26

¿Qué tal ha ido?

¿Qué tal ha ido?

Como una idiota (y encima siendo consciente de ello), Charlotte volvió la cabeza para mirar el Suburban justo antes de llegar al pasaje abovedado que daba al Patio Menor. Sabía que no iba a suceder, pero ojalá, ojalá se lo encontrara allí de pie junto a la puerta del conductor, mirándola por encima del techo del coche, gritando: «¡Eh! ¡Oye! ¡Char! ¡Ven aquí, mujer!».

Pero no. Lo que vio fue que Gloria, que había estado echada, inmóvil y muda todo el trayecto, se había incorporado y la observaba. Estaba dándole un buen repaso. Prácticamente tenía la nariz pegada a la ventanilla, con su despeinada melena oscura formando una corona en torno al rostro. Las cuencas de los ojos eran dos sumideros de rímel. No sonrió, no se despidió con la mano ni hizo nada que delatara sentimiento alguno. No, Gloria estaba estudiando a la pobre Charlotte Simmons, aún aferrada a su petate, un claro espécimen de… ¿de qué? El Suburban empezó a alejarse justo cuando Gloria volvía la cabeza hacia el asiento delantero con una mueca en los labios, comentando algo… ¿Sobre qué? Y entonces el todoterreno desapareció. Pero Charlotte ya sabía qué había dicho Gloría, claro que lo sabía…

Cuando por fin enfiló el túnel, le dolía la garganta como le duele a una chica tras haber reprimido las lágrimas durante un buen rato. El rechazo y la consternación se transformaron en un miedo atenazante al pensar en el funesto destino que la esperaba a la vuelta de la esquina. La Charlotte que se había marchado pletórica, en pleno ascenso social, la que sabía comportarse con rectitud, la que miraba por encima del hombro a las que se abrían de piernas para entregarse a los chicos, la que había anunciado que tenía a Hoyt Thorpe comiendo de la mano como un pajarito, había regresado. Sí, efectivamente, Charlotte Simmons, la gran triunfadora del momento, estaba de vuelta. ¿Qué iba a contarle a todo el mundo? Sobre todo a Beverly (miembro de la élite de chicas de internado) que la había advertido de que no era buena idea irse a una gala que implicara pasar la noche fuera con Hoyt Thorpe… «No se me da bien mentir —pensó Charlotte—. Ni siquiera soy pasable como actriz. En casa nadie nos enseñó nunca a engañar. Mamá… Pero no puedo permitirme pensar en ti en este momento, mamá».

¡Su madre! Antes siquiera de haber cruzado el túnel abovedado, el dolor de garganta se agudizó tanto que no supo si lograría llegar a su cuarto sin antes claudicar y echarse a llorar. Y si encima estaba Beverly… le daría algo.

Cruzó el patio con tal aprensión que hasta oía los latidos de su corazón cada vez que abría la boca para respirar hondo. Era un ruido áspero que salía de su interior, como si las paredes del órgano vital rozaran el esternón con cada latido. Gracias a Dios prácticamente no había nadie, sólo unas cuantas personas en un cruce… Sintió unas ganas tremendas de echar a correr hacia la puerta de Edgerton, pero alguien podría verla desde arriba y preguntarse qué le pasaba. Una vez dentro, no fue hacia el ascensor, para no encontrarse con nadie. Subió andando hasta su planta, abrió la puerta que daba al pasillo y…

Las gnomas… ¿Qué estaban haciendo allí? Era como si algún dios sádico se hubiera dedicado a crearlas con el único fin de amargarle la vida a Charlotte Simmons. ¿Por qué, si no, estaban allí en aquel preciso instante? Era domingo por la tarde, hacía un día precioso… ¿Por qué habían preparado el corredor de la tortura china en aquel momento? Y en el extremo menos transitado de la planta. Nunca las había visto en formación tan numerosa. Eran ocho, nueve, diez… «Ni las mires. Co-mo-si-no-es-tu-vie-ran». Pero de nuevo se sintió impotente frente al aguijón del bichejo llamado Maddy, con aquellos enormes ojos de ET.

—¿Qué pasa? ¿Se ha estropeado el ascensor otra vez?

Charlotte se la quitó de encima con un simple movimiento de la cabeza, pero aún tenía que superar a muchas más. Las rodillas que bloqueaban el paso empezaron a juntarse con sus pechos correspondientes, una a una, como en una coreografía pensada especialmente para volver loca a Charlotte Simmons. Entonces intervino Helene:

—Eh, ¿qué tal el finde?

A Charlotte no se le ocurrió ninguna forma de contestar a eso con un simple gesto, y una vez más la culpa convenció a su sistema nervioso autónomo de que era obligatorio responder a una persona negra, y lo hizo, con todo el ánimo de que fue capaz:

—¡Bien!

Sonó como un graznido agudo y rogó a Dios que las gnomas creyesen que el fin de semana había sido tan maravilloso que estaba extasiada… ¿O adivinarían la cruda realidad y comprenderían que era el primer aviso de una riada de lagrimones? Y entonces ya nada podría reprimirlos. Cómo no, Maddy insistió traicioneramente:

—¿Te pasa algo?

Apenas logró llegar hasta la puerta, entrar a toda prisa, cerrarla y volverse. Ni rastro de Beverly. ¡Gracias, Señor! Se echó en la cama, se puso una almohada encima de la cara para amortiguar el ruido… y dejó escapar sollozos, sollozos, sollozos, sollozos, sollozos y sollozos incontrolables, incontrolables, incontrolables, incontrolables, incontrolables e incontrolables, sollozos, sollozos, sollozos, sollozos y sollozos con la cara cubierta por una almohada de relleno de poliéster. En lugar de sentir antipatía por aquel objeto, le entraron ganas de que fuera más grande, lo suficiente para cubrirle todo el cuerpo, para amortiguar su existencia en la Universidad de Dupont, que ya no podía ofrecerle nada. ¿Cómo iba a plantar cara a todas aquellas chicas a las que había restregado su virginidad por la cara, a las que había escandalizado, tan orgullosa ella, con su desprecio por lo ligeras de cascos que eran todas las estudiantes de Dupont, ante las que había alardeado de su capacidad de controlar a los chicos y mantenerlos a raya, más en concreto a un tal Hoyt Thorpe? ¿Qué había hecho? ¿Cómo se había permitido caer en una cosa así? Se sentía sucia, había dejado que la utilizaran de la manera más asquerosa, era como una toalla sucia de un hotel de mala muerte, una «recogedora de semen anónimo». Eso era precisamente Charlotte Simmons, ni más ni menos, una toalla para recoger el semen derramado que luego quedaba tirada en el suelo de un baño de hotel. Y así había acabado, tratando de ocultarse de sí misma debajo de una almohada, tratando de esconderse de sus vaqueros Diesel, en los que se había gastado una cuarta parte del presupuesto del semestre, y de su camiseta roja, que le había parecido tan guay y que de repente resultaba tan infantil y tan cutre… Y eso no era todo, ¿verdad? Encima la camiseta era de Bettina, y el vestido y los zapatos de Mimi, y el patético petate también era prestado… e iba a tener que devolverlo todo, al día siguiente como muy tarde, y resultaba inconcebible presentarse ante ninguna de las dos y mentir sobre lo sucedido. Le exigirían una narración minuciosa de la gala, y ella no podría negarse. Quizá pudiera mentirle a Beverly, pero acabaría hecha un manojo de nervios y la otra, menuda era, descubriría el pastel.

Hoyt… «¡Ja!», se dijo para sus adentros con tal fuerza que se le escapó por la boca en forma de suspiro compungido. En ese preciso instante, Hoyt debía de estar fumándose un porro con Julián y Vanee y algún otro compañero de «la hermandad más de puta madre de Dupont», superando la resaca a golpe de buen rollito, escuchando a Dave Matthews o a OAR, buen rollito, buen rollito, buen rollito toda la tarde mientras ella seguía allí tapándose con una almohada y las gnomas cuchicheando y desternillándose a su costa en el pasillo. Bah… Por ella, que cuchichearan y se desternillaran hasta hartarse. Ojalá conservaran la ilusión de que Charlotte Simmons se consideraba tan por encima de su nivel que ni se dignaba a dirigirles la palabra. No tenía la menor intención de confiarse a ellas ni ofrecerles una sola pista de lo que había sucedido durante las últimas veinticuatro horas, las últimas veinticuatro horas de degradación y humillación, de revolcarse por el fango y el estiércol. Cada vez que cerraba los ojos regresaba la noche anterior, tumbada en la cama del hotel… mientras los demás apostaban a ver quién bebía más, hablaban de ella, hablaban de su cuerpo, de su conejito anticuado de pueblerina, de saltarle el precinto. Eso era lo que representaba para ellos el que hubiera perdido la virginidad de una forma tan miserable: unas cuantas carcajadas sobre cómo le había saltado Hoyt el precinto a un conejito de pueblerina que olía a viejo, perteneciente a una paleta que, por alguna razón, se había despistado y bajado de las montañas.

Se quitó la almohada de la cabeza y miró el techo. Debía de haber levantado polvo de la funda, porque el sol entraba en el dormitorio de forma que se veían las partículas suspendidas en el aire, mariposeando y tiritando por todo el rayo de luz, y entonces recordó el día en que Channing y sus amigos invadieron el jardín de su casa con el único objetivo de humillarla y mostrar al mundo el desprecio que sentían por sus aires de grandeza… Y así siguió, echada en la cama de su cuartucho, pensando en lo imposible que sería ya la vida en Sparta, cuando todo el condado estaría al tanto de que su padre había amenazado con castrar a Channing si se atrevía a volver a rozar a su maravillosa hijita. Y, por el amor de Dios, el recuerdo de cómo la había entusiasmado haber visto en la televisión a aquel político del que hablaba todo el mundo, el gobernador de California, probablemente el próximo presidente del país, pronunciando el discurso de la ceremonia de entrega de diplomas en aquel lugar que iba a ser su salvación, la Universidad de Dupont, el marco más espléndido desde el que aquel gran hombre podía haberse dirigido a todo Estados Unidos la primavera anterior, con una torre gótica alzándose a su espalda, toda una ceremonia a sus pies, un mar de togas malva y oro (un malva intenso que ya se conocía como «malva de Dupont»), con las banderas de los cuarenta y ocho países representados por los alumnos, estandartes heráldicos que simbolizaban a saber cuántos misterios de la cristiandad de mil años atrás, mantenidos con vida en los telares del siglo XXI porque combinaban muy bien con los arcos dobles y los techos abovedados repletos de nervios y los grabados de los cristales de las ventanas de bisagras, fortuitamente chaucerianos, de viejos edificios góticos levantados en bloque en los años veinte. Aquella gran eminencia, que tantas cosas le había removido en las entrañas (¡en las entrañas!), era conocida en Dupont como el payaso tonto, el canoso ridículo y michelinoso que había tenido un papel cómico en una farsa conocida como «la Noche de la Gran Mamada», protagonizada por un chulo borracho llamado Hoyt Thorpe, con el Vanee Phipps de los Phipps-Phipps como secundario…

