El salvavidas
Charlotte jamás había puesto un pie en un edificio como el Centro de Neurociencia de Dupont, aunque había visto fotografías de lugares así, tan minimalistas, tan limpios, tan vacíos, tan austeros, tan blancos, tan luminosos, tan elegantes, tan sobrios, con paredes de cristal. En el despacho del señor Starling, dos de esos muros de cristal se unían para formar un ángulo recto en un rincón sin ayuda de ninguna columna ni otro tipo de apoyo estructural. El señor Starling, ataviado con una bata blanca de laboratorio, estaba sentado tras un escritorio de película de ciencia ficción ambientada en el espacio sideral. A Charlotte todo aquello le parecía glamuroso y tremendo, pero tremendo en los dos sentidos de la palabra: por un lado extraordinario y por el otro aterrador.
¡Aquel edificio era suyo, del señor Starling! ¡No habría existido jamás si no hubiera sido por sus innovadoras investigaciones en Dupont! ¡Era jefe del departamento de Neurociencia, padre y señor de todo aquel resplandeciente edén científico del siglo XXI! ¡Y allí estaba ella, sentada a menos de un metro de él, en presencia de… del Futuro! ¡Allí estaba naciendo todo un nuevo milenio de vida intelectual! Sí… pero ¿exactamente por qué la había convocado por correo electrónico para repasar su trabajo sobre el darwinismo? Charlotte tenía grandes esperanzas («¡Le encanta mi trabajo!»), pero el miedo a que sucediera lo peor le provocaba un nerviosismo exagerado.
Starling tenía la vista baja y, a través de unas gafas de medialuna y montura de carey colocadas en la parte inferior del puente de la nariz, repasaba el trabajo de su alumna y añadía al margen nuevas notas a las ya existentes. La puerta del despacho estaba abierta de par en par. Charlotte oía a las cuatro mujeres que trabajaban en la antesala contestar al teléfono («Está reunido»), quejarse del café («Es ideal para fregar suelos») y rezongar sobre los hombres («¿Por qué iba a aceptar ir a esa reunión de antiguos alumnos y tener que poner buena cara a un montón de vejestorios que seguirán creyendo que les sueno de algo incluso después de que me los presenten tres veces en una hora?»).
Starling dejó el trabajo de Charlotte encima del escritorio, se quitó las gafitas, se las metió en el bolsillo de la bata blanca y se inclinó exageradamente hacia delante. «¿A qué viene una postura tan exagerada?». Él sonrió. Charlotte no fue capaz de descifrar si era una sonrisa de cordialidad, de compasión o de desconfianza cínica ante las artimañas de la bestia humana. No logró descodificarla.
—Señorita Simmons —empezó—, quiero preguntarle algo. ¿Entendió usted por casualidad que el tema del trabajo era desmontar la teoría de la evolución en una extensión de entre quince y veinte folios?
La ironía le llegó al alma.
—No, señor. —Apenas logró alzar la voz por encima de un mero gritito ahogado.
—El tema —prosiguió él— era analizar la teoría en relación con los requisitos convencionales del método científico. Quizá recuerde que en clase se dijo que, en ciencia, ninguna teoría merece tenerse en consideración a no ser que se ofrezca una serie de contraindicaciones que, en caso de ser ciertas, la invaliden.
—Sí, señor —farfulló Charlotte.
—Desde ese punto de vista, la evolución tiene que contemplarse como un caso aparte. Puede que recuerde que también se habló de eso.
—Sí, señor.
—Debido a los intervalos inmensamente prolongados entre causa y efecto (cientos de miles de años son «un breve período» y millones de años la norma), y también a la relativa escasez de vestigios paleontológicos que abarquen períodos tan vastos, resulta imposible exponer qué es lo que podría invalidarla.
—Sí, señor.
—Sin embargo, usted decide salirse de la segunda división y lanzarse a desmantelar toda la teoría… en una extensión de entre quince y veinte folios.
—No, señor —repuso ella con voz ahogada.
Starling recogió su trabajo del escritorio, volvió a colocarse las gafitas y lo hojeó hasta llegar al final.
—En efecto. Veintitrés folios. Ha excedido usted las indicaciones ligeramente… en más de un sentido.
Esta vez, un jadeo de lo más incoherente.
El profesor le sonreía de una forma afable pero devastadora. Era la sonrisa cordial que se ofrece a una criatura para hacerle saber que, aunque uno está obligado a soltarle un rapapolvo porque ha hecho algo que está muy mal, eso no quiere decir que no le caiga bien ni que la culpe por seguir siendo una criatura.
¡Estaba destrozada! ¡Un fracaso estrepitoso por vez primera en su vida estudiantil! ¡Incapaz de comprender las pautas diáfanas de un trabajo importante! ¡Los resultados obtenidos en los dos trabajos largos de la asignatura suponían dos tercios de la nota! ¡Aunque sacara matrícula en el segundo y en todo lo demás, no pasaría del aprobado pelado como nota global del semestre! ¡Un aprobado pelado! «¡Y soy Charlotte Simmons!».
—No, señor —respondió con una voz enronquecida por el miedo y ocluida por la sorpresa, pero aun así audible—. ¡Yo nunca haría una cosa así! ¡Yo jamás sería tan insolente, señor Starling! ¡No sabría ni por dónde empezar!
—¿Ah, no? Permítame que resuma su argumentación muy brevemente. —La observó a través de la gafitas—. Si en cualquier momento provoco algún destrozo inmerecido, no dudará en interrumpirme, espero.
