25

¿Te encuentras bien?

Estaban solos en el ascensor. Hoyt no esperó siquiera a que se cerraran las puertas para empezar a besuquearla, empujarla contra el tabique, acariciarle los pechos y apretujar el cuerpo contra el suyo desde el pecho hasta la entrepierna. Charlotte le devolvió los besos con ánimo fogoso y se sintió bien al hacerlo; dejó su cuerpo lánguido contra el tabique, le rodeó el cuello con los brazos y dejó que él la sobase a placer.

En apenas un momento, el ascensor se detuvo en la planta del vestíbulo. Se abrió la puerta y desde el patio ajardinado, allá abajo, ascendió el estrépito de aquellos patanes universitarios borrachos. Hoyt tenía a Charlotte contra el tabique del fondo, y que su lujuria quedase a la vista de todo el mundo en la planta más concurrida del Hyatt Ambassador no lo refrenó un instante. Tan obsesionado estaba con su ansia animal que le había aferrado las nalgas con ambas manos y, como un perro en celo, arremetíaarremetíaarremetía con el pubis contra el de ella. Una pareja cuarentona fue a entrar en el ascensor. Charlotte los miró directamente a la cara y sonrió, queriendo darles a entender que aquello no era lo que parecía (sencillamente Hoyt y ella eran jóvenes y estaban llenos de vida), pero la pareja giró sobre los talones y se retiró hacia el vestíbulo, donde los alaridos adolescentes de los alumnos de Dupont los envolvieron de nuevo. Entonces se cerró la puerta y la algarabía universitaria se desvaneció. El ascensor siguió subiendo. El mundo conocido consistía en Hoyt con la cabeza contra su melena, la boca besando su cuello, la entrepierna venga arremeter y restregarse contra ella, y él venga pasar de los gruñidos a los gañidos y otra vez a los gruñidos, angh, angh, angh, angh

Llegaron a su planta. Hoyt le cogió la mano y la llevó pasillo adelante. Tenía la mano calentísima. Sólo la miró una vez con su sonrisa entrañable, pero más nerviosa. No dijo una sola palabra.

En cuanto entraron en la habitación, echó el cerrojo con tanta fuerza que sonó como un disparo y luego ajustó una especie de hembrilla de metal que hacía las veces de cadenilla. Sin decir palabra, únicamente con apasionados ohhhbanghs, empezó a besarla otra vez estrujándole las nalgas y estrechándola (¡ohhhhhhangh!). Luego entrelazó las piernas con las de ella como si, de otro modo, fuera a escapársele, mientras se despojaba del esmoquin con aspavientos y escarabajeos. Tenía la cara enrojecida y de las axilas ascendían vaharadas de olor, pero se le veía el pecho henchido y varonil y, una vez se quitó la chaqueta, vuelta del revés, empezó a maniobrar las piernas entreveradas para llevarla de espaldas hacia la cama. Charlotte notó que el borde del colchón rozaba sus corvas. Hoyt bajó la mano y le levantó el vestido por un lado, palpando en busca de las bragas. Ella le apartó la mano con un brusco zarpazo sólo para notar que caía de espaldas a la cama con él encima. Hoyt no dijo nada y ella tampoco. Estaba excitada y asustada, pero más que nada sentía curiosidad. ¿Qué iba a ocurrir a continuación exactamente? Él encajó un muslo entre los de ella, prácticamente la asfixió con su cuerpo y empezó a besarla de nuevo. Le metió la lengua bieeeen adentro, garganta abajo, hasta que la pobre tuvo la sensación de ahogarse, y luego empezó a besarle la parte superior del pecho, en el nacimiento del escote. Charlotte temió que intentase descender, pero él se dedicó a besarle el hombro y probó a bajarle el vestido por ese lado. Ella le metió un buen golpe en la muñeca con el pulpejo de la mano libre y él cayó de costado, boca arriba. Pero no le había golpeado tan fuerte… Entonces cayó en la cuenta de que se había tirado él, manteniendo no obstante las piernas entrelazadas con las de ella, y prácticamente estaba arrancándose la pajarita al tiempo que se desabrochaba la camisa y serpenteaba como si le fuera la vida en ello. Luego empezó a forcejear con la camiseta, que, al no pasarle por el cuello, se le quedó vuelta del revés sobre la cabeza. Con una tremenda contorsión y un aspaviento consiguió arrancársela del cráneo. Ninguno de los dos dijo ni palabra. Ella se sorprendió de sus marcados músculos abdominales, que en el transcurso de tanto meneo se contraían y expandían vertiginosamente. ¡Asombroso! Charlotte sabía que él iba al gimnasio, pero parecía tan perezoso para todo que ella siempre había creído que… ¡pero desde luego a los abdominales les había dedicado esfuerzo! ¡Otra vez era un joven maravilloso! No pudo evitar pasarle los dedos por esos maravillosos abdominales y demorarse en las hendiduras entre una zona y la siguiente, cosa que debió de volverlo loco, porque con otro ohhhhangh se le montó a horcajadas, aplastándola contra el colchón. Empezó a levantarle el vestido lenta y metódicamente, sin dejar de besarle la boca, el cuello, el hombro, los pechos, sólo que esta vez más abajo, y de nuevo el cuello… ¡Ay, Dios! Se le ponía piel de gallina por todo el cuerpo cuando le besaba el cuello así. No iba a detenerlo, todavía no, por mucho que él fuera levantando, levantando y levantando el vestido poquito a poco, porque quería sentir sus manos a medida que el vestido subía, subía y subía… De pronto la abrazó con un movimiento envarado y ella sintió sus puños en la espalda. ¿Qué…? ¡Estaba desabrochándole el sujetador! ¿Era eso lo que hacían los hombres? Al parecer sí, porque él le quitó el sujetador y luego el vestido por la cabeza… Qué sensación indescriptible cuando él le acarició las areolas y los pezones… Y de repente se encontró (¡sí, eso precisamente, se encontró!) desnuda, salvo por las bragas de algodón. Había llegado el momento de decir algo, pero el pecho desnudo de Hoyt y sus alucinantes abdominales se le venían encima, y ella deseaba sentir, el tacto de su piel, y en realidad no era tan grave porque él aún llevaba los pantalones puestos, aunque Charlotte notaba lo hinchada que tenía la entrepierna. Hoyt empezó a moverse rítmicamente encima de ella, que se excitó hasta el paroxismo (¡qué húmeda estaba de repente!) y arqueó la espalda para que los movimientos de Hoyt la inflamaran más todavía… Pero ¿qué debía hacer en una situación así? ¿Levantar la cadera para salir al encuentro de sus acometidas? ¿Seguir el mismo ritmo para que los dos se movieran en una suerte de danza? Gracias a Dios él seguía con los pantalones, pero ¿tenía que decir algo ya, antes de que Hoyt intentase ir más lejos? ¿O debía esperar un poquito más, para no dar al traste con lo que tenía en esos instantes, que era la vida entera de Hoyt, todo su ser, toda su alma…? Bueno, no veía tan claro cómo encajaba el alma en todo aquello…

