Una modelo de pasarela
Sé que serán mayores que yo, sé que irán mejor vestidas que yo, que serán guais, muy guais, pero muchísimo más guais que yo, pero por favor, Dios mío, que no sean rubias y flacas, que no sean monas y malas putas, ¡eso no, Dios mío!, que no sean de esas chicas de internado tipo sarca tres como Beverly, Hillary o Erica, capaces de abrirte en canal antes de que te des cuenta de que te han clavado el cuchillo para empezar la vivisección… ¡Ay, Dios, por favor!.
Eran las tres y media de la tarde, el sol ya estaba bajo y sus rayos caían al sesgo entre los árboles del paseo Ladding, disgregándolo todo (los edificios viejos, las farolas antiguas, los adoquines) en puntitos de sombra saltarines y destellos tan deslumbrantes que Charlotte tuvo que apartar la mirada. No esperaba que hubiese muchos estudiantes en el paseo Ladding un sábado por la tarde, y los que vio iban en dirección contraria, hacia el seno del recinto universitario, con su aspecto despreocupado y feliz, venga hablar por el móvil… y también ellos se disgregaban en luces y sombras moteadas y saltarinas ante sus ojos entornados. Le pareció un mal presagio. Todos se dirigían hacia el seno de Dupont, ella era la única que se alejaba, camino de los márgenes, con un lugar sombrío como destino: a saber, el pabellón Saint Ray. Si Marsden Hall, el principal edificio de aulas del paseo, no se interpusiera en su camino, lo divisaría desde allí mismo. Le pasó por la cabeza que nunca lo había visto a la luz del día: el pabellón Saint Ray siempre había sido un lugar peligroso donde acechaba el diablo.
Beverly (¡Beverly, que tanto sabía de esas cosas!) la había advertido de que no fuera con Hoyt o ningún otro miembro de Saint Ray a una gala que implicara pernoctar fuera, pero ¿cómo podía dejar pasar tal acontecimiento, una novata invitada a una gala nada menos que en Washington, del brazo de un estudiante de cuarto, el tío más guay de la hermandad más guay de Dupont? «¡Soy Charlotte Simmons!». Además, eso había sido un par de semanas antes, cuando la gala no iba a ser hasta «dentro de dos sábados», y dos sábados eran una eternidad, ¿no? Pero por fin había llegado ese sábado. Una aterradora imagen de sí misma vista desde arriba, en una proyección astral: una niñata desvalida, más sola que la una, recién llegada de las montañas, vestida con una camiseta roja, unos vaqueros ceñidos y un anorak de color caqui, feo y rechoncho, comprado en Robinson’s, en Sparta, que la hacía parecer una cría de siete años cuando lo llevaba abrochado de esa manera… una cría de siete años oronda, rechoncha y embozada, con un petate de lona que contenía lo que llevaba para una cena y baile en un hotel de lujo. ¡Ése era todo su equipaje! Un petate que le había prestado Bettina y que, ahora se daba cuenta, ¡no hacía sino empeorar las cosas! Ya se imaginaba lo que pensarían las parejas de Vanee y Julián, a las que no conocía de nada, del petate, del abrigo de niña tan cómodo y calentito…
«¡Ay, Dios mío, que no sean rubias y flacas!».
Ya veía el pabellón Saint Ray. A la luz del día parecía mucho más pequeño y desastrado, como un caserón viejo, aunque con columnas ante la puerta principal. No se parecía en nada a la guarida del diablo, eso desde luego. Había varios todoterrenos aparcados (mal aparcados, porque estaba prohibido) justo delante, en el paseo mismo. Unos muchachos iban y volvían de los vehículos al edificio. Vanee estaba en el jardín delantero, gesticulando exageradamente hacia alguien situado en el porche y gritando algo que Charlotte no alcanzó a entender. Estaba montando un buen espectáculo. Seguro que había alguna chica de por medio.
Se apresuró a desabrocharse el abrigo rechoncho y abrírselo hasta que apenas se le sostenía en los hombros. ¡Qué viento, por Dios!
Pero no quería aparentar siete años, quería que todos pudieran dar un buen repaso a su cuerpo. Eso era lo esencial…
No la preocupaban Vanee, Julián y Hoyt, sino las chicas. Julián llevaba a su niñata de hermandad habitual, Nicole, con la que Charlotte nunca había coincidido. Vanee iba con su novia habitual, ni idea de quién era, y además no frecuentaba Saint Ray. Estaba al tanto de que las dos eran de segundo ciclo, y a las veteranas, según le habían dicho una y otra vez, no les hacía ninguna gracia la «carne fresca», eso de entrada.
Había dos chicas codo con codo en el porche. «¡Por favor, Dios mío, que no sean ésas!». Una era rubia y la otra tenía una melena castaño claro que bien podía pasar por rubia, y las dos eran flacas. La casi rubia… A Charlotte le sonó de alguna parte, aunque no recordó cuál. Otras dos chicas, una rubia y la otra morena y flaca, estaban sentadas en el borde del porche.
Vanee miraba directamente a la de pelo castaño claro y berreaba:
—Venga, Crissy, ¡a ver si me echas una mano, joder! ¿Dónde coño has puesto la caja de las treinta birras? ¿Y qué hostias has hecho con el asa?
La chica ladeó las caderas en un gesto desdeñoso y contestó alegremente:
—Eso no es cosa mía, Vanee. Eres tú el que va a ponerse hasta el culo en cuanto lleguemos. —Se volvió hacia la rubia y, sin bajar la voz en absoluto, añadió—: El gilipollas de mi novio es alcohólico, Nicole.
Con un gritito mitad chillido y mitad carcajada, la rubia Nicole clavó el pulgar en el costado de Crissy (un respingo y un «eeeeh») y le soltó con tono divertido:
—¡Tía, qué hipócrita eres!
Vanee señaló un todoterreno, que resultó ser el Suburban de Hoyt, y siguió erre que erre:
—Vale, entonces ¿dónde está el resto de tu mierda? Tu mierda es cosa tuya, ¿no? No sé si tenemos sitio para tantas pijadas de tía. ¿Te has creído que nos vamos para toda la semana? ¿Para qué necesitas esa bolsa de deporte? —Hablaba con severidad, pero Vanee no era severo en absoluto.
Charlotte empezó a comprender la situación. Vanee estaba soltando todas esas baladronadas para demostrar a Julián, Boo-man, Heady y los demás tíos quién llevaba los pantalones. Ni borracho podía bajar la guardia y dar a entender que sentía cierta ternura por ella.
En ese momento recordó dónde había visto a la tal Crissy: era la chica que Vanee había intentado meter en aquel dormitorio durante la fiesta de Saint Ray, lo que había provocado que Hoyt dijera: «Esta habitación la hemos pillado nosotros». Era evidente que lo tenía coladito. ¿Y por qué no? Era sencillamente perfecta. Mandíbulas anchas, rasgos delicados, rostro de modelo, grandes ojos azules, larga melena castaña que podía pasar por rubia, cazadora de ante tan suave que te entraban ganas de hundir la cara en ella, cinturón de cuero marrón a juego, camisa desabrochada hasta el cuarto botón, vaqueros absolutamente perfectos, botas de punta afilada y brillo sutil (no de lustre llamativo) y bolsito de cuero marrón intenso que probablemente costaba más que todo lo que llevaba puesto Charlotte. La rubia también llevaba botas afiladas, vaqueros, idéntico bolsito marrón y una ceñida camiseta de rayas horizontales amarillo intenso y azul claro que le realzaba el pecho.
Y entonces hizo su aparición Charlotte Simmons con su pinta de poquita cosa, la mitad de las cosas prestadas, una andrajosa camiseta roja, unos vaqueros no del todo adecuados y zapatillas de deporte (¡zapatillas de deporte!), sin bolso, sin maleta, sin una bolsa de deporte como dios manda, sólo con un petate informe.
Sin embargo, con tanto trajinar por el jardín delantero, nadie reparó en su llegada. ¿Por qué habrían de hacerlo? No era más que una novata desgarbada, ahí plantada con sus andrajos, aferrada a su ridículo saco. Julián andaba ocupado metiendo más «pijadas de tía» en el maletero del Suburban y Vanee tratando de vencer en un duelo de miradas a Crissy, la de la melena castaña que podía pasar por rubia, que seguía en el porche con las caderas insolentemente ladeadas y el resto del cuerpo pulido casi hasta la perfección a fuerza de aparatos Cybex, cintas de andar y abstinencia de hidratos de carbono. Boo-man, Julian y Heady habían bajado el tono una octava para parecer viriles crápulas. Bromeaban, aullaban y se propinaban codazos acompañados de juajuajuás. Y Charlotte seguía allí plantada, sumida en el más absoluto olvido. ¿Dónde estaba Hoyt? ¿Debía ponerse a buscarlo? Ni hablar. ¡Menuda humillación ponerse a buscarlo!
—¡Crissy! —decía la rubia Nicole—. ¡Qué mala eres! ¿Cómo puedes decir que el alcohólico es él? Ojalá te hubiera grabado en vídeo en la fiesta de ayer. ¿No te acuerdas de que te pusiste como… a cuatro patas?
