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El tinglado ese de los negros

Había tres hombres con polos y pantalones caqui sentados en lo más alto de los acantilados de asientos, tan arriba que desde la cancha sus caras parecían tres pelotas de tenis blancas. Debajo de ellos había miles (¡miles!) de personas que de alguna manera (pero ¿cómo?) se habían enterado de lo que estaba pasando y llenaban a toda prisa las veinte o treinta primeras filas (en un enorme estadio de baloncesto a medio iluminar antes del inicio de la temporada) una soleada tarde de miércoles en pleno agosto. Estudiantes sólo eran unos pocos; aún faltaban dos semanas para el inicio oficial del semestre de otoño. Tipos sebosos con gorras de béisbol, gruesos mostachos y camisas de trabajo con su nombre de pila cosido en la pechera se repantigaban en asientos que salían a treinta mil dólares el abono para los quince partidos de Dupont en casa durante la temporada. Apenas daban crédito a su buena suerte: unos asientos de ensueño en el Buster Bowl… y se podía entrar así, sin más.

En la cancha, iluminada por los focos LumeNex que colgaban justo encima, no pasaba gran cosa, sólo que diez jóvenes (ocho negros y dos blancos) jugaban un partidillo de baloncesto, uno de los dos equipos con camiseta y el otro a pecho descubierto. Los cinco que iban vestidos llevaban todos camisetas diferentes. Lo único uniforme del grupo era su tamaño: todos superaban el metro noventa, y dos de ellos, uno negro y otro blanco, los dos metros diez. Eso saltaba a la vista. Los brazos y los hombros de los diez jugadores estaban hinchados como si fueran culturistas. Los trapecios, desde el cuello hasta los hombros, les sobresalían como si fueran cocos. Sudaban, esos jóvenes fornidos, y los potentes focos LumeNex les daban una lustrosa definición a sus dorsales, deltoides, pectorales, abdominales y oblicuos, sobre todo en el caso de los negros.

Durante un fuera de juego en que se les escapó el balón y tuvieron que recuperarlo, el jugador blanco de camiseta se acercó al otro, que iba a pecho descubierto, y le dijo:

—Eh, Jojo, ¿qué pasa? Igual estoy ciego, pero me parece que ese chaval te está dando por saco.

Lo dijo en voz bastante alta, lo que llevó al tal Jojo a mirar hacia uno y otro lado por miedo a que los negros lo hubieran oído. Aliviado al comprobar que no, torció la boca e hizo un triste gesto de asentimiento. Llevaba la cabeza prácticamente afeitada por los lados y detrás y tenía una explanada de cabello rubio cortado al rape en la parte superior. Más abajo mostraba un torso membrudo en el que no se apreciaba ni un gramo de grasa; se sostenía en un par de piernas sumamente largas. Medía dos metros ocho y pesaba ciento trece kilos.

—Si quieres que te diga la verdad, es peor aún —añadió en voz baja—: El muy cabrón no deja de darme la vara, Mike.

—¿Cómo?

—Está venga a decirme cosas en plan: «Me cago en la puta, pareces un árbol, joder. No te mueves una mierda, colega». Chorradas así. Y el muy hijoputa es de primero.

—¿«Me cago en la puta, pareces un árbol, joder»? ¿Eso te ha dicho? —Mike soltó una risilla—. Tienes que reconocerlo, Jojo, tiene su gracia.

—Sí, me estoy partiendo el culo. Y además está venga darme de hostias y a empujarme con los codos, coño. ¡Un primerizo de mierda! ¡Acaba de llegar!

Sin ser consciente siquiera de ello, Jojo hablaba el dialecto universitario en boga: el putañés, en el que las palabras «puta», «joder» y «hostia» se utilizaban por separado, combinadas o, por supuesto, aderezadas con otros muchos tacos, como interjección («qué hostias» o sencillamente «joder», con o sin exclamaciones) para expresar una sorpresa desagradable, como adjetivo («puto árbol», «putos codos») para expresar menosprecio o contrariedad, como locución adverbial para modificar y recalcar un adjetivo («es obvio de la hostia»), como verbo («ahostiar», «putear»), como sustantivo («mecagüen la puta», «no sabes ni hostias»), como expresión destinada a librarse de alguien («vete a hacer hostias»), a menoscabar en el aspecto físico, económico o político («lo putearon»), a subrayar el cansancio («estoy jodido»), a indicar que alguien la ha pifiado («la jodió de medio a medio») o que está borracho («anda que no estás jodido»), o como imperativo para expresar desdén («que te jodan», «no me jodas»). Era poco común (se había convertido en un uso más bien arcaico), pero de vez en cuando la palabra «joder» también hacía referencia a las relaciones sexuales («se pusieron a joder en la alfombra delante de la tele»).

El primerizo en cuestión, joder, estaba a unos seis metros de allí, hostias. Tenía una cara aniñada, pero llevaba el pelo recogido por la parte de arriba en trencitas paralelas que hacia la nuca se convertían en guedejas, un look diseñado para darle aspecto de tipo duro, al estilo de grandes jugadores profesionales negros de carácter díscolo como Latrell Sprewell y Alien Iverson. Era casi tan corpulento y tan alto como Jojo y probablemente aún no había acabado de crecer, y su piel color chocolate estaba henchida por la superposición de músculos. No era probable que alguien pasara por alto músculos semejantes: el chico se había cortado las mangas de una manera tan drástica que lo que quedaba tenía todo el aspecto de ser un uniforme casero de lucha libre confeccionado por algún sastre, loco. El jugador con camiseta llamado Mike le preguntó a Jojo:

—Y tú ¿qué le dices?

El aludido vaciló.

—Nada. —Pausa mientras se devanaba los sesos—. Voy a patearle el culo por toda la cancha, joder.

—¿Ah sí? ¿Cómo?

—Aún no lo sé. Es la primera vez que me las veo en la pista con ese cabrón.

—¿Y qué? A mí me parece que eres tú el que me contó que nunca ha permitido que le toquen los cojones esos… —Hizo un gesto en dirección a los negros, que no andaban muy lejos. Mike era más moreno de piel que Jojo y tenía el pelo oscuro y rizado, aunque lo llevaba corto. Con un metro noventa y dos, era el segundo más bajo en la pista.

Jojo volvió a torcer la boca y asintió un poco más.

—Ya se me ocurrirá algo.

—¿Cuándo? También me parece que eres tú el que me dijo que no hay que andarse con pijadas. Tienes que dejarles las cosas claras ya mismo.

Jojo se las arregló para esbozar una media sonrisa:

—Joder, sí que soy listo. ¿Por qué te cuento esas cosas?

Apartó la mirada hacia la nada. Tenía manos grandes y largos brazos, abultados de manera considerable a la altura de los bíceps y los tríceps. En proporción, no era tan corpulento en el pecho y los hombros, pero desde luego bastaba para intimidar a cualquier tipo normal, sobre todo a la vista de su estatura. En ese momento, sin embargo, parecía hecho polvo.

Se volvió hacia Mike y dijo:

—¿Es que todos los años tengo que verme las caras con alguna estrellita de campamento de verano, hostia puta?

—Pues no sé. Este año sí.

