Ser guay
No hacéis más que decir que si no sé quién es «guay» o deja de serlo —planteó Edgar—, pero ¿qué significa que alguien es «guay»?
—Si no tienes ni flores —replicó Roger Kuby—, es porque tú desde luego no lo eres.
—Ni falta que me hace, pero ¿qué significa? Si apareciera alguien y te pidiera: «Defíneme “guay”», ¿qué le dirías? Yo no he oído a nadie intentarlo siquiera.
Edgar sólo arremetía de esa manera cuando los mutantes se reunían en su piso, donde les encantaba quedar. A pesar de su aspecto apocado, Edgar vivía unas buenas ocho manzanas hacia el interior de Ciudad de Dios, en un pequeño edificio de los años cincuenta donde la mayoría de los inquilinos eran hispanos o chinos. El ascensor era ruidoso e inestable, y por alguna razón estaba abollado. El pasillo de Edgar resultaba tan triste que rayaba en la decrepitud. Tenía ocho puertas sin marco, idénticas y revestidas con una plancha metálica, todas con más de una cerradura. Pero cuando se abría la de Edgar (¡magia!), el interior era un paraíso de buen gusto y lujo, al menos para los niveles de los estudiantes de Dupont. Ninguno de los demás mutantes vivía en un sitio que se mereciera un adjetivo más generoso que «bohemio», pero el de Edgar, por el contrario, era más bien «vanguardista»: tenía mobiliario moderno de cuero y acero inoxidable, lámparas de latón de algún lugar de Nebraska y una alfombra… una inmensa alfombra tejida a mano de un intenso color pelo de camello, elaborada con montones de guedejas por centímetro cuadrado de modo que pareciera tan mullida y elegante como si fuera de cachemir. El propio Edgar presidía la reunión en un auténtico sillón elefante Ruhlmann de los años veinte. Su padre, un distinguido biólogo, era consejero delegado de Clovis Genetics y heredero de la fortuna armamentística Remington, así como coleccionista de arte y mecenas.
—Bueno, una cosa yo sí que sé —intervino Camille—. Lo de ser guay no tiene nada que ver con las mujeres. Nadie describe a una mujer como «guay».
—Eso es porque a los tíos como tú y como yo lo que nos gusta es que estén buenorras —contestó Roger, lo cual provocó una risotada. Animado, miró a Randy, el mutante que había realizado la hazaña de salir del armario, y le preguntó—: ¿Verdad, Randy? —Y le dedicó una sonrisa burlona al tiempo que le mostraba los dos pulgares vueltos hacia arriba.
Randy enrojeció hasta las cejas, estupefacto. Adam sintió una vergüenza ajena terrible y miró de reojo a Charlotte, que estaba absorta, con una leve sonrisa en los labios.
Camille fulminó a Roger con la mirada, pero no, según comprendió Adam, por lo que acababa de decirle a Randy, sino porque había interrumpido su razonamiento, su aportación. Cualquier mutante se habría sentido igual.
Adam salió al quite para que Charlotte no pensara que no se enteraba de nada.
—Eso no es del todo cierto, Camille. Yo he oído hablar de «tías guais». Por ejemplo…
—Sí, claro, si son las típicas zorras de hermandad, las que van de colegas —repuso Camille, otra vez a la carga, con brasas en los ojos—. Es cosa de hombres. A ver, me la trae floja. Los tíos que tienen la etiqueta de guais son todos gilipollas de hermandades. ¿O no? Son tíos que hacen gala de su ignorancia y a todo el mundo le parece de coña.
—La verdad, yo pienso que Camille lleva razón —intervino Greg.
—Ay, vale, gracias —replicó ella—. La verdad… tú piensas.
Por el modo en que Edgar se inclinaba sobre la mesa, con los pulmones llenos a rebosar, Adam vio que estaba listo para dar inicio al discurso que sin duda tenía en mente ya desde el momento de plantear el tema, pero no, no y no, el amigo Greg no estaba dispuesto a permitirlo, ¿verdad? También se había inclinado hacia delante y estaba expectante.
—Si pensamos que… —empezó Edgar.
Y Greg saltó:
—La idea de Camille me gusta. —Recorrió a los presentes con la mirada; sin duda, pensó Adam, para dar a entender que él, el cabecilla, llevaba las riendas y sus comentarios tenían por objeto iluminar a todos y cada uno de ellos—. Yo no iría tan lejos como para decir que «guay» equivale a «idiota», pero ser un poco corto tampoco te descalifica. Treyshawn Diggs es guay, ¿verdad? Nadie va a decir que la Torre no es guay, y tiene las facultades mentales de ese… de ese… —Paseó la mirada por la habitación en busca de algo lo bastante descerebrado.
Randy Grossman y Camille lanzaron al unísono un gritito sofocado.
—Por qué no nos ponemos en plan racista, ¿eh? —soltó Camille.