—¡Jaaaaa! —Crissy profirió un agudo gorjeo de júbilo—. ¡Ay, porfaaaa! ¡No me rayes, tía! ¿Tu crees que estabas como para manejar una cámara? ¿Cuántas veces fuiste a echar las papas?
—¡Aydiosmío! —exclamó la rubia, poniendo los ojos en blanco—, ni me lo recuerdes, aydiosmío… Qué cuarto de baño tan as-quero-o-o-o-oso. ¿Tú entraste? Agghhh. Esta mañana me he levantado con una resaca que te cagas… Una cosa superfuerte, se me había despegado el cerebro del cráneo.
—Ya, tía.
—Pero en plan a saco, ¿sabes? Me levanté y me puse a andar como… ¿Qué pájaro es ése que tiene una pata más corta que la otra?
—¿El dodo?
—Puede. Da igual. No sé cómo conseguí bajar las escaleras hasta el comedor, asomar la cabeza en la cocina y decir…
Mientras Charlotte permanecía allí cual huerfanita invisible, las dos chicas intercambiaban «hilarantes» descripciones de cómo cada una de ellas, sin saberlo la otra, había ido a la cocina de su hermandad e implorado a la cocinera Maude, negra a juzgar por el modo en que imitaban su acento («Maude me miró de arriba abajo… Ni siquiera me había fijado en que aún llevaba el jersey de Vanee, que me llegaba hasta aquí, joder, y tenía todo el pelo como pegado a la cara… como si fuera velero, joder… y Maude se puso: “¡Virgen santiiiísima, Crissy, mira qué pinta me traes! ¡Lo que habréis hecho!”»), cómo le habían suplicado «algo grasiento», tortillas grasientas, tostadas grasientas, magdalenas untadas de mantequilla, con lo que Nicole luego había tenido la sensación de haberse tragado una pelota de baloncesto, pero ¿cómo demonios iba a combatir una resaca si no era con grasa?
—Necesito algo grasiento ahora mismo —aseguró la rubia—. Necesito grasa que te cagas. En plan… patatas fritas o algo así. Sí, tía, de las superguarras, como las que dan en La Sartenada.
Ambas prorrumpieron en carcajadas.
Para Charlotte, aquel jocoso comentario difícilmente podría haber resultado más desalentador; tenían que recurrir precisamente a La Sartenada como ejemplo de la comida barata más rastrera y repugnante… Las dos eran de segundo ciclo, grandes amigas, miembros de la que era conocida como la hermandad femenina más envidiada de Dupont, paradigma del éxito social, la Delta Omicron Upsilon, o DOU, denominada afectuosamente, con reverencia incluso, «la Douche[5]», y bendecida toda ella con un aura de internados del Noreste, cabello rubio y liso y exquisitez. Y con qué encanto mentían las dos, desde luego, porque Charlotte no podía imaginarse que un solo gramo de grasa entrara por el gaznate de ninguno de esos dos cuerpos de perfecta delgadez.
—¡Eh, guapa! ¿Has metido tus cosas en el coche?
¡Era Hoyt! Salía por la puerta principal de Saint Ray dirigiéndole una sonrisa amplia y sincera. ¡Gracias a Dios! Se sintió rescatada del olvido social más absoluto. Bajó los peldaños en dirección a ella, tan perfecto en su estilo de miembro de una hermandad masculina como las dos douches en el suyo. Llevaba una chaqueta de caza de color canela bien curtida encima de una camisa azul claro desabrochada casi hasta el esternón, con los faldones por fuera de unos pantalones caqui con los dobladillos deshilachados, y chanclas.
—¿Has metido tus cosas en el coche? —repitió mientras se acercaba, todavía sonriente.
Charlotte se aferró a esa sonrisa como si le fuera la vida en ello; era el marchamo que daba validez a su presencia. Daba igual lo que pudieran pensar los demás al verla, estaba bajo la tutela del más guay entre los guais: Hoyt Thorpe. Pero no supo qué responderle. No podía limitarse a levantar el petate, así que contestó:
—Todavía no. —¡Qué «todavía no» tan débil y triste! No era capaz de pronunciar una sola palabra con la despreocupación, la desvergüenza perfectamente serena de las dos chicas del porche.
—Bueno, si seguimos perdiendo el tiempo con chorradas llegaremos tarde —dijo Hoyt con simpatía—. Y hay que hablar con el grupo, y el hotel tiene camareros y qué sé yo qué hostias más esperándonos. Ya veo a Vanee. ¿Están todos los demás? —Se volvió hacia un lado y vio a Julián. Se volvió hacia el otro y vio a la novia de Vanee y a su amiga—. ¿Ya conoces a Crissy y Nicole?
Charlotte miró a la pareja y se le fue el ánimo a pique. Crissy y Nicole. Por si no fuera suficiente, las dos eran del clan de la Y. Todas las chicas más estupendas de Dupont, las más fantásticas, pertenecían al clan de la Y: Beverly, Courtney, Wheatley, Kingsley, Tinsley, Avery y ahora Crissy. Nicole y Erica eran la excepción que confirmaba la regla, pero con sólo pensar en ésta se desmoralizó aún más…
Profirió un pequeño graznido miserable:
—Hola…
Nada más. Y fue consciente de que su rostro pasmado, aterrado, no dejaba ningún asomo de duda con respecto a su confianza en sí misma, su madurez, su vigor, su capacidad de relacionarse, su exquisitez, su encanto, su ingenio, su desparpajo… ¡ningún asomo de duda!
—Os presento a Charlotte —anunció Hoyt, al tiempo que hacía un gesto hacia ella.
Por el amor de Dios, aquello era demasiado. Las del clan de la Y se limitaron a saludar con la mano; no, ni siquiera saludaron, apenas giraron la muñeca un poco… Y aquella sonrisa mortecina, la misma que le había dirigido Erica, la amiga de Beverly: los labios se ensanchan e incluso se comban levemente en las comisuras, pero los ojos permanecen muertos, el ceño envejece veinte hastiados años y se apagan las luces.
—Que nadie se mueva —ordenó Hoyt—. Tengo que coger otra bolsa —señaló la casa con la cabeza— y luego nos vamos cagando leches. Un momento —miró a Charlotte—, ¿dónde están tus cosas?
Charlotte se quedó plantada con la boca entreabierta y las mejillas cada vez más arreboladas, pero no había otra salida. Levantó tímidamente el petate y masculló, porque ni siquiera podía dominar la voz:
—Sólo llevo esto.
No se atrevió a mirar a las hermanas Douche. Seguro que estaban cruzando arquetípicas miradas desdeñosas.
Hoyt lo sostuvo a la altura del pecho un momento, como sopesándolo, pero gracias a Dios no hizo comentarios. En vez de eso, recorrió al trote los quince o veinte pasos que lo separaban del Suburban, lanzó el petate por la ventanilla para que cayera en el asiento de atrás, giró sobre los talones y, antes de volver a entrar en el edificio, gritó a Charlotte y a las dos chicas perfectas:
—¡Al loro, que nadie mueva ni un solo músculo!
Charlotte sintió ganas de estar en otro sitio, donde fuera. ¿Qué hacer? Las otras dos ya estaban inmersas en una conversación privada entre susurros y risillas sofocadas. ¿Debía acercarse a ellas y colarse en una conversación que sin duda versaba sobre ella? ¿Debía permanecer allí como una niña desamparada y aguardar a que se dignaran incluirla en aquella sociedad suya tan estupenda y entretanto dejar que todos los que estaban en el jardín la miraran, miraran a aquella… aquella… aquella cría desamparada e inepta en cuestiones de etiqueta, aquella novata despistada que no se merecía estar entre ellos?
Y así, sin decir palabra (sabía muy bien que no podría hablar), se llegó hasta el todoterreno, se apoyó contra la puerta de atrás, cruzó los brazos por debajo de los pechos y se puso a mirar el reloj cada diez segundos, más o menos, para dar a entender que esperaba a alguien (que debía de ser Hoyt, claro, porque estaba pegada a su coche) y por tanto no estaba colgada… pero ¿cuánto tiempo podría mantener la pose?
Como era de prever, cuando por fin se pusieron en camino, Hoyt iba al volante con Charlotte a su lado, Vanee y Crissy en la segunda hilera de asientos y Julián y Nicole en la tercera, lo que suponía que todos, salvo Hoyt, estarían mirando la nuca a Charlotte tanto si querían como si no, y por tanto serían conscientes de su presencia advenediza durante el viaje entero.
Apenas llevaban recorrido un trecho cuando pasaron por delante del gran mango cuyo contorno vibraba gracias a un pasmoso neón rosa y del llamativo nombre escrito con una extraña caligrafía por una mano invisible en la enorme sartén: «La Sartenada».
—¡Última oportunidad para meterse grasa de la buena! —le gritó Crissy a Nicole. Un vendaval de risa, como si no hubiera nada más cutre que parar a comer algo en La Sartenada.
Mirar por la ventanilla era lo último que quería hacer Charlotte en ese preciso instante, pero miró. Lo último que quería recordar era aquel horrible momento, que a ella se le había hecho como un día entero, en que habían colisionado los planetas Mamá y Papá por una parte y los Amory por la otra… Y aquel viaje iba a consistir en horas de algo parecido.
