19

La mano

Bienvenido seas, oh sabio de Atenas —saludó Buster Roth, que se volvió en su silla giratoria con los dedos entrelazados detrás de la cabeza y los codos desplegados a ambos lados—. ¿Qué nuevas traes de Maratón?

—¿De dónde? —preguntó Jojo. El entrenador sonreía con ganas y con simpatía, pero Jojo detectó sorna en el ambiente.

—Maratón. A unos cuarenta y pico kilómetros de Atenas. Se está librando una batalla de la leche y tienen un corredor. Era en la er... bueno, en tiempos de Sócrates. El bueno de Sócrates... —Se interrumpió e hizo un gesto como si espantara moscas—. Da igual. Estaba de coña, Jojo, era una broma... Pues bien, tú dirás... Me parece que voy a acostumbrarme a estas visitas tuyas tan misteriosas. Espero que tengas mejores noticias que la última vez.

Con esas palabras, el gesto del entrenador cambió. Entornó los ojos y Jojo tuvo la incómoda sensación de que lo observaba como si fuera un espécimen a estudiar. Hizo un gesto en dirección a una butaca de fibra de vidrio.

—¿Por qué no te sientas?

—Esto... —Esta vez Jojo había pensado lo que iba a decir, pero de repente todo se desmontaba y se le escurría entre los dedos. Tomó asiento con cuidado en la butaca, se quedó mirando al entrenador, soltó una trabajosa exhalación y, al cabo, se las arregló para decir—: No se trata de Sócrates, entrenador. No es... no es nada bueno. A ver, la verdad es que son malas noticias, entrenador. Estoy... Me he metido en un lío.

El entrenador entornó los ojos más aún.

—El caso es que... —continuó Jojo—. Tengo una asignatura de Historia de Estados Unidos. Con el señor Quat.

El entrenador sacó las manos de detrás de la cabeza y las apoyó en los brazos de la silla, apartó la mirada y dejó que sus ojos ascendieran por la pared, y luego lanzó un suspiro sibilante que sonó a «hosssstia...». Después volvió a mirar a Jojo, se inclinó hacia delante en la silla y profirió otro sonoro suspiro.

—Veeenga... A ver qué me cuentas.

Así pues, Jojo empezó a relatarle la historia, estudiando en todo momento la cara de su interlocutor a la espera de un asentimiento, un guiño o Dios sabe qué a modo de indicación de que él, el entrenador Buster Roth, monarca del Buster Bowl y del Rotheneo, iba a ocuparse del asunto, a proteger a su discípulo. De vez en cuando el entrenador intercalaba una pregunta:

—¿Cuándo te acordaste? ¿Has dicho que a las doce de la noche...?

E instantes después:

—¿Qué quieres decir con que te viste obligado a pedirle que te ayudara?

A lo que la respuesta fue:

—Bueno, lo típico, era tan tarde y tal que necesitaba cantidad de ayuda.

—¿Exactamente qué es para ti «cantidad de ayuda»? Y no me vengas con hostias.

—Le di unas nociones generales.

—¿Qué significa eso de «unas nociones generales», por el amor de Dios?

—Le dije lo del tema.

—Le dijiste lo del tema.

—Sí...

—¿Y ya está, nada más?

—No sé... Supongo que no.

—No sabes, supones que no... Bueno, pues yo diría que son unas nociones que se cagan de generales, Jojo. ¿No te parece?

El entrenador viró noventa grados en la silla y dejó que sus ojos volvieran a ascender por la pared.

—Mecagüen Dios —comunicó a la pared, y acto seguido giró de nuevo y miró al jugador de arriba abajo. Empezó con tacto—: Jojo... Primero vienes aquí y me dices que no eres un mazas descerebrado, que eres una especie de Sócrates redivivo y quieres matricularte en filosofía trescientos ocho y racionalismo y animismo y no sé qué hostias más... y ahora vuelves para informarme, como si nadie lo hubiera sospechado, que eres... ¡ ¡Un puto idiota!! ¡ ¡Un imbécil!! ¡¡Tonto del culo!! ¡¡Cuántas veces os he dicho, idiotas: «estamos aquí para ayudaros, pero no abuséis del sistema»!! ¡¡Qué tiene la puta palabra «ayudar» que tanto os cuesta entenderla!! ¡ ¡«Ayudaros» no es lo mismo que «hacerlo por vosotros», so memo de mierda!! ¡¡Sócrates!! ¡¿Cómo tienes los cojones de venir aquí y darme la vara con Sócrates mientras haces que un monitor te escriba un trabajo de diez páginas, joder?!

Jojo se quedó desconcertado, pero notó que el entrenador ya estaba ideando una defensa en plan «ya te lo dije» por si el asunto se inflaba hasta convertirse en algo serio. Eso hizo que se sintiera desamparado además de desconcertado. Fue consciente de parecer casi infantil cuando gimoteó:

—Pero eso fue antes, entrenador...

