21

¿Dónde está la gracia?

Amaneció una de esas mañanas húmedas, frías, lúgubres y grises, y además con viento, un viento que azotaba a quien cruzaba el Patio Mayor, lo cual era especialmente malo en el caso de Charlotte, cuyos únicos vaqueros estaban para lavar, a lo que se sumaba que no tenía ni unas mallas, ni unos calcetines de lana altos como los de las chicas de los internados, ni siquiera unos pantis. El viento la atacaba por las piernas, por los costados y por los declives como si la falda fuera inexistente. Y de hecho en gran parte lo era, ya que le había metido mucho el dobladillo, y encima con poca maña, pues su madre nunca había puesto especial interés en que su niña prodigio se rebajara al nivel del ama de casa media del condado de Alleghany con tareas tan mundanas como la costura y el zurcido. Daba igual; lo más importante era enseñar bien aquellas piernas tan atléticas. Ya no lo consideraba vanidad, sino necesidad.

En su situación, el viento que le helaba el trasero apenas la molestaba. Su conciencia estaba centrada en las áreas cerebrales de Broca y Wernicke, morada de las funciones mentales superiores, como había aprendido en la clase a la que se dirigía, la del señor Starling.

Aquella mañana se sentía muy intelectual. La noche pasada con los Mutantes del Milenio la había puesto en esa disposición, que ahora le parecía de lo más maravillosa. El señor Starling iba a hablarles, con su estilo socrático ambulante, de José Delgado, el primer gigante de la neurociencia moderna, como él lo llamaba. Pasar tanto tiempo en Saint Ray y dedicar tanto rato a ponerse en forma en el gimnasio y perder las horas muertas dando vueltas a la figura de Hoyt (y a la de Adam) eran cosas que habían empezado a pasarle factura. Por lo general, habría acudido a clase sabiéndose el libro de Delgado, Control físico de la mente, del derecho y del revés.

Estaba tan ensimismada pensando en cosas elevadas que apenas se fijó en la descomunal figura que bajaba a toda prisa los escalones del edificio Isles y corría hacia ella por uno de los senderos que convergían en la fuente de San Cristóbal. Charlotte pasaba justo por allí cuando, prácticamente, aquel ser cayó de los cielos y se plantó delante de ella: era Jojo, en toda su inmensidad.

—¡Eh, Charlotte!

Su sonrisa no parecía tanto de felicidad o de sorpresa como de zalamería.

—Ah, hola. —Se detuvo en seco, pero le dirigió una sonrisa alicaída e hizo un gesto que indicaba «Tengo mucha prisa».

—Acabo de salir de Finanzas para Mazas —anunció él—, y ¿sabes qué? Te lo digo de verdad. Estaba pensando que ojalá me encontrara contigo. —Tenía los ojos bien abiertos, en actitud de súplica—. ¿Puedo…? Tengo que contarte una cosa. ¿Podemos hablar un momento en algún sitio?

—No, no puedo —contestó, y se fijó en que por fin tenía controlado el acento de Sparta. En un momento de nervios acababa de pronunciar las vocales de una forma neutra, sin dejarse llevar por las interrogaciones descontroladas—. No quiero llegar tarde a clase.

—Son dos segundos. —Jojo puso cara de gravedad. ¿En qué estaba cambiado? Ah, sí, llevaba una camisa con cuello y una especie de chaqueta de chándal ancha. No iba luciendo músculos por todas partes—. Es importante.

—Es que no puedo, Jojo.

—Si sólo son… —Puso cara larga—. Vale, no quiero meterte ninguna trola: no es cuestión de un momento. ¿A qué hora sales de clase? Es que tengo un problema muy fuerte.

Charlotte respiró hondo con frustración. Daba igual qué problema tuviera Jojo, no iba a ser nada sublime, y ella se dirigía a algo sublime, algo insuperable, una clase de Victor Ransome Starling. Sin embargo, incapaz de zafarse, contestó sin mucho afán:

—Dentro de una hora.

—Vale… ¿Podemos quedar en algún lado? Por favor.

Con enorme reticencia, tan a regañadientes que casi no pareció una pregunta:

—Dónde.

—¿Qué te parece delante de Mr. Rayón?

Cuando asintió con la cabeza mientras apenas emitía un «sí» gutural, ya estaba esquivándolo y en marcha.

El corpulento deportista, con aspecto abatido, la siguió con la mirada. Charlotte se sintió un poco rara: tenía en la palma de la mano a aquel famosísimo jugador de baloncesto, toda una estrella de la universidad. Se volvió. Sobre ambos se alzaba la estatua de Jules Dalou que representaba a san Cristóbal cruzando un arroyo con el niño Jesús en brazos. El gran escultor francés había reproducido las figuras con tal dramatismo que Charlotte tuvo la sensación de que se movían de verdad. Aquello la estimuló. Era capaz de experimentar el arte, no sólo de mirarlo. El resto del mundo, o casi todo el mundo, era como Jojo; es decir, gente desconectada de la vida intelectual.

Se apagaron las luces y en el estrado del anfiteatro se iluminó una pantalla de diapositivas de dos metros y medio. Mostraba el retrato fotográfico de un hombre de raza blanca pero piel morena, imponente mostacho y barba recortada que le reseguía una mandíbula recia hasta fundirse con una perilla espesa pero trabajada con esmero. El pico formado entre las entradas del pelo estaba ya, en aquella edad madura, muy separado del resto de cabello que conservaba en la calva incipiente, pero los escasos mechones de aquella avanzadilla estaban peinados hacia atrás a golpe de secador con tanto virtuosismo que daba la impresión de una mata de pelo homogénea y compacta. Recordaba a uno de los tres mosqueteros, salvo que en la parte inferior de la foto se apreciaban el inicio del nudo de una corbata y el cuello de una bata blanca.

—Delgado fue uno de esos científicos —decía Starling— que hicieron frente a la muerte, o eso le parecía a la gente, al ponerse en la piel de un conejillo de Indias para probar sus propios descubrimientos.

El atril estaba situado a un lado del estrado, de modo que todos los asistentes pudieran ver la pantalla. Un rayo de luz procedente de lo alto iluminaba la figura esbelta de Starling y su chaqueta de tweed azul verdoso con tintes rojizos. A Charlotte le parecía de lo más romántico. Le resultaba fácil imaginarse a Victor Ransome Starling como uno de esos héroes de los descubrimientos científicos que se enfrentaban a la muerte, aunque sabía que, aparte de algún que otro arañazo de gato, no había corrido el menor peligro durante los experimentos que le habían valido el premio más prestigioso del mundo.