De pronto él se apartó y se sentó a su lado, sin mirarla, con la espalda arqueada, las manos en busca de algo a sus pies… ¡Estaba quitándose los zapatos! Luego se tumbó de espaldas y se abrió la bragueta, se echó hacia delante y se bajó los pantalones desde las caderas para que resbalasen hasta el suelo… ¿Era éste el momento en que ella debía marcar los límites con claridad? Sí, probablemente sí, así que empezó a hablar… ¡Pero ahí estaba otra vez aquella sonrisa! Y Hoyt ya estaba tendido encima de ella, sosteniendo su propio peso con los brazos, las manos apoyadas en la cama a ambos lados de sus hombros, esbozando esa sonrisa suya de… de ¡amor! Y ella tenía los labios entreabiertos, a punto de decir… pero ¿cómo iba a decirlo precisamente ahora, cuando su sonrisa…? Y ya sólo le quedaban los calzoncillos, aunque ella no se los veía bien, pero las dimensiones de «aquello» tensaban a tope la tela a cuadros… y de pronto Charlotte cobró conciencia de sus pechos desnudos, que, claro, ya no podía cubrirse con las manos para hacerse la estrecha porque resultaría de lo más infantil. Y Hoyt iba acercando su sonrisa cada vez más al rostro de ella, que creyó que iba a besarla en la boca, pero él la besó en el cuello, la acarició con los labios una y otra vez… ¡Aydiosmío! Pasó de estar aturdida a estar aturdida hasta el delirio. ¡Además de la sonrisa, le besaba el cuello como un ángel (o un demonio)! Charlotte no podía, aunque habría debido… pero en ese momento no… ni siquiera cuando él empezó a besarle los pechos y con la lengua le recorrió el seno derecho… ¡hasta el pezón! ¡Y luego lo mismo en el izquierdo! ¿Era eso lo que hacían los hombres? Y luego bajó aún más, por el canal del abdomen, camino del ombligo, en el que hurgó con la lengua brevemente… ¿Eso también hacían los hombres? Y más abajo, más abajo… hasta que ya no quedó resquicio para más dilaciones: tenía que pararle los pies o seguiría bajando hasta… Pero seguro que los hombres no hacían eso… y Hoyt no lo hizo. Su lengua viró hacia un lado y fue descendiendo por la hondonada desde la cresta ilíaca hasta la goma elástica de las bragas. Metió el índice bajo ese costado y se lo pasó lentamente por el vientre justo por encima del monte de Venus hasta el otro lado, donde le sirvió para bajarle ese lado de las bragas hasta las nalgas, y luego utilizó el índice de la otra mano para bajar el elástico de este lado. La latitud había bajado varios meridianos y ahora el dedo le cruzó lentamente el vello púbico, provocándole no un escalofrío sino un estremecimiento (incluso un espasmo en el bajo vientre) que se propagó por todo su interior… y, aydiosmío, estaba superhúmeda… Entonces él le bajó las bragas por debajo de las nalgas por un lado… Charlotte notaba que algo caliente y húmedo manaba de su cuerpo. ¡No sabía que tal cosa fuera posible! Y entretanto él ya le bajaba las bragas por los muslos y las rodillas y luego se las quitaba del todo, y ahora estaba completamente desnuda y él seguía besándole el vientre allí donde lo tenía tan suave y desprotegido, y continuaba describiendo movimientos circulares con aquella enorme lengua suya…

Charlotte estaba enrollándose con un chico; había acabado haciéndolo. Y además en plan serio… aunque tampoco era eso, porque aún estaban en los preliminares, ¿o ya los habían dejado atrás?… Vale, sí era en serio, pero sólo representaba una experiencia, un experimento, y las palabras de Laurie cruzaron por su cabecita, una a una: «La uni será la única época de tu vida en que vas a poder experimentar de verdad». Sí, claro, pero Laurie había ido hasta el final… Dios, estaba tan congestionada en esa zona, tan sensible… era tal la abundancia de secreciones cálidas… parecían litros… ¡Ya no podía esperar! Se sentía absolutamente vulnerable y sin duda él lo sabía… pero había llegado el momento de asegurarse de que también supiera dónde estaban los límites. Levantó la cabeza para contemplarlo, le miró directamente la coronilla y vio su tupida mata de pelo oscilar levemente arriba y abajo mientras besaba y lamía y lamía y besaba… Ahora le pasaba la lengua trazando una especie de espirales descendentes hacia… Alto ahí. ¿Le había rozado con la lengua el vello púbico? ¡Ya! ¡Venga! Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para propinarle una sacudida en la cabeza con ambas manos, pero, tumbada como estaba en una cama mullida, no pudo hacer palanca como tenía intención y desde luego fue una sacudida bastante suave, si es que fue una sacudida en absoluto, y él reaccionó como si lo instase a deslizar la cabeza unos centímetros más abajo y la boca y la lengua… ¡Aydiosmío!