—¡Aydiosmío, no me lo puedo creer! ¡Charlene! —chilló una voz a su espalda—. ¡Dile a tu amigo que no es un hortera del gueto!
¡«Charlene»!
Charlotte apartó la mirada de la ventanilla. Hoyt se había puesto en la cabeza una pañoleta como las que llevaban los chavales negros de Chester, un pedazo de tela negra que envolvía el cráneo, calado hasta las cejas y con una cola por detrás hasta la base del cuello. Volvió la cabeza cuanto pudo hacia la derecha y sonrió mostrando los dientes, pero no a Charlotte, sino a Crissy, que desde el asiento de atrás había lanzado el chillido burlón…
¡Y la había llamado «Charlene»!
—Oye, que ésta no se llama «Charleeeeene»… —la corrigió Hoyt—, sino «Charlotte». —Lo dijo en un tono alegre y como vertiendo las palabras por la comisura de la boca para que le resbalaran por el hombro y alcanzaran su objetivo: Crissy. Al volverse de nuevo hacia la carretera, dedicó a Charlotte una sonrisa de cumplido durante una milésima de segundo.
¡«Charlene»! ¡«Ésta»! El «ésta» de Hoyt le había dolido quizá más que el «Charlene»…
Crissy, desde atrás:
—Ay, lo siento, qué mal se me dan los nombres… ¡Vanee! ¡Esto sí que no me lo creo! ¡Mirad todos, ahora resulta que Vanee Phipps de los Phipps-Phipps es un cholo! Mi querido ricitos de oro.
Charlotte volvió la mirada contra su voluntad. Vanee también se había puesto una pañoleta negra, igualita que la de Hoyt, y Julián lo mismo. Los dos sonreían como memos.
Nicole, desde la tercera fila:
—Aydiosmío, tíos… Gracias a Dios has venido, Crissy. ¿No podemos hacer un poco más el estudiante gamberro?
Hoyt, sin apartar la mirada de la carretera, canturreó:
—¡Claro que sí, Nicole!
Vanee y Julián se echaron a reír.
—¿No se os ha ocurrido que igual tenemos algo en el cerebrito, Hoytsy? —replicó Nicole.
—Apuesto a que no os ponéis eso en la uni —terció Crissy—. ¡Los de Solidaridad Afroamericana os lincharían por los cojones, idiotas!
Hoyt, Vanee, Nicole y Julián rieron a carcajadas.
Mientras tanto, «Charlene» («ésta») sintió que le colmaba la cabeza un silbido como el del vapor al salir a presión. Todos ellos, Hoyt incluido, se comportaban como si Charlotte Simmons no existiera.
A partir de ahí, mientras el Suburban avanzaba por la Interestatal 95, Crissy, Nicole, Julián, Vanee y Hoyt se corrieron una entrañable juerga a fuerza de pullas, cánticos, comentarios ingeniosos y yoquesequehostiaputacabronazos a su propia salud, que no a la de Charlotte Simmons. Si uno de ellos entonaba una canción, los cinco se sabían siempre la letra. En cierto momento, una de las innumerables alusiones a perversiones sexuales (al menos según el baremo de Charlotte) inspiró a Julián a prorrumpir en una especie de diatriba, un tema rap que incluía los versos: «Me sobas los cojo-nes./Los chupas como bombo-nes…».
¡La misma «letra» repugnante que alguien escuchaba por el pasillo a las tantas la noche en que Beverly la había sexiliado! Y aquellos cinco chavales de hermandad se la sabían. ¡No podrían haber acompañado a Julián en tono más lascivo! Los tres chicos, todavía con sus pañoletas negras, se balanceaban en los asientos siguiendo el estúpido ritmo y canturreando alegremente mientras las colas negras aleteaban de aquí para allá. Crissy y Nicole prácticamente aullaban de júbilo, como si no hubiera nada más maravilloso en el mundo que chupar testículos. La autopista tenía diez carriles en algunos puntos y la gente de los coches adyacentes miraba hacia el Suburban con incredulidad, intentando encontrar algún sentido a los tres chicos blancos con pañoletas que sacudían los hombros con gestos grotescos. Los cinco hermanos disfrutaban de lo lindo con la perplejidad de aquellos embobados.
También recordaron momentos hilarantes de hilarantes fiestas pretéritas. En Halloween… la tía aquella, Candy, que llevaba un biquini tanga de lame plateado, bajo las luces estroboscópicas, con un collar de cuero tachonado y una cadena a modo de correa sujetada por aquel siniestro tan pringoso, todo de negro, el que llevaba una coleta negra repugnante y aros en las orejas y las dos palas recubiertas de oro, cada una con un diamantito incrustado, o una piedra de imitación o lo que hostias fuera. Berridos, rugidos de júbilo ante aquel recuerdo tan entrañable.
—¿Tú crees que de verdad le va el rollo sadomaso? —preguntó Crissy.
—No creo —respondió Nicole—. Lo que pasa es que se mete más rayas de la cuenta, eso es lo que le pasa.
Al oírlo, Hoyt levantó la barbilla, la desvió levemente hacia la derecha, en dirección a su compañera de asiento, y carraspeó con fuerza. El coche entero guardó silencio. A Charlotte le pareció que indicaba a Nicole y al resto que no abordaran ese asunto en presencia de ella, que no tenía ni idea de a qué se referían con lo de meterse rayas.
Hoyt se inclinó hacia ella, le puso una mano en el antebrazo, le dedicó una sonrisa encantadora y aseguró:
—Tendrías que haber estado. Una sobredosis de Halloween, eso es lo que tenía la tía. ¿Qué hiciste tú en Halloween?
Una sacudida nerviosa alcanzó a Charlotte en el plexo solar. Literalmente llegó a sentirla. Estaba obligada a decir algo rodeada de unos desconocidos que de súbito habían enmudecido.
Con voz ronca:
—Supongo que… no me acuerdo. —Qué explicación tan triste y tan poco creíble. No podía dejarlo correr, tenía que decir algo más. Empezó a hiperventilar—. Supongo que… bueno, es que a mí Halloween como que no me va? —¡Aydiosmío! Volvían las preguntitas afirmativas. Enrojeció hasta las orejas.
Más silencio hasta que intervino Crissy.
—Quería preguntarte, Charlaaaaah… —Se tragó la segunda sílaba, como si fuese consciente de que la primera vez se había equivocado, o había preferido equivocarse, pero ahora se le había olvidado el nombre real, o había preferido olvidarlo con una actitud muy sarca tres—. ¿De dónde eres?
La ira se sobrepuso al nerviosismo de la inferioridad. «Soy Charlotte Simmons». Sin volver la cabeza, irguió el espinazo y miró carretera adelante. Contestó bruscamente con el discursito utilizado con anterioridad:
—De Sparta, Carolina del Norte, en las montañas Azules. Población: novecientos habitantes. No te sonará de nada, claro; no te preocupes, a todo el mundo le pasa lo mismo.
Y al punto, cayó en la cuenta de que semejante actitud picajosa y a la defensiva no hacía sino empeorar las cosas. Hoyt se echó a reír en un vano intento de convertirlo todo en un chiste. Charlotte volvió la mirada hacia Crissy y se obligó a sonreír y proferir una carcajada espástica, como si todo hubiera sido en broma.
Crissy no estaba dispuesta a morderse la lengua.
—No estoy nada preocupada. Desde luego, espero que tú tampoco.
—Claro que no, Crissy. Sólo bromeaba? —Una oleada de humillación tras otra… Hasta su «Crissy» parecía haber quedado suspendido en el aire como una impertinencia. «¿Tú, nada menos que tú, te atreves a hacerte pasar por amiga de una douche como Crissy?».
Reparó en que Hoyt la miraba con el rabillo del ojo. Un tremor de risillas sofocadas procedente de atrás. Empezó a notarla… la herida de arma blanca de la base del cráneo.
—¿Os acordáis de ese tío, Lud Davis?, ¿el que llamaban Lud el Machote? —preguntó Hoyt—. Jugaba cuando yo iba a primero. Es el único defensa ofensivo blanco un poco bueno que hemos tenido, que yo sepa. También era de las montañas Azules, de un sitio que se llama Cumberland Gap. No sé por qué me acuerdo de eso. Cumberland Gap. —Miró a Charlotte y con un tono lleno de interés, quiso saber—: ¿Te suena Cumberland Gap?
Una vocecilla sometida:
—No… me parece que no… —Trató de pensar en algún comentario cordial.
Silencio.
—Bueno, pues era un cachondo —aseguró Hoyt—. Se pasaba media vida en el IM.
Vaya, qué alentador. Alguien podía ser de las montañas y, sin embargo, guay… Y qué condescendiente por su parte.
—Entonces seguro que lo veías a menudo —comentó Vanee.
—No hay nada de malo cuando eres la sobriedad en persona y tienes madurez más que de sobra.
—Bueno, pues yo que tú echaría un vistazo a tus reservas —recomendó Julián—, porque el lunes por la noche desperdiciaste madurez a base de bien.
—¿Qué es eso del lunes por la noche?