—No lo digo para que admiren ustedes su valor —proseguía el profesor—. Lo cierto es que la situación era la contraria; o la inversa, supongo que eso es más exacto. A sus amigos y colegas les daba pavor lo que pudiera sucederles, pero estamos ante dos hombres, Walter Reed y José Delgado, y una mujer, Madame Curie, que tenían tal fe en la validez empírica de sus conocimientos físicos y de sus facultades lógicas (esto es, tal fe en el racionalismo, que apenas contaba con dos siglos de vida, permítanme que mencione de nuevo ese tema), tal fe, que no experimentaban más miedo que el mago que traga fuego, aunque, incluso teniendo eso en cuenta, me parece que les causará impresión descubrir cómo demostró su teoría el señor Delgado.

La siguiente diapositiva mostró el plano general de una plaza de toros. En el tendido había apenas unas veinte personas. En un extremo de la imagen, en el ruedo, se veía a un toro en plena embestida. Al otro lado había un hombre con bata blanca, de pie, inmóvil, sosteniendo un pequeño objeto negro a la altura de la cintura. Salvo la voz del señor Starling, no se oía un solo ruido en todo el anfiteatro. Charlotte estaba completamente absorta en el profesor y la pantalla de proyección. No existía la periferia, no al menos en aquella sala, no en aquel mundo. Hoyt y su mano y Adam y sus labios ávidos y Jojo y su gesto abatido se habían desvanecido. Aquel El Dorado que Charlotte Simmons había ido a buscar a Dupont abarcaba finalmente todo el mundo conocido.

—Ése es José Delgado —anunció Starling—, y ése, un toro andaluz de una tonelada, y esas… lanzas que lleva clavadas en el lomo son las picas con que lo han pinchado los picadores (¿conocen ustedes la palabra «picador»?) para encresparlo.

—¡Ay-Dios-mí-o! —Era el grito indignado de una chica situada en algún lugar a los pies de Charlotte, que no tuvo ningún problema en interpretarlo. Los derechos de los animales era un tema que encendía los ánimos de algunos estudiantes—. ¡Es-dia-bó-li-co! ¡Qué-ver-güen-za!

—¿Así reacciona usted ante una cultura distinta de la suya? —preguntó desde el atril Starling—. Estoy seguro de haber mencionado que el señor Delgado era español, y en caso de que se me haya pasado lo digo ahora, y esto es una plaza de toros de Madrid. La cultura española es mucho más antigua que la nuestra, estoy hablando de miles de años. Pero tiene usted todo el derecho a poner objeciones. Tiene derecho a poner objeciones a todas las culturas distintas de la nuestra. ¿Le importaría exponer una lista de las culturas extranjeras que le resultan más ofensivas?

Las carcajadas fueron extendiéndose por el anfiteatro. Una forma astuta de esquivar el golpe, señor Starling. El menosprecio de otras culturas, sobre todo si los pueblos a los que correspondían vivían una situación económica peor que la propia, y calificar cualquier cosa de diabólica, lo cual podría indicar que uno tenía convicciones religiosas, eran socialmente más inaceptables en Dupont que la crueldad contra los animales.

Starling retomó su disertación.

—Muy bien. En realidad, lo que está a punto de suceder en esta fotografía no es tan importante como lo que ha provocado esta situación. —Señaló la pantalla—. Esta imagen se tomó en 1955, una época en que Delgado no era conocido como neurocientífico sino como fisiólogo cerebral. —Abandonó su puesto tras el atril—. ¿Puede decirme alguien cuál era el estado de la fisiología cerebral, el estudio físico de la mente, en aquellos años?

Ningún voluntario. Charlotte se regañó en silencio. Si hubiera estudiado más, si hubiera acudido a las fuentes, como le había recomendado el señor Starling, si hubiera sido la alumna que debía ser, en ese preciso instante podría lucirse. Starling seguía repasando el aula con la mirada…

—Pues la fisiología cerebral apenas existía —explicó por fin, tras tirar la toalla—. El freudianismo la había convertido en algo irrelevante. Si el psicoanálisis era la mejor cura para los problemas de las funciones y las conductas mentales, ¿qué sentido tenía perder el tiempo con la vertiente taxidérmica del tema? Eso se pensaba. Freud cortó de raíz el estudio del cerebro durante medio siglo, sobre todo en este país, que al llegar los años treinta se había convertido en el cuartel general, por así decir, del método freudiano. Delgado era un caso aparte. Se apoyaba en el argumento de que no podía comprenderse la conducta humana sin saber cómo funcionaba el cerebro. Hoy en día nos parece obvio, axiomático, pero a la sazón no era así. Delgado había descubierto una forma de dibujar un mapa del cerebro (es decir, de determinar qué zonas controlaban la conducta) mediante implantes realizados con agujas estereotáxicas que luego estimulaba electrónicamente.

Un gritito ahogado pero bien audible, probablemente de la chica que había chillado al explicar Starling la función del picador. Aunque ahora no pronunció palabra alguna, el profesor se limitó a señalar otra vez la pantalla.

—En este caso, Delgado ha implantado un electrodo en el núcleo caudado del toro, que está situado justo debajo de la amígdala. Como pueden comprobar, el toro está embistiendo con toda su fuerza. Pero si se acerca demasiado, el amigo Delgado aprieta un botón del pequeño radiotransmisor que sostiene y la agresividad del animal se desvanece así. —Chasqueó los dedos—. El puro impulso lanza al toro directamente contra Delgado. Tienen que imaginarse que se abalanza hacia ustedes una tonelada de carne con cuernos.

Otra diapositiva, esta vez un plano corto.

—El toro parece estar a medio metro de Delgado y tiene las patas dobladas en actitud de avanzar casi sin ímpetu, y observarán que la furia ha desaparecido. En esta imagen no se aprecia, pero lo cierto es que el bicho modificó su rumbo para evitar chocar contra Delgado.

Starling aparentaba disfrutar del momento, quizá porque era consciente de que los tenía a todos fascinados, incluida la defensora de los derechos de los animales.