—Sí, señor… Quiero decir no, señor. —Se había confundido con tanta negación. Y la ironía (¿o sarcasmo?) que las acompañaba había sido como un puñetazo en el estómago.
—Muy bien. —Starling empezó a repasar sus anotaciones hechas en los márgenes—. Así, de repente, argumenta usted que la bestia humana… —Volvió a mirarla—. Ésa es la expresión que utiliza, «la bestia humana». —Tajantemente—: No sé a Darwin, pero a cierto escritor francés del diecinueve le habría gustado, digo yo.
Con voz quebrada:
—Sí, señor. A Zola.
—Ah. Ha leído usted La bestia humana.
—Sí, señor.
—¿Traducido o en francés?
—De las dos maneras.
—Ah. —Eso pareció bloquear su exposición un instante—. En fin —prosiguió, regresando con la vista al texto—, dice usted que Darwin compartía una fragilidad corriente, casi una superstición, con la bestia humana. No podía concebir que nada en el mundo, ni siquiera el propio mundo, llegado el caso, careciera de principio. ¿Y por qué? Porque la vida de la bestia humana en sí había tenido un inicio e iba a tener un final. Todo ser vivo, las plantas y los animales que le ofrecían sustento, hasta los árboles del bosque, tenía principio y final.
Charlotte lo interrumpió:
—Perdone, pero yo no he escrito «fragilidad» ni «superstición».
—Muy bien, pues vamos a tachar «fragilidad» y «superstición». Veamos… Dice usted que, dado que las bestias humanas, Darwin incluido, me imagino, creen que todo debe tener un punto de origen, pues todo debe empezar siendo muy pequeño, como un bebé al nacer o, si me lo permite, en el momento de la concepción (ésa es una cuestión política, supongo), o el cosmos en el momento de la gran explosión, o los organismos unicelulares de Darwin «en un estanque templado por ahí». —Levantó la vista—. Me alegro de que se haya acordado del estanque templado. Ah, por cierto, Darwin murió en 1882 y nunca llegó a enterarse del Big Bang, pero ya entiendo lo que quiere usted decir.
¡Un puñetazo tras otro en la boca del estómago!
—Eso es según usted «la falacia original». Tras el punto de origen, el recién nacido (la bestia humana, el cosmos y todo lo que contiene) va creciendo y creciendo y ganando en complejidad. Progresa. Por tanto, la bestia humana cree que el progreso es algo normal e inevitable. Eso sería para usted «la falacia del progreso».
Apenas audible:
—Sí, señor.
—Muy bien. A continuación introduce usted un poco de historia intelectual. Darwin vivió en una época en que el progreso estaba en la mente de todo el mundo. Era un momento en que la industria moderna se hallaba en pleno desarrollo y estaba cambiando la fisonomía de Inglaterra. Y también la tecnología, los inventos mecánicos, la medicina moderna y por primera vez la distribución generalizada de material impreso: libros, revistas, periódicos. Y además de todo eso hay algo que tenía presente todo inglés: la propagación por todo el mundo del Imperio británico. Darwin, nos cuenta usted, se dejó arrastrar por esa creencia colectiva en el progreso, y ya mucho antes de ir a las Galápagos pretendía demostrar que todos los animales, todas las especies, habían progresado a partir de una única célula —Starling levantó la vista, sonriente— o de las cuatro o cinco que había en nuestro famoso estanque templado.
Y regresó a los folios escritos por Charlotte:
—Pero, en realidad, nos informa usted —alzó un índice declamatorio en un gesto de irónica grandilocuencia— de que nada empieza y nada termina. Ningún elemento físico o químico, ninguna partícula abandona jamás la biosfera, sino que se limita a cambiar de combinación. La «vida», que según usted no es más que un sinónimo del «alma», termina, llega a su fin, pero todos los materiales que han formado el cuerpo y la mente siguen existiendo y están destinados a combinarse de otra forma. En otras palabras, «polvo eres y en polvo te convertirás». ¿Correcto?
Derrotada:
—Sí, señor.
—Ah… No puedo olvidarme de esto. —Tenía el índice acusador encima de una hoja—. Nos informa usted, asimismo, de que el tiempo no es más que uno de los inventos de la bestia humana. El término que utiliza es «fabricaciones». Los demás animales reaccionan ante la luz, la oscuridad y el clima, pero no tienen sentido o percepción del tiempo.
Starling dejó los papeles encima del escritorio. Se recostó en la silla y observó a Charlotte, sonriendo, inexplicablemente, durante lo que a ésta le pareció un minuto entero, aunque probablemente no fueran más que unos segundos. La alumna se quedó a la espera del golpe de gracia.
—Señorita Simmons —empezó a concluir el profesor, sin abandonar aquella sonrisita—, los hombres, intelectuales y legos, llevan casi siglo y medio tratando de desautorizar la teoría de la evolución. Ese aspecto de su trabajo no me interesa en absoluto, francamente. Lo que me impresiona de lo que ha escrito es su extraordinario empleo de la bibliografía existente, con volúmenes en algunos casos muy técnicos, esotéricos incluso… —¿«Me impresiona»?—. Y la forma llena de matices en que consigue proyectar las ramificaciones de una teoría, sea de Darwin o suya propia. Por citar sólo un ejemplo, me ha dejado un tanto atónito el hecho de que haya encontrado y haya sido capaz de asimilar y utilizar el estudio de Steadman y Levin sobre la falta de percepción temporal de los animales. Se trata de un trabajo muy elegante, muy complejo, muy exhaustivo desde el punto de vista metodológico, muy técnico en cuanto a la fisiología del cerebro (no podría haberse escrito antes de la aparición de la electroencefalografía tridimensional en los años noventa) y en absoluto conocido. Apareció en Anales de biología cognitiva. ¿Cómo demonios ha dado con él?