Charlotte se levantó y se mareó… ¿Era posible que su cuerpo siguiera borracho? Trató de no ver lo que no podía evitar ver por la ventana, que era el más prominente de los muchos homenajes prominentes de Dupont a la gloria de Dios, la torre de la biblioteca, y se fue hasta la mitad de Beverly (¿qué importaba ya «la mitad de Beverly»?) y rebuscó entre sus CD hasta encontrar el de Ben Harper y, con el más absoluto descaro, levantó la tapa de su reproductor (¿qué sentido tenía una palabra como «descaro» a aquellas alturas?), metió el disco y pasó directamente a la canción número tres, Another Lonely Day, y se acostó de nuevo en su cama a escuchar la voz joven y sentimental de Ben Harper, que cantaba sobre cómo, de todos modos, las cosas no habrían salido bien, y aseguraba que lo único que le quedaba era otro día de soledad. Charlotte no logró evitarlo… No logró evitar que se le arrugara el rostro, ni que brotaran las lágrimas de sus ojos, de su garganta dolorida, de sus pulmones, de su plexo solar, de su abdomen, presa de contracciones convulsivas. Volvió a ponerse la almohada encima de la cabeza para que no la oyeran las gnomas, pero sin presionar demasiado, para seguir oyendo aquella balada triste y lenta que recordaba lo inevitable de la soledad. De todos modos, tenía todo el sistema nervioso deprimido por la resaca, por lo que le produjo un alivio rayano en la felicidad dejarse ir, permitir que se derrumbaran todas sus defensas, capitular, revolcarse en la desesperanza de su vida en Dupont, destrozada por siempre jamás. Pero también tuvo buen cuidado de que las gnomas no oyeran nada…

¿La llamaría siquiera Hoyt? Sabía muy bien que no. Sabía muy bien que no volvería siquiera a dirigirle la palabra. Ya había dejado en el suelo del baño la toalla con que había recogido el semen. Charlotte no volvería a poner un pie en el pabellón Saint Ray. Nunca más en el pabellón Saint Ray… ¿Qué opinaría Bettina? Resultaba irónico: había sido ella quien la había llevado allí aquella primera noche, ahora tan lejana. ¿Y qué diría Mimi? Habían sentido emociones contradictorias al enterarse de que Charlotte Simmons se iba a una gala con un tío de cuarto, un chulazo de cuarto. No costaba mucho imaginárselo… Les daba envidia. Pero, al mismo tiempo, su ascenso también representaba la esperanza. La había visto en sus caras cuando las tres se habían reunido en aquella misma habitación y habían aparecido Beverly y Erica. Habían deseado con ganas verla en aquel selecto mundo de las hermandades, donde las chicas más guais sabían de tu existencia en Dupont y los chicos más estupendos creían que estabas buena y tenías un polvo, y te invitaban a los sitios a los que iba la gente que era guay, estaba buena y tenía un polvo, para divertirse y hacer gala de su nivel…

A Charlotte Simmons no volverían a invitarla a ninguna parte. Se lo había jugado todo a una carta. Había tirado por la borda los estudios, a Adam y a los mutantes y el sueño de un cenáculo… y también la promesa hecha a la señorita Pennington, lo único que le había pedido (sí, también eso), tan segura estaba de que Charlotte Simmons ascendería de categoría: de pueblerina que había vivido sin enterarse de nada en las montañas Azules de Carolina del Norte a la cumbre de la gloria femenina en la gran Dupont. Qué insensata, qué engreída, y qué superficial era su meta, a qué poco aspiraba, qué distorsionado había quedado su orden de prioridades…

¡Oh, Hoyt! ¡Oh, Hoyt! ¡Cómo anhelaba ver de nuevo aquella sonrisa burlona! ¡Ansiaba que volviera a apretarla contra el tabique de un ascensor! ¡Deseaba que la deseara! Seguro que estaba a punto de llamarla…

Esa idea le permitió darse cuenta de lo desquiciada que estaba. Hoyt no iba a llamarla nunca más. Sólo de pensarlo daría un paso atrás. No, ni siquiera eso; ese paso atrás presuponía una emoción, y nada que tuviera que ver con Charlotte Simmons despertaría nunca más una emoción en Hoyt Thorpe.

Estando tumbada allí boca arriba, reapareció la riada, y sintió que las lágrimas rebosaban por las comisuras de los ojos y encharcaban el interior de los párpados, así que los abrió… y las partículas ya no bailaban en el aire, o al menos ya no las veía. La luz era menos intensa. Una nube debía de haber tapado el sol. Miró hacia la ventana y sus ojos se posaron en los libros de la biblioteca amontonados encima de su escritorio. ¡Oh, no, por Dios! A la mañana siguiente tenía que entregar un trabajo para Teatro Contemporáneo sobre la interpretación de Susan Sauer de la obra de la artista performática (menuda palabreja), Melanie Nethers, que era tan enrevesada, tan farragosa, de una pesadez tan tortuosa, tan carente de vida… al menos por lo poco que había leído. Iba a tener que empaparse del tema, leérselo todo de cabo a rabo y grapárselo al cerebro. Aquellas palabras eran como briznas de pensamiento que flotaban en el aire. Iba a ser imposible concentrarse en una tarea de ese tipo. No tenía sentido siquiera empezar. Sería mejor levantarse temprano al día siguiente y redactarlo antes de clase, pero, claro, sabía perfectamente que no lo haría. No había forma de frenar lo inevitable. ¿De qué servía? Para nada. Absolutamente para nada. ¿Por qué quemarse las pestañas tratando de entender las idioteces metafísicas de Susan Sauer?

Se sentía tan desgraciada, tan desgarrada, que la única salida era dejar de oponer resistencia en aquel funesto forcejeo con el sufrimiento. ¡Qué agarrotada tenía la garganta! ¡Ya no sólo le dolía, sino que la tenía rígida, estrangulada! «Ríndete, Charlotte». Sin embargo, era consciente de que aquella llorera iba a ser distinta de todas las demás, de que tendría vida propia, de que sacudiría y desgarraría su cuerpo y su alma hasta el punto de que rendirse no serviría de nada, no aliviaría nada, y ya surgía, ya aparecían las lágrimas, estrujándole los labios, la barbilla, el cuello, la frente, abriéndose camino violentamente por el quiasma óptico para brotar entre los párpados, inundándole las fosas nasales con una furia que escocía… Alto ahí.

¿Qué era eso?

Creyó oír una voz femenina sincopando las palabras como en las conversaciones a una banda que parecen las llamadas con un móvil…

Jamás había existido un antídoto de efecto más rápido para una llorera. El grifo se cerró de súbito. Charlotte se volvió hacia la pared, se llevó las rodillas al pecho para quedar en posición fetal y fingir que dormía, justo a tiempo…

La puerta se abrió de sopetón y…

—¡Aydiosmío! Sí, superfuerte… —A voz en grito.

Mentalmente, Charlotte veía a la perfección a su compañera de dormitorio, el ángulo exacto en que inclinaba la cabeza hacia el móvil, la forma en que movía los ojos a la deriva, sin mirar nada en concreto, la caída inclinada de su nuevo bolso Takashi Muramoto, colgado del pliegue del codo, repleto de cosas a punto de caerse…

—Sí… Sí… Sí, tía… ¡Qué pasada! ¡Me hace superilusión que me lo cuentes! —chillaba al teléfono—. Oye, ¿dónde vas a estudiar luego? Espera un momento… ¡Charlotte, capulla! Ese CD es mío… Aydiosmío, perdona, tía, es que ahora resulta que mi compañera va y se pone mis discos… —Y sin dejar de berrear se acercó al aparato de música, paró la canción de Ben Harper y puso en su lugar el CD de Britney Spears In tbe Zone—. Vale, sí, vamos a la cafetería —dijo—. Ah, pero ¿él va a estar en la biblio? Pues entonces ¿por qué no vamos? Uuh, podemos sentarnos a su lado. De puta madre, tía, a las siete allí.

Y acto seguido cerró el aparato por la mitad con un chasquido y se dejó caer en su silla giratoria, por el ruido que hizo.

—¿Qué, resaca? —preguntó con un vozarrón que exigía respuesta.

—Sí… —contestó Charlotte con voz ronca, como si Beverly acabara de interrumpir una siesta destinada a superar una resaca. No se atrevía a darse la vuelta y dejar que viera…

—¡Venga, tía, cuenta! —vociferó Beverly. No estaba dispuesta a dejar que su compañera se escaqueara con la gilipollez esa de que estaba durmiendo.

Charlotte oía los suspiros que soltaba Beverly al ritmo de Britney Spears. ¡Britney Spears! Seguro que también agitaba la cabeza y los hombros. Una parte de Beverly se había adentrado en la música y repetía la letra de la canción, ni cantando ni susurrando:

—¡Venga, Britney, pierde el control! —La otra estaba allí mismo en la habitación y decía a voz en grito—: ¡Que no te oigo, Charlotte!

—Ha estado bien —dijo Charlotte desde una gruesa capa de niebla.

—¿Bien y qué más? ¿Qué has hecho? —Y en voz baja—: Venga, Britney, muévete, que baile la música…

La niebla confusa que estaba de cara a la pared:

—¿Qué? Pues fuimos a cenar y luego a bailar y tal.

—¡Seguro que no te has acostado! ¡Qué voz tienes, tía! Estás hecha una bolita en la cama en pleno día cuando hace sol, joder. ¡Aydiosmío, qué fuerte! ¡Tú! ¡Quién lo iba a decir, tú con resaca! ¡Mi compañera de cuarto! ¡Te pillaste un ciego que te cagas con Hoyt Thorpe! ¿Qué coño ha pasado con la reina de la biblioteca? Bueno, en fin, ¿qué hicisteis toda la noche?

—Ya te lo he dicho, Beverly.

—¡No me has dicho nada! Quiero detalles. ¡Venga, tía! ¡Aydiosmío, quién iba a decirme que un día tu vida me parecería más interesante que la mía! Venga, va, ¡tienes que contármelo todo, pero todo-todo!

—No hay nada que contar. Estoy hecha polvo, en serio. Me caigo de sueño.

—Bueno, a ver, estaríais en la misma habitación, ¿no?

Una pausa incómoda. Charlotte quería mentir, pero no sabía cuál podría ser esa mentira. De repente le parecía clarísimo que ningún Saint Ray, y mucho menos Hoyt, reservaría ni harto de vino una habitación separada para una chica. No sería tanto por el gasto que supusiera como porque parecería un calzonazos, un maricón. Beverly no se lo tragaría.