No les hizo falta abundar en el asunto. Ya se sabían el tema y la trama. Jojo era ala pívot y el único blanco titular del equipo de Dupont. Por eso iba a pecho descubierto en aquel partido, porque formaba parte del cinco titular, mientras que los que iban con camiseta eran reservas con un único objetivo: entrar en el equipo inicial. El marcador de Jojo (y lo castigaba, tanto físicamente como comiéndole el tarro) era Vernon Congers, un estudiante de primer curso sumamente solicitado, el típico estrellón de instituto que llega a la universidad en plan impetuoso y agresivo, acostumbrado a que lo traten como a Dios, a los halagos serviles y a las putillas huríes que se abren de piernas a la mínima. Entre quienes se habían humillado ante él también se contaban los entrenadores de baloncesto más famosos de Estados Unidos, incluido el legendario (en la sección de deportes del periódico siempre era «el legendario») Buster Roth de Dupont. Por lo general, los entrenadores descubrían a las jóvenes deidades en los torneos de verano de la Asociación de Universidades Estadounidenses o en los campamentos estivales de baloncesto. Tanto unos como otros se celebraban expresamente en aras de los seleccionadores universitarios, y sólo se invitaba a los jugadores de secundaria más prometedores. Las grandes empresas de calzado deportivo (Nike, And 1 y Adidas) financiaban los tres más importantes. Vernon Congers había sido el crack del Campamento And 1 del verano anterior, donde se fomentaba el juego espectacular (las «quedadas»), así como las trenzas y las rastas, a juzgar por el ejemplo de Congers. Jojo sabía muy bien de qué iba el asunto, porque Joseph J. Johanssen también había sido el crack del Campamento Nike unos veranos atrás. De hecho, al ser blanco, se le había hecho aún más «publi» (publicidad, algo que los jóvenes invitados a los torneos estivales codiciaban intensamente desde que iban al colegio) que a Vernon Congers el verano anterior. Todo entrenador, todo agente, todo ojeador profesional iba en busca de la Gran Esperanza Blanca, otro Larry Bird, otro Jerry West, otro Pete Maravich el Pistola, alguien capaz de jugar al nivel de los negros que con tanto poderío dominaban la cancha. Al fin y al cabo, la mayoría de los aficionados eran blancos. La cantidad de arrumacos, zalamerías y cipoteos (como solía decirse) de que fue objeto el gran Jojo Johanssen aquel verano rayó en lo increíble; tanto así que el interesado dio por sentado que Dupont no sería mucho más que un calentamiento, una puesta a punto, un poco de peloteo en la liguilla de camino al triunfo definitivo en la Liga, que era como denominaban los jugadores del nivel de Jojo a la NBA. Al fin y al cabo, Jojo había establecido lo que probablemente era el récord absoluto de cipoteo en un campamento estival de baloncesto. Durante esas jornadas, los entrenadores universitarios, que llegaban en hordas, tenían prohibido por las normas de fichaje de la Liga Nacional Universitaria hablar con el jugador a menos que éste iniciara la conversación. Así las cosas, ¿cómo podían acercarse lo suficiente a un jugador para que éste quisiera hablar con ellos? Buster Roth (al igual que muchos otros) se pegaba a Jojo cada vez que éste iba al servicio durante las sesiones de entrenamiento, que duraban todo el día. Roth era rápido. Jojo no recordaba siquiera cuántas veces Roth había acabado en el urinario más próximo, los dos con el cipote fuera, a la espera de que él le dijera algo. Una tarde se encontró con siete entrenadores de renombre nacional plantados con el cipote desenvainado y desfruncido delante de los urinarios que flanqueaban el de Jojo, cuatro a su izquierda y tres a su derecha, con Buster Roth en su puesto de vigilancia habitual, el urinario contiguo al suyo por la derecha. Resultó que el entrenador oía mejor por el oído izquierdo. De haber habido más urinarios, es posible que aquella tarde hubieran asomado más cipotes de entrenadores de la Primera División Universitaria en aras de Jojo Johanssen. Éste no llegó a dirigir la palabra al entrenador Roth ni a ningún otro, pero sabía muy bien quién era (al fin y al cabo, se trataba del legendario Buster Roth), y lo alegró y halagó, incluso conmovió, la cantidad de veces que aquel verano el entrenador llegó a desenfundar su cipote añoso en homenaje al crack del Campamento Nike, con sus diecinueve años recién cumplidos. Naturalmente, después de cortejarlo y llevárselo al huerto, una vez tuvo su firma en el contrato de la beca, que era vinculante, el entrenador se convirtió en una pesadilla diabólica. Precisamente por eso había llegado a leyenda. Precisamente por esa pesadilla diabólica aquel estadio de baloncesto con un aforo para catorce mil espectadores (cuyo nombre oficial era Estadio Faircloth) se conocía universalmente como Buster Bowl. Hasta los jugadores lo llamaban así. Por lo general, los chavales se referían a él como «la cancha» o «la pista», pero aquel edificio destacaba por una fachada circular y un empinado embudo de gradas en su interior: tenía todo el aspecto de un inmenso bol con una cancha de baloncesto en el fondo.

Jojo y Mike eran los únicos jugadores (o jugadores a carta cabal) blancos del equipo durante la temporada. Los tres manguitos eran blancos, con lo que la plantilla estaba teóricamente constituida por cinco blancos y nueve negros, pero no contaban. Mike se llamaba en realidad Frank Riotto, pero le habían puesto ese apodo como una suerte de apócope de «Microondas». Se le había ocurrido a uno de los negros, Charles Bousquet. A esas alturas costaba recordar que alguna vez se hubiera llamado Frank.

El partido estaba a punto de reanudarse y el balón era para los que iban a pecho descubierto. Jojo se había internado junto con el pívot, Treyshawn Diggs. Treyshawn era el crack del equipo de Dupont. En ataque todo giraba a su alrededor. Jojo lo miró de soslayo para asegurarse de su posición. Treyshawn era un jugador de dos metros diez, ágil y bien coordinado, y en su constitución no había sino músculos: un gigante de color chocolate y la cabeza pelada. Un blanco podía llegar a estar tan cachas como él, pero la piel clara le restaría definición. Jojo no sólo era blanco, sino que tenía la piel muy pálida y, para más inri, el pelo rubio; por eso lo llevaba tan corto por los lados y detrás, prácticamente afeitado, con apenas una pelusilla rubia en la parte de arriba. Le habría gustado afeitarse la cabeza entera, igual que Treyshawn, Charles y prácticamente todos los negros (a excepción de Congers), a imitación del gran Michael Jordán. Era un look acojonante, un look amedrentador, no sólo el de Jordán, sino el de uno de esos gladiadores que se machacaban el cuerpo hasta convertirse en puras bestias de músculo y testosterona: la cabeza pelada, el cuello recio, los trapecios, deltoides y dorsales henchidos bajo la piel tensa y lustrosa, y todo lo demás. Sin embargo, de acuerdo con el protocolo tácito del baloncesto, lo de la cabeza pelada era cosa de negros, y si intentabas imitarlos te perdían el respeto a toda hostia. De modo que se veía obligado a seguir con aquella explanada de pelo tristemente rubio en la parte superior del cráneo.

El balón ya estaba en juego. A pesar del ruido del gentío, Jojo era capaz de oír hasta el último chirrido de las zapatillas de los muchachos cuando cogían impulso, se detenían, pivotaban o cambiaban de dirección. El base, Dashorn Tippet, pasó la bola al escolta lanzador, André Walker. Los de camiseta acorralaron a André, así que éste lanzó un pase con rebote hacia Jojo… y Congers ya estaba encima otra vez, prácticamente se le había subido a la chepa, lo empujaba, le metía codazos, le metía caña, lo acosaba con la cadera y farfullaba:

—¿Qué hostias vas a hacer ahora, arbolito? No puedes saltar, no puedes tirar, no puedes moverte, estás jodido, arbolito.

¡El hijoputa no paraba un instante! ¡Un primerizo! ¡Acababa de llegar! Había conseguido que Jojo se sintiera como un árbol, arraigado al suelo.

Cantrell Gwathmey y Charles, los de camiseta que cubrían a Walker, estaban retrocediendo hacia Jojo, que era consciente de que debía pasarle la pelota a Walker, que estaba desmarcado para lanzar una de sus canastas de tres puntos marca de la casa, o a Treyshawn, que se había zafado a la brava de Alan Robinson, el contrario que lo cubría, pero no pensaba hacerlo, esta vez no. En Primera División los jugadores eran como perros, capaces de husmear el miedo o el nerviosismo, y Jojo sabía que su joven némesis había detectado el aroma. Se preparó para lo que iba a hacer.

Miró por encima del hombro. Sólo buscaba comprobar una cosa: la altura a que estaba el pecho de Congers. Ya la tenía. Hizo amago de saltar, como si fuera a hacer un lanzamiento en suspensión, pero entonces lanzó el codo hacia atrás, respaldando la acometida con todo el peso de sus ciento trece kilos.

—¡Uuuuuuf! —exclamó Congers.

Jojo se apartó, dio un giro para sortearlo, se lanzó hacia la canasta y machacó el balón como no lo había machacado en su vida, y encima se quedó colgado del aro con ambas manos y se meció en una alharaca triunfal. ¡Toma ya! ¡Le había dado un codazo a ese cabrón en todo el plexo solar! Le había… dado… por el… puto… culo.

La muchedumbre estalló en bramidos, rindiéndose a semejante golpe de efecto.

El juego se interrumpió. Treyshawn y André se acercaron a Congers, que, doblado por la cintura y con las manos en el plexo solar, avanzaba hacia la banda a pasitos mientras gemía: «Ah, ah, ah, ah». A cada «ah» las rastas de la nuca daban una sacudida. No tenía más de diecinueve años, pero parecía un viejo en pleno ataque de corazón, el muy hijoputa, el muy chuleta.

Jojo también se acercó, se inclinó hacia él y le dijo:

—Eh, tío, ¿te encuentras bien? ¿Por qué no te tumbas un poco ahí, hombre, a ver si recuperas el aliento?

Congers le lanzó una mirada de puro odio a la antigua usanza, pero había perdido el habla. Necesitaba recobrar el aliento y la capacidad motriz.

«¿Querías quedarte conmigo? ¡Que te den por culo!», pensó Jojo. ¡Vaya griterío en las gradas! ¡Qué subidón!