—¿Racista? ¿Qué tiene de racista decir que alguien es corto del culo? —«Buena respuesta», pensó Adam con una envidia teñida de tristeza. Seguro que no se atrevían a llevarle la contraria—. Aquí lo que está claro es que nunca has ido a la misma clase que Treyshawn Diggs. Yo sí: hicimos juntos el seminario de Economía ciento seis. Pues bien, un día estábamos aprendiendo a calcular el Producto Nacional Bruto y el profesor ayudante se puso a explicarnos cómo se obtiene un importe en bruto de las transacciones al por mayor y luego se divide en dos importes y se sustrae cada uno del importe de la producción industrial bruta por una parte y del de los costes de servicio en bruto por la otra, y después se cogen los importes resultantes y se dividen por tal y cual, y, a ver, era durillo, y empezaron a aparecer manos por toda la clase, y una de ellas era la de Treyshawn Diggs. El profe no se lo creía. Treyshawn no había levantado la mano para nada en todo el semestre, así que le cedió la palabra. ¿Y sabéis lo que preguntó la Torre? Fue y preguntó: «¿Qué quiere decir “importe”?».
El propio Greg ya estaba riéndose cuando llegó a «¿Qué quiere decir “importe”?». Y entonces debió de venirle a la cabeza algún recuerdo de la escena en sí, porque la risa se convirtió en un carcajeo demente, un gañido incontrolable, y empezó a golpear los brazos de la silla con los puños al tiempo que bajaba la cabeza y cerraba los ojos para repetir «¿Qué quiere decir “importe”?», pero el tremendo arrebato de hilaridad que brotaba de sus entrañas hizo que las palabras se estrellaran contra el paladar. Adam miró de reojo a Charlotte, que sonreía mientras una risilla ahogada le hacía temblar el cuerpo; así de contagioso era ver a Greg troncharse. Estaba absorta ante el espectáculo que ofrecía.
Con la cabeza aún gacha, los ojos aún cerrados, el líder mutante levantó las manos delante de la cara con las palmas vueltas hacia Camille en un gesto defensivo («Ya lo sé, ya lo sé»), antes de abandonarse a nuevos espasmos de risa. La envidia de Adam se convirtió en resentimiento, y éste alcanzó el umbral de la ira. ¡El equipo de baloncesto era terreno suyo! Treyshawn Diggs y compañía eran sus perlas de conversación exclusivas. ¡Aquel hijo de puta estaba saqueando sus reservas! Una de las pocas compensaciones por las horas y horas que se veía obligado a desperdiciar con aquellos imbéciles era su posición social entre los mutantes como gran experto en deporte universitario de élite, y de golpe Greg, precisamente delante de Charlotte, ¡empezaba a sacar partido de su repertorio y a cautivarla con esa anécdota sobre Treyshawn Diggs de la que se había apropiado con todo descaro!
¡Venga! Antes de que Greg se recobrase, mientras seguía cautivado por su propia gracia, ahora era el momento de recuperar el tema y hacérselo tragar con patatas.
—Tienes toda la razón, Greg… hasta cierto punto. —Enmascaró arteramente su ira—. Pero estamos ante un principio más fundamental. Ser un famoso jugador de baloncesto no es garantía para ser guay. Voy a darte un buen ejemplo. ¿Conoces a uno de primero que se llama Vernon Congers? Ha arrebatado a Jojo Johanssen su puesto en el cinco inicial. Ya lo verás cuando juguemos contra Maryland la semana que viene.
Los mutantes no reconocerían por nada del mundo ser aficionados al deporte, pero la noticia captó su atención.
—Pero si lo vi… —empezó Edgar.
Adam se apresuró a adoptar la táctica interruptoria de Greg:
—Ya sé que lo viste salir como titular en el último partido. Eso es sólo porque Buster —la familiaridad del nombre de pila— sigue poniéndolo de titular en el Buster Bowl porque no quiere empezar con un equipo completamente negro cuando juega en casa, pero Congers juega el doble de minutos que Jojo incluso aquí, y Buster ya ha empezado a sacar de titular a Congers en los partidos en campo contrario.
Vistazo periférico: bien; ahora Charlotte estaba absorta en él. Procedió a brindarles un relato de cómo Charles Bousquet hacía la vida imposible a Congers, que resultaba patético en sus intentos de réplica.
—Pero ¿queréis saber por qué no les parece que Congers sea guay? Esto tiene que ver con el principio subyacente al que me refería. No es porque sea estúpido, es porque…
Camille lo atajó:
—¿Es ese Congers negro, por casualidad?
Con cautela:
—Ajá.
—Pues ya estamos otra vez, ¿no?
—¿Pero qué dices, Camille? ¡Bousquet también es negro! —gritó Adam.
