22

Estrechar la mano de la fortuna

¡Qué emoción! La Comisión de Grandes Fiestas jamás se había reunido en la habitación de Charlotte, donde gobernaba Beverly, tan estupenda ella, tan de internado, tan distante, pero las circunstancias eran extraordinarias: un chico de cuarto, miembro de la hermandad más guay, Saint Ray, había invitado a Charlotte, que iba a primero, para que lo acompañara a una «gala» de Saint Ray que implicaba pasar la noche a Washington. Las preguntas que se planteaban a la comisión eran dos: ¿debía ir o no debía ir?, y ¿exactamente qué era una gala?

Bettina y Mimi miraban boquiabiertas a un lado y otro y de nuevo al primero, donde la galaxia de prodigios electrónicos de Beverly se elevaba por encima de una jungla de cables enchufados en enormes alargues color crema… Un televisor de plasma que giraba sobre una base de acero inoxidable, un cargador colocado encima del escritorio, una nevera, un fax, un espejo de maquillaje rodeado de bombillitas… Aquello no tenía fin. Y en contraste, el otro lado del cuarto parecía… bueno, abandonado… Un escritorio de madera sencillo, el típico de las residencias de Dupont, una silla de respaldo recto, la cómoda y un único aparato eléctrico, un flexo viejo y oxidado colocado encima de la mesa.

—¿Tu lado cuál es? —preguntó Mimi.

—Adivina —contestó Charlotte.

La ropa de Beverly y sus toallas estaban desparramadas por la cama sin hacer, con su maraña de sábanas y mantas, y en el suelo, en un mar de pelusa, flotaban cantidades ingentes de zapatos, no siempre emparejados, tirados de cualquier forma.

—¿Dónde está Beverly? —preguntó Mimi.

—No tengo ni idea de adonde va —contestó Charlotte, acercando la silla de respaldo recto para ponerla de frente a las camas—. No vuelve antes de las dos o las tres de la mañana, si es que vuelve.

Así pues, tranquilizada, Mimi se sentó en la silla giratoria y modernísima del escritorio de Beverly, le dio una vuelta de trescientos sesenta grados y se acercó rodando hasta Charlotte. Bettina se había aposentado en la cama de su amiga.

Charlotte estaba empezando a arrepentirse de haberles contado lo de la gala, pero ¿cómo podía haberse contenido? Eran sus mejores amigas, y la función tácita y secreta de la Comisión de Grandes Fiestas era animarse mutuamente mientras buscaban cómo ascender en el escalafón social y dejar de ser unas parias. Además, le apetecía muchísimo que le dijeran que no pasaba nada por irse a una fiesta de una hermandad… Y si además todo el mundo se quedaba con la idea de que ya estaba en pleno ascenso, pues miel sobre hojuelas.

—He oído hablar de esas galas —aseguró Bettina—, pero no sé muy bien qué son. ¿Qué son?

—Pues, la verdad… —empezó Charlotte.

—Un momento. Da marcha atrás. Rebobina —la cortó Bettina—. Quiero saber cómo ha sucedido todo esto. Lo último que recuerdo es aquella pelea en el aparcamiento. ¿Y ahora de repente te invita a la gala de su hermandad? Seguro que os habéis visto desde entonces… o algo.

—Sí, claro —contestó Charlotte, como si fuera a un tiempo evidente e intrascendente, vuelta hacia Mimi para no mirar a Bettina, que era su amiga más íntima. No les había contado nada sobre las visitas a Hoyt después de aquel día—. Luego fui a Saint Ray a darle las gracias. Bueno, es que, no sé… Se jugó la vida, ¿no?

—¿Fuiste a verlo aquella misma noche? —se sorprendió Bettina. Charlotte se vio obligada a mirarla. ¡Santo cielo, qué consternación había en su rostro! Lo interpretó no sólo como un gesto de asombro, sino más bien de asombro ante una traición—. Vinimos aquí contigo y nos quedamos contigo dos horas mientras tú te pegabas una buena llorera tumbada en esa cama.

—No he dicho que fuera aquella misma noche —explicó—. Fue un par de días después.

—Entonces ¿fue antes de que se ligara a aquella rubia en el IM?

—Supongo… No sé.

—Qué curioso, no tuviste oportunidad de contárnoslo. Charlotte se sentía tan culpable que temió haberse puesto como un tomate.

—Solo quería ser agradecida, era lo mínimo. Es que si no hubiera sido por él… —No completó la frase. Cuantas más palabras decía, más culpa supuraba por la herida.

—Uau, qué maja, ¿no? Lástima que te olvidaras de hacernos saber que tienes tan buenos modales.

Charlotte se sintió tan pequeñita que no tuvo fuerza para combatir el sarcasmo.

—Es que entonces no lo consideré importante. —No sonó a la defensiva; su tono fue aún peor: huidizo.

—Y entonces en aquel momento te invitó a la gala —terció Mimi. Su cara era una boca inexpresiva colocada bajo unos ojos enormes carentes de toda malicia, la típica actitud de sarca tres.

—Noooooo —replicó Charlotte, con una aire tan evasivo como el de antes, mientras no dejaba de barajar posibles evasivas—. Es que como que nos hemos visto unas cuantas veces desde entonces…

Bettina y Mimi exclamaron al unísono:

—¿Que qué?