Mike se acercó con una expresión adecuada a la lesión de un compañero de equipo. Jojo también puso cara de circunstancias.

—Tú, primo —lo llamó Mike, creyéndose muy ducho a la hora de imitar el colegueo de los negros—. Retiro lo dicho. Eres un tío con un par de cojones, cabronazo. Eso ha sido la rehostia.

Jojo estaba tan eufórico que apenas podía evitar alzar la voz.

—Ese gilipollas… —Señaló con la cabeza a los negros, que estaban en la banda—. ¿Alguien ha dicho algo?

—No. Un par de ellos te han mirado mal cuando la has machacado delante de sus putas narices, pero ¿qué quieres que digan? El chaval lo estaba pidiendo a gritos, y te lo has hecho de puuuta madre, tío.

Eso también formaba parte del protocolo: machacarla y quedarse colgando de la canasta era cosa de los negros. Era una manera de decir: «No sólo me he quedado contigo, sino que te he dado por el culo y te he restregado la mierda por la cara».

Los dos blancos miraron de soslayo hacia el banquillo, donde Congers se había sentado con la cabeza entre las rodillas. Treyshawn y André seguían inclinados sobre él.

—No te vuelvas —le advirtió Mike—, pero el entrenador se ha puesto en pie y mira hacia aquí. Si no quedara como el culo, seguro que echaría a correr escaleras abajo para ver qué le ha pasado a la niña de sus ojos.

Jojo se moría de ganas de mirar, pero se contuvo. Las tres pelotas de tenis, el entrenador Buster Roth y dos segundos entrenadores, tenían que quedarse en los asientos baratos, bien lejos de los jugadores, porque empezar los entrenamientos antes del 15 de octubre habría sido una violación de las normas de la Liga Nacional Universitaria, y aún estaban en agosto. Ésa era la razón de que unos fueran con camisetas desparejadas y otros a pecho descubierto. Los uniformes, o incluso las camisetas grises de entrenamiento en que sólo se leía «DUPONT DEPORTES», habrían sido indicio de que lo que estaba teniendo lugar era precisamente lo que era: un entrenamiento del equipo de baloncesto siete semanas antes de la fecha de inicio reglamentaria. Naturalmente, no se podía prohibir a nadie que fuera al campus en agosto, antes del comienzo del curso, y jugara un partidillo o levantara pesas en el gimnasio; y cualquier jugador que no tomara esa decisión completamente voluntaria iba a meterse en un buen lío con el entrenador Roth.

—Eh, mira lo que van a hacer —observó Mike—. Esto te va a encantar. Van a sacar a uno de los manguitos en su lugar.

Jojo echó un vistazo. En efecto, uno de los tres blancos larguiruchos se había levantado del banquillo y salía a la pista al trote para jugar con los de camiseta. Lo de «manguitos» también había sido idea de Charles, y ahora todos los jugadores a carta cabal, tanto negros como blancos, los llamaban así. Los tres manguitos habían sido excelentes jugadores en sus respectivos institutos de secundaria privados, pero no estaban a la altura de la Primera División. Por lo demás, eran excelentes estudiantes. Según las normas de la Liga Nacional, cada equipo (no cada jugador, sino el equipo en su conjunto) debía mantener un nivel mínimo de calificaciones del 2,5 sobre 4, el equivalente a un bien. Los tres chicos provenientes de la enseñanza privada obtenían unas calificaciones que casi se salían del gráfico. Eran como esos flotadores que los padres les ponen a los niños pequeños para meterse en el agua: manguitos. Eran salvavidas, aquellos tres muchachos de colegio privado. Evitaban que el equipo entero se fuera a pique académicamente.

Charles se acercó a Jojo y Mike.

—Eh, Jojo, ¿qué hostias le has hecho a mi colega Vernon? —Sin embargo, sonreía.

Jojo puso cara de póquer.

—Nada. Se me ha empotrado en el codo.

Charles dejó escapar un alarido y luego dio la espalda a Congers y bajó la voz:

—«Se me ha empotrado en el codo». No está nada mal, Jojo. «Se me ha empotrado en el codo». ¿Quién dice que los blancos no saben repartir caña? Pero a mí no vas a pillarme empotrándome en tu codo, colega.

Se alejó con una sonrisa, pero Jojo mantuvo la cara de palo. No se atrevía a regodearse, pero en su fuero interno estaba eufórico. ¡La aprobación e incluso la admiración de un compañero negro era lo más de lo más!

Se reanudó el juego y Jojo respiró más tranquilo. Los de camiseta habían puesto a Cantrell a marcarlo, y a Charles le había tocado marcar al otro alero de los que iban a pecho, Curtis Jones, quien disfrutaba de lo lindo adentrándose como una exhalación entre los tiarrones para llegar a canasta. Dejaron que el manguito se encargara de André Walker. Cantrell plantaba cara a Jojo pero sin pasarse de la raya, por lo que éste se contentó con ceñirse a la estrategia del entrenador, que en su caso consistía en preparar jugadas, poner tapones, coger rebotes y hacer asistencias a Treyshawn y las demás máquinas de encestar.

A medida que avanzaba el partido, Jojo oyó más gritos de ánimo y aplausos en las gradas. Era como si, al noquear a Congers, hubiera encendido al público. Escuchaba a la gente entonar nombres: «¡Treyshawn!». «¡André!». «¡Eres la hostia, Curtis!». Alguien gritó: «¡Va, va, Jojo!», un canto coreado habitualmente en el Buster Bowl durante la temporada. Durante un tiempo muerto echó un vistazo a las gradas. ¡Miles de personas! Una parte del montaje del «partidillo» consistía en dejar las puertas abiertas para que entrase cualquiera, pero ¿quién era esa gente? ¿Empleados de la universidad? ¿Gente de la ciudad? ¿De dónde salían? ¿Cómo se enteraban? Eran como esos mirones que siempre aparecen (¡zas!) como surgidos del hormigón y el asfalto cada vez que hay un accidente de tráfico o una pelea callejera. Se habían materializado a millares en el Buster Bowl para ver un supuesto partidillo amistoso en plena tarde. Las jóvenes deidades del baloncesto. La temporada anterior se habían clasificado en primera posición a escala nacional, convirtiéndose así en el quinto equipo de Dupont a las órdenes de Buster Roth en hacer doblete en los catorce años que llevaba allí. Tres campeonatos nacionales, nueve equipos en la Final Four. ¡Cómo disfrutaba Jojo Johanssen lucubrando sobre algo tan sublime! ¡A qué altura por encima del común de los mortales lo habían llevado ya su talento y su espíritu luchador! Claro, sabía que algunas de las personas en las gradas eran los típicos e inevitables grupos por cuenta propia, qué remedio, pero a veces aparecían ojeadores de la Liga, ojeadores y agentes en busca de aquéllos que quizá llegarían a la Liga y ganarían millones… millones a espuertas. Pero entonces le vino a la cabeza Vernon Congers y le dio un bajón. No había desaparecido de su vida, simplemente de la cancha.

Durante los tiempos muertos, Mike se llegaba a las gradas y charlaba con una chica de pelo rubio abundante y alborotado sentada en primera fila. Era imposible pasarla por alto. Tenía una melena muy rizada y muy larga, lo que le daba un aspecto asilvestrado.

—¿Te gusta el paisaje, Mike? —le preguntó Jojo.

—Ya me conoces. Siempre soy amable con las seguidoras.

—¿Quiénes?

—Una de tercero. Está metida en no sé qué tinglado de orientación para alumnos de primero. Mañana vienen todos los primerizos para que los orienten.

—¿La conoces?

—No.

—¿Sabes cómo se llama?

—No. Lo único que sé es lo buena que está.

Orientación para estudiantes de primer año. Jojo no había tenido que asistir a charlas de orientación porque los fichajes de básquet estaban exentos de cosas así. Apenas veían a otros alumnos ajenos al mundo del deporte, salvo que fueran grupis, admiradores lisonjeros o estudiantes que, casualmente, asistían a alguna de sus clases. Quien jugaba al baloncesto para Buster Roth recibía toda la orientación académica necesaria en la cancha. Bueno… un primerizo acababa de recibir una lección de orientación hacía unos minutos. Era la última vez que Vernon Congers iba a decirle a Jojo Johanssen que parecía un árbol. Volvió a darle el bajón. Igual no había hecho sino infundir más ánimo al chaval.

