) opera más despacio cuantos más conocimientos tiene?». La frase no conectó con su mente. No encontraba motivo alguno para responder a esa pregunta. ¿A quién le importaba si el cerebro funcionaba a más velocidad que el ordenador, o viceversa? ¿Quién demonios podía permitirse el lujo de preocuparse por esas cosas? ¡Qué irrelevante! ¿Qué tenía que ver con el hecho de que le hubiera echado un polvo (eso, eso precisamente, le había hecho saltar el precinto) un conocido delincuente sexual de largo historial, un retorcido, un chulo despiadado que después había comunicado la deliciosa noticia a su hermandad y a toda la Universidad de Dupont? ¡Y encima le había entrado un yuyu porque la tía era virgen! En un delirio de locura juvenil ante la aparición de un novio, Charlotte lo había sacrificado todo (virginidad, dignidad, reputación y también sus ambiciones, su misión, sus promesas y sus obligaciones para con los que la habían apoyado, educado, guiado), y esa noche iba a tener que mirar a la señorita Pennington a los ojos.
Trató de ralentizar el paso del tiempo dividiendo la tarde en segmentos de media hora. «Durante los próximos treinta minutos no tengo nada que perder, nadie va a invadir mi vida, puedo hacer lo que me venga en gana, es decir, sentarme en esta butaca y permanecer inactiva, sin siquiera pensar.» (De esto último no había muchas esperanzas, claro, ya que sabía que la máquina no perdería gas ni por un momento, no se enfriaría ni una pizca en la media hora siguiente, como no se había enfriado en la anterior). «Dispongo de estos treinta minutos y, después, de otros treinta, pero no voy a mirar al futuro. En el futuro, cuando llegue el momento, hacia las cuatro y media, caerá el sol, pero en el período comprendido entre este instante y las cuatro y media no existo. Vivo sólo en estos treinta minutos, que están totalmente apartados del resto del tiempo».
Los chicos (Buddy, Sam y sus amigos Mike Creesey y Eli Mauck) entraron en la cocina procedentes del exterior, respirando hondo, riéndose y picándose:
—¡Es que tú tiras así!
Parecía la voz de Buddy.
—Buddy… —Ésa era su madre.
—Sí que tiras así, como una nena.
—¡Buddy! A ver, quitaos todos las botas antes de entrar en casa. ¡Pero cómo os habéis puesto!
—Aaaaay…
Buddy, Sam, Mike Creesey y Eli Mauck… el reloj avanzaba a toda velocidad, a toda velocidad, a toda… ¿Cómo era posible? El segmento de media hora ya había concluido, ya estaba usado, gastado infructuosamente, ¡y ya llevaba diez minutos del siguiente! No le quedaban muchos. Cuando dieran las cinco prácticamente no quedaría nada de nada. Los invitados debían llegar a las seis, y en el condado de Alleghany la gente era puntual.
La vanidad común y corriente desaparece ante la depresión. En realidad, en el caso de la mayoría de las chicas se trata del único momento posterior a la pubertad en que se encuentran en ese estado antinatural en concreto. La persona deprimida sólo desea desaparecer. Ni siquiera le interesa tener buen aspecto, cree que no se lo merece. El buen aspecto es una burla de lo que de verdad es. Se puso el mismo vestido estampado con que había recibido el diploma del instituto (¡y con el que había ido a Saint Ray aquella primera noche!), con la precaución de deshacer el dobladillo, con lo que le llegaba prácticamente hasta las rodillas.
Su madre la llamó a gritos desde la cocina:
—¡Charlotte! ¿Qué? ¿Ya estás?
—¡Sí, mamá!
La molestaba sobremanera que su madre la hiciera presentarse para pasar lista de aquella forma. Para ser una persona que jamás ofrecía una fiesta (simplemente se había limitado a invitar a cenar a unos amigos), estaba con los nervios de punta. El intenso aroma del pavo asado flotaba en el aire, junto con el de puré de boniatos y zanahorias, y el de pasas sultanas, a juzgar por la nariz de Charlotte (el maravilloso «misterio» que había hecho sus delicias durante la infancia), y el olor penetrante del vinagre que iba a verterse sobre las cebollas picadas que iban a mezclarse con las judías hervidas… Aquellos efluvios le evocaron todos los maravillosos días de Acción de Gracias y Navidad de su infancia, aquellos momentos de especial emoción, y los revivió con el residuo nocivo de la nostalgia. ¡A qué niveles de engaño total y absoluto habían llegado aquellos momentos culminantes de bienestar infantil! ¿Qué advertencias había tenido la niña prodigio de que su primera parada más allá del cielo olfativo confeccionado por su madre la llevaría de cabeza, tras unos pocos episodios frenéticos, a la podredumbre más total, al metesaca puramente animal, a la depravación espiritual además de física, hasta aquel momento en que no se atrevía a mostrar su faz abochornada ante el mundo, ni siquiera ante sus amigos de toda la vida? Mucho menos ante sus amigos de toda la vida, claro.
—A ver, Charlotte —dijo su madre—, cuento contigo para que me recuerdes que la esposa del señor Thoms se llama Sarah, no Su-san. Siempre estoy a punto de llamarla «Susan». No es que la vea muy a menudo.
Sonreía, pero Charlotte atisbo su nerviosismo. Tener a los Thoms de invitados le provocaba inseguridad. En el condado de Alleghany no existían exactamente las clases sociales, sólo había personas respetables y otras que no lo eran. Los primeros iban a la iglesia, eran devotos, se tomaban la educación en serio aunque personalmente no la hubieran recibido, no salían a beber en lugares donde alguien pudiera verlos, trabajaban mucho (eso si lograban encontrar un trabajo en ochenta kilómetros a la redonda de Sparta) y eran buenos vecinos según el espíritu campesino de toda la vida.
No obstante, entre las filas de los respetables había distintas categorías, y el nivel económico y la posición no pasaban inadvertidos. El señor Thoms no tenía dinero, o al menos nadie estaba al tanto de ello, pero sí una posición. Era encantador y se comportaba como si todo el mundo le mereciera el mismo respeto, y además había demostrado auténtico interés por Charlotte; sin embargo, su esposa Sarah (que no Susan) era una incógnita. Ninguno de los dos procedía de la zona, pero él era de Charleston, Virginia Occidental, y encajaba a la perfección. Los dos tenían estudios universitarios y sendos títulos de máster. La señora Thoms había encontrado trabajo de inmediato, nada más inaugurar su fábrica Martin Marietta. Era de Ohio o Illinois o uno de esos estados del Medio Oeste, y se la consideraba un poco distante, o reservada, en función de lo mucho o lo poco que le importara el asunto a quien opinara. Charlotte habría apostado a que lo que preocupaba a su madre era la presencia de la señora Thoms.
Unos faros barrieron las ventanas del frente de la casa y luego se desviaron a un lado cuando el coche al que pertenecían enfiló el camino de acceso desde la carretera.
—Ha llegado alguien —anunció la señora Simmons con voz cantarina, antes de echar un vistazo de inspección final a la habitación. Lo había comentado con jovialidad, sí, pero lo cierto era que no le pegaba limitarse a constatar lo obvio. Charlotte se lo tomó como otro indicio de que estaba nerviosa, pero ¿qué era eso comparado con sentirse petrificada, condenada? ¿Quién sería? «¡Por favor, Dios mío, que no sean Laurie y la señorita Pennington! ¡Que sean los Thoms! ¡Saben menos cosas! ¡Por favor, Dios, dame sólo un respiro más, te lo ruego, sólo quince minutos! ¡Quince minutos en los que sólo tenga que vérmelas con los Thoms! Te lo suplico, te suplico muy poco, apenas un cuarto de hora con aquéllos que son una amenaza leve, es decir, ligeramente más inocuos. ¿Es mucho pedir?».