—Pues que… bueno, como que… nos hemos visto.

—¡Ah, os habéis visto! —repitió Mimi. Una pausa—. ¿Y puede saberse dónde?

—Sobre todo en Saint Ray, supongo. Pero no ha pasado nada. ¡Os lo juro! Siempre ha habido un montón de gente delante. Todo el mundo estaba por allí viendo la tele y tal. Y nunca he subido a los pisos de arriba. Os doy mi palabra.

—¡Me da exactamente igual que hayas subido o no! —exclamó Mimi.

«Oh, Dios mío —pensó Charlotte—. Las he traicionado. ¿Por qué no les he dicho nada, aunque fuera algo insignificante, sobre las visitas a Hoyt?».

En voz alta:

—Bueno, da igual, no he subido. Todas esas chicas están mal de la cabeza. Si vierais cómo van sólo a enrollarse con los tíos. Es muy… muy degradante. Yo eso a Hoyt se lo he dejado muy clarito.

—¿Quieres decir que no te has enrollado nunca con él? —se sorprendió Mimi.

—Noooooo… —En cuanto empezó a decirlo se dio cuenta de que era el «no» más impreciso del mundo—. Nunca he estado a solas con él en Saint Ray. —Puso énfasis en el «a solas» para desviar la atención de la flexibilidad retórica del resto de la frase. Ya tenía la amígdala (¿o era el núcleo caudado?) encendida con el recuerdo de las exploraciones de «la mano» en el aparcamiento del Patio Menor.

—¿Y él no lo ha intentado? —insistió Mimi.

—Bueno, supongo que intentarlo sí que lo ha intentado. Como todos. Pero se lo dejé bien clarito? —Se percató de que Bettina dirigía una mirada cargada de sarca tres a Mimi—. Me da la impresión de que no os lo creéis, pero se ha comportado como un caballero desde aquella primera noche en Saint Ray? —¿Por qué volvía a las afirmaciones entonadas como interrogaciones? En el fondo estaba suplicándoles que aceptaran su versión de los hechos sin rechistar y le recomendaran que fuera a la gala y se lo pasara bien—. Ya tiene claro qué opino de todo eso, pero lo que quiero saber es si queda fatal que me vaya con él a Washington estando así las cosas.

—¡Ja! —soltó Bettina en seco, sin sonreír lo más mínimo—. Una ya no sabe si se puede quedar fatal tal como está el patio. —No era la respuesta que buscaba Charlotte—. Pero ¿exactamente en qué consisten esas galas?

—Ah, son cosas de las hermandades, tanto de chicos como de chicas —explicó Mimi, que se las daba de entendida en esos temas—. Básicamente, los tíos se ponen esmoquin y las tías vestido, y montan una fiesta fuera del campus, en algún sitio como La Posada de Chester. O se van más lejos y pasan la noche fuera, y se supone que por eso es como superespecial.

—Sí, vale, pero ¿exactamente qué hacen en una gala? —se empeñó Bettina.

—No lo sé. No he ido nunca, pero seguro que lo mismo que en todas las fiestas: los tíos se ponen ciegos y gritan mucho y las tías se ponen hasta el culo y vomitan mucho, y los tíos tratan de aprovecharse y al día siguiente las tías van del plan que no se acuerdan de nada y los tíos se acuerdan de la hostia de cosas, aunque sólo sean imaginaciones suyas. Lo que pasa es que van mejor vestidos y la comida es mejor.

Las tres se echaron a reír al unísono, pero, a pesar de las alegres carcajadas, Charlotte oyó una voz que hablaba por un móvil… en el pasillo… Sólo podía ser…

Se abrió la puerta y apareció Beverly, con la cabeza inclinada hacia el teléfono pegado a la oreja y seguida por Erica. Beverly se detuvo en seco, con el móvil aún pegado, y fulminó con la mirada a quien no sólo estaba en su habitación, sino también sentada en su silla: Mimi, que se puso muy tensa en el borde del asiento, como preparada para abandonar el nido en cualquier momento, como una golondrina en un granero.

Luego clavó la mirada en Charlotte. Por el teléfono dijo:

—Jan… Jan… Ya lo sé… Tengo que cortar. Te llamo.

Dio un par de pasos más. Ya estaba en mitad de la habitación y seguía mirando a Charlotte. Erica siguió sus pasos y Charlotte aprovechó el momento para ponerse en pie y exclamar:

—¡Hola, Erica!

Básicamente, no quería que Beverly hiciera su entrada triunfal mirándola por encima del hombro y tampoco le apetecía levantarse en señal de respeto.

Erica le dirigió una sonrisa gélida que Charlotte tenía etiquetada como de Groton. Sin dar oportunidad a Beverly de abrir la boca, Charlotte dijo:

—Lo siento, Beverly. No me pareció que fueras a volver. Estábamos… esto, en una especie de reunión. —No se atrevió a entrar en detalles—. Ésta es Erica? Mimi? Bettina?

Erica las miró a todas lo suficiente para helarles la sangre con una mueca adusta y fulminante de niña bien. Beverly sólo miró a Mimi y Bettina, y eso fue todo.