Al cabo, el entrenador indicó desde lo alto de las gradas que el entrenamiento había tocado a su fin, y todos los jugadores empezaron a abandonar la pista. Los seguidores bajaron de las gradas en tropel y se apiñaron en torno a ellos. ¡Así sin más! ¡Sin guardias de seguridad que les impidieran rendirles pleitesía! ¡Podían tocarlos! Jojo se vio rodeado. Reparó sobre todo en la cantidad de bolígrafos y libretas, cuadernos, tarjetas y trozos de papel (un hincha le tendía la esquina arrancada de un cartel de NO FUMAR de cartón). Cerca de él, un aficionado gritaba una y otra vez: «¡Qué pase y recorte tan alucinante, Cantrell!», «¡Qué pase y recorte tan alucinante, Cantrell!». Como si a Cantrell Gwathmey le importara un carajo el docto análisis de su jugada en labios de un aficionado. Jojo fue avanzando poco a poco camino del vestuario mientras firmaba autógrafos, seguido por un furioso enjambre de aficionados. Había un par de grupis evidentes, con el busto realzado con sujetadores de relleno, que no dejaban de sonreír y gritar «¡Jojo! ¡Jojo!» al tiempo que buscaban sus ojos a la espera de una mirada más profunda que las que dirigía a las seguidoras comunes y corrientes. Cerca de allí estaba Mike. Como segundón que era, no atraía un auténtico enjambre, pero desde luego había atraído a la rubia de la melena asilvestrada. Le estaba ofreciendo la misma sonrisa de grupi y buscaba sus ojos a la espera de una mirada rebosante de profundo significado. Como siempre, Treyshawn era quien reunía el mayor enjambre. Jojo lo escuchaba decir «Encantado, guapa», su frase comodín para decir «De nada» a las chicas que le daban las gracias por su autógrafo y quedar de puta madre. Para Treyshawn, toda fémina, al margen de su edad y color, se llamaba «Guapa». Conscientemente, los jugadores sobrellevaban este mariposeo de los seguidores como una tediosa carga que recaía sobre ellos como parte de su obligación en tanto que figuras públicas. Inconscientemente, sin embargo, se había convertido en una adicción. Si algún día desaparecieran los enjambres y ellos no fuesen más que una pandilla de muchachos saliendo de una cancha de baloncesto, se sentirían vacíos, rebajados, ansiosos y amenazados. Del mismo modo, por mucho que los aburriera o incomodara, siempre se daban cuenta de qué jugador atraía el mayor gentío. De hecho, cualquiera de ellos habría sido capaz de establecer una clasificación según el tamaño de los enjambres, jugador por jugador, con una precisión pasmosa.

—¡Vernon!

—¡Eh, Vernon!

—¡Vernon, aquí!

Jojo, que acababa de caer en la cuenta con un escalofrío, miró hacia allí. Vernon Congers estaba rodeado por todas partes (de seguidores, de grupis, de empleados de mantenimiento de la universidad), ¡y aún no había jugado un solo partido con Dupont ni ningún otro equipo de Primera División! Debía de parecerles un chaval atractivo, suponiendo que no les revolviera el estómago lo de las trencitas y las rastas. A eso se reducía todo, a meras apariencias. Naturalmente, en primavera había recibido publi en abundancia debido a los rumores que aseguraban que, al ser uno de los jugadores de instituto más prometedores, bien podía saltarse la universidad e ir directamente a profesional. A eso se reducía todo, a la publi. Sin embargo, saltaba a la vista: aquel puto primerizo bocazas ya tenía un enjambre de cojones.

Al poco rato, las jóvenes deidades llegaron al vestuario.

¿Pillas lo que digo?

El puto cara pálida va y suelta: «Eres bazofia».

Saco la fusca, tío, te la pongo en los morros.

Te tiembla hasta la minga, la cosa no cesa.

Finges tener huevos. No tienes media hostia.

¿Pillas lo que digo?

La música rap a cargo de Doctor Dis retumbaba a todo volumen en los vestuarios. Siempre retumbaba a todo volumen en los vestuarios un tema rap u otro. Gracias a un sistema nonafónico envolvente, no había forma de inhibirse en los vestuarios, al menos en aquéllos donde reinaban los gigantes negros. El capitán tenía el privilegio de elegir los CD que quedaban preparados en el aparato. Charles, que iba a cuarto, era capitán ese año, aunque ya no estaba en el equipo inicial. No había nadie tan guay como Charles. Nadie infundía más respeto. A decir de Jojo, era cínico a tope con respecto a la música. Si la mayoría quería rap, pues les ponía rap. El rap más rebelde, ofensivo, vil y molesto disponible en CD. Curtis juraba haber visto a Charles salir del Phipps una noche tras un concierto de música de Duke Ellington y George Gershwin interpretada por una orquesta sinfónica blanca de Cleveland. Aseguraba saber a ciencia cierta que ésa era la caña que le iba a Charles. Aun así, Doctor Dis era lo que había elegido para el vestuario. Aquel rapero tenía tal aire de sociópata y era tan repugnante en general que Jojo albergaba la sospecha de que también era un cínico que hacía aquella mierda como parodia del género. Metía palabras como «bazofia» y «cesa», palabras que no habían pronunciado en su vida más de la mitad de los campeones nacionales de básquet de Dupont. En ese preciso instante, de hecho, el doctor cantaba, o quizá simplemente decía:

¿Pillas lo que digo?

¿Te crees que eres madero? Te haces la picha un lío.

Cada vez que cagas se te caen las pelotas al suelo.

Te limpias la polla y te pringas de chocolate.

Tienes que follar con el culo, madero chupapollas.

¿Pillas lo que digo?

Pero el vestuario en sí era mucho más lujoso de lo que habrían imaginado los miles de infelices que habían presenciado el «partidillo». Las taquillas no eran de metal, sino de roble pulido en su tono natural claro con una vistosa trama. Todas de dos metros y medio de alto por uno de ancho y provistas de puertas de persiana de doble hoja y toda clase de estantes para prendas de vestir y calzado, perchas de madera de haya, luces que se activaban al abrir las puertas y un tubo fluorescente a ras de suelo que permanecía encendido las veinticuatro horas para mantenerlo todo seco. Encima de la puerta había una placa con el nombre del jugador grabado, y encima de ésta, enmarcada en roble, una fotografía suya en acción de más de un palmo. La de Jojo era del departamento de publicidad. Se le veía alzando el vuelo por encima de una espesura de brazos negros para encestar un rebote. Le encantaba aquella foto.

Cuando entró en el vestuario, vio a cuatro compañeros negros, todos con la cabeza rapada (se fijó en ello), Charles, André, Curtís y Cantrell, delante de la taquilla del primero. No pudo resistir la tentación de acercarse. Tenía que hacerlo. Su conversación ofrecía la posibilidad de constatar el triunfo de Jojo Johanssen, el blanco al que nadie le tocaba los cojones.

Charles estaba diciendo:

—¿Que ha dicho qué? ¿Qué sabe ese cabrón de mis notas? ¿Qué hostias le importa a él? Ese cabronazo es tonto del culo.

—Yo sólo te digo lo que va contando por ahí —respondió André con una sonrisa—. El tío dice que vas a la biblioteca todas las noches después de la hora de estudio para hincar los codos. Dice que te ha visto.

—Y una mierda me ha visto. Ese cabrón es tan corto que no sabe ni dónde está la biblioteca. —Charles había perdido su típico aire ingenioso e irónico. Acababan de acusarlo no sólo de obtener buenas notas (se rumoreaba que tenía una media de 3,5), sino de afanarse en obtenerlas—. ¿Cómo hostias se le ocurre hablar de libros? No tiene ni puta idea de cómo es un libro. El cabronazo es tan corto que cuenta con los dedos y no consigue pasar de uno —sentenció, extendiendo el dedo corazón.

—¡Huuuiiii! —exclamó Cantrell—. ¿Habéis oído eso? Tío, va a venir a por ti.

—Y una mierda va a venir a por mí. Lo único que va a hacer es meterse el dedo por el culo. A quién se le ocurre hablar de mis notas…

—Eh, tío —intervino Curtis—. ¿Qué notas estás sacando? Si no te importa que lo pregunte.

—Ighh, ighh, ighh… —André soltó una risita convulsiva—. Igual ya no nos hacen falta manguitos. Ya tenemos a Charles.

Jojo se sumó.

—No les hagas ni puto caso, Charles. ¡Lo tuyo es el pupitre! —Miró a los otros para ver la gracia que les hacía su ingenioso giro de la expresión «Lo tuyo es el juego». En vez de eso, se encontró con tres caras de póquer.

—¿Qué hay de bueno, Jojo? —saludó Charles, también con una expresión hueca. Siempre decía «¿Qué hay de bueno?» en vez de «¿Qué pasa?».