¿Era posible que estuviera sucediendo todo aquello? Algo jadeante:
—Bueno, pues fui a la biblioteca y me conecté a Internet, y una cosa llevó a la otra? No sé? —Reincidía en el habla de Sparta.
—Y la conferencia de Nisbet sobre cómo Darwin había hecho uso de la teoría del progreso de Russell, por no hablar de su teoría de la evolución. —Starling soltó una carcajada entrecortada—. ¿Cómo ha encontrado eso? Ya casi nadie cita a Nisbet, y en mi opinión no sólo fue el mejor sociólogo estadounidense del siglo pasado, sino también el mejor filósofo.
«¿Acaso lo que parece que está sucediendo… está sucediendo de verdad?». Una vocecilla (pero en pleno vuelo, como una golondrina):
—Tuve bastante suerte? No tardé tanto.
Starling tamborileó con los dedos sobre los papeles.
—Se trata de un trabajo excepcional, señorita Simmons… Y, a pesar de lo que acabo de decir, lo cierto es que he disfrutado bastante con el tremendo valor que ha demostrado al atacar así al pobre Darwin.
En pleno vuelo, con las alas extendidas:
—No era mi intención, señor Starling. Lo lamento si… si…
—¡No se disculpe! A Darwin no lo han beatificado aún. Le queda poco, pero aún no está cerrado el asunto.
Charlotte no llegó a absorber todo lo que le dijo su profesor a partir de ese momento. Lo que al parecer quería dejar claro era que no sabía qué especialización pensaba elegir Charlotte llegado el momento, por qué disciplina se decidiría, pero, fuera la que fuese, debería plantearse trabajar unas horas semanales allí en el Centro de Neurociencia. Trabajar en el laboratorio con animales y con seres humanos, utilizando sistemas de representación óptica del cerebro, era la última frontera. Ese tipo de investigación, como había mencionado él mismo en clase, había empezado ya a recrear el concepto que de sí misma tenía la humanidad, «o la bestia humana, si lo prefiere así, señorita Simmons».
—¡Sí! —contestó a absolutamente todo.
¡Sí, sí y sí!
Cuando abandonó el Centro de Neurociencia, comprobó que era una tarde soleada, y salió volando como una golondrina por el recinto de la Universidad de Dupont, a una velocidad impresionante, dando estimulantes descensos en picado y cruzando el cielo, pero sin rumbo alguno. El vuelo en sí… era el objetivo.
Charlotte, acompañada de Mimi y Bettina, estaba haciendo una larga, ruidosa y nerviosa cola, compuesta en su mayoría por estudiantes de Dupont y situada en plena acera ante el IM. La luz sulfurosa de las farolas confería a sus rostros un tono amarillento químico y acababa con cualquier color que pudiera existir en sus atuendos nostalgie de la boue. Tampoco favorecía demasiado al IM en sí, ya que daba un aspecto de sangre seca a la pintura roja de los tablones de la fachada. Al local no le habría ido nada mal un gran letrero de plástico retroiluminado que compensara su cutrez. Por el contrario, y con el objetivo de dejar claro que el establecimiento se dirigía a quienes ya sabían de su existencia, únicamente había una placa corriente con la dirección encima de la entrada: «IM 2019» (el bar estaba en ese número de la calle). En resumen, la sordidez y el deterioro del IM respondían a los mismos cánones de adhesión a la moda que la ropa de sus jóvenes parroquianos.
El miedo y el deseo reinaban en aquella cola: el deseo de estar donde había que estar, por un lado, y el miedo a lo que podía suceder si los porteros te pillaban con un carnet falso (y por ende ilegal), por el otro. Al menos tres cuartas partes de los que esperaban no tenían la edad mínima para entrar. Como de costumbre, su nerviosismo se encarnó en un derroche de putañés que supuestamente les daba una pátina de seguridad en sí mismos y una serenidad digna de alguien de veintiún años.
UN TÍO: … Porque llevaba una minifalda sin nada debajo y la muy puta se ponía a hacer el pino bebiendo cerveza por un tubo enchufado al barril, coño. Por eso precisamente.
OTRO TÍO: ¡Le gusta sacar a pasear al conejito! Siempre con el mismo truco, hostia. Pero por la mañana es mejor ni mirarla a la cara o te coge el síndrome del aycoño.
UNA TÍA: ¡Hostia puta! ¡En este carnet pone que tengo treinta y un tacos!
TÍO: ¿Que si no me la chupa? Coño, si ni siquiera me la quiere machacar.
TÍA: … Sí, y el muy mamón va a ser toda la vida un capullo.
TÍO: … Pues una hija de puta que te cagas, tío. ¿Me entiendes?
TÍA: ¿Y por qué coño no…?
TÍO: … Pues a mí me la suda a saco…
TÍA: … Lo mandé a tomar por culo y ya está…
TÍA: ¡Y un huevo de pato! Ésa va de guais.
TÍA: … Que se vaya a la mierda el muy capullo…
CORO: ¡A tomar por culo eso! ¡A tomar por culo lo otro! ¡A tomar por culo todo! ¡Cono, coño, coño! ¡Mecagüen la puta!