Al poco, alguien llamó a la puerta, en la que el señor Simmons había improvisado una aldaba casera. El corazón de Charlotte volvió a acelerarse, más deprisa de lo aconsejable. Su padre abrió…
El rostro radiante del señor Thoms (¡sonriendo igual que cuando Charlotte había subido al estrado para soltar su discursito!). Cuando estrechó la mano a su padre, ella observó el forro a cuadros de la gabardina, la americana y la corbata azul marino y los pantalones de lana oscuros (qué curiosos resultaban los pantalones de lana, en Dupont uno podía pasarse semanas enteras sin ver ninguno). A continuación él retrocedió hacia la puerta para dejar paso a su esposa, que desde luego era muy guapa, morena, hermosa en cierto modo, con una nariz prominente pero perfectamente formada, unos labios que parecían haber adoptado permanentemente una sonrisa coqueta y unos ojos adormilados, y bastante maquillada para Sparta, pero tenía un aire algo frío, una colocación adusta de la mandíbula y la leve arruga vertical de un ceño en ciernes. Su ropa no destacaba en absoluto ni se ajustaba a la moda, sino que llevaba un sencillo vestido azul pizarra y una chaqueta de punto color magenta con una ristra de botones de nácar algo cursis. La señora Simmons saludó a los Thoms con gran animación:
—¡Pero bueno, hola, Sarah!
Estaba claro que se había grabado a fuego aquel nombre en la memoria.
La aludida tomó aire y dio un rápido repaso al salón. Charlotte supuso que el olor del carbón y el gas la había pillado por sorpresa y la había hecho observar aquella modesta salita con ojos críticos.
Charlotte se quedó al margen por instinto, así que su madre hubo de presentar a la señora Thoms a Buddy y a Sam primero. Los chicos le dieron la mano y contestaron «sí, señora» a todo lo que les preguntó, fuera lo que fuese. Mientras, la señora Simmons se concentró en dorarle la píldora al señor Thoms, que era demasiado educado para tomar aire e investigar el entorno, y eso que también era la primera vez que ponía el pie en la casa.
—¡Ay, por favor, señor Thoms, qué amable ha sido al venir!
A él, al que conocía bastante bien, lo trataba de señor, y a ella, a la que apenas conocía, por el nombre de pila. Charlotte se detuvo un instante a considerar el porqué, pero se dio cuenta de que no importaba lo más mínimo. Lo único que importaba era que se marcharan de una vez.
La señora Thoms se le acercó por su cuenta y riesgo.
—Charlotte, yo diría que no te veo desde que acabó el curso en primavera. No tuve ocasión de comentarte que tu discurso me había parecido maravilloso.
Charlotte se sonrojó, y no de modestia.
—Gracias, señora —contestó, y se puso tensa y siguió ruborizándose, segura de que las siguientes palabras que salieran de aquella boca tendrían como tema central Dupont.
—Justo después le dije a Zach —qué extraño parecía aquel «Zach», Charlotte creía recordar que se llamaba Zachary M. Thoms, pero jamás se le había ocurrido que alguien lo llamara «Zach»— que debería encargarse de que enseñaran a hablar en público en el instituto. En mi opinión, todos los alumnos deberían ser capaces de hacer lo que hiciste tú, quizá no tan bien, pero lo importante es que no les dé miedo. Tú ni siquiera miraste lo que llevabas escrito.
Charlotte se ruborizó más, no tanto por el embarazo propio ante tanto halago como porque no se le ocurría una posible respuesta. ¿Debía volver a dar las gracias? No parecía acertado. Lo único que quería era que aquella noche terminara de una vez.
Al ver a la joven atascada, la señora Thoms decidió llenar el vacío en la conversación:
—Ah, quería preguntarte una cosa. Mi hermano está casado con una chica de Suffield, Connecticut, y una de las mejores amigas de la hija de su hermana la conoció cuando las dos iban al colegio Saint Paul’s de New Hampshire… ¿Conoces el Saint Paul’s?
Charlotte no había seguido en absoluto la disertación genealógica, pero sí captó la mención al colegio, por lo que contestó:
—Sí, señora.
—Bueno, pues esa amiga va a Dupont. Yo creo que ella también quería ir a Dupont, pero ha acabado en Brown. No debería decirlo así, supongo, pobre, porque ya va a cuarto y está encantada con Brown. En fin, que su amiga también hace cuarto en Dupont…
Aquella conversación, a pesar de tener tan poca sustancia, ya estaba abrumando a Charlotte, constituía una carga pesadísima para una persona deprimida. Lo último que le apetecía era escuchar chismes sobre una antigua amiga del Saint Paul’s de una chica de Brown que era hija de alguien y sobre su último año en Dupont.
—… y entonces ella, te estoy hablando de la amiga de la hija… de la hermana… de la mujer de mi hermano… —Se rio de sí misma—. ¿Qué relación familiar tenemos, pues? Si la mujer de mi hermano es mi cuñada, entonces su hermana será mi concuñada, ¿no? O una especie de cuñada segunda… —Rio de nuevo—. ¡Creo que llevo demasiado tiempo en el Sur, como aquí tenéis tantos primos y tantos parientes! ¿Cómo he acabado diciendo eso? ¡Amiga de la hija de la hermana de la mujer de mi hermano! Total, que va a Dupont, hace cuarto y se ve que te conoce.
—¿Que me conoce?
Charlotte se asustó. Su amígdala retiró el seguro y activó la modalidad de lucha o huida.
—Eso dice. Por lo visto se llama Lucy Page Tucker.
La sangre empezó a abandonar el rostro de Charlotte, que se quedó observando a la señora Thoms con una intensidad tremenda, en busca del más mínimo atisbo de que…
—¿La conoces?
—¡No! Para nada… —respondió con voz temblorosa y recelosa, pero no podía controlarla—. Bueno, creo que como que… sé quién es. Pero no he llegado a conocerla? Jo, si es que no sé si la reconocería si la viera. ¿Y ella dice que me conoce? —«¡Estoy a la defensiva!», pensó. «¡Ahora sabe que hay algo que investigar!». El cerebro de Charlotte bullía y aumentaba el nivel de vapor.
—Eso me ha dicho mi cuñada. Acabo de hablar con ella esta tarde. Me dio la impresión de que esa chica y tú teníais el mismo grupo de amistades.
La señora Thoms pareció escudriñar su rostro en busca de cualquier revelación involuntaria. Charlotte sabía que tenía que comportarse con sangre fría, pero le resultaba imposible.
—¡No, qué va! A ver, creo que es presidenta de una hermandad o algo así. Yo ni siquiera tengo un grupo de amistades, si acabo de empezar. Yo ni siquiera… —Se encogió de hombros.
—Bueno —contestó la señora Thoms con una sonrisa jovial—, ¡a lo mejor es que va a proponerte como candidata!
¿Era falsa aquella sonrisa? ¿Irónica? ¿Qué sabía aquella mujer? ¿Todo? Gloria se había ido de la lengua con Lucy Page en Mr. Rayón… la leona… No podría olvidar su enorme cara y su melena dorada aunque pasaran mil años.
—Ay, qué va, yo no podría ser candidata. Es que soy… Quiero decir que allí nadie ha oído hablar siquiera de Sparta, ni del condado de Alleghany ni de las montañas Azules, o casi nadie. Han ido a colegios privados? Es que como que… somos totalmente diferentes? Yo nunca me metería en una hermandad? Es que antes me metería… en… esto… eh… el ejército de Afganistán o algo así?
La señora Thoms emitió una risita, pero Charlotte no la imitó. No lo había dicho con intención humorística. Para una persona deprimida el humor no existe. Tenía que soltarlo todo bruscamente. Había perdido el control y su única esperanza residía en que las interrogaciones de sus afirmaciones hubieran servido para neutralizar la desesperación. Lo que sabía la señora Thoms, es decir, lo que sabía el señor Thoms, bullía, bullía y bullía… Charlotte escudriñó la cara de su interlocutora milímetro a milímetro…
El ruido general de la salita bajó de repente al abrirse la puerta…
—Vaya, señora Simmons —jadeo—, bueno, bueno, bueno, ¡no sabe cuánto me alegro —jadeo— de verla!
La inconfundible voz de contralto de la señorita Pennington, cargada de buenas intenciones. Madre y profesora se habían quedado siempre en «señorita Pennington» y «señora Simmons», y en más de una ocasión Charlotte se había preguntado si sería por ella. Le pareció de lo más increíble, pero la señorita Pennington se acercó a su madre y le dio un abrazo que ésta le devolvió. Una escena que debería colmarla de felicidad. Las dos mujeres más importantes de su vida habían cerrado la pequeña brecha que pudiera haber existido entre ellas… pero, aydiosmío, qué peligros comportaba eso. ¡Lo que supiera una acabaría sabiéndolo la otra! ¡Y lo que ya sabía la señora Thoms también acabarían sabiéndolo muy pronto!