Así pues, se rindió y contestó:

—Pues sí.

—Y…

—También había más gente.

—¿Y qué?

—Pues que éramos cuatro en la habitación. Era como un… un campamento. Y ya está, no hay nada que contar.

—¡Hostia, un campamento! ¿Quieres decir que no pasó nada?

¡Qué estrecha eres, tía!

—Yo no he dicho eso. Pero no pasó nada así muy fuerte.

—¡Ohhhhhhh! ¡O sea que sí pasó algo!

—Mira, es que ni me acuerdo. Bebí tanto que no me acuerdo de nada.

—Ahhh, menudo ciego llevarías. ¡La buena de Charlotte! ¿Quién coño lo habría dicho? ¿No sabes que todas las tías que se arrepienten de algo te sueltan el rollo ese de que no se acuerdan para escaquearse?

—Yo no me escaqueo. Es que no me acuerdo.

—No vas a contármelo, tía guarra. —Beverly rio entre dientes—. ¿No vas a contárselo a tu propia compañera de habitación? ¡Venga!

La niebla iba volviéndose más espesa.

—No… Ahora voy a dormir un rato; y luego tengo que ir a hacer un trabajo. Ya te lo contaré otro día.

Una larga pausa. Un suspiro sarcástico con un buen chorro de aire expulsado musicalmente entre los dientes. Por fin:

—¿Sabes qué te digo, querida compañera? Que qué asco. Aaaajjjjj. Ay, se me ha quedado el dedo metido en la garganta.

Y se marchó. No pegó un portazo, sino que se limitó a cerrar con un chasquido seco.

Charlotte se quedó tumbada con los ojos cerrados, tratando de idear mejores evasivas, mentiras más idóneas, mentiras creíbles, mentiras hábiles, mentiras abrumadoras, mentiras tranquilizadoras, hasta que cayó en brazos de Morfeo.

¡Estaba sonando el teléfono! ¡Ya era de noche! Estaba desorientada. ¿Qué hora sería? Fuera estaba oscuro, y también en el cuarto. Ni rastro de Beverly. De repente le cayó encima todo el fin de semana. ¿Sería Hoyt? ¡Llamaba para pedir perdón! Sabía en realidad que era… era… pero aún así se volvió, bajó de la cama y cogió el teléfono de un manotazo.

—¿Diga?

—¡Ho-o-o-o-la! —canturreó Bettina—. ¿Y que-e-e-é? ¿Qué tal ha ido?

—Ah, hola —saludó Charlotte con tono apagado, de claro desinterés.

—¿Qué te pasa? Si no fueras tú, si fueses cualquier otra persona, me parecería que tienes resaca. ¿Te lo has pasado bien?

—Sí, muy bien.

—No pareces muy emocionada.

—Ya, es que estoy cansada.

—¿Qué ha pasado?

—Mira, ahora no puedo contártelo. Estoy haciendo un trabajo de Inglés.

—Va, venga —suplicó Bettina—. Te llamo desde la biblio. Me muero de ganas por saberlo todo.

—En serio, voy muy atrasada. Ahora no puedo hablar.

—Vale. Muy bien. Pues hasta luego, entonces.

Bettina colgó, evidentemente ofendida. El teléfono volvió a sonar varias veces aquella noche, pero Charlotte ya no contestó. Sólo le apetecía dormir y olvidarse de la existencia de Dupont, o irse a casa con sus padres y olvidarse de la existencia de Dupont. ¿Olvidarse? Imposible olvidarse en Sparta. Todo el mundo en el condado sólo querría hablar de Dupont. ¿Qué fabulosa mentira podría idear para justificar la huida precipitada, confusa y torpe de Charlotte Simmons, con el rabo entre las piernas, del lugar donde estaban las grandes oportunidades? ¿Cómo explicar el regreso de Charlotte Simmons a Sparta y a sus tres semáforos? Por el tronco del encéfalo le bullía el vergonzoso retorno de Lucien de Rubempré a Angulema desde París en el portaequipajes externo de un carruaje, oculto bajo una montaña de maletas, bolsos y cajas en Ilusiones perdidas… lo que le recordó con un sobresalto el trabajo que tenía que entregar por la mañana. La interpretación que hacía Susan Sauer de Melanie Nethers… No le había hecho ninguna gracia desde el principio, pero a la encargada de dirigir el seminario, una profesora ayudante (es decir que ni siquiera era profesora, sino alumna de tercer ciclo, por lo que sus conocimientos de pedagogía eran nulos) que se llamaba Zuccotti y tenía mal genio, le parecía que la opinión de Susan Sauer sobre Melanie Nethers era un ejemplo de crítica absolutamente genial. Había llegado incluso al extremo de entregarles un estudio sobre lo que Susan Sauer decía sobre Melanie Nethers. Charlotte le había echado un vistazo y había llegado a la conclusión de que se trataba de sensiblería metafísica al cuadrado, ¿y cómo iba nadie a sacar la raíz cuadrada de la sensiblería metafísica elevada a la segunda potencia y oculta tras un velo de cinismo? Todo aquello no era más que un desvarío de una ancianita… Charlotte se negaba a dedicar un solo segundo más de su concentración a la ambigua exégesis de una cacatúa sobre una ambigua exégesis de otra cacatúa que nadie necesitaba para comprender que Melanie Nethers sólo hacía tonterías. Así pues, se sentó al escritorio y sacó unas hojas pautadas de cuaderno de anillas y un bolígrafo y redactó un ataque apresurado y sin perfilar contra ambas. ¿Además, quién era la idiota esa de Sauer? ¿Y esa cargante de Renee Sammelband, que era quien había escrito el estudio? Cuando terminó, recogió las tres páginas (jamás había entregado hasta la fecha un trabajo de menos de seis o siete) y las leyó. Al punto comprendió que había escrito un texto de lo más soso. Además, se notaba redactado con prisas y sin mucho afán. Pero ya estaba hecho. Eso era lo más importante. De todos modos, había llegado al límite de su energía y su paciencia. En aquel momento lo único que deseaba era una pequeña dosis de olvido. Por descontado, aún le faltaba ir a la biblioteca para transcribir el trabajo en un ordenador y luego imprimirlo, pero primero tenía que descansar un poco. Se echó otra vez y, casi de inmediato, Morfeo se la llevó de nuevo al reino de los sueños.

Unas horas después (a saber cuántas) oyó a Beverly regresar a la habitación a oscuras. La oyó pero no reaccionó. Esta vez no tuvo que fingir que dormía y Beverly no trató de espabilarla.

Al día siguiente, lunes, a Charlotte se le pegaron las sábanas. El despertador emitió el áspero zumbido habitual una y otra vez, pero ella pulsaba el botón de repetición para arañar unos minutos más. ¿Y Beverly? Se había ido, gracias a Dios. ¿Qué sentido tenía levantarse? ¿Qué podía esperar, más que un montón de preguntas incómodas de Bettina, eso si volvía a dirigirle la palabra, y de Mimi, y encima, tarde o temprano, el inevitable interrogatorio, la inquisición, de Beverly, que había olfateado sangre?. Hasta las vacaciones de Acción de Gracias (el segundo viernes siguiente) no le quedaban muchas opciones. En realidad sólo tenía una: esconderse en la biblioteca, hacer los deberes y evitar a todo el mundo…

¡Santo cielo, ya eran las nueve cincuenta y Teatro Contemporáneo empezaba a las diez! Bueno, casi mejor pasar. Por un instante se convirtió en la Autodestrucción colocada sobre un pedestal desde el que sonreía a la Pena, pero saltarse una clase y quedarse durmiendo sólo serviría para estar luego más deprimida. Se levantó de un brinco. Los vaqueros aún estaban en el suelo, donde los había dejado el día antes. Unos Diesel, los vaqueros sin los que no podía vivir… Sólo de mirarlos le entraron arcadas. Se puso el viejo vestido estampado, y además arrugado, por la cabeza y encima un grueso jersey azul cielo de punto que le había hecho la tía Betty hacía años. Se calzó las sandalias. Ni siquiera tuvo tiempo de cepillarse el pelo. Salió disparada al pasillo. Un momento: el trabajo. Giró sobre los talones y se acordó (¡mierda!) de que no había ido a la biblioteca a pasarlo al ordenador e imprimirlo. Recogió las tres hojas de la mesa y echó a correr (a toda pastilla) hacia la biblioteca. ¡Mierda! ¡Con las sandalias no había quien corriera! Se las quitó y se las colgó de la mano izquierda. En la otra llevaba las hojas. Y entonces corrió a base de bien, cruzó el patio volando, llegó a la acera y recorrió el Patio Mayor hasta el esplendor de tres pisos de altura de la torre de la Biblioteca Conmemorativa Charles Dupont. La gente sonreía al verla pasar como una exhalación, con unas hojas desordenadas en una mano y unas sandalias en la otra, descalza, despeinada. Vaaaale… Entró como un bólido en la biblioteca y fue hasta los ordenadores (cruzando a la carrera el elegante vestíbulo, bajo la majestuosa cúpula gótica, descalza). Oyó las risas de los alumnos. El cuerpo sin alma de Charlotte Simmons, sus huesecillos desesperados, su pellejo pálido, muy pálido, y sus pies descalzos eran la pera en un lugar como Dupont.