—Antes, y una mierda.

—... Antes de mi cambio de actitud, entrenador. Hice... Ese trabajo era de hace...

—Cambio de actitud. —Las palabras rezumaron sarcasmo—. ¡¡Si tienes intención de cambiar, cambia de arriba abajo, joder!! ¡¡Esto es increíble, mecagüen la puta...!!

—¡Entrenador, por favor! ¡Se lo ruego! ¡Tiene que escucharme, entrenador! Eso fue antes...

Pero Buster Roth volvió a adoptar su voz queda y amenazante.

—¿Qué hostias crees que cambia eso de «antes»? ¿Te parece que puedo interceder ante ese Quat y decir que eso fue antes de que el amigo Jo jo dijera: «¡Por las lunas de Minapur!» —Alzó la mano con aire melodramático—. «¡Fijaos bien! ¡He aquí al mismísimo Sócrates!» ¿Te acuerdas por casualidad de lo que te dije sobre los gilipollas que hay entre el profesorado de Dupont? ¡¿Te acuerdas?!

Jojo, con sus dos metros ocho y sus ciento trece kilos, asintió con el mismo aspecto de contrición que un estudiante de segundo de primaria.

—¡¿Y ahora sabes de qué estoy hablando?!

Asentimiento, asentimiento, asentimiento. Un párvulo.

—Alguien cometió un error con ese Quat. Alguien... Ya sé yo quién, pero eso da igual. Bueno, pues bienvenido al reino de los gilipollas. ¡ ¡Es un puto gilipollas!! Curtís se quejaba de él. A Curtis le habría gustado arrancarle la cabeza y cagársele en la tráquea. ¿No te enteraste de cómo trató a Curtis? ¿Es que pasaste de ir a clase aquel día?

—Ya lo sé —aseguró Jojo—. Estaba allí mismo, entrenador. ¡Se lo juro! Pero lo que hice... esto, lo del trabajo... aquello fue antes...

—¡¡Vuelve a decirme eso otra vez, Jojo, y te meto el «antes» por la boca hasta que te asome por el puto culo!! Te tiene pillado por los huevos, por si no lo sabías, y ese «antes» no vale una mierda. —Abandonó la expresión desdeñosa y empezó a mirarlo con aire sagaz—. ¿Has llegado a confesarle a Quat algo así como: «Sí, el monitor me escribió el trabajo»?

—No-o-o...

—¿Seguro? No me jodas, Jojo.

—Seguro, entrenador.

—Vale, ¿y quién es ese monitor del que hablamos?

—Adam... Gellin, se llama.

—Y ¿os lleváis bien?

Jojo apartó la mirada, apretó los labios y decidió, abrumado de vergüenza, que más le valía no soltar una trola en ese momento.

—No, no exactamente. Supongo que podría haberlo tratado mejor. —Le vino a la cabeza el rostro de Adam después de llamarlo al busca a las tantas aquella noche.

—¿Significa eso que os lleváis mal?

—Bueno... no lo sé, pero eso da igual. El pavo ese no tiene lo suficiente aquí dentro —se golpeó el esternón con el puño— para hacer nada. Ya sabe cómo son esos tíos, entrenador. Usted me ha hablado de ellos.

—Sí, bueno, pero aun así quiero hablar con él.

El ánimo de Jojo mejoró por primera vez en varios días: el entrenador estaba calmándose y buscaba el medio más adecuado para tomar cartas en el asunto.

—Es posible que le convenga saber que, si a ti te joden con esta historia, él también acabará con el culo al aire.

—Ya lo sabe, entrenador. Eso fue lo primero que pensó cuando le conté lo que me había soltado Quat. Va y se pone: «En realidad no lo hice yo del todo, Jojo» y «Sólo te ayudé a pulirlo un poco, ¿verdad, Jojo?». Pues eso, que no es precisamente un pavo con cojones.

Y sonrió por primera vez. Le reconfortaba pensar que el entrenador y él eran dos tíos con un par en un mundo lleno de tirillas.

Durante las semanas siguientes, Charlotte se encontró con que no sabía qué hacer con Adam, que evidentemente pensaba en ella a todas horas; la llamaba a la habitación, daba rodeos para toparse con ella por la universidad, se iba a las cintas de andar del gimnasio para ver si coincidía con ella, le dejaba notas en que le pedía que fuera a «pasar el rato» o a «hacer algo» con los mutantes, que iban a reunirse en tal y cual sitio a tal y cual hora, y por último había recurrido a algo totalmente insólito en Dupont: le había pedido «para salir» y la invitaba incluso a restaurantes de verdad ¡pagando él!