—Muy bien, ¿qué lección nos enseñó este experimento? Una lección inmediata: que una emoción tan potente como la necesidad furiosa de matar puede desconectarse —volvió a chasquear los dedos— estimulando una zona concreta del cerebro. Y una lección profunda: que no sólo las emociones, sino también la resolución y las intenciones, son asuntos físicos. Pueden conectarse y desconectarse por vía física. Delgado podría haber convertido a un toro de lo más pacífico y tímido (lo digo así porque había un libro infantil que se titulaba El toro tímido,) o a una vaca, ya puestos, podría haberlos convertido en un asesino enfurecido mediante la estimulación de la amígdala. Como ya he mencionado, Delgado era médico además de neurocientífico experimental, y quería encontrar una forma de mejorar la salud y la conducta de la gente mediante «el control físico de la mente». Ése fue precisamente el título del único libro que llegó a escribir, aunque redactó un centenar de monografías científicas en las que dejó constancia de sus diversos experimentos, pero, en fin, así se titulaba su libro, El control físico de la mente. Las implicaciones filosóficas eran enormes y él se percató de inmediato. Afirmó que la mente humana, tal como la concebimos, y en eso creo que coincidimos todos, guarda escasa relación con la realidad. Consideramos que la mente (nos resulta imposible no pensar en la mente) es una especie de centro de mando del cerebro, que denominamos «yo», y que ese yo tiene voluntad propia. Delgado afirmó que eso era una «ilusión útil». Defendía la existencia de una serie de circuitos neurales (la mayoría de los cuales el animal humano ni siquiera conoce) que funcionan en paralelo para crear la ilusión del yo, del individuo con voluntad propia y con alma. Sostenía que el yo no es más que una «amalgama pasajera de materiales del entorno». No es un centro de mando, sino un mercado de pueblo, una galería comercial, o un vestíbulo de hotel, donde los demás (con sus ideas y su mentalidad) y el Zeitgeist (el espíritu de la época, término de Hegel de hace un par de siglos) pueden entrar sin ningún problema. Y uno no puede cerrar las puertas con llave, porque los demás se convierten en el yo, porque son el yo. Tras Delgado, los neurocientíficos empezaron a escribir las palabras «yo» y «mente», y por supuesto «alma», entre comillas. La concepción del yo como resultado de un mecanismo físico empezó a poner patas arriba la filosofía y la psicología. Y su influencia llega hasta nuestros días. Las teorías más influyentes del yo a lo largo del siglo pasado fueron externas. El marxismo era una teoría filosófica que decía que uno es producto de las fuerzas rivales en la lucha de clases entre el proletariado (o clase trabajadora, que incluye el lumpenproletariado, término que abarca lo que hoy en día denominaríamos «la clase marginada») por un lado y la burguesía y la aristocracia por el otro. El freudianismo era una teoría psicológica que decía que cada persona es producto del conflicto edípico dirimido en el seno de su familia. En ambos casos somos producto de fuerzas externas (la clase social en uno y nuestra familia en el otro). Los marxistas se enorgullecían de ser materialistas, es decir, realistas que afrontaban los hechos y no se dejaban engañar por el idealismo que propugnaban los filósofos. Sin embargo, el concepto marxista de materialismo es un simple capricho comparado con el de los neurocientíficos. La neurociencia nos dice: «¿Quieres materialismo? Vamos a enseñarte la esencia misma, el material de tu cerebro y tu sistema nervioso central, los circuitos autónomos que operan en el exterior de lo que concibes como “conciencia”, las respuestas conductuales que no podrías cambiar ni aunque dedicaras a ello toda tu vida, las ilusiones que jamás…».

Charlotte estaba extasiada. La forma en que el foco vertical proyectaba en el rostro de Victor Ransome Starling planos de luz intensa y sombras profundas le resultaba de una nobleza y una majestuosidad inefables. Con cada gesto sus blancos dedos resplandecían con mil reflejos, y también observó el destello de un nuevo tono rojizo en la chaqueta de tweed. Era el hombre que iba a guiarla hasta los secretos más recónditos de la vida y hasta la genialidad suma que resplandecía a este lado de las montañas y que la señorita Pennington le había revelado hacía cuatro años…

En ese momento, mientras la sublime figura de la tarima se movía entre una sucesión electrizante de claroscuros cuya luz, unida a la de la pantalla que reflejaba la imagen del hombre que había revolucionado el concepto que tenía de sí mismo el animal humano, proyectaba un tenue resplandor sobre las cabezas de todos los alumnos (sólo ahí, en la cresta misma, donde aquí y allá brotaban mechones de pelo que formaban una pálida malla dorada), Charlotte experimentó un kairós, una revelación extática de algo demasiado vasto, demasiado completo, demasiado profundo para ser contenido en simples palabras, y el resto del mundo, un mundo sórdido de carne y de animales que pedían carne a gruñidos, se esfumó.

Al salir de Phillips al Patio Mayor, Charlotte vio de soslayo que Jill, la chica que se sentaba a su lado, iba apenas un paso por detrás, pero no le apetecía hablar con ella. No quería descender al suelo ni siquiera para despedirse con el «hasta luego» más mecánico. Estaba surcando los cielos, volando impulsada por un viento muy especial, el de las ideas, no, no, era el viento de la emoción del descubrimiento, la emoción de vislumbrar el futuro desde los picos de Darién.

¡Oh, Dupont!

El tiempo estaba más desapacible que cuando había entrado en el edificio una hora antes, pero los muros de los edificios góticos del otro lado estaban hechos para soportar cualquier amenaza con una seguridad indestructible… ¡Oh, tracería de trifolio! ¡Oh, edificios de una calidad que jamás volvería a existir! ¡Oh, fortalezas del idioma, y por tanto de la memoria, y por tanto llaves de las ideas que hacen avanzar a un pueblo, a una sociedad, y por ello a la propia historia, oh, llaves del prestigio acrecentado por el prestigio y la autoridad de sus orígenes! ¡Oh, Dupont! ¡Dupont! ¡Oh, Charlotte Simmons de Dupont!

¡Pumba! El corpachón de Jojo Johanssen se le acercaba por la acera, de nuevo con aquella sonrisa zalamera. ¿De dónde había salido esta vez? No, claro, había estado esperándola por allí, como un perrillo amarrado a la puerta de una tienda.

Una sonrisa aún más ancha del gigante.

—Bueno, ¿qué tal ha ido?

Charlotte sólo fue capaz de asentir con la cabeza. Sería una tontería considerar aquello una pregunta de verdad. ¿Qué iba a decirle sobre lo que acababa de experimentar que él pudiera comprender remotamente?

—¿Dónde podemos hablar? —añadió—. ¿En Mr. Rayón, pues?

Ella le dirigió una mirada de frustración y un suspiro de resignación, y hacia Mr. Rayón se encaminaron. La aglomeración del mediodía ya estaba en marcha. Desde el momento en que pusieron un pie en el local empezaron a volverse las cabezas hacia Jojo. Un par de chicos soltaron algún que otro «Va, va, Jojo». La reacción del ídolo fue no darse la vuelta para mirarlos.

Iba estirando el cuello hacia un lado y otro en busca de un sitio tranquilo para mantener una conversación seria. La llevó hasta una mesa situada en un rincón, más allá del sector de comida tailandesa de la cafetería. Nadie habría dejado de darse cuenta de que no elegía aquel lugar por su comodidad o su atmósfera; estaba en el rincón en penumbra formado por la pared blanca y desnuda del restaurante y una mampara de plástico color salmón de metro y medio de altura situada en aquel extremo de la vitrina de comida tailandesa colocada en recipientes de acero inoxidable y mantenida caliente a base de vapor y los tubos del mismo metal por donde los alumnos deslizaban las bandejas. La mampara no iba a proteger su téte-a-téte del aroma del arroz y las verduras tiernas que se cocían al vapor con demasiada agua y demasiada sal. El olor pasaba por un lado y por otro, pero nunca llegaba a disiparse.