Tras la señorita Pennington apareció Laurie, haciendo dar un respingo a Charlotte, porque su aspecto era radiante, con un cutis resplandeciente, una sonrisa encantadora y un buen humor contagioso. Con la llegada de Laurie cobró vida la casa.
—¡Señora Simmons! —exclamó—. ¡Cuantísimo tiempo! —Y le dio un buen abrazo.
—¡Feliz Navidad! —Era la voz chillona y vivaracha de la señorita Pennington, que estrechaba la mano del padre de Charlotte y después le ponía la otra encima, como para crear un bocadillo de afecto.
El señor Simmons se quedó encantado ante tal manifestación jubilosa y sincera de aprecio y la siguió con los ojos mientras la profesora abrazaba, al señor Thoms y después les hacía unas carantoñas a Buddy y Sam. Los niños habían estado sonriéndose y dando brincos desde la aparición de Laurie.
—¡Esto es para usted y para la familia! —anunció la joven, sosteniendo por el asa un botellón de plástico de sidra de dos litros (sin fermentar, por supuesto). Del cuello colgaba un lazo navideño de cuadritos rojos y verdes—. De parte también de la señorita Pennington. ¡Feliz Navidad!
La madre de Charlotte la cogió con ambas manos.
—Bueno, pero qué gozada —dijo—. Desde luego, no os habéis equivocado de casa. ¡Buddy y Sam no le hacen ascos a la sidra! —Los miró. Buddy hizo una mueca cómica y Sam lo imitó, con lo que todo el mundo se echó a reír—. ¿Qué se dice, chicos? «Gracias, señorita Pennington. Gracias, Laurie. Y Feliz Navidad a las dos».
Charlotte se quedó junto a la señora Thoms, consciente de que aquél debía ser un momento navideño maravilloso: la familia reunida en torno a la estufa, buenos amigos que llegaban en una noche de nevada portando regalos, una alegría tan intensa que casi resultaba sólida al tacto. Y Laurie con un aspecto absolutamente espectacular, una chica en la plenitud de la juventud, exuberante de felicidad, generosidad y amor hacia quienes la rodeaban… y Charlotte Simmons, en su primer viaje de regreso a casa tras triunfar en el campo de batalla intelectual, en pleno ataque de pánico por lo que pudiera saber una persona que se encontraba en esa misma habitación. Quería lanzarse a los brazos de su querida mentora, que la había arrancado de las garras de la oscuridad de aquel pueblo perdido y la había enviado al gran escenario en torno al cual giraba el mundo. Quería chillar «¡Laurie!» con compañerismo desbordante al reencontrarse con su mejor amiga del instituto (la única constante cuando había tenido que adoptar una actitud firme ante Channing, Regina y los demás miembros del universo guay de Sparta) y abalanzarse sobre ella y abrazarla con la alegría pura y reconfortante que levanta el ánimo de cualquier adulto que observe la escena, que sabe que es testigo de la expresión de un vínculo entre hermanas que durará toda la vida, con independencia de lo que les depare el destino en cuanto a dinero, posición social de sus esposos o cualquier otra cosa. Pero apenas logró sonreír con educación. Abalanzarse sobre alguien era una posibilidad impensable.
Su madre se le acercaba.
—¿Dónde se ha metido Charlotte? ¡Charlotte! ¡Mira quién ha llegado! ¡Ah, aquí estás! ¡Mira que no verte!
La expresión de su madre sugería que su hija se acercaría a toda prisa y haría el numerito de entusiasmo requerido por la ocasión. Y lo mismo aguardaban todos los demás. En cambio, se limitó a esbozar una sonrisa desabrida (consciente de ello, pero sin poder evitarlo) y avanzar (es decir, alejarse de la señora Thoms) lentamente. Pretendió imprimir brío a su avance, pero no lograba enviar esa orden a las piernas. Y la sonrisa iba perdiendo amplitud por momentos.
En los pocos segundos que tardó en llegar hasta la señorita Pennington debió de pasarle algo a su expresión, porque la sonrisa navideña de su profesora fue trocándose en un gesto de perplejidad. Charlotte echó los brazos al cuello de la corpulenta visitante y dijo:
—Ay, señorita Pennington, feliz Navidad.
Las palabras eran las adecuadas pero la música fallaba; las notas se habían apagado por el pánico y por algo más: la culpabilidad.
La señorita Pennington debió de darse cuenta de algo, porque no fue un abrazo de reencuentro en el que ambas partes se balancean de un lado a otro antes de por fin dar un paso atrás para hacer una sonriente valoración mutua. No; se separaron enseguida y la señorita Pennington contestó con un tono que hizo pensar que hablaba en calidad de representante oficial de algo:
—Bueno, pues eso, feliz Navidad, Charlotte. ¿Cuándo has llegado?
Le contó cuándo había llegado y a qué hora habían subido la ladera en plena tormenta de nieve. ¿Qué demonios había visto la mujer en su gesto? De ahí pasó a Laurie e hizo un esfuerzo para obtener mejores resultados.
—¡Laurie! —Y le ofreció los brazos abiertos.
—¡Pero si es la estrella de Dupont! —exclamó su amiga.
Se abrazaron e incluso pegaron las mejillas, pero también aquel abrazo pareció un mero trámite. Fuera lo que fuera lo que transmitía su gesto, su expresión…
—¡Feliz Navidad, señor Thoms! ¡Señora Thoms! —Laurie ya había pasado a los Thoms, recuperado el entusiasmo.
Tenía color en las mejillas y su sonrisa era un arco iris. ¡Juventud! ¡Alegría! ¡Esperanza! ¡Salud desbordante! ¡Belleza! En realidad, Laurie no era guapa, pero su resplandor compensaba cualquier fallo. ¿Qué importancia tenía que tuviera la punta de la nariz algo hinchada? Era la joven segura de sí misma, animada, optimista y cariñosa que cualquier padre desearía ver a su regreso de la universidad para pasar las Navidades en casa. No obstante, Charlotte no la envidiaba, porque la envidia era algo irrelevante. La envidia era un lujo que podían permitirse quienes aún tenían esperanzas en el futuro. No, Laurie sólo provocaba que Charlotte sintiera aún más lástima de sí misma, la obligaba a ver de un modo totalmente gráfico todas las cualidades que Charlotte Simmons ya no poseía. Y tampoco tenía ya la fuerza necesaria para fingir. Cualquier cosa que le dijeran, cualquier mirada que le dirigieran (de hecho, la simple presencia de ellos en aquella salita) la aplastaba con un peso tremendo y aumentaba sus deseos de huida. Ya todo el planeta orbitaba amenazador en torno a sus profundas preocupaciones. Todo lo demás era irrelevante.
Su madre no era de las que dejan que los invitados se queden de pie charlando y bebiendo algo (aunque fuera sidra sin alcohol, limonada o simplemente agua) sin sentarse a la mesa. Charlotte decidió que no había más remedio que hacer de tripas corazón y aguantar el chaparrón. En el grupo había grandes charlatanes, como su propia madre, la señorita Pennington y el señor Thoms, y también, se dio cuenta entonces, Laurie (a la que alguien había echado un polvo, lo mismo que a ella), y a la señora Thoms tampoco debía de dársele mal la cosa. Sólo quedaban su padre y ella. Así pues, decidió dejar que todos los charlatanes charlaran, charlaran y charlaran y pasar el mal trago sonriendo como mejor pudiera y asintiendo mucho, y si alguien le preguntaba algo sobre Dupont echaría pelotas fuera preguntándole a su vez a Laurie cómo se vivía eso concretamente en la NCSU.
Se quedó aturdida cuando su padre (¡su padre!) anunció:
—Charlotte, vamos a ponerte en la cabecera de la mesa, para que puedas contarnos lo de Dupont. A lo mejor todo el mundo está muy interesado. —Miró a los Thoms y a la señorita Pennington—. ¿Verdad que sí?