En Dupont nadie salía con nadie a no ser que se tratara de dos estudiantes que ya durmieran juntos la mayor parte de las noches, e incluso en esos casos el chico exponía la propuesta con frases del tipo: «¿Tienes plan para esta noche? ¿Quedamos y hacemos algo?» o «¿Te apetece ir al IM y pasar el rato?». Adam había ido mucho más lejos. Directamente le pedía que fuera a cenar con él en un restaurante de Chester, como Le Chef, a una hora concreta, y luego insistía en pasar a recogerla. A veces le pedía el coche prestado a Roger para no tener que llevarla en autobús por Ciudad de Dios.

Charlotte no podía seguir engañándose con la idea de que aceptaba esas citas únicamente para comer bien de vez en cuando. En ocasiones también iba a buscarlo por iniciativa propia para pasar el rato, para hacer algo con los mutantes y con él. No, desde luego no sabía qué hacer con Adam. No sabía si darle esperanzas o no... Y, ya que en la práctica estaba dándoselas al aceptar salir con él, tenía que decidir hasta dónde quería llegar. Estaba claro que él buscaba algo más que una cena, una conversación y mirarla a los ojos y cogerle la mano sobre el mantel de cuadros de Le Chef. Ah, sí, porque ella le había permitido esa licencia, ¿verdad que sí? Él no hacía más que intentar convencerla de que «se pasara» por su piso, pero ella no tenía la menor intención de aceptar, como tampoco pensaba dejarle subir a su cuarto, cosa que evitaba hablando de Beverly como si fuera un ser amarrado a la pata de su cama. Lo que sí se había convertido en algo habitual era darle besos de despedida por las noches, largos besos de compasión...

¿O quizá llamarlos así era otra forma de engañarse? Lo cierto era que... que deseaba enamorarse de Adam. ¡Ojalá pudiera! ¡Todo encajaría mucho mejor en su vida!

Una noche la llevó al Phipps a ver una actuación (no resultaba fácil especificar de qué clase, si un concierto, un espectáculo de danza u otra cosa) de un grupo llamado Los Trabajadores Olfativos. Charlotte ni siquiera había oído hablar de algo parecido y se imaginó que tampoco era la única, porque el Phipps sólo registraba un cuarto de entrada, pero a Adam le hacía ilusión. Tampoco él sabía exactamente de qué se trataba, pero los había oído nombrar en alguna parte y sentía una curiosidad contagiosa.

Los Trabajadores Olfativos eran seis chicos y cuatro chicas, todos vestidos con leotardos negros (incluso los cuatro algo rellenitos), camisetas negras sin mangas y chalecos negros con cuellos anaranjados y sin botones. Seis de ellos tocaban instrumentos (dos trompetas, una trompa, un oboe, un fagot y una batería) y los otros cuatro eran bailarines y ejecutaban una especie de danza moderna, o eso supuso Charlotte, con unos pasos que había visto en el cine, muy parecidos a ejercicios gimnásticos pero más grotescos. Pero lo más extraño era que había cuatro enormes hervidores de agua negros con tapa y patas de metal también negras, dos a cada lado del escenario. Las tapas tenían pitorros y una serie de palanquitas. Dos de los intérpretes, uno a cada lado, los hacían funcionar y pulverizaban el aire con una especie de neblina olorosa que surgía de los pitorros... Aromas de almizcle, sándalo, pino, cedro, piel curtida, rosa, azucena, lima, espuma de agua salada y otros que no resultaban del todo desagradables pero sí angustiosos. Todo un sistema de calefactores, ventiladores y «estropajos olfativos» (Charlotte lo leyó así en el programa y no lo cuestionó, aunque no veía nada de eso, a pesar de que oía los calefactores y los ventiladores) se encargaba de limpiar la atmósfera entre número y número (en gran medida, al menos, ya que no era perfecto), y los olores creaban, o eso se suponía, una armonía suprarracional entre el baile, los instrumentos de madera y los metales. La música resultaba indefinible, al menos para Charlotte. Empezó con algo que recordaba a un canto católico (pero con potentes tambores de fondo) y se transformó en jazz, que a su vez pasó a música disco, o eso le susurró Adam, y entonces la oboe y la fagot bajaron las boquillas y cantaron un par de frases de estilo disco, alegre y desenfadado (eso le contaba Adam), con armonías de soprano («El disco es la gran evolución./Hace falta una revolución»), que luego se convirtieron en un agudo coro a capella mientras las trompetas y la trompa iban cobrando impulso para emitir algo que no tenía nombre, o al menos Adam no lo conocía, y los sublimes geiseres de sándalo impregnaron el aire con su esencia, aunque, claro, aún no se habían dispersado por completo la nuez moscada y la canela...