—Ah, como si eso cambiara mucho las cosas…
Adam, que no estaba dispuesto a dejar que la conversación degenerase en una disputa con Camille, levantó la voz y gritó por encima de las palabras de ella:
—¡No es porque sea estúpido! ¡Es porque está a la defensiva! Charles —«también lo llamo por el nombre de pila, naturalmente»— le pregunta cuál es la capital de Pensilvania y el pobre se queda petrificado. Sabe que no tiene salida. Empieza a decir que Filadelfia, pero sabe que Charles no se lo habría preguntado si fuera tan fácil. La humillación resulta patente en su rostro. Sabe que es un fracasado de ciento diez kilos. Le gustaría disponer de una trampilla para caer por ella y desaparecer. Así que lo esencial es aplomo… aplomo y desvergüenza. —Confió en que una palabra tan bien traída impresionara a Charlotte—. Le habría bastado con comportarse como si le importara una mierda lo que pensara Charles —nombre de pila— o ningún otro de su inteligencia. Aplomo aderezado con un poquito de arrogancia tampoco está mal. La próxima vez debería inmovilizar a Charles por el cuello y decirle: «Esto es un test de inteligencia, chaval, y la pregunta es cómo vas a recuperar la cabeza».
Sin pretenderlo, Adam dijo «Esto es un test de inteligencia, chaval» y todo lo demás con tanta emoción que en parte se dio cuenta de que estaba escenificando una fantasía de venganza. Involuntariamente, había cerrado el puño, bajado el hombro y flexionado el brazo en una llave de lucha libre como si fuera él quien quisiera aplastarle la tráquea a alguien. En realidad, Bousquet era prácticamente el último miembro del equipo de baloncesto a quien le apetecía cargarse. El cabronazo anabólico al que de hecho tenía cogido por el cuello era Jojo… No, Curtis Jones, que se había tomado la molestia de mostrarse ofensivo y humillarlo… No, era a todos los deportistas de élite a quienes tenía por el cuello, a todos los jugadores de lacrosse (esos cabronazos, esos cretinos), a todos los mazas, a todos los matones que lo habían pisoteado como si el orden natural de las cosas dictara que el pequeño Adam Gellin era un tirillas.
Por la visión periférica percibió que Charlotte lo miraba de una manera curiosa, de modo que intentó disimular el odio que profesaba a los Curtis Jones y los Jojo Johanssen del mundo incrementando la intensidad lumínica de su planteamiento.
—Naturalmente, un tío como Congers entró en Dupont con un SAT más que justillo; vamos, con una puntuación de poco más de setecientos, quizá…
—Venga, eso no puede ser —replicó Greg—. No pueden permitirse correr semejantes riesgos.
—¿Te apuestas algo? —le espetó Adam—. ¿Cuál es la media de Dupont en el SAT ahora mismo? ¿Catorce noventa? Están dispuestos a tener manga ancha con un jugador de baloncesto o de fútbol y dejarlo entrar con quinientos menos…
—Vale —lo interrumpió Greg—, pero eso no se acerca siquiera a «poco más de sete…».
Adam hizo caso omiso de la observación por las bravas:
—Pero a lo que voy es a que hay que tener aplomo o dar la impresión de que se tiene. Eso es lo esencial para ser guay, y me da igual de quién estemos hablando.
—¿Aplomo con respecto a qué? —preguntó Randy.
—Todo. Buen gusto, posición social, aspecto, opiniones, enfrentamientos… Sí, hombre, cuando hay que verse las caras con otros estudiantes que intentan hacerte una putada o profesores que te sientan las costuras…
—Joder, los profesores de Dupont son tíos que no le sientan las costuras a nadie —señaló Randy—. Ojalá. Lo que hacen es decirle al profe ayudante que le ponga mala nota a quien sea y luego se esconden en su despacho.
Camille profirió un suspiro, como si estuviera a punto de lanzar otro de sus misiles Deng, probablemente debido a lo de «son tíos que», pero no abrió la boca.
—¿Alguna vez habéis tenido a la señora Gomdin en Psi…? —empezó Randy.
Adam, sin embargo, no estaba dispuesto a dejar que el tema derivara hacia las excentricidades pedagógicas de Dupont, así que pisoteó a Randy a voz en cuello:
—¡La otra cara de tener aplomo —Randy se quedó de una pieza— es no complacer nunca a la gente!… —Deshancado Randy, Adam bajó el tono— al menos de una manera obvia. El tío guay no halaga a nadie ni se muestra obsequioso ni impresionado con nadie… a menos que sea algún jugador de algo, quizá, quizás… Y no hay que entusiasmarse con nada a menos que tenga que ver con el deporte, el sexo o ponerse ciego. No pasa nada porque te entusiasme, qué sé yo, Dickens… aunque, la verdad, me extrañaría que a alguien le entusiasmara…
Randy sonrió, levantó el índice y el corazón de la mano derecha y dijo:
—Paz.