—La recepción aquella en Lapham. Tú también estabas, Crissy. Eran las ocho de la tarde, joder, y Hoyt iba tan ciego que se puso a preguntarle a la mujer del director, hostia puta, con cuántos hombres se había acostado en su vida. La tía miraba de un lado a otro en plan «¡Socorro! ¡Que alguien me quite a este bicho de encima!», y Hoyt dale que te pego: «Al grano, al grano, ¿cuántos?».
—No sé cómo puedes soltar tantas trolas sin que se te caiga la cara de vergüenza —repuso Hoyt, y volvió a apoyar la mano en el antebrazo de Charlotte—. No le hagas caso. ¿Cómo es esa historia de la isla en la que nadie dice la verdad?
—No es una historia, Hoyto —saltó Vanee—, es una especie de problema de mates.
—No me jodas —dijo Julián—. ¡Debiste de gritarle a la pobre señora «al grano» como cien veces! Di la verdad, cacho perro.
—Bueno… se comenta que le va la marcha —reconoció Hoyt—. Eso me dijeron unos tíos de Lapham. Fijo que el viejo Wasserstein no tiene la firmeza necesaria para responder a sus necesidades.
Los cinco se partieron de risa y las aguas volvieron a su cauce.
—Sé de buena tinta que… —empezó Nicole, y se embarcó en una historia sobre la esposa de algún otro director.
Hoyt volvió a inclinarse hacia Charlotte y esta vez le agarró la mano izquierda mientras la bañaba con una sonrisa imbuida de simpatía y encanto antes de decir:
—Wasserstein es el director de Lapham. Ya sabes cuál es Lapham, el de las gárgolas.
—¡Sí, claro que sí! —contestó Charlotte con un tono increíblemente más animado de lo que admitía el tema. Añadió una risilla, como si reconociese que el comentario de las gárgolas había sido de lo más gracioso.
Empezó a reírse con cualquier cosa supuestamente divertida: las historias sobre lo borracho que estaba uno, las historias sobre tal o cual pringado, las historias sobre lo guarra que era ésta o aquélla, las historias sobre mariconazos, las groserías proferidas con burlesco acento italiano: «Che tifollini»! (Julian).
Sólo se dio cuenta de hasta qué punto se ponía en ridículo cuando Vanee comentó que IP se llevaba a la gala a una chica que estaba como un tren, por increíble que pareciera; se llamaba Gloria.
—¡Hostia puta! —exclamó Julián—. O sea que le pone los cuernos a su propia mano, ¿no?
Eso hizo que todos se desternillaran, Crissy y Nicole incluidas, pero cuando Charlotte (que no tenía idea de qué significaba que IP le pusiera los cuernos a su propia mano) se sumó a ellos con su alegre vagido, los demás guardaron silencio de súbito. Se volvió. Todos estaban cruzando miradas cargadas de intención. Al parecer, la frase «hilarante» era una suerte de broma privada, y una advenediza que fingía entenderla no hacía sino revelar lo desesperada y servilmente que deseaba pertenecer a la cuadrilla. Resultó humillante en grado sumo. A esas alturas todos la consideraban una intrusa miserable. Para más inri, Hoyt se veía en la necesidad de inclinarse hacia ella y prestarle atención periódicamente, como para garantizarle que seguía existiendo en una compañía tan estupenda como la suya, y luego se reenganchaba a la diversión. Tantas historias idiotas, tantos chismes idiotas, tanto entusiasmo por un humor tan soez y un lenguaje tan vulgar por parte de unas niñas bien que sin duda se gastaban cientos de dólares en ropa para acabar poniéndose vaqueros, por muy caros que fueran, y niños bien, niños mimados, que llevaban pañoletas negras como si acabaran de salir del gueto porque la incongruencia y la ironía eran tan ingeniosas y tan divertidas…
¡Pero cómo iba a tirar la toalla! Se había sentido tan orgullosa de su «triunfo» al ser invitada por un chulazo de cuarto, un veterano indiscutiblemente guay, al baile de gala de su hermandad… Mimi y Bettina habían quedado impresionadas más allá de la envidia, porque se trataba de un ámbito al que ellas ni siquiera podían aspirar. Sólo podían especular. Y, naturalmente, había hecho la promesa de contárselo todo a su regreso…
El resto del viaje siguió las pautas establecidas. Los cinco miembros de hermandades cantaban (todos se sabían las letras de todo) y compartían chismorreos. Aunque en apariencia se limitaban a aportar detalles intrascendentes, a las dos zorras se les daba de maravilla destrozar la reputación de la gente. Impregnaban cualquier cosa de insinuaciones de carácter sexual, y practicaban ampliamente el «mierdés», puesto que les hacía muchísima gracia. Charlotte había tomado conciencia del putañés nada más llegar a Dupont, pero hasta ese momento no había entendido lo guay que, por lo visto, era recurrir a cualquier término escatológico relacionado con la mierda, el cagar y el culo en todas sus variantes: para hacer referencia a posesiones («¿dónde está tu mierda?»); mentiras o explicaciones engañosas («¿me has tomado por un mierda?», «no me vengas con esa mierda»); borracheras («lleva una mierda de cuidado»); líos («está con la mierda al cuello»); ineptitud («vaya mierda de defensa está hecho»); indiferencia («lo que diga ése me lo paso por el culo»); actitudes groseras, desconsideradas o desleales («vaya cagada les ha hecho»); conversaciones fútiles («no dijo una mierda», «me contó no sé qué mierda»); historias confusas («o alguna cagada por el estilo»); drogas («¿has traído esa mierda?», «se puso hasta el culo»); excreciones («soltar una mierda»); desprecio («una mierda pinchada en un palo»); sorpresas desagradables («casi se caga»); casos de ignorancia («no sabe una mierda», «no distingue el culo de las pestañas»); tíos pomposos («un cagarro como la copa de un pino», «ese mierdecilla»); situaciones desesperadas («se ha ido todo a la mierda»); decepciones («¡vaya mierda!»); estupor («¡mecagüen la leche!»); cosas inaceptables o incomestibles («una mierda así de alta», «sabe a mierda»); estrategias («no me vengas con esa mierda otra vez»); heces, literalmente («mierda»); tugurios («un antro de mierda»); admiración («un disco que te cagas en las bragas»); largos etcéteras («y masajes y toda esa mierda»); tíos engreídos («un mierda»); tíos asustadizos («un cagón»); expresiones de desprecio («mandar a la mierda»); exageraciones («un cerdo que te cagas»); improperios («se cagó en él») y situaciones de violencia («estalló la mierda», «se les vino la mierda encima»). Aun así, no dejaban de lado el putañés, y hablaron de la cantidad de chupitos que se habían zampado en la fiestecilla posterior a la fiesta del pabellón Deke (Delta Kappa Epsilon) y filosofaron sobre que no había que salir más tarde de las cuatro de la madrugada porque te arriesgabas a padecer la temida resaca de tarde. Hoyt estaba tan absorto en el asunto como todos los demás y, aunque miraba al frente para no quitar ojo a la carretera, Charlotte prácticamente veía su cerebro rotar ciento ochenta grados para estar con los demás en la parte de atrás. Cada tanto se volvía hacia ella y le ponía la mano derecha en el antebrazo izquierdo, sonreía y se zambullía en sus ojos como si hubiera algo muy profundo entre ellos. Todo en un máximo de diez segundos. La pobre intentaba convencerse de que era su modo de decir que, por mucho que hubiera otras cosas que reclamaran su atención, siempre estaba pensando en ella. A veces se ladeaba hacia la derecha y le cantaba un par de frases de alguna canción al oído, una canción que él y los otros cuatro disfrutaban de lo lindo canturreando y que ella, evidentemente, no se sabía. Un par de veces le pasó el brazo por los hombros y se inclinó tanto que sus cabezas entraron en contacto, y un par de veces le posó la mano con delicadeza hacia la mitad de la cara interna del muslo. En otras circunstancias se la habría apartado, porque quedaba a la vista de Vanee, Julián y las douches, pero las muestras de afecto de Hoyt eran lo único que la incluía mínimamente en el viaje y le ofrecía alguna posibilidad de redención social tras su invectiva sobre Sparta contra Crissy. Ese patinazo flotaba en el ambiente congestionado del Suburban como un olor putrefacto. Las atenciones de Hoyt eran una suerte de cuidados periódicos; de vez en cuando tenía que dar de comer a la mascota para tenerla tranquila hasta llegar a Washington.
Ella se devanaba los sesos en busca de estrategias de conversación, e invariablemente acababa deseando no haberlo intentado siquiera. En cierto momento Vanee afirmó que no tenía sentido intentar hablar con el presidente de la hermandad Deke a menos que te trajeras un detector de patrañas, así que Charlotte comentó con voz aflautada:
—¿Pues sabes que ahora existe algo parecido en neurociencia? Pones electrodos (creo que una docena) en el cuero cabelludo de alguien? Y empiezas a hacerle preguntas? Y si no dice la verdad, una parte concreta del cerebro se ilumina en una pantallita que hay. No tiene nada que ver con las emociones ni con el nerviosismo y todo eso, que es lo que pasa con un detector de mentiras normal. Se llama sonda delatora tomográfica por emisión de positrones, que es TEP, vamos, también se llama por las siglas: TEP… —Percibía ya la expresión aletargada y amodorrada de todos, y su voz concluyó débilmente—: Ya sé que es un nombre bastante raro, eso de sonda delatora tomográfica por emisión de positrones… —Sonrió para dar a entender que era consciente de que se trataba de un comentario propio de una empollona, y que eso era lo gracioso del asunto.