Daba igual, daba prácticamente igual, porque Charlotte estaba ya embelesada, no tanto por Los Trabajadores Olfativos y sus olores, su música, sus bailes y sus canciones como por el hecho de que se tratara de algo experimental, esotérico, vanguardista (un adjetivo que había empezado a utilizar tras escucharlo repetidamente en clase de Teatro Contemporáneo), una de las cosas apasionantes y mundanas que la señorita Pennington le había asegurado que la esperaban al otro lado de las montañas, esas cosas que iban a abrirle los ojos y que le permitirían alcanzar grandes triunfos-Al salir del Phipps, estaba tan extasiada que ella misma entrelazó el brazo con el de Adam y se recostó en su hombro. El pobre (Charlotte se reprochó no haberlo previsto) malinterpretó el origen de su pasión y buscó su mano, la encontró y apoyó la cabeza contra la de ella, que ya estaba tratando de zafarse.

Un tremendo resplandor los alcanzó al abandonar el vestíbulo del auditorio y salir al pórtico, luz suficiente para iluminar los árboles del Bosquecillo... ¿Y si alguien la veía haciendo manitas con un... colgado? Al punto sintió repugnancia de sí misma por pensar algo así, pero lo peor era que no había sido siquiera un pensamiento bien formado, sino una reacción visceral.

¡Y cómo deseaba desear a Adam! ¡Quería querer darle un beso de despedida que implicara un sólido compromiso! Adam tenía un cerebro interesante, un cerebro fascinante, un cerebro intrépido, lo mismo que sus amigos, los Mutantes del Milenio... Y es que, aydiosmío, sólo había que compararlos con una noche en la «biblioteca» despojada de libros de Saint Ray... con su enorme televisor de plasma sintonizado en el ESPN y sus conversaciones, en las que el ingenio, en caso de existir, consistía en hacer comentarios graciosos y cargados de complicidad sobre el sexo, el alcohol y el deporte, con acotaciones sobre las limitaciones de los deportistas hipertrofiados a los que no se cansaban de observar e insultos sarcásticos dirigidos entre los asistentes. Estallaban en carcajadas si Julián le decía a IP que los «tíos venenosos» nunca pillaban cacho, que su vida consistía sólo en emborracharse y «potar». ¡Bueno, bueno, qué desternillante! Julián siempre estaba dispuesto a soltar algún comentario socarrón de ese tipo, mientras que Hoyt... Pero se negaba a permitirse pensar en Hoyt y en su aspecto. Se obligó a dedicar su atención al cien por cien a aquel instante...

Y en aquel preciso instante lo que sucedía era que Adam tenía un cerebro interesante, lo mismo que los demás Mutantes del Milenio. Sus conversaciones eran fascinantes. Resplandecían y hacían saltar chispas y abarcaban desde lo sublime («No se puede atribuir sentido a la vida —había afirmado una vez Adam—, sólo un propósito, que es la reproducción, evidentemente») hasta lo más vulgar, o eso creía Charlotte teniendo en cuenta cierta conversación sobre ombligos en la que Camille Denga había dicho: «Los adolescentes del sexo masculino no se convierten en hombres, sino que se achican y regresan a la infancia. Se quedan mirando el tejido cicatricial de todos esos ombligos desnudos y se creen que están viendo labios mayores y menores. Se creen que si se enrollan con una tía que lleve el ombligo al aire podrán meterle la polla por ahí.»

Hasta la idea de introducir pollas en ombligos con labios mayores respondía a un planteamiento más complejo que cualquiera de los que tenía posibilidad de escuchar en Saint Ray, adonde acudía una o dos veces por semana cuando Hoyt le formulaba la «invitación» de rigor: «Si te apetece, ¿por qué no te pasas...?» En esas ocasiones Charlotte no terminaba la noche dando las buenas noches por encima del hombro mientras subía por las escaleras rodeada por el brazo de un miembro de Saint Ray, como casi todas las chicas que aparecían por allí a aquellas horas. Se daba por sentado que era la «novia» de Hoyt, lo que le daba una sensación de triunfo y de integración exultante, pero él no la había presionado para que se enrollaran. A ratos Charlotte se sentía agradecida por esa actitud y a ratos se preguntaba qué fallaba. Todas esas noches la llevaba en coche hasta el Patio Menor y se daban besos cada vez más y más largos sin moverse de los asientos delanteros.

Por supuesto, ninguno de los dos había dicho nada en voz alta en ningún momento, pero, como Hoyt sabía que iban a darse ese beso de despedida, había empezado a meter el coche en el aparcamiento en lugar de parar en la entrada del Patio Menor. Nunca había plaza libre, por lo que se limitaba a detenerse junto a una de las hileras de vehículos, pero dejando el motor en marcha y las luces puestas, lo cual la tranquilizaba y al mismo tiempo la preocupaba: el motor y las luces encendidos indicaban que no preveía conseguir nada más que un beso (el último había sido bastante largo), pero Charlotte quería que él quisiera (aunque sin conseguirlo) algo más. Quería nadar y guardar la ropa.