Su madre. Si de repente apareciera por allí su madre y la viera, se dijo Charlotte, si la viera haciendo cola con un montón de gente que hablaba en putañés, a punto de colarse en un bar con un carnet falso… «Pero si lo hace todo el mundo, mamá…». ¿«Todo el mundo»? Cuánto desprecio sentía su madre por quien se dejaba llevar por la manada de «todo el mundo». ¡Todo el mundo y sus transgresiones generalizadas de la doctrina Cristina y la ley! «Pero, mamá, si no voy al bar a pasármelo bien. Lo único que pretendo es explorar el terreno…». Era importante que viera aquel lugar legendario, el IM, por sí misma y descubriera cuál era el enorme atractivo que le encontraba la gente. Además, no había sido idea suya, sino de Mimi, que seguía ejerciendo de mujer de mundo en su pequeño círculo, aunque ya sin el tonillo condescendiente. Ya no la trataba como a una negada de pueblo. El prestigio social de Charlotte Simmons había subido un peldaño más desde que dos jugadores de lacrosse se pelearan por ella en el picnic.
En los preparativos de la visita al bar, Mimi se había comportado más bien como una mentora benevolente y les había explicado cómo colarse. Ella ya tenía un carnet falso (con aire misterioso se negaba a explicar su origen) y, total, casi seguro que aparentaba los veintiún años. El plan era el siguiente: una vez dentro, buscaría a dos chicas con carnets (muy probablemente de conducir) genuinos que se parecieran a Bettina y Charlotte, saldría a la calle y se los pasaría. Sí, explicó a instancias de Charlotte, técnicamente utilizar un carnet falso o perteneciente a otra persona era ilegal, pero lo hacía todo el mundo. Si fueran a por todo cristo que entrara en un sitio con carnet falso, todos los alumnos de Dupont tendrían antecedentes.
¡«Todo el mundo»! Un arrebato de culpa… Su madre no sólo le había dicho que obedeciera siempre cualquier ley, cualquier norma, cualquier reglamento, sino que la había programado para ello. La obediencia en todos los aspectos, de mayor o menor importancia, era signo de devoción cristiana. En Sparta había tres semáforos, los tres en la calle principal. Un sábado, a los doce años, Charlotte iba de paseo con Laurie y apareció por allí Regina, que sin pensárselo dos veces cruzó sin esperar a que el disco se pusiera en verde. Y tras ella fueron las otras dos. Charlotte tuvo remordimientos durante días. No había tenido suficiente valor para decir: «Vosotras veréis lo que hacéis, pero yo me quedo aquí hasta que se ponga en verde».
Mimi, Bettina y Charlotte tenían ya sólo nueve o diez personas por delante. A esta última empezó a repiquetearle el corazón. Veía a los dos porteros de pie ante la puerta de cristal. El que se dedicaba a inspeccionar los carnets era bajito, enjuto pero fuerte y de tez morena, tenía unos treinta años y un rostro felino, y llevaba un jersey de cuello alto negro y pantalones del mismo color. El otro era un gigante jovencito (¿veintipocos años?) de cabello rubio rojizo crespo pero muy cortito que envolvía un enorme melón que hacía las veces de cabeza y se apoyaba en un cuello aún más ancho. Curiosamente, los ojos y la boca eran diminutos. Charlotte conocía aquella cara… ¿De dónde? ¡De la fiesta de Saint Ray! ¡Era el gorila que vigilaba la puerta que daba a la escalera de la sala que llamaban secreta! Pues bien, allí estaba, vigilando el acceso al IM, con los brazos cruzados delante del vasto pecho, menos expresivo que una montaña, que era precisamente lo que parecía al lado de su menudo compañero de ojos de lince.
Un gemido desgarrador en la cabecera de la cola:
—Pero ¿qué dices? ¡Yo he entrado a este bar un montonazo de veces!
Era un chaval alto que llevaba un chaleco acolchado y una camiseta de mangas recortadas (para exhibir mejor los brazos musculados a golpe de aparatos Cybex). Bajó la cabeza bruscamente con aire beligerante hacia el ágil lince que hacía las veces de portero, pero su montañoso compañero descruzó los brazos (simplemente eso, descruzó los brazos) y la protesta llegó a su fin. El cachas de los brazos cybexeados abandonó la cola, junto con dos amigos, soltando imprecaciones entre dientes y amenazando con darle su merecido.
¡O sea que los guardianes de la puerta no se andaban con chiquitas! Y eso que el chaval humillado parecía mucho mayor que Charlotte. Un escalofrío de miedo y desazón; se sentía culpable, deshonrada (desenmascarada ante el mundo entero), y eso que aún no le había llegado el turno.
Pero para los culpables el tiempo pasa más deprisa, de modo que de repente Mimi se plantó ante el lince y el gigante. Charlotte contuvo la respiración con la esperanza de que el matón impidiera el paso a Mimi, lo cual daría al traste con todo el plan, pero no fue así: pasó como si nada, tal como había vaticinado.
Charlotte y Bettina se apartaron un paso a la espera de su regreso. Les dio la impresión de que reaparecía al instante, con una alegre sonrisa de lo más falsa, para hacer entrega de los carnets prestados antes de regresar al interior del bar. Charlotte estudió el suyo… Era un permiso de conducir del estado de Nueva York, a nombre de Carla Phillips, del 500 de la avenida West End, Nueva York 10024. La foto no se le parecía lo más mínimo. Bueno, quizá vagamente… «¿Por qué no me largo ahora que aún estoy a tiempo?». Su madre la observaba con cara de pocos amigos.