La respuesta de Vanee a semejante perla fue un único «Hummm», tras el que se volvió hacia Julián y prosiguió:
—Pues resulta que ayer le pregunto a ese mamonazo, le pregunto… Una vez más, Charlotte se había estrellado y había dado dos vueltas de campana.
Tomaron una amplia curva y se encontraron ante el Potomac, y al otro lado Washington… ¡La capital! Y ella, Charlotte Simmons, del condado de Alleghany, Carolina del Norte, llegaba en el grupo de los cien mejores estudiantes de todo el país, toda una «escolar presidencial», para ser recibida con honores, para conocer al presidente, para que se hiciera público lo que ella ya sabía en su fuero interno: Charlotte Simmons, procedente de las hondonadas del otro lado de las montañas, tenía un maravilloso futuro por delante. ¡La capital! Le había pedido a la señorita Pennington que circundara la rotonda cercana al monumento conmemorativo de Lincoln cuatro veces (quizá cinco) para ver bien la estatua del presidente, obra de Daniel Chester French, que la conmovió con su mirada desde las alturas, encaramado a su majestuoso trono, de una manera para la que no podían haberla preparado todas las fotografías y películas del mundo. Y ahora se acercaba a la misma gran ciudad un atardecer árido y gris con un golfo universitario llamado Hoyt Thorpe al volante y cuatro desconocidos sarcásticos y malhablados que no tenían el menor interés en ella, que de hecho les resultaba molesta y motivo de burla… ¿Y qué era lo que la conmovía en esta segunda llegada a Washington? En el mejor de los casos, la ansiedad; en el peor, el miedo.
El tráfico era denso en el puente y, a unos doscientos metros del monumento, delante de ellos se iluminó una galaxia de luces de freno y los vehículos quedaron completamente detenidos. Charlotte notó un impulso acuciante de bajarse del coche, de abrir la puerta sin pronunciar palabra, bajarse, despedirse con la mano y desaparecer. Tenía unos segundos (¿treinta, veinte?) antes de que volviera a ponerse en marcha el tráfico, pero sólo disponía de veinte dólares. ¿Cómo iba a regresar? «¡Qué más da! ¡Ahí está el monumento a Lincoln! ¡Ya conoces esa gran figura! ¡Es un compendio de la grandiosidad, la ambición, la honradez y la pureza de intenciones plasmadas en mármol! ¡Venga! ¡Siéntate, literalmente, a sus pies! ¡El resto se resolverá por sí solo!». Sí, pero ¿cómo iba a regresar tranquilamente al Patio Menor y anunciar que había tirado por la borda su gran triunfo?
«¡Soy Charlotte Simmons, la que está dispuesta a correr riesgos! Porque no soy como los demás…».
Demasiado tarde. El tráfico empezó a avanzar de nuevo. El monumento conmemorativo de Vietnam… no alcanzó a verlo desde allí; de todos modos ya estaba muy oscuro. El monumento a Washington… una vaga silueta a lo lejos… en absoluto conmovedora; umbría, moribunda, ignominiosa. ¿Tenía todo eso la menor importancia para los demás pasajeros? Estaban en la avenida Connecticut, en el cruce con la avenida Pennsylvania, lo que quería decir que la Casa Blanca quedaba a apenas doscientos metros en esa dirección. ¡Ella había estado! ¡Había estrechado la mano del presidente de la nación! ¡Charlotte Simmons! ¡Una escolar presidencial! A la robusta señorita Pennington, ataviada con uno de aquellos vestidos estampados inevitablemente fuera de lugar, se la había honrado en tanto que su mentora. ¡Y todo eso había sido apenas siete meses antes! Mientras que esa noche…
Esa noche las luces de los comercios de la parte baja de la avenida Connecticut constituían el firmamento. Llegaron a Dupont Circle (qué triste ironía, Dupont Circle) y tomaron la avenida Massachusetts en dirección noroeste… Charlotte la vio en su imaginación y de pronto ahí estaba: ¡la embajada británica! ¡Qué hermoso palacio georgiano! Habían agasajado a los escolares con una visita guiada… Aquella alacena con asombrosos motivos decorativos del palacio de Brighton Beach… ¡Se abría ante ella todo un mundo! El recuerdo la tentó, pero sabía que tendría la misma suerte que con la sonda delatora TEP, así que no dijo nada, y, si alguien más se dio cuenta de que estaban pasando por delante de una de las grandes joyas arquitectónicas de la capital (eso, si es que alguno era consciente de que estaban en la capital de la nación, no simplemente en la ciudad donde se encontraba el hotel al que se dirigían), desde luego consiguió disimular su entusiasmo.
El hotel Hyatt Ambassador parecía nuevo. Era una alta torre de fachada absolutamente diáfana, con hileras absolutamente idénticas de ventanas anodinas y un espectacular arco parabólico de hormigón que hacía las veces de pórtico de entrada al patio de coches.
Cuando se acercaban, Crissy sobresaltó a Charlotte al decirle en voz alta, cerca de la herida de arma blanca de la base del cráneo:
—Charlaaaaah —volvió a escaquearse de pronunciar la segunda sílaba—, haz el favor de decirle a tu amigo el hortera del gueto que se quite esa pijada de la cabeza. —Miró a Vanee—. Y tú también, chaval, que eres igual de hortera. Si te vieras la pinta tan cutre que tienes, con los ricitos de oro asomando por debajo de esa cosa…
Nicole, sentada junto a Julián en la tercera fila, coincidió:
—Tú sí que sabes, tía. —Y a Julián—: ¿Y tú qué, tío, no te da corte?
Hoyt volvió la cabeza para mirar a Vanee, y luego los tres chicos se miraron entre sí. Hoyt echó un vistazo por la ventanilla al botones, un joven negro no muy corpulento pero con los ojos y las mejillas hundidos que dan a una persona aspecto de impulsiva, vestido con una guerrera verde y canela, igual que un coronel caribeño, tirando de un lustroso carro de equipaje hecho con tubos de latón. Hoyt se encogió de hombros como quien no quiere la cosa y se quitó la pañoleta, y Vanee y Julián lo imitaron.
Luego, con la cabeza todavía vuelta hacia sus amigos, hizo un gesto en dirección al botones y sentenció:
—Que le den por culo.
El significado evidente era: «No nos hace falta recurrir a ese tío y luego tener que darle propina», pero Charlotte comprendió que en realidad lo que quería decir era: «No me he quitado la pañoleta porque me intimidara la presencia de ese chaval negro con pinta de tipo duro», aunque ella habría apostado a que el motivo sí había sido ése…
Crissy y Nicole entraron en el vestíbulo y Charlotte, que no sabía qué otra cosa hacer, las siguió mientras los chicos, que se habían deshecho del botones con un simple gruñido, descargaban el vehículo. ¿Por qué no se daban prisa? Charlotte ya se sentía incómoda, incompetente y superflua. Crissy y Nicole la dejaron de lado y se pusieron a conversar sobre lo que iban a ponerse para la cena.
En aquel momento volvía a sentir aquel deseo de estar en otra parte, así que se alejó de ellas y deambuló por el vestíbulo, como echando un vistazo despreocupado. Poco después su deambular ya no le resultó tan ocioso: no había visto un vestíbulo así en la vida. Recorrió unos cuarenta pasos y se encontró con que desaparecía el techo. Hizo un barrido ascendente con la mirada; toda la parte central del edificio era un inmenso espacio vacío circular, delimitado por galerías y ventanas que llegaban hasta la mismísima cima (no alcanzaba a imaginarse siquiera cuántas plantas tenía), una enorme cúpula con vistas al cielo. Una planta por debajo del vestíbulo, en la base del enorme cilindro, había un patio interior ajardinado. El suelo, de baldosas terracota, se veía entre el follaje de árboles y arbustos tropicales, enormes y plantados en grandes tiestos de cerámica. Hacia el fondo, un pianista, un bajista y un batería tocaban música latina amplificada que se sobreponía al fragor de una cascada y los chasquidos metálicos de platos y cubiertos. Alcanzó a ver mesas y pasarelas, puentecillos y escaleras de baldosas que ascendían hacia el vestíbulo en tramos serpenteantes de suaves curvas, con amplios descansillos allí donde cambiaban de sentido.
Nunca había visto un edificio semejante. La señorita Pennington y ella, como la mayoría de los escolares y sus mentores, se habían alojado en un hotel de la calle N, el Grosvenor, donde tenían los gastos pagados. Habían compartido una pequeña habitación con dos camas individuales, y la señorita Pennington había roncado toda la noche. De todos modos, había sido emocionante, porque ella nunca había dormido en un hotel. Para desayunar habían tomado gofres; tampoco había tomado nunca gofres, o al menos no con auténtico jarabe de arce, sólo con uno a base de aromas artificiales. Pero aquello no había sido nada en comparación con esto. Se le encendió una bombillita: Crissy y Nicole no habían visto lo que acababa de descubrir.