Murmullos, balbuceos de asentimiento y un «¡Fijo!» exclamado por Laurie.
Charlotte experimentó un dolor que no era físico pero que podría haberlo sido perfectamente. Una enorme presión le estrujaba la cabeza por los lados y por arriba. No había peor destino que la frase que acababa de pronunciar su padre. En ese momento cayó en la cuenta de cuan pueblerina era la forma de hablar de sus padres, y también de cómo Laurie había adoptado un montón de términos de la jerga juvenil que proliferaba entre los universitarios.
—¡No, papá! —soltó sin poder contenerse. Sabía que para poner reparos debía hacerlo con calma, quitando hierro al asunto, pero hacía rato que había cruzado la frontera de la tranquilidad astuta. Estaba sufriendo—. ¡Nadie quiere que le coloque el rollo de… las clases! —«Las clases». Evitaba a toda costa la palabra «Dupont»; era demasiado angustiosa—. Laurie, ¡por favor!, siéntate tú aquí. ¡Quiero que me lo cuentes todo de la NCSU!
Protestas cordiales por doquier, como si su reticencia fuera mera modestia. Así pues, acabó sentada en la cabecera en una de las sillas de heladería a las que su padre hab^a devuelto la vida. Los inquisidores la observaban desde ambos lados de la mesa. En un lado tenía al señor Thoms, justo a su vera, a Laurie y a su madre (o, más bien, allí era donde iba a sentarse cuando regresara de la cocina), y en el otro, a la señorita Pennington, la señora Thoms y, allá al final, su padre. ¡La señora Thoms! Era la Muerte encarnada y estaba allí sentadita con una mueca hipócrita, esperando el momento propicio para entrar a matar. Y la señorita Pennington, a apenas medio metro de ella… La señorita Pennington era la Traicionada, su enorme corazón a punto de hacerse añicos… Qué culpable se sentía. Los demás eran meros testigos presenciales de la autodestrucción de Charlotte Simmons. ¿Sólo eso? Dos de ellos eran sus padres, aún ignorantes de la verdad, dos seres a los que había convertido en los progenitores más orgullosos del condado de Alleghany… antes de que se revelara su carácter falso y embustero. Otro era el señor Thoms, la autoridad que la había proclamado, de forma oficial y bien sonora, ante el condado en pleno, la «jovencita que». Y la última era la jovencita que apenas había llamado la atención debido a que el prestigio de Charlotte Simmons tenía una sombra muy larga. Laurie, la segundona que demostraba ser todo lo que no era la ilustre alumna ideal. Había dejado que le echaran el inevitable polvo y había pasado la prueba enterita, sin dejar de ser una persona encantadora que daba gusto invitar a casa, una jovencita preparada para adentrarse, convertida en una promesa deslumbrante, en un futuro ilimitado.
Gracias a Dios, la madre de Charlotte llegó enseguida, cargada con una gran fuente que desprendía el aroma de un pavo recién asado, y la colocó ante su esposo junto con un viejo cuchillo de trinchar, un tenedor y un afilador de los de toda la vida. ¡Qué aroma! Bastaba echar un vistazo a la piel crujiente pero aún húmeda que cubría la imponente pechuga del ave para que hasta un marciano comprendiera que aquello era la perfección. En ese momento empezaba el cometido del padre de familia; gracias a Dios, pues aquello proporcionaba un nuevo aplazamiento. Se puso en pie y empezó a afilar el cuchillo, produciendo unos chirridos que hicieron emerger a Buddy y Sam de la cocina para presenciar el espectáculo que tan bien se le daba a su padre, en el que hacía gala de tanta precisión, para ver cómo primero cortaba la piel que unía los muslos a los huesos y después encontraba el punto crucial en que el fémur se unía a la cadera. Cortó la articulación con un golpe suave y el muslo se separó limpiamente. Entonces empezó a trinchar la pechuga en tajadas grandes y enteras, pero al mismo tiempo finas e uniformes. No podía pedirse más. Los chicos estaban emocionados ante la demostración de destreza e impacientes por que empezara con el otro lado de la pechuga, porque su padre siempre volvía a afilar el cuchillo, y les encantaba escuchar los chirridos y verlo blandir el afilador y el cuchillo como un prestidigitador.
—¡Bravo, señor Simmons! —lo felicitó Laurie, y los demás le dedicaron exclamaciones de júbilo, risas y aplausos, lo que le hizo sonreír.
Entretanto, su esposa sacaba el «misterio», que desprendía un olor dulzón y exótico, y las judías hervidas, que no olían a gran cosa, pero las cebollas picadas con vinagre que llevaban por encima tenían un aroma punzante y dulce al mismo tiempo, y luego aparecieron la confitura de arándanos rojos que hacía la propia señora Simmons y los melocotones encurtidos que siempre recogía ella misma a finales de verano (su aroma era sublime y sabían a «ambrosía», que era una palabra que le encantaba utilizar), y todo el mundo brindó grandes alabanzas a la madre de Charlotte y a su buena mano.
En cuanto llegó a su punto máximo el aplauso a la cocinera, la señora Thoms se volvió hacia la homenajeada y preguntó:
—Charlotte, ¿qué tal es la comida de Dupont comparada con todo esto?
—Pues es… es… —Buscó el adjetivo adecuado, pero el problema no era que no lo encontrara, sino que le provocaba un sufrimiento enorme tener que entrar en la conversación, asomar de la coraza que había empezado a levantar a su alrededor. Las palabras que buscaba tenían como único objetivo responder a la pregunta y zanjar el tema de modo que no quedara sugerida continuación posible—. Es… Es que no hay comparación. No hay nada comparable con la comida de mi madre.
Sonrió para demostrar que mantenía cierto ánimo, pero hasta ella se dio cuenta de que la sonrisa se le congelaba y distaba mucho de indicar desenfado o diversión.
La señora Thoms, erre que erre, se negó a darse por vencida.
—Ay, claro, lo entiendo muy bien. Estoy convencida de que no hay nada como la comida de casa, sobre todo si es tan sabrosa como ésta, pero en realidad lo que quería saber es cómo valoras en general la comida de Dupont.
—No está mal.
Silencio. Su respuesta, o de hecho la falta de tal, creó un silencio embarazoso.
—¿Sólo eso? —se obstinó la señora Thoms.
Charlotte pensó y pensó, sobre todo en lo laborioso que resultaba tener que hablar con quien fuera de lo que fuera, y más si tenía que ver con Dupont. Y logró decir apenas:
—Más o menos.
Silencio. Era una respuesta tan penosa que ella misma cayó en la cuenta de que tenía que obligarse a añadir algo, lo que fuera.
—Yo como siempre en la Abadía, que es el comedor.
No quería ni siquiera mencionar el nombre de un edificio de Dupont. En la mesa todo el mundo ponía la misma cara, que llevaba implícito un: «¿Y bien?».
Qué tortura que la obligaran a hablar de esa forma.
—Bueno, es que es casi siempre lo mismo.
Todos parecieron desconcertados. Con el ceño atormentado, Charlotte preguntó:
—¿Y tú qué, Laurie?
—¿Y yo qué de qué?
—Bueno… ¿comes siempre en el mismo sitio? No sé.
Laurie le dirigió una mirada irónica, bizqueando, como si preguntara: «¿Quieres quedarte conmigo?», pero no consiguió revivir nada en la expresión de Charlotte. Tras una pausa espantosa, contestó:
—Bueno, nuestra residencia tiene cafetería, pero también hay muchos restaurantes.
—Seguro que también hay muchos restaurantes cerca de Dupont —comentó la señora Thoms dirigiéndose a Charlotte.
—Pues sí —cómo le costaba sacar las palabras, qué dolor tan grande—, pero no están incluidos en mi programa de comidas, ni siquiera el que hay en medio del recinto. Yo voy siempre al comedor. —«¡Por favor, no quiero hablar de Dupont!».
La señora Thoms miró a los comensales de enfrente, es decir, Laurie, la señora Simmons y el señor Thoms, y aseguró:
—Bueno, me da en la nariz que Charlotte se airea mucho más de lo que quiere hacernos creer. Una cuñada mía tiene una hija que tiene una amiga que va a Dupont y acaba ya este año (por lo visto, es presidenta de una de las grandes hermandades), y conoce a Charlotte. En realidad, parece ser que sabe más de Charlotte que Charlotte de ella, pero Charlotte es una recién llegada.