Adam lo interpretó como un gesto de aprobación, y por tanto no pudo resistirse a explayarse en aquella acotación tangencial:
—Es que, a ver, Dickens puede despertar infinidad de emociones, pero no me parece que el entusiasmo pueda ser una de ellas…
—¿No te parece que nadie pueda entusiasmarse con Grandes esperanzas o Dombey e hijo? —Otra vez el dichoso Greg de los cojones. Nada que hacer salvo pisotearlo de nuevo:
—¡Vale, sí que me lo parece!, pero a lo que voy es que, sí, muy bien, puedes entusiasmarte con Dickens o Foucault… o Derrida, ya puestos, pero si quieres ir de guay no lo demuestras, no lo cuentas, ni siquiera dejas que lo intuyan. Un tío guay (y lo he visto en más de una ocasión) puede hincar los codos en secreto cinco… no, cuatro noches a la semana en la biblioteca, pero tiene que restarle importancia si alguien se entera. ¿Sabéis cuál es la especialidad preferida del tío guay? Economía. Es que no puede fallar, vamos, porque es algo práctico. No cabe la menor posibilidad de que alguien la elija porque lo fascine la economía.
Greg no iba a quedarse calladito, claro:
—Te olvidas de lo más evidente, Adam.
—¿Ah sí? ¿De qué?
—El tamaño y la complexión. Cono, es mucho más fácil ir de guay si eres alto y te pasas la mitad de la semana poniéndote cachas con los aparatos Cybex esos. Mira, eso sí que me hace gracia, todos esos tíos…
Maldito Greg.
—¡También tienes lo de montar alguna asociación… —gritó Adam, pero pisotear a Greg no resultaba nada fácil.
—… que se pasean por el campus andando así… —Se puso en pie y empezó a imitarlos.
—… que la administración vea con buenos ojos!
Los demás se reían y no le hacían ningún caso. Greg deambulaba por la habitación con los muslos separados, la barbilla metida y los trapecios flexionados para hacer que el cuello pareciera más recio.
—… como si tuvieran los cojones tan grandes que no pudieran juntar más las piernas y…
—¡Quizás algo ecologista!
No había manera. El puto Greg se había adueñado de la conversación, y a los demás les parecía desternillante. Risas, risas y más risas. Bueno, en realidad Adam había llevado las riendas durante un buen rato y había establecido las bases del concepto «guay», la teoría del aplomo. Aunque no se había atrevido a mirar a Charlotte más de un instante cada vez, la había visto entregada, así que probó a mirarla de soslayo. Estaba entregada, eso seguro, pero al estúpido numerito de Greg, toda sonrisas y risillas sofocadas… ¡Y entonces dijo algo en voz alta! ¡A Greg!
—¿Conoces a Jojo Johanssen? Está en el equipo de baloncesto? Uno que camina así mismo, pero que además se mira de reojo cuando pasa por delante de alguna ventana? Y estira el brazo… así? Y de pronto se le hincha todo aquí atrás?
Puso la mano sobre el tríceps de su propio brazo tensado.
Juajuajua. Greg estaba encantado, claro, y Randy, Roger y Edgar se sumaron a la algazara, y ella se quedó de lo más satisfecha consigo misma. La aprobación implícita por parte de Charlotte del humor pueril de Greg molestó a Adam, pero había algo más: nunca la había visto reírse de nadie. Era, en cierto modo, una primera mácula en su pureza, en su inocencia. No quería que fuese como los demás, desdeñosa, cortante, cínica, y eso que él mismo no vacilaba en comportarse así. Pero es que Charlotte era distinta, su inteligencia y su encanto pertenecían a un orden diferente.
—Yo creía que Jojo te caía bien —le comentó (en realidad era una reprimenda).
—Sí, claro —respondió ella—. Puedo hablar de su forma de andar sin que por eso deje de caerme bien, ¿no?
—Sí, ¿qué te pasa, Adam? —preguntó Randy—. Tú también conoces a Jojo. No te parecerá que lo que ha dicho Charlotte no sea verdad, ¿no? Me he fijado en que de vez en cuando haces comentarios sobre él y no son precisamente halagadores, y eso que eres su monitor.
Adam sacudió la cabeza con exasperación. Por alguna razón lo sacaba de quicio que Randy se refiriera a ella como «Charlotte» de esa manera, como si ya fuera también suya, de todos ellos.
—Adam Gellin, a veces se te ve el plumero… —comentó Camille.
Así pues, Camille sabía exactamente lo que le pasaba por la cabeza. Se preguntó si todo lo que sentía por ella resultaría tan obvio.
No tenía modo de saberlo, pero estaba colmado (¡imbuido!) de un amor por una mujer que sólo podía sentir un hombre virgen. Para él era más que carne y hueso y más que espíritu. Era una esencia… una esencia de vida que resultaba palpable e intensa (desde luego su entrepierna conservaba toda la intensidad en esos instantes, cada vez más henchida bajo los ceñidos calzoncillos) y, al mismo tiempo, un… un… un disolvente universal que penetraba hasta el fondo de su ser y se apoderaba de todo su sistema nervioso desde el cerebro hasta la más diminuta terminación. Si pudiera abrazarla (y descubrir que ella también había estado muñéndose por hacer lo mismo), aquella mujer, su esencia táctil, inundaría hasta la última de sus células, hasta el último de los miles de millones de kilómetros helicoidales de su ADN (era incapaz de imaginarse una unidad de su cuerpo tan diminuta que ella no llegase a colmarla) ¡y harían estallar sus virginidades al unísono, en un momento sublime, inefable y al tiempo neurológico, plenamente neurológico! Harían…
—¿… la otra cara de la moneda, Adam? ¿Te parece entonces que un deportista puede ser guay y hacer esas cosas?