—¡Hoyt!

Lo dijo bruscamente. Él se detuvo y se incorporó, apoyándose en la cama con toda la envergadura de sus brazos, y le ofreció desde allí arriba su mirada de amor más maravillosa, aunque en versión nerviosa, cosa que no estaba mal ya que daba a entender que reconocía los límites y se detenía voluntariamente. De hecho, se deslizó cama abajo hasta llegar al suelo. Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Pero ¿qué…? ¡Estaba quitándose los calzoncillos!

—¿Hoyt?

—¿Sí? —Pero miraba hacia abajo y seguía quitándose los calzoncillos, primero una pierna y luego la otra, y…

¡Aydiosmío! Nunca había visto un aparato en semejante estado… sólo se los había visto a sus hermanos cuando eran más pequeños y a su padre una vez que se había asomado de la ducha exterior en busca de una toalla… pero ese… ese martillo de bola… ¡Eso parecía, un grueso martillo de bola! Un martillo de bola con una caperuza retráctil… Hoyt había puesto las rodillas encima de la cama y se arrastraba hacia ella de rodillas y manos…

—¡Hoyt!

—Quaaa.

¡Ni siquiera fue una pregunta! Fue más bien un gruñido medio transformado en palabra. Las palabras ya no calaban en él.

Y seguía avanzando a cuatro patas… ¿De veras esperaba que Charlotte se acostara con él? Sí, «acostarse» fue el verbo que le pasó por la cabeza, y al instante cayó en la cuenta de lo absurdo que era todo. ¿Acostarse con él? ¿Con un martillo de bola? Estaba desnuda. Y él también.

—¡Hoyt!

—¿Qué?

Charlotte hizo una mueca nerviosa y anunció:

—No estoy muy convencida… —De pronto tenía la voz ronca.

—No te preocupes. Vengo preparado —respondió él, y se volvió hacia la mesita de noche, sacó un preservativo de la cartera y lo agitó en el aire—. ¿Lo ves?

—Ahhh… No, si no es por eso. Lo que quiero decir es que no sé si deberíamos. —Muy ronca. Ya ni siquiera podía sonreír.

Los brazos de Hoyt ya se habían arrastrado hasta la mitad de sus muslos y sus hombros ya asomaban amenazantes por encima de ella… una mole con un enorme martillo de bola… Pero de pronto se detuvo como si acabaran de soltarle un mazazo en la base del cráneo, anonadado… más bien desolado.

—Quiero hacer el amor contigo, de verdad. —¡Oh, que ronroneo suplicante!—. He querido hacerte el amor desde la primera vez que te vi.

—Es que no lo entiendes…

—Entiendo lo que sentí… ¡y lo que siento! —Decididamente dramático, lo suyo—. En cuanto te vi en nuestra fiesta ya no tuve dudas. Había tantas… pero sólo te vi a ti. ¡Desde entonces sólo pienso en ti!

—Pero es que no lo entiendes… Yo nunca… nunca…

—¿Eres virgen?

Charlotte se quedó con los labios entreabiertos en una mueca de estupor y la mente cada vez más colapsada, hasta que por fin admitió su culpabilidad:

—Sí.

—Bueno, pues voy con mucho cuidadito —le aseguró él, y esbozó una tranquilizadora sonrisa de «no te preocupes, ya verás que no duele» digna no sólo de un médico, sino de alguien cuya devoción por su bienestar, por su feliz superación de esa prueba, estaba más arraigada que el mismísimo juramento hipocrático: «Ante todo, no hagas daño»—. No te agobies. No tengas miedo. Hace mucho tiempo que quiero hacerlo. Vas a disfrutar. Te lo prometo.

El problema protocolario era abrumador: ¿cómo iba a quedar si decía que no en ese momento? ¿Qué impresión iba a dar después de haberle permitido llegar hasta allí? Parecería que… ¿Era esto lo que hacía la gente en una gala, tal como había dicho Mimi? ¿Se sentiría herido, incluso furioso, y la llamaría calientapollas? ¿Podría soportar que se la conociera como la calientapollas que deja que un tío se ponga como una moto, pero como una auténtica moto, y luego se queda tumbada en pelota picada, con las piernas abiertas, para menear el dedito y decir no-no-no? Aydiosmío, ¿qué impresión iba a dar…? ¿Acabaría eso por enterrar a Charlotte Simmons de una vez por todas? ¿Enterrarla a dos metros bajo tierra en Dupont con las palabras «pringada», «mojigata» y «calientapollas» en la lápida? ¡Ella, Charlotte Simmons, que podría haberlo tenido todo! «¡Hoyt es tan apasionado! Quiere hacer el amor… ¡Me ama!».

:::::::Una terrible marejada de grandes dudas:::::::«Pero no puedo»:::::::

Su buen ánimo pidió la palabra y sugirió: «¡Quizá me quiere de verdad! Quizá después de esto seamos pareja… Ya verás cuando se enteren Mimi y Bettina y Beverly… Seré yo la que tenga experiencia. Ya no seré la que tiene que esconderse como un ratoncillo cuando la gente habla de estas cosas».