—Bueno… —empezó, dirigiéndose con gesto neutral a Charlotte, que lo clasificó como sarca dos—. ¿Qué pasa aquí?

Charlotte no tenía ni idea de qué contestar, pero Bettina le echó un cable:

—Es una crisis de primera, Beverly.

Charlotte se percató, por el tono de Bettina y por la forma ultrafamiliar en que empleó el nombre de su compañera de cuarto, de que estaba harta de que todo el mundo se arrodillara ante aquel supuesto dechado de virtudes de la élite educada en internados, y esa rabia procedía de la consciencia de que, pese a todos los recursos de la Comisión de Grandes Fiestas para desmantelar la categoría y el valor de esa élite, en el fondo seguía considerando que sus miembros estaban por encima de ellas.

—Uau —contestó Beverly con total desinterés, al más puro estilo sarca tres. Ni siquiera miró a Bettina, sólo a Charlotte. Volvió las palmas hacia arriba con gesto de desgana y añadió con la misma entonación—: Tiene que ser noticia de primera plana. ¿De qué se trata?

Charlotte no quiso dar la impresión de que escondía la cabeza bajo el ala delante de su compañera de cuarto, así que lo soltó sin más:

—Me han invitado a una gala y estoy planteándome si ir o no.

—¿En serio? ¿Con quién?

—Hoyt Thorpe.

Erica saltó:

—¿Hoyt… Thorpe? —Se le dibujó una gran sonrisa de incredulidad y los ojos se le saltaban de las órbitas—. ¿Lo dices en serio? —Era la primera vez que respondía directamente a algo dicho o hecho por Charlotte.

—Pues sí…

—¿Y dónde va a ser? —Los mismos ojos saltones y una expresión que oscilaba entre la risa y la estupefacción.

La voz de Charlotte se quebró un poco al responder:

—Washington… —Aquella guarra tan estirada la ponía de los nervios.

—¿Washington DC?

—Pues sí…

—¿Y cómo demonios te ha sucedido eso a ti? —preguntó Erica, y sin más emitió una carcajada nerviosa de niña de internado.

—Es que Charlotte conoce a Hoyt Thorpe —explicó Beverly. Ni siquiera sarca tres, sino sarca uno puro y duro.

Erica puso cara de seriedad y preocupación, todo muy sarca tres, y dijo:

—Ya sabes a quién invitan a esas galas, sobre todo los de Saint Ray y… Hoyt Thorpe.

—Espero que te lleves bien con todas las putas de hermandad —apostilló Beverly.

—Hoyt no me preocupa lo más mínimo —aseguró la aludida—. Para nada. Hoyt sabe perfectamente que conmigo no puede… pues… probar eso que estáis insinuando. Y yo no sé nada de ninguna «puta de hermandad».

—Vale, pero sobre todo no acabes convertida en eso precisamente —aconsejó Erica.

—¡Ja! ¿Charlotte una puta de hermandad? —terció Beverly—. ¡Seguro que se lleva el pijama y la bata y se empeña en dormir en el sofá!

—Oye, que no me he ido. Además, ¿a ti qué te importa dónde duermo?

—Uh, uh, qué quisquillosas estamos —replicó Beverly.

—Bueno, perdona que no pregone a los cuatro vientos dónde duermo, como haces tú.

—¡Va, venga! —exclamó Beverly—. Yo a ti no tengo por qué contarte nada, pero al menos de vez en cuando me divierto un poco. Ten cuidado en la gala, Charlotte. A nadie le hace gracia el rollo monja.

Hoyt tenía tanto miedo de no ser puntual que llegó al vestíbulo de La Posada de Chester, donde debía encontrarse con Rachel (Rachel… Rachel… no conseguía acordarse del apellido; de todos modos, ya nadie tenía apellidos… Rachel, la de los labios… le bastaba con cerrar los ojos para ver aquellos labios atormentadores, serpentinos), llegó, pues, quince minutos antes, tan impaciente estaba por sacar partido de aquel golpe de suerte, y se sentó en un sillón Sheraton de esos de rebajas al por mayor en una de las agrupaciones del vestíbulo, como las llamaban los decoradores de hoteles de franquicia: agrupaciones de sofás, sillones, mesitas de apoyo y mesitas de centro barnizadas, todo ello calculado para domesticar los vestíbulos, que hoy en día solían ser como aquél, espacios cavernosos incrustados de mármol y madera de vistosa trama con aspecto plastificado.