Llegaron a la cabecera de la fila enseguida (demasiado pronto para su gusto) y quedaron a merced del lince. Bettina pasó primero. Charlotte ya estaba roja como un tomate. El portero examinó primero el carnet y luego a la propia Bettina, el carnet de nuevo, a Bettina otra vez, ¡con qué recelo! (Charlotte tenía un pajarillo atemorizado encerrado en el tórax: su corazón).
Qué forma tan inútil de arriesgarse, de poner en peligro su integridad moral ante aquel hombre. No era tan joven como le había parecido al principio. Las pupilas de sus ojos eran balines enclavados entre párpados gruesos y arrugados como cascaras de nuez. La cabeza era apenas del tamaño de un coco y el cuello de cisne del jersey parecía a punto de tragársela entera. Pero lo más destacable era el bigote, poblado, con ambas puntas rizadas hacia arriba y una diminuta miga anaranjada (¿de un nacho?) alojada en él. Levantó la vista del carnet de Charlotte con un fruncir de labios insinuante que provocó que el bigote y su minúscula miga naranja oscilaran dos o tres centímetros. Sostuvo el carnet plastificado con una mano y le dio un golpecito desdeñoso con la otra.
—¿Éste es tu carnet de conducir, Carla?
Se le había secado la garganta. Le daba miedo tratar de hablar, así que se limitó a asentir. No lo dijo con palabras, pero de todos modos había mentido.
—¿Y de dónde eres, «Carla»?
Le pareció que pronunciaba el nombre con sarcasmo, como diciendo: «Mentirosa».
—De Nueva York? —contestó con voz ronca. El miedo la sumía de nuevo en el ancestral spartano. El tono de interrogación final dejó la impresión de que intentaba tragarse aquella mentira pero se le había atragantado.
—No veo bien la dirección, Carla.
Gracias a Dios se la había aprendido, aunque ¡qué voz tan ronca!
—Es el quinientos de la avenida West End.
El pequeño inquisidor le guiñó un ojo con un gesto espantoso y comentó:
—Tienes un acento de Brooklyn cerradísimo, «Carla».
—Es que acabamos de irnos a vivir allí? —Una mentira, y proferida con un hilillo de voz que dejaba claro que la soltaba a la desesperada, para ver qué pasaba.
—Eh, Carla, si yo te conozco. Eres la amiga de Hoyt, ¿no? ¿Te acuerdas de mí?
Hablaba el gorila descomunal de Saint Ray. Tenía una voz aflautada que contrastaba con su aspecto. Con una sonrisa en los labios parecía otra persona y perdía todo asomo de rudeza y agresividad.
—Sí, claro —contestó ella, aceptando al vuelo la oportunidad de congraciarse con ellos—. Estabas… —no sabía muy bien cómo expresarlo— trabajando en la fiesta de Saint Ray?
—¡Exacto! —exclamó el gorila, como si acabaran de dedicarle un cumplido formidable. Se inclinó y le susurró algo al oído a su colega.
El lince soltó un resoplido entre dientes, lo que lo convirtió casi en un silbido, y miró a lo lejos.
—Vale, Miss Nueva York, adelante. —Señaló la puerta de cristal, y con sarcasmo añadió—: Seguro que no está a la altura TriBeCa ni NoLIta, pero qué se le va a hacer.
Charlotte no comprendió el comentario, pero decidió callar y dirigirse a toda prisa hacia la puerta por si cambiaba de idea.
Para acceder al IM había que pasar por un pequeño vestíbulo con otra puerta de cristal tras la cual se vislumbraba una penumbra de discoteca con apenas luz suficiente para reflejarse en los rostros pálidos del gentío, estudiantes en su totalidad. A lo lejos se oían un estruendo apagado y la percusión apagada de una batería y un bajo eléctrico. Empujó la puerta y, ¡pumba!, se la tragó un torbellino de ruido y ráfagas de hedores asquerosos, el olor dulzón y putrefacto de la cerveza mezclado sutilmente con la pestilencia del vómito, todo ello sumido en una media luz de discoteca nauseabunda, en los porrazos y gañidos de un grupo musical y en el estruendo triunfal de los estudiantes eufóricos por haber logrado acceder al centro del universo. La multitud parecía una única bestia borracha con mil cabezas y dos mil brazos que se rascaba la picazón, la comezón, se rascaba y se rascaba las pústulas de una viruela abrasadora que resultaron ser las brasas de todos los cigarrillos. Todo aquel lugar parecía enfermizo, asqueroso, infestado… El suelo, las paredes, cubiertas por unos plafones anchos y bastos, pintados de un negro violáceo, incluidos los bordes, mal cortados y astillados. En la profundidad de las tinieblas, dos cuchillos de luz, dos largos canales lo bastante refulgentes como para dar cuerpo a todo el humo del aire y recortar la silueta de la bestia. El más cercano, una barra; el del fondo, el pequeño escenario. A medida que fueron ajustándosele los ojos a la oscuridad, Charlotte comprobó que la bestia se descomponía en individuos apretujados como sardinas en lata, desde donde estaba ella hasta muy lejos. Uno de los primeros detalles concretos en que se fijó fue las perfectas medialunas de las dentaduras de las chicas (gracias, oh, diosa Ortodoncia, por responder a sus plegarias), que alzaban la vista hacia los chicos, con los ojos resplandecientes y los labios sonrientes, como si jamás hubieran escuchado palabras cargadas de ingenio o sabiduría tan fascinantes como las que ellos les decían en ese momento.