Su madre esbozó una sonrisa, sin duda creyendo que aquello significaba que su niña prodigio ya se había dado a conocer en la universidad. Y en eso no se equivocaba, desde luego. La señora Thoms no le quitaba ojo y también se sonreía, ¿quizá con una crueldad retorcida digna de un sarca tres? ¿Era posible que estuviera hablando la Muerte? Aquella mujer estaba a punto de irse de la lengua ¡con el simple fin de observar con perversa satisfacción cómo se retorcía el insecto!
La respuesta salió de labios de una joven presa de un ataque de pánico:
—¡Pues no lo entiendo! Es que yo no la conozco de nada. Me suena haber oído hablar de ella, es presidenta de la hermandad y tal, pero no la conozco. Si apareciera ahora por aquí no la reconocería. ¡No tiene ningún sentido que sepa siquiera mi nombre! No tengo nada que ver con ella ni con ninguna amiga suya ni con esa gente que… —Se detuvo de sopetón. Demasiado tarde. Todos la observaban con gesto de extrañeza. Ahora todos creerían que allí había gato encerrado. ¿O no? Tenía que añadir algo que demostrara que aquello carecía de importancia y no la preocupaba—. Me habrá confundido con otra. —Evidentemente, no sirvió de nada.
—Bueno —aprovechó para porfiar la señora Thoms—, ¿hay alguien más de Sparta que acabe de empezar la carrera en Dupont?
Charlotte se quedó sin habla, aún más aterrada. ¿Por qué Lucy Page iba a mencionar Sparta? Pues porque le habían hablado de aquella paleta de primero que se caía de la higuera y que no hacía más que soltarle a todo el mundo con aire repipi que era de Sparta, un lugar recóndito del que seguro que no habían oído hablar. ¿Y por qué iba a mencionarlo la señora Thoms? Pues porque estaba al tanto de toda la historia y dispuesta a torturarla con ella, gota a gota, delante de su familia.
Charlotte la miró con el miedo reflejado en su expresión. Se dio cuenta de que debería odiar a aquella mujer que se había metido en su casa movida por el placer perverso de humillarla ante sus padres y hermanos, que seguramente estaban escuchando en la cocina. Pero Charlotte Simmons era tan despreciable que ya no tenía ningún derecho a juzgar a nadie moralmente, hiciera lo que hiciese.
El silencio, que se alargó de modo desconcertante, provocó que todos se percataran de que habían topado con un asunto de una gravedad indescriptible.
—Pues no sé —dijo por fin, pero ¿por qué con aquella vocecilla recatada? Decidió añadir una sonrisa, lo cual empeoró aún más las cosas. ¡Sólo conseguiría centrar más la atención en su culpa!
Siguió sudando tinta. Todo el mundo deseaba que contara cosas sobre el legendario Dupont, que para ellos era el Olimpo, el Parnaso, Shangri-la y los picos de Darién combinados en un solo edén. ¿Qué tal eran los profesores?
—Pues bien —repuso. Quería dejarlo así, pero se encontró con seis rostros que eran la viva imagen de la decepción y añadió—: Menos los ayudantes. —De inmediato se arrepintió de la enmienda.
¿Quiénes eran? ¿Qué les pasaba?
—Son alumnos de tercer ciclo. No les pasa nada. Es que no saben mucho de las asignaturas, pero bien.
Pero seguro que había profesores excelentes, ¿o no?
—Sí, sí. —Y punto.
¿Qué tal era vivir en una residencia mixta?
—Como que te acostumbras. —Y punto.
¿Y lo de compartir el baño con los chicos?
—Como que haces lo que puedes. —Y punto.
O punto mental para ella, porque los adultos se negaban a dejar el tema: ¿no resultaba violento a veces?
—Pues no mucho, tienes que tener la vista fija en las baldosas del suelo y la cerámica del lavabo y no mirarte en el espejo y no escuchar nada. —Y eso fue todo lo que estaba dispuesta a soltar al respecto.
¿Veía mucho a los deportistas por el recinto universitario?
—No. —Y punto.
Pero su madre le recordó que les había contado a los niños que conocía a un famoso jugador de baloncesto.
—Es verdad, sí que conozco a uno, pero yo no diría que sea famoso. —Y así lo dejó.
Pero ¿quién era? ¿Cómo se llamaba?
—Se llama Jojo Johanssen.
¿Y cómo era?
—Simpático.
¿Simpático y qué más?
—Bueno… tiene dos dedos de frente y atravesados. —Se abstuvo de explicarlo en detalle.
¿Y cómo era su compañera de habitación?
—Pues maja.
¿Maja y qué más?
—Es que casi nunca la veo. Tenemos horarios diferentes.
Su padre se sonrió de oreja a oreja y comentó que Buddy le había preguntado si su hija tenía novio, pero que se había quedado sin respuesta. Risillas educadas por toda la mesa.
—¡Charlotte! —Laurie decidió meter baza—. ¡Cuenta, tía!
Con amargura, Charlotte vio a Hoyt mentalmente y contestó:
—No, no tengo. —Lo dijo de forma inexpresiva, sin humor, sin arrepentimiento, como si le hubieran preguntado si tenía un cásete en el cuarto.
Su madre quiso saber adonde iban los estudiantes cuando salían en pareja.
—Nadie sale en pareja, mamá. Las chicas salen en grupo y los chicos también, y van por ahí con ganas de encontrar a alguien que les guste.
Su madre se quedó horrorizada y le preguntó si ella hacía esas cosas.
—Una vez. Salí con unas amigas? Pero era una tontería y ya no volví.
La señora Thoms quiso saber qué hacía entonces. A esas alturas Charlotte se sentía ya tan descorazonada, tan indigna de compañía humana, que respondió:
—Nada. No salgo. Prefiero quedarme leyendo un libro.
Los sábados por la noche, los fines de semana, ¿no salía nunca?
—No, nunca. —La misma cara de póquer. Inconscientemente, estaba empezando a disfrutar del misterio y la misantropía, como cuando la gente del condado de Alleghany decía, con aquel giro tan de la zona: «¿La prima Peggy? Está disfrutando de mala salud».
¿Había ido a los partidos de fútbol americano y baloncesto? Dupont estaba teniendo una temporada deportiva muy buena.
—No puedo ir, porque ponen las entradas muy caras? Pero tampoco iría aunque las regalaran, digo yo. No sé por qué se emociona tanto la gente. No tiene nada que ver con lo que pasa en sus vidas… ni con lo que pasa en la mía? Es una tontería, y ya está.
¿Qué hacía para entretenerse?
—¿Para entretenerme? Pues supongo que… que me voy a correr o al gimnasio a hacer ejercicio.
¿Para entretenerse?
—Bueno… para mí resulta más entretenido que todas las estupideces que hacen los demás en la uni. Todo el mundo se comporta como si fuera al colegio, y sólo les importa… —Casi metió la pata mencionando el alcohol—. Sólo les importa hacer el tonto por ahí.
La señorita Pennington parecía desubicada.
—Bueno, a ver, Charlotte, seguro que la vertiente académica es fascinante.
Lo afirmó en tono de súplica. Prácticamente le pedía de rodillas que lo confirmara. De repente Charlotte se sintió culpable por haber dejado que el abatimiento diera un paseo sin correa.
—Es cierto, señorita Pennington. Tengo una clase… —Iba a hablar del señor Starling, pero decidió no hacerle publicidad, teniendo en cuenta la nota catastrófica con que iban a encontrarse pronto sus padres y, en su momento, la propia señorita Pennington. El «tengo una clase» quedó suspendido en el aire.
—¿Una clase de qué? —La señorita Pennington conservaba una actitud imploradora.
—Neurociencia —contestó Charlotte. Un silencio incómodo. Qué tormento tener que conversar—. No me había imaginado que pudiera ser tan interesante. —Su cara no debía de reflejar el menor interés en nada. Otro silencio incómodo—. El profesor, el señor Starling, asegura que el año mil está a sólo cuarenta generaciones. Lo dice siempre.