:::::::Intentando no mirar a Hoyt:::::::el condón, el martillo de bola:::::::otra vez la marejada:::::::tantas dudas:::::::necesito más tiempo:::::::la cabeza me da tantas vueltas que no puedo pensar::::::: mira, Hoyt:::::::espera un momento, ¿vale?:::::::

Antes de que pudiera musitar «Mira» o «Vale» o «Espera» o cualquier otra cosa, Hoyt arremetió con el martillo de bola… pero no llegó a ninguna parte. Le lanzó otro embate, esta vez acompañado de un gruñido. Tampoco llegó a ninguna parte, pero ella notó una punzada de dolor. Otra acometida. Nada.

—Ihhhhhhahhhh.

Le dolía, pero Hoyt no paró. Se conducía con el rigor de un ariete. Otra acometida y se abrió paso. Ella dejó escapar un chillido de dolor o, más que dolor, sorpresa, o, más que dolor y sorpresa, oprobio. Aquel pedazo de cosa se había alojado en sus entrañas… ¡sus entrañas! Y para colmo se movía… dentro, fuera, dentro, fuera…

—¡Ay!

¡Qué oprobio, qué oprobio!

Hoyt y aquella cosa pararon.

—¿Te encuentras bien?

—Mmnnnnh —respondió con los ojos llorosos, cuando lo que quería decir era: «¡¡No, esto no está bien!! ¡Esto duele, esto duele, esto duele, esto duele!»… pero él volvió a embestirla, dentro, fuera, dentro, fuera al ritmo de «esto duele, esto duele».

Gruñidos animales, gruñidos animales. Charlotte, agotada, con los ojos más llorosos, lo miró a la cara. Él tenía los suyos cerrados, sudaba, gruñía, se mordía el labio inferior. No podía decirle que parara, ni siquiera que fuera más despacio, porque… porque esa mueca de éxtasis en su rostro era lo que ella quería, lo que había querido desde un principio, y lo que no quería que se esfumara. En ese momento ella era todo lo que la vida ofrecía o significaba para él. Hoyt era propiedad de Charlotte Simmons, hasta la última molécula…

Él empezó a acelerar el ritmo. Mete, saca, mete, saca, el cuerpo de ella se sacudía, se sacudía, se sacudía y rebotaba, rebotaba, rebotaba por efecto del toma, toma, toma de Hoyt con los ojos apretados, la cara enrojecida y los dientes rechina que te rechina, rechina que te rechina, bien apretadas, apretadas, apretadas las mandíbulas, procedente del fondo de su garganta un gruñido, gruñido, gruñido hasta que al cabo profirió un sonoro y prolongado gemido y lentamente se apartó de ella, salió de ella, y se quedó tumbado medio de costado y medio encima de su cuerpo.

—¡ Ahhhhhhhhh! —exclamó con inmensa satisfacción al tiempo que se tumbaba boca arriba del todo. Y luego añadió—: ¿Te encuentras bien?

No la miraba. Tenía la cara vuelta hacia el techo y los ojos cerrados. Ninguna parte de su cuerpo, ni siquiera un dedo o un tobillo, estaba ya en contacto con ella.

Seguía con los ojos clavados en el techo.

Ahora la tomaría entre sus brazos, se acurrucaría a su lado y, con la más suave e íntima de las voces, le daría las gracias, la tranquilizaría, le diría que lo había hecho feliz, que lo que acababan de hacer colmaba un gran anhelo suyo, que ella había hecho realidad lo que él temía que fuera sólo un sueño imposible…

Pero, en vez de eso, Hoyt se levantó de la cama, fue al cuarto de baño y gritó:

—¿Quieres una toalla?

—No, gracias —respondió ella con voz trémula.

Temblaba por dentro. Ya no le dolía nada, pero ¿qué había pasado en su interior? Lo necesitaba a su lado. Él volvería a su lado y le diría que acababa de ocurrir algo maravilloso, algo que ninguno de los dos olvidaría nunca, algo que restaba toda importancia a cualquier dolor pasajero. Y añadiría que ella había entrado en la habitación siendo una chica maravillosa e iba a salir como una mujer maravillosa.

Entonces salió del cuarto de baño y, sin mirarla, empezó a ponerse los calzoncillos. Soltó la goma a la altura de la cintura para ajustárselos y de pronto levantó la cabeza y se quedó mirándola con ceño de perplejidad… pero no a ella, sino a su entrepierna aún desnuda.

—Joder, ¿eso es sangre?

Charlotte bajó los ojos y vio que debajo de las ingles tenía unas manchitas de sangre. Miró a Hoyt, pero él parecía poseído por las manchitas.

—Lo siento —se disculpó ella en voz queda—. ¿Qué hago?

—No sé, pero si esperan que lo paguemos nosotros lo llevan más claro que la hostia. —Seguía con la vista clavada en las manchitas.

A continuación recogió la camisa del suelo, la camisa que había quedado hecha un guiñapo, la camisa de la que se había despojado con desesperación, miró en derredor en busca de la camiseta, la encontró en el suelo a los pies de la cama…

¿Por qué seguía de pie cuando debería estar cerca de ella? ¿Por qué estaba vistiéndose? ¿Adónde creía que iba? ¿O adónde creía que iban los dos?

Ella estaba completamente desnuda y desde luego se sentía desnuda. Se incorporó y se sentó en el borde de la cama. Estaba mareada, aturdida… muy aturdida… revuelta. Agachó la cabeza entre las piernas para que le llegara más sangre al cerebro, pero sintió una especie de calambre. Hoyt, absorto en abotonarse la camisa hasta arriba, subirse los pantalones y abrocharse aquel cinturón incongruentemente grande, no la miró ni una sola vez.