Charlotte recorrió el lugar con una mirada rápida en busca de Mimi y Bettina, que estaba de pie en un lado, cerca de la puerta. Fue para allá de inmediato, y acercaron las cabezas y se pusieron a reír las tres.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Mimi.
—¿Sabéis el tío con cara de lince? ¡Pues no me creía!
Carcajadas, bullicio y más bullicio, mientras Charlotte las entretenía con su historia. Pocas veces se había sentido tan eufórica en la vida. ¡Había salido airosa de una encerrona! ¡Qué guay! (Ya no pensaba en mentiras y engaños). ¡Había demostrado que era una más de la gente de mundo que sabía salir airosa de los problemas! (Ya no pensaba en que había cometido una ilegalidad). Había corrido un riesgo, se lo había jugado todo por el todo… ¡porque sí! (Ya no pensaba en el desvergonzado derroche de descaro de alguien como Regina Cox). Era la valiente muchacha que había luchado en la batalla, había sido alcanzada por el enemigo… ¡y había sobrevivido! (Sin tener que molestarse en preguntarse por el propósito de esa batalla). Se rio y charló animadamente, más que nunca desde su llegada a Dupont.
Mimi indicó que quería ir a la barra y tomarse una copa. El estruendo, los chillidos, los gemidos y el chumba-chumba eran tan abrumadores que si se alejaba más de treinta centímetros era imposible que sus amigas la oyeran. Las tres se deslizaron entre la masa de estudiantes, apretujándose para poder atravesarla. Charlotte cerraba la marcha. No tenía la menor intención de pedir una copa, que debía de costar un dólar o incluso más, pero le pareció de suma importancia permanecer en su pequeña manada de novatas y seguir avanzando…
Ya cerca de la barra, la separó de ellas un corrillo impenetrable de jóvenes de ambos sexos. Ellas berreaban con los inconfundibles gritos que indicaban emoción por la presencia de chicos en las cercanías. Charlotte no consiguió pasar.
Alguien le tiró del brazo. Era Bettina, botella de cerveza en mano, que le hizo una señal en dirección a Mimi, que sostenía un gran vaso de algo. Fueron hacia donde estaba el escenario, en la parte posterior. Charlotte las siguió en su recorrido entre la multitud, presa de una turbación desconcertante. Los olores (a cerveza rancia, a vómito, a tabaco, a cuerpos) fueron empeorando. Ya sólo la masa de los cuerpos… ¡Qué calor tan tremendo! Se acordó de aquella noche en la hermandad de Saint Ray… El sofoco, la penumbra nocturna, la humareda, los borrachos pegando alaridos, la música torturante, el aire hediondo, los gritos alcoholizados de los animales de sexo masculino por todas partes.
—¡Vete a que te den por saco hasta decir basta!
—Luke, yo soy tu padre.
—¡Qué corto eres, hijoputa! ¿Quién coño va a robar un cepillo de dientes eléctrico?
—¡Podrán quitarnos la vida, pero jamás la libertad!
Al fondo, los cinco músicos, refulgentes de sudor, eran una aparición entre el contraste de los focos intensos y las sombras que desaparecían en la pared negra tras el escenario. No parecían formas tridimensionales, sino más bien manchas de luz incapaces de estarse quietas. El batería era gordo y calvo como un buda, y aporreaba una impresionante artillería de tambores, platillos, bloques de madera y triángulos. Delante del pequeño escenario había una pista de baile también de reducidas dimensiones, cutre y destartalada, lo mismo que el resto del local. A su alrededor, prácticamente en plena oscuridad, se habían metido con calzador unas cuantas mesitas redondas, baratas y pintadas de negro, ocupadas por rostros pálidos que berreaban mientras se metían humo en los pulmones. Un cantante joven, de piel color caramelo, frágil como un junco, con la cabeza afeitada, excepto por un par de enormes patillas que le daban un aire de caniche, cantaba un tema con un ritmo reggae pausado.
Una penumbra húmeda… El humo del tabaco invadió la nariz de Charlotte hasta que le pareció que también le quemaba los ojos por dentro.
Bettina y Mimi le hacían gestos de que se apresurara. Habían visto a un chico y tres chicas (probablemente alumnos de segundo ciclo, ya que sí aparentaban veintiún años) que se levantaban de una mesita no muy lejos de la pista de baile. Mimi y Bettina ya se abalanzaban atropelladamente para tomar posesión de ella, haciendo palanca con los muslos entre sillas cuyos respaldos se tocaban y espolvoreando disculpas por encima de los rostros soliviantados de los estudiantes a los que empujaban. Charlotte se esforzó en seguirles el ritmo. En cuanto se sentaron, Mimi encendió un cigarrillo para demostrar que estaba integrada. Con el pitillo en una mano, con la otra se llevó la botella de cerveza a los labios, miró a Charlotte y arqueó las cejas como preguntando: «¿No quieres beber nada?», lo que en realidad venía a significar: «¿No quieres integrarte?». Charlotte negó con la cabeza y se inclinó hacia delante, con los antebrazos apoyados en el borde de la mesa, y miró por detrás de Mimi los jóvenes cuerpos amontonados. ¿Por qué? ¿Integrarse… en qué? ¿Qué sentido tenía aquel barullo de seres humanos arremolinados, dándose empellones con frenesí en un antro de mala muerte como el IM un viernes por la noche? De inmediato se contestó con otra pregunta: «¿Y si estuviera ahora sola en mi cuarto?». Se sintió transportada… Sentada ante la mesa, mirando por la ventana la torre de la biblioteca iluminada mientras la soledad se llevaba por delante todo rastro de esperanza, ambición o proyecto. ¡Charlotte Simmons! Apartada de toda familia, todo amigo, todo terreno conocido, todo objeto familiar y casero… ¿Habría un solo alumno de Dupont que se encontrara tan solo como se había sentido ella?