—Starling… —repitió la señora Thoms—. ¿No es el que ganó un premio Nobel?
—No sé —mintió Charlotte.
—No quería interrumpirte. Estabas diciendo algo sobre cuarenta generaciones…
—Bueno, es lo que dice él. El señor Starling. —Y dicho eso dio por zanjado el tema. No quería seguir hablando de generaciones. Su voz habría sonado como si cada una pesara una tonelada y ella tuviera que arrastrarlas una a una.
Silencio. Diez o quince segundos de mutismo que parecieron una eternidad. La señora Thoms se aventuró por fin en el vacío:
—No sé, tengo curiosidad: ¿por qué lo dice?
—Pues no sé —aseguró la Suma Paciencia, colocada sobre un monumento desde el que sonreía a la Pena.
Silencio; un silencio horroroso en esta ocasión, pero intervino la Culpa, que no podía permitir que Charlotte se quedara como muerta:
—Se me ocurre que a lo mejor quería decir que el año mil tampoco está tan lejos, pero que la concepción que tiene de sí mismo el ser humano, al menos en Occidente, ha cambiado totalmente?
No sólo la señorita Pennington, sino también su madre parecieron exageradamente atentas a esa revelación. Y entonces cayó en la cuenta: por primera vez estaban sonsacándole algo importante del Gran Dupont, algo profundo. Charlotte adquirió una conciencia hipersensible del aquí y ahora: de la combustión, a base de crujidos amortiguados, de la estufa; de la masticación de su padre, que no siempre cerraba la boca; de Buddy tratando de dar órdenes a Sam en la cocina en voz baja, porque si lo oía su madre le cantaría las cuarenta; del pof, pof, pof de un coche con un neumático pinchado que renqueaba por la 1709; de un trozo de nieve congelada que se deslizaba por el tejado…
El señor Thoms observó que últimamente se escribía mucho sobre la diversidad cultural en las universidades. ¿Cómo se manifestaba en la vida diaria de Dupont?
—Pues no sé. Yo sólo lo oigo mencionar en discursos y tal.
—En la NCSU —intervino de nuevo Laurie— llaman «dispersidad» a la diversidad. Todo el mundo tiene sus asociaciones, sus carteles, sus zonas para sentarse en el comedor… O sea que todos los afroamericanos se sientan por ahí?, y todos los asiáticos en aquellas mesas de allá?, menos los coreanos?, es que no se llevan bien con los japoneses, así que se sientan más allá? Todo el mundo se dispersa en sus grupitos cerrados y a todo el mundo le enseñan a desconfiar de los demás. A todo el mundo le dicen que los demás sólo pretenden hacerles putadas… ¡Ay! —Hizo una mueca y se llevó los dedos a los labios—. ¡Lo siento! —Miró al techo y sonrió—. En fin, de lo que se trata es de que todos los grupos están como con prejuicios contra el tuyo; da igual lo que digan, porque lo único que pretenden es aprovecharse de ti, y lo mejor es que no te relaciones con ellos… a no ser que seas blanco; en ese caso lo de los demás contra ti no es que sean prejuicios, es que llevan toda la razón del mundo, porque es verdad que eres racista y tal, aunque no lo sepas? Todo el mundo acaba disperso en sus caparazoncitos, recelando de los demás y con cuidado de no confraternizar con ellos. ¿En Dupont es así?
Laurie se había quedado mirándola. Todos la miraban. Charlotte tomó aire entre los dientes con un sonido agudo, clavó la mirada en la nada, a lo lejos, como si estuviera meditando la pregunta y luego empezó a asentir frunciendo el entrecejo con aire reflexivo. Estaba meditando, sí, pero no la pregunta de Laurie sobre su teoría de la «dispersidad». No, estaba pensando en el entusiasmo con que la había expuesto, en la satisfacción con que contemplaba la comedia humana que era la vida universitaria, en su alegría juvenil ante la aventura, en su ilusión por transmitir lo que estaba aprendiendo en el maravilloso mundo exterior. En pocas palabras, tenía todas las cualidades que habían esperado encontrar en Charlotte Simmons, la jovencita adusta, taciturna y alicaída que presidía la mesa.
No envidiaba a Laurie, en absoluto. Desde el principio había confiado en que asumiera el papel que le habían adjudicado a ella. Todo aquel parloteo resultaba tan doloroso… La gran pasión de Laurie, sus ganas de aventurarse a explorar el mundo hacía que Charlotte, por contraste, comprendiera que ella se había convertido en algo inútil. Presidir la mesa de aquella forma era un engaño colosal. Aunque las intenciones de sus padres, de la señorita Pennington, del señor Thoms y de Laurie eran encomiables, todas las preguntas que le formulaban sobre su «experiencia» universitaria se convertían de hecho en burlas. En parte Charlotte sentía ganas de soltarlo todo en ese mismo instante, de acabar de una vez. De envalentonarse y mostrar a lo que quedaba de su mundo, es decir las pocas caras sentadas en torno a aquella mesa, cómo había logrado corromperse por completo en apenas cuatro meses. No le guardaba rencor a la señora Thoms. Para enfadarse con alguien que deseaba acabar con ella primero habría tenido que sentir el deseo de preservar su vida. Le entraron ganas de reclinarse contra aquella ridícula silla de heladería, apoyarla sólo en las patas traseras, abrir los brazos como Cristo en la cruz, mirar a la señora Thoms a los ojos y decirle: «Venga, Muerte, llévame contigo. No tengo deseos de seguir luchando. Ahórrame el esfuerzo de tener que hacerlo con mi propia mano». Era tan joven que jamás se había planteado qué aspecto tendría la Muerte, ni siquiera si sería hombre o mujer. Por fin, tras dieciocho años, había llegado el día, y la Muerte se había presentado encarnada en una guapa morena de poco más de cuarenta años y de labios provocadores que se hacía pasar por la esposa de un director de instituto de pueblo. Clavó los ojos en la señora Thoms y la Muerte los clavó en ella, fingiendo desconcierto.
Laurie estaba soltando una perorata (además muy divertida) sobre cómo en la NCSU las chicas nunca empleaban frases demasiado largas cuando había chicos delante:
—A ver, nunca dicen nada complicado, pero no porque los chicos no vayan a comprenderlo, sino porque parecerían demasiado… ay, no sé, demasiado eficientes o listas, como si pudieran valerse por sí solas. Les faltaría vulnerabilidad. Quedaría como si no les hiciera mucha falta el gran macho valiente.
¡Y qué bien se lo pasaba! Una sonrisa encantadora le surcaba los labios cada vez que abría la boca.
Antes de los postres, Laurie y la señora Thoms se levantaron para ayudar a la señora Simmons a recoger los platos. La señorita Pennington también iba a ponerse en pie, pero recibió la siguiente orden:
—No, señorita Pennington, no se mueva. Entre muchos las cosas se hacen mal, y ya tenemos bastantes manos. La cocina no es tan grande.
La señorita Pennington no protestó.
El señor Thoms estaba hablando con el señor Simmons y la señorita Pennington aprovechó para decirle a Charlotte con tono de absoluta sinceridad:
—Cuánto me alegro de verte, Charlotte. He pensado en ti mil veces desde que te fuiste. Tenía tantas cosas que me moría de ganas de preguntarte…
—Yo también me alegro de verla, señorita Pennington. —Trató de sonreír, pero no era tan buena actriz y desistió. Se quedó mirando a su antigua mentora y distraídamente observó las venitas reticulares de su rostro.
—Llevas toda la cena muy callada, hija. —La educadora ladeó la cabeza ligeramente y sonrió con gesto de estar al tanto de todo, como era su costumbre—. No sé muy bien si estás aquí o en otro sitio.
—Ya —contestó la joven, y suspiró con la sensación de que se desplomaba toda su osamenta—, pero no es eso, señorita Pennington. Es que estoy muy, muy cansada? —Transformó el final de la frase en una interrogación y comprendió que el único motivo para hacerlo era parecer una pobre niñata de pueblo que inspirase compasión—. Esta última semana he tenido muchísimo trabajo, hemos hecho un examen de Neurociencia que ha sido peor que uno final. Prácticamente no he pegado ojo en toda la semana? —Otra falsa interrogación dejada caer con unas gotas de acento de Sparta.