El panorama del vestíbulo a la altura de la mirada, en el caso de alguien hundido en un sillón, minaba gravemente cualquier encanto que hubiera podido esperar encontrarse un muchacho de veintidós años que vivía en el ambiente de mugriento abandono de una hermandad universitaria. Allí donde mirara veía barrigas, panzas caídas, un campo entero de tripas hasta donde alcanzaba la vista, todo un retablo de hombres cuyas paredes abdominales habían cedido. Asqueroso, al menos para cualquier hombre que llevara en Dupont casi cuatro años… Dupont, donde los cuerpos recios y cachas ya formaban parte del atuendo masculino en boga, y los abdominales planos, definidos, fibrados y marcados cual armadura adoquinada eran la máxima expresión de la musculatura. Las innumerables panzas asquerosas que le enturbiaban el panorama a la altura de los ojos colgaban de hombres de mediana edad o incluso de treinta y tantos años, hombres a montones, quizá cientos, que al parecer asistían a algún congreso, a juzgar por las tarjetas identificatorias que llevaban en la solapa. Las camisas no ayudaban a solucionar el problema. A todas luces, las invitaciones, o instrucciones, incluían algún comentario como: «Vestuario: informal de fin de semana». Llevaban camisas de sport de manga corta, polos, jerséis de cachemir con la camisa asomando por el cuello de pico, y alguna que otra camisa caqui de estilo safari, todo ello sin chaqueta y dejando bien a la vista no sólo sus pesados vientres sino también los hombros encorvados, las papadas y los brazos flaccidos. Pero ¿acaso les importaba? Ni remotamente, a juzgar por la estruendosa marejada de conversación, las risotadas… ¡risotadas de vejestorio campechanas e impresionantes!

Hoyt flotaba en su nube de alegre superioridad, era un tío cachas y miembro de una hermandad en medio de un mundo lleno de grasa… De pronto notó una mano en el hombro. Sobresaltado, volvió la cabeza.

Detrás del respaldo del sillón estaba la chulaza de Pierce and Pierce, Rachel, mirándolo con expresión divertida.

—Oh, perdón, te he asustado.

¡Su sonrisa! Su tersa piel blanca brillaba con luz propia. Parecía más salaz incluso que por la noche… El mismo traje pantalón negro y el jersey también negro de cuello de pico (pero no era un jersey, sino una prenda de seda negra) llegaba más abajo incluso, dejando a la vista un largo triángulo de piel blanca… con una cadenita de oro diminuta en torno a su hermoso cuello, portadora de una sola perla que susurraba con su minúscula voz nacarada: «Este filamento es lo único que se interpone entre toda mi hermosa carne blanca y tú…», y no era mera casualidad que sus ojos estuvieran maquillados para sugerir los misterios de la noche y su cabello tan sedoso y lustroso y peinado con tanto volumen…

¡Puf! Sin darle oportunidad de pronunciar palabra, Rachel rodeó el sillón y le tendió la mano con un ademán perfectamente profesional. Se dieron un apretón.

Chester no era famoso por sus restaurantes y, de hecho, el comedor principal de la posada, oficialmente Sala Wyeth, era el sitio donde mejor se comía en toda la ciudad. Estaba abarrotado y el maitre les dijo que no había ninguna mesa para dos disponible. Rachel de Pierce and Pierce profirió un potente silbido y propuso:

—Entonces pónganos en una mesa para seis, u ocho o doce. Hice la reserva aquí mismo, en este preciso lugar, hace veintitrés horas, y quiero nuestra mesa.

Su arrogancia obró magia. De inmediato se materializó una mesa perfecta para dos, junto a un ventanal que daba a la terraza y el jardín de la posada, con macizos de flores que incluso a esas alturas del otoño aparecían iluminados de exuberantes azules, amarillos, malvas y magentas al sol del mediodía. Rachel no tenía más de veinticuatro o veinticinco años, y era mujer, pero había impuesto su voluntad en un restaurante lo bastante carca y rancio como para intimidar a cualquier chica de Dupont.

En el centro del restaurante, la aglutinación de ecos de conversaciones era ensordecedora, pero allí junto al ventanal se oían el uno al otro y al mismo tiempo tenían la seguridad de que nadie cercano los escuchaba.

—Ojalá pudiera enseñarte los informes que tenemos de ti —aseguró Rachel—, pero no puedo. —Gran sonrisa.

—¿Informes? ¿Cómo es pos…? ¿Qué informes?

—Quizá no debería decírtelo con estas palabras, pero vienes muy bien recomendado.

Iba en contra de lo que le dictaba su buen juicio, pero Hoyt no pudo por menos que apoyar la barbilla en el cuello, abrir los ojos de par en par y decir:

—¿Ah sí?

—Ajá.

¡Su sonrisa, los labios granates, los ojos que decían mucho más que su voz! Apartó la mirada para buscar unos papeles grapados que sacó de un portafolios de cuero. Los puso encima de la mesa y estudió la primera página.

—Veamos… «de una madurez insólita para un estudiante de su edad»… «no se deja intimidar»… «decidido y rápido en momentos críticos»… «su carácter debería compensar más que de sobra un rendimiento académico un tanto moroso»…

Sin intentar siquiera disimular su asombro, Hoyt se llevó la mano derecha al centro del pecho.

—¿Eso se refiere a mí?

—Sí, y viene de una persona que tiene mucha influencia en Pierce and Pierce. —Le lanzó una mirada penetrante e indefinible, esperó unos instantes y lo soltó—: El gobernador de California.

La alarma se propagó por el revestimiento del cráneo de Hoyt a velocidad de vértigo. Ahondó con desesperación en sus magros conocimientos acerca de los ardides de los políticos buscando dilucidar el origen de lo que acababa de escuchar. ¿Una jugarreta? ¿Una advertencia? ¿Una amenaza? ¿Acaso no trabajaba para Pierce and Pierce aquella mujer de labios granates? ¿No era más que una zorra a las órdenes del detestable gobernador? Por la cabeza le pasaron infinidad de cosas, y ninguna era buena.