Jojo sentó a Charlotte en la silla del rincón, mirando hacia la gente que comía, mientras que él se colocó delante, de espaldas al local. Por alguna razón creyó que aquello serviría de algo, cuando en realidad la espalda que ofrecía a la multitud tenía un tamaño revelador.

Sonrisa picara, o picara según los cánones de reserva pueblerina de Charlotte Simmons:

—Me gusta tu camisa.

—¿Ah sí? ¿Por qué?

—No sé… Por el cuello.

Jojo clavó la barbilla en el pecho y movió la cabeza tratando de verse el cuello, lo cual resultaba imposible. Cuando por fin se rindió, se encogió de hombros frunciendo las cejas y un extremo de la boca, como para dejar claro que le daba igual. Apoyó los codos en la mesa y anunció en voz baja:

—Tengo un problema… como que superserio. —Dejó que aquella revelación impregnara el aire mientras observaba fijamente a Charlotte.

Ella no contestó. Jojo había juntado las cejas con tanta fuerza que se le habían ensanchado las ventanas de la nariz. Tenía un aspecto algo ridículo, todo un estrellón de la universidad con la carita arrugada. Además, no había logrado despertar la curiosidad de Charlotte más allá de una octava parte de un grado. Le daba exactamente igual cuál fuera el gran problema de Jojo Johanssen, famoso jugador de baloncesto, y ni siquiera se molestó en asentir para animarlo a continuar. Por supuesto, él prosiguió.

—A ver si te lo explico. Es que me han… —buscó la expresión más adecuada— me han dado por el culo.

Qué esclarecedor y qué ordinario. Ya sabía que tenía que acostumbrarse a que los alumnos emplearan aquel lenguaje soez, pero le resultaba imposible, y el hecho de que saliera de boca de un gigante del sexo opuesto no le facilitaba las cosas. Se limitó a mirarlo con una expresión que no decía nada de nada.

—Es por un hijo de… Es por un profe que tengo de Historia de Estados Unidos —prosiguió inmutable Jojo—. Se llama Quat. ¿Te suena?

Charlotte meneó la cabeza con una lentitud de lo más sutil y apenas un instante.

—Bueno, pues es un cabrón, y los deportistas le caemos fatal. No tengo ni puta idea de cómo coño hemos acabado en su clase.

Cada vez más y más ordinario. Charlotte decidió no preguntar a quién se refería aquella primera persona del plural, pero Jojo le ofreció la información de todos modos:

—André y Curtís también hacen esa asignatura.

Ella lo miró sin comprender.

—Sí, mujer… André Walker y Curtís Jones.

La misma expresión.

—Da igual. Total, que Quat nos encargó un trabajo, y cada uno tenía que hacerlo sobre un tema distinto, y sin libro…

Charlotte desconectó. Los detalles del episodio de falsificación de trabajos o simple holgazanería de Jojo no eran de su interés… pero de repente Jojo mencionó a Adam y ella comprendió que se trataba del mismo trabajo que el muíante había estado redactando para el jugador la noche en que lo había conocido en la biblioteca.

Su gesto cobró vida y preguntó:

—¿Y saben que te lo hizo Adam?

—No sé muy bien qué saben. Hoy ha aparecido un tío que dice que es funcionario instructor. ¿Conoces a Adam?

Con cautela:

—Sí…

—¿De qué?

Con cautela:

—Pues conozco a unos amigos suyos. Tienen una especie de asociación.

—Ya, bueno, no es que sea exactamente de los que… —No terminó la frase—. Le he dejado un recado en el móvil… —Apartó la mirada y agitó la cabeza con tristeza—. Si ese tío consigue dar con Adam, no sé si cambiará algo que yo haya hablado con él o no… —Afligido, con los ojos aún esquivos.

—¿Qué tío? —preguntó Charlotte—. ¿Y qué es lo que no cambiaría?

—El tío que ha venido hoy. Dice que es funcionario instructor. Según el entrenador, es lo mismo que un poli. O sea, que no van a cerrar el tema con una llamada de atención ni nada así, sino que están en plan juicio, coño. Si el mamón ese consigue suficientes pruebas, me meterán delante de un tribunal o algo.

Bruscamente:

—Haz el favor de no hablar así.

Con sorpresa sincera:

—¿Cómo?

—Deja de decir palabrotas. ¿Tienes que soltar una en cada frase? Es que ni siquiera entiendo lo que me dices, o sea que no sé cómo voy a ayudarte.

Jojo estudió su cara y tanteó el esbozo de una sonrisita para ver si se lo decía en broma.

—¿Qué es lo peor que puede pasar? —preguntó ella.

—Pueden expulsarme temporalmente, todo un semestre.

—Bueno, pues tampoco se caería el mundo, ¿no?

—¡Coño, claro que se caería! Se me caería a mí encima. ¡El semestre que viene es la temporada de baloncesto! ¡Y también hay partidos en marzo! ¡Y la competición de la Liga Nacional Universitaria! ¡Todo!

—¿Y qué vas a hacer?

La mueca de abatimiento de quien suplica apareció en su rostro.

—Tú puedes ayudarme.

—¿Yo?

Jojo asintió.

—¿Te acuerdas de cuando fui a hablar contigo para decirte que quería dar un giro académico?

—Sí… claro.

—¿Y me dijiste que debería empezar estudiando a Sócrates? ¿Te acuerdas que me recomendaste eso?

—Sí…

—Pues es lo que he hecho. Me he pasado a Filosofía trescientos ocho: La Época de Sócrates.

—¿En serio? ¿De verdad?

—Sí, sí, y es la asignatura más difícil que he hecho en la vida. Podría tirarme toda la semana leyendo y aún me faltarían cosas. Es con el señor Margolies. Es superserio, el muy capu… El tío. La mitad de las veces ni me entero de lo que dice, ni creo que lo entiendan los demás, ¿sabes?, pero nadie se atreve a levantar la mano y preguntar: «¿Qué significa “agón”?» o «¿Por qué dice que Sócrates fue el primer racionalista filosófico?». ¿Qué co…? ¿Qué demonios quiere decir eso? Si hasta me voy a la biblio después de clase y busco cosas. Antes no había ni entrado, sólo un par de veces que me había llevado Adam. Siempre había salido con la impresión de que me quedaba allí plantado parpadeando y todo el mundo se partía el pecho a mi costa. Ahora voy porque no quiero tirarme la clase de Margolies con la boca abierta. Ni idea de si llegaré a aprobar, pero ¿sabes qué?, estoy como orgulloso de mí mismo. —Se le iluminó la cara por primera vez—. ¿Sabes la diferencia entre las «definiciones universales» de Sócrates y las «ideas» de Platón? ¿A que no? Bueno, pues yo sí. —Sonreía como un crío feliz por haber logrado algo—. Platón creía que las ideas existían, que existían de verdad en el mundo, con autonomía de los seres humanos, y eso quiere decir que existían aunque nadie las utilizara.