—No gran cosa. Estoy hecho polvo. —Supuso que eso les haría pensar en qué le había obligado a esforzarse tanto y a quién había tenido que poner en su lugar. Nadie cogió la indirecta, así que fue al grano—: Es que ese chaval, Congers, se me estaba venga subir a la chepa. Era como si llevara tres horas en un combate de sumo. Lo miraron como se mira una estatua no especialmente interesante. Aun así, se obstinó en su objetivo y se arriesgó a tomar un atajo:

—¿Sabe alguien qué le ha pasado a Congers? ¿Está bien? Charles miró de soslayo a André y le dijo a Jojo:

—Me imagino. No ha salido malparado, sólo se ha quedado sin respiración.

«¡Me imagino!». «¡No ha salido malparado!». ¡Siempre igual! ¡No fallaba! Cuando los negros hablaban entre sí, lo hacían en un tono de colegueo desmedido, aderezado con toda clase de «cabronazos», errores de concordancia y dobles negaciones. En cuanto llegaba Jojo, lo dejaban y se ponían a hablar de forma convencional. Él no lo consideraba una deferencia, sino una manera de marcar distancias. El gesto de Charles era ininteligible. ¡Y eso que se había reído del asunto delante de Mike y de él al instante! No tenía la menor intención de hablar del tema ante André, Curtis y Cantrell. Charles Bousquet era lo más y trataba a Jojo como a un seguidor cualquiera con el que hubiera tenido la mala pata de toparse.

Se abrió un vacío en la conversación. Jojo se dio por vencido.

—Bueno… Voy a darme una ducha. —Y se dirigió hacia su taquilla.

—Ánimo —lo alentó Charles.

¿Qué quería decir con eso? Ni siquiera después de dos temporadas había conseguido coger el maquillo a los negros. ¿Qué acababa de ocurrir? ¿Por qué de pronto lo trataban como a un hincha? ¿Era porque se les había acercado dando por supuesto que podía intervenir en su conversación o qué? ¿Era posible que ninguno de ellos fuera a hablar de un roce con un compañero negro si había otro negro delante? ¿O era porque había hecho una broma con «Lo tuyo es el juego», que era una expresión negra? Aquello le daba dolor de cabeza. Intentó convencerse de que no era por su causa, que tenía que ver con todo ese asunto del distanciamiento entre razas. Él era blanco, pero había competido con jugadores de básquet negros toda su vida y se le daba bien su juego. Se enorgullecía de ello. Tanto se enorgullecía, de hecho, que había abierto la bocaza para contárselo a Mike, ¿verdad? Aun así, era verdad. Todo se remontaba a su infancia en Trenton, Nueva Jersey. Su padre, que frisaba los dos metros, era pívot y capitán del equipo de baloncesto el año que Hamilton East llegó a las finales estatales; lo tantearon un par de ojeadores, pero ninguna universidad lo codiciaba tanto como para ofrecerle una beca, cosa que le habría sido indispensable. Así que se puso a trabajar de mecánico de alarmas antirrobo, igual que su padre antes que él. La madre de Jojo, que era suficientemente lista como para haber llegado a ser médico o algo así, trabajaba de ayudante en el laboratorio de radiología del hospital Saint Francis. Jojo la adoraba, pero ella centraba su atención (o al menos así se lo parecía a él) en su hermano Eric, el primogénito, el rey de la casa, que le llevaba tres años. Eric era un cerebrito en el colegio, el mejor de la clase, y cantidad de cosas más que Jojo se hartó de escuchar.

A él los estudios le traían sin cuidado, y tan pronto demostraba fogonazos de inteligencia y aptitud como, inexplicablemente, vagueaba y hacía caer su media de calificaciones. Pues bien, si no podía ser tan buen estudiante como Eric, sería míster popularidad, el tío guay que su hermano nunca fue. Se convirtió en el payaso de la clase y también en el rebelde (un rebelde de medio pelo, la verdad), y luego se convirtió en un muchacho muy alto.

Para cuando llegó al instituto ya medía más de uno noventa, de modo que lo encaminaron hacia el equipo de baloncesto. Resultó que no sólo era alto, sino también un auténtico atleta. Tenía la coordinación y el empuje de su padre. A su madre le preocupaba su estatura porque la gente iba a esperar que el chico fuera más maduro de lo que en realidad era. Su padre, sin embargo, estaba encantado: el niño iba a conseguirlo. Creía saber muy bien por qué no lo había conseguido él, a pesar de todos los artículos de periódico y las buenas estadísticas que había acumulado: por haber tenido la mala fortuna de jugar en los años setenta, cuando los jugadores negros empezaban a dominar el deporte a nivel universitario y a cautivar a los ojeadores. Potencias perennes del básquet como Bradley y Saint Bonaventure se atrevían a sacar a la pista equipos de cinco jugadores negros. Es posible que el padre de Jojo no fuera ningún genio, pero tenía una cosa bien clara: la ventaja de los jugadores negros radicaba en su absoluta determinación de imponerse en ese deporte. Para ellos era una deshonra dejar que alguien los mangoneara, y una humillación definitiva dejar que los mangoneara un rival blanco.

Aquel verano, cuando Jojo tenía catorce años, su padre adquirió la costumbre de llevarlo en el coche caminó del trabajo y dejarlo en una pista pública en Cadwalader Park, una zona mayormente negra. Allí se quedaban Jojo y una bolsa de papel marrón con un bocadillo dentro. La cancha era de asfalto, con tableros metálicos y aros sin red. Su padre no lo recogía hasta que salía de trabajar a media tarde. Jojo tenía que espabilarse solo; iba a aprender a jugar al básquet por las buenas o por las malas.

No fue un método educativo tan drástico como habría sido en una gran ciudad, ya que en un lugar como Trenton la presencia de un chaval blanco en una cancha predominantemente negra no constituía una rareza. La forma de jugar de los negros era agresiva, de absoluta determinación. Si eras blanco y reculabas ante ellos, no hacían nada ni decían nada. Sencillamente te arrollaban con una actitud distante. Sin pronunciar palabra, te hacían saber que no merecías ningún respeto. Tras aguantarlo durante un día, Jojo decidió no volver a recular nunca ante un rival negro.

En la calle, los partidos no eran tanto un deporte de equipo cuanto una serie de duelos. Si tenías el balón y se lo pasabas al que estaba desmarcado debajo de la canasta, nadie lo consideraba admirable. Lo único que habrías hecho era desperdiciar una oportunidad. El juego consistía en superar al que te marcaba. Un pasmoso tiro en suspensión desde fuera tampoco cumplía las expectativas. El objetivo era camelar al oponente o intimidarlo, ganarlo por la fuerza, superarlo para alcanzar el aro, alzar el vuelo por encima de él, dejarla en bandeja o machacarla si eras lo bastante alto, y luego lanzarle esa mirada que decía (fue allí donde Jojo lo aprendió): «Te estoy dando por el culo por toda la cancha, capullo».

Un día Jojo estaba defendiendo frente a un negro alto y agresivo, al que apodaban Licky, que amagó hacia un lado y otro, luego le metió un codazo en el pecho, se precipitó hacia la canasta y cogió impulso para dejarla en bandeja, pero Jojo saltó más y le puso un tapón. El otro gritó: «¡Personal!». Se pusieron a discutir y Licky tumbó a Jojo de un solo puñetazo en la cara. Se levantó viéndolo todo rojo. Se le formó una neblina sanguinolenta delante de los ojos y se lanzó contra Licky. Cruzaron unos puñetazos furiosos, cayeron al asfalto y rodaron por la mugre. Los demás empezaron a animar a Licky, pero sobre todo disfrutaban del espectáculo. Transcurrido un rato los separaron, porque ambos se estaban quedando sin la energía necesaria para que la cosa tuviera interés; era hora de reanudar el partido. Licky se puso en pie tan escaso de aliento que no pudo pronunciar las maldiciones que habría querido dirigir a Jojo, quien estaba sentado en el suelo con una herida abierta encima de un ojo, el labio partido, la nariz hinchada y la cara cubierta de la sangre que le brotaba de la nariz y el labio. Se las arregló para ponerse en pie, se enjugó la cara con los antebrazos, se dirigió al centro de la pista y dejó bien claro que estaba preparado para seguir en el partido. Oyó que un jugador le comentaba a otro, en voz queda: «Ese pavo blanco los tiene bien puestos». Lo tomó por el mejor cumplido de toda su corta vida. Tenía madera para conseguir que los negros lo respetaran.

Pero entonces ¿por qué le habían hecho el vacío Charles y los demás? Bueno, si las cosas iban a ser así, no podía permitir que le afectaran, ¿verdad? Sin embargo ¡le afectaban! Los negros reinaban en el mundo del básquet, pero no podía creer que se distanciaran de él. En la cancha no había diferencias de color. Todos eran uña y carne y funcionaban como uno solo (y bromeaban como compañeros de armas) en un equipo que la temporada anterior había ganado el campeonato nacional con Jojo en la demoledora posición de ala pívot. Miró la fotografía de su taquilla: Jojo Johanssen alzaba el vuelo por encima de una multitud de brazos negros y colaba la pelota contra Michigan State en la Final Four de marzo. En ese partido se había salido por el techo, o al menos eso creía.