¡Puf! Era Edgar, que acababa de plantearle una pregunta. Pero ¿sobre qué? La cabeza empezó a darle vueltas.
—¡Sólo si son deportistas! —exclamó Greg. Siempre se podía contar con el bueno de Greg, que aprovechó su despiste para saltar de nuevo al cuadrilátero.
—¿Cómo que sólo si son deportistas? —indagó Edgar.
—Treyshawn Diggs hace obras de caridad —señaló Greg—, o al menos sacan fotos suyas en el periódico en las que sale en «el gueto» ayudando a «la juventud»… Y como es él, puede seguir siendo guay.
—¿Qué tiene eso de malo? —intervino Camille.
—No tiene nada de malo…
—¿Entonces por qué dices —adoptó una expresión remilgada y pronunció las palabras en tono repipi— «el gueto» y «la juventud»?
—Deja de tocarme los… cataplines, Camille. Lo único que digo es que un deportista famoso puede demostrar entusiasmo por algo como las obras de caridad y seguir siendo guay, porque la virilidad ya está certificada de antemano, y entonces puede mostrar su faceta tierna… o sea, el lado femenino. En el caso de alguien como la Torre, casi hace que parezca más macho por contraste.
—Vale, eso no te lo discuto —aceptó Edgar—, pero antes hay que ser un gran deportista.
—Sí. O si no, hay que tener…
Adam observó de soslayo a Charlotte, que columpiaba la mirada de Edgar a Greg y de Greg a Edgar. Estaba absorta en lo que decían. Le sobrevino una intensa necesidad de reintroducirse en la conversación…
Pero Greg se le adelantó:
—Yo describiría «guay» de un modo totalmente distinto. Yo diría que lo guay… —Pero cometió el error de volver los ojos hacia el techo y vacilar como si buscase la palabra más adecuada.
Adam pasó al contraataque y acabó la frase por él:
—… no incluye a ninguno de los presentes. —Y elevó la voz antes de que su contrincante pudiera recuperarse—: ¡A ver, vamos a reconocerlo! Según nuestra propia definición, en tanto que Mutan-tes del Milenio, alardeamos de nuestro entusiasmo por el estudio. Todos vamos detrás de una beca Rhodes…
—¡Vaaaaya! Viva el egocentrismo —se mofó Greg.
—¡¡No me vengas con hostias, Greg!! ¿Te atreves a quedarte ahí sentado y fingir…? ¡Tío, que estás hablando conmigo y con una mesa llena a rebosar de Mutantes del Milenio confesos!
—Una cosa son los objetivos y otra un rollo egocentrista tan tremendo, joder, porque es que lo tuyo…
—Callaos de una puta vez —los increpó Camille—. Ya me estáis hinchando la raja.
—¿La raja? —repitió Randy Grossman con un gritito de júbilo—. ¡Por favor, madame Deng, tenga la amabilidad de mostrarnos la rajita!
—Claro, como no has visto una en tu puta vida —replicó Camille y soltó un bufido.
El rostro de Randy, el mismo que había levantado con aire majestuoso al salir del armario seis meses atrás, se vino abajo y enrojeció. Se le colmaron los párpados de lágrimas. Con voz queda, áspera, apaleada, contestó:
—No esperaba un golpe bajo como ése de ti, Camille.
«¡Qué afeminado!», pensó Adam, y se aborreció por pensarlo, porque, bueno, salir del armario no debía de ser como darle a un interruptor y encender la luz. Debía de haber un doloroso período en el que alguien como Randy seguiría en un estado de tremenda sensibilidad. De todos modos, sí que parecía femenino. A Adam le recordaba a su madre al borde de uno de sus accesos de llanto después de que su padre le dijese que no había «madurado». Volvió a sentirse culpable.
Camille, en cambio, no.
—¿Qué hostias, Randy? No me vengas con ésas, que no es para tomárselo así.
Él desvió la mirada, apartó la cara angustiada, se cubrió los ojos con la mano y empezó a hacer pucheros.
—Va, Randy —intervino Edgar, con ganas de quedar bien—, no te pongas así, que era broma.