Charlotte asintió y comentó:

—Eso está muy bien, Jojo.

De repente se le ensombreció el semblante otra vez.

—No, si ya lo sé. Por eso precisamente la mier… la historia esta del funcionario instructor me da tanta rabia. Fue justo después del trabajo que me hizo Adam cuando empecé a cambiar… y a ser universitario de verdad, y eso que me han tocado mucho los co… que me han tocado la moral, ¿sabes? El entrenador se puso hecho un basilisco cuando le conté que iba a hacer la asignatura de Sócrates, y luego se rio de mí, como si fuera de broma, qué gracia que me creyera que podía aprobar una asignatura como La Época de Sócrates, y luego, en los éntrenos, se ponía a llamarme «Sócrates», jod… jolines, Sócrates por aquí y Sócrates por allá. Lo que hace es llamarme «subnormal» delante de todo dios, pero yo me aguanto y sigo en mis trece, no voy a dejar la asignatura. Paso del entrenador. Sócrates dijo que tenemos que buscar «la virtud y la sabiduría» en nuestro interior, eso dijo, «la virtud y la sabiduría», y ahora ése es mi lema. Y entonces va y me pasa esto ahora, ahora que soy otra persona, ahora es cuando me sueltan a ese… a ese poli, menuda pu… Menudo palo. ¡Por un trabajo de antes de todo, de antes de Sócrates! Hay un antes de Sócrates y un después de Sócrates… —Soltó una risa abatida—. Hay a. de S. y d. de S. Bueno, ya me entiendes, quiero decir que han habido dos eras.

Charlotte, a diferencia de él, era testigo del panorama que ofrecían los estudiantes congregados en Mr. Rayón. Los que estaban sentados y en la cola de comida tailandesa se volvían para mirarlos. Al principio, le dio vergüenza, pero luego empezó a ver su mesita en aquel deprimente rincón en penumbra tal como la veían todas aquellas cabezas giratorias, con su lascivia y su ansia de famoseo y de famoseo con cotilleo. Allí estaba el gran «Va, va, Jojo» con aquellos hombros que tapaban media mesa y aquel cabezón metido prácticamente en los morros de aquella chica (¿guapa?), y hablando con tanta pasión y tanta seriedad. ¿Quién sería su acompañante? Y entre ellos tenía lugar algo muy intenso (un téte-a-téte es lo que era, aunque quizá ninguno de ellos lo habría sabido). ¿Quién sería? Sólo de pensarlo, Charlotte se sonrió a su pesar.

—¿Me entiendes? —decía él—. ¿De qué te ríes?

—¿Por qué dices «han habido»? —preguntó ella—. ¿No te ha dicho nadie que se dice «ha habido»: «había una era, había dos eras, ha habido dos eras»?

Con petulancia:

—Eso te hace gracia, ¿no? Y yo que sólo quería contarte una cosa seria. Bueno, ya que lo preguntas, que sepas que en el equipo todo el mundo dice «habían» y «han habido»: «habían coches, habían jugadas, habían lo que fuera».

—¿Porqué?

—No sé. Si dices «ha habido dos jugadas» la gente se cree que vas de guais, que eres un fantasma.

—¿Y a ti qué? ¿Te importa?

—Bueno, ya no… —contestó Jojo. Sonrió para sí con sutileza—. Ahora, d. de S., ya no.

—Después de Sócrates.

—Eso. ¡De puta madre! —exclamó, y acto seguido levantó las manos para cubrirse la cara en gesto de fingida defensa—. Es una forma de hablar, ya está. No me… No quiere decir nada. —Entonces la sonrisita fue de resignación, como si cediera ante el peso del mundo—. Por eso te necesito. Tú eres la única que puede testificar a mi favor.

—¿Testificar?

—Si me meten delante de ese tribunal. Eres la única que puede decir algo, como que fui a verte tal y tal día, después de haber entregado ese trabajo y antes de que Quat empezara a tocarme los… a agobiarme.

—¿Y te parece que se lo creerán, que fuiste a pedir consejo a una de primero?

—¡Pero es que es lo que pasó! ¿Qué me dices? ¿Vas a testificar a mi favor?

Charlotte no sabía qué contestar. Jojo, un juicio, ¿testificar?, ¿preguntas?, ¿de quién? Algo le decía que era un lío que le convenía evitar, pero ya empezaba a experimentar la culpa que sentiría si se negaba.

—Sí. —Sin entonación. Con voz impostada.

Jojo se echó aún más sobre la mesa y le agarró aquellas dos manitas con sus manazas y las aferró como si estuviera haciendo una bola de nieve. Se las apretó.

—¡Gracias! ¡Te debo una! ¡Así se hace! ¡Enhorabuena!

La amplia sonrisa de Jojo no era tanto producto de la felicidad como del alivio y la victoria, como si la hubiera convencido de algo, por lo que Charlotte se sintió incómoda. No le hacía ninguna gracia aquello de «¡Así se hace! ¡Enhorabuena!». ¿Por qué tenía que felicitarla? Qué condescendiente. ¿Se creía que le había metido un gol? Y por otro lado estaba lo que probablemente habían pensado todos los presentes: «Jojo está colgadísimo de esa tía. ¡Parece tan joven! ¿Quién será?».

—¿Te ha dicho alguien que eres muy guapa? ¿Y distinta? No eres como las demás chicas de esta universidad.

Puesto que era lunes por la noche, Hoyt y otros ocho o nueve miembros de Saint Ray habían gravitado hacia los sofás y sillones de la biblioteca, con su maltrecho tapizado de cuero, para tomárselo en plan tranqui, es decir, pasar la velada sin propósito alguno y con el menor esfuerzo posible, alentados por la presencia de otros de su condición. Naturalmente, la gran pantalla de televisión de plasma estaba sintonizada en el programa SportsCenter. Se vieron destellos de colores intensos y retazos de carne postadolescente en un anuncio de Gatorade, y luego cuatro periodistas deportivos (blancos, de mediana edad y repantigados en mala postura en sendos sillones giratorios de fibra de vidrio de un rojo impactante) empezaron a mantener un debate sobre el «delicado» asunto de que los jugadores negros dominaran el baloncesto.