Sus ojos se fijaron en cinco chicas que estaban a punto de apretujarse en torno a una mesa junto a la pista, dos más allá de la suya. Parecían igual de jovencitas que ella, y todas sonreían y se carcajeaban con ansiedad. Y una en concreto, aquélla, la que se había sentado prácticamente en la pista de baile, la rubia, la del enorme canalillo, qué aire de superioridad tenía, con la barbilla levantadísima se creía la imagen misma del ideal de chica sexy… «¡Va, venga, Charlotte! ¡No te engañes! ¡Sabes perfectamente que está buenísima! Tiene esa melena rubia larga, lisa y sedosa que hace que todas las demás mujeres del mundo que no son rubias (pero todas todas, sin excepción) se retuerzan las manos pensando en lo injusto, lo desconsiderado, lo inmotivado y lo arbitrario que es el destino».
Bettina también se había fijado en las recién llegadas. Se acercó a Charlotte, las señaló y comentó con desdén:
—¿No sería más sencillo que se colgaran un cartel del cuello que dijera: «Pégame un polvo, que soy de primero»?
Charlotte se rio, pero se desanimó. ¿Qué hacía allí Charlotte Simmons? ¿Qué era aquella actividad a la que se habían lanzado las tres, ella en la misma medida que Bettina y Mimi? ¡La caza! ¡La caza del novio! ¡Tan necesario como el aire que respiraban! ¿Qué logro académico, qué destello de genialidad, aunque fuera digno de un premio Nobel de Neurociencia, podría ser igual de importante?
El grupo había atacado un tema lleno de sentimiento al estilo de Bob Marley. El cantante inclinaba la cabeza hacia atrás de forma exagerada, de modo que el micrófono que sostenía se le metía en el esófago. En la pista había media docena de parejas restregándose. Eran especímenes, animales de laboratorio metidos en un entorno neurobiológico que ponía en movimiento ciertos estímulos que provocaban que se administraran alcohol y nicotina en las membranas mucosas, así de arrolladora era la pulsión por integrarse.
Por vez primera en los dos meses que llevaba en Dupont, Charlotte se sintió como antes, independiente, autónoma, alejada de los hábitos que sus compañeros aceptaban como el orden natural de las cosas en la universidad, unos hábitos a los que se entregaban sin rechistar. ¿Por qué era tan importante para aquellos chavales inteligentes y ricos (catorce noventa de media en el SAT) adentrarse en un mundo tan primitivo? ¿Por qué aquel antro cutre y ruinoso y no un sitio elegante, o al menos limpio? Y aquella música caribeña… Charlotte Simmons estaba por encima de todos ellos. Eran especímenes que tenía la oportunidad de estudiar. El IM era un terrario repleto de niños bien vestidos con andrajos en el que ella metía la nariz para estudiarlos… El macho y la hembra se frotaban los genitales… El órgano, hinchado bajo una capa de algodón, ansiaba la hendidura, bajo una capa de algodón… El buda aporreaba todo lo que se le ponía por delante en un radio de dos metros y medio… El cantante de piel caramelo se tragaba aún más el micrófono… ¡Y entonces observó una aberración! Un chico se acercaba a la pista de baile por su cuenta. No, se limitaba a cruzarla a modo de atajo. El pelo castaño, la camisa de vestir desabrochada y arremangada, con los faldones por encima de unos pantalones caqui, cojeando pero con un modo de andar arrogante, avanzaba con aire resuelto entre las bestias de dos espaldas que se friccionaban. Se volvió. Llevaba una gasa pegada con esparadrapo en un lado de la mandíbula, desde la oreja hasta la barbilla…
Hoyt.
Se dirigía hacia Charlotte, que fue sumamente consciente del frenesí que asaltó su corazón. Probablemente Hoyt había estado todo el rato en una mesa del otro lado de la pista. ¿Cómo la había encontrado entre tanto humo y en tinieblas? ¿Cuánto hacía que…?
Mimi se inclinó por delante de Bettina para decirle a Charlotte:
—¿Has visto quién viene por ahí? Es tu salvavidas de Saint Ray.
Charlotte levantó la vista como si no se hubiera percatado de su presencia. Tenía la cara al rojo vivo, pero le quedaba la esperanza de que en la oscuridad Mimi no lo advirtiese.
—¿Qué vas a decirle? —insistió Mimi, que parecía emocionada.
—No sé. —A Charlotte le temblaba la voz.
Hoyt estaba ya a sólo un par de metros de ella, pero no la miraba directamente. Se acercó más y más… y pasó de largo, sin dirigirle una simple mirada. Llegó a la mesa donde se constreñían las cinco novatas y se inclinó hacia la rubia del canalillo y la melena, sentada justo en el borde de la pista, de espaldas. Hoyt le dio unos golpecitos en el hombro y Charlotte… Todo aquello estaba pasando delante de sus narices. La rubia volvió la cabeza con un elegante despliegue de aquella sedosa melena. La sonrisita de petulancia de Hoyt se transformó en un gesto de perplejidad y sincero interés.