Se apresuró a volver con ellas. Seguían charla que te charla y no repararon en su presencia, o prefirieron no reparar en ella. Se acercó a Nicole, que parecía un poquito menos dura de pelar que Crissy, y con una sonrisa y ojos chispeantes dijo:
—¡Tenéis que venir a ver este hotel! Ahí mismo —señaló— hay un patio ajardinado, con árboles y una cascada, y por arriba hay un… espacio, un espacio vacío, y llega hasta el mismo tejado, ¡pero está todo dentro del edificio! ¡Tenéis que verlo!
La rubia Nicole interrumpió la conversación y le lanzó una mirada paciente rayana en el fastidio:
—¿Quieres decir un atrio?
—Ah, un atrio —dijo Charlotte—. No se me había ocurrido? ¿Quieres decir un atrio como los de las villas romanas? Es algo así, pero altísimo, como unas treinta plantas? ¡Venid a verlo!
—Hay uno en cada Hyatt. —Y se volvió hacia Crissy—. Bueno, como te decía, me parece que los tacones son muy altos, pero, o sea, ¿qué más da? Total, los tíos no saben bailar, y cuando lleguen a la pista seguro que ya van suuuperborrachos. O sea…
Charlotte siguió mirando a Nicole con la boca entreabierta. Tenía la sensación de haber recibido una patada en el estómago. Su gran descubrimiento arquitectónico no había hecho más que dejar a las claras, si es que hacía falta alguna prueba más, que era una simple palurda despistada. Nicole y Crissy se quedaron allí, con sus vaqueros perfectos, sus camisas perfectas, sus botas perfectas y sus caderas ladeadas perfectas, ignorando su existencia corpórea con una eficiencia perfecta.
Hoyt, Vanee y Julián, cargados de maletas, se acercaban a ellas. Gracias a Dios; la viajera solitaria sería rescatada del olvido.
—Vale, peña, ya tenemos las llaves. Vamos a subir —anunció Hoyt en tono animado. Miró a Charlotte—. Ah, oye, guapa —se inclinó de costado hacia ella, porque debía de llevar tres bultos bajo el brazo—, ¿te importa coger lo tuyo? De lo contrario se me va a caer el puto dedo.
Y ahí estaba su petate de lona, colgando del meñique doblado de su mano izquierda. Ella lo cogió, demasiado avergonzada como para decir una sola palabra.
—Gracias —dijo Hoyt, y luego miró a Crissy y Nicole y soltó una carcajada—. ¡Creía que se me iba a caer el puto dedo!
Charlotte se encontró plantada en el vestíbulo de aquel… aquel hotel palaciego, con zapatillas de deporte, vaqueros, camiseta y un anorak barato, relleno de bolitas de poliuretano, que le daba todo el aspecto de una diminuta granada de mano andante, una pobre huerfanita recién bajada de las montañas, perdida en medio de tanto lujo, con todas sus pertenencias en un petate de lona. Con una vocecilla menuda, derrotada, preguntó a Hoyt:
—¿Has cogido también mi llave?
—¿Tu llave? —La miró desconcertado—. Pues sí, claro. Tenemos las de todos. Vamos.
Crissy miró a Charlotte y le dedicó la sonrisa inexpresiva marca de la casa. Luego le dijo a Nicole:
—Qué lista es ésta. No sé por qué me he traído tantas cosas. O sea…
Nada de «Charlotte», ni siquiera «Charlaaaaah», sino «ésta».
Charlotte seguía cribando el comentario en busca de alguna connotación que delatara un sarca tres (sin dar con ninguna, aunque estaba segura de que tenía que haberla), cuando Nicole le preguntó:
—¿Qué vas a ponerte esta noche?
Automáticamente cauta, Charlotte no supo qué responder, temerosa de que saliese a relucir que Mimi le había prestado el vestido. Ni siquiera quiso enseñárselo así como estaba, hecho una bola en el fondo del petate.
—Pues un vestido y unos zapatos —contestó al cabo.
—Un vestido y unos zapatos… —repitió Nicole. Asintió varias veces como si rumiase aquella respuesta. Luego se volvió hacia Crissy y comentó—: No está mal la idea.
Las dos amigas empezaron a asentir, con la mirada baja y el semblante serio, como si meditaran sobre algo de notable profundidad. Charlotte se quedó hecha polvo, porque sabía que no era más que el clásico sarca tres.
—Espero que no te importe que lo pregunte… —intervino Crissy— pero ¿qué clase de vestido?
¡Qué le importaba! Era evidente que nada. Sólo quería más carnaza para asentir mirando a Nicole con sagacidad burlona. Pero daba igual. Charlotte ya no tenía fuerzas para nada. Se sentía derrotada y triste… triste por su inexperiencia, por sus deficiencias como chica. En ese aspecto no había avanzado nada desde los tiempos del instituto. Decepción consigo misma, compasión por sí misma, abyecta capitulación ante un enemigo más fuerte y esa patética agresión a la inversa que viene a decir: «¿Es que no te sientes culpable por haberme degradado de este modo?», lo que en buena medida, como bien reconoció para sí, había impulsado a Charlotte Simmons, la jovencita que tenía un maravilloso futuro por delante, no sólo a remontarse por encima de la ignorancia de su pueblucho perdido en las montañas, sino, en un alarde consciente de agresión a la inversa, a exagerarla:
—¿Qué clase de vestido? —repitió, exagerando al máximo el acento de pobre niña del Sur—. ¿Qué sé yo qué clase? Pues un vestido?
La autodenigración le produjo lo que buscaba: una excitación perversa. ¿Podía considerarse masoquista? Ni idea. Hasta el momento el masoquismo sólo había sido un concepto aprendido cuando la señorita Pennington le había hablado de los psicólogos de principios del siglo XX: Freud, Adler, Krafft-Ebing y compañía.
Ir en el ascensor con Hoyt, que bromeaba sobre todos los bolsos que llevaba bajo ambos brazos, la animó un poco. La habitación estaba prácticamente ocupada por dos grandes camas de matrimonio. Si se les sumaban dos mesitas de noche, una cómoda de madera baja, una reproducción de un pequeño escritorio antiguo con dos sillitas y un amplio armario de madera independiente (dentro del cual había un televisor gigantesco), apenas quedaba espacio para andar. Hoyt entró tras ella y dejó caer el equipaje encima de una cama con un fuerte suspiro.
—No está tan mal —comentó.
—¿Cuál es tu habitación? —preguntó Charlotte.
Alegremente:
—Yo también me quedo aquí.
—Pero yo creía…
—Eh, suerte hemos tenido de conseguir habitación, Charlotte.
Hoyt no podía… la cosa no podía quedar así. Pero, por otro lado, la había llamado por su nombre por primera vez en todo el viaje.
—Julián y Nicole comparten habitación con nosotros —comunicó Hoyt, como si fuera lo más natural del mundo.
Una punzada de pánico, pero entonces cayó en la cuenta de que sería mejor así, sería como ir de acampada, seguro que no pasaba nada raro si estaban todos en la misma habitación. Como ir de acampada… Se aferró a la palabra «acampada», con sus connotaciones de hoguera de campamento y un buen sueño descabezado en un cómodo saco de dormir.
Poco después llegaron Julián y Nicole; él dejó caer su brazada de bultos en la otra cama con el mismo tipo de suspiro.
—Anda que no llevas equipaje. Pijadas de tía —añadió, sonriendo a Nicole.
—¿Dónde están Vanee y Crissy? —preguntó ésta.
—Un par de habitaciones más allá —explicó Hoyt, y se puso a charlar con Julián y Nicole.
Charlotte estaba ocupada revisando la habitación y tratando de averiguar cómo se las arreglaría el personal del hotel para meter las camas plegables; la habitación ya estaba llena a rebosar.
—Aydiosmío, son las cinco y media —se sorprendió Nicole.
Ésa era otra, ya que lo había mencionado Nicole: la cena era a las seis y media. ¿Dónde iban a cambiarse todos? ¿Cómo iban a ducharse? Cuatro personas en un espacio tan reducido, chicos y chicas, cambiándose, duchándose, peinándose, emperifollándose…
Se sentó en el borde de la cama donde Hoyt había dejado todo el equipaje, se cogió la barbilla con el dedo índice y se planteó la situación.
—Entonces más vale que no perdamos tiempo —propuso Julián—. Eh, Nicole, pásame el asa. Está en el bolso rojo y negro, el de tenis.
—Cógela tú, tío. Esas cosas pesan.
Julián suspiró, pero Hoyt se ofreció a sacarla él. Metió la mano en el bolso y extrajo una gran botella de plástico, más parecida a una garrafa, en realidad, con un asa de plástico. Era tan pesada que se apreció el temblor en el brazo de Hoyt cuando se la pasó a Julián. En una etiqueta amarilla se leía: ARISTOCRAT VODKA.
Entonces Hoyt rebuscó en una de sus bolsas y sacó una botella de zumo de naranja y vasos de plástico, y Julián lo dispuso todo en la cómoda, a modo de bar. Charlotte se puso inmediatamente alerta: ¡eran las cinco y media de la tarde!