—Comprendo —aseguró la señorita Pennington en un tono que indicaba que no comprendía nada.
La estratega que habitaba en Charlotte decidió que era momento de empezar a desplegar algunas excusas que amortiguaran el batacazo inminente.
—Ha sido horroroso, señorita Pennington. En el último momento me enteré de que todo un tema que yo creía que no entraba, sobre la relación de la amígdala con las áreas cerebrales de Wernicke y Broca y cosas así?, pues que sí que entraba, y ya no me quedaba tiempo? Es que la forma de dar clase que tiene el profe, el señor Starling?, es presentar un tema, y luego cada uno tiene que investigar por su cuenta? Y yo lo entendía mal. Es que estoy superpreocupada, señorita Pennington. Fue como un cuarenta por ciento del examen? —Más interrogaciones, todas igual de calculadas.
La profesora la observó unos segundos más de lo normal, con la cabeza aún ladeada (¿con ironía?) antes de decir:
—Ya he dejado de ser tu maestra, Charlotte, pero espero que sepas que todo lo que te pasa me interesa más que si fueras mi propia hija. Hace bastante que no sé nada de ti.
—Sí, sí… Y lo siento, señorita Pennington, pero es que me complico tanto… y no sé qué pasa que el tiempo no me da para nada.
—Si quieres, ¿por qué no vas a visitarme? A veces sirve de ayuda hablar con alguien que te conoce pero que está situado a cierta distancia, con una perspectiva un poco mejor. Si quieres, claro.
Charlotte bajó la cabeza y luego volvió a mirarla.
—Gracias, señorita Pennington. Sí que quiero. O sea… que me gustaría. —Por mucho que trataba de evitarlo, las palabras surgían de sus labios con un chasquido seco, como el resonar de botellas vacías en una bolsa.
—Bueno, pues llámame cuando quieras —contestó la señorita Pennington con cierta sequedad.
Los postres fueron todo un éxito: helado y tarta casera. La señora Simmons la llamaba «tarta de picadillo de manzana» y llevaba también pasas, clavo y un par de especias cuyos nombres Charlotte desconocía, y la sirvió calentita, recién salida del horno, junto con un helado que había preparado a mano, de vainilla con trocitos de cerezas. El aroma del clavo y las manzanas era embriagador. Incluso la homenajeada, que apenas había tocado el resto de la cena, le hincó el diente a la tarta. Halagos por doquier; la cocinera estaba encantada de la vida. Era tan sabrosa que su marido se comportaba como un ufano señor de la casa y decía cosas como:
—Sírvete un poquito más, Zach —el señor Thoms y él eran ya Billy y Zach—, viene derechita del horno, ¡no volverá a estar así de buena!
Aquello se convirtió en un interludio caído del cielo, un momento de descanso de todos los problemas, grandes y pequeños. Charlotte se entregó a los tres sentidos irracionales: el olfato, el gusto y el tacto. Ojalá aquello durase eternamente.
No fue así, y las mujeres se levantaron de nuevo para ayudar con los platos, esta vez con la señorita Pennington entre ellas; todas menos Charlotte, que permaneció en su silla tratando de que el interludio se eternizara a golpe de fuerza de voluntad. El señor Thoms se había trasladado para charlar con «Billy» y ella los observaba distraídamente, tratando de que esa misma fuerza de voluntad evitara que sus desastres volvieran a ocuparle la cabeza. Se despertó de sopetón y vio que Laurie estaba sentándose en la silla de la señorita Pennington y se inclinaba con una ancha sonrisa en el rostro. Mirándola a los ojos desde menos de medio metro de distancia, empezó:
—¿Y bien?
—¿Y bien qué?
—Bueno, pues que no he sabido nada de ti desde que hablamos por teléfono, y hace ya casi tres meses. Me parece recordar que hablamos de cierto asuntillo.
Su sonrisa se ensanchó. Charlotte notó que la cara se le ponía roja, pero no se le ocurrió ninguna respuesta.
—Me parece que me merezco un pequeño informe —insistió Laurie—, como honorarios por mi labor de asesora.
Había engordado unos kilos, con lo que las mejillas y la barbilla, en la parte en que se apoyaba en el cuello de cisne del jersey, tenían un aspecto voluminoso. Así en realidad estaba más guapa que antes. Era la felicidad personificada.
—La verdad es que no hay nada que informar —aseguró la Agonía Personificada.
—¿Nada? ¿De verdad? ¿Sabes qué? —Sus ojos se iluminaron unos trescientos vatios y su sonrisa se ensanchó hasta alcanzar dos kilómetros y medio—. ¡Pues que no me lo creo!
Charlotte se quedó muda de terror. ¡La señora Thoms le dijo algo en la cocina! ¿Se convirtió Laurie en uno de los instrumentos de la Muerte, Laurie, que siempre fue amiga suya, hasta en los peores momentos?
—No me… —empezó, atemorizada—. De verdad que no hay nada que contar…
Con voz cantarina, Laurie replicó:
—No me lo trago, Charlotte… Y te conozco muy bien, Charlotte. Soy tu gran amiga de toda la vida, Charlotte… No trates de meterme puntos, Charlotte…
«Meterme puntos»: una expresión universitaria.
La paranoia le había colocado una pistola en la sien, pero no podía mentir a Laurie con tanto descaro.
—Prácticamente nada —añadió con un temblor en la voz.
—¿Qué te pasa, Charlotte? No pareces nada contenta. ¿A qué viene todo esto?
Justo entonces regresó todo el mundo de la cocina. Antes de levantarse para regresar a su sitio, Laurie concluyó:
—Tú y yo tenemos que hablar. En serio. —«En serio»—. Llámame mañana, o si no te llamo yo. Tenemos que sentarnos y hablar de la vida en general. ¿Vale?
—Vale —accedió Charlotte, y asintió varias veces sin entusiasmo alguno.
—Bueno, a ver, ¿quién va a querer café? —preguntó su madre—. ¿Qué, señorita Pennington, una tacita?
Por un lado, tenía intención de llamar a la señorita Pennington y a Laurie (como mínimo les debía eso), pero por otro, siendo sincera consigo misma, sabía que no iba a hacerlo porque la atenazaba el miedo. Laurie le telefoneó varias veces, pero escurrió el bulto con una u otra excusa, con voz apagada y sollozante, hasta que la pobre desistió. Día a día, la culpa que sentía por no llamar a la señorita Pennington iba acumulándose. Muchas noches se prometía llamarla por la mañana, pero al día siguiente lo posponía. Se acostaba pronto para evitar las miradas de soslayo que habían empezado a dirigirle sus padres e incluso Buddy. Sabía que con suerte lograría dormir dos horitas, pero tumbarse inmóvil en la cama era preferible a que la observaran o a que le dirigieran la palabra.
Una mañana se puso el viejo anorak con capucha de su madre, cogió la camioneta y fue a Sparta para matar el tiempo. Iba pasando por delante del Pine Café cuando de su interior salió un chico atractivo con una cazadora corta.
¡Aydiosmío!
—¡Bueno, pero qué gozada! ¡Si es la estrella de Dupont!
—Hola, Channing —saludó Charlotte, a la que el encuentro pilló totalmente desprevenida.
—¿Qué tal por Dupont?
—Pues bien. —Ni rastro de emoción—. ¿Tú qué tal?
—Bueno, jodidillo, por aquí no hay trabajo. Después de Año Nuevo, Matt, Dave y yo pensamos alistarnos en los marines. ¿Sabes qué? Tenía como ganas de coincidir contigo algún día. Me quedé con muy mal cuerpo después de lo que hicimos en tu casa. Seguro que me tienes una manía tremenda.
Charlotte se quitó la capucha.
—No te tengo manía, Channing. No te la he tenido nunca. Pienso mucho en ti.
—Lo dices por decir…
—No, siempre me has gustado, como si no lo supieras.
Channing sonrió generosamente. Le recordaba a Hoyt.
—Pues, en ese caso, ¡vamos a conocernos mejor, tía!
Hizo ademán de entrar en el café, pero Charlotte meneó la cabeza.
—De eso hace mucho tiempo, Channing. Sólo quería que lo supieras.