Y entonces llegó la noche en que, por una de esa casualidades, un coche salió marcha atrás de una plaza.

—Coño, es increíble —exclamó Hoyt—. ¡Yo creía que tenían las ruedas atornilladas al asfalto, hostia puta!

Pisó el acelerador del Suburban y dio un volantazo tan brusco para girar que Charlotte temió que iban a dar una vuelta de campana. Soltó un chillido («¡Hoyt!») y sin apenas darse cuenta se encontró con que estaban en la plaza recién desocupada. Tenían un vehículo a cada lado y también delante, largas colas de coches en batería. Hoyt se reía.

—No tiene gracia, Hoyt? ¡Has tratado de matarme!? —Se le escapó sin poder evitarlo. Por el tono de alarma y el acento había sonado como un comentario de la tía Betty.

—He tratado de matar a mi pequeña sureña, ¿eh?

Charlotte quiso creer que no estaba burlándose de ella, que pensaba que ella había impostado acento de Carolina del Norte sólo en son de broma.

Un instante después, aquello no era ya lo más preocupante, porque Hoyt apagó el motor y las luces. Y así, a oscuras, quedaron ocultos entre las ristras de coches aparcados.

Él se hundió en el asiento y la miró con una sonrisita que pretendía ser elocuente. Lo que no tuvo claro ella fue qué quería transmitirle. La consideró una sonrisa de complicidad que decía: «Bueno, pues aquí estamos, Charlotte, aquí estamos, solos los dos, en el interior del armazón de acero y cristal de este vehículo, y entre tú y yo existe un acuerdo.» Pero ¿un acuerdo exactamente en qué términos?

No fue un pensamiento en toda regla, pero Charlotte se lo imaginó dándole un beso largo y cariñoso y después acercándose a ella, y entonces los dos se entrelazarían más y más, llegarían casi a fusionarse, y gradualmente iría diciéndole lo mucho que la quería. No sería de manera literal, claro, pero la acumulación de las cavilaciones de él equivaldría a las palabras deseadas por ella, y al cabo de un rato Charlotte diría que tenía que irse y se darían un último beso apasionado y ella bajaría del Suburban y recorrería con paso ligero el túnel gótico del pórtico Mercer y entraría en el Patio Menor sin mirar atrás, y él, rebosante de cariño, seguiría con la vista clavada en su figura esbelta y atlética hasta verla desaparecer. Mentalmente, todo era como una película.

En realidad, lo que hizo Hoyt fue reclinar aún más su asiento de cuero, empujarse la mejilla con la lengua y decir:

—¿Sabes que te pareces muchísimo a Britney Spears?

—¿No crees que deberías ir buscándote otra frasecita para ligar, Hoyt? —Sintió un placer inmenso e inexplicable al soltarle aquella réplica de forma natural y espontánea.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Qué frasecita?

Charlotte no sabía a ciencia cierta si había decidido burlarse o qué.

—¿Que qué frasecita? Seguro que le dijiste lo mismo a aquella chica del IM.

—¿Qué chica del IM?

—Una de primero, rubia, con el pelo largo y unos vaqueros ajustadísimos. Cruzaste la pista de baile y fuiste directo hasta ella.

—Bueno bueno, una de primero rubia y con vaqueros ajustados. Como si no hubiera.

—Ay, perdona, hombre. Supongo que te ligas a tantas rubias con vaqueros ajustados que te cuesta distinguirlas. —Mientras hablaba, Charlotte iba evaluando su capacidad para la réplica ingeniosa. La verdad, no se le daba nada mal.

—¿Y tú cómo lo sabes, ya que estamos?

—Hombre, muy difícil de ver no era —repuso ella—. No es que fueras muy sutil.

—No, lo que quiero decir es qué hacías tú en el IM. No tienes veintiún años. No me digas que mentiste para entrar. Espero que no recurrieras a un carnet falso. Sabrás que eso es delito, ¿verdad? Y sobre todo ruego que no se lo hayas contado a nadie, porque te tendrían en sus manos.

Habló con tal seriedad que Charlotte temió que lo dijera en serio, pero él debió de detectar esa duda en su gesto, porque de inmediato recuperó aquella sonrisa elocuente, aunque más ancha, y extendió los brazos sin abandonar la postura reclinada.

—Ven aquí, señorita Spears —añadió.