Julián empezó a retirar el precinto de plástico de la garrafa de vodka y Hoyt hizo lo propio con la botella de zumo. Lo hacían con tanto afán que aparentaban no poder esperar un segundo más para meterse el alcohol en el cuerpo. Charlotte intentó convencerse de que todo aquello era una aventura. Le parecía escuchar la voz de Laurie al teléfono: «La uni va a ser la única época de tu vida en que vas a poder experimentar de verdad, y cuando acabes los recuerdos de todo el mundo se evaporarán». Sin embargo, eso no la hizo sentirse mejor.
Se quedó sentada en la cama, con Julián de espaldas, pero alcanzó a oír un voluble y voluminoso caer a plomo de líquido, glup, glup, glup, cuando él vertió la primera ración de vodka en un vaso. Luego añadió zumo de naranja, aunque no pudo ser mucho, porque tanto caer a plomo tenía que haber casi llenado el vaso.
Ofreció el vaso a Nicole, sentada en la otra cama, quien de inmediato bebió un buen sorbo y luego se echó hacia delante, con los ojos bizcos y lagrimosos, y profirió un ruido exagerado, medio gemido, medio suspiro:
—Joder, Julián, ¿no le falta un pelo de vodka?
—Tú aguantas eso y más.
Nicole se apresuró a darle la razón metiéndose otro trago entre pecho y espalda para luego inclinar el torso, sonreír y enarcar las cejas dando a entender que la combinación estaba un poco cargada pero producía el efecto deseado.
Julián llenó un par de vasos más casi hasta el borde de vodka.
Hoyt se sentó en la cama junto a Charlotte y empezó a acariciarle la espalda. Ella habría preferido que no lo hiciera delante de aquellas personas a las que apenas conocía, pero al menos aquel gesto la incluía.
Mientras tanto, Nicole había tomado otro trago y cogido el teléfono, situado entre las dos camas. Por el tono de complicidad con que hablaba, Charlotte dedujo que había llamado a la habitación de Crissy.
—No sé, tía, estamos como de precalentamiento. —Se cubrió la boca y el auricular con la mano y bajó la voz, pero Charlotte estaba tan cerca que seguía oyéndola—: ¿Dónde está qué…? Ah, ¿quieres decir el tumor? —Rio algún comentario de Crissy—. A ver. Tienes tres oportunidades para adivinarlo, y las dos últimas no valen… —Volvió a reírse—. Eso es… aquí mismo, no sé si me entiendes.
Charlotte sí que la entendía. Hablaban de ella. Era un tumor, una dolencia repugnante de la que no podían librarse.
Hoyt ya había pasado de acariciarle la espalda a frotarle el hombro con un movimiento circular, lo cual era más embarazoso aún, pero mientras la deseara… Hoyt, el chulazo más guapo, el más guay de la hermandad… Lo que pudieran pensar de ella las chicas como Nicole y Crissy no tenía ninguna importancia, se dijo.
—¿Qué quieres? —le preguntó Hoyt—. Venga, tranqui.
Sólo entonces cayó en la cuenta de lo rígido que tenía el cuerpo.
—¿Que qué quiero?
—De beber.
—Ah, nada, gracias. Quizás un poco de zumo.
—Zumo, anda ya… ¿No quieres que te eche un dedo de vodka?
—No, no hace falta, de verdad.
Empezó a frotarle el hombro de nuevo, cada vez más fuerte, pero al mismo tiempo con atenta ternura, cosa que a ella le agradó, y no sólo eso, sino que también tuvo la sensación de que era importante, era importante que Nicole y Julián se dieran cuenta. Sus manos eran grandes y la relajaban… y le gustaba sentirlas por el cuerpo. Empezó a notar el hombro un poco más caliente y no pudo resistirse a mirar a Hoyt. Le encantó el modo en que la observaba desde arriba. La ternura y la calidez de su sonrisa… ¡y era tan guapo! La hendidura de la barbilla, los deslumbrantes ojos color avellana completamente absortos en ella… Estaba pidiéndole algo que no le hacía mucha gracia, pero tampoco quería que dejara de mirarla con aquella expresión traviesa, aquel aire misteriosamente lascivo y al tiempo cariñoso… La expresión de Hoyt constituía para ella una protección inviolable ante las sonrisillas, las miradas de soslayo en plan sarca tres y las lucubraciones fingidas de Nicole y Crissy.
—Bueno, un poquito —accedió al cabo.
Hoyt extendió el brazo, cogió la garrafa de vodka de la cómoda y, al igual que Julián, pareció incapaz de controlar el flujo y prácticamente llenó un vaso, al que sólo añadió un chorrito de zumo de naranja.
—Un poquito de zumo no. ¡Quería decir un poquito de vodka! —Añadió una risilla para sugerir que empezaba a integrarse en el ambiente y ya no permanecía rígida y ansiosa en el borde de la cama.
Imposible evitar que esa risilla se notara nerviosa, no obstante. Todos la miraron para ver qué hacía con el vaso, que sostenía como si fuera un explosivo a punto de detonar. Hizo el esfuerzo de llevárselo a los labios, tragó y torció el gesto. Julián y Hoyt se echaron a reír de buen rollo. Qué sabor tan asqueroso. El líquido le pasó, acre y ardiente, por la garganta, y cayó a plomo en el estómago, de donde brotó un asqueroso regusto dulzón, pero entonces vio que Nicole ya estaba apurando su vaso y se lo devolvía a Julián, al parecer para que se lo rellenara. De pronto cobró una importancia tremenda que Nicole no pareciera más guay que ella, más divertida, más madura, de un planeta más sofisticado. Tomó otro sorbo. No es que le supiera mejor, pero al menos esta vez no torció el gesto.
En vez de eso, levantó la mirada hacia Hoyt y anunció:
—¡La verdad es que no está tan malo! —Y añadió una sonrisa con la esperanza de que la considerara sincera.
Quizá si conseguía acabarse la copa se sentiría mejor de veras. Al fin y al cabo, se suponía que el alcohol era relajante. En cualquier caso, si bebía ahora, luego en la fiesta tal vez no se sentiría como una convidada de piedra, como una novata advenediza, una palurda, una inadaptada en una mesa llena de chicas de colegios privados más animadas, mayores, más guais y perfectamente rubias, miembros de las hermandades más elegantes. ¿Por qué habría de verse reducida a lo que pensaban de ella Nicole y Crissy? Al fin y al cabo… ¡era Charlotte Simmons! Y las cosas no iban tan mal, ¿verdad? Seguía siendo una estudiante de primero tan atractiva que el chulazo más guay de Saint Ray, tal vez el más guay de todas las hermandades, le había pedido que fuera su pareja en esa gala…
En aquel preciso instante, el chulazo más guay le daba un masaje en la nuca, lo que la hacía sentirse segura, vacunada contra los demás, y cada vez que levantaba la vista, él seguía mirándola con una sonrisa maravillosa que pasaba de tierna a maliciosa y de nuevo a tierna en un abrir y cerrar de ojos, así que bebió un poco más. ¿Qué podía haber de malo en ello? Y no era sólo Hoyt, también estaban Julián y Nicole… Julián era un chico muy atractivo y, si conseguía mirar con objetividad a Nicole por un momento, resultaba una rubia preciosa. Echó otro trago de vodka y luego otro. Y había que decir lo mismo de Crissy, si se pensaba con imparcialidad… y de Charlotte Simmons, a menos que se equivocara de medio a medio con respecto al rostro que veía en el espejo. Si alguien más los viera en ese momento, diría que Charlotte Simmons formaba parte del grupo más selecto de Dupont… y que el chulazo más guay de toda la universidad la miraba con cara de no desear nada más en el mundo. Bebió otro trago… El truco del alcohol era no pensar en el sabor. Lo importante no era cómo entraba el vodka, sino la forma en que tocaba fondo en el estómago y luego rebotaba como una especie de súbita lozanía que te caldeaba todo el torso y te permitía relajarte. Una vez comprendías que no tomabas una copa de alcohol sino una sensación, dejaba de saber tan mal…
Cuando le pasó el vaso a Julián para que le sirviera más, nadie se fijó. Nada de alegres vítores, ni de «muy bien, Charlotte», ni de «así se hace». Era buena señal, quería decir que parecía más relajada. En realidad sí se sentía más tranquila.
Cayó en la cuenta de que había consumido más alcohol en los últimos minutos que en toda su vida, contando incluso las cervezas que había paseado por el pabellón Saint Ray. ¿Y el efecto? No era en absoluto lo que se temía. Se sentía menos atemorizada por la situación y continuaba en plena posesión de sus facultades. Siempre y cuando Hoyt anduviera cerca, no tenía nada de qué preocuparse. De hecho, una vez empezó con la segunda copa tuvo la sensación de que todo el mundo, incluso Nicole, la aceptaba como parte válida del «precalentamiento», puestos a utilizar el término de Nicole, que sin duda tenía que ver con los picnics previos a los partidos.