Después de eso, la reunión semanal de los Mutantes del Milenio se deterioró a marchas forzadas. Adam siguió mirando de soslayo a Charlotte. Saltaba a la vista que estaba fascinada por todo aquello. Sus ojos brincaban de un contrincante al otro. Adam, en cambio, noestaba fascinado; ya ni siquiera pensaba en Randy y Camille, o al menos no pensaba en ellos como contendientes. Él (ellos no, pero daba igual) ya había dejado atrás el tema y pasado a otro completamente distinto. ¿Cómo había quedado a ojos de ella… de Charlotte? Quizás estaría diciéndose: «Es un tirillas. Ha dejado que Greg metiera baza y le hiciera tragarse su argumento sobre la beca Rhodes, y encima se ha quedado sentado como un memo permitiendo que Camille y Randy desviaran la conversación por una tangente completamente distinta sobre lo que representa ser un paria». O quizá todo ello quedaría compensado por el hecho de haber sido él quien había definido el concepto «guay». Era él quien había sacado a colación lo del aplomo, la actitud a la defensiva y la supresión del entusiasmo o, en su defecto, la ocultación del entusiasmo cuando se dirigía hacia cualquier cosa que pudiera llevar a un adulto a darte unas palmaditas de aprobación en la cabeza…
Siguió torturándose con la Duda, oscilando una y otra vez de lo positivo a lo negativo. ¿Había ofrecido Charlotte el más mínimo indicio de sentirse cómoda entre los mutantes? Todo aquello de la misión de sus miembros en una era de sequía intelectual la había fascinado, ¿no? Pero ¿qué opinión se había llevado de Randy o Camille? La velada acusó una agonía quejosa y Edgar acabó llevándolos por Ciudad de Dios hasta el recinto universitario al volante de su tanquecito de juguete, su Denali.
Adam insistió en acompañar a Charlotte al Patio Menor y ella se alegró. Estaba eufórica. Acababa de ser testigo de una de esas conversaciones que había anhelado cuando Dupont aún era su El Dorado, un resplandor, un destino impreciso pero maravilloso al otro lado de las montañas. Los Mutantes del Milenio no recurrían a la palabra «guay» así sin más, como cualquier otro estudiante de Dupont, sino que la analizaban del derecho y del revés hasta desmenuzarla en… en sus componentes intelectuales básicos, cosa que jamás les pasaría por la cabeza a los chicos indudablemente guais que llenaban Saint Ray, como el propio Hoyt, máximo exponente de ese grupo… En cambio los mutantes, desde luego, no eran nada guais, algo de lo que estaban muy orgullosos, algo que proclamaban con descaro…
Apenas habían llegado al Patio Mayor cuando Charlotte notó que la mano de Adam le serpenteaba por la cara interna de la muñeca. Se lo permitió. Y también le dejó que entrelazara los dedos con los suyos. Era tan inteligente… Durante su viaje a Dupont se había imaginado que sus amigos serían así. De repente sintió un agradecimiento tan grande hacia él que apoyó el hombro en su brazo sin detenerse. Adam la miraba con una intensidad que tenía poco que ver con las miraditas furtivas que había estado lanzándole antes en casa de Edgar.
Aferró más firmemente la mano de Charlotte, lo que, sumado a aquella forma de observarla, provocó que el silencio fuera más y más embarazoso.
—Bueno, Charlotte… —empezó por fin, con una voz rara; estaba nervioso. Se detuvo, como si no tuviera ni idea de qué añadir, y por fin prosiguió—: ¿Te lo has pasado bien? —Lo preguntó con una voz algo más clara que, sin embargo, no dejaba de ser bastante ronca.
—Pues la verdad es que sí —contestó ella, haciendo un esfuerzo por no elevar el tono al final de la frase—. Todo el mundo ha sido muy inte… resante. —Casi convirtió la última palabra en una interrogación, pero se reprimió tras las dos primeras sílabas.
—¿Por ejemplo? —La voz de Adam había mejorado otro poco.
—Ay, pues Camille. Me ha sorprendido, y es que habla igualito que…
—¿Que un tío de una hermandad borracho como una cuba?
—¡Exacto! Pero la verdad es que es muy lista. Todo el mundo ha estado muy… agudo. ¿Me entiendes?
—A ver… Dame otro ejemplo.
—Bueno, pues Greg. Greg ha estado divertido, ¿no? Esa imitación de la forma de andar de un deportista, es que lo ha clavado. ¡Jojo lo hace igual! No sé, es que me encanta cómo llegáis a aislar un detalle de algo y entonces, cuando lo analizáis, conseguís verlo todo desde un ángulo totalmente distinto, más… no sé, como más analítico, supongo. Me ha encantado.
En ese momento fue Charlotte quien apretó la mano de su acompañante. Estaba emocionada. Aquella noche había supuesto toda una aventura intelectual. Allí mismo, bajo el resplandor exiguo y añoso de sus farolas y sus inmensas sombras que prácticamente se los tragaban, empezaba el paseo Ladding. Y al fondo, a lo lejos, al final de la avenida, en lo más recóndito de aquella oscuridad, estaba el pabellón Saint Ray, con su biblioteca desnuda de libros, su enorme televisor de plasma siempre con el programa SportsCenter del ESPN puesto… Allí estaban Hoyt, Julián, Vanee y Boo… y las guarras que fingían interesarse en sus comentarios descerebrados. Se imaginaba perfectamente a Hoyt… tan cómodamente asentado en su cinismo apático, que de todos modos (¡ya lo había dicho Edgar!) nunca se basaba en nada que no tuviera que ver con el deporte, el sexo, el alcohol y el desprecio por quienes no eran guais, de camino al destino habitual, o sea pillar un ciego, acabar perjudicado, ponerse hasta arriba, castigarse a saco, meterse algo que subiera, que pegara, acabar fatal, por los suelos, o directamente pillar cacho, follar, meterla, mojar, joder, chingar, echar un polvo, un quiqui, un casquete, meterla por detrás, que se la chuparan, que se la mamaran, que les hicieran una paja, un apaño manual, pillar unas buenas tetas, un buen culo, un buen coño, un coño, un coño… Y mientras, a sólo un paso, esperaba un mundo de ideas, ideas que hablaban desde la psicología del individuo hasta la cosmología de… de… ¡de todo!