Le pareció que transcurría una eternidad antes de reunir la presencia de ánimo suficiente para decir siquiera lo más tonto y predecible:

—Es broma. Y una leche ha dicho eso el gobernador de California.

—Te aseguro que sí —afirmó Rachel—. O viene de alguien de su equipo que habla en su nombre. —Levantó la primera página lo suficiente para que Hoyt leyera el encabezamiento: «Estado de California». Y, debajo: «Oficina del Gobernador», «Sacramento» y demás—. Te pone por las nubes, el gobernador. —Al ver la consternación del pobre chico, añadió—: ¡Hoyt, no seas tan escéptico! Esto no ha salido de la nada, ¿sabes? El estado de California tiene doscientos veinticuatro mil millones en bonos en circulación (perdona la jerga de Wall Street), quiero decir doscientos veinticuatro mil millones de dólares invertidos en bonos. Es uno de nuestros clientes más importantes. Sería uno de los clientes más importantes de cualquiera. Así pues, si recibimos una recomendación semejante del gobernador de California nos la tomamos muy en serio. —Le sonrió con más cariño que nunca—. Ojalá pudieras ver la cara que tienes. No sé por qué estás tan sorprendido, es evidente que os conocéis, o al menos que te ha visto trabajar en persona. A ver, es un informe muy detallado. —Miró de nuevo las páginas—. No sé, por ejemplo… aquí: «También demuestra su madurez a la hora de manejar información confidencial. No divulga la naturaleza de situaciones delicadas o complejas sencillamente para llamar la atención». —Levantó la mirada otra vez—. De verdad, en la oficina nadie había visto nunca a un estudiante tan bien recomendado, ni por una persona situada en un puesto como el del gobernador. No quiero pasarme de la raya, pero viniendo de él… Y probablemente tampoco debería decirte esto: es más una orden que una recomendación.

Hoyt volvió a escudriñar su rostro, esta vez perplejo en la misma medida que excitado.

—Ahora en serio, Rachel, ¿esto es una broma o qué?

Ella le dedicó otra de sus sonrisas refinadas y prácticamente tuvo que aguantarse la risa.

—Uno de los hermanos que fundaron Pierce and Pierce, Ellis Pierce, utilizó la palabra «fracasado» en una frase, y alguien le preguntó a qué se refería, y él contestó: «Un fracasado es una persona como cualquier otra, pero que se niega a estrechar la mano de la buena suerte». O al menos así se cuenta en su biografía, la de Martin Myers. ¿Te suena el libro?

Hoyt negó con la cabeza.

—Da igual. ¡Oye, deja de mirarme así! Estamos hablando de un trabajo con un sueldo anual de noventa y cinco mil. No me parece que esté nada mal, para empezar.

—¿Y en qué consiste? —preguntó Hoyt con un tono tan despreocupado como le fue posible, con intención de recuperar la actitud de tío guay de la que tanto se jactaba.

Rachel le explicó que había un programa de preparación de ocho semanas, tras el cual se lo destinaba a ventas, a análisis, a la sala de compraventa, o lo que fuera.

—De acuerdo —repuso él—. Tengo otra pregunta, y quiero que me respondas sin rodeos. El gobernador de California cree que soy la bomba, muy bien, pero, aparte de eso, ¿por qué se toma tantas molestias por mí? ¿O no es más que un ramalazo de generosidad que le ha dado? —Escudriñó el rostro de su interlocutora en busca de algún indicio de información que no estuviera dispuesta a revelar abiertamente.

Con expresión neutra:

—No lo sé. A mí me parece evidente. Daba por supuesto que tú estarías al tanto del contexto y todo lo demás.

Hoyt esbozó una sonrisa ladeada, irónica, calculada para provocar en ella una sonrisa cómplice en caso de que también estuviera al tanto de que aquello era un soborno. Pero Rachel no sonrió, antes bien dio la impresión de que su gesto la dejaba perpleja. Entonces él contempló sus labios, la fragilísima cadenita de oro con la perla diminuta, lo único que se interponía entre él y… y… y esta vez todo eso no causó el menor eco en su entrepierna. El que se había excitado era el jugador de póquer racional que llevaba dentro. Nada de ironías. Se quedó allí sentado, mirándola al tiempo que asentía lentamente, una y otra vez y con aire de suma sagacidad… Pierce and Pierce y noventa y cinco mil dólares al año para empezar… Continuó asintiendo en un gesto cargado de significado, si bien inexpresivo, como buen jugador. «¡Espera a que se lo cuente a Vanee! Increíblequetecagas».

Rachel dispuso los lustrosos labios oscuros en su sonrisa más concupiscente hasta el momento.

—Estoy esperando, Hoyt. ¿Vas a estrechar la mano de la fortuna o no? Es una dama que ha sido muy difamada, como dijo Evelyn Waugh.

Hoyt le tendió la mano y Rachel se la estrechó. Se miraron a los ojos y él sintió un apretoncillo, pero del todo profesional. Esa mano no le dio su número de habitación y mucho menos la llave. Lo único que decía era: «Trato hecho, chavalote».