A Charlotte nada le habría gustado más que volver a tumbarse en la cama, encima de sus odiosas, culpables, inexcusables manchitas de sangre, y hundirse a través del colchón y el suelo para desvanecerse en la cuarta dimensión, la quinta dimensión, alguna dimensión donde nadie tuviera nunca la tentación de buscarla… Se encontraba fatal. Cayó en la cuenta de que su cuerpo seguía muy borracho. En todo momento había sido consciente de que estaba bebiendo muchísimo, pero hasta ese instante no admitió que el alcohol podía provocarle (a ella, a Charlotte Simmons) una borrachera de órdago.

Qué horrible, qué horrible… pero no podía quedarse ahí tirada, desnuda en el borde de la cama. Las bragas… un montoncillo arrugado a los pies de la cama, pero ¿qué importaba la porquería? Metió las piernas en ellas todavía sentada, pero se levantó para asustárselas a la altura de la cadera. Sentía la cabeza pesadísima y notaba un terrible dolor detrás de los ojos, como si su cerebro hubiera cambiado de posición. Lo notaba apilado contra el costado derecho del cráneo. ¡Iba a desmayarse! Volvió a dejarse caer sobre la cama e inclinó la cabeza de nuevo entre las rodillas. Tenía que soportar el dolor, no podía desmayarse… desde luego, así no.

Alguien llamó a la puerta con los nudillos.

—Eh, tío, ¿estás ahí? ¡Abre, necesito la habitación!

Era Julián.

Temerosa de volver a ponerse en pie, Charlotte extendió el brazo y agarró el vestido arrugado y el sujetador de donde estaban, apelotonados contra la cabecera de la cama. Se abrochó el sujetador y desplegó el vestido hacia un lado y otro, buscando con desesperación el dobladillo para ponérselo por la cabeza.

Para su consternación, Hoyt, que ya estaba vestido, quitó el pestillo de la puerta, la abrió y, con un majestuoso gesto de bienvenida que abarcó toda la habitación, dijo:

—¿Qué pasa, colega?

Y franqueó el paso a Julián, que no venía con Nicole sino con Gloria, la pareja de IP.

Los dos lanzaron una brevísima mirada de reojo a Charlotte, pero ni siquiera le dedicaron un leve gesto. Aunque se las había arreglado para enfundarse el vestido hasta el regazo, Charlotte jamás se había sentido tan humillada.

—Espero no interrumpir nada —dijo Julián a Hoyt con una mueca taimada.

—Qué va —respondió el otro con una risilla tan despreocupada como ambigua—. Estábamos metiéndonos unos chupitos. ¿Os apuntáis? —Y se llegó a la cómoda, donde se sirvió un chupito de vodka y preparó otro para Julián.

Gloria permaneció bien tiesa, con la barbilla alta, los hombros erguidos, el pecho fuera, una sonrisa todavía por aparecer en sus sensuales labios. Hoyt tendió el brazo para ofrecerle un chupito y le lanzó un inocente guiño de «salud y fondo blanco», pero guiño igualmente. Charlotte empezó a cobrar conciencia… Aparte del plural utilizado en el «estábamos metiéndonos unos chupitos», Hoyt se comportaba como si ella no estuviera: desde la llegada de Julián y Gloria no la atendía ni de palabra ni de obra, ni siquiera con una mirada cálida o afectuosa. Seguía sentada en el borde de la cama, anonadada por lo que ocurría ante sus ojos, incapaz de moverse, pero entonces notó que le afloraban las lágrimas y se incorporó de un brinco y corrió, literalmente corrió, por el estrecho pasillo entre los pies de la cama y la cómoda (no tenía otra opción) para alcanzar el cuarto de baño antes de derrumbarse por completo y ponerse a sollozar delante de ellos. Lo último que oyó antes de cerrar la puerta fue a Julián que murmuraba: «Vale, tía…».

El cuarto de baño era un desaguisado de toallas y manoplas em papadas por el suelo, el borde de la bañera y la barra de la cortina. Incluso con la puerta cerrada, oyó a Hoyt y Julián reír de alguna chica (¡De ella! No, era de una chica con lentejuelas en el vestido) y de lo estúpido que había sido el brindis de Harrison y de que era una suerte que jugara bien al lacrosse, porque desde luego no tenía «ni puta idea de hablar en público». La chica misteriosa, Gloria, reía con ganas cada una de las sílabas pronunciadas.

Charlotte se sentía sucia y dolorida. Se desprendió del vestido, el sujetador y las bragas. Cogió una manopla húmeda, la embadurnó de jabón y se lavó entre las piernas y volvió a lavarse y repitió la operación varias veces más (ni rastro de sangre) hasta que empezó a notarse mareada. Escoraba hacia la derecha y tuvo que dar un pasito rápido para no caerse de lado. Empezó a acusar agudas punzadas en la cabeza. Se sentó, desnuda, encima de la tapa del retrete, temblorosa y llorosa, presa de convulsiones, pero decidida a no emitir el menor sonido, a impedir que vieran lo profundamente herida que se sentía. Transcurrido un rato se obligó a ponerse en pie. Se plantó delante del espejo y tuvo que agarrarse al mármol de la pila con las dos manos. Esta vez no evaluó su cuerpo ni un instante, no era más que un pedazo de carne débil, despreciable, corrupto. La piel parecía fría, húmeda y pálida; no, enfermiza. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, notaba el cerebro inflamado, su pulso martilleaba, veía doble, tenía el cabello como un nido de pájaros, pero no le pasó por la cabeza salir en busca del petate, donde llevaba el cepillo. Eso les daría más motivos para seguir pasándoselo en grande: la pueblerina había salido del baño descalza, como si hubiera tenido un accidente de tráfico, para coger el petate.