Sin darse cuenta, apretó con fuerza la mano de Adam y de nuevo se recostó en su hombro. Él se detuvo. La soltó y se volvió para quedar frente a frente. Estaba claro qué se avecinaba. Charlotte sintió una enorme ternura por él y ganas de hacérselo saber, y en ese mismo instante la invadió el deseo de que… se contuviera. Pero no: él le pasó un brazo por la cintura, la atrajo hacia sí y al mismo tiempo echó la cabeza atrás (para mirarla a los ojos, supuso ella). ¿Y qué era aquella mirada? ¿Aquella sonrisita? Sobre todo se lo veía nervioso. Y entonces el pobre se toqueteó una patilla de las gafas, abandonó esa actividad, volvió a colocar la mano en la cintura de Charlotte e inclinó la cabeza y la acercó más y más a la de ella. Parpadeaba con rapidez, y entonces fue cuando Charlotte comprendió que estaba decidiendo si debía o no quitarse las gafas antes. Sus labios se cernieron sobre los de ella, que los separó como había aprendido a hacer con Hoyt y acabó posándolos por encima y por debajo de los suyos. Los cerró un poco para atraparlos, pero en ese instante él los abrió más, para buscar los de ella, y cuando los dos pares de labios por fin se encontraron directamente, aquello fue más un choque que un beso, de modo que ella, con una mezcla de compasión y culpa (¿y por qué culpa?), soltó un leve gemido. Él echó la cabeza atrás lo justo y necesario para decir:
—Oh, Charlotte.
Y a continuación le aplastó los labios otra vez.
Charlotte se quedó tan cortada (¿cortada?, sí, así se sentía) que no se atrevió a volver a mirarlo a la cara, así que apartó la cabeza para apoyarla sobre el pecho de él y así no herir sus sentimientos. Craso error. Sólo sirvió para dar pie a más gemidos apasionados por su parte. Empezó a mecerla de un lado a otro musitando:
—Charlotte, Charlotte, Charlotte…
Y siguió gimoteando. La apretó contra su cuerpo y clavó la ca dera en la suya. Y entonces (aunque de eso Charlotte no llegó a estar totalmente segura) empezó a frotar el pubis contra su cuerpo, en busca del suyo. Charlotte sacó las nalgas lo suficiente como para ha cérselo imposible. Apartó la cabeza del pecho de Adam y lo miró a la cara. En la mitad inferior de las gafas estaba apareciendo una ne blina, con lo que parecía que aquellos ojillos atisbaban por encima de un muro.
—¿En qué piensas? —preguntó Charlotte, consciente de que cometía un error, pero ¿cómo zafarse si no de la insistencia de su anhelante pubis?
Y funcionó. Dejó de restregarse, aunque no retiró el brazo de la parte baja de la espalda de Charlotte. La miró a los ojos y anunció:
—Estaba pensando… estaba pensando que tuve ganas de hacer esto, abrazarte así, desde el primer momento en que te vi.
Se le había secado la garganta y la voz le sonó tan ronca, tan grave y tan áspera que cualquiera diría que la había arrastrado por un camino polvoriento.
—¿Desde el primer momento? —Charlotte apartó la cabeza para que viera que sonreía. Decidió tratar de aligerar el tono del tête-à-tête—. ¡Pues nadie lo habría dicho! En realidad me dio la impresión de que no te hacía mucha gracia verme sentada delante de aquel ordenador de la biblioteca.
—Vale, pues digamos que desde el segundo momento en que te vi. —Sonreía, pero no parecía una sonrisa de alegría, sino ahogada, una sonrisa sumergida en un mar de lágrimas provocadas por un recuerdo feliz pero sumamente conmovedor—. No tardé mucho en cambiar de actitud. Espero que de eso también te acuerdes. De repente me presenté y te pregunté cómo te llamabas, ¿o no? —La misma voz seca, pero esta vez con un matiz algo distinto, un matiz de discreción cargada de ternura al que se recurre para revelar secretos de amor—. Me parece que ahora ya puedo decírtelo, pero luego me dio rabia haberte dicho que me llamaba Adam, sin más. Es que uno se acostumbra a decir sólo el nombre cuando conoce a alguien. Pues, bueno, tú evidentemente me dijiste que te llamabas Charlotte y punto. Y no sé si sabes que en primero hay cinco chicas que se llaman Charlotte.