Al desplazar el cuerpo hacia el suyo, a Charlotte le pasó por la cabeza que el inclinarse mientras él permanecía en aquella posición digna de un rey prácticamente venía a decir: «No puedo resistir la tentación.» Sin embargo, no pudo evitar abalanzarse sobre él, ladear el torso para dejarse caer en sus brazos. No pudo evitarlo, claro que no... En el mismo instante en que tomaba impulso para separar parte de su cuerpo del asiento (en el que se hundía tanto) y para salvar aquel armatoste tan idiota colocado entre los dos —una especie de apoyabrazos, sostienevasos y guardatrastos— trató de convencerse de que era algo que sucedía de forma espontánea, de que no era exactamente un acto de su voluntad.

Se situó más o menos encima de él, que recibió su acometida y la abrazó. Colocó una mano con delicadeza en su nuca y se acercó la cabeza hacia el lado ileso del rostro y se lanzó a besarla. Empezó a mover los labios como si tratara de sorber un helado, sin utilizar los dientes. Charlotte trató de mover los suyos en sincronía. De repente se dio cuenta de que Hoyt le había metido una mano más o menos por debajo del muslo y prácticamente le había hecho pasar la pierna por encima de su muslo. ¿Qué podía hacer? ¿Era ése el punto en que debía gritar: «¡Para!»? No, así no. Sería mejor decirle «No, Hoyt» con voz templada, con el mismo tono con que se regaña a un cachorro que se empeña en pedir comida a los pies de la mesa. Por otro lado, hacía días y días y días que deseaba que él deseara hacer algo así. Mientras, no dejaban de besarse, y Charlotte llegó a la conclusión de que, bueno, tampoco pasaba nada por lo de la pierna (y eso que el dobladillo del vestido ya se le había subido considerablemente, por la cadera), puesto que Hoyt no hacía nada propiamente con ella. Más bien se dedicaba a frotarle el costado con la mano, desde el hombro hasta la cintura, y luego otra vez hasta el hombro, y después hacia abajo, pasando por el tórax y hasta un poquito por debajo de la cintura, y entonces de nuevo hasta el hombro, que empezó a frotar con caricias profundas, y después otro viaje por el costado, poco a poco, con caricias profundas, para salirse del circuito habitual y meterse debajo de la axila, es decir, al mismo nivel que el pecho, pero entonces regresó a la pista y acarició, acarició, acarició y acarició y empezó a trabajar la cintura, y gracias a Dios que ella corría y hacía ejercicio y tal, porque si la mano hubiera topado con un tubito siquiera de grasa en torno a la cintura Charlotte se habría derretido... Ay, ay, ay, acariciaba, acariciaba, acariciaba y acariciaba el costado por debajo de la cintura, donde se topó con un hueso, el punto más sobresaliente de la cresta ilíaca, y lo acarició, lo acarició, lo acarició y lo acarició, pero ¿y si la mano se adentraba hacia el centro, hacia... esa zona? ¿Qué haría entonces ella...? ¡Y eso fue lo que sucedió! Bajó por la cresta e irrumpió en el valle donde la pierna se unía al bajo vientre, el valle que llevaba hasta... esa zona, que Charlotte movió involuntariamente, como en un espasmo...

Y acto seguido la mano saltó de nuevo hasta el costado de la cadera mientras seguían besándose y empezó el lento camino de subida, seguramente hacia el hombro, o quizás...