Bueno, no podía permanecer allí encerrada para siempre. Recogió las bragas del mármol del lavabo. Aydiosmío, estaban asquerosas, húmedas al tacto, lo que, pensó con un complaciente fustazo de autoflagelación, casaba perfectamente con el estado en que había quedado sumida. Tuvo que sentarse otra vez en la tapa del retrete para ponérselas. Se regodeó en la humillación que comportaba su tacto pegajoso, esa humedad antes lúbrica y ahora meramente insalubre. Agachó la cabeza y las olió varias veces para que la mortificación fuera absoluta. Qué hedor tan nauseabundo… el sudor, la orina, la mierda, la suciedad, todas las secreciones que las habían vuelto pringosas. Sin embargo, difícilmente podía regresar a la habitación sin ellas. Se abrochó el sujetador y se puso el vestido rojo por la cabeza. No tenía nada con que peinarse. Llevaba el pelo hecho un asco, aplastado por un lado, enredado y ahuecado por el otro. Se pasó los dedos para echárselo hacia atrás… Horrible… Lo dejó por imposible y al final volvió a la habitación, descalza, para someterse a la humillación total.

Nada más dar el primer paso sobre la moqueta sintética empezó a sentirse descompuesta. Ahí estaban Hoyt, Gloria y Julián, como si no hubiera pasado nada, bebiendo aún sus queridos chupitos. Hoyt y Gloria estaban sentados en la cómoda. Él, de espaldas a Charlotte, ni siquiera se volvió. Estaba absorto en Gloría, la cabeza ladeada como tenía por costumbre cuando flirteaba… Ah, la mujer misteriosa con unos señores pechos que no pasaban inadvertidos y aquella curva (ay, tan sensual) de sus labios… Julián se había tumbado boca arriba en la otra cama en una especie de postura acrobática o gimnástica, con las caderas y las nalgas apoyadas en las manos, los pies en alto. Soltó una risilla que se convirtió en una risa fingida al tiempo que meneaba los pies en el aire como si bailara cabeza abajo. Estaba muy borracho. Charlotte se acercó a un palmo escaso de Hoyt y Gloria, que le dirigió una mirada de soslayo y volvió a centrarse en Hoyt. Le ofrecía una sugerente sonrisa de Mujer Misteriosa a la vez que levantaba un vasito de plástico que probablemente contenía vodka, como si estuvieran a punto de brindar. Él ni siquiera desvió la vista. Gloria echó la cabeza atrás y se zampó el chupito. Él se comportaba como si Charlotte Simmons fuese invisible.

Sólo Julián se dio por enterado. Dejó de reírse y bailotear en el aire e hizo una voltereta para quedar sentado en el borde de la cama.

—Eh, Charlotte, ¿te encuentras bien? No tienes buena pinta.

—No pasa nada. Me parece que he bebido más de la cuenta. Estoy un poco floja.

—¿Crees que vas a vomitar? Porque tengo que dormir en esta habitación, y más vale que no huela mal y tal… —Se echó a reír, rodó por la cama y empezó a lanzar patadas al aire otra vez.

A punto de romper a llorar, Charlotte bajó la mirada y se enjugó los ojos, pero se las arregló para tragarse los sollozos y levantar la cabeza. Con la visión periférica se percató de que Hoyt la miraba.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

Empezó a volver la mirada hacia él, pero cambió de idea por miedo a ponerse a llorar a moco tendido.

—Creo que me echaré un momento, así se me pasará —aseguró, y de pronto se derrumbó sobre la cama en un ángulo de cuarenta y cinco grados, de espaldas a la habitación.

Ansió que Hoyt acudiera en su rescate y al menos se sentara en la cama, le acariciara la espalda y pidiera a Julián y Gloria que los dejasen a solas. No pretendía hablar con él, porque estaba segura de que rompería a llorar, sólo quería que le hiciera compañía.

Le apetecía ovillarse en la cama, pero la bolsa roja y negra de Hoyt se lo impedía. La empujó hacia los pies de la cama… y entonces vio por qué la había dejado encima del colchón: para cubrir la mancha de sangre. Allí estaban, unas cuantas gotas de sangre resecas, a unos centímetros de donde habían brotado, el tracto reproductor de Charlotte Simmons…

Se acurrucó en posición fetal. En su aborrecimiento de sí misma, le produjo un placer enfermizo enroscar su cuerpo en torno a aquel sórdido y asqueroso mojón conmemorativo, un hito en honor no sólo a una pobre idiota, sino también a la ilusión de una pobre idiota de que los hombres sucumbían al enamoramiento. Los hombres no sucumbían al enamoramiento, eso habría sido claudicar. Los hombres hacían el amor, sí, «hacían», un verbo transitivo que rimaba con «batían», porque batían el terreno, lo reconocían en busca de carnaza: la había desflorado el depredador que se apoderaba de los despojos… y bien despojada que la había dejado en el Hyatt Ambassador de Washington.

Descubrió que, aunque estaba de espaldas a la habitación y hecha un ovillo con los ojos cerrados, el ángulo en que había caído le permitía ver a los demás. Si entreabría los párpados apenas, un milímetro o así, de soslayo podía distinguir a Hoyt, Gloria y Julián con un contorno borroso. Profirió un estertor como si cayese en coma y empezó a respirar superficial y lentamente. Cuatro o cinco minutos después… ¡Hoyt se acercó y se inclinó sobre ella!

—¿Te encuentras bien? —le susurró con una voz suavísima.

¡Se inclinó aún más sobre ella! Lo notaba por el aliento. Sintió algo delante de la cara. Aunque no se atrevió a abrir más los párpados, alcanzó a discernir la forma: era el índice de Hoyt. Luego entrevió dos dedos… y tres… y cuatro… y los cuatro se mecían como un abanico delante de su cara… Luego desaparecieron.