«A ver —decía el renombrado columnista Maury Fieldtree, con la barbilla apoyada sobre una papada que parecía un almohadón de pacha—, vamos a reflexionar un momento. La raza, las diferencias étnicas, todo eso… no es más que un síntoma de otra cosa. Ha habido ciclos enteros, una generación tras otra, ciclos enteros en los que distintas minorías se han servido del deporte como un medio para salir del gueto. ¿O no? Con el boxeo, por ejemplo. Hace cien años, o los que sean, teníamos a los irlandeses: John L. Sullivan, Jim el Caballero Corbett; Jack Dempsey o Gene Tunney. Luego aparecieron los italianos: los Rockys, tanto Marciano como Graciano, y Jake LaMotta y demás. O pongamos por caso el fútbol americano. Hace mucho teníamos a los alemanes, como Sammy Baugh. Y vamos con lo del baloncesto: en los años treinta y cuarenta, ¿quién dominaba el básquet profesional antes que los afroamericanos? Pues los jugadores de origen judío. ¡Eso es! ¡Los jugadores de origen judío de los guetos de Nueva York! Ah, estaban…».

—¿Os habéis fijado? —intervino Julián. Su voz se alzó desde una suerte de desfiladero de cuero, porque se había hundido todo lo posible en el sofá. La pregunta iba dirigida a la sala entera, pero miró primero a Hoyt, que se había acomodado en el sillón que, por consenso tácito, era suyo en tanto que heroico guerrero de Saint Ray. Su ataque, aunque frustrado, contra un jugador de lacrosse que era como un armario, sumado a lo de la Noche de la Gran Mamada, había incrementado drásticamente la admiración que le tributaban.

—¿Si nos hemos fijado en qué? —preguntó Hoyt, despreocupadamente, como correspondía a su categoría. Se volvió y apoyó la cabeza de nuevo en el cuero para echar otro trago de su cuarta (¿quinta?) lata de cerveza. Otra vez estaba perdiendo la cuenta.

—Que siempre dicen «jugadores de origen judío» o lo que sea —explicó Julián—. No dicen «judíos», dicen «jugadores de origen judío». A los irlandeses los llaman «irlandeses»; a los italianos los llaman «italianos»; a los alemanes, «alemanes»; a los suecos, «suecos»; a los polacos, «polacos»; pero a los judíos no los llaman «judíos». Dicen «jugadores de origen judío». Es como si decir «judío», aunque el tío en cuestión lo sea, fuera un… un… un insulto. Como si fuera… no sé, automáticamente antisemita.

—¿Antisemita? —repitió Boo McGuire, que estaba sentado en el apoy abrazos de un sofá con sus piernas regordetas a horcajadas, como si fuera a lomos de un caballo—. Puede, pero los putos «canadienses» tampoco se refieren a sí mismos como «judíos».

Risas generales.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Julián—. No te entiendo.

—Pues que ese pavo, el tal Maury Fieldtree —Boo señaló la pantalla—, es canadiense.

—Anda ya, Maury Fieldtree.

—¿No lo sabías? De verdad no se llama Fieldtree, sino Feldbaum. Te apuesto lo que quieras. ¿Y Maury sabes de dónde viene? De Moishe… Lo convierten en Maurice, que es de donde se deriva Maury, o Murray, o Mort. Así que ahí tienes al colega Moishe Feldbaum.

—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Heady Mills, que estaba sentado en el sofá sobre la zona lumbar—. A ver si resulta que tú también eres un puto canadiense y no nos lo quieres decir…

Risas por doquier.

—No, lo que pasa es que soy más listo que tú de nacimiento —argumentó Boo—. Además, algunos de mis mejores amigos son canadienses.

Más risas. Hoyt rio automáticamente junto con los demás, como correspondía a un colega, pero en realidad estaba irritable y ansioso, y las cuatro cervezas (¿o eran cinco?) no le habían ayudado nada. Estaba empezando a asimilar que su expediente académico iba a ser una catástrofe. Llevaba tres años ganduleando con el convencimiento de que, finalizada su estancia de Dupont, de alguna manera acabaría entrando en el mundillo de la banca de inversiones de Nueva York. Eso era lo que hacía uno cuando terminaba la carrera en una universidad como Dupont, pasaba directamente a la banca de inversiones de Nueva York, aunque, claro, nadie tenía ni la más remota idea de qué era en realidad la banca de inversiones. De lo que se trataba era de que, una vez pillabas el trabajo, ganabas doscientos o trescientos mil anuales a los veinticinco años… De repente empezaba a entender que los pavos que lo habían conseguido tenían dos facetas, la guay y la oculta. Eran tíos que llevaban un empollón dentro, que cuando iban a la biblioteca a medianoche no pensaban sólo en ligar con alguna pavita, como él, sino que se pasaban mil horas hincando los codos, como hacía Vanee. A Hoyt le había llevado mucho tiempo darse cuenta de que, la mitad de las veces, cuando Vanee regresaba a la habitación a las tres o las cuatro de la madrugada había estado en la biblioteca dale que te pego con la economía y la estadística. Pero por mucho que él, Hoyt, se pasara el resto del curso dale que te pego con la economía y la estadística, ya tenía el expediente lleno de bienes y notables bajos, eso no había quien lo cambiara, y, según los informes de los tíos que habían acabado el año anterior, los bancos de inversión miraban el expediente con lupa. Hasta con los notables ponían mala cara, y los notables bajos y los bienes venían a ser lo mismo que suspensos. Ser guay no tenía la menor importancia; ser guapo con una hendidura en la barbilla no tenía la menor importancia; dar de hostias a guardaespaldas cachas, a jugadores de lacrosse como armarios y matones de patio de colegio no tenía la menor importancia. Todo aquello le provocaba dolor de cabeza, y por una vez la cerveza no lo animaba, ni siquiera le proporcionaba el habitual alivio de la modorra. En realidad lo había saturado de autocompasión.

—Pasa lo mismo con los maricones —decía Julián—, que parece que no quieren ni oír la palabra «homosexual». Es como si tuviera algo de sucio.

—Van a llevar razón —argüyó Vanee—, porque es un término médico: «Dícese de los bujarrones que tienen la polla llena de mierda».

Risas, risas, risas.

—Sí —coincidió Heady—. Si dices «homosexual» en vez de «gay», te conviertes en intolerante.

—Es que son unos notas —terció Boo—. A ver, no me digas que un pedazo maricón con un sidazo que te cagas, de los que no llegan a los cincuenta kilos y tienen gusanos que les entran y les salen por el ojete, no podía ir preocupándose de otras cosas. Venga ya, no me toques los cojones…

Otra ronda de carcajadas.