Esa confidencia dio pie a Charlotte para liberarse dando un respingo y poniendo los brazos en jarras con el gesto de falso reproche al que recurre una chica ante un novio que revela emociones que antes no podía haber confesado…
—¿De verdad lo buscaste? ¿Te miraste la lista entera de alumnos de primero?
Adam puso los ojos como platos, apretó los labios y empezó a asentir tal como hacen los amantes cuando reconocen una culpa eufórica por algo irracional a lo que los ha empujado su obsesión pasional.
—¡Qué fuerte! —exclamó Charlotte con la misma sonrisa y los ojos bien abiertos de asombro. Sobre todo, quería dejar de lado cualquier atisbo de sentimentalismo.
Pero él se puso muy serio.
—Charlotte… —graznó—. ¿Por qué no te vienes a mi piso, para que podamos hablar de verdad? Tengo tantas cosas que decirte… No vivo muy lejos de aquí. Luego te acompaño a pie.
La pilló desprevenida. Seguramente él reparó en la consternación que surgió en su rostro.
—No puedo. —Fue todo lo que logró contestar. Lo soltó de sopetón, sin más, pero sin el acento sureño que le salía cuando los nervios la embargaban. Entonces empezó a buscar desesperadamente una respuesta a la inminente pregunta.
—¿Por qué no? —quiso saber Adam.
—Tengo que estudiar —se excusó—. Tengo un examen de Neurociencia mañana por la mañana —mintió—, y ya tendría que haber estudiado en vez de ir a casa de Edgar.
—¿Ni siquiera un ratito? De verdad que no está lejos. —Lo dijo con un tono cercano a la súplica.
—¡No, Adam! —contestó ella, pero haciendo un esfuerzo para sonreír al mismo tiempo—. ¡Es una asignatura muy difícil!
—Bueno… Vale. Aunque ojalá… —Dejó la frase a medias. Se le acercó con gesto de intranquilidad («Justo lo contrario del aplomo», pensó ella), jugueteó un poco con las gafas y esta vez se las quitó. Era como anunciar a bombo y platillo lo que iba a suceder.
Charlotte aplastó los labios contra los suyos por un instante y después deslizó hábilmente la cabeza hacia delante hasta quedar mejilla contra mejilla. Entonces dejó que la abrazara unos segundos. Adam empezó otra vez con el balanceo dichoso, así que ella se soltó y le sonrió como si renunciar al éxtasis de aquel abrazo le costara Dios y ayuda, pero debía ser disciplinada, no había más remedio.
—Tengo que irme, Adam. Ojalá pudiera quedarme. —Ya se había dado la vuelta y echado a andar hacia el Patio Menor cuando la palabra «quedarme» salió de sus labios.
—Charlotte.
El tono grave de súplica le indicó que era mejor detenerse. Dio media vuelta. Sin sonido pero sin dejar lugar a dudas, los labios, la lengua y la boca de Adam formaron dos palabras: «Te quiero». Estiró tanto las comisuras para la primera sílaba del «quiero» que casi rozaron las orejas. Le dirigió un leve gesto de despedida con la mano y una sonrisa agridulce. Había vuelto a ponerse las gafas. Era corto de vista y las necesitaba para ver de lejos.
Charlotte se despidió con el mismo gesto y el mismo aire agridulce y se apresuró a cruzar el largo pasaje.
Por primera vez desde su llegada, el patio le pareció un refugio maravillosamente acogedor, reconfortante y al mismo tiempo lujoso. El lujo estaba en la forma en que las luces de aquí y de allá iluminaban las ventanas y marcaban profundas sombras en las incisiones de los ladrillos y la cantería.
¿Había sentido una confusión así, una confusión tan sublime, alguna vez en toda su vida? Estar con los mutantes y sentir el impulso de su inteligencia y de su hambre voraz de conocimiento y su búsqueda incesante —incluso en los momentos más desenfadados—, su persecución de la estructura misma del mundo, su estructura psicológica y social… ¡Qué emociones había desatado en ella aquella noche! Deseaba enamorarse de Adam, que era el más guapo de todos los chicos del grupo. Bueno, en realidad Edgar era más atractivo, pero tenía una capa de grasa infantil y flaccida y era de una seriedad tan incansable que no hacía más que empeorar cuando trataba de ir de guais, como cuando se reclinaba con aire aristocrático en su colosal sillón elefante buscando la misma desvergüenza con que Hoyt se dejaba caer en los sofás de la biblioteca sin un solo byblos de Saint Ray. Eso era precisamente: desvergüenza. Casi parecía que se había inventado ante la predicción de que Hoyt Thorpe iba a llegar a este mundo. Claro que Hoyt dejaba de lado esa indiferencia cuando se trataba de cosas importantes de verdad. Había atacado a una bestia que le sacaba dos palmos… por ella.
Estaba tan confundida… ¡y al mismo tiempo tan eufórica!