Tras unos segundos percibió movimiento. Julián y Gloria también se habían levantado. Los tres se encontraban cerca del armario, Hoyt de cara a ellos dos. Hablaban en voz queda, creyéndola dormida.

—¿Tú qué dices? —preguntó Julián—. ¿Está bien? ¿Nos buscamos otra habitación?

—Sí, casi que sí —susurró Hoyt—. Creo que ya no se moverá de ahí en toda la noche. —Una pausa—. He tenido que saltarle el precinto.

La voz de Julián:

—¡No jodas, tío! ¿Estás de coña?

Silencio… interrumpido por el jadeo agudo de un par de risotadas, las de Julián y Gloria al quedar contenidas en los lóbulos inferiores de los pulmones gracias a la más intensa y abnegada de las presiones.

—Sí… —susurraba Hoyt— como que… —inaudible— a la tía le da un yuyu… —inaudible— puta gala… —inaudible— un conejito de pueblerina como ése…

La voz de Julián:

—Cómo te pasas, Hoyto.

Las risas de Julián y Gloria se les escapaban en ráfagas de aire por la nariz. A Charlotte le hicieron pensar en balas disparadas con silenciador. «He tenido que saltarle el precinto».

Los susurros de Hoyt otra vez:

—… como césped artificial, coño…

Charlotte tenía los ojos entreabiertos lo suficiente para ver cómo Julián golpeó a su colega en el brazo en plan «así se hace, tío».

—Me han dicho que Harrison tiene priva en su habitación —anunció Julián—. ¿Por qué no vamos? Seguro que ha ido todo el mundo después de que el DJ dejara de pinchar.

Julián y Gloria echaron a andar hacia la puerta y Hoyt los siguió. El primero la abrió e hizo un gesto en dirección a Charlotte.

—¿Tú crees que podemos dejarla así?

—Sí, hombre, lleva un ciego tremendo, ésta ya no se despierta —respondió Hoyt, y acto seguido apagó las luces y se convirtió en una fugaz silueta negra recortada contra la luz del pasillo antes de que la puerta se cerrase mediante el mecanismo hidráulico. Charlotte se incorporó sobre un codo y paseó la mirada por la habitación. No estaba completamente a oscuras: una línea vertical de luz amarillenta sulfúrea procedente del aparcamiento se filtraba entre las cortinas que cubrían el cristal cilindrado que hacía las veces de ventana.

Levantar la cabeza resultó una mala idea. La habitación le dio vueltas y sintió náuseas. Se puso en pie y trastabilló hasta el cuarto de baño. Encendió la luz y le resultó cegadora. Se arrodilló delante del váter, tuvo una arcada y vomitó. Parte del vómito cayó sobre el borde del váter y parte sobre el borde del vestido de Mimi, que había quedado colgando al postrarse de hinojos. Todavía en esa misma postura, levantó la mano y tiró de la cadena. Luego gateó hasta la bañera, segura de que si se ponía en pie iba a desmayarse. Cogió una manopla y se arrastró hasta el váter, limpió el borde y fue otra vez hasta la bañera, cogió otra manopla y una toalla de manos y se arrastró de vuelta al váter, mojó la manopla en el agua ya más o menos limpia y frotó el borde del vestido. Luego mojó la toalla, se humedeció la cara y se enjugó los labios. Controlaba la situación siempre y cuando permaneciera a cuatro patas, como un animal, sin levantar la cabeza. Salió del cuarto de baño a rastras, dejando la luz encendida, y gateó por la moqueta hasta la cama, trepó a duras penas, retiró la sábana y se metió debajo, con el vestido manchado de vómito y todo. Se acurrucó de costado y sollozó hasta conciliar el sueño.

No sabía qué hora era cuando despertó a medias y oyó algo en la otra cama…

—Annhh, annhh, annhh, annhh, annhh…

Alcanzó a distinguir a… ¿quién?, ¿Gloria?, de rodillas y codos con alguien que la montaba por detrás y gruñía:

—Annghh, annghh, annghh, annghh, annghh…

Y luego volvió a perder el conocimiento.

Debían de ser las cinco de la madrugada cuando oyó vagamente que alguien entraba en la habitación dando traspiés acompañados de trastazos y una voz masculina que farfullaba «Hostia puta». Fingió estar dormida y mantuvo los ojos bien cerrados, porque, de todos modos, en su postura no podía ver nada sin levantar la cabeza o volverse. El olor a vómito de su propio vestido era repugnante.

Un porrazo amortiguado…

—¡Ay! ¡Mecagüen la puta…! —La voz de Hoyt. Entre dientes—: La hostia. Aquí huele a muerto.

Se metió en la cama con Charlotte y no se movió un ápice del borde de su lado, y ni su piel ni sus ropas entraron en contacto con las de ella durante el tiempo que pasaron en la amplia cama de matrimonio, unas cinco horas, porque pasaba de las diez de la mañana cuando Charlotte fue despertada por alguien que aporreaba la puerta (qué mal olía, a vómito) y la voz de una chica furiosa que gritaba, pero que gritaba a pleno pulmón:

—¡¡Julián, capullo de mierda, abre la puerta!!, ¡¡necesito la bolsa!!

Esta vez Charlotte no se molestó en fingir que seguía dormida. Se volvió y levantó la cabeza para ver qué ocurría. Estaba sola en la cama y alcanzó a distinguir el ruido de la ducha en el cuarto de baño.

¡Bum, bum, bum, bum!

—¡¡Sé que estás ahí, mamón!! ¡¡O abres la puta puerta o voy a buscar a alguien del hotel para que me la abra!! ¡¡Necesito la bolsa!!