Cuando subía en el ascensor, Adam se dijo en voz alta: «Venga, tío, contrólate». Ni siquiera Buster Roth era tan bestia como para atreverse a hacer que alguien lo agrediera físicamente, pero había otros modos de eliminarlo, ¿verdad? Podían cargarle el muerto, decir que había escrito el trabajo y luego obligado a Jojo a entregarlo… Quizá fueran a grabar lo que le dijera a Buster Roth… ¿Por qué no había llevado a alguien consigo? A Camille, por ejemplo, que no se cortaría un pelo y le diría encantada a Buster Roth que se metiera la cabeza por el colon hasta que le desaparecieran los hombros. ¡Camille! Con sólo acordarse de ella recibió una descarga de unos cuantos voltios de valentía.

De repente se abrió la puerta del ascensor y se encontró en la guarida de Buster Roth. Reparó en cuatro o cinco hombres sentados en sofás de cuero y acero inoxidable. No eran estudiantes. ¿Quiénes serían?

Se acercó a una barrera de paneles de vidrio que parecía la recepción. Cuatro cubículos esbeltos y elegantes de un gris moderno en fila y, en cada uno, una joven esbelta y elegante encaramada a una esbelta y elegante silla ergonómica. Adam no se lo pudo creer. Eran preciosas. En contraste con todo el plástico grisáceo, eran sin lugar a dudas de carne y hueso. Dos de ellas, una de cabello largo y negro con raya en medio, la otra de cabello largo y castaño claro peinado del mismo modo, se volvieron en la silla y se pusieron en pie. Adam se sintió un inepto sólo de pensar en acercarse a aquellas beldades. No eran mucho mayores que él, si es que lo eran, pero parecían de otro orden de seres humanos en el que todo el mundo rebosaba glamur y desparpajo sexual.

La de pelo negro reparó en su presencia. Adam apenas consiguió graznar que tenía hora con «el entrenador Roth». La chica se volvió hacia otra joven, a la que llamó Celeste, sentada en un cubículo, y ésta se volvió hacia su ordenador y luego hacia Adam, le dedicó una sonrisa amable, le aseguró que el entrenador lo recibiría en breve e hizo un gesto en dirección a la masa de acero inoxidable y cuero posmodernos. Y todas lo obsequiaron con sonrisas amables, con eso y nada más. Lo habían descartado tras el primer vistazo. Lo habían catalogado como una persona incapaz de flirtear, seguramente porque nunca había echado un polvo. ¡Lo intuían! ¡Se notaba! Y con la edad cada vez iba a resultar más difícil ponerle remedio, reconocer que no lo había hecho nunca o demostrar eso mismo a través de su ignorancia de la técnica y sus desmañados intentos de aprendizaje.

Y, así, se hundió en una butaca, y el intenso olor a curtiduría del cuero lo envolvió y lo atontó. Tenía que concentrarse en lo que iba a decirle a Buster Roth, pero una misma visión se empeñaba en diluir su capacidad de raciocinio lógico: Charlotte corriendo sobre la cinta, su cara sin rastro de maquillaje ni asomo de artificio (la inocencia en persona), y la línea oscura, el jugo de su propio cuerpo, en la hendidura entre las nalgas.

Tan extraño estado, en el que una lujuria etérea flotaba entre las paredes de la lógica, duró un buen rato, porque el entrenador Roth no lo recibió en breve.

—¿Señor Gellin? —preguntó por fin una voz.

Era la misma chica, y lo condujo por un largo pasillo abovedado. Entró en una sala luminosa como la luz del día. Un hombretón maduro estaba retrepado en una silla giratoria situada detrás de una enorme mesa posmoderna de madera noble (¿nogal?) curvada sin la menor necesidad, como en los telediarios de Filadelfia. Buster Roth.

Al entrar Adam, Roth no se levantó. De hecho, se reclinó aún más en la silla y lo contempló un momento con una sonrisa un tanto taimada.

—¿Adam?

El aludido se oyó responder:

—Sí, señor.

Roth señaló una butaca delante de la mesa. Mientras el visitante se aproximaba, el entrenador lo miró con los ojos entornados y torciendo la boca en una sonrisa que no era tanto un saludo cuanto, según le pareció a Adam, una conclusión: «Conozco muy bien a los de tu calaña».

Tomó asiento, y Roth, todavía ampliamente retrepado en su silla, preguntó:

—¿Cuánto llevas con nosotros, Adam?

—¿Como monitor, quiere decir?

Roth asintió.