A cosas así le dio vueltas mientras se duchaba y luego se vestía. Andaba tan ensimismado que le sorprendió comprobar que no había nadie más en los vestuarios. Las taquillas de roble lustroso, la mala baba de Doctor Dis y él eran lo único que quedaba. Como siempre, el doctor estaba soltando bilis:

¿Pillas lo que digo?

¿Para quién guardas el coño, zorra?

¿Para algún puto viejo que te piensas ligar?

Seguro que el cabrón también se meterá farlopa.

Para que me la coman no necesito andarme con zorras.

¿Pillas lo que digo?

En ese momento apareció Mike, vestido ya con vaqueros y camiseta.

—¿Aún estás aquí? —le preguntó, camino de su taquilla—. Se me han olvidado las putas llaves.

—¿Adónde vas?

—A ver a mi novia.

—¿Qué novia?

—La chica de la que estoy enamorado. —Hizo un gesto en dirección a la pista.

—Anda, venga, no será la de… No habrás… Anda ya, te estás quedando conmigo.

—Yo no me quedo nunca contigo, Jojo. ¿Qué vas a hacer tú?

—Se te ha ido la puta olla, Microondas. —Jojo meneó la cabeza y le ofreció esa sonrisa ladeada que uno dirige a un niño tan incorregible como entrañable—. ¿Yo? No sé. Estoy hecho polvo. Igual me tomo una birra. El puto partido se me ha hecho interminable, y el míster se quedó sentado en las gradas…

—Hummm.

—¿Sabes que hemos estado jugando tres horas? ¿Sin un puto descanso?

—Bueno, es mejor que correr —se consoló Mike—. El agosto pasado, con treinta grados, estábamos en la pista de atletismo venga dar vueltas.

—Todo el mundo está que muerde, tío —señaló Jojo.

—¿Cómo?

Jojo miró alrededor para asegurarse de que no había nadie más.

—Es el primer día de entrenamiento, o como se llame, y lo que yo querría saber es quién coño estaba entrenando. Todo el mundo estaba en la cancha como si toda la puta temporada dependiera de la impresión que se lleve el entrenador a nosécuántos de agosto. Todo el mundo intenta joderte para jugar más minutos.

—¿Te refieres a Congers?

—Pues sí, a él, pero no sólo a él. Estoy harto de todo el tinglado ese de los negros. El entrenador es blanco, ¿no? La mayoría de los entrenadores son blancos. Pero dan por hecho que si dos jugadores están a la misma altura y uno es negro y el otro blanco… Dan por supuesto que el negro es mejor. ¿Me entiendes?

—Supongo.

—Cuando estuve en el Campamento Nike aquel año, prácticamente tuve que machacar el balón con los putos pies para que se fijaran en mí.

—Seguro que se fijaron en ti, o no estarías aquí.

—Pero ya me entiendes. Y en el fondo es peor aún. Creen, los entrenadores, y lo sé de buena tinta, creen que cuando la cosa está jodida, como en los últimos segundos de un partido, hay que dar la pelota a un negro para que haga el último lanzamiento. No se va a acojonar. El jugador blanco que está a su altura, sí. Eso es lo que creen, y me refiero a los entrenadores blancos. Ha llegado al extremo de ser racismo, coño, o a mí me lo parece.

—¿Lo sabes de buena tinta? ¿Cómo es que lo sabes de buena tinta?

—¿No me crees? Fíjate en tu propio caso. Eres el mejor lanzador de triples del equipo. De eso no hay duda, joder. Seguro que ni el mismísimo André se atrevería a discutirlo. Si el entrenador hiciera uno de esos concursos de triples como los de los partidos del All Star, dejarías a André a la altura del barro. Pero él es escolta lanzador inicial, y tú no.

—Bueno… el entrenador está convencido de que es mejor en defensa.

—Sí, está convencido. A eso me refiero. Tú sabes que es una chorrada, y yo también. Tú eres tan rápido como él, quizá más. En el fondo, él da por sentado que André es más rápido, y da por sentado que va a mostrarse más agresivo y a sentirse menos intimidado si tiene que defender a algún compañero negro cojonudo.

—Bueno, yo no lo tengo tan claro…

—¿Por qué crees que te llaman Microondas?

—Ya ni me acuerdo —repuso Mike encogiéndose de hombros. Sin embargo, se le escapó una sonrisa nada más pensar en ello.

—Te lo tomas como un cumplido, ¿verdad? Bueno, pues lo es, hasta cierto punto. Saben que el entrenador puede sacarte a la pista y tú metes un montón de triples a toda leche, igual que si metes un trozo de carne en el microondas y tienes la cena hecha al instante. Pero no creen que lo tuyo sea acabar el partido, y el míster tampoco. Te saca a jugar para acortar la diferencia de puntos en el tercer tiempo, pero seguro que no para lanzar las canastas importantes al final del partido… ¡Y eres el mejor encestador del equipo, incluso es probable que seas el mejor encestador de toda la liga universitaria!

—Jojo, eres…

—¡Yo estoy en la misma situación! Vale, salgo en el cinco inicial, pero el entrenador no me considera un jugador de verdad. Treyshawn, André, Dashorn, Curtís, los negros son los jugadores de verdad. Viene y me lo dice a la cara. No quiere que arriesgue lanzando a canasta. No estoy en la pista para anotar. Si intento hacer otra cosa que no sea colgarla, lanzar un gancho a un par de palmos del aro o remachar un rebote, ¡me lo echa en cara aunque enceste! ¿Un tiro en suspensión desde cinco metros? No quiero ni pensarlo. ¡Viene y me lo dice en los morros! Lo mío es facilitar asistencias, hacer pantallas, bloquear tiros, coger rebotes y pasar la pelota a Treyshawn, André y Curtis, los jugadores de verdad.

—¿Y eso qué? —replicó Mike—. ¿Te crees que eres el único? ¿Qué me dices de ese Fox, el de Michigan State, o de Janisovich, de Duke? ¿No te parecen jugadores de verdad? Pues a mí sí, qué coño.

—Si es lo que digo, que son jugadores de verdad, pero los entrenadores no los ven así. Los únicos jugadores de verdad son los negros. Tú y yo cumplimos un cometido. Tú eres el microondas del equipo. ¿Por qué? Porque al entrenador le parece imposible que el mejor escolta lanzador del básquet universitario no sea negro.

—Jojo, no pienses tanto —le recomendó Mike.

—No hace falta pensar. Basta con mirar un poco.

—Te estás comiendo el tarro, Jojo. No sé por qué coño tienes la sensación de que te dejan de lado. Los he oído en la cancha: «Va, va, Jojo». Joder, tampoco es que nadie se haya dado cuenta de que estás en la puta pista.

Ahora le tocaba a Jojo enorgullecerse a su pesar. Era cierto. «Va, va, Jojo». Mike había sido incapaz de disimular su satisfacción por lo de «Microondas». Jojo, con sus dos metros ocho y sus ciento trece kilos, era igual de transparente. «Va, va, Jojo».

Mike se moría de ganas de reunirse con el amor de su vida de esa tarde y no tardó en marcharse del Buster Bowl. Jojo acabó de vestirse. Se estaba poniendo los pantalones caqui cuando notó un peso extraño en el bolsillo derecho. «Qué raro». Pero al instante ya no le pareció raro en absoluto. Sabía qué era, pero no exactamente de qué clase era. No quiso exagerar sus expectativas. Sin embargo, había sido ala pívot en el campeonato nacional la temporada pasada… Le entró una suerte de emoción navideña. No quería dar al traste con la sorpresa mirando de inmediato. Fue a la taquilla para coger la camiseta, con cuyas mangas no había peligro de que el público se quedara sin echar un vistazo al volumen de sus brazos. En el interior de la taquilla, los tabiques de roble no estaban teñidos ni barnizados, sino que los habían dejado de su tono natural, pulidos y aceitados. En ese momento rezumaban un aroma intenso y Jojo se dio el gusto de llenarse los pulmones. Estaba emocionado como un crío y todo le parecía especialmente maravilloso, incluso el interior de la taquilla.