Hoyt le metió la lengua en la boca... Ay, ay, ay, aquella cosa, la mano, había dado un respingo y se adentraba en dirección al tórax para volver a... ¡esa zona! Pero no, se detuvo junto al pecho y empezó a acariciarle el costado... ¡Un salto brusco! La mano se posó en la parte externa del muslo, por arriba, donde estaba al descubierto, hasta que Charlotte notó cómo el dobladillo se deslizaba por su piel hasta que la mano quedó a unos centímetros de las bragas, y desliza, desliza, acaricia, acaricia, un dedo (¿o eran dos?) se metió por debajo del elástico por la parte en que se ceñía al muslo externo y estaba viajando (¿quizás eran hasta tres?) por el valle, y en cualquier momento, en cualquier milisegundo, Charlotte iba a tener que decir: «No, Hoyt», pero, claro, eso era precisamente lo que había deseado que deseara hacer él, y se sentía atrapada entre la pasión y el pánico, y aquello, la lengua, le daba la impresión de que se la tragaba, y ya no le importaba porque Hoyt había empezado a gemir en voz baja (no podía decir nada, evidentemente, si tenía la lengua metida en la boca de ella)... ¡Otro salto brusco! La mano había regresado al tórax, pero ya no por el costado, sino escalando posiciones por delante, yendo hacia el interior. Y la lengua se deslizaba, se deslizaba, se deslizaba y se deslizaba, pero la mano (que era en lo que trataba de concentrarse Charlotte, la mano, ya que tenía todo el terreno de su torso por explorar y no sólo las cavidades otorrinolaringológicas), santo cielo, no se había quedado en la frontera en que el pecho se unía a los músculos del torso, no, la mano estaba cerrándose sobre todo el... (¡ya!, tenía que decirle «No, Hoyt» como si le hablase a un cachorrillo), y, santo cielo, ¿qué podía hacer ahora?, y es que la mano, la mano de Hoyt, estaba en aquel instante pasando por encima de todo el pecho derecho y Charlotte notaba la presión (una presión ligera, pero presión al fin y al cabo) que ejercía (¡ahora, ahora el «No, Hoyt»!), pero era como si el cordón de unión entre su voluntad y su sistema nervioso central hubiera sido segado e incluso en cierto modo la enorme babosa que se había adentrado en su boca había llegado a formar parte de ella, hasta el punto de que empezó a pasar su propia lengua por encima de la intrusa y trató de meterla en la boca de Hoyt, y eso que las cosas estaban congestionadas y no podía, bajo ninguna circunstancia, permitir que la mano penetrara en el terreno del sujetador... pero al cabo de un instante ya había desaparecido, había pegado otro salto desde «esa zona» de arriba y se había acercado peligrosamente a «esa zona» de abajo, y se escurría por el muslo desnudo hasta el elástico de las bragas y, sí, los dedos se metieron por debajo del elástico y Hoyt gimió, gimió, gimió y gimió y los dedos se deslizaron, se deslizaron, se deslizaron y se deslizaron y acariciaron, acariciaron, acariciaron y acariciaron hasta que se quedaron a unos milímetros del borde del vello púbico y... ¿qué era eso?, ¡tenía las bragas mojadas en esa zona!, y los dedos habían llegado por fin al margen exterior del vello púbico y estaban a punto de sumergirse en aquella mancha mojada que los esperaba allí mismo en... esa zona... esa zona...

Sin que hubiera una decisión consciente, retiró la lengua de la boca de Hoyt, echó la cabeza atrás y le espetó (como quien riñe a un cachorrillo):

—Hoyt... ¡no!

—No... ¿qué?

Algo bruscamente:

—Ya sabes qué.

—¿Ya sé qué qué?

La voz resultaba combativa, pero la cara era la de un perrillo, la del cachorro al que acaban de pillar en una travesura, al que acaban de reprender, el cachorro que baja la cabeza y levanta la vista hacia su amo con tristeza y recelo, pues teme una nueva regañina o incluso un manotazo.

Pero enseguida recuperó la autoridad propia del Rey de la Flema, Hoyt I de Saint Ray, y añadió con un tono sosegado que rezumaba una acusación despectiva contra las reglas establecidas:

—¿Qué haces?

—Me voy a mi cuarto, Hoyt. —Le fallaba la voz. Sólo el añadido levemente firme de un «Hoyt» al final dio a la frase un atisbo de resolución. Así pues, estiró la mano y le acarició la mejilla izquierda, que era la ilesa—. Lo siento, Hoyt, pero tengo que irme.

Trató de darle un breve beso en los labios (un «piquito»), pero él volvió la cabeza con petulancia para dejar la boca fuera de su alcance. De repente, temerosa de haber ido demasiado lejos (al haberse negado a ir demasiado lejos) y haberlo mandado todo al garete, apostilló:

—Lo siento mucho, Hoyt.

—Recibido —repuso él con una sonrisa de devastadora cordialidad que prácticamente venía a decir: «Éste es nuestro último adiós.»

—Lo que pasa es que...

—Tienes que irte. —Se encogió de hombros y luego recuperó la sonrisa devastadora y se encogió de hombros una vez más.

Charlotte bajó del coche, pasó por encima de una traviesa que marcaba el perímetro del aparcamiento y ascendió por una corta pendiente cubierta de hierba en dirección al pórtico Mercer. Un destello de reminiscencias... Su padre, con la sirena tatuada ruborizada como un semáforo en rojo, se deshacía del estudiante que hacía las veces de mozo porque creía que iba a exigirle una propina... La capota destartalada de la camioneta de reparto también destartalada... Los Amory en La Sartenada... Es decir, los fracasos, todos los fracasos... y su germen... De golpe la embargó la duda de que lo que acababa de suceder fuera su peor fracaso, haberse quitado de encima a un chulazo, a un tío bueno, un novio, un chaval de segundo ciclo guapísimo, todo un triunfador... ¡Cómo iban a señalarla! Y lo había dejado llegar muy lejos antes de que el pánico de niñata de Sparta que llevaba dentro disparase las alarmas... pero no podía haberle dejado hacer lo que estaba a punto de hacer... No había sido una decisión en absoluto, ¿verdad que no?, sino un reflejo, algo tan innato como apartar la mano cuando la plancha de la cocina está al rojo vivo, y ella la había visto estando realmente al rojo vivo. Un grupo de chicos y chicas entraba en aquel momento en el túnel del pórtico Mercer, ellas berreando con los chillidos de emoción que engendraba la presencia de los chicos, y uno de ellos gritando con un impostado tono de seriedad que cualquiera habría considerado lo más desternillante de la historia de la humanidad, a juzgar por el escándalo que montaban las chicas. Las farolas añejas de los puntales situados cerca del túnel los tiñeron de un tono amarillento enfermizo hasta que desaparecieron en las sombras del pasaje. Charlotte oyó el rugido del Suburban de Hoyt al encenderse, el rugido de un silenciador aherrumbrado, o eso le pareció (su padre lo habría arreglado en un santiamén), y se moría de ganas de volverse, se moría, aunque no habría sido capaz de distinguir si Hoyt la miraba o no, con aquella oscuridad y con el reflejo en el parabrisas de la luz enfermiza y moribunda de aquellas farolas inútiles, recargadas y anticuadas, pero de todos modos ansió mirarlo para darle a entender algo: «¡No quería provocar una ruptura, Hoyt! ¡Por favor, no lo interpretes así!»