—Sí —insistió Julián—, y en el directorio de asignaturas, joder, hay una sección de Estudios Gays y Lésbicos. No sé por qué, pero lo de «gays y lesbianas» les parece bien. Hasta hay algunos que reivindican la palabra «marica», pero no «maricón». Ahora, si a algún profesor se le ocurriera llamar a eso por su nombre, o sea, Estudios Homosexuales, seguro que lo echaban de una patada en el culo.

Hoyt ya no prestaba atención. Tumbado en el sillón reclinable, sin hacer nada… Si pensaba en todas las tardes que había desperdiciado diligentemente en aquella sala hecha polvo-Emitían otro anuncio y resplandecieron más colores intensos y llamativos: universitarias en una playa de vacaciones, meándose de la risa de lo ciegas que iban, o quizá cortadas por cómo les rebosaba el biquini…

Julian estaba en medio de una frase cuando Hoyt se puso en pie, se desperezó sin mirar a nadie y se encaminó hacia la puerta de la biblioteca. El grupo guardó silencio y lo siguió con la mirada, como preguntándose si alguien había dicho algo improcedente.

Vanee fue el que habló por todos:

—¿Adónde vas, Hoyto?

El aludido se detuvo, lo miró con aire distraído y dijo con voz hastiada:

—Vamos, tío, me voy al IM.

Y, tras eso, Vanee se levantó y ambos se fueron al IM.

En el bar apenas había ambiente. Los lunes no tocaba nadie en directo. Por los altavoces sonaba un melancólico tema de country rock. Aún era temprano en el ciclo circadiano de los garitos, cuyas horas de máxima actividad estaban entre las once y media y las dos de la madrugada. Sin una multitud que lo animara, el local dejaba al descubierto lo lóbrego y lo chapucero que era. Las planchas negras de madera apenas desbastada que cubrían las paredes no ofrecían un aspecto «bohemio universitario», sino que parecían diseñadas y montadas con ineptitud. La mayor parte de las mesas negras circulares estaban vacías; y, vacías, se mostraban maltrechas y baratas. Resultaba difícil creer que un par de noches atrás cientos de estudiantes hubieran rivalizado y mentido para colarse en aquel lugar, ansiosos por estar en el centro del universo.

Aquella noche Hoyt ni siquiera quería sentarse a una mesa. Le suponía un alivio estar encorvado sobre la barra en aquel antro tranquilo y decrépito con la enésima cerveza delante de sí. En su cabeza había empezado a levantarse un vendaval y era consciente de que la línea había llegado bastante arriba en la gráfica, pero por supuesto controlaba, cómo no… aunque, claro, no hacía más que perder el hilo de lo que estaba contándole Vanee.

—¿… la puta Posada de Chester? —Fue el final de la frase.

—No jodas —replicó, buscando obtener algún detalle que volviera a ponerlo en situación—. ¿La Posada de Chester?

Vanee lo miró extrañado y contestó:

—Oye, tío, ¿qué coño te pasa? Acabo de decirte que seguro que se quedarían en La Posada de Chester si vinieran a buscar. A pesar del vendaval en ciernes y de lo precario de la información, Hoyt percibió el aroma de la típica paranoia de Vanee, así que le preguntó:

—¿Vinieran a buscar a ti? —Reparó vagamente en que parecía un indio de película: incipientes problemas de comunicación.

—Eso es lo chungo, que no lo sé.

«No —se dijo Hoyt—, lo chungo es pasarse con las birras. Te encuentras como el culo, no duermes bien y te da un palo tremendo la claridad de la mañana, o incluso de después de comer…». Y entonces se acordó de la temida Resaca de Tarde…

Al principio sólo lo procesó vagamente, sin fijarse… Una pareja se había sentado en el extremo de la barra vacía, a unos siete u ocho taburetes de ellos. Eran jóvenes, pero no estudiantes. Él tenía la cara de un chaval de veinte años, pero con la coronilla calva, lo que le daba un aspecto débil y patético. A pesar del jersey de cuello alto que llevaba, cualquiera se habría dado cuenta de que su cuello era raquítico. En resumidas cuentas, un don nadie. Hoyt no les prestó atención hasta darse cuenta de que la chica (la mujer) lo miraba fijamente. Desvió la vista unos segundos y luego volvió a dirigirla hacia la desconocida, que seguía observándolo.

Le dio un codazo a Vanee.

—Sa tía —hizo un gesto con la cabeza en dirección al extremo de la barra—, ¿sa tía me está mirando?

Vanee miró de reojo.

—Sí. Bueno, no, seguramente a mí. Está buena.

La chica (la mujer) estaba buenorra, era verdad. Tenía una abundante melena castaño oscuro que le llegaba hasta los hombros y la llevaba más arreglada que cualquier estudiante. Aunque su rostro era delgado, destacaba un labio inferior carnoso, pintado de un color oscuro lo bastante suave como para crear reflejos. A eso había que añadir un cuello largo y esbelto con una diminuta gargantilla de oro en la que también se reflejaba la luz de un modo… tan delicado, tan desamparado… Vestía un jersey negro de cuello de pico y una chaqueta corta del mismo color, pero lo que llamaba la atención era el escote del cuello. La punta llegaba tan abajo que Hoyt alcanzaba a ver… alcanzaba a ver…

—A mí, snduda —le dijo a Vanee—. Bueno… qué coño. —Se levantó del taburete.

—Eh, allá va el ligón —lo espoleó Vanee, imitando el acento del gueto con toda la maestría de la que era capaz un Phipps—. El ligón se lanza. A ver, tranqui, Hoyt. ¿Qué pasa con el pavo?

—Qué hostias, voy a ser simptico conl cabronazo. —Joder con el problema de comunicación…

Al acercarse a la chica, el vendaval arreció. Se echó un vistazo a sí mismo en el amplio espejo de detrás de la barra. No vio más que la cabeza y los hombros, pero bastaba. Sus dos encarnaciones le dieron un buen repaso. Con la cabeza vuelta así y levemente ladeada de modo que resaltara el mentón, una sonrisilla aplomada y juguetona en los labios… Su encarnación objetiva se preguntó si aquella sonrisa no tendría demasiado de mueca afectada, pero sus dos encarnaciones coincidieron en que tenía un aspecto alucinante y alucinantemente guay. Además, con esas posturas su cuello aparentaba una anchura kilométrica, igual que una columna que brotara de la abertura del polo. El vendaval arreciaba.

Cuando ya estaba prácticamente al lado de la chica fue cuando pensó que en realidad no sabía qué iba a decirle. Desde luego no podía soltarle lo de siempre, porque a medida que se acercaba más le parecía una mujer hecha y derecha. La tía debió de verlo con el rabillo del ojo, porque volvió la cabeza. Su rostro tenía el mismo aspecto que su cabello, es decir, perfecto y arreglado… El modo en que aquel labio carnoso y brillante contrastaba con el rostro delgado, los pómulos marcados, los ojos resplandecientes… Como la mayoría de los hombres, Hoyt no sabía nada en absoluto de los misterios del maquillaje, ni falta que le hacía. Nada podía hacer que se tambaleara su aplomo cuando ya había alcanzado ese punto de la gráfica. Ya estaba bastante cerca, así que se apoyó en la barra con el antebrazo y habló con suma seguridad.