Charlotte no oía ni mucho menos lo que le decía a la chica. El grupo musical y el fragor alcoholizado del local, cada vez más estruendoso, ahogaban cualquier otro sonido. Sin embargo, le borboteó un nombre en el tronco del encéfalo: Britney Spears.
La rubita se reía tontamente, emocionadísima, y se sonrojaba del apuro que estaba pasando, algo que Charlotte conocía muy bien. Hoyt acercó una sillita de la mesa contigua y se sentó junto a su presa. Charlotte ya no fue capaz siquiera de fingir que no los observaba. Él hablaba sin dejar de sonreír y ella seguía soltando risitas. Él se inclinaba hacia ella, derrochando candidez con esa mirada que dice: «Los dos sentimos algo que aún somos incapaces de expresar, ¿verdad?».
Entonces empezó a darle golpecitos en el brazo, desde el hombro y bajando poco a poco. Por cómo se le arqueaban las cejas, era evidente que estaba preguntando algo. Ambos se pusieron en pie. Ella se volvió y dirigió una sonrisa de incomodidad, de cierto arrepentimiento, a sus compañeras. Y entonces saltaron a la pista de baile. Encajaron las caderas y él empezó a clavarse en ella, a frotarse contra ella, a restregarse… El grupo tocaba un tema de ritmo lento, hipnótico, sincopado. El cantante repetía una y otra vez dos versos: «Tienes que aprovechar tu fuerza…/Con mucha sen-si-bi-li-dad…/ Sí, tienes que aprovechar tu fuerza…/Con mucha sen-si-bi-li-dad…».
Hoyt tenía la boca entreabierta de una forma que decía: «Así, muy bien… Muy bien… Déjate llevar… Perfecto, chata… Sí, muy bien, chata… Si cada vez te gusta más…».
La chica estaba coloradísima. Era evidente, incluso en aquella luz electronocturna teñida de vómito, rociada de cerveza, cargada de humo, malos olores y ruidos peores. Sin embargo, una sonrisa que delataba un atrevimiento naciente empezaba a dibujarse en aquel rostro enrojecido para borrar cualquier rastro de vergüenza y prudencia.
Hoyt y la rubia abandonaron la pista y se dirigieron entre el gentío hacia la entrada, de la manita; él parloteaba y ella llevaba la vista al frente, sin fijarse en nada, contemplando únicamente el futuro inmediato.
—¡Aydiosmío! —exclamó Mimi, que volvía a inclinarse por delante de Bettina, en esta ocasión para mostrar a Charlotte su reloj de pulsera—. Tu salvavidas es demasiado. Mira, tía. ¿Quién es esa novuta con cara de corta?
—¿Cómo «novuta»? —preguntó Bettina.
—¿No has oído hablar de las novutas? Son tías de primero un poco… Son novatas como que así… Novata… Novuta…
Charlotte trató de fingir desinterés, pero no se le dio nada bien. Tenía que dar la espalda a sus dos amigas, era imposible que no advirtiesen que casi se le saltaban las lágrimas. Todo aquello le resultaba increíble, pero no, en realidad sí se lo creía, lo cual era aún peor.
Aydiosmío, todos aquello cuerpos… Qué caloooor hacía allí… El humo procedente de pulmones podridos ajenos le achicharraba los conductos nasales. El buda seguía machacando todo lo que alcanzaba con las baquetas. Evidentemente, se creía que estaba ofreciendo un espectáculo de primera.
«¡Qué cabrón!». Inspiró hondo con ansiedad… Nunca había utilizado ese calificativo, ni siquiera mentalmente. ¡Hoyt lo había hecho sólo para atormentarla! Se había dirigido hacia ella y en el último momento se había desviado un poquito para ir en busca de una… una ¡zorra! Otra palabra nueva que jamás había siquiera pensado. O quizá si una vez, al pensar en Beverly… Un rayo de esperanza: «Si se ha molestado en montar ese numerito para martirizarme es que ha pensado mucho en mí». Pasó una nube: «O quizás es que se dirigía realmente hacia mí y de pronto ha visto algo mejor, a una novuta, carne un poco más fresca, que es lo único que tiene entre ceja y ceja, eso está claro… O a lo mejor no me vio…». Era posible, ¿no? Con aquella oscuridad, con aquel olor repugnante, con aquel calor, con el ruido que montaba el buda…
«De ilusión también se vive, Charlotte… Te pongas como te pongas, te ha despreciado, te ha hecho daño, te ha humillado… ¡Me ha traicionado delante mismo de mis narices! ¡Delante de mis amigas!».
La cabeza del cantante de piel caramelo seguía echada hacia atrás. «Tío, tienes lo que hace falta para arrasar…/Con mucha sen-si-bi-li-dad…/Y tú, tía, tienes lo que hace falta para arrasar…/Con mucha sen-si-bi-li-dad…».
Charlotte era consciente de cómo la miraba Mimi; y Bettina también, pero con menos descaro. Querían ver cómo se había tomado algo tan fuerte, así que se encogió de hombros y trató de aparentar despreocupación:
—Se portó bien conmigo el otro día. Pero sólo por eso no tiene que…
No terminó la frase. No quería que la pillaran expresando con palabras lo que le gustaría que él hubiera querido hacer. Sólo serviría para poner sobre la mesa su angustia, y sabía muy bien que Mimi («maldita seas, Mimi») disfrutaría de ello, como buena tarántula que era, hasta la última gota.