Y se cubrió la cabeza con la capucha y se alejó a paso rápido.
Otro día, también por la mañana, cuando estaba haciendo una de sus excursiones de poco más de cuatro metros del salón al dormitorio, su madre le pasó un brazo por la espalda y le dijo:
—Charlotte, a ver, que soy tu mamá y tú mi nena buena, y para mí eso no va a cambiar nunca, da igual dónde estés o los años que tengas o lo que sea. Bueno, muy bien, tu mamá quiere que le digas qué te pasa por la cabecita. No importa lo que sea, si lo cuentas siempre pierde importancia. Eso te lo garantizo.
«¡Sí! ¡Cuéntaselo a mamá, ahora, todo, y acaba de una vez!». Charlotte estaba a punto, pero ¿cómo iba a dar forma a las palabras y hacerlas salir de sus labios? «Mamá, he perdido la virginidad». No, en realidad: «Mamá, no es que la perdiera, es que dejé que un chulo me emborrachara porque quería ser “una más” y después le permití que restregara los genitales contra los míos en una pista de baile, delante de todo el mundo, porque, tienes que comprenderlo, estaba haciéndolo todo el mundo, y luego lo dejé que me sobara y manoseara y me explorara todo el cuerpo en un ascensor porque deseaba desesperadamente que me deseara, comprendes esa sensación, ¿verdad, mamá?, y luego llegamos a la habitación, ah, claro, no te había mencionado que dormíamos en la misma habitación, ¿verdad?, con dos camas, una pareja en una y la otra en la otra, eso también me había olvidado de comentártelo, y fue interesante desde una perspectiva obscena, porque en plena noche tuve oportunidad de ver follar a la otra pareja, desnudos como Dios los trajo al mundo, y lo hicieron como se lo hace un toro a una vaca?, por detrás?, con un metesaca metesaca de lo más escabroso? Pero volvamos al borracho al que le regalé mi virginidad, él no era así, él se puso un preservativo para cubrir el pene erecto, que no sé por qué me recordó un martillo de bola, y luego empezó metesaca, metesaca, metesaca, toma, toma, toma, pero no fue como un toro a una vaca, porque estaba de cara a mí, y cuando terminó se me quitó de encima sin mirarme siquiera, y luego lo único que dijo fue que había manchado de sangre las sábanas y se cabreó conmigo, “se cabreó”, sí, así hablan, mamá, en fin, bueno, eso es más o menos lo que pasó. Ni siquiera he vuelto a verlo desde entonces, sólo en el viaje de vuelta a Dupont, que fue de cuatro horas. Calla, ¿no te he contado que tuvimos que irnos a Washington para eso? En fin, así fue. Y ése es uno de los motivos por los que estoy tan depre, pero también pasó una cosa con los deberes mientras estaba tan obsesionada con el chulo…».
¡Aydiosmío, ni siquiera llegaría a terminar la primera frase! ¡Su madre era una intransigente en esos temas! Cuando le decía que se quitaría un peso de encima si se lo contaba, no tenía ni idea de qué tipo de pastel le estaba pidiendo que destapara, un pastel del que, por una vez, la experta cocinera no sabía nada de nada. No escucharía una sola palabra más después de «virginidad» o incluso de «me fui a un hotel con un chico». Charlotte se quedó atontada de miedo y culpa sólo de pensarlo, así que al final contestó:
—No, mamá, si no pasa nada. Creo que es que estoy agotada y ya está. Casi no dormí nada las dos semanas antes de vacaciones.
Pero su madre no pensaba tragarse esa mentira. Sencillamente dejó de hacerle preguntas.
El día de Navidad, Buddy y Sam, como siempre, se levantaron antes del amanecer, lo cual para Charlotte no fue ninguna molestia, ya que tampoco había pegado ojo. Estaba en el salón con sus hermanos, que se habían tirado al suelo y trataban de adivinar qué habría en los paquetes colocados al pie del árbol, cuando entraron sus padres, somnolientos. Charlotte reunió todas las fuerzas que le quedaban e imitó bastante bien la alegría de alguien a quien la Navidad le importa algo.
Estaba claro que la gran sorpresa del día iba a ser el paquete de mayor tamaño, del que colgaba una etiqueta que ponía que era para Charlotte de parte de toda la familia. Siempre abrían los regalos navideños por turnos, empezando por el menor, Sam, y terminando por el mayor, el padre. En aquella ocasión, todo el mundo, incluido Sam, se encargó de que su hermana abriera primero sus dos regalitos y se reservara el grande para el final, incluso después que sus padres abrieran los suyos.
Los cuatro, Sam, Buddy, papá y mamá, observaron en silencio, conteniendo la respiración, cómo empezaba a retirar el envoltorio.
—Adelante —la animó su madre—, y rómpelo, no te preocupes.
En el interior de una caja que había contenido unas cuchillas para una segadora de césped manual había un ordenador con su monitor incluido. Charlotte no conocía la marca: Kaypro. La pilló por sorpresa pero fingió bastante bien una profunda impresión y una gran emoción.
—¡Pero bueno, qué gozada! —exclamó—. ¡Casi no me creo lo que veo!
Se volvió hacia las caras expectantes una por una expresando su profunda gratitud.
—¡Lo hemos hecho nosotros! —gritó Sam, y resultó que llevaba bastante razón. Su padre se había agenciado aquel aparato viejo y desechado y, junto con Sam y Buddy, lo había limpiado y reparado, buscado las piezas necesarias (lo cual no había sido tarea fácil, ya que Kaypro había cerrado hacía años) y reconstruido. Por lo visto, había permitido que los dos chicos participaran en todas las fases del proceso, por lo que el «Lo hemos hecho nosotros» de Sam no se alejaba demasiado de la realidad—. ¡Es porque has sacado todo sobresalientes! ¡Dijimos que te merecías un ordenador para ti sola!
Charlotte se acercó y abrazó a Sam, y luego a Buddy y a su padre y a su madre. Se habría echado a llorar, pero no le quedaban lágrimas. Las lágrimas, por muy tristes que fueran, eran síntoma de preocupación o de interés por algo, y por tanto producto de un ser humano operativo. Demostró una paciencia admirable mientras Sam, Buddy y su padre le explicaban, con una alegría navideña desbordante, cómo funcionaba. Kaypro había quebrado hacía tanto que no había manual de instrucciones, así que habían tenido que descubrirlo todo por su cuenta. El señor Simmons afirmó que a sus hijos aquello se les daba mucho mejor que a él, que era un perro viejo incapaz de aprender cosas nuevas, pero a ellos no les costaba nada, como si hubieran nacido delante de un teclado. ¡Y qué orgullosos estaban! Charlotte volvió a abrazarlos y aseguró que no sabía cómo había sobrevivido tanto tiempo sin ordenador, y que el mejor regalo de Navidad era saber que lo habían hecho ellos con sus propias manos, como muy bien había dicho Sam. Eso era, en realidad, muy cierto: no tenía ni idea de dónde iba a instalarlo en su cuarto, o de si podría, y de hecho no le costaba nada ir a la biblioteca a utilizar los de allí. La sola idea de quedarse en su habitación, donde podía aparecer Beverly en cualquier momento, le helaba la sangre. El mero regreso a aquel lugar le parecía algo remoto hasta rozar lo imposible.
No obstante, llegó el día en que su madre, su padre, Buddy y Sam la llevaron a la terminal de autocares de Galax. Su padre supervisó personalmente la colocación del ordenador (acolchado en el interior de la caja de cuchillas para segadora con todo tipo de trapos, bolitas de poliestireno, periódicos arrugados y una alfombrilla de baño vieja y raída) en el maletero del vehículo.
Charlotte deseaba llorar al despedirse de ellos, pero la atenazaba un miedo a lo desconocido que iba mucho más allá de los nervios padecidos la primera vez que había emprendido camino desde las montañas Azules hacia… aquel lugar. Esas vacaciones en casa le habían enseñado al menos una cosa: jamás podría volver a hacer del condado de Alleghany su hogar, y tampoco de ningún otro lugar, desde luego no de Du… de la universidad a la que se dirigía. El autocar era su hogar, y ojalá el viaje fuera interminable.