—Perdón, no quiero interrumpir… —le dedicó la más encantadora de las sonrisas y luego miró a su acompañante e hizo lo propio— pero es que tenía que preguntártelo… —la miraba ya directamente a los ojos— debes de… te lo juro, desde donde estaba sentado… ¿No estás… harta de que la gente te diga que eres clavada a Britney Spears?

A la mujer (¡hostia puta, qué buena estaba!) no le hizo gracia, pero tampoco pareció molestarse. Sonrió, pero no como las chicas de la universidad, sino con elegancia, y comentó:

—Britney Spears es rubia. Y tú, ¿no estás harto de que la gente te diga que eres clavado a Hoyt Thorpe?

El ligón se quedó sin habla. La luz de ligón que brillaba en sus ojos se apagó.

—Eh… ¿cómo lo has hecho? ¿Sabes cómo me llamo?

—No estaba segura —respondió ella—, pero te pareces a Hoyt Thorpe. —Miró a su acompañante, que confirmó sus palabras con un asentimiento. Luego volvió a dirigirse a Hoyt, todavía sonriente—. Hemos estado viendo una fotografía tuya esta misma tarde. Espero que no te haya molestado que te mirásemos.

Hoyt trató de reír entre dientes, como quitando importancia a la cosa, e hizo un gesto despreocupado con la mano (qué guay que era) antes de contestar.

—Bueno, la verdad… —No se le ocurrió nada más.

—Qué coincidencia —comentó ella, y otra vez se volvió hacia su acompañante, que confirmó sus palabras con otro asentimiento—. Me llamo Rachel Freeman —anunció, y le tendió la mano con ademán profesional.

Hoyt se la estrechó y, sintiéndose excepcionalmente zalamero de súbito, le dio un pequeño apretón más allá de lo necesario antes de soltársela. La miró a lo más profundo de los ojos y dijo:

—¿Tins coche para volver?

—¿Coche para volver? —repitió Rachel Freeman, pero, por lo visto, no creyó que la pregunta mereciera respuesta. Sin más dilación, hizo un gesto hacia su compañero—. Y éste es mi socio, Mike Marash.

Así pues, Hoyt volvió a dar un apretón de manos. El señor Marash, calvo y aniñado, sonrió con cortesía.

—Somos de Pierce and Pierce —reveló la mujer más atractiva del mundo.

—¿Pierce and Pierce?

—Es un banco de inv…

—Ya lo sé —interrumpió Hoyt, que no quería que la tal Rachel creyera que era tan inexperto que ni siquiera sabía qué era Pierce and Pierce. Incluso alguien que se había saltado tantas clases de Economía como él estaba al tanto de la posición que ocupaba Pierce and Pierce en el sector de la banca de inversiones. Se había quedado simplemente sorprendido. ¿Quién esperaría encontrarse a gente de Pierce and Pierce tomándose unas copas un lunes por la noche en un sitio tan cutre como el IM?

—Hemos venido a fichar alumnos —aseguró Rachel, con aquellos ojazos de tomatomatoma—, por eso es una coincidencia. Tú sales en nuestra lista de Dupont. Tenía que llamarte. De ahí que me haya sorprendido verte, porque íbamos a llamarte mañana para concertar una entrevista.

—¿A mí? —Quiso decirlo como quien no quiere la cosa, sin aquella nota de sorpresa una octava más alta de lo normal.

Ella le aseguró que sí y sugirió que quedaran para comer en La Posada de Chester. La Posada de Chester… Estaba segurísimo de que se hospedarían allí. La miró a los ojos. Los tenía relucientes, chispeantes, en llamas, con un fuego interior que no se veía en un primer momento, gracias a la fachada perfectamente compuesta de su cabello arreglado, los pómulos pronunciados, los labios lustrosos, el cuello de cisne, la diminuta cadena de oro reluciente… ¿Qué estaban diciendo aquellos ojos?

—¡La posada es una pasada! —exclamó Hoyt, y cayó en la cuenta de que su problema de comunicación se estaba agravando.

—¿Qué?

—¡Una pasada, que mucha gente pasa por la posada! —Tenía tan poca gracia que se rio para disimular. Estaba diciendo estupideces, pero ¿qué más daba? ¡Gol! ¡Victoria! Asintió con la cabeza y le ofreció una sonrisa, una sonrisa sincera.

¡Puf!

Se había excedido, había vertido lascivia en los ojos de aquella mujer durante muchos más segundos de lo conveniente… Así que se dio la vuelta y regresó donde seguía sentado Vanee.

El problema de comunicación empeoraba, pero consiguió hacer entender a su amigo las claves del aspecto profesional (el asunto de Pierce and Pierce) de la conversación con la preciosa morena del jersey de cuello de pico.

—¡Qué fuerte! —exclamó Vanee—. Es la hostia, Hoyt. Pierce and Pierce…

Hummmmm… La voz de Vanee entonó una nota de alegría por su hermano de Saint Ray y camarada de armas. Estaba al tanto de lo malas que eran las calificaciones de Hoyt, quien se había lamentado del asunto en infinidad de ocasiones. Entonces Hoyt sintió una tremenda tristeza y le sobrevino una compasión arrolladora por el colega Vanee. Ojalá no le entraran celos, porque si la chavalita buenorra de la banca de inversiones tenía a Vanee Phipps en la lista, era evidente que no había estado estudiando su fotografía…

La encarnación objetiva de Hoyt, la que miraba por encima de su hombro, había empezado a preguntarse si todo aquello no sería más que un golpe de suerte fortuito, pero el Hoyt interno se aseguró de que el fragor del vendaval arreciara y se sobrepusiera al Hoyt externo y su acceso crónico de Duda.

Por los altavoces se escuchaba a una cantante de country rock llamada Connie Yates. La batería, el bajo y las guitarras eléctricas resonaban en acometidas ebrias. Hoyt se puso a cantar al unísono con Connie Yates un rato. Vanee tenía la mirada fija en el espejo de la barra. Vanee Phipps de los Phipps-Phipps… Típico de Vanee no reírse de algo como escuchar cantar a alguien que no tenía ni zorra idea. Pero ¿dónde estaba la gracia? Hoyt tuvo la sensación de que el vendaval había arrastrado algo esencial, esa parte que lo aclaraba todo, así que lanzó una mirada de soslayo a Rachel, que seguro que sí se reiría de verlo cantar… pero ni el otro ni ella estaban ya allí.