Recorrió el pasillo entero hasta la entrada de jugadores al estadio, y aun así se las arregló para resistirse al impulso de comprobar qué tenía en el bolsillo exactamente, eso que ahora producía calor y vibración además del roce por efecto de su peso. Abrió una de las puertas de doble hoja y lo vio, justo delante de él, ubicado delante de un telón de fondo de castaños y arces, que a su vez adquirían un aspecto exuberante en contraste con el telón de fondo último, un inmaculado cielo estival de media tarde: la hostia, era increíble, pero ahí estaba, en una zona del camino de acceso al estadio donde estaba prohibido aparcar, un cuatro por cuatro Chrysler Annihilator nuevecito. Blanco, reluciente al sol, imponente, perfecto para un campeón nacional de dos metros ocho y ciento trece kilos, un todoterreno de cuatro puertas con una plataforma trasera de metro y medio oculta bajo una brillante cubierta blanca. ¡Y la hostia, la hostia, tenía tapacubos cromados Sprewell! Era lo más impresionante que Jojo había visto en su vida, un monstruo, pero un monstruo de lujo, con una potencia de 425 caballos y todos los accesorios existentes en el mercado automovilístico estadounidense. Jojo se quedó plantado en la acera a unos cinco metros de aquella pasmosa manifestación de belleza y potencia y sacó lentamente del bolsillo derecho… claro, un juego de llaves con un aro provisto de un diminuto mando a distancia negro y un llavero en forma de rombo blanco metalizado (igualito que la carrocería) por un lado y con un número de matrícula por el otro.

Pulsó el mando y oyó el tableteo de las puertas al abrirse. Apretó un segundo botón y la brillante cubierta blanca de la trasera se alzó en silencio. La cerró, abrió la puerta del conductor, subió (el techo del monstruo le llegaba casi a la altura de la cabeza) y se sentó al volante. Asientos de cuero color canela… ¡qué aroma! Era más intenso que el olor de las taquillas, poco menos que embriagador. En el asiento del acompañante había una especie de álbum pequeño de cuero blanco, y dentro… Pero eso ya lo sabía: los papeles del vehículo y las tarjetas del seguro a nombre de su padre, David Johanssen. Era sin duda el mismo trapicheo que habían utilizado los responsables de aquello (es decir, los miembros del club de incentivos, conocido como la Mesa Redonda de Charlie) con el Dodge Durango en que Jojo había ido al Buster Bowl esa tarde. Las mensualidades del contrato de leasing le llegaban a su padre, pero los miembros del club de incentivos las pagaban por debajo de la Mesa Redonda mediante un sistema en el que Jojo no estaba especialmente interesado. El Durango ya le gustaba, era un todoterreno estupendo. ¡Pero éste! El Annihilator, de color blanco puro, relucía ante sus ojos y luego relucía y seguía reluciendo. Era mayor y más potente que un Escalade o un Navigator.

Le encantaba. Era como un sueño. Tenía la sensación de estar en una torre de control desde la que dominaba el mundo. El salpicadero era tal como se imaginaba que debía ser el panel de mandos de un reactor F-18. Giró la llave de contacto y el monstruo cobró vida con un rugido grave y sumamente amortiguado. A Jojo le recordó a una prueba nuclear subterránea. El poder en estado puro. Fantástico. Encima del salpicadero había una tarjeta plastificada de unos diez centímetros cuadrados con dos letras mayúsculas en el centro, DD, Departamento de Deportes, encerradas en un círculo amarillo maíz rodeado por un disco negro sobre fondo malva. No ponía nada más, sólo DD, aparte del numerito negro de identificación en una esquina. Era el permiso de aparcamiento más codiciado del recinto universitario. Te permitía aparcar prácticamente en cualquier parte, a cualquier hora.

Los jugadores de básquet rara vez caminaban por el campus. Iban al volante de sus coches, igual que Jojo en ese momento. Todos los chicos preferían los todoterreno. Subconscientemente, mantenían la ventaja de altura y la ventaja muscular de las que disfrutaban en su vida pedestre. A propósito o no, era otra cosa que los diferenciaba de los estudiantes corrientes y del común de los mortales en general.

A veces les entraban ganas de que todos esos seres inferiores echaran un vistazo bien de cerca a su imponente presencia física. Y eso fue precisamente lo que le pasó a Jojo esa hermosa (encantadora, en realidad) tarde de verano.

Se dio un garbeo por las calles del recinto universitario para que la gente pudiera envidiarlo por su coloso de treinta y dos válvulas; pero, joder, no había prácticamente nadie, y los pocos que se veían no parecían quedar lo bastante pasmados con aquella aparición, ni siquiera cuando los tapacubos cromados Sprewell los deslumbraban. Tampoco vio ninguno de los todoterrenos de los demás. Habían tenido que ir al aparcamiento por ellos. Ahora que lo pensaba, él iba a tener que hacer lo propio para recuperar el Durango y devolverlo al concesionario Chrysler/Dodge.

No obstante, la sensación de magnificencia que le otorgaba el Annihilator no menguaba. Iba de regreso a su suite en el colegio mayor Crowninshield, contemplando el mundo desde su altura mientras pasaba por delante del Patio Mayor en Gillette Way, cuando, llevado por un impulso, se acercó a la acera y aparcó en una zona prohibida, pero ¿qué importaba? Bajó del vehículo, se desperezó en toda su envergadura y echó a andar por el sendero que cruzaba el Patio Mayor en diagonal. Va, va, Jojo. Estaba de un ánimo triunfal y tenía ganas de que se fijaran en él, aunque lo que se dijo era que necesitaba un poco de aire fresco y sol. Va, va, Jojo. No había alumnos por ninguna parte, sólo gente mayor, turistas o lo que fueran, deambulando y mirando los edificios.

Sin duda tenía que aparecer alguien. Allí estaba, en el centro de una gran universidad, y era una de las cinco personas más famosas del campus. Nadie, ni el rector ni ningún otro mandamás, era ni remotamente tan reconocible ni tan alucinante como el cinco inicial de los campeonatos nacionales. Va, va, Jojo. Naturalmente, Dupont no era más que una parada de camino al triunfo definitivo, que era jugar en la Liga. Mientras tanto, estar en Dupont molaba. A todo el mundo le impresionaba que jugaras a las órdenes de Buster Roth. A decir verdad, a todo el mundo le impresionaba que fueras alumno de Dupont. Lo irónico del asunto era que había acabado en una universidad mejor que la de Eric. En caso de que ocurriera lo impensable y no llegara a jugar en la Liga, no eran malas credenciales poder decir que era licenciado por Dupont… suponiendo que mantuviera las calificaciones a flote y llegara a obtener el título. Bueno, para eso estaban los tutores, ¿no?

Empezaron a surgirle dudas. ¿Y si de verdad llegaba a ocurrir algo malo? En el instituto, lo profesores le decían que tenía buenas entendederas, pero que no iban a servirle de nada si no se esforzaba en desarrollar su potencial, y que si no lo hacía algún día se arrepentiría. Se lo había tomado como un halago a la inversa. No estaba obligado a esforzarse y desarrollar su potencial y todas esas zarandajas. Era un alumno de orden superior, una estrella del básquet. Ya se asegurarían en el instituto de que obtuviera las notas necesarias para acceder a la universidad. Y así fue. En más de una ocasión se interesó por alguna asignatura y le fue bastante bien, pero tuvo buen cuidado de no demostrarlo. Una vez, en Historia, hizo un trabajo que al profesor le gustó lo suficiente como para leer una parte en clase. Aún recordaba lo emocionante y al mismo tiempo embarazoso que le había resultado. Por suerte, el asunto no trascendió de la puerta del aula.

Su hermano Eric había obtenido calificaciones excelentes y luego había ido a Northwestern y a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago. ¡Vaya cosa! Durante los cuatro años anteriores, los dos de Dupont y los dos últimos del instituto, Jojo había eclipsado completamente al rey de la casa. En términos generales, nadie sabía quién diablos era Eric Johanssen, mientras que decenas de miles, tal vez cientos de miles de personas, conocían a Jojo Johanssen. Pero… ¿y si algo ocurría y no lo fichaban para la NBA? El problema que planteaba Congers no era tanto que le arrebatara el puesto de titular cuanto que el entrenador fuera sacando del banquillo cada vez más al nuevo y redujera los minutos en la pista de Jojo, lo que comportaría verse relegado en cuestión de estadísticas y demás aspectos. Si eso ocurría, ya podía olvidarse de la NBA. Se convertiría en un animal patético, una vieja gloria universitaria con un papelote de Dupont y ningún sitio a donde ir. No sería nada. Igual conseguía trabajo de entrenador en Trenton Central, mientras que Eric seguiría siendo lo que era en esos momentos, un abogado en Chicago a las puertas de un futuro sin límites… ¡Lo más jodido del asunto era que Congers era bueno de cojones! Grande, fuerte, rápido, agresivo, y con una absoluta determinación a imponerse en ese deporte. En menos tiempo del que se tardaría en decirlo en voz alta, todo eso se precipitó hacia la boca del estómago de Jojo. Ya no le cabía la menor duda con respecto a esa sensación, que era miedo.