—Charlotte.

Miró alrededor. Bettina también estaba entrando.

Con tono preocupado:

—Oye, ¿qué te pasa?

—Se nota, ¿eh?

—Pues... sí—reconoció Bettina—. Eres como un libro abierto, ¿sabes?

Estaban ya en la penumbra del túnel, donde un par de farolas emitían una luz febril y malsana peor que la oscuridad total.

—Es que acabo de hacer una tontería enoooorme —dijo Charlotte más fuerte de lo que habría querido, y las palabras resonaron ligeramente en el túnel. Durante un momento la o de aquel «enoooorme» se alargó como un gemido, un quejido y un lamento de dolor sofocado.

—Pero ¿qué? ¿Qué tontería?

Charlotte no la escuchaba. Un impulso había empezado a colear por su sistema nervioso central, un impulso diminuto que, si hubiera hablado, habría dicho: «¿Hay algún pretexto, cualquiera, da igual, que te permita llamarlo sin que parezca que te humillas?»

Cuando Hoyt regresó sólo quedaban en la biblioteca Vanee y Julián. Vanee le dijo:

—Hoy no vuelves tan pronto, ligoncete. ¿Qué pasa, has pillado cacho?

Hoyt se dejó caer en el sillón de Hoyt y respondió:

—Bueeeeno... No es que haya pillado cachito rosa exactamente, pero estamos en ello. ¿Me entiendes? Perseveramos. Todo se andará. En realidad, ¿sabes qué?, voy a invitarla a la gala.

—¿A esa pava? —terció Julián—. ¿Y qué pasa con la tía esa? La llamo así porque te pasaste un par de meses corriéndote dentro de ella —señaló escaleras arriba con el pulgar— antes de enterarte de cómo se llamaba. Si el Libro Guinness de los récords tuviera una categoría que fuera «recogedoras de semen anónimas», fijo que salía ella, ligón.

Hoyt desvió la mirada hacia la nada y respondió:

—La verdad es que tenía un buen polvo, tío. Tenía un polvazo de la hostia. Pero me ha mandado a tomar por culo de una vez por todas. Ya ni siquiera se me pone al teléfono, joder. Qué desagradecida... Va y me dice que soy el típico «ligón de hermandad». En serio, con esas palabras.

Vanee y Julián lanzaron sendos aullidos.

—¡Un ligón! —exclamó Julián—. ¡Joder! ¡Ni te acerques a una tía que no sabe juzgar mejor a la gente!

—¡Julián tiene toda la razón! —coincidió Vanee—. ¡Ni se te ocurra llevar a una imbécil así a una gala de Saint Ray! ¡La hostia, tío!

Estuvieron riéndose del asunto un buen rato, pero al cabo se les agotó el ingenio y Hoyt expuso su situación:

—A ver, es que no puedo presentarme en la gala sin pareja, ¿no? No puedo llamar a una tía a estas alturas y decirle: «Oye, chata, ¿por qué no te vienes conmigo a la gala de Saint Ray, para que yo también pueda pillar cacho como todos los demás?»

—Siempre puedes secuestrar a la tía de IP una vez allí —sugirió Julián.

—¿Yeso?

—¿Conoces a esa tal Gloria... de la hermandad Psi Phi? ¡Está que te cagas! Es una pasada. Daría el cojón izquierdo por echarle un polvo. No tengo ni puta idea de cómo la ha convencido el maricón de IP para que vaya con él a la gala.

—Bueno... joder —meditó Hoyt. Pausa—. Mira, no... Voy a arriesgarme a invitar a Charlotte.

—¡Hostia, tío! Te acuerdas de cómo se llama —apostilló Vance—. ¡Eso es que estás enamorado, joder!