Poco más tarde Nicole agarró la bolsa en que llevaba el vestido y un montón de cosas más y desapareció en el cuarto de baño para arreglarse con vistas a la cena. Y siguió allí dentro un buen rato y luego otro buen rato.
Para asombro de Charlotte, Julián y Hoyt empezaron a quitarse los pantalones.
—Tú, como si nada —recomendó Julián con una mueca alegre—. Procuramos no andarnos con formalidades en estas galas formales. ¿Verdad, Hoyt?
—Nos cambiamos en un momento —aseguró éste, y enarcó las cejas hacia el cuarto de baño para dar a entender que no les quedaba opción.
Antes de que Charlotte se diera cuenta, los dos muchachos se habían quitado también las camisas y estaban plantados delante de la cómoda con calzoncillos tipo bóxer a cuadros y camisetas. Charlotte debía de tener los ojos como platos, porque Julián ladeó la cabeza hacia ella con un gesto entre serio y burlón, y dijo:
—No creo que vayamos a hacer nada más… ¿Qué dices tú, Hoyto?
Y esbozó una sonrisa de lascivia socarrona, ¿o era socarrona sin más, sin el lado lascivo? No obstante, Charlotte no estaba alarmada como lo habría estado de ordinario. Sí, sabía que estaba ocurriendo algo raro, pero lo observaba con atención para averiguar qué era.
—Bueno, no sé —contestó Hoyt, mirándola con gesto de que sólo bromeaba—: Me parece que ahora la pelota está en el campo de Charlotte.
—¿Qué tal si nos montamos un trío? —propuso Julián y soltó una risotada. Los dos lingotazos de vodka empezaban a causarle efecto.
—Qué moñas eres, Julián —respondió Hoyt—. ¡En un buen ménage a trois hay tres personas, pero no son dos tíos y una tía!
Charlotte tuvo el aplomo suficiente para intentar mostrarse ingeniosa:
—Significa quehaceres domésticos para tres.
—¿Cómo que «quehaceres domésticos para tres»? —preguntó Julián.
—Ménage significa «quehaceres domésticos» en francés.
—¿Quehaceres domésticos? —se sorprendió aún más Julián—. Pero ¿qué dices, Charlotte?
La ocurrencia se vino abajo, agonizante, pero había tenido un lado bueno: tras pasar en su compañía las cuatro o cinco últimas horas, Julián la había llamado finalmente por su nombre.
—Quehaceres… —repitió Hoyt, en un intento de salvar la situación—. La verdad es que tiene su gracia. Si no fueras tan animal, Julián, intentaría di-lu-ci-darte.
—Dilucidarme. ¿Quién era el moñas? —preguntó Julián a Charlotte—. Yo sí que tengo algo para ti. —Empezó a enarcar las cejas con aire ridículamente sugestivo. Había alcanzado la categoría de… borracho.
De súbito acometió un bailecillo en plan hip-hop, meneando caderas y hombros y manteniendo la mirada fija en los ojos de Charlotte… y ella se dio cuenta de que en cierto modo él lo había dicho en serio. Empezó a sentirse sexy y a gusto.
Julián aún bailaba en honor de Charlotte cuando Nicole salió por fin del cuarto de baño. Charlotte la vio, pero Julián estaba de espaldas a la puerta. Iba perfectamente maquillada, quizás un pelín más de lo debido, y llevaba un vestido de tubo hasta las rodillas y zapatos negros de tacón de aguja. En ese momento la concepción que Charlotte tenía del mundo se redujo a una sola pregunta: qué aspecto tendría ella al lado de una rubia tan elegante como Nicole. ¡Gracias a Dios, un rayo de esperanza!: la cazadora de ante de Nicole había ocultado un pecho más bien plano, un pecho de chico, un pecho que Charlotte podía superar. Todo eso lo calculó su mente en un instante. Al siguiente, el rostro perfecto de Nicole se desencajó: su pareja se había puesto a bailar en paños menores para la de otro: la de Hoyt.
Éste, que estaba de cara a ella, dijo:
—Hooola, Nicole. ¡Qué buena estás!
Julián paró en seco.
—No me lo distraigas, por favor —pidió Nicole—. Nunca había visto a Ju bailar con tanta pasión, y menos en calzoncillos.
Julián se volvió de inmediato, levantó las manos en gesto de rendición y se excusó:
—Estábamos esperando a que terminaras.
No era el Julián superguay de Saint Ray. No; era el típico hombre pillado con el culo al aire.
A Charlotte aquello la satisfizo profundamente; la reacción culpable le dio a entender que lo de Julián no era una mera broma. Por otro lado, tuvo el repentino deseo de no estar en la habitación por lo que pudiera ocurrir a renglón seguido, así que se levantó, cogió el petate y se fue directa al cuarto de baño.
Al cruzarse con Nicole le preguntó:
—¿Ya has acabado?
La otra la miró como si fuera transparente.
El cuarto de baño, pequeño y abarrotado, estaba pintado en pálidos tonos de lo que parecía… ¿qué…?, ¿queso rancio? La bañera y el retrete eran de un color parecido al de la mozzarella pasada. La cortina de la ducha parecía mozzarella gomosa además de rancia. La encimera de la pila abarcaba toda la longitud del amplio espejo y era una gruesa plancha de plástico con un falso veteado azulón que, supuestamente, imitaba al mármol; muy al contrario, parecía roque fort… Y tanto pensar en quesos empezó a revolverle la bilis, así que lo dejó.
Se quitó vaqueros y camiseta y se puso delante del espejo para darse un buen repaso en sujetador y bragas. Un rostro joven y blanco como la nieve le devolvió la mirada.
¡Estaba pasando el tiempo! A toda prisa, sacó del petate el rímel, el lápiz de ojos, la sombra de ojos, el cepillo y el brillo de labios que le había prestado Bettina… pero no conseguía que sus manos aplicaran el maquillaje. La condena que su madre hacía de las mujeres pintarrajeadas había calado hondo y a una edad muy temprana, de modo que optó por ponerse sólo un poco de brillo de labios transparente, pero luego vio el rímel… Con un poquito no hacía daño a nadie, así que se dio un toquecito… ¡No estaba nada mal!
Se puso el vestido rojo de Mimi por la cabeza y se calzó los exagerados zapatos con tacón de aguja, también de su amiga. ¡Uau! Tuvo la impresión de que se elevaba un palmo en el espejo. «¡No te lo crees ni tú!», le dijo a la carita nivea, que le ofreció una sonrisa picarona. Entonces echó un buen vistazo a los muslos de Charlotte Simmons, porque («¡aydiosmío, mira eso!») el vestido rojo caía apenas unos diez centímetros por debajo de la braga. ¡Cuando se lo había enseñado Mimi no parecía tan cortito! Encaramada a unos tacones altos como ésos, la chica del espejo tenía aspecto de patinadora sobre hielo. Se cimbreó a derecha e izquierda, bailando con Charlotte Simmons. Cada vez que Charlotte Simmons hacía ondear el vestido, ella, a este lado del espejo, atisbaba a ver fugazmente las bragas y el arranque de la firme curva ascendente de un trasero recio y perfectamente torneado. Normalmente, Charlotte Simmons se habría escandalizado y amilanado ante lo que pudieran pensar los demás, pero esa noche iba a pasarlo por alto. La pobre ya había tenido suficiente por un día, preocupada en todo momento por lo que opinaran los otros. «¿A quién le importa lo que piensen los demás?», preguntó a la Charlotte Simmons del espejo a viva voz.
Cuando salió del cuarto de baño, se sintió como una modelo en la pasarela, aunque no intentó ponerse a andar como si estuviera desfilando. Desde luego, Hoyt y Julián se quedaron pasmados. Tenían todo el aspecto de querer comérsela de un solo bocado. Sin embargo, no se atrevieron a decir nada en presencia de Nicole.
Ésta también la miraba de arriba abajo. Se le formaron unas arruguitas en el ceño, pero adoptó un tono de alegre camaradería:
—¡Bueno, bueno, sí que es corto! ¿Cómo vas a sentarte, Charlotte?
—Ay, ya me las apañaré —respondió ella, feliz ante la reacción de su rival.
Se notaba un tanto desnuda, pero también un tanto despreocupada, desenvuelta. No, la palabra no era «desenvuelta» sino «sexy». Ni siquiera cuando iba con los pantaloncitos blancos y las sandalias, enseñando las piernas desde arriba hasta los dedos de los pies, se sentía tan sexy.
Hoyt empezó a dispensarle tantas atenciones que casi daba vergüenza ajena. Allí donde se sentaba ella, él se sentaba a su lado, le acariciaba el hombro, la espalda, la pierna (sólo la cara exterior, lo que tampoco era tan grave, pues ya de entrada llevaba buena parte de la pierna al aire), la mejilla, el pelo desde donde caía en un torrente por la nuca y el cuello…
Nicole no estaba muy locuaz. Para empezar, Julián, que estaba pillándose una buena, dirigía de vez en cuando sus apostillas de estudiante gamberro a Charlotte y no a ella. Con Hoyt, no tenía rival. Se le veía extasiado. Era curioso lo rápido que podían cambiar las cosas… y quien ríe último, ríe mejor.
Al cabo, los cuatro bajaron a cenar.