—Dos años, señor. —¿Por qué añadía tanto «señor»? Bueno, claro, lo sabía muy bien: por miedo. También sabía de forma visceral que Roth era de esos hombres completamente distintos a él, de los que preferían una pelea a cualquier otra cosa, para así demostrar su naturaleza dominante, de los que se morían de ganas de dejar claro cuánto les gustaba batallar, de los que de críos te retaban a enfrentarte con ellos y luego se aseguraban de que te rajaras de inmediato, quizá con coacciones pero por lo general de una manera sutil, por medio de trifulcas «bienintencionadas» en las que siempre acababas como víctima «de broma», de los que te ofrecían despreocupación condescendiente cuando te tomabas la molestia de halagarlos o buscar su apoyo. Adam, como tantos otros, había crecido sabedor de que el sexo masculino se divide en dos tipos: los que quieren impresionar con su disposición a pelear y no permiten que se insinúe siquiera que no la poseen, y los que, como él mismo, saben desde los seis años que no la poseen e intentan evitar todas las situaciones donde quepa establecer semejante distinción. Sería consciente de ello todos los días hasta que le llegara la muerte. Su vergüenza sería profunda, tanto que nunca la mencionaría a nadie, ni siquiera a la persona de confianza a quien se lo había revelado todo.

—Dos años… —repetía Buster Roth. Empezó a asentir, como si rumiara esa información tan interesante—. Bueno, estoy seguro de que en estos dos años habrás llegado a saber mucho más sobre deporte y sobre los jugadores que la mayoría de los estudiantes.

Adam no veía cuál podía ser la respuesta correcta. Una contestación podía indicar que sabía más de lo que le convenía. La otra, que tenía una actitud negativa.

—La verdad es que no lo sé, señor —repuso por fin—. No sé qué saben los demás estudiantes. Desde luego, hablan muchísimo del programa deportivo. Eso sí que lo sé.

—Bueno, pero ésos son los aficionados, Adam. Yo quiero decir… Oye, por cierto, ya que hablamos del asunto, ¿te consideras tú un aficionado?

Tampoco para eso se le ocurrió la respuesta correcta. Decir que sí parecía lo más acertado, pero su orgullo no se lo permitía, ni siquiera delante de un público constituido por una sola persona, una persona que había dedicado su vida entera al deporte. Así pues, optó por salirse por la tangente.

—Más o menos, supongo, pero supongo que no en el sentido… —iba a decir «que le da usted», pero le pareció algo carente de tacto— no en el sentido en que son aficionados la mayoría de los aficionados.

—«Más o menos pero no en el sentido en que son aficionados la mayoría de los aficionados»… —repitió Buster Roth con una entonación tan arrastrada como poco natural. ¿Ironía?—. Entonces ¿en qué sentido eres tú aficionado?

—Bueno, como que me interesa el deporte… en tanto que deporte, supongo que podría decirse. Me refiero a que es interesantísimo que millones de personas se queden completamente absortas con el deporte, que se impliquen a nivel emocional.

El estratega que llevaba dentro Adam (es decir, su capacidad para el raciocinio lógico) le aconsejó que dejara el asunto o se hiciera el tonto o planteara al entrenador Roth alguna pregunta humilde que halagara su convicción de ser un hombre ducho en todo lo referente al deporte. «¡Neutralízate! ¡Que el tema de conversación sea él! Limítate a decir: “Sí, claro que soy aficionado”». Pero el intelectual exhibicionista que también llevaba dentro apartó de un codazo al estratega y dijo:

—Bueno, supongo que lo que me interesa es lo que hace que los seguidores sean seguidores.

En realidad, le habría gustado decir otra cosa: «¿Por qué diablos estudiantes de la Universidad de Dupont con una media de catorce noventa en el SAT se emocionan y gritan hasta perder la voz a favor de “su” equipo de baloncesto, que está constituido por una panda de mercenarios que probablemente no llegarían a un promedio de novecientos sin los manguitos, que llevan una vida completamente al margen de los estudiantes de verdad, que se creen infinitamente superiores, que comen mejor en un comedor mejor, que disponen de monitores que les hacen los trabajos, que dicen “han habido” y burradas por el estilo y que consideran a todos los que los animan putas o lameculos… por qué admiran esos estudiantes a gente de esa calaña?». Pero ni siquiera el Adam más pagado de sí mismo podía llevar las cosas tan lejos, así que se limitó a lo siguiente:

—No dejo de preguntarme por qué la gente de Boston, de donde soy yo, se entusiasma tanto con los Red Sox. A ver, es que en el equipo ya no hay nadie que sea de ningún sitio ni siquiera cercano a Boston. La mayoría no pisa la ciudad, salvo para ir a Fenway Park. Pero eso da igual. Los seguidores de los Red Sox son los aficionados más leales del mundo.

Notó que ya estaba exaltándose más de la cuenta. No era el momento (si es que podía existir tal momento) de exponer su teoría del triunfalismo colectivo a Buster Roth.

—Quiero decir que son esas cosas las que me intere… las que me gustaría dilucidar, supongo.

—Comprendo —repuso Buster Roth con expresión de haber desconectado—. ¿Y qué me dices de los deportistas en sí? Habrás llegado a conocer bastante bien a más de uno, me imagino.

Adam vaciló.

—No lo sé. Cada uno es como es.

Buster Roth sonrió, cosa que Adam interpretó como una buena señal.

—Bueno, vamos a hablar de un amigo que tenemos en común. Jojo. El pobre está metido en un buen lío. ¿Tú qué crees que debería hacer?

Adam nunca se lo había planteado desde ese punto de vista, de modo que la pregunta lo dejó perplejo.

—Bueno… pues…

—Si estuviera en tu lugar, Adam, yo me lo plantearía. Si sancionan a Jojo por… lo que ha ocurrido, sea lo que sea, tú corres el riesgo de recibir el mismo castigo.