Cuando terminó de transcribir el trabajo a toda prisa y lo hubo impreso, el sudor le perlaba la cara. Estaba segura de que olía fatal, ni siquiera había podido lavarse. No tenía tiempo de graparlo. Echó a correr como una flecha hacia Dunston, donde se dictaba la clase, aferrando las páginas recién impresas (que aleteaban al viento) en una mano y las sandalias en la otra. Hacía más frío de lo que parecía. Llegó a la puerta del aula casi veinte minutos tarde. Se calzó las sandalias como pudo, abrió y entró. ¡Mierda! La tira de la sandalia izquierda se había doblado y la mitad le quedaba debajo del pie, pero no podía detenerse a arreglarlo. Y, así, entró renqueando, como si fuera coja. Respiraba con esfuerzo, haciendo ruido, y tembló al notar un escalofrío. Risitas por doquier. Tenía la cara enrojecida y con chorretones de sudor. Llevaba el pelo aplastado por un lado, por la postura en que había dormido, y abultado como un matojo de ambrosía por el otro. Y encima el jersey tenía una mancha bastante desafortunada y daba la impresión de que acababa de babearse. En un costado, un agujero provocado por las polillas planteaba la cuestión de si llevaba o no sujetador (no lo llevaba). Más risitas. Su rostro era el vivo retrato del miedo ante lo que debían de pensar todos y cada uno de los presentes. Cada átomo de Charlotte Simmons irradiaba ondas y ondas de holgazanería, incompetencia, irresponsabilidad, ociosidad, debilidad de carácter y el hedor deleznable de la carne rebosante de calor, sudor, pavor y adrenalina. Y además los papeles arrugados que aferraba, húmedos por el sudor de la mano. Estaba horrorosa. Risitas y más risitas. La señora Zuccotti se detuvo a media frase y no volvió a abrir la boca hasta que el estorbo se hubo sentado a una mesa. Los otros veinticinco alumnos dispusieron de tiempo más que suficiente para concentrarse en la criatura mientras se acomodaba, sudorosa, palpitante y respirando con dificultad. ¡Ecce Charlotte Simmons! Era un ser a punto de entregar a la señora Zuccotti un trabajo que estaba calculado, con toda la intención y toda la rabia, para tumbar todos los puntos de vista críticos y estéticos que conocía, un trabajo redactado de forma improvisada con un amplio, juvenil y afectado despliegue de cinismo, sin rastro alguno de ingenio y pertinencia. En el otro extremo de la mesa, un chico escribía una nota destinada a hacer gracia a un compañero que miró de reojo a Charlotte y después sonrió con malicia a su amigo. ¿Quién era? Charlotte estaba segura de haberlo visto una vez en el pabellón Saint Ray. Era lunes por la mañana y ya estaban al tanto…

En ese momento la fábrica de paranoia levantó la persiana y se dispuso a afrontar una jornada de producción a pleno rendimiento.

Charlotte se quedó espatarrada en la silla durante toda la clase, tomando apuntes y luego transformándolos en garabatos y mirando por la ventana, sin reír cuando reían los demás, porque no había prestado atención, dando cabezadillas y despertándose sobresaltada, como cualquier otro zombi matinal, tiritando de vez en cuando. Ya no estaba resacosa, pero involuntariamente lograba imitar a la perfección el aspecto y el comportamiento de alguien muy perjudicado por los excesos de la noche anterior… y era lunes. Estaba tan sumida en su sueño de odio hacia sí misma y paranoia que sólo era capaz de pensar en una cosa positiva: ir a Mr. Rayón y tomarse un café cargado. Fugazmente (ya que en realidad carecía de importancia) la asaltó un pensamiento: antes de ir a Dupont nunca había probado el café. Su madre no aprobaba que los niños lo tomaran, y hasta el momento de partir hacia Dupont había sido la niña de su madre, buena hasta la médula. Lo pensó sin rastro de ironía, cinismo o arrepentimiento. Así habían sido siempre las cosas.

En cuanto se colocó en la cola del café de Mr. Rayón se fijó en una chica de cuarto, una tal Lucy Page Tucker, sentada bastante lejos en una de las muchas mesas del local, que parecía… estar observándola. Estaba sentada con tres chicas más. «Todo el mundo» (es decir, muchas de las chicas de las hermandades) «conocía» a Lucy Page (que a pesar de ser de Boston utilizaba los dos nombres de pila, al estilo sureño), porque era presidenta de una de las dos hermandades femeninas más envidiadas, la Psi Phi (la otra era la Douche). Las chicas Psi Phi[6] eran conocidas como trekkies, en honor a los aficionados a la vieja serie televisiva de ciencia ficción Star Trek Lucy Page no pasaba inadvertida, ni siquiera desde lejos. Era corpulenta, de pómulos anchos, amplia mandíbula y una barbilla extrañamente afilada, y hacía gala de una abundante cabellera rubia que se peinaba hacia atrás, con lo que parecía el león de El mago de Oz. Charlotte apartó la vista unos segundos y después, a hurtadillas, volvió a mirarla. Le pareció que Lucy Page Tucker seguía observándola, ahora con una postura forzada, con medio cuerpo encima de la mesa, lo mismo que sus tres acompañantes, de modo que apenas había distancia entre sus cabezas. Le dio un vuelco el corazón. Apartó la vista de nuevo y avanzó un par de metros en la cola antes de volver a mirar de reojo. ¡Gracias a Dios, Lucy Page ya no estaba pendiente de ella! En ese momento, una morena que estaba de espaldas, sentada delante de Lucy Page, saludó a alguien que estaba a un lado y Charlotte tuvo oportunidad de verla de perfil. ¡Un rayo restalló contra su plexo solar! ¡Gloria! ¡Aunque estuviera lejos, reconoció aquella cara! «¡Cómo he podido ser tan tonta! —pensó—. ¡Mira que presentarme en Mr. Rayón como si nada! ¡Si es el punto de encuentro de toda la universidad!».

Abandonó la cola del café, fue a toda prisa al baño de chicas y se metió en un cubículo. Echó el pestillo y se sentó en la tapa del inodoro, respirando hondo. Estaba tan aterrorizada que había tenido que encerrarse en un baño a inhalar los vapores de amoniaco, en dura batalla con el hedor fecal. «¡Aydiosmío, Gloría!».

Durante el resto del día, fue de clase en clase con el corazón en un puño. Ansiaba saber qué le habría contado Gloria a Lucy Page, y si ésta se lo diría a Erica, y si ésta iría con el cotilleo a Beverly. Cada vez que se cruzaba con alguien vagamente conocido se preguntaba si ya lo sabía… y entonces las dimensiones de lo que pudiera saber aumentaban y no dejaban de aumentar. Se imaginaba que no sería la primera alumna de Dupont a la que un tío plantaba sumariamente, pero seguro que a ninguna otra en la historia de Dupont o de otra universidad la habían plantado en circunstancias como aquéllas. La había plantado un miembro de la hermandad más codiciada de Dupont, y no uno cualquiera, sino uno muy famoso, el héroe de la Noche de la Gran Mamada, el valiente que se enfrentaba a cualquiera (incluso a un toro como Mac Bolka), el chico de hermandad que cualquier miembro de cualquier hermandad consideraría lo más guay del mundo, un chulazo guapo hasta decir basta… «Oh, Hoyt, ¿cómo has podido?».

Al cruzar el Patio Mayor mantuvo la cabeza gacha, para ocultarse y por la vergüenza que sentía. Con discreción echó un vistazo a la gran extensión de césped, con la majestuosa torre en un extremo, aquella vista conocida en todas partes (¿en todo el mundo?) como el símbolo de las mayores aspiraciones de la educación superior de Estados Unidos, y vio coletas que se meneaban, melenas agitadas al viento y traseros que iban de un lado a otro enfundados en vaqueros ceñidos como una segunda piel y desgastados hasta la perfección, ideales para poner de manifiesto cualquier hendidura, cualquier declive… ¿Había hecho alguna de aquellas chicas lo mismo que ella? ¿Las habría embaucado Hoyt para llevárselas a la cama? Quizá, pero seguramente habían perdido la virginidad en privado, no delante de un público de desconocidos felices de asistir a un espectáculo pornográfico, y mucho antes de estar preparada. ¿Por qué con él? ¿Por qué había tenido que ser con un chulo insensible y cruel aquejado del síndrome de Casanova? ¿Había decidido Charlotte burlarse de Dios? ¿Del Dios de su madre? ¿Había buscado que cayera sobre ella la ira divina? La vida y el alma habían abandonado su cuerpo, era una estatua de sal que el viento se llevaría por delante.

Cuando terminaron las clases, a las dos y media, fue a esconderse en el Museo DeLierre de arte chino y japonés de los siglos XVII, XVIII y XIX, al otro lado de Lapham (allí no corría demasiado peligro de toparse con un conocido), hasta que empezó a anochecer, poco después de las cinco y media porque ya estaban a finales de noviembre, y entonces se arriesgó a regresar al Patio Menor a recoger unos libros y unos cuadernos para volver a ser la reina de la biblioteca y ocultarse en su feudo. Beverly… No podía enfrentarse a Beverly, que o bien le soltaría otro aluvión de preguntas o bien no le preguntaría nada, lo que querría decir que ya se habría enterado de todo (lo que Gloria le habría contado a Lucy Page, y está a Erica, y ésta al mundo entero). Y sin duda Beverly le soltaría algún que otro comentario sarca tres, o incluso sarca dos o uno, con el simple objetivo de que Charlotte se enterase de que estaba al tanto.

Entró en Edgerton con sumo sigilo, tras quitarse las sandalias por miedo a que chasquearan. Miró a hurtadillas en la sala de estudiantes por si estaban Bettina o Mimi. Terreno despejado. Le quedaba el ascensor. La puerta estaba abierta, así que subió dispuesta a arriesgarse (y no tener que ir a pie). Logró llegar a la quinta planta sin novedad. Recorrió el pasillo una vez más con las sandalias en la mano, sigilosa como una india. Redujo el paso hasta acabar casi andando de puntillas al acercarse a la habitación de Bettina (por si estaba dentro, al acecho), y al pasar por delante casi sin apoyar los pies… «Charlotte». Alguien acababa de pronunciar su nombre. Se detuvo, respiró hondo por la boca y volvió a sentir el latido apresurado de su corazón. ¡Iban a oírla! Le pareció que hacía tanto ruido que apretó los labios e hizo un esfuerzo para respirar sólo por la nariz.

—A ver, que estamos hablando de Charlotte. —Era la voz de Bettina.

—¡Qué fuerte, tía! —Un comentario en tono alegre y cruel, seguido de una risita tonta. Era Mimi.

—¡Es que se lo ha tirado! —comentó Bettina.

—Sí… Y siempre va de santurrona, la tía. Todas esas… reprimendas que nos suelta… ¿Se dice así?

—Cómo se pasa, nos mete unas trolas que te cagas. Te deja hecha una mierda si te enrollas con un tío… y eso que nosotras estamos siempre a dos velas.

—Va de superlista, pero hay que ser corta del culo para tirarse a Hoyt Thorpe, joder, en la gala de la hermandad, tía —sentenció Mimi con su habitual tono de mujer de mundo que conocía la universidad a fondo, sabía todo y estaba completamente de vuelta de todo.

—¡Ya, tía! Vale que está bueno, pero, joder, era la primera vez y se fue con un tío así…

Mimi, entre carcajadas:

—Y lo de la cama… Hostia, fijo que no vuelve en la vida a una gala de Saint Ray.

—Bueno, no sé, eso no fue culpa suya.

—Ya, vale, pero es que no se mancha la cama de sangre. Eso no se hace. Y la tía esa, la tal Gloria, ¿Gloria Barrone?, ¿sabes quién digo? Sí, una que es de la Psi Phi. Pues lo vio.

—¿Y cómo?

—¡Pues se lo enseñó Hoyt!

—¡Jo, es un capullo! Qué hijoputa. ¿Tenía la regla o qué?

—No. Lo que me han dicho es que… Bueno, que Hoyt le contó a Gloria que era la primera vez de Charlotte, y que el tío no tenía ni idea de qué hacer. Pero ni idea. Se ve que luego le cogió como un yuyu.

—¿Cómo que un yuyu? —preguntó Bettina.

—No sé, como que estaba superperdido y no sabía qué decir. A ver, pobre tío, que tampoco es que fuera su noche de bodas. Seguro que es un poco raro encontrarte que estás desvirgando a una tía que no conoces de nada… ¡en la gala de tu hermandad!

—Qué mal rollo. ¿Cómo te enteraste?

—Me lo contó mi amiga Sarah Rixey.

—¿Sarah Rixey? ¿Y ella cómo lo sabía?

—Ni idea. Me parece que se lo había contado una tal Nicole, una de tercero. Sé que fueron al mismo colé en Massachusetts. La vi una vez.

—Ya. ¿Y cómo se había enterado Nicole?

—Está enrollada con un tío de Saint Ray —explicó Mimi—. Será por eso.

—Bueno, yo es que aún no me creo que Hoyt haya sido tan capullo de enseñárselo a Gloria Barrone. Es que es superamiga de Lucy Page Tucker, que es la presidenta de la Psi Phi.

Charlotte ya había escuchado suficiente. Siguió adelante pero no se detuvo en la puerta de su habitación. No podía arriesgarse a que estuviera Beverly, por muy remota que fuera la posibilidad. Si dos primerizas con cotilleos tan de segunda mano ya se habían enterado, desde luego también Beverly, que estaba muy conectada al mundillo de las hermandades femeninas. Era lunes por la tarde, ni siquiera habían pasado cuarenta y ocho horas, ¡y ya todo el mundo estaba al corriente! Sus propias amigas se lo pasaban en grande poniéndola de vuelta y media a sus espaldas. ¡Lo sabía todo el mundo! Hoyt se lo había contado a dos personas, a Gloria y Julián, y seguro que también a Vanee, que sin duda se lo había contado a Crissy, que evidentemente se lo había contado a Nicole nada más verse para hablar de las batallitas del fin de semana, y al final ya se había enterado todo el mundo que tuviera la menor relación con Charlotte, y a saber cuánta gente más, gente que disfrutaría de la crueldad pasajera de señalar a la novata de pueblo que había bajado de las montañas de Carolina del Norte para acabar dejando que le saltaran el precinto durante una gala de Saint Ray en un hotel.

Pero ¿cómo podía habérselo contado Hoyt a Gloria? Lo de Julián ya habría sido un desastre, pero ¿por qué también a Gloria? ¿Es que no tenía corazón, es que era sólo puro cinismo? ¿Tenía un lado sádico y desalmado? ¿Le resultaba tan difícil ponerse en la piel de otra persona (ya ni se planteaba si tenía la mínima compasión) que se creía que aquello tenía gracia? Sintió deseos de estrangularlo, de matarlo, de borrarlo de la faz de la Tierra. De gritarle… pero en persona, lo que quería decir volver a verlo por fin, mirarlo a la cara. Sus ojos color avellana, su sonrisa, su barbilla hendida, su expresión, que no era despiadada en absoluto sino capaz de… de tanto amor. Quizá si le hubiera dicho que era virgen nada más invitarla todo habría salido de otra forma, y no le habría dado el yuyu. Seguro que todo había sido por eso, porque Hoyt no tenía ni idea y le había dado un yuyu… Sí, claro, se lo había dicho, pero justo antes, y él ya estaba tan excitado… Superado cierto punto, el macho no puede dominarse. Pero si la viera, si volviera a mirarla a la cara, le suplicaría que lo perdonara entre sollozos… Oh, Hoyt…

Tan sumida estaba en esa fantasía que no se fijó en las gnomas, parapetadas en un recodo, hasta que estuvo encima de la hilera de piernecillas, estiradas una detrás de otra como en un depósito de leña. No se lo pudo creer. ¿No se movían jamás? ¿No tenían otra cosa que hacer? ¿Qué eran, buitres? La tal Maddy, tan esquelética y con aquella cara de víbora, la miró con aquel gesto espeluznante tan suyo. La pobre Charlotte hizo de tripas corazón para mantener la poca sangre fría que le quedaba. Esbozó una sonrisa, susurró un breve saludo y siguió adelante. La esquelética Maddy estaba recogiendo las rodillas para dejarla pasar cuando le soltó de sopetón:

—Buenas. —Rio disimuladamente—. ¿Qué tal lo llevas?

Otro puñetazo en el pecho, no tanto por que lo supiera, lo cual significaba que también se habían enterado las demás, sino porque se atreviera a ser tan insolente y preguntarle cómo lo llevaba, así, como quien no quiere la cosa.

—Muy bien —contestó Charlotte, cortante, como si quisiera mantener la ficción de que todavía existía en un plano superior al de aquellos seres. Siguió avanzando por la zona de tortura, aterrada ante la posibilidad de nuevas miradas penetrantes y nuevos comentarios descarados…

—¿Sabes que vas descalza? —Era Helene, la negra gordita. Risillas por toda la ringlera de gnomas.

Charlotte se dirigió a toda prisa hasta la puerta contra incendios y echó a correr escaleras abajo hacia… No tenía ni idea. ¡Hasta las gnomas se sentían superiores a ella! No se atrevían a dirigirse a nadie que tuviera cierto nivel, se limitan a observar, a sacar material para cotillear, a destilar envidia, resentimiento, a desear acabar con esa casta superior como si fueran tarántulas… ¡Tarántulas! La señorita Pennington le había enseñado ese sentido de la palabra en un momento tan desagradable como el que estaba viviendo, pero no lograba recordar cuál. Hasta Maddy (aquella especie de bruja con cara de víbora y pelo lacio), hasta ella sabía que Charlotte había perdido la virginidad delante de todo el mundo, hasta Maddy se recreaba con la idea de que Charlotte Simmons y su pedantería hubieran sido pisoteadas y condenadas a las tinieblas más recónditas de Dupont.

Se detuvo en el siguiente rellano para ponerse las sandalias. ¡Se habían atrevido incluso a reírse de que fuera descalza! Empezaba a sudar otra vez. Respiraba de forma superficial y entrecortada. Miró los cuatro tramos de escaleras que tenía por delante, iluminados únicamente por un fluorescente circular de veinticinco vatios en cada rellano. Las paredes enyesadas eran macizas, no de materiales más frágiles, como en tantas construcciones estadounidenses, y estaban pintadas de un verde muy institucional. Las barandillas negras eran de metal moldeado. Cuando se inclinó para ver el fondo, el hueco de la escalera se convirtió en un pozo estrecho lleno de ángulos rectos que llevaban hasta la oscuridad más absoluta.

No tenía ni idea de qué iba a hacer una vez llegara abajo…

Por lo común, el rector Cutler no recibía a sus visitas en aquella ampulosa mesa de dos metros y medio de longitud, sino en una de las dos agrupaciones de mobiliario del despacho. Por un lado tenía una poltrona antigua, dos sillones con patas acabadas en garras y una butaca estilo Oxford, todo tapizado en tafilete malva. Por el otro, un sofá del cuero marrón más elegante del mundo, una larga mesita de centro y sillas tapizadas con telas en las que predominaba el malva. En el suelo había una amplísima alfombra hecha a medida, de tono amarillo leonado con un diseño multiplicado de pumas malva de Dupont, tomado del escudo de armas de la familia Dupont. Las agrupaciones de mobiliario ofrecían a las visitas importantes un entorno íntimo y personal («íntimo» en el sentido de palacio real y «personal» en el sentido de famoso VIP). Eso, además de todo un festival de interiorismo gótico (ventanas encajadas en recargados arcos múltiples, un techo adornado con motivos medievales, etcétera), parecía obrar maravillas en los posibles donantes. Por lo visto, en un giro perverso, esa estirpe se veía estimulada de un modo más acuciante en medio del diletantismo ostentoso que en escenarios de ascética austeridad. Pero el rector no tenía ninguna gana de fomentar un ambiente íntimo y personal con ninguno de los dos hombres que contemplaba en aquel instante desde su lado de la mesa. Eran los dos peores extremistas de todo el profesorado, y sus respectivas concepciones del mundo no podían ser más opuestas. No, prefería tener por medio la solidez inamovible de aquella mesa.

Tal como estaban colocados los dos exaltados, quedaban de cara a un gran cuadro colgado a la espalda del rector, un famoso retrato de cuerpo entero de Charles Dupont con traje de montar, con una lustrosa bota negra encajada en un estribo refulgente, dispuesto a encaramarse a su campeón de cuatro años, un refulgente semental negro llamado Al Látigo. El rostro adusto de Dupont, sus hombros anchos y su amplio pecho estaban vueltos hacia el espectador, como si alguien acabase de decir una impertinencia. El artista, John Singer Sargent (era su único cuadro ecuestre conocido), le había dibujado una fusta descomunal y se la había colocado en la mano derecha formando tal ángulo que el fundador daba la impresión de estar a punto de cruzarle la boca al ofensor dos veces, una de ida y otra de vuelta.

Sin embargo, si alguno de los dos extremistas, Jerome Quat o Buster Roth, se sentía intimidado, desde luego no lo demostraba.

—¡Sí, pero me importa una carajo el resultado de la investigación coordinada, Fred! —arremetía Jerry Quat, una bola de sebo embutida en un ajustado jersey por cuyo cuello de pico asomaba una camiseta blanca—. Hay una cosa muy clarita: es imposible que ese idiota anabolizado escribiera ese trabajo… ¿Y sabes qué, Fred? No voy a callarme la boca hasta que alguien… —una pausa significativa para indicar que ese «alguien» bien podía ser el cavernícola anabolizado que tenía sentado a un metro escaso, Buster Roth, vestido, cosa no habitual en él, con chaqueta y corbata— lo confiese todo.

«Mamonéete de los cojones», pensó el rector. Jerry Quat estaba incrementando su nivel de impertinencia y al final iba a obligarlo a soltarle una reprimenda si no quería quedar como un pelele delante de Roth. Por fortuna, ya con anterioridad le había comunicado al entrenador lo que cabía esperar de Quat, que no era otra cosa que resentimiento a todo trapo. «Pero hay que ver qué cara pone Roth, con las mandíbulas apretadas. En cualquier momento va a saltar. Pullas como “idiota anabolizado” es lo mismo que acusarlo de atiborrar de esteroides a su equipo». Los dos eran bombas de relojería, y tener que lidiar con ambos al mismo tiempo… ¿Cómo iba a dar jabón a Quat, cuya vida era una larga y acuciante comezón por vengarse de los Buster Roth del mundo, sin sacar de sus casillas al entrenador, que consideraba que los Jerry Quat de la universidad eran agentes subversivos asexuados que pretendían hundir «el programa»?

El rector respiró hondo y se lanzó al ruedo.

—Muy bien, Jerry —comenzó—, confío en que tengas bien claro que no pretendo hacerte callar. Lo digo de veras. Una de tus mayores contribuciones a esta casa ha sido llamar a las cosas por su nombre. —Le dedicó una sonrisa amable—. Quizá no debería decirlo y es posible que esté fuera de lugar, pero quiero que sigas siendo coherente, y no me gustaría que te mordieras la lengua. Eres un historiador excepcional, Jerry, y sé que trabajas como… —iba a decir «como un negro», pero se contuvo por miedo a que aquella inocente expresión coloquial se considerase un comentario xenófobo y ofensivo para los afroamericanos— que te dejas las pestañas, pero, ahora mismo, una de las cosas más importantes que puedes hacer es mantener los ojos bien abiertos y pensar con claridad, como sólo sabe hacerlo Jerry Quat.

El rector sintió alivio al comprobar que a Quat le flaqueaba su espantosa expresión ceñuda y a sus labios asomaba una tenue sonrisa de satisfacción pueril. Pero fue sólo un destello, claro; de inmediato recuperó su aire de hijoputa amargado. «Míralo, cerca ya de los sesenta y con esa perilla a lo Lenin, unos holgadísimos pantalones caqui sin planchar y un mugriento jersey gris tan ceñido que resalta cada michelín, dando al pecho el mismo aspecto que un par de tetas encima de una barriga abotargada». Debajo sólo llevaba una camiseta, y la ausencia de un cuello de camisa dejaba enteramente a la vista su hinchada papada de sapo, sobre la que se asentaba una cara redonda cuya blandura sebosa era resaltada por las ojeras, un par de labios afinados por el paso de los años y unos surcos desde las aletas de la nariz hasta más abajo de la boca, casi tocando la mandíbula y la perilla… Y todo ello coronado por una matita de pelo gris estropajoso con acusadas entradas, bien corto y sin raya, como lo llevaban los estudiantes. ¿Qué pretendía sugerir con aquella pinta? ¿Su superioridad frente a los Tipos de Corbata y Traje Azul Oscuro (como el que llevaba el rector) que seguían dirigiendo el mundo? ¿Su solidaridad con la juventud rebelde (si es que seguía existiendo tal cosa)? ¿O sólo la simple postura inconformista del eterno adolescente bohemio? Un poco de todo, probablemente.

Oh, sí, el rector conocía muy bien a los de su calaña, ya que él mismo también era judío. Sólo a un necio se le ocurriría hablar de ello, claro, pero había más de una clase de «intelectual judío». Al rector (como a Jerry Quat, probablemente) lo separaban tres generaciones de un joven inmigrante polaco, pobre como una rata, llamado Moiscz Kutilizhenski. En la oficina de Inmigración le habían cambiado el apellido a Cutler, y la vida en las calles de Nueva York le cambió el nombre de pila a Mo. Se hizo electricista, empezó a trabajar por cuenta propia en Nueva York con el nombre de Instalaciones Eléctricas Cutler y medró con el auge inmobiliario que siguió a la Primera Guerra Mundial. Con su hijo Frederick, licenciado por el City College de Nueva York, la empresa se convirtió en Cutler Eléctrica, y creció tanto durante el florecimiento inmobiliario de los años cincuenta y sesenta que el heredero empezó a codearse tranquilamente (a nivel empresarial y social) con el rancio establishment protestante, y pasó a ser miembro de la Iglesia de la Cultura Ética, una de las dos confesiones preferidas por los judíos que decidían integrarse completamente (la otra era la Iglesia Unitaria). Frederick llamó a uno de sus cuatro hijos varones con su mismo nombre, lo que constituía un auténtico gesto de integración, ya que ningún judío tradicional bautizaba a un niño con el nombre de un familiar vivo. A esas alturas los Cutler iban tan holgados que pudo permitirse el lujo de enviar a Fred hijo a Harvard para que recibiera la mejor educación posible, como certificarían a su debido tiempo la licenciatura por esa universidad y el doctorado en Relaciones Internacionales por Princeton. Tras una breve temporada como profesor en ese segundo centro, pasó a ser diplomático de carrera y desempeñó durante años el cargo de primer secretario en la embajada estadounidense en París. Su hijo, Frederick Cutler III, licenciado también por Harvard y con un doctorado por Dupont, había desarrollado una brillante carrera académica como historiador especializado en Oriente Próximo y en aquellos momentos, sentado a su enorme mesa, era rector de esa universidad.

El individuo sentado delante de él, la bola de sebo grotescamente embutida en aquel jersey gris oscuro, pertenecía a otra clase muy diferente, a pesar de que ambos eran judíos y tenían el mismo parecer prácticamente en cualquier asunto de interés público. Ambos eran partidarios acérrimos de proteger a las minorías, sobre todo a los afroamericanos, así como a los judíos. Ambos consideraban a Israel la nación más importante del planeta, aunque ninguno sentía la menor gana de vivir allí. Ambos se ponían instintivamente de parte del más desvalido y la violencia policial los sacaba de quicio. Ambos creían firmemente en la diversidad y la multiculturalidad en las universidades. Ambos eran partidarios del aborto, no porque creyeran que alguna conocida fuera a tener que recurrir a él, sino porque su legalización contribuía a poner en su sitio a una cristiandad agotada y retrógrada, con sus rígidos y extraños preceptos religiosos. Por la misma razón, ambos creían en los derechos de los homosexuales, las mujeres, los transexuales, el zorro, el oso, el lobo, el pez espada, el halibut, el ozono, las zonas pantanosas y los bosques de árboles nobles, así como en el control de armas, el arte contemporáneo y el Partido Demócrata. Ambos estaban en contra de la caza y, ya puestos, del senderismo por bosques, campos y montañas, la escalada, la vela, la pesca y las actividades al aire libre en general, salvo el golf y la playa.

La diferencia, según entendía el rector, estribaba en que Quat era un resentido intelectual pequeñoburgués judío, como decían los marxistas. Naturalmente, Frederick Cutler III jamás había comentado semejante punto de vista con nadie, salvo con su esposa. Según su teoría particular, los Jerome Quat del mundo académico provenían de padres de clase media que desde su más tierna infancia les inculcaban que la vida era una batalla maniquea, es decir, una pugna entre las fuerzas de la Luz y las de las Tinieblas, entre «nosotros» y los gentiles, siendo los cristianos, en especial los católicos y los protestantes anglosajones blancos, los más poderosos y los más traicioneros. Cada Jerry Quat que entraba en el profesorado de Dupont reparaba de inmediato en que, a pesar de su apellido, Buster Roth no era judío. Venía de estirpe alemana, alemana a carta cabal y católica a carta cabal. Según la teoría tabú de Fred Cutler, los padres de tipos de la calaña de Jerome Quat nunca habían alcanzado el prestigio empresarial y social suficiente para que los gentiles los quisieran en su órbita y los intereses de ambas partes se tornaran interdependientes. A ojos de Jerome Quat, cuyo padre había sido funcionario de categoría media en Cleveland o en algún sitio igual de cutre, la auténtica integración era una quimera. Los protestantes anglosajones y los católicos podían hacer todas las declaraciones que quisieran, pero seguirían siendo por siempre jamás insensibles, poderosos, traicioneros y genéticamente antisemitas. O, dicho de otro modo, mientras que los Quat eran la típica gente insignificante sin amplitud de miras, los Cutler eran hombres de mundo.

Convencido de que había lubricado al pequeño Jerry con suficientes halagos y reconocido su categoría de líder de las fuerzas de la Luz en aquella gran universidad, el rector juntó los dedos de ambas manos hasta dejar las palmas a escasos centímetros una de otra, las movió como haciendo una bola de nieve imaginaria y continuó:

—Sin embargo, Jerry…

—¡No me vengas con «sin embargos», «por otras partes» y «no obstantes», Fred!

El rector no se lo podía creer. Aquel mamón insistía en ponerlo entre la espada y la pared.

—Lo sabes tú, lo sé yo y lo sabe el señor Roth, aquí presente: Jojo —lo pronunció con desdén— Johanssen, cuyas calificaciones en el SAT, si tuviéramos acceso a ellas, cosa que no tenemos… —Lanzó una mirada perspicaz el rector—. ¿Por qué no las tenemos, Fred? Bueno, pues resultarían, sin duda, muy por debajo de su talla de sombrero, suponiendo que Jojo sepa qué es un sombrero… Ahora que lo pienso, sí que sabe lo que es una gorra de béisbol de esas adaptables, porque suele llevarlas. De lado, claro…

—¡Eso no es cierto, profesor! Se equivoca de medio a medio en lo del SAT.

Buster Roth ya no podía aguantarse, y el rector comprendió que tenía que terciar de inmediato o aquella reunión se convertiría en un concurso de quién meaba más lejos. El mero hecho de que lo llamaran «profesor» (sin más, «profesor», en vez de «profesor Quat» o «señor Quat») bastaba para que Jerry Quat perdiera los estribos, porque sin duda sabía que, en boca de los entrenadores y los estudiantes deportistas, el tratamiento de «profesor» a secas significaba «borde pretencioso».

—¿Ah sí? —le espetó—. Entonces ¿cómo es que nadie…?

—¡Señor Quat! ¡Señor Roth! —saltó el rector—. ¡Por favor! Debemos tener bien clara una cosa. Al margen de lo que pensemos cada uno de nosotros, el señor Johanssen sigue teniendo ciertos derechos básicos. —Sabía que la palabra «derechos» calaría en Jerry Quat, para quien los derechos eran algo así como el equivalente cívico de los ángeles. Como era de esperar, cerró la boca, y Buster Roth fue lo bastante avispado para dejar que el rector prosiguiera su argumentación a favor de los «derechos» de Jojo—. Bien, me parece que todos estamos de acuerdo en que el trabajo del señor Johanssen estaba sospechosamente por encima del nivel retórico de cualquier otro que haya entregado previamente.

—¿Nivel retórico? —repitió Jerry Quat—. ¡Si ni siquiera tiene idea de qué quiere decir eso!

—De acuerdo, también es sospechoso por lo que respecta al vocabulario, pero eso son pruebas circunstanciales, lo que nos plantea un problema. Desde luego, nadie tiene menos tolerancia que yo con el plagio, ni nadie es más intransigente que yo en lo tocante a los castigos por plagio, pero el reglamento es muy claro a este respecto: el plagio sólo puede probarse descubriendo la fuente primaria en cuestión. Stan Weisman ha hecho el mejor trabajo posible, a mi modo de ver. —Tuvo buen cuidado de utilizar el nombre del individuo, que era judío, en vez del cargo de «instructor»—. Llevó a cabo una búsqueda coordinada en todos los frentes habituales, todos los sitios web ilegales que ofrecen trabajos redactados a los estudiantes. Y luego analizó todos los trabajos entregados por los demás alumnos de su clase, incluidos tres compañeros de equipo del señor Johanssen. Y no encontró nada. Después interrogó al señor Johanssen, que niega haber recibido cualquier ayuda que no fuera la de los libros citados en la bibliografía. Y también al monitor del señor Johanssen, un estudiante de cuarto que se llama Adam Gellin, que negó haber redactado el trabajo o haber ayudado siquiera en su elaboración.

—¿Adam Gellin? —repitió Jerry Quat—. ¿De qué me suena ese nombre?

—Tengo entendido que trabaja en el Daily Wave —comentó el rector, que lo sabía perfectamente.

—Bueno, he visto su nombre en alguna parte.

—Profesor…

La hostia. Ya estaba otra vez Buster Roth con el «profesor» en la boca.

—Nos mostramos muy firmes al respecto con los monitores —se lanzó el entrenador—. Es lo primero que les decimos. Están para ayudar al estudiante deportista —los labios y la nariz de Quat se arrugaron en un gesto sarcástico ante la mera mención del término—, pero su cometido no es sacarles las castañas del fuego. Escribirle un trabajo a alguien… ni hablar. —Sacudió la cabeza y cortó el aire con el canto de la mano para recalcar el «ni hablar»—. Éste es el tercer curso en que Adam Gellin trabaja con estudiantes deportistas. Se trata de un buen muchacho como pocos, y nunca ha llegado a mis oídos que hiciera nada fuera de lo estrictamente permitido. Yo mismo hablé con él a raíz de este asunto y se enfadó conmigo por sugerirlo siquiera… ¿Me entienden? Nunca le había visto perder la compostura, pero se comprende. ¿Acusarlo de algo así…? ¡Ni hablar! —Volvió a cortar el aire—. Conozco bien a Adam… No hay nadie más honrado y digno que Adam Gellin… ¡Ni hablar! —Otro brusco gesto con el dorso de la mano, por si acaso.

El rector profirió un suspiro. Bravo, Buster. Se las había arreglado para resultar convincente. Todo aquello era un asunto apurado para el rector. Las circunstancias lo habían obligado a convertirse en aliado temporal de Buster Roth, que lo había abordado para prevenirlo (si bien no con esas mismas palabras) de que, si Johanssen se veía obligado a permanecer fuera del terreno de juego aunque sólo fuera un semestre, el escándalo perjudicaría no sólo al «programa», sino a toda la universidad. No era tanto que a Buster le preocupara perder a Johanssen en sí (de todos modos, poco a poco iba siendo sustituido por un chaval muy bueno de primero, un tal Congers), sino que semejante giro de los acontecimientos haría que el programa diese una impresión de poca transparencia e hipocresía. A lo largo de años la universidad había asentado y promovido su reputación como una potencia a escala nacional en fútbol americano, en baloncesto, en hockey sobre hielo e incluso en deportes menores (atletismo, béisbol, lacrosse, tenis, fútbol, golf, squash) sin transigir ni un milímetro en sus exigencias académicas. Un caso que diera a entender que Dupont contaba con monitores que escribían los trabajos de los deportistas en su lugar sería una bomba mediática. Bien podía salir a relucir, como había dado a entender en términos comedidos, más de un asunto peliagudo. ¿De dónde salían los flamantes todoterrenos de los jugadores? ¿Qué pasaba con esa lista de asignaturas cuyos profesores tenían «buena actitud» hacia los deportistas? ¿Y esos rumores de que cuatro jugadores del equipo habían obtenido unas calificaciones por debajo de novecientos en el SAT? El rector se lo planteó. Para empezar, desbancaría a Dupont de su segundo puesto, por detrás de Princeton, en la clasificación del U. S. News & World Report hasta… Dios sabía qué lugar. El U. S. News & World Report… ¡Qué ridiculez! Un semanario de tercera, dirigido a empresarios a los que no les gustaba leer, que intentaba con desesperación avanzar en la carrera de la circulación, pero siempre acababa chupando rueda de Time y Newsweek, hasta que a algún iluminado se le había ocurrido un truco para aumentar la tirada: establecer una clasificación de universidades. Armar un buen revuelo. Poco después todos los centros de enseñanza superior estadounidenses empezaban a pasar por el aro para ceñirse a las normas del departamento de marketing de una revista miserable y zafia publicada en la ciudad de Washington. ¡Harvard, Yale, Princeton, Stanford, Dupont: todos pasaban por el aro en cuanto el U. S. News hacía restallar el látigo! ¿Te calificaba el U. S. News según el porcentaje de aspirantes a los que ofrecías plaza que luego se matriculaban efectivamente en tu universidad y no en otra? Pues entonces había que asegurarse tantos estudiantes como fuera posible por medio de contratos de preadmisión. ¿Que el U. S. News quería saber la calificación media en el SAT que exigía tu universidad? Pues se la dabas, pero siendo «realista» y dejando de lado los «casos especiales» como los deportistas. ¿Que el U. S. News te calificaba según la opinión que tenían de ti los rectores de otras universidades? Pues entonces un escándalo que diera a entender que todos los grandilocuentes pronunciamientos acerca del «estudiante deportista» de Dupont no sólo eran una ridiculez, sino una mentira con mayúscula… Bueno, no hacía falta ser un genio para saber cómo acabaría la cosa.

Sin embargo, no había modo de dar instrucciones al profesorado para que cerrase la boca y cooperase. Había que llegar a rector de una universidad para darse cuenta de lo poderosos que eran los docentes cuando se les calentaban los cascos. «La universidad somos nosotros», ésa era la actitud del profesorado de Dupont. Como consecuencia, no sólo estaban molestos por las ingentes sumas de dinero destinadas al deporte, sino también por la gloria que se llevaban los jugadores y los responsables. ¿Por qué había que ensalzar en una de las instituciones educativas más importantes del mundo a una pandilla de idiotas anabolizados como los del equipo de baloncesto de Dupont, dirigido por un hombre que respondía el ridículo nombre de «Buster»? El rector llevaba años preguntándose eso mismo; y siendo un joven profesor se había mostrado resentido y desdeñoso del mismo modo que ahora Jerry Quat, aunque no con semejante amargura. No había empezado a comprenderlo hasta su ascenso de director del Departamento de Historia a rector. Al contrario de lo que creía mucha gente (incluido él en otros tiempos), el deporte de alta competición no aportaba dinero ipso facto a la universidad, no constituía un respaldo inmediato para los departamentos académicos, etcétera. Los equipos que participaban en los campeonatos nacionales y recibían cuantiosas sumas por los derechos de emisión televisiva de los partidos, al final de la temporada perdían aún más dinero, más que todas las disciplinas menores juntas (béisbol, tenis, squash, lacrosse, natación y demás). El deporte de alta competición era una rémora extraordinaria para la salud financiera de la universidad. En la práctica, era como meterse un revólver del 45 en la boca y apretar el gatillo. Tampoco aumentaban o disminuían las donaciones de antiguos alumnos según el desempeño de los equipos. La cuestión era más sutil y al mismo tiempo más trascendental, ya que el deporte de alta competición creaba un aura gloriosa en torno a la universidad y a la larga lo incrementaba todo claramente: el prestigio, las donaciones de antiguos alumnos, las recaudaciones de toda clase, así como la influencia. Pero ¿por qué? Ah, misterio. Ninguno de los grandes deportistas (Treyshawn Diggs, de un vecindario negro de clase media-baja en Huntsville, Alabama, u Obie Cropsey, un quarterback blanco y simplón que era un palurdo del Illinois rural) se parecía a la amplia mayoría de los estudiantes de verdad, ni en lo intelectual, ni en lo social ni en lo temperamental; y ambas categorías no se mezclaban, tampoco en Dupont. A los deportistas se los recibía con admiración allí donde iban, pero pocos de sus teóricos compañeros de carrera tenían nada que ver con ellos personalmente, y viceversa. En parte era debido a que los demás alumnos creían que los deportistas existían en un plano tan superior que no intentaban siquiera inmiscuirse. Además, en la práctica, el departamento de Deportes se ocupaba de que pasaran buena parte de la jornada en sesiones de preparación física obligatorias, entrenamientos obligatorios, comidas obligatorias en mesas especiales, períodos de estudio obligatorio por la tarde y ciertas asignaturas «sugeridas» o con profesores de «buena actitud», de modo que su contacto con los alumnos de verdad fuera mínimo. Eran mercenarios alejados del mundo y se les pagaba en especies y gloria. Así pues, ¿por qué habría de importarles a los estudiantes, a los antiguos alumnos, a los padres de los aspirantes o al mundo en general el papel que hicieran nuestros mercenarios contra sus mercenarios? Fred Cutler no tenía ni idea. Llevaba más de diez años dándole vueltas y no tenía ni idea. Pero había algo que sabía muy bien: un entrenador exitoso como Buster Roth, a pesar de su gramática de medio pelo y demás, era un semidiós; era una figura mucho más importante que el rector Frederick Cutler III o cualquier profesor galardonado con el premio Nobel. Se lo conocía por todo el país y ya tenía su propio castillo, el «Rotheneo». Oficialmente, él, Frederick Cutler III, tenía autoridad sobre Roth, pues sobre el papel Buster Roth formaba parte del profesorado, pero también ganaba más de dos millones de dólares al año. Gracias a sus acuerdos privados con marcas de artículos deportivos, su patrocinio televisivo de ciertos productos, conferencias y demás apariciones en público, era difícil calcular cuánto con certeza. El sueldo del rector era de cuatrocientos mil dólares al año, una quinta parte del de Roth. Y así estaban las cosas. Tenía el poder oficial de oponerse a Roth en cualquier coyuntura, pero sólo podía hacerlo con cautela, con su propio puesto pendiente de un hilo, porque había algo que no podía hacer: no podía despedirlo. Sólo el Consejo de Administración tenía autoridad para eso… y también para echar al rector.

Irónicamente, sólo alguien situado mucho más abajo en la jerarquía (un profesor numerario) se atrevía a levantar la voz, a revolver el avispero. ¿Y quién era ese exaltado, ese agitador que se obstinaba en exacerbar el resentimiento del profesorado por el modo en que el orden de cosas legítimo y natural había sido subvertido? Pues ese exaltado, ese resentido, era aquella bola de sebo que el rector Frederick Cutler III tenía sentada delante de su mesa.