El sol entraba a raudales por la ranura de las cortinas. En la otra cama estaba Julián. Se había vuelto a medias e, incorporado sobre un codo, miraba la puerta. Entonces su cabeza, sólo su cabeza, se doblegó bajo su propio peso.

La levantó lentamente y masculló con voz ronca:

—Caguen la hostia.

Cerró los ojos y con el pulgar y el corazón de la mano libre se masajeó la sien. La cabeza de Gloria asomó por el otro lado de la cama, con la mandíbula levemente caída y los ojos como platos. Julián sacó las piernas por el borde de la cama y permaneció sentado un momento con la cabeza gacha. Luego se levantó al tiempo que emitía un profundo suspiro que le provocó una tos flemosa. Se dirigió a paso lento hacia la puerta con evidente despiste psicomotriz y los ojos entrecerrados ante la luz del sol.

La abrió apenas una raya.

—Perdona, Nicole, ¿cuál es la tuya?

—Ya la cojo yo misma, muchas gracias.

—No, ya te la doy yo. No te preocupes.

—¡O sea que no puedo entrar en la puta habitación a coger mi bolso! —Nicole gritaba ya a voz en cuello—. ¡¡Eres un cabronazo, Julián!! ¡¿Sabes dónde he dormido esta noche?! ¡¡O igual no te importa una mierda!! ¡¡He dormido en el suelo de la habitación de Crissy, joder!!

Julián apretó los dientes y esbozó una mueca torcida. Charlotte vio que en el cuello marcaba una serie de tendoncillos o lo que fueran. La pura intuición femenina le dijo de qué iba todo el asunto. Julián no estaba preocupado por el aprieto en que lo iba a poner Nicole; lo que le preocupaba era que con tanto grito aderezado de «mierdas» y «putas» molestara a otros clientes del hotel y, como consecuencia, se montara una escena.

—Esto… eh, espera un momento.

Con la puerta atrancada con el brazo rígido ante una posible invasión, alargó la otra mano para coger una elegante bolsa de nailon azul marino con adornos de cuero y cremalleras cromadas. La alzó para que Nicole la viera por la ranura de la puerta.

—¿Es ésta?

—Sí, pero necesito el estuche de maquillaje, joder. ¡Está en el baño!

Julián vaciló durante lo que pareció medio minuto (seguro que menos) mientras se devanaba los sesos por elegir entre una escena y la sórdida verdad. Evidentemente consideró que la segunda era la opción menos horrible, porque agachó los hombros en un gesto de resignación, abrió la puerta de par en par y franqueó el paso a la que había sido su pareja oficial del fin de semana, que entró decidida y sin mirarlo. Llevaba el mismo vestido de tubo, que no habría estado más arrugado si hubiera hecho una bola con él y lo hubiese olvidado en el fondo de un armario un año entero. Su perfecto cabello rubio tenía todo el aspecto de un montoncillo de heno de pesebre ensartado en una horca. Se le veía la cara llorosa, abotargada, carente de maquillaje salvo por un manchón del rímel de la noche anterior que de algún modo se había descolgado hasta la mejilla. Su cutis tenía color de lápida.

Gloria se había tapado la cabeza con la sábana. Nicole miró el bulto y espetó por la comisura de la boca:

—Eres una zorra de cuidado, Gloria.

Y abrió la puerta del cuarto de baño, lo que amplificó el ruido de la ducha.

—¿Qué hostias? —La voz de Hoyt desde detrás de la cortina—. Ah, eh, Nicole, eres tú, chata. ¿Por qué no te metes aquí conmigo? No veas lo bien que se me da enjabonar.

—¡Vete a la mierda, Hoyt! Por mí puedes enjabonarte el puño y metértelo por el culo.

Cuando salía del cuarto de baño con el estuche de maquillaje fulminó con la mirada a Gloria, que había asomado su pelo enmarañado, la frente y los ojos.

—Que te folle un pez, guarra, que seguro que es lo único que no has tenido entre las piernas —le espetó.

Y salió hecha una furia, deteniéndose apenas lo suficiente para despedirse de Julián, que seguía acongojado junto a la puerta. Con una voz tranquila hasta la frigidez, le dijo:

—¿Sabes qué, Ju? La verdad es que no eres más que un pringado, un pichafloja patético.

En el trayecto de regreso, todo el mundo iba resacoso como para decir gran cosa. Gloria dormía tumbada cuan larga era en la tercera fila de asientos. Vanee, Crissy y Charlotte se habían apretujado en la segunda: Charlotte hecha un guiñapo contra la ventanilla, Crissy en medio y Vanee a la derecha, detrás de Julián, que iba en el cómodo asiento delantero. Hoyt conducía.

Hoyt y Julián hablaban y reían de lo borrachos que se habían puesto y de lo estupenda que había sido la juerga después del baile en la habitación de Harrison y de que, claro, se sentían como si les hubiera caído en los ojos un montón de ladrillos. Charlotte iba sentada detrás de Hoyt, de modo que éste bien podría haberle explicado quiénes eran los chicos que mencionaban, o preguntado si quería parar a tomar algo o ir al servicio, o haberle aclarado la letra de las canciones, pero no hizo nada de eso.

Con una espantosa resaca, una dolencia que no había sufrido en la vida, Charlotte tuvo un breve acceso de tos en Maryland. Entonces Hoyt le preguntó:

—¿Te encuentras bien?

—Mmmmh —masculló ella, sólo para que tuviera una respuesta, y prefirió no volver a decir nada. Un par de horas después, cuando la dejó delante del Patio Menor, le preguntó:

—¿Te encuentras bien?

Charlotte ni siquiera lo miró, se limitó a marcharse con el petate. Y él no volvió a preguntárselo.