Tenía que dejar de pensar en ello. Echó un vistazo por el Patio Mayor. El sol vespertino y la luz estival sacaban a relucir los cálidos matices de la piedra grisácea de los edificios góticos. Los destellos amarillos, ocres, marrones y rojizos hacían que todo resultara más exquisito y, en cierto modo, más magnífico e imponente todavía. La torre de la biblioteca parecía una catedral. Rara vez había entrado allí, salvo en compañía de un tutor. Bueno, también había ido un par de veces después de medianoche para enrollarse con una chica que solía quedarse estudiando hasta bien tarde.

Un tío caminaba hacia él. Le sonaba, pero ¿quién coño era? Cuarenta y pocos, probablemente, con un polo, unas bermudas caqui de bolsillos laterales y zapatillas de deporte. Avanzaba como encorvado, los músculos atrofiados, la barriguilla colgando por encima del cinturón, unas piernecillas raquíticas… Jojo era consciente de que daba mucha importancia al cuerpo, pero no podía evitarlo. ¿Cómo podía alguien echarse tanto a perder? El tío llevaba uno de esos maletines de pardillo. Se estaba acercando… ¿Quién diablos era? Empezó a sonreírle y Jojo respondió con una sonrisa perpleja. Justo antes de que se cruzaran, el otro lo miró a la cara y saludó:

—Hola, señor Johanssen.

Jojo pronunció un «Eh, ¿qué tal?» tan poco convincente que resultó embarazoso y cada uno siguió su camino.

¿«Señor Johanssen»? No parecía la manera de hablar de un aficionado. Y entonces, cuando ya era tarde, le vino a la cabeza: era su profesor de Sociología del primer semestre del año anterior. Como buena parte de los deportistas, Jojo había optado por esa asignatura, correspondiente a un departamento que, como todo el mundo sabía, los trataba bien. Pero ¿cómo se llamaba aquel profe? Perlstein, eso… El señor Perlstein. Buen tío, el señor Perlstein. Había hecho la vista gorda con un trabajo que, como sin duda tenía que haber visto, no podía haber escrito él. Más dudas… ¿Había detectado un deje de ironía en su voz? ¿«Hola, señor Johanssen, deportista descerebrado»?

Jojo siguió paseando, meciendo levemente los hombros con la esperanza de que se fijaran en él. Desde luego la camiseta que llevaba no tenía por objeto ocultar que era muy alto y que estaba muy cachas… ¡Maldita sea! ¡Ni un alma! Quizá lo estuvieran mirando por las ventanas. Escudriñó los edificios. Ni un alma pero… alto ahí. Había unas ventanas de bisagra abiertas en la planta baja del colegio mayor Payson, ¿y qué fue lo que le pareció ver en la pared? Se acercó un poco. ¡Cono, era verdad! ¡Él mismo! Un enorme póster, de un metro largo de alto, de Jojo Johanssen, triunfal, saltando por encima de todo un racimo de jugadores negros… para darles por el culo. Se acercó más, cuidando de no dar la impresión de que se interesaba más de lo debido por la habitación de un estudiante. Estaba pasmado, no podía apartar la mirada… Fuese quien fuese, idolatraba a Jojo Johanssen. Siguió mirando tanto como pudo sin llamar la atención. Al cabo se dio la vuelta, imbuido de un júbilo indescriptible, tan auténtico y corpóreo como cualquiera de los cinco sentidos…

Volvió a escudriñar el Patio Mayor… Nadie. Sin público, de repente se sintió muy cansado. Sin duda se había dejado la piel en el interminable partido de entrenamiento. Empezó a pensar en la gran pantalla de televisión y los sillones reclinables que lo esperaban en la suite que compartían con Mike. De pronto le pareció la perspectiva más deliciosa del mundo, además de algo necesario, hundirse en uno de esos sillones, poner la tele y vaciar la mente de todo lo ocurrido a lo largo de la tarde y de todo lo que había estado rumiando.

De modo que desanduvo Gillette Way, subió al Annihilator y se dirigió hacia Crowninshield. Según las normas de la Liga Nacional Universitaria, ya no estaban permitidas las residencias especiales para deportistas. Tenían que alojarse con el alumnado en general, de modo que a los jugadores de básquet los habían puesto a todos en un extremo del ancho pasillo de la quinta planta de Crowninshield. Para ellos habían derribado las paredes que separaban los dos dormitorios de ambos lados del salón compartido de la suite, de modo que cada jugador dispusiera de una habitación espaciosa con baño privado y cama acorde a su tamaño. Para compensar el espacio perdido al doblar la superficie de las habitaciones de los deportistas, habían transformado trasteros y cocinas en desuso en un montón de habitaciones individuales más bien desastradas para los estudiantes corrientes. Por si fuera poco, las suites de los jugadores de baloncesto, y sólo las suyas, disponían de aire acondicionado.

Al enfilar el pasillo camino de la suite, Jojo ya ansiaba por todos los poros el lujo del aire tan gratamente acondicionado y la idea de hundir su cuerpazo cansado en el sillón y dejar que la televisión irrigara el interior de su cráneo sediento. Abrió la puerta y…

… dos jóvenes blancos yacían completamente desnudos en el suelo del salón entre un revoltijo de camisetas, vaqueros, ropa interior y zapatillas, con las piernas y los brazos entreverados, allí mismo, en la moqueta, delante de la tele, echando un polvo. Mete y saca, mete y saca, y la chica gemía: «Anhh, anhh, anhh». Yacían de costado, las piernas tendidas hacia él, ofreciéndole una perspectiva conformada mayormente por las elevaciones recias y carnosas de nalgas y muslos y la cascada de rizos rubios que ocultaba la cara de Mike. Se preguntó distraídamente si la chica se habría afeitado la entrepierna. La primavera pasada y lo que iba de curso cada vez veía a más tías completamente rasuradas, aunque una chica con la que se había enrollado un par de días antes le había explicado que la suya era una «depilación a la cera brasileña». Lo que le picaba la curiosidad era cómo se propagaba la moda de una chica a otra. Él era jugador de básquet y podía mantenerse al día de las técnicas de acicalamiento femenino en esa zona, pero ¿cómo se enteraban ellas? ¿Se lo contaban unas a otras o qué?

—¿Eres tú, Jojo? —Mike no se molestó ni en levantar la cabeza.

—Sí.

—Fíu. Me daba miedo que fuera la de la limpieza. —No interrumpió un solo instante lo que estaba haciendo, ni siquiera alteró el ritmo—. Saluda a Jojo.

Sin embargo, la chica, que al parecer prefería seguir en plan apasionado, no apartó la cara de Mike y siguió con su: «Anhh, anhh, anhh».

—Jojo, saluda a… ¿cómo te llamas?

—Anhh, anhh, anhh, Ashley, anhh, anhh, anhh.

—Saluda a Ashley, Jojo.

—Necesito el mando a distancia —anunció Jojo—. Perdón. Pasó por encima de la pareja, bajando la mirada para asegurarse de no pisarlos. La chica tenía los ojos cerrados con fuerza. Mike lanzó una mirada molesta a Jojo.

«Joder», pensó Jojo. Había empezado a pensar también en putañés. Cogió el mando a distancia de la mesita de la tele y («perdón») volvió a pasar por encima de la pareja. Alcanzó en dos zancadas uno de los grandes sillones reclinables y empezó a hundirse en él, pero se quedó petrificado antes de que el culo llegara al asiento. Aquello era asqueroso de la hostia. Mike y la tía esa, la tal Ashley, seguían en el suelo delante de la tele, venga dale que te pego entre gemidos.

Y encima Mike le había puesto mala cara a él. Por lo general tenía buen juicio, pero a veces… ¿Qué tendría de especial ese coño en concreto que no podía recorrer diez pasos más para llegar al dormitorio? Cualquier miembro del equipo de baloncesto podía señalar a cualquier chica del campus y tenerla en su habitación en diez minutos, o poco menos, de modo que ¿a qué venía tanto revuelo? Un día se lo había hecho con cuatro al mismo tiempo, todas afeitadas por completo… El recuerdo lo excitó un poco, pero la irritación sofocó rápidamente el cosquilleo en la entrepierna. A veces Mike tenía menos tacto que la hostia. Jojo había pasado una tarde jodida y llevaba diez minutos con un único deseo en el mundo: regresar a la suite, sentarse en el sillón y relajarse viendo un poco la tele. Y ahora, justo delante de la tele, en el suelo, había una bestia de doble espalda, dale que te pego, que no dejaba de gemir: «Anhh, anhh, anhh».

Con un suspiro acusatorio, Jojo arrojó el mando a distancia sobre el sillón, se fue a su cuarto y cerró la puerta. Seguía viéndolos en su imaginación, y por un instante, a su pesar, notó la famosa comezón. Se centró en el resentimiento y le plantó cara.