—Jerry —prosiguió el rector—, sólo hay un motivo por el que este caso es un poco diferente, y creo conveniente ponerte al tanto. Stan Weisman. —«Debo mantener este nombre bien a la vista», pensó— ha descubierto algo interesante. Al parecer, Johanssen, después de entregar el trabajo pero antes de que saliera a colación el asunto del plagio, experimentó una especie de conversión, por así decirlo. Decidió, o al menos eso ha contado a sus amigos, tomarse en serio su labor académica y dejó una asignatura elemental sobre literatura francesa contemporánea para matricularse en otra de nivel intermedio sobre novela francesa del siglo XIX con Lucien Senigallia, que se imparte en francés. También abandonó una asignatura básica sobre la filosofía del deporte para matricularse en otra de nivel trescientos que imparte Nat Margolies; La Época de Sócrates, creo que se llama. Y Nat, como bien sabes, es muy exigente y no da tregua a nadie… A nadie.

Buster Roth expuso su opinión mirando a Jerry Quat:

—Oh, sí, nunca me he sentido más orgulloso de ninguno de mis muchachos que cuando Jojo vino a verme y me dijo que quería cursar esa asignatura, La Época de Sócrates. —Buster sonrió al recordarlo y meneó la cabeza dando a entender que había sido una sorpresa de aquí te espero—. Quise asegurarme de que entendía lo que… la obligación que estaba contrayendo, así que le dije: «Jojo, ¿has hecho alguna asignatura de nivel trescientos?». Él me contestó que no, de modo que le dije: «Se trata de clases avanzadas y muy serias. No van a esperarte si te quedas rezagado». Y no olvidaré en mi vida lo que me contestó Jojo. Me dijo: «Entrenador, ya sé que corro un riesgo, pero tengo la sensación de que hasta ahora no he hecho más que obtener créditos de forma automática. Estoy dispuesto a correr riesgos para subir de nivel. Nuestra forma de ver el mundo hoy en día —explicó, o algo por el estilo— empieza con Sócrates y Platón y Aristóteles, así que por ahí quiero empezar». Y luego se puso a hablarme de Pitágoras, me parece que era, y de cómo se le daban estupendamente las mates pero andaba un tanto rezagado en cuanto al pensamiento filosófico… A ver, yo es que no tenía ni idea de que a Jojo le fueran esas cosas. Me impresionó de veras, pero fue más que eso: me sentí orgulloso. Tenía delante de mí a uno de esos muchachos que siempre vas buscando. Sí, ya sé que la gente se entusiasma con el deporte como mero deporte, como si la competición fuera el quid del asunto…

¿«El quid»? El rector no se lo podía creer. Buster Roth estaba ahí sentado hablando sobre «el quid del asunto» y utilizando un vocabulario que le iba grande. Se preguntó si lo llevaría preparado.

—… pero prefiero pensar que mi papel como educador está por encima de mi trabajo como entrenador de baloncesto. ¿Me explico? Me parece que fue Sócrates quien inventó el refrán Mens sana in corpore sano, una mente sana en un cuerpo sano, y mucha gente olvida que…

«La hostia, Buster —pensó el rector—, ahí acabas de joderla. Sócrates no hablaba en latín, colega. Y lo del “refrán”… Acabas de echar por tierra lo ganado con ese magnífico “quid” tuyo. Y no hacía falta traducirle lo de mens sana in corpore sano a Jerry Quat».

—… que ése es el ideal. Se aprecia una hermosa sinergia, si logramos que funcione. Y ahí tenemos a un chaval como Jojo, uno de esos chicos grandotes y francos a los que la gente llama «mazas des-cerebrados»… ¿Me explico? Y acude a mí, el tío, de moto propia, para decirme que no quiere perder la oportunidad de hacer que funcione esa sinergia en una gran universidad como Dupont.

¡«De moto propia»! El rector escudriñó a Jerry para calibrar su reacción ante las palabras de Buster Roth, el erudito en cultura grecorromana. Se preparó para lo peor, pero lo cierto era que el historiador contemplaba a Roth con interés. No parecía convencido, pero tampoco tenía la clásica mueca sarcástica a lo Jerry Quat, que consistía en ladear la cabeza y levantar la mirada como en busca de pájaros a la espera de que el interlocutor patán se callase. Intentaba decidir (al menos eso esperaba el rector) si aquel tremendo pedazo de bestia con chaqueta de color malva de Dupont escondía algo más de lo que saltaba a la vista.

—No he estado tan orgulloso de uno de mis jugadores en la vida —repetía Buster Roth—. Todo fue idea de Jojo. Una cosa es correr riesgos en la cancha, Jojo está acostumbrado a eso, es un muchacho acostumbrado a hacer lo más inesperado bajo presión, pero otra muy distinta es que un chico emprenda riesgos en algo tan importante cuando, de momento, no han habido unos resultados unidireccionales en su expediente.

Las chapuzas lingüísticas iban acumulándose y el rector empezaba a ponerse nervioso. La credibilidad de Buster pendía de un hilo.

—¿Y cómo le va a nuestro nuevo erudito en ese gran desafío? —indagó Quat.

Buster Roth y el rector se miraron un instante.

—He consultado al señor Margolies —respondió Roth— y dice que Jojo va un poco a la zaga, pero se esfuerza y entrega los trabajos, y participa en los debates que surgen en clase y todo eso.

El rector vio la oportunidad de terciar:

—He hablado con Nat en persona y me dijo más o menos eso mismo. Nos enfrentamos a una complicación insólita.

—No es insólito —señaló Jerry Quat— y tampoco tiene nada de complicado. Lamentablemente, no resulta «insólito» que los «estudiantes deportistas» —pronunciado como si dijera «criminales despiadados»— copien de la manera más desvergonzada. Su señor Jojo es un simplón, un vago y un ignorante, y ha copiado. Vamos a centrarnos en ese asunto. Lo que haya hecho o no en clase de Nat Margolies me trae sin cuidado. Conozco muy bien la actitud de claro menosprecio que muestra su Jojo por la misión esencial de esta universidad y no me gusta, y no tengo intención de aguantar…

«Ay, mierda, mierda, mierda». El rector vio cómo la estrategia Cutler-Roth le estallaba en las nances.

—… nada semejante nunca más. —Sin embargo, el amasijo de sebo, resentimiento y venganza no dirigía su diatriba a Buster Roth, pues no se atrevía siquiera a mirar a la cara a aquel hombretón, sino al rector—. Si el señor Roth quiere vérselas con un montón de maca… de deportistas descerebrados de dos metros y pico, es cosa suya, pero en mi opinión…

Al rector no le cupo duda de que Quat había estado a punto de decir «macacos».

—… tiene la obligación de hacer lo que esté en su mano para mantenerlos apartados de aquellas asignaturas en que los profesores se toman en serio…

Buster Roth, que había enrojecido, se inclinó hacia Jerry Quat buscando que lo mirara a los ojos.

—¡Eh, pare el carro! ¡Ni siquiera sabe de qué habla!

—¿Ah no? —replicó Quat, aunque aún sin mirarlo de frente—. Tengo a cuatro de sus «estudiantes deportistas» en clase, y todos se sientan codo con codo, bien pegaditos. Los llamo los cuatro monos: no ven, no oyen, no hablan y no entienden nada.

El concurso de quién meaba más lejos alcanzaba su punto álgido. El rector tenía que desbaratar aquella escalada.

—¿Seguro que has querido decir «monos», Jerry?

—¿Cómo? ¿Que si estoy seguro de…?

El rector lo miró con cierta satisfacción mientras la bola de sebo reparaba en que tres de los cuatro monos aludidos eran negros.

—No quería decir… —farfulló—. Bueno, no es más que una forma de hablar, un tópico, me refiero a que no guarda la menor relación con… Bueno, lo retiro. —Marcha atrás para cargar con más ímpetu—. Uno de ellos, un tal Curtis Jones, se presenta en clase con una gorra de béisbol ladeada, y cuando le… —Hizo una pausa y su rostro enrojeció más que el de Roth. Otra vez hervía de furia. Miró al entrenador a la cara—. En resumidas cuentas, quiero que sus estudiantes deportistas abandonen mi asignatura, ¡los cuatro! ¡No me da la gana de volver a dar clase a críos idiotas como ese Jojo, joder! ¡Deberían estar en el instituto! ¡Por los clavos de Cristo, todos ustedes son una puta ignominia! ¡No quiero tener que volver a pensar en ello siquiera, cojones!

Se levantó de súbito y los michelines rebosaron bajo el jersey. Fulminó con la mirada tanto a Roth como a Cutler antes de sentenciar:

—Ha sido un placer hablar con ustedes de pediatría.

Y sin más se marchó del despacho.

Estupefactos, el rector y el entrenador se miraron. Aquél se preguntó, sin darle mayor importancia, por qué tantos judíos de cierta edad utilizaban la expresión «por los clavos de Cristo». Los estudiantes hacía tiempo que habían dejado de emplearla, fueran cristianos o judíos.

En la redacción del Wave sólo se veía a Adam y Greg, así como las típicas manchas de cola hipercafeinada Jolt, cajas de pizza vacías, envases de cartón cuarteados y cubiertos de plástico blanco usados. Adam insuflaba al ambiente la misma emoción que si la oficina hubiera estado llena a rebosar.

—De repente me llama Thorpe y me dice que ha cambiado de idea, que al final no quiere que salga el reportaje de la Gran Mamada. Como si fuera él quien lo publica.

—¿Qué le has dicho? —preguntó Greg.

—Pues que iba a contártelo a ti, así que te lo cuento… y que le den por culo. No le he dicho que no fuéramos a sacarlo. ¿No lo ves, Greg? Aquí ocurre algo. De pronto está acojonado, y por tanto el reportaje es más importante que nunca.

—Bueno… no lo sé —respondió Greg—. Sigue siendo un hecho ocurrido la primavera pasada…

«¿No lo sabes o estás tan acojonado como él?», se preguntó Adam.

Beverly ya se había ido, e incluso con la puerta cerrada Charlotte oía que por toda la planta la gente canturreaba alegres despedidas y arrastraba por los pasillos sus maletas con ruedas en el inicio del gran éxodo de Acción de Gracias. ¡Qué alivio! ¡Soledad! No quedaba nadie dispuesto a mirar mal a Charlotte Simmons. Gracias a Dios que había acordado mucho antes con sus padres que, al estar tan cerca aquel año las vacaciones de Acción de Gracias y las de Navidad (apenas dos semanas entre unas y otras), no tenía sentido que malgastara el dinero haciendo dos viajes.

Resultó que había bastante más gente de primero que había tomado la misma decisión, aunque por suerte no conocía a nadie. Todos se sonreían mutuamente con cara de «estamos en el mismo barco» mientras comían, tres veces al día, en la lúgubre Abadía, que para el día de Acción de Gracias había organizado una cena con pavo para todos los huerfanitos que no habían ido a reunirse con sus familias. Tenía por delante cuatro días que podía dedicar plenamente a preocuparse por las Navidades. Ese mal trago sí que no se lo quitaba nadie.