La sola idea lo dejó pasmado. Se estrujó las meninges y al final se centró en una sola consideración: si eso era cierto, si tal cosa ocurría, ya podía despedirse de la beca Rhodes, de todas las becas, de todos los trabajos de asesoría y de su aspiración a consolidarse como mutante del milenio.

—No lo entiendo —logró graznar.

—Supongamos que redactaste el trabajo de Jojo de pe a pa y que lo único que hizo él fue entregarlo. Sólo es una suposición. —Miró a Adam con los ojos entornados—. No digo que sucediera así. Jojo no dice que sucediera así. Pero si la junta decidiera que sucedió así, Jojo quedaría expulsado el próximo semestre, que casualmente coincide con la temporada de baloncesto. Y lo mismo te pasaría a ti.

Adam notó una descarga de adrenalina parecida a un fogonazo.

—¿La junta?

—Claro. Si la sangre llega al río, habrá una junta de cuatro alumnos y dos profesores y se celebrará una especie de juicio, y si la junta considera que Jojo es culpable de una cosa así, cualquiera que lo haya ayudado a sabiendas será declarado igualmente culpable.

Adam no supo qué responder. Tenía la terrible sensación de que aquella bestia (con los brazos del grosor de sus muslos y con aquel aire de superioridad sobre… la otra raza) estaba lista para aplastarlo como a un mosca.

—Es que… —Le costaba verbalizar lo que quería decir—. Pero… el departamento de Deportes contrata a los monitores y nos deja muy claro que tenemos que ayudar a los deportistas tanto como haga falta. Eso es lo que nos dicen… que los ayudemos tanto como haga falta.

—¿No me digas? ¿Alguien del departamento de Deportes te ha ordenado alguna vez que le hagas un trabajo a un deportista que sólo va a limitarse a entregarlo? Si es así, quiero saber quién ha sido ese individuo. No es que diga que sucediera así. Lo único que digo es que eso es lo que cree el profesor de Jojo. En realidad, la verdad podría ser completamente distinta. Eso sólo lo sabéis Jojo y tú.

Adam se notaba el pulso desbocado en la arteria carótida, a la altura del cuello. La siguiente pregunta sería: «Y bien, ¿qué ocurrió?», y no tenía la menor idea de cómo responderla, así que se zafó como mejor pudo:

—Es difícil responder con un sí o un no…

Buster Roth levantó la palma derecha para que no siguiera.

—No te pido que me cuentes todo el asunto ahora mismo. Lo que quiero es que te tomes uno o dos días e intentes recordar todo lo que puedas sobre lo que sucedió… o dejó de suceder. ¿Me entiendes? Para asegurarte de que no te has olvidado nada.

A Adam le daba vueltas la cabeza. Temió lo peor de inmediato. Estaban tendiéndole una trampa, aunque no alcanzaba a discernir cómo exactamente. Estaban poniendo a prueba… ¿qué? ¿Su lealtad? ¿Su sangre fría a la hora de conchabarse con ellos? Con la sugerencia de que se tomara unos días para «recordar» buscaban que diera la impresión de que mentía… Estaban jugando con él, sencillamente porque a la raza guerrera, la que se comía las costillas de cerdo con hueso y todo, le encantaba atormentar a la suya. Por otro lado, si lo destapaba todo, como podría haber hecho en ese mismo instante, sin olvidar el menor detalle… ¿Acaso estaba ofreciéndole Buster Roth una salida si «recordaba» todo lo ocurrido según una versión determinada?

Y entonces no pudo resistirse y preguntó:

—¿Qué dice Jo jo que sucedió? —En cuanto pronunció esas palabras, le dio un vuelco el corazón. Semejante pregunta suponía prácticamente admitir su disposición a pergeñar alguna historia con objeto de escabullirse del lío.

Buster Roth lo miró a los ojos y respondió con un tono neutro, casi monótono:

—Jojo asegura que lo escribió él mismo. En el último momento cayó en la cuenta de que necesitaba unos datos importantes, así que te llamó y tú le indicaste en qué libros encontrarlos, así que los utilizó. Se le echó encima la hora de entregar el trabajo y, aunque no sabía exactamente lo que significaban todos los términos, los utilizó igualmente. Eso es lo que dice Jojo que sucedió.

Buster Roth siguió mirando a Adam de hito en hito. La cuestión de si Adam lo recordaba o no así era tan densa que había humedecido el ambiente. Pero Roth no llegó a preguntárselo. Adam tampoco habría sabido qué responder.

En cuanto Vanee entró en la biblioteca, Hoyt se puso en pie de un salto y se lo llevó a la sala de billar.

—¿Quieres oír algo increíble, Vanee, colega?

Con sumo regocijo, le contó la historia de Rachel y de Pierce and Pierce.

—¡La hostia, Hoyt! —exclamó Vanee—. ¡De putísima madre!

Miró en dirección a la puerta. Allí estaba IP, diciendo:

—¿Alguien tiene…?

—No, nadie tiene nada —respondió Hoyt—. Los de Saint Ray cuando jodemos